Bajo la rosa
A medida que avanzaba la tarde, unas nubes amarillentas empezaron a acumularse sobre la plaza Mohammed Alí y enviaron uno o dos zarcillos hacia el desierto libio. Un viento del sudoeste sopló silencioso por la calle Ibrahim y a través de la plaza, llevando a la ciudad el frío del desierto.
«Pues que llueva», se dijo Porpentine, «que llueva pronto». Estaba sentado ante una mesita de hierro forjado, en la terraza de un café, fumando cigarrillos turcos y saboreando la tercera taza de café, el negro gabán irlandés doblado sobre el respaldo de otra silla. Aquel día llevaba un traje de tweed claro y sombrero con un paño de muselina fijado alrededor para protegerse el pescuezo de un sol temible, al que las nubes en movimiento estaban a punto de difuminar. Cambió de posición en su asiento, sacó un reloj del bolsillo del chaleco, lo consultó y lo devolvió a su sitio. Movió de nuevo la cabeza para mirar a los europeos que pululaban por la plaza, algunos de los cuales se apresuraban hacia la Banque Impériale Ottomane y otros miraban escaparates o se sentaban en los cafés. Por su actitud y la expresión de su rostro, nervioso y a la expectativa, Porpentine parecía haberse citado allí con una dama.
Todo ello a beneficio de cualquiera que le importara, y sólo Dios sabía cuántos estaban en ese caso. En la práctica, se reducían a los empleados de Moldweorp, el espía veterano. Por alguna razón, uno nunca prescindía de esa coletilla, «espía veterano», quizás un atavismo de una época anterior, cuando tales epítetos eran una recompensa por cualquier prueba de heroísmo o virilidad; o puede que el motivo estribara en que ahora, cuando el siglo se lanzaba de cabeza hacia su final y con una tradición de espionaje por la que todo se realizaba tácitamente de acuerdo con las reglas de la caballerosidad, cuando podría decirse que los campos de juego de Eton habían condicionado también la conducta premilitar, la etiqueta era una manera de fijar la identidad en aquel haut monde especial antes de que la muerte, individual o colectiva, causara su inmovilidad definitiva. En cuanto a Porpentine, aquellos a quienes les importaba le llamaban «il semplice inglese».
La semana anterior, en Brindisi, su simpatía había sido infatigable como siempre, y comprender que, por alguna razón, Porpentine era incapaz de devolverla les daba una cierta superioridad moral. Por ello se mostraban tiernos y tímidos y seguían cursos tortuosos para cruzarse con el suyo al azar. También reflejaban sus prácticas privadas: vivir en los hoteles más frecuentados, sentarse en cafés para turistas, viajar siempre por las rutas respetables y públicas, todo lo cual, sin duda, le irritaba sobremanera, pues era como si Porpentine, tras haberse creado una inocencia característica, considerase que su utilización por parte de otros —sobre todo los agentes de Moldweorp— implicaba una violación de sus prerrogativas. Si pudieran plagiarían su mirada de niño, su sonrisa de ángel regordete. Durante casi quince años había huido de su simpatía; desde el vestíbulo del hotel Bristol, en Nápoles, una noche de invierno del 83, cuando todos los que uno conocía en la masonería del espionaje parecían estar esperando sucesos por la caída de Jartum y el crecimiento de la crisis de Afganistán hasta que se le pudiera dar el nombre de apocalipsis seguro. Allí había llegado él, como supo que lo haría en alguna etapa del juego, para enfrentarse con el rostro ya envejecido de Moldweorp, el egregio o maestro, notar la mano del viejo solícita sobre su brazo y oírle susurrar gravemente:
—Las cosas están llegando al punto decisivo y es posible que eso nos afecte a todos nosotros. Tenga mucho cuidado.
¿Qué podía responderle? No tenía más remedio que escrutarle, casi con desesperación, en busca de algún rastro de insinceridad. Naturalmente, no encontró ninguno, por lo que desvió la mirada con rapidez, inflamado, incapaz de ocultar cierta impotencia. Como en todos sus encuentros posteriores también le salió el tiro por la culata, Porpentine, en los días caniculares del 98, parecía haberse vuelto en cambio frío y desabrido. Ellos seguirían usando un mecanismo tan afortunado: nunca investigarían la vida de Porpentine, no violarían las Reglas y dejarían en paz a lo que se había convertido para ellos en placer.
Ahora se preguntaba si alguno de los dos de Brindisi le habría seguido hasta Alejandría. Desde luego, no vio a ninguno en el barco de Venecia. Pasó revista a las posibilidades: un vapor triestino de la Austrian Lloyd también hacía escala en Brindisi, y ése era el único que podrían haber tomado. Hoy era lunes y Porpentine se había marchado un viernes. El barco de Trieste zarpaba los jueves y llegaba el domingo por la noche. De manera que (a) en el caso menos malo, disponía de seis días, o (b) en el peor caso, ellos lo sabían, por lo que habrían partido un día antes que Porpentine y ya estarían allí.
Contempló el sol que se oscurecía y las hojas de las acacias agitadas por el viento en la plaza Mohammed Alí. Alguien le llamó a lo lejos y, al volverse, vio a Goodfellow, rubio y jovial, que avanzaba hacia él por la calle Cherif Pacha, trajeado y con un salacot dos tallas más grande que la suya.
—¡Caramba, Porpentine! —exclamó Goodfellow—. He conocido a una joven dama notable.
Porpentine encendió otro cigarrillo y cerró los ojos. Todas las jóvenes damas de Goodfellow eran notables. Tras dos años y medio de asociación, uno se acostumbraba a ver una serie de mujeres que se sucedían para coger el brazo de aquel hombre, como si cada capital de Europa fuese Margate y el paseo tuviera una longitud continental. Si Goodfellow sabía que la mitad de su salario era enviado todos los meses a la esposa que tenía en Liverpool, no daba ninguna muestra de ello y se dedicaba a retozar, inalterado y jubiloso. Porpentine había visto el expediente abierto de su amigo, pero tiempo atrás decidió que al menos la esposa no era en absoluto asunto suyo. Ahora escuchaba mientras Goodfellow acercaba una silla y llamaba a un camarero, diciéndole en pésimo árabe:
—Hat fingan kahwa bisukkar, ya weled.
—Goodfellow —dijo Porpentine— no tiene que…
—Ya weled, ya weled —rugió Goodfellow. El camarero era francés y no entendía el árabe—. Ah, café entonces. Café, ya sabe.
—¿Qué tal su alojamiento? —le preguntó Porpentine.
—De primera. —Goodfellow se alojaba en el hotel Khedival, a siete manzanas de distancia. Como estaban pasando un contratiempo financiero temporal, sólo uno de ellos podía permitirse el hospedaje habitual. Porpentine se alojaba en casa de un amigo, en el barrio turco—. Con respecto a esa chica —añadió Goodfellow— mañana hay una fiesta en el consulado de Austria, y su acompañante será Goodfellow: lingüista, aventurero, diplomático…
—¿Cómo se llama?
—Victoria Wren. Viaja con su familia, videlicet: Sir Alastair Wren, miembro de un colegio real, y su hermana Mildred. La madre falleció. Mañana partirán hacia El Cairo y harán un crucero con la Cook Nilo abajo. —Porpentine aguardó—. Hay también un arqueólogo lunático —concluyó Goodfellow, al parecer reacio—. Un tal Bongo-Shaftsbury, joven y estúpido. Inofensivo.
—Ajá.
—Huy, huy. Está demasiado sensibilizado. Debería tomar menos café fuerte.
—Posiblemente —convino Porpentine. Llegó el café de Goodfellow y su compañero continuó—: Ya sabe que acabaremos arriesgándonos de todos modos. Siempre lo hacemos.
Goodfellow sonrió distraído y removió su café.
—Ya he tomado medidas. Hay una enconada rivalidad por las atenciones de la joven dama entre yo y Bongo-Shaftsbury. Ese tipo es un perfecto asno. Está loco por ver las ruinas tebanas de Luxor.
—Naturalmente —dijo Porpentine. Se levantó y se puso el gabán sobre los hombros. Había empezado a llover. Goodfellow le entregó un sobre blanco con el blasón austríaco en el reverso—. Ocho, supongo —añadió Porpentine.
—Así es. Debe ver a esa chica.
Fue entonces cuando Porpentine sufrió uno de sus ataques. La profesión era solitaria y de una seriedad constante, aunque no siempre extrema, y a intervalos regulares sentía la necesidad de hacer el bufón. «Un poquito de chacota», según él. Estaba convencido de que así era más humano.
—Me presentaré con unos bigotes falsos —informó a Goodfellow— y me haré pasar por un conde italiano. —Se puso jovialmente en posición de firmes y estrechó una mano imaginaria—: Carissima signorina. —Hizo una reverencia y besó el aire.
—Está usted loco —comentó Goodfellow, en tono amable.
—Pazzo son! —empezó a cantar Porpentine con una voz trémula de tenor—. Guardate, come io piango ed imploro…
Su italiano no era perfecto y se le notaba el acento cockney. Un grupo de turistas ingleses, que se apresuraban a entrar en el café para resguardarse de la lluvia, le miraron con curiosidad.
—Basta —dijo Goodfellow, estremecido—. Fue en Turín, lo recuerdo. Torino, ¿no es cierto? En el 93. Yo escoltaba a una marquesita con un lunar en la espalda y Cremonini cantó a Des Grieux. Usted, Porpentine, profana el recuerdo.
Pero el retozón Porpentine dio un brinco, entrechocó los tacones y volvió a adoptar una pose, con un puño en el pecho y el otro brazo extendido.
—Come io chiedo pietà!
El camarero le miró con una expresión apenada. La lluvia arreció. Goodfellow permaneció bajo el aguacero, tomando su café. Las gotas de lluvia tamborileaban sobre el salacot.
—La hermana no está mal —observó mientras Porpentine retozaba en la plaza—. Se llama Mildred… aunque sólo tiene once años.
Al cabo de un rato cayó en la cuenta de que se le estaba empapando el traje. Se levantó, dejó unas monedas sobre la mesa e hizo una inclinación de cabeza a Porpentine, que permanecía inmóvil, mirándole. La plaza estaba desierta, con excepción de la estatua ecuestre de Mohammed Alí. ¿Cuántas veces se habían mirado el uno al otro de esa manera, empequeñecidos en sentido horizontal y vertical por cualquier panorámica de la plaza al caer la tarde? Si el razonamiento de los proyectos pudiera basarse solamente en aquel momento, entonces los dos habrían sido desplazables, como fichas de ajedrez de segundo orden, a cualquier parte a través del tablero de Europa. Ambos del mismo color (aunque uno de ellos rezagado en diagonal por deferencia a su jefe), ambos explorando el entarimado de una embajada en busca de señales de la oposición, cualquier rostro de estatua para corroborar la confianza en sus propios medios (quizá, lamentablemente, en su propia humanidad), procurarían no recordar que toda plaza municipal, con independencia de cómo la atravieses, permanece, al fin y al cabo, inanimada. Pronto los dos hombres se dieron la vuelta casi con formalidad para encaminarse en direcciones opuestas: Goodfellow de regreso al hotel, Porpentine a la Rue Ras-et-Tin y el barrio turco. Hasta las ocho en punto sopesaría la Situación.
De momento, era un mal trabajo para todos. Sirdar Kitchener, el héroe colonial inglés más reciente, victorioso hacía poco en Jartum, se hallaba ahora a unos seiscientos kilómetros río Nilo Blanco abajo, merodeando en la jungla. Se decía que un general llamado Marchand estaba también en las proximidades. Gran Bretaña no quería en modo alguno la intervención de Francia en el valle del Nilo. El señor Delcassé, ministro de Asuntos Exteriores del recién formado gobierno francés, estaba dispuesto a luchar, en caso necesario, si surgía un conflicto cuando los dos destacamentos se encontraran, pues que iban a encontrarse era algo que ya todo el mundo sabía. Kitchener había recibido instrucciones de no tomar la ofensiva y evitar toda provocación. En caso de guerra, Rusia apoyaría a Francia, mientras que entre Inglaterra y Alemania existía un acercamiento temporal, lo cual también significaba, por supuesto, con Italia y Austria.
Porpentine pensó que la principal diversión de Moldweorp había sido siempre la de hostilizar. Todo lo que pedía era que finalmente hubiera una guerra, no sólo una pequeña escaramuza fortuita en la carrera por adueñarse de África, sino un cornetazo de salida que llevaría al Armagedón de Europa. En otro tiempo a Porpentine podría haberle sorprendido que sus superiores desearan la guerra tan ansiosamente. Ahora daba por sentado que, en algún momento de los quince años dedicados a jugar a la liebre y los galgos, él mismo había concebido la misión personal de impedir el Armagedón. Tenía la sensación de que un alineamiento como aquél sólo podría haberse producido en un mundo occidental donde espiar era cada vez menos una empresa individual que de grupo, donde los acontecimientos de 1848 y las actividades de anarquistas y radicales en todo el continente parecían proclamar que la historia ya no se hacía mediante la virtúd de príncipes individuales, sino gracias al hombre integrado en la masa, a orientaciones, tendencias y curvas impersonales en una cuadrícula de tenues líneas azules. Así pues, era inevitable el singular combate entre el espíritu veterano y il semplice inglese. Estaban solos —Dios sabía dónde— en palestras abandonadas. Goodfellow estaba al corriente del combate particular, como sin duda lo estaban los subordinados de Moldweorp. Todos ellos adoptaban el papel de circunspectos ayudantes que atendían a los intereses estrictamente nacionales, mientras sus jefes giraban por encima de ellos en algún nivel inalcanzable y se dedicaban a hacer quites. El hecho de que Porpentine trabajara nominalmente para Inglaterra y Moldweorp para Alemania era accidental; probablemente habrían elegido los mismos bandos si sus empleos se hubiesen invertido, porque Porpentine sabía que él y Moldweorp estaban cortados por el mismo patrón, eran camaradas maquiavélicos que todavía jugaban a la política italiana del Renacimiento en un mundo que se había hecho demasiado grande para ellos. Así pues, los papeles libremente adoptados se convirtieron en afirmaciones de una especie de orgullo, sobre todo en una profesión que todavía recordaba la agilidad filibustera de Lord Palmerston. Por suerte para Porpentine, el Foreign Office conservaba el viejo espíritu en grado suficiente para darle casi mano libre, aunque él no tenía modo de saber si sospechaban. Cuando su misión personal coincidía con la política diplomática, Porpentine enviaba un informe a Londres, y nunca nadie parecía tener queja.
Ahora el hombre clave para Porpentine parecía ser Lord Cromer, el cónsul general británico en El Cairo, un diplomático capacitado en extremo y lo bastante cauto para evitar cualquier impulso temerario, la guerra, por ejemplo. ¿Era posible que Moldweorp estuviera tramando un asesinato? Un viaje a El Cairo parecía en regla, lo más inocente posible, ni que decir tiene.
El consulado austriaco estaba al otro lado de la calle, frente al hotel Khedival, y allí las fiestas no eran excepcionales. Goodfellow estaba sentado al pie de una ancha escalera de mármol con una chica que no tendría más de dieciocho años y, como el vestido que llevaba, parecía desgarbadamente ahuecada y provinciana. La lluvia había encogido el atuendo formal de Goodfellow, cuyo abrigo parecía tenso bajo los sobacos y sobre el vientre; el viento del desierto había desordenado su cabello rubio, tenía el rostro enrojecido y una expresión de incomodidad. Al verle, Porpentine tuvo conciencia de su propio aspecto: pintoresco, anómalo, con unas prendas de vestir adquiridas el mismo año que el general Gordon fue liquidado por el Mahdi. Totalmente desfasado en reuniones como aquélla, con frecuencia se entregaba a un juego en el que él era, por ejemplo, Gordon decapitado y regresado de entre los muertos; así de excéntrico, por lo menos, entre una esplendorosa reunión de estrellas, galones y condecoraciones exóticas; y así de anticuado, desde luego, ya que Sirdar había tomado de nuevo Jartum y la ofensa había sido vengada, pero ya nadie lo recordaba. Había visto una vez al héroe fabuloso de las guerras de China, de pie en las murallas de Gravesend. En aquel entonces Porpentine tenía unos diez años y, como era natural, se encandiló. Pero algo había sucedido entre aquel lugar y el hotel Bristol. Aquella noche había pensado en Moldweorp y la posibilidad de un Armagedón, y quizá también un poco en su propia sensación de extrañamiento, pero en modo alguno acerca del Gordon chino, solitario y enigmático en la desembocadura de aquel Támesis de su infancia, del que se decía que el cabello se le volvió blanco en el espacio de un día mientras aguardaba la muerte en la sitiada ciudad de Jartum.
Porpentine echó un vistazo al consulado y recontó el personal diplomático: Sir Charles Cookson, Mister Hewat, Monsieur Girard, Herr von Hartmann, Cavaliere Romano, el conde de Zogheb, etcétera, etcétera. Muy bien, todos presentes y responsables, con excepción del vicecónsul ruso, Monsieur de Villiers, y, curiosamente, el huésped de uno de ellos, el conde Khevenhüller-Metsch. ¿Podrían estar juntos?
Regresó a los escalones donde Goodfellow se sentaba desesperanzado, hablando de aventuras inexistentes en Sudáfrica. La muchacha le miró sofocada y sonriente. Porpentine se preguntó si debería cantar: «¿No es ésta la muchacha con quien le vi en Brighton? ¿Quién, quién, quién es su dama amiga?». Pero le dijo:
—¡Vaya! —Goodfellow, aliviado y más entusiasta de lo necesario, les presentó.
—La señorita Victoria Wren.
Porpentine sonrió, asintió y se palpó los bolsillos en busca de tabaco.
—¿Cómo está usted, señorita?
—Le he estado hablando de nuestro espectáculo con el doctor Jameson y los Bóers —dijo Goodfellow.
—Ustedes estuvieron juntos en el Transvaal —dijo la muchacha, maravillada.
Porpentine pensó que Goodfellow podía hacer con ella lo que quisiera, que la chica accedería a cualquier cosa que él le pidiera.
—Hemos pasado juntos algún tiempo, señorita.
Ella estaba arrebolada, rebosante de entusiasmo, y Porpentine se retiró tímidamente tras las mejillas pálidas y los labios fruncidos. Como si el brillo de la muchacha fuese un recordatorio de una puesta de sol de Yorkshire o, por lo menos, el vestigio de una visión del hogar que ni él ni Goodfellow podían —ni, bien mirado, les importaba— permitirse recordar, compartieron en presencia de la joven esa tendencia evasiva común.
Porpentine oyó un débil gruñido a sus espaldas. Goodfellow se contrajo, sonrió débilmente y le presentó a Sir Alastair Wren, el padre de Victoria. Resultó evidente casi de inmediato que éste no le tenía simpatía a Goodfellow. La acompañaba una robusta y miope niña de once años, la hermana, Mildred, la cual informó enseguida a Porpentine de que se encontraba en Egipto para recoger muestras de rocas, pues estaba loca por las rocas de la misma manera que Sir Alastair lo estaba por los órganos grandes y antiguos de cañones. El año anterior había viajado por Alemania, enemistándose con las poblaciones de diversas ciudades catedralicias al reclutar chiquillos para que trabajaran afanosamente media jornada a fin de mantener los fuelles en funcionamiento y pagándoles luego menos de lo acordado. Victoria añadió que fue espantoso. Sir Alastair siguió diciendo que no había ni un solo órgano decente en ningún lugar del continente africano, cosa que Porpentine difícilmente podría poner en duda. Goodfellow mencionó su entusiasmo por el organillo y quiso saber si Sir Alastair tenía alguna experiencia con ese instrumento. El noble soltó un gruñido amenazador. Por el rabillo del ojo, Porpentine vio que el conde Khevenhüller-Metsch salía de una sala contigua, guiando al vicecónsul ruso, a quien cogía del brazo, mientras hablaba en tono nostálgico. Monsieur de Villiers puntuaba la conversación con grititos jubilosos. Ajá, se dijo Porpentine. Mildred había sacado de su ridículo una gran piedra, que ahora ofrecía a la inspección de Porpentine. La había encontrado cerca del emplazamiento de la antigua Faros, y contenía fósiles trilobites. Porpentine no pudo responderle; aquélla era su antigua debilidad. En el entresuelo había un bar, y subió corriendo los escalones con la promesa de traer ponche (para Mildred, por supuesto limonada).
Alguien le tocó el brazo mientras esperaba en el bar, y al volverse, vio a uno de los dos de Brindisi, que comentó:
—Encantadora muchacha.
Era la primera vez en quince años, que él recordara, que cualquiera de ellos le hablaba directamente. Sólo se preguntó, inquieto, si reservaban tal artificio para tiempos de crisis singular. Recogió las bebidas y sonrió, con semblante angélico, se volvió y empezó a bajar las escaleras. En el segundo escalón tropezó y cayó: descendió dando tumbos y rebotes, seguido por el ruido del vidrio roto y una rociada de ponche de Chablis y limonada, hasta el pie de la escalera. En el ejército había aprendido cómo se debían tomar las caídas. Miró avergonzado a Sir Alastair Wren, el cual asintió con un gesto de aprobación.
—Cierta vez vi a un individuo hacer eso mismo en un music-hall —le dijo—. Usted es mucho mejor, Porpentine, de veras.
—Hágalo otra vez —le pidió Mildred.
Porpentine sacó un cigarrillo y permaneció un rato allí tendido, fumando.
—¿Qué les parece si cenamos tarde en el Fink? —propuso Goodfellow.
Porpentine se levantó.
—¿Se acuerda de los tipos que encontramos en Brindisi?
Goodfellow asintió, impasible, sin el menor atisbo de tics o tensiones en su rostro, una de las cosas por las que Porpentine le admiraba.
—Me voy a casa —musitó Sir Alastair, tirando bruscamente de la mano de Mildred—. Comportaos.
Así pues, Porpentine se encontró haciendo de carabina. Propuso un nuevo intento de hacerse con el ponche. Cuando llegaron al piso principal, el hombre de Moldweorp había desaparecido. Porpentine encajó un pie entre los balaustres de la escalera y examinó rápidamente los rostros de los que estaban abajo.
—No —dijo. Goodfellow le ofreció una taza de ponche.
—Estoy deseando ver el Nilo —decía Victoria—, las pirámides, la Esfinge.
—El Cairo —añadió Goodfellow.
—Sí —convino Porpentine—. El Cairo.
El restaurante Fink estaba al otro lado de la Rue de Rosette. Cruzaron la calle bajo la lluvia, la capa de Victoria abultada a su alrededor. La muchacha reía, encantada con la lluvia. El público del local era totalmente europeo y Porpentine reconoció algunos rostros que había visto en el barco de Venecia. Tras el primer vaso de Vóslauer blanco la chica empezó a hablar. Tan joven y animada, pronunciaba las oes con un suspiro, como si fuera a desmayarse de amor. Era católica y había ido a una escuela religiosa cerca de su casa, un lugar llamado Lardwick-in-the-Fen. Aquél era su primer viaje al extranjero. Habló mucho de su religión. Durante cierto tiempo había considerado al hijo de Dios como una joven dama consideraría a un buen partido para casarse. Pero al final se dio cuenta de que, naturalmente, no estaba soltero sino que mantenía un inmenso harén vestido de negro y engalanado con rosarios. Ella nunca toleraría semejante competencia y, por lo tanto, abandonó el noviciado pero no la Iglesia, la cual, con sus imágenes de rostros tristes y su olor a cera e incienso, formaba, junto con el tío Evelyn, uno de los dos focos de su órbita serena. Ese tío, una especie de vago salvaje o renegado, llegaba de Australia una vez al año, sin ningún regalo, pero dispuesto a contar tantas historias increíbles como las hermanas pudieran resistir. Que Victoria recordara, nunca se había repetido. Así pues, recibía suficiente material para elaborar entre una y otra visita una esfera de influencia privada e imaginaria con la cual y dentro de la cual jugaba constantemente, la desarrollaba, exploraba, manipulaba, sobre todo durante la misa, pues allí estaba el escenario, el campo dramático ya preparado, utilizable para sembrar fantasías. Y así se le ocurrió que Dios llevaba un sombrero de fieltro blando y de copa baja y libraba escaramuzas con un Satán aborigen en las antípodas del firmamento, en el nombre y por la salvaguarda de cualquier Victoria.
Ahora bien, el deseo de sentir compasión puede ser seductor, y así era siempre para Porpentine. Al llegar a este punto, sólo pudo echar una rápida mirada a Goodfellow y pensar, con la clase de admiración que la piedad, cuando se va a pique, hace detestable: un golpe de genio, el ataque por sorpresa de Jameson. Lo eligió así, sabía lo que hacía, siempre lo sabía. «Lo mismo que yo», pensó Porpentine.
Uno tenía que saberlo. Mucho tiempo atrás se había dado cuenta de que las mujeres no tienen ningún monopolio sobre eso que recibe el nombre de intuición, que en la mayoría de los hombres la facultad se encuentra en estado latente y sólo se desarrolla o refuerza penosamente en profesiones como la suya. Pero como los hombres son positivistas y las mujeres más soñadoras, tener corazonadas aún sigue siendo básicamente un talento femenino, y por eso, tanto si les gustaba como si no, todos ellos —Moldweorp, Goodfellow, el par de Brindisi— tenían que ser en parte mujeres. Tal vez incluso en ese mantenimiento de un umbral de compasión que uno no se atrevía a cruzar había cierta clase de aceptación.
Pero al igual que una puesta de sol en Yorkshire, había ciertas cosas que uno no podía permitirse, y Porpentine se había dado cuenta de ello cuando era bisoño. No sientes compasión por los hombres a los que has de matar o las personas a las que debes hacer daño. No sientes más que un vago esprit de corps hacia los agentes con los que trabajas. Por encima de todo, no te enamoras. No cedes a eso si quieres tener éxito en el espionaje. Sabe Dios qué angustias preadolescentes eran las responsables, pero de alguna manera Porpentine se había mantenido fiel a ese código. La astucia había sido uno de sus rasgos desde la infancia y era demasiado honesto para no usarla. Robaba a los buhoneros, sabía manipular una baraja de naipes a los quince años y huía siempre que una pelea era inútil. Por eso en algún momento, cuando merodeaba por las guaridas y los callejones de Londres a mediados de siglo, debió pensar en la virtud suprema del «juego por sí mismo» y actuó como un irresistible vector dirigido hacia 1900. Ahora diría que cualquier itinerario, con todas sus vueltas hacia atrás, sus paradas de emergencia y sus fintas de un centenar de kilómetros seguía siendo transitorio o accidental. Ciertamente era conveniente y necesario, pero nunca daba ninguna indicación de la verdad más profunda, la de que todos ellos no operaban en una Europa concebible sino más bien en una zona olvidada de Dios, entre los trópicos de la diplomacia, líneas que tenían prohibido cruzar para siempre. En consecuencia, uno tenía que representar a ese inglés colonial idealizado que, solo en la jungla, se afeita a diario, se viste de etiqueta para cenar cada noche y considera que «San Jorge y sin cuartel» es un artículo de amor. Hay en ello una curiosa ironía, desde luego. Porpentine hizo una mueca, porque ambos lados, el suyo y el de Moldweorp, habían hecho, cada uno a su manera, lo imperdonable: se habían vuelto nativos. Llegó un día en que dejó de importarles el gobierno para el que trabajaban. Como si los hombres de su estilo, a través de vueltas y giros frenéticos, no pudieran eludir la perspectiva del Choque Final. Algo tenía que ocurrir, ¿quién podía adivinar qué o incluso cuándo? En Crimea, en Spicheren, en Jartum, lo mismo daría un sitio que otro, pero sería tan repentino que habría un limitado salto u omisión en el proceso de maduración… uno se dormiría exhausto entre inmediateces: despachos del Foreign Office y resoluciones parlamentarias, y al despertar se encontraría un alto espectro sonriente y parlanchín, cernido sobre los pies de la cama, y sabría que estaba ahí para quedarse… ¿acaso no habían visto el Armagedón como una excusa para una espléndida fiesta, una excelente manera de asistir al final del viejo siglo y sus carreras respectivas?
—Se le parece usted tanto —decía la muchacha—. Mi tío Evelyn es alto, rubio y, ¡ah!, y no tiene nada que ver con la gente de Lardwick-in-the-Fen.
—Jo, jo —replicó Goodfellow.
Al percibir la languidez de su voz, Porpentine se preguntó ociosamente si la muchacha era capullo o flor, o tal vez un pétalo que había sido arrancado y ya no tenía nada a lo que pertenecer. Era difícil decirlo, dificultad que aumentaba de año en año, y él no sabía si es que por fin empezaba a hacerse viejo o se trataba de algún defecto en la misma generación. La suya había pasado del capullo a la flor y, al notar alguna plaga en el aire, volvió a cerrar sus pétalos como ciertas flores cuando se pone el sol. ¿Serviría de algo preguntárselo a la joven?
—Dios mío —dijo Goodfellow.
Alzaron la vista y vieron a un flaco individuo con traje de etiqueta cuya cabeza parecía la de un cernícalo irritado. La cabeza soltó una carcajada sin perder su expresión furiosa. Victoria rompió a reír.
—¡Es Hugh! —exclamó entusiasmada.
—En efecto —resonó una voz en el interior—. Que alguien me ayude a quitármela.
Porpentine, servicial, se subió a una silla para tirar de la cabeza de ave.
—Hugh Bongo-Shaftsbury —dijo Goodfellow, en un tono poco afable.
Bongo-Shaftsbury señaló la hueca cabeza de cerámica.
—Harmakhis, dios de Heliópolis y principal deidad del Bajo Egipto —explicó—. Esta es absolutamente auténtica, una máscara usada en los rituales antiguos. —Tomó asiento al lado de Victoria y Goodfellow frunció el ceño—. Literalmente Horus en el horizonte, también representado como un león con cabeza de hombre, como la Esfinge.
—Ah —suspiró Victoria—. La Esfinge.
Estaba encantada, cosa que dejó perplejo a Porpentine, pues, ¿acaso no era una violación tanto arrobamiento por los dioses mestizos de Egipto? Su ideal correcto debería ser la pura virilidad o la pura condición de ave de presa, pero no precisamente la mezcla de ambas cosas.
Decidieron prescindir de los licores y seguir tomando Vóslauer, que era de calidad inferior pero sólo costaba diez piastras.
—¿Hasta qué parte del Nilo se propone bajar? —preguntó Porpentine—. El señor Goodfellow ha mencionado su interés por Luxor.
—Creo que es un territorio nuevo, señor —replicó Bongo-Shaftsbury—. No se ha llevado a cabo un trabajo de primera clase en la zona desde que Gébraut descubrió la tumba de los sacerdotes tebanos en el 91. Por supuesto, uno debe echar un vistazo alrededor de las pirámides de Gizeh, pero eso ha quedado bastante desfasado desde la minuciosa inspección del señor Flinders Petrie hace dieciséis o diecisiete años.
—Lo imagino —murmuró Porpentine.
Por supuesto, podría haber obtenido los datos de cualquier Baedeker. Por lo menos tenía cierta preocupación o sincero interés por las cuestiones arqueológicas que, Porpentine estaba convencido de ello, llevaría a Sir Alastair al frenesí antes de que se completara la gira turística de la Cook, a menos que, como Porpentine y Goodfellow, Bongo-Shaftsbury no se propusiera ir más allá de El Cairo.
Porpentine tarareaba el aria de Manon Lescaut mientras la bonita Victoria, situada entre los dos, trataba de mantener el equilibrio. El público del restaurante había disminuido y al otro lado de la calle el consulado estaba a oscuras, con la excepción de dos o tres luces en las habitaciones superiores. Tal vez al cabo de un mes todas las habitaciones estarían deslumbrantes; tal vez por entonces el mundo entero ardería. Los rumbos de Marchand y Kitchener se habían proyectado y se cruzarían cerca de Fashoda, en el distrito de Behr-el-Abyad, a unos sesenta y cinco kilómetros más arriba de las fuentes del Nilo Blanco. Lord Lansdowne, ministro de la guerra, había predicho el 25 de septiembre como fecha del encuentro, en un despacho secreto enviado a El Cairo, un mensaje que tanto Porpentine como Moldweorp habían visto. Un tic repentino apareció en el rostro de Bongo-Shaftsbury, y transcurrieron unos cinco segundos antes de que Porpentine —ya fuese instintivamente ya debido a sus sospechas con respecto al arqueólogo— reconociera a quien estaba en pie detrás de su silla. Goodfellow asintió, pálido y tímido, y dijo con bastante cortesía:
—Caramba, Lepsius. ¿Se ha cansado del clima de Brindisi?
Lepsius. Porpentine ni siquiera había sabido el nombre, pero Goodfellow sí, naturalmente.
—Unos asuntos repentinos me han hecho venir a Egipto —dijo el agente entre dientes.
Goodfellow olfateó su vino y no tardó en inquirir:
—¿Y su compañero de viaje? Había confiado en verle de nuevo.
—Se ha ido a Suiza —le informó Lepsius—. La montaña, el aire limpio… Llega un día en que uno puede hartarse de la sordidez de ese sur.
Jamás mentían. ¿Quién era su nuevo compañero?
—A menos que vaya mucho más al sur —comentó Goodfellow—. Supongo que si uno desciende por el Nilo hasta llegar bastante abajo, regresa a una especie de limpieza primitiva.
Desde que Bongo-Shaftsbury mostró el tic, Porpentine le había observado atentamente. El rostro, enjuto y devastado como el cuerpo, ahora permanecía inexpresivo, pero aquel desliz inicial había puesto en guardia a Porpentine.
—¿No impera allí la ley de las fieras salvajes? —inquirió Lepsius—. No existen derechos de propiedad, sino sólo lucha, y el victorioso se queda con todo, la gloria, la vida, el poder y la propiedad, todo.
—Tal vez —replicó Goodfellow—. Pero, mire, en Europa somos civilizados, afortunadamente. La ley de la selva es inadmisible.
Lepsius no tardó en marcharse, tras expresar la esperanza de que volvieran a encontrarse en El Cairo. Goodfellow dijo que estaba seguro de que así sería. Bongo-Shaftsbury había seguido sentado e inescrutable.
—Qué caballero tan raro —comentó Victoria.
—¿Es una rareza preferir lo limpio a lo impuro? —preguntó Bongo-Shaftsbury con deliberada imprudencia.
De modo que era eso. Diez años atrás Porpentine se había cansado de la propia alabanza. Goodfellow parecía azorado. De modo que se trataba de limpieza. Tras el diluvio, la larga hambruna, el terremoto. Una limpieza de región desértica: huesos mondos, tumbas de culturas muertas. Así barrería el Armagedón la casa de Europa. ¿Convertía eso a Porpentine en defensor de tan sólo telarañas, basura y desechos? Recordó una visita a Roma, hacía años, para ver a un contacto que vivía encima de un burdel, cerca del Panteón. Moldweorp en persona le había seguido, apostándose cerca de una farola para esperar. En medio de la entrevista, Porpentine miró casualmente a través de la ventana y vio que una prostituta hacía proposiciones a Moldweorp. No podían oír la conversación, sino sólo ver que un furor lento y despiadado remodelaba sus facciones convirtiéndolas en una máscara de la ira; sólo verle alzar el bastón y empezar a golpear metódicamente a la mujer hasta que quedó tendida y maltrecha a sus pies. Porpentine, el primero en salir de aquella parálisis, abrió la puerta y bajó corriendo a la calle. Cuando llegó al lado de la mujer, Moldweorp había desaparecido. Su consuelo fue automático, tal vez debido a algún sentido abstracto del deber, mientras que ella le humedecía con sus lágrimas la chaqueta de tweed. «Mi chiamava sozzura», decía: me llamaba basura. Porpentine intentó olvidar el incidente, no por lo desagradable que era sino porque mostraba tan a las claras su terrible defecto: recordarle que no era Moldweorp a quien odiaba tanto sino a una idea perversa de lo que es limpio; no se compadecía tanto de la mujer como de su humanidad. Entonces se le ocurrió que el destino elige extraños agentes. De alguna manera, Moldweorp podía amar y odiar individualmente. Con los papeles invertidos, al parecer, Porpentine consideró necesario creer que si uno se nombra a sí mismo salvador de la humanidad, entonces es probable que deba amar a esa humanidad sólo en abstracto, pues cualquier descenso al nivel personal puede reducir la pureza de un propósito, mientras que el disgusto por la perversidad humana individual podría convertirse, con la misma facilidad, en una avalancha que culminaría en el deseo frenético del Armagedón. Nunca logró odiar a los hombres de Moldweorp, de la misma manera que éstos no podían evitar una inquietud sincera por su bienestar. Peor aún, Porpentine nunca podría probar suerte con alguno de ellos para que se pasara a su lado, sino que seguiría siendo un inepto Cremonini que cantaba a Des Grieux, que expresaba ciertas pasiones por medio de un pacto musical calculado, que jamás abandonaría un escenario donde las vehemencias y las ternuras no eran más que forte y piano, donde la puerta de París en Amiens se escorza matemáticamente y es iluminada por el resplandor preciso de una luz de calcio. Recordó su actuación bajo la lluvia aquella tarde: al igual que Victoria, él necesitaba el marco adecuado, y parecía ser que cualquier cosa intensamente europea le inspiraba, haciéndole alcanzar altas cotas de inanidad.
Se hacía tarde. Sólo quedaban dos o tres turistas diseminados por la sala. Victoria no mostraba señales de fatiga, Goodfellow y Bongo-Shaftsbury discutían de política. Un camarero esperaba dos mesas más allá, impaciente. Tenía la constitución delicada y el cráneo alto y estrecho de los coptos, y Porpentine se dio cuenta de que desde el principio había sido el único no europeo en el local. Semejante discordancia debería haber sido observada de inmediato, pero a él se le había pasado por alto. Detestaba Egipto, tenía la piel sensible y evitaba su sol como si los efectos de éste pudieran convertir una parte suya en propiedad del Oriente. Las únicas regiones fuera del continente que le interesaban eran las que podían afectar a la suerte de aquél, y no más allá. El restaurante Fink bien podría haber sido un Voisin's inferior.
Por fin el grupo se levantó, pagaron y salieron. Victoria se les adelantó y cruzó la calle Cherif Pacha, hacia el hotel. Detrás de ellos llegó un carruaje cerrado traqueteando desde la avenida al lado del consulado austriaco y se alejó como el demonio Rue de Rosette abajo, sumiéndose en la noche húmeda.
—Alguien tiene prisa —observó Bongo-Shaftsbury.
—Desde luego —dijo Goodfellow, y añadió, dirigiéndose a Porpentine—: A la Gare du Caire. El tren parte a las ocho.
Porpentine deseó a todos buenas noches y regresó a su pied-à-terre en el barrio turco. Semejante elección de alojamiento no violaba nada, pues él consideraba la Porte como parte del mundo occidental. Le entró sueño mientras leía una vieja y mutilada edición de Antonio y Cleopatra, y se preguntó si aún sería posible caer bajo el hechizo de Egipto, su irrealidad tropical, sus dioses curiosos.
A las 7.40 estaba en el andén de la Gare, contemplando a los mozos de estación de la Cook y de Gaze que amontonaban cajas y baúles. Al otro lado de la doble línea de vías había un pequeño y frondoso parque, con palmeras y acacias. Porpentine se mantuvo a la sombra del edificio de la estación. Pronto llegaron los otros. Observó una levísima señal de comunicación entre Bongo-Shaftsbury y Lepsius. Hizo su entrada el expreso de la mañana, entre una súbita conmoción en el andén. Porpentine volvió la cabeza y vio que Lepsius perseguía a un árabe que al parecer le había robado la maleta. Pero Goodfellow ya había entrado en acción y corría por el andén, la rubia cabellera ondeando alborotada. Acorraló al árabe en un portal, le quitó la maleta y entregó su presa a un grueso policía con salacot. Lepsius le miró con ojos de reptil y en silencio mientras el otro le devolvía la maleta.
A bordo del tren se distribuyeron en dos compartimientos contiguos. Victoria, su padre y Goodfellow compartían el que estaba al lado de la plataforma trasera. A Porpentine le pareció que Sir Alastair se habría sentido menos desdichado en su compañía, pero no quería perder de vista a Bongo-Shaftsbury. El tren se puso en marcha a las ocho y cinco, en dirección al sol. Porpentine se recostó en su asiento y dejó que Mildred divagara sobre mineralogía. Bongo-Shaftsbury guardó silencio hasta que el tren hubo pasado Sidi Gaber, avanzando hacia el sudeste.
—¿No juegas con muñecas, Mildred? —preguntó a la niña.
Porpentine miró a través de la ventanilla. Tenía la sensación de que algo desagradable estaba a punto de ocurrir. Observó una procesión de camellos de color oscuro con sus conductores que se movía lentamente a lo largo de los terraplenes de un canal. Más abajo en el canal se veían las pequeñas velas blancas de unas gabarras.
—Cuando no estoy fuera buscando rocas —respondió Mildred.
—Apostaría a que no tienes ninguna muñeca que ande, hable o sepa saltar a la comba, ¿a qué no?
Porpentine trató de concentrarse en un grupo de árabes que haraganeaban al pie del terraplén, donde evaporaban parte del agua del lago Mareotis para obtener sal. El tren avanzaba a toda velocidad y todo ello quedó pronto atrás.
—No —replicó Mildred, dubitativa.
—¿Pero has visto alguna vez esa clase de muñecas? —insistió Bongo-Shaftsbury—. Unas muñecas preciosas, con un mecanismo en su interior. Lo hacen todo perfectamente gracias a la maquinaria, no como los niños y niñas de verdad, que lloran, tienen rabietas y no se comportan. Esas muñecas son mucho más simpáticas.
Ahora se veía a la derecha campos de algodón en barbecho y chozas de barro. De vez en cuando, un fellahin bajaba al canal en busca de agua. Casi fuera de su campo de visión, Porpentine vio las manos de Bongo-Shaftsbury, largas, nerviosas, famélicas, inmóviles, una sobre cada rodilla.
—Sí, parecen muy simpáticas —dijo Mildred. Aunque sabía que aquel hombre le hablaba dándose aires de superioridad, su voz era insegura. Tal vez algo en el rostro del arqueólogo la asustaba.
—¿Te gustaría ver una, Mildred? —le preguntó Bongo-Shaftsbury.
Aquello pasaba de castaño oscuro: el hombre se había dirigido a Porpentine, usando para ello a la chiquilla. ¿Para qué? Algo no encajaba.
—¿Tiene usted una? —Quiso saber ella, tímida. A su pesar, Porpentine desvió la cara de la ventanilla para mirar a Bongo-Shaftsbury, el cual sonrió.
—Oh, sí —dijo, y se subió una manga de la chaqueta para quitarse el gemelo de la camisa.
Se arremangó y mostró la parte interior del antebrazo desnudo a la niña. Porpentine, estremecido, se dijo: «Por todos los diablos, Bongo-Shaftsbury está loco». Negro y brillante contra la piel blancuzca, había un interruptor eléctrico en miniatura, mono-polar y de doble acción, cosido a la piel. Unos delgados hilos de plata partían de las terminales brazo arriba y desaparecían bajo la manga.
A menudo los jóvenes muestran una fácil aceptación de lo horrible. Mildred empezó a temblar.
—No —dijo—, no, usted no es una de esas muñecas.
—Claro que sí —protestó Bongo-Shaftsbury, sonriente—. Los alambres me llegan al cerebro. Cuando el interruptor está cerrado, así, actúo como lo hago ahora. Cuando lo giro hacia el otro…
La niña se echó atrás, asustada.
—¡Papá! —gritó.
—Todo funciona con electricidad —le explicó Bongo-Shaftsbury amablemente—. Y es sencillo y limpio.
—Basta —dijo Porpentine.
Bongo-Shaftsbury se volvió rápidamente hacia él.
—¿Por qué? —susurró—. ¿Por qué? ¿Por ella? ¿Le conmueve su miedo? ¿O es por usted mismo?
Porpentine retrocedió, avergonzado.
—No es correcto tratar así a una niña, señor.
—Sus malditos principios generales… —El petulante arqueólogo parecía a punto de gritar.
Se oyeron ruidos en el corredor y un grito de dolor de Goodfellow. Porpentine se puso en pie de un salto, apartó bruscamente a Bongo-Shaftsbury y se precipitó al corredor. La puerta de la plataforma trasera estaba abierta: delante de ella Goodfellow y un árabe luchaban, enzarzados, arañándose. Porpentine vio brillar el cañón de una pistola. Avanzó cautamente, dando un rodeo, eligiendo el ángulo. Cuando la garganta del árabe estuvo lo bastante expuesta, Porpentine le dio una patada, alcanzándole en la tráquea. El hombre cayó al suelo, aturdido. El jadeante Goodfellow cogió la pistola y se apartó el flequillo.
—Vaya.
—¿Es el mismo? —le preguntó Porpentine.
—No. Los policías del ferrocarril son meticulosos y es posible distinguirlos. Este es diferente.
—Entonces le amenazaremos —y añadió, dirigiéndose al árabe—: Auz e. Ma tkhafsh minni.
El árabe volvió la cabeza hacia Porpentine e intentó sonreír, pero la angustia se reflejaba en sus ojos. Una marca azul estaba apareciendo en su garganta. No podía hablar. Sir Alastair y Victoria habían acudido, inquietos.
—Quizá sea un amigo del tipo al que cogí en la Gare —explicó Goodfellow con tranquilidad.
Porpentine ayudó al árabe a levantarse.
—Ruh. Vete, y que no volvamos a verte. —El árabe se marchó.
—¿Pero cómo deja usted que se vaya? —Atronó Sir Alastair.
Goodfellow se mostró magnánimo. Pronunció un breve discurso sobre la caridad y lo acertado de poner la otra mejilla que fue bien recibido por Victoria pero pareció causar náuseas a su padre. Todos volvieron a sus compartimientos, excepto Mildred que decidió quedarse con Sir Alastair.
Media hora después el tren entró en Damanhur. Porpentine vio bajar a Lepsius dos vagones más adelante y entrar en el edificio de la estación. A su alrededor se extendía el verde campo del delta. Dos minutos después el árabe bajó y cruzó en diagonal hacia la cantina, encontrándose con Lepsius, que salía con una botella de vino tinto. El árabe se frotaba la marca de la garganta y parecía querer hablar con Lepsius, el cual le miró furibundo y le dio un golpe en la cabeza.
—No hay propina —le anunció.
Porpentine volvió a recostarse y cerró los ojos sin mirar a Bongo-Shaftsbury, sin decir siquiera «ajá». El tren empezó a moverse. Así estaban las cosas. ¿A qué llamaban entonces limpio? Seguramente a no observar las Reglas. De ser así, habían invertido su rumbo. Nunca habían actuado de una manera tan abominable. ¿Significaba acaso que aquel encuentro en Fashoda sería importante, que incluso podría ser el Encuentro Definitivo? Abrió los ojos para observar a Bongo-Shaftsbury, que estaba absorto en la lectura de un libro, La democracia industrial, de Sidney J. Webb. Porpentine se encogió de hombros. Hubo un tiempo en que sus colegas se hacían expertos mediante la práctica, aprendían a descifrar códigos desmenuzándolos, conocían a los funcionarios de aduanas evadiéndolos y a ciertos antagonistas matándolos. Ahora sus nuevos colegas leían libros. Eran jóvenes llenos de teorías y, en opinión de Porpentine, sólo depositaban su fe en la perfección de su propia maquinaria interna. Se estremeció al recordar el dispositivo para poner automáticamente un cuchillo en la mano, adherido al brazo de Bongo-Shaftsbury como un insecto maligno. Moldweorp debía de ser el espía más viejo en activo, pero, según la ética profesional, él y Porpentine pertenecían a la misma generación. Este último dudaba de que Moldweorp diera su aprobación al joven que ahora tenía delante.
Su silencio continuó a lo largo de cuarenta kilómetros. El expreso pasó ante granjas que empezaban a parecer cada vez más prósperas, fellahin que trabajaban en los campos a un ritmo más rápido, pequeñas fábricas, ruinas antiguas y tamariscos altos y floridos. El Nilo estaba desbordado, y rodeaba a los viajeros una brillante red de canales de irrigación y pequeños diques que retenían el agua y la conducían a través de trigales y campos de cebada que se extendían hasta el horizonte. El tren llegó al brazo del Nilo de Rosetta, cruzando a considerable altura un puente de hierro largo y estrecho, entró en la estación de Kafr ez-Zaiyat y se detuvo. Bongo-Shaftsbury cerró el libro, se levantó y salió del compartimiento. Instantes después entró Goodfellow, llevando a Mildred de la mano.
—Ese hombre creyó que usted querría dormir un poco —dijo Goodfellow—. Debería haber caído en la cuenta, pero estaba ocupado con la hermana de Mildred.
Porpentine soltó un bufido, cerró los ojos y se durmió antes de que el tren empezara a moverse. Se despertó media hora antes de llegar a El Cairo.
—Todo está bien asegurado —dijo Goodfellow.
Los contornos de las pirámides se vislumbraban al oeste. Más cerca de la ciudad empezaron a aparecer jardines y fincas. El tren llegó a la estación principal de El Cairo hacia el mediodía.
Goodfellow y Victoria se las ingeniaron para subir a un faetón y alejarse antes de que los demás pusieran pie en el andén.
—¡Diablos! —exclamó Sir Alastair—. ¿Qué están haciendo? ¿Se largan?
Bongo-Shaftsbury aparentó sentirse apropiadamente burlado. Porpentine, tras haber dormido, estaba de bastante buen humor.
—Arabiyeh! —rugió jubiloso.
Llegó un ruidoso, desvencijado y multicolor birlocho, y Porpentine indicó al conductor el faetón.
—Un par de piastras si lo alcanza —le dijo.
El cochero sonrió. Porpentine apresuró a los demás para que subieran al carruaje. Sir Alastair protestó, musitando algo acerca de Conan Doyle. Bongo-Shaftsbury soltó una carcajada y partieron al galope, tomaron una curva cerrada, cruzaron el puente de El-Lemun y avanzaron tumultuosamente por Sharia Bab el-Hadid. Mildred hacía muecas a los demás turistas que iban a pie o montados en asnos. En el rostro de Sir Alastair se dibujaba una sonrisa vacilante. Porpentine, sentado en el asiento delantero, veía a Victoria en el faetón, minúscula y garbosa, cogida del brazo de Goodfellow, inclinándose hacia atrás para que el cabello le ondeara al viento.
La llegada de los dos carruajes al hotel Shepheard se produjo al mismo tiempo. Todos, menos Porpentine, descendieron y entraron en el hotel.
—¡Regístreme! —le gritó a Goodfellow—. He de ver a un amigo.
El amigo en cuestión era un portero del hotel Victoria, a cuatro manzanas al sudoeste. Cuando Porpentine estaba sentado en la cocina, hablando de aves de caza con un chef loco al que había conocido en Cannes, el portero cruzó la calle y entró en el consulado británico por la puerta de servicio. Salió al cabo de quince minutos y regresó al hotel. Pronto entregaron en la cocina el pedido de una comida. La palabra Crème estaba mal escrita y se leía chem. A Lyonnaise le faltaba la e, y ambas palabras estaban subrayadas. Porpentine hizo un gesto de asentimiento, dio las gracias a todos y se marchó. Tomó un coche de punto y subió por Sharia el-Maghrabi, a través del frondoso parque situado al final. No tardó en llegar al Crédit Lyonnais, cerca del cual había una pequeña farmacia. Entró y preguntó por la receta de láudano que había entregado el día anterior para que la preparasen. Le dieron un sobre cuyo contenido examinó cuando estuvo de nuevo en el coche de punto. Eran buenas noticias: un aumento de 50 libras para él y Goodfellow. Ambos podrían alojarse en el hotel Shepheard.
De regreso al hotel se pusieron a descifrar sus instrucciones en clave. El Foreign Office no sabía nada acerca de una conspiración de asesinato. Claro que no. No existía motivo alguno para que la hubiera, si uno sólo pensaba en la cuestión inmediata de quién controlaría el valle del Nilo. Porpentine se preguntó qué le había ocurrido a la diplomacia. Conocía agentes que habían trabajado a las órdenes de Palmerston, un viejo receloso y ocurrente para quien la profesión era un divertido juego de la gallinita ciega, en el que cada uno alargaba la mano y tocaba, a la vez que notaba encima, la fría mano del Espectro.
—Entonces no podemos contar con nadie —señaló Goodfellow.
—Así es —convino Porpentine—. Supongo que lo hacemos de esta manera: poner en movimiento a un ladrón para que capture a otro, trazar planes para liquidar nosotros mismos a Cromer. Aparentarlo tan sólo, naturalmente. Así, cada vez que ellos tengan una oportunidad, podremos estar presentes para impedírselo.
—Acechar al cónsul general —dijo Goodfellow con creciente entusiasmo— como si fuese un maldito urogallo. Hombre, no lo hacíamos desde…
—No importa —le interrumpió Porpentine.
Aquella noche Porpentine solicitó un coche de punto y deambuló por la ciudad casi hasta el amanecer. Las instrucciones en clave sólo le habían indicado que esperase el momento oportuno, cosa de la que se encargaba Goodfellow, quien había acompañado a Victoria a una representación teatral italiana en el Jardín de Ezbekiyeh. En el transcurso de la noche, Porpentine visitó a una joven que vivía en el barrio Rosetti y era la querida de un subalterno del consulado británico; a un comerciante de joyas en el Muski, el cual había prestado apoyo financiero a los mahdistas y no deseaba que el movimiento fuese aplastado, cosa que revelaría sus simpatías políticas; a un esteta de segunda fila que huyó de Inglaterra, tras ser acusado de tráfico de narcóticos, para irse a la tierra de la no extradición y que era primo lejano del criado del señor Raphael Borg, el cónsul británico; y a un proxeneta llamado Varkumian que afirmaba conocer a todos los asesinos de El Cairo. Después de sus reuniones con tan selecto grupo, Porpentine regresó a su habitación a las tres de la madrugada, pero titubeó en la puerta, porque había oído un movimiento detrás de ella. Sólo podía hacer una cosa: en el extremo del corredor había una ventana con un saledizo exterior. Hizo una mueca. Pero todo el mundo sabe que los espías se deslizan continuamente por los saledizos de las ventanas, a gran altura, en las calles de ciudades exóticas. Sintiéndose como un perfecto estúpido, Porpentine salió por la ventana y, de pie en la cornisa, miró abajo: había unos cuatro metros de altura y un grupo de arbustos. Bostezando, avanzó rápida pero torpemente hacia la esquina del edificio. El saliente se estrechaba en el ángulo. Cuando estaba con un pie a cada lado del borde que le bisecaba desde las cejas al abdomen, perdió el equilibrio y cayó. Durante la caída, pasó por su mente la conveniencia de pronunciar una palabra obscena. Se estrelló ruidosamente entre los arbustos, rodó y se quedó tendido, tamborileando con los dedos en el suelo. Después de fumarse medio cigarrillo, se levantó y vio que le sería fácil trepar por el árbol que se alzaba cerca de la ventana. Así lo hizo, resoplando y maldiciendo; se deslizó por una rama, se puso a horcajadas y miró al interior.
Goodfellow y la chica estaban en la cama de Porpentine, blancos y con aspecto de fatiga a la tenue luz de la calle. Los ojos, la boca y los pezones de la muchacha eran como pequeños cardenales oscuros en la piel. Mecía la blanca cabeza de Goodfellow en una red o trenzado de dedos mientras lloraba, y las lágrimas corrían por sus senos.
—Lo siento —decía él—. La culpa es de una herida que recibí en el Transvaal. Me dijeron que no era grave.
Como Porpentine no sabía nada de eso, se planteó varias alternativas: (a) Goodfellow era honrado, (b) era realmente impotente y, en consecuencia, había mentido a Porpentine acerca de su larga lista de conquistas, (c) sencillamente, no tenía intención de comprometerse con Victoria. Fuera lo que fuese, Porpentine se sintió, como siempre, un extraño. Colgado de la rama por un brazo, se balanceó, desconcertado, hasta que la colilla del cigarrillo le quemó los dedos y le hizo soltar un juramento en voz baja, y, como sabía que no era realmente la herida lo que maldecía, empezó a preocuparse, y no sólo por haber sido testigo de la debilidad de Goodfellow. Se dejó caer en los arbustos y permaneció allí tendido, pensando en su propio umbral, orgullosamente sustentado por veinte años de servicio. Aunque había sido golpeado en otras ocasiones, sospechaba que aquélla era la primera vez que se mostraba vulnerable. Un terror supersticioso se apoderó de él mientras yacía entre los arbustos. Por unos instantes creyó estar seguro de que había llegado el Momento Definitivo. Sin duda el Armagedón empezaría en Fashoda, aunque sólo fuera porque él percibía el suyo propio tan próximo. Pero pronto, gradualmente, con cada aspiración de humo de tabaco, volvió a recuperar el dominio de sí mismo y finalmente se incorporó, todavía tembloroso, dio la vuelta al edificio hasta la entrada del hotel y subió a su habitación. Esta vez fingió haber perdido la llave y, como si la buscara perplejo, hizo ruido para dar tiempo a la muchacha, la cual recogió sus ropas y huyó a través de la puerta que daba a su habitación contigua.
Lo único que Porpentine sintió cuando Goodfellow le abrió la puerta fue azoramiento, y con eso estaba familiarizado desde hacía mucho tiempo.
En el teatro habían representado Manon Lescaut. A la mañana siguiente, en la ducha, Goodfellow intentó cantar Donna non vidi mai.
—Déjelo —le pidió Porpentine—. ¿Le gustaría oír cómo se hace?
Goodfellow se rió a carcajadas.
—Dudo que sepa usted cantar ta-ra-rá-bum-di-ay sin estropearlo.
Pero Porpentine no pudo resistirse y lo consideró un compromiso inocuo.
—A dirle io t'amo —cantó alegremente— a nuova vita l'alma mia si desta.
Era asombroso, parecía como si hubiera trabajado alguna vez en un teatro de variedades. No era un Des Grieux, el cual, en cuanto ve bajar a esa joven dama de la diligencia de Arras, sabe lo que va a ocurrir. Ese caballero no hace falsas salidas ni fintas, no tiene nada que descodificar, ningún doble juego. Porpentine le envidió, y silbó el aria mientras se vestía. El momento de debilidad de la noche anterior volvió a florecer detrás de sus ojos y pensó: «Si piso por debajo del umbral nunca regresaré».
A las dos de la tarde el cónsul general salió por la puerta principal del consulado y subió a un carruaje. Porpentine le observó desde una habitación vacía en el tercer piso del hotel Victoria. Lord Cromer era un blanco perfecto, pero por lo menos esta ventaja no estaba al alcance de cualquier asesino a sueldo de la oposición mientras los amigos de Porpentine se mantuvieran ojo avizor. El arqueólogo había acompañado a Victoria y Mildred a recorrer los bazares y las tumbas de los califas. Goodfellow estaba sentado en un landó cerrado, exactamente bajo la ventana. Porpentine salió del hotel y echó a andar por Sharia el-Maghrabi. En la primera esquina vio una iglesia a su derecha y oyó una intensa música de órgano. Obedeciendo a un capricho repentino, entró en la iglesia. En efecto, allí estaba Sir Alastair, aporreando el teclado. Porpentine, que no tenía oído musical, tardó unos cinco minutos en darse cuenta de la devastación que Sir Alastair estaba cometiendo con teclas y pedales. La música entretejía el interior del pequeño edificio gótico con intrincadas redes de venas y pétalos de extrañas formas, pero era un follaje violento y, de alguna manera, meridional. La cabeza y las manos irrefrenables, ajenas a la pureza de su hija o a cualquier otra pureza, a la propia forma de la música, al mismo Bach, si se trataba de él. Remoto y una pizca raído, falto de comprensión, ¿cómo podría decirlo Porpentine? Pero no fue capaz de marcharse hasta que la música cesó bruscamente, dejando que reverberase la cavidad de la iglesia. Sólo entonces salió al sol sin ser visto y se ajustó el paño protector del cogote, como si ésa fuese toda la diferencia entre la integridad y la desintegración.
Aquella noche Goodfellow informó de que Lord Cromer no hacía nada para protegerse. Tras haberlo corroborado con el primo del criado, Porpentine supo que la noticia se había difundido. Se encogió de hombros y llamó papanatas al cónsul general. El día siguiente era el 25 de septiembre. Salió del hotel a las once y tomó un coche hasta una Brauhaus situada unas manzanas al norte del Jardín de Ezbekiyeh. Se sentó solo a una mesita contra la pared y escuchó una sensiblera música de acordeón que sin duda era tan vieja como la de Bach. Cerró los ojos y dejó que un cigarrillo le colgara de los labios. Una camarera le trajo cerveza alemana.
—Hola, señor Porpentine. Le he seguido.
Él alzó la vista y asintió sonriente. Victoria tomó asiento.
—Papá se moriría si llegara a descubrirlo —le dijo mirándole con una expresión desafiante.
Cesó la música del acordeón. La camarera dejó dos Krugers sobre la mesa.
Porpentine frunció los labios, compasivo en aquella quietud. Así pues, la chica había buscado y encontrado a la mujer en él: era la primera persona civil que lo hacía. No cayó en el hábito de preguntarle cómo lo sabía. Ella no podía haberle visto a través de la ventana.
—Esta tarde estaba sentado en la iglesia alemana, tocando a Bach como si fuese lo único que le quedaba —contó a la muchacha—. Así pues, es posible que lo haya adivinado.
Ella inclinó la cabeza, con un bigote de espuma en el labio superior. Desde el otro lado les llegó el débil silbido del expreso de Alejandría.
—Quiere a Goodfellow… —aventuró.
Nunca había ido tan lejos: en ese aspecto era un turista, y en aquel momento le habría sido útil cualquier Baedeker del corazón. Casi ahogado en un nuevo arranque quejumbroso del acordeón, le llegó el susurro afirmativo de Victoria. Entonces Goodfellow le había dicho… Enarcó las cejas, ella movió negativamente la cabeza. Era sorprendente cómo se conocían, cómo les bastaba para entenderse un mero parpadeo sin palabras.
—Lo que pienso obedece a conjeturas —afirmó ella—. Por supuesto, usted no puede confiar en mí, pero debo decirlo. Es cierto.
¿Hasta dónde puede bajar uno antes de que…? Era desesperante.
—¿Entonces qué quiere usted que haga? —le preguntó Porpentine.
Ella permaneció un momento en silencio, retorciéndose unos rizos. Finalmente le respondió:
—Nada, sólo comprender.
Si Porpentine hubiera creído en el diablo, habría dicho: «Te han enviado. Vuelve y dile, a él o a ellos, que es inútil». El acordeonista reparó en Porpentine y la muchacha y los reconoció como ingleses.
—Si el diablo hubiese tenido un hijo —cantó maliciosamente en alemán— ése habría sido Palmerston.
Varios alemanes se rieron y Porpentine se estremeció. Aquella canción tenía por lo menos cincuenta años, pero algunos aún la recordaban.
Varkumian se presentó tarde, zigzagueando entre las mesas. Al verle, Victoria dio una excusa y se marchó. El informe de Varkumian fue breve: no había ninguna acción. Porpentine suspiró. Sólo quedaba una cosa que hacer, dar un susto al consulado, obligarles a ponerse en guardia.
Al día siguiente iniciaron en serio el «acecho» de Cromer. Porpentine se despertó en un estado de ánimo atroz. Se puso una barba rojiza y un sombrero de color gris perla y visitó el consulado, presentándose como un turista irlandés. El personal no se dejó engañar y le echaron de malos modos. Goodfellow tuvo una idea mejor:
—¡Lancemos una bomba! —exclamó.
Felizmente su conocimiento de las municiones era tan defectuoso como su puntería. En vez de caer sin riesgo en el césped, la bomba penetró por una ventana del consulado, haciendo que una de las señoras de la limpieza se pusiera histérica (aunque, naturalmente, era una falsa bomba) y que Goodfellow estuviera en un tris de ser detenido.
A mediodía Porpentine visitó la cocina del hotel Victoria y se encontró con un tumulto. Se había producido el encuentro en Fashoda. La Situación se había convertido en una Crisis. Trastornado, se precipitó a la calle, llamó a un carruaje y partió en busca de Goodfellow. Le encontró dos horas después donde le había dejado, durmiendo en la habitación de su hotel. Enfurecido, Porpentine vertió una jarra de agua fría sobre la cabeza de Goodfellow. Bongo-Shaftsbury apareció sonriente en la entrada. Porpentine le lanzó la jarra vacía mientras el otro se esfumaba por el pasillo.
—¿Dónde está el cónsul general? —preguntó Goodfellow, afable y soñoliento.
—¡Vístase! —aulló Porpentine.
Encontraron a la querida del subalterno holgazaneando bajo el sol y pelando una mandarina. Les dijo que Cromer tenía previsto asistir a la ópera a las ocho, y hasta esa hora ella no sabría decirles qué iba a hacer el diplomático. Fueron a ver al farmacéutico, el cual no tenía nada para ellos. Porpentine cruzó el Jardín a toda velocidad y preguntó por los Wren. Por lo que sabía Goodfellow, estaban en Heliópolis.
—¿Qué diablos le ocurre a todo el mundo? —preguntó Porpentine—. Nadie sabe nada.
No podían actuar hasta las ocho, por lo que se sentaron en la terraza de un café, en el Jardín, y tomaron vino. Había algo amenazador en el sol de Egipto que se abatía sobre ellos. No había sombra alguna. El temor que Porpentine experimentó dos noches atrás reptaba ahora por su mandíbula y sus sienes. Incluso Goodfellow parecía nervioso.
A las ocho menos cuarto se dirigieron al teatro, sacaron entradas de platea y se dispusieron a esperar. Pronto llegó el grupo del cónsul general y tomaron asiento cerca de ellos. Lepsius y Bongo-Shaftsbury entraron cada uno por un lado y se apostaron en sendos palcos, formando, con Lord Cromer como vértice, un ángulo de 120 grados.
—Qué inconveniente —dijo Goodfellow—. Deberíamos habernos procurado cierta elevación.
Cuatro policías que avanzaban por el pasillo central alzaron la vista hacia Bongo-Shaftsbury, el cual señaló a Porpentine.
—Dios mío —gimió Goodfellow.
Porpentine cerró los ojos. De acuerdo, lo había estropeado. Eso era lo que sucedía cuando uno metía la pata hasta la ingle. Los policías les rodearon y permanecieron en posición de firmes.
—Muy bien —dijo Porpentine. Se levantó, secundado por Goodfellow, y los policías les condujeron al exterior del teatro.
—Deseamos examinar sus pasaportes —les explicó uno de ellos.
La brisa les traía los primeros acordes vivaces de la escena inicial. Caminaron por un estrecho sendero, con dos policías delante y otros dos detrás. Naturalmente, hacía años que los dos agentes habían convenido las señales.
—Quiero ver al cónsul británico —dijo Porpentine, y giró rápidamente al tiempo que sacaba una vieja pistola de un solo disparo.
Goodfellow amenazaba a los otros dos. El policía que les había pedido los pasaportes estaba ceñudo.
—Nadie dijo que irían armados —protestó otro.
Metódicamente, con sendos golpes en sus cráneos, los policías fueron neutralizados y arrastrados hasta ocultarlos entre los matorrales.
—Un truco estúpido —musitó Goodfellow—. Hemos tenido suerte.
Porpentine ya corría de regreso al teatro. Subieron los escalones de dos en dos y buscaron un palco vacío.
—Aquí —dijo Goodfellow.
Entraron en el palco, situado casi directamente enfrente del de Bongo-Shaftsbury, lo cual significaba que estaban al lado de Lepsius.
—Agáchese —dijo Porpentine a su compañero.
Agazapados, miraron entre los pequeños balaustres dorados. En el escenario, Edmondo y los estudiantes tomaban el pelo al romántico y rijoso Des Grieux. Bongo-Shaftsbury estaba comprobando el mecanismo de una pequeña pistola.
—Se está preparando —susurró Goodfellow.
Oyeron la corneta del postillón de la diligencia. El coche llegó traqueteando al patio de la posada. Bongo-Shaftsbury alzó su pistola.
—Lepsius, al lado —dijo Porpentine. Goodfellow se retiró.
Tras bambolearse un poco más, la diligencia se detuvo. Porpentine apuntó a Bongo-Shaftsbury y luego dejó que el cañón se deslizara abajo y a la derecha hasta que apuntó a Lord Cromer. Cruzó por su mente la idea de que en aquel mismo momento podía poner fin a todo y así no tendría que volver a preocuparse jamás de Europa. Tuvo un angustioso momento de incertidumbre. ¿Hasta qué punto iba en serio? ¿Acaso imitar las tácticas de Bongo-Shaftsbury era menos real que oponerse a ellas? Como un maldito urogallo, había dicho Goodfellow. Estaban ayudando a Manon a bajar del carruaje. Des Grieux, boquiabierto y transfigurado, leía su destino en los ojos de la mujer. Alguien estaba en pie a espaldas de Porpentine. Este volvió la cabeza con rapidez en aquel momento de amor sin esperanza, y vio allí a Moldweorp, con aspecto deteriorado, increíblemente viejo, en su rostro una sonrisa atroz pero compasiva. Presa de pánico, Porpentine se volvió y disparó a ciegas, tal vez a Bongo-Shaftsbury, tal vez a Lord Cromer. No podía ver y nunca estaría seguro de a cuál de ellos se había propuesto tomar como blanco. Bongo-Shaftsbury se guardó la pistola en el interior de la chaqueta y desapareció. En el pasillo se libraba una pelea. Porpentine apartó al viejo de un empujón y salió corriendo, a tiempo de ver que Lepsius se zafaba de Goodfellow y huía hacia la escalera.
—Por favor, querido colega —le dijo jadeando Moldweorp—. No vayan tras ellos, les superan en número.
Porpentine había llegado al escalón superior.
—Tres contra dos —musitó.
—Más de tres. Mi jefe y el suyo, y varios miembros del personal…
Esto último hizo que Porpentine se parase en seco.
—Su…
—He cumplido órdenes, ¿sabe? —El viejo parecía disculparse. Entonces, con nostálgica vehemencia, añadió—: Esta vez la Situación es grave, ¿no lo sabía? Todos estamos en ello.
Porpentine le miró exasperado.
—¡Váyase! —le gritó—. ¡Váyase de aquí y muérase!
Y tuvo la certeza, aunque no absoluta ni mucho menos, de que por fin el intercambio de palabras había sido decisivo.
—El gran jefe en persona —observó Goodfellow mientras bajaban la escalera—. Las cosas deben de ir muy mal.
Cien metros delante de ellos, Bongo-Shaftsbury y Lepsius saltaron a bordo de un carruaje. Con una agilidad sorprendente, Moldweorp, que había tomado un atajo, apareció por una salida a la izquierda de Porpentine y Goodfellow y se unió a los otros.
—Que se vayan —dijo Goodfellow.
—¿Obedece usted todavía mis órdenes?
Sin esperar respuesta, Porpentine subió a un faetón y le hizo dar la vuelta para partir en pos del otro carruaje. Goodfellow se agarró a un lado y subió a pulso. Galoparon por Sharia Kamel Pasha, dispersando a pollinos, turistas y trujamanes. Delante del Shepheard estuvieron a punto de atropellar a Victoria, que acababa de salir a la calle. Perdieron diez segundos mientras Goodfellow ayudaba a subir a la muchacha. Porpentine no pudo protestar. Una vez más, ella lo había sabido. Algo se le había escapado de las manos y sólo ahora empezaba a reconocer la posibilidad de una traición enorme.
Ya no se trataba de un combate singular. ¿Lo había sido alguna vez? Lepsius, Bongo-Shaftsbury, todos los demás, habían sido más que meras herramientas o extensiones físicas de Moldweorp. Todos estaban implicados, tenían intereses, actuaban al unísono, obedeciendo órdenes. ¿Ordenes de quién? ¿De algo con aspecto humano? Lo dudaba. Como una brillante alucinación contra el cielo nocturno de El Cairo (tal vez no era más que una nube filamentosa) vio una curva en forma de campana, recordada quizá de un texto de matemáticas utilizado por un agente del Foreign Office más joven. Al contrario que Constantino al borde de la batalla, a aquellas alturas no podía dejarse convertir por cualquier signo, tan sólo podía maldecirse en silencio por el empeño con que había creído en una lucha de acuerdo con las reglas del duelo, incluso en aquel periodo de la historia. Pero ellos, o mejor dicho, «ello», no habían respetado esas reglas sino que se habían atenido a las probabilidades estadísticas. ¿Cuándo habían dejado de enfrentarse a un adversario y asumido una Fuerza, una Cantidad?
La curva en forma de campana es la curva de una distribución normal o gaussiana. Un badajo invisible cuelga debajo de ella. Aunque Porpentine sólo lo sospechaba a medias, la campana estaba doblando por él.
El carruaje que corría delante de ellos tomó una curva cerrada a la izquierda, en dirección al canal. Allí giró de nuevo a la izquierda y avanzó a lo largo de la delgada cinta acuática. Había salido la luna, sólo en su mitad visible, gruesa y blanca.
—Se dirigen al puente del Nilo —observó Goodfellow.
Pasaron ante el palacio Khedive y cruzaron estrepitosamente el puente. El río fluía oscuro y viscoso por debajo. Una vez en el otro lado, giraron hacia el sur y corrieron velozmente a la luz de la luna entre el Nilo y los jardines del palacio virreinal. Su presa, delante de ellos, giró a la derecha.
—Que me aspen si ésa no es la carretera que conduce a las pirámides —dijo Goodfellow.
—A unos nueve kilómetros —asintió Porpentine.
Giraron y pasaron ante la cárcel y el pueblo de Gizeh, tomaron una curva, cruzaron las vías del ferrocarril y se dirigieron al oeste.
—¡Oh! —exclamó Victoria— Vamos a ver la Esfinge.
—A la luz de la luna —añadió Goodfellow, irónicamente.
—Déjela en paz —dijo Porpentine.
Permanecieron en silencio durante el resto del camino, sin ganar apenas terreno a los otros. A su alrededor, las zanjas de irrigación se entrelazaban y centelleaban. Los dos carruajes pasaron ante pueblos de fellahin y norias. Los únicos sonidos de la noche eran los producidos por las ruedas, los cascos de los caballos y el viento que levantaban a su paso.
—Les estamos dando alcance —dijo Goodfellow cuando se aproximaban al borde del desierto.
La carretera empezó a ascender. Protegida del desierto por un muro de metro y medio de alto, doblaba a la izquierda y se empinaba. De repente el otro carruaje dio un bandazo y se estrelló contra el muro. Sus ocupantes se apresuraron a abandonarlo y recorrieron a pie el resto del camino. Porpentine siguió avanzando alrededor de la curva y se detuvo a unos cien metros de la gran pirámide de Keops. No se veía rastro de Moldweorp, Lepsius y Bongo-Shaftsbury.
—Echemos un vistazo —dijo Porpentine.
Doblaron la esquina de la pirámide. La Esfinge estaba agazapada seiscientos metros al sur.
—Maldita sea —murmuró Goodfellow.
—¡Allí! —exclamó Victoria, señalando—. Van hacia la Esfinge.
Avanzaban lentamente por el áspero terreno. Al parecer, Moldweorp se había torcido un tobillo y los otros dos le ayudaban. Porpentine sacó su pistola.
—¡Ya estás listo, viejo! —le gritó.
Bongo-Shaftsbury se volvió y abrió fuego.
—¿Qué vamos a hacer con ellos de todos modos? —inquirió Goodfellow—. Dejemos que se vayan.
Porpentine no le respondió. Poco después acorralaron a los agentes de Moldweorp contra el flanco derecho de la gran Esfinge.
—Baje el arma —dijo resollando Bongo-Shaftsbury—. Es de un solo disparo y yo tengo un revólver.
Porpentine no había recargado su pistola. Se encogió de hombros, sonrió y la arrojó a la arena. A su lado Victoria contemplaba arrobada el gigantesco león, hombre o dios de piedra. Bongo-Shaftsbury se arremangó el puño de la camisa, abrió y cerró el interruptor. Un gesto adolescente. Lepsius permanecía en las sombras y Moldweorp sonreía.
—Bien —dijo Bongo-Shaftsbury.
—Deje que se marchen —le pidió Porpentine. El otro asintió.
—Esto no les concierne —convino.
—Claro, esto es entre usted y el Jefe, ¿verdad?
Porpentine se rió en su interior: ¿no podría haber sido así? Al igual que Des Grieux, tenía que sufrir el engaño incluso en aquel momento; nunca podría admitir del todo que era un incauto. Goodfellow cogió a Victoria de la mano y se dirigieron de nuevo al carruaje. La muchacha volvía la cabeza sin cesar y miraba la Esfinge con ojos brillantes.
—Usted le gritó al Jefe —le recordó Bongo-Shaftsbury—. Le dijo que se marchara y se muriese.
Porpentine enlazó las manos a la espalda. Naturalmente. Entonces, ¿habían estado esperando aquello? ¿Durante quince años? Había cruzado algún umbral sin saberlo. Ahora era un mestizo, había perdido la pureza. Se volvió para ver alejarse a Victoria, tierna y atractiva para su Esfinge. Porpentine supuso que mestizo era sólo otra manera de decir humano. Tras el paso final, uno no podía ser limpio, nada podía serlo. Era casi como si lo hubiera intentado con Goodfellow porque aquella mañana, en la Gare du Caire, pisó por debajo del umbral. Ahora Porpentine había realizado su propio acto definitivo de amor o caridad, gritándole al Jefe. Y poco después descubrió aquello a lo que en realidad había gritado. Las dos cosas, acto y traición, se anulaban mutuamente, se reducían a cero. ¿Era siempre así? Sólo Dios lo sabía. Se volvió de nuevo hacia Moldweorp.
¿Su Manon?
—Han sido ustedes buenos enemigos —dijo al fin, y esa observación le pareció errónea. Tal vez si hubiera tenido más tiempo para aprender el nuevo papel…
Era todo lo que necesitaban. Goodfellow oyó el disparo y se volvió a tiempo para ver que Porpentine caía en la arena. Lanzó un grito y vio que los tres hombres daban la vuelta y se alejaban. Tal vez se adentrarían en el desierto libio y seguirían andando hasta llegar a la orilla del mar. Pronto se volvió hacia la muchacha, meneando la cabeza. La cogió de la mano y fueron en busca del faetón. Dieciséis años más tarde él estaba, naturalmente, en Sarajevo, haraganeando entre la multitud reunida para saludar al archiduque Francisco Fernando. Corrían rumores de asesinato, una posible chispa que desencadenaría el Armagedón. Debía estar allí para prevenirlo si era posible. Tenía el cuerpo encorvado y había perdido gran parte del pelo. De vez en cuando apretaba la mano de su última conquista, una camarera rubia con bigote que lo describía a sus amigos como un inglés estúpido, no muy bueno en la cama, pero liberal con su dinero.