Capítulo 5

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De El señor Conejín tiene una aventura

Castañoscuro estaba en un túnel a varias calles de distancia, colgando de cuatro cordeles atados a su arnés. Los cordeles iban sujetos a un palo colocado en equilibrio como un balancín sobre la espalda de una rata muy gorda; había otras dos ratas sentadas en la otra punta, y varias más dirigiéndolo.

Castañoscuro estaba colgando justo encima de la enorme trampa de acero que llenaba el túnel por completo.

Soltó el chillido que era la señal de alto. El palo vibró un poco bajo su peso.

—Estoy justo encima del queso —dijo—. Huele a vena azul de Lancre, extra fuerte. Está intacto. Y bastante añejo. Acercadme unas dos patas.[3]

El palo osciló arriba y abajo mientras empujaban hacia delante a Castañoscuro.

—Con cuidado, señor —dijo una de las ratas jóvenes que se agolpaban en el túnel detrás del Pelotón de Desactivación de Trampas.

Castañoscuro gruñó y bajó la vista hacia los dientes de la trampa, que ahora le quedaban a dos centímetros del hocico. Se sacó un pedacito de madera de uno de los cinturones; pegado a uno de sus extremos había una diminuta esquirla de espejo.

—Moved la vela un poco hacia aquí —les ordenó—. Eso mismo. Eso mismo. Ahora, a ver… —Pasó el espejo más allá de los dientes y le dio la vuelta con cuidado—. Ah, tal como yo pensaba… Es una Pequeña Dentellada Cháchara y Johnson, ya lo creo. Una de las viejas Modelo Número Tres, pero con un seguro de más. Ha visto mucho mundo. Vale. Estas las conocemos, ¿verdad? ¡Hay queso para la merienda, muchachos!

Los vigilantes soltaron risas nerviosas, pero una voz dijo:

—Ah, esas son fáciles…

¿Quién ha dicho eso? —preguntó Castañoscuro en tono cortante.

Se hizo el silencio. Castañoscuro estiró el cuello hacia atrás. Las ratas jóvenes se habían apartado con cautela hacia un lado, dejando a una con aspecto de estar muy, muy sola.

—Ah, Nutritiva —dijo Castañoscuro, girándose de nuevo hacia el mecanismo disparador de la trampa—. Conque fáciles, ¿eh? Me alegra saberlo. Entonces, puedes enseñarnos cómo se hace.

—Ejem, cuando he dicho fáciles… —empezó a decir Nutritiva—. Me refería a que Ensalmuera me enseñó la trampa de prácticas y dijo…

—No hace falta que seas modesta —dijo Castañoscuro, con un brillo en la mirada—. Está todo listo. Yo me limitaré a mirar, ¿de acuerdo? Tú puedes meterte en el arnés y hacerlo, ¿a que sí?

—… pero, pero, pero no lo vi muy bien cuando nos hizo la demostración, ahora que lo pienso, y, y, y…

—Te diré lo que haremos —dijo Castañoscuro—. Yo trabajaré en la trampa, ¿de acuerdo?

Nutritiva pareció muy aliviada.

—Y tú me puedes ir diciendo exactamente qué tengo que hacer —añadió Castañoscuro.

—Ejem… —empezó a decir Nutritiva. Ahora se la veía dispuesta a regresar a toda prisa con el pelotón de meadores.

—De perlas —dijo Castañoscuro. Dejó a un lado con cuidado su espejo y se sacó del arnés una varilla de metal. La usó para palpar con cautela la trampa. Nutritiva se estremeció al oír el ruido del metal contra el metal—. A ver, ¿dónde estaba yo…? Ah, sí, aquí hay una barra y un pequeño muelle y un seguro. ¿Qué hago ahora, señorita Nutritiva?

—Eh, eh, eh… —tartamudeó Nutritiva.

—Las cosas están chirriando por aquí, señorita Nutritiva —dijo Castañoscuro, desde las entrañas de la trampa.

—Eh, eh… tiene que bloquear el chisme haciendo cuña…

—¿Cuál es el chisme, señorita Nutritiva? Tómese su tiempo, ups, esta pieza de metal se está meneando, pero por favor, no quiero meterle prisas…

—Bloquee el, ejem, el chisme, esto, el chisme… esto… —Los ojos de Nutritiva se movían frenéticamente.

—Tal vez sea esta cosa grande de CLAC argh argh argh…

Nutritiva se desmayó.

Castañoscuro salió de su arnés y se dejó caer dentro de la trampa.

—Arreglado —dijo—. La he sujetado bien fuerte, ya no se va a disparar. Ya podéis sacarla de en medio. —Regresó caminando con el pelotón y dejó caer un pedazo de queso mohoso encima de la barriga temblorosa de Nutritiva—. En el negocio de las trampas la precisión es muy importante, ¿lo veis? O eres preciso o estás muerto. El segundo ratón es el que se queda el queso. —Castañoscuro se sorbió la nariz—. Bueno, ahora a ningún humano que venga por aquí le será difícil pensar que hay ratas…

Los demás alumnos se rieron de esa manera nerviosa y ahogada en que se ríen quienes acaban de ver como otra persona atrae la atención del profesor y se alegran de no ser ellos.

Castañoscuro desenrolló un papel. Era una rata de acción, y la idea de que el mundo se pudiera capturar en forma de pequeños signos le preocupaba un poco. Pero se daba cuenta de que resultaba muy útil. Cuando dibujaba un plano de los túneles, el papel lo recordaba. No lo confundían los olores nuevos. Las demás ratas, si sabían leer, podían ver en sus cabezas lo mismo que había visto el artífice del plano.

Había inventado los mapas. Eran dibujos del mundo.

—Es asombrosa esta nueva tecnología —dijo—. Así pues… aquí hay marcado veneno, dos túneles atrás. ¿Te has encargado de él, Ensalmuera?

—Está enterrado y hemos meado encima —dijo Ensalmuera—. Era el veneno gris Número Dos, además.

—Así me gusta —dijo Castañoscuro—. Un plato nada apetecible.

—Estaba rodeado de kikís muertas.

—No me cabe ninguna duda. No hay antídoto para ese veneno.

—También hemos encontrado bandejitas de Número Uno y Número Tres —dijo Ensalmuera—. A patadas.

—Si tienes sentido común, puedes sobrevivir al veneno Número Uno —dijo Castañoscuro—. Acordaos todos de eso. Y si alguna vez coméis veneno Número Tres, tenemos una cosa que os puede curar. O sea, al final sobrevivís, pero habrá un par de días en que desearéis estar muertos…

—Hay montones de veneno, Castañoscuro —dijo Ensalmuera, nervioso—. Más del que he visto en mi vida. El sitio está lleno de huesos de rata.

—Pues ahí tenéis, una advertencia importante de cara a la seguridad —dijo Castañoscuro, arrancando a andar por otro túnel—. No os comáis ninguna rata muerta hasta que sepáis de qué murió. O también moriréis de lo mismo.

—Peligro Alubias cree que no deberíamos comer ratas nunca —dijo Ensalmuera.

—Sí, bueno, tal vez —dijo Castañoscuro—, pero en los túneles hay que ser práctico. Nunca dejes que se desperdicie comida en buen estado. ¡Y que alguien despierte a Nutritiva!

—Muchísimo veneno —dijo Ensalmuera, mientras el pelotón avanzaba—. Aquí deben de odiar de verdad a las ratas.

Castañoscuro no contestó. Veía que las ratas ya se estaban poniendo nerviosas. Se olía el miedo en los túneles. Jamás se habían encontrado con tanto veneno. Castañoscuro nunca solía preocuparse de nada, y ahora odió notar cómo empezaba la preocupación, en el fondo de su ser…

Una rata pequeña y jadeante se acercó correteando por el túnel y se postró delante de él.

—Riñones, señor, Tercera Brigada Pesada de Meadores —dijo atropelladamente—. ¡Hemos encontrado una trampa, señor! ¡Y no es de las normales! ¡Fresco ha caído en ella! ¡Venga conmigo, por favor!

Había mucha paja en el altillo de las caballerizas, y el calor de los caballos que subía desde abajo hacía que fuera muy cómodo.

Keith estaba tumbado de espaldas, contemplando el techo y canturreando para sí. Mauricio estaba vigilando su almuerzo, que meneaba el hocico.

Hasta el momento en que se abalanzó sobre su presa, Mauricio parecía una estilizada máquina de matar. Todo se estropeó justo antes de saltar. El trasero se le levantó, empezó a bambolearse cada vez más deprisa, su cola cortó el aire como una serpiente y por fin se arrojó hacia delante, con las garras fuera…

—¡Iiic!

—Muy bien, este es el trato —dijo Mauricio a la bola de pelo temblorosa que tenía en las zarpas—. Solo tienes que decir algo. Lo que sea. «Suéltame», tal vez, o quizá «¡Socorro!». Iiic no te resolverá la papeleta. No es más que un ruido. Tú pídemelo y yo te suelto. Nadie puede decir que no tengo una moral férrea para estos asuntos.

—¡Iiic! —chilló el ratón.

—Muy bien —dijo Mauricio, y lo mató al instante. Se lo llevó hasta el rincón, donde ahora Keith se había sentado en medio de la paja y se estaba terminando un bocadillo de fiambre de ternera.

—No sabía hablar —se apresuró a decir Mauricio.

—No te he preguntado nada —dijo Keith.

—O sea, le he dado la oportunidad —explicó Mauricio—. Me has oído, ¿verdad? Únicamente tenía que decirme que no quería que me lo comiera.

—Bien.

—Tú no tienes esos problemas, claro, a ti no te toca hablar con tus bocadillos —dijo Mauricio, como si todavía le preocupara algo.

—No sabría qué decirles —dijo Keith.

—Y me gustaría señalar que tampoco he jugado con él —siguió Mauricio—. Un zarpazo a la vieja usanza y colorín colorado, el cuento se ha acabado, salvo que, claro está, el ratón no estaba contando ningún cuento porque carecía de inteligencia por completo.

—Te creo —dijo Keith.

—No ha sentido nada de nada —continuó Mauricio.

Se oyó un chillido procedente de una calle cercana y luego un ruido de vajilla al romperse. En la última media hora se habían oído muchos estruendos parecidos.

—Parece que los muchachos siguen trabajando —comentó Mauricio, llevando al ratón muerto detrás de un montón de heno—. No hay nada que haga chillar tanto a la gente como ver a Sardinas bailar encima de la mesa.

Se abrieron las puertas de las caballerizas. Un hombre entró, puso los arneses a dos caballos y se los llevó fuera. Poco después se oyó el ruido de un carruaje que salía del patio.

Pocos segundos más tarde alguien llamó abajo con tres fuertes golpes. Los golpes se repitieron. Y luego volvieron a repetirse. Por fin la voz de Malicia dijo:

—Vosotros dos, ¿estáis ahí arriba o no?

Keith salió a rastras del heno y miró hacia abajo.

—Sí —dijo.

—¿No habéis oído la llamada secreta? —dijo Malicia, levantando la vista hacia él con cara de fastidio.

—No me ha parecido ninguna llamada secreta —dijo Mauricio, con la boca llena.

—¿Esa es la voz de Mauricio? —preguntó Malicia con recelo.

—Sí —dijo Keith—. Tendrás que disculparle, se está comiendo a alguien.

Mauricio tragó deprisa.

—¡No es alguien! —dijo entre dientes—. ¡No es alguien a menos que sepa hablar! ¡Si no sabe, no es más que comida!

—¡Sí que es una llamada secreta! —saltó Malicia—. ¡Yo sé de esas cosas! ¡Y vosotros tenéis que contestarla con otra llamada secreta!

—Pero si no es más que alguien que está llamando a la puerta, no sé, como con buen ánimo, y nosotros contestamos con más golpes, ¿qué van a pensar que hay aquí arriba? —dijo Mauricio—. ¿Un escarabajo especialmente corpulento?

Malicia se quedo callada un momento, cosa rara en ella. Al cabo dijo:

—Bien pensado, bien pensado. Ya sé, gritaré «¡Soy yo, Malicia!» y entonces haré mi llamada secreta, y de esa manera sabréis que soy yo y podréis devolvérmela. ¿De acuerdo?

—¿Por qué no decimos «Hola, estamos aquí arriba», y a correr? —sugirió Keith con inocencia.

Malicia suspiró.

—¿Es que no tenéis ningún sentido del dramatismo? Mirad, mi padre se ha ido a la Rathaus a hablar con los demás miembros del consistorio. ¡Ha dicho que lo de la vajilla era la gota que colmaba el vaso!

—¿La vajilla? —dijo Mauricio—. ¿Le has hablado de Sardinas?

—Le he tenido que decir que me había asustado una rata enorme y que para escaparme he intentado subirme al aparador —dijo Malicia.

—¿Le has mentido?

—Le he contado una historia, nada más —dijo Malicia con calma—. Y me ha quedado bien. Era mucho más verdadera de lo que habría parecido la verdad. ¿Una rata que hace claqué? En todo caso, no le ha interesado mucho porque hoy ha recibido un montón de quejas. Vuestras ratas domesticadas están incordiando a la gente de lo lindo. Me lo estoy pasando bomba.

—No son nuestras ratas, van por libre —dijo Keith.

—Y siempre trabajan deprisa —añadió Mauricio con orgullo—. No se andan con jaleos cuando se trata de montar… jaleo.

—En un pueblo que visitamos el mes pasado, el ayuntamiento puso un anuncio buscando a un encantador de ratas a la misma mañana siguiente —dijo Keith—. Fue el gran día de Sardinas.

—Mi padre ha gritado mucho y también ha mandado buscar a Mhanttas y a Delanza —dijo Malicia—. ¡Son los cazadores de ratas! Y ya sabéis lo que eso quiere decir, ¿verdad?

Mauricio y Keith se miraron.

—Finjamos que no —dijo Mauricio.

—¡Quiere decir que nos podemos meter en su cabaña y resolver el misterio de los cordones de botas! —dijo Malicia. Clavó una mirada crítica en Mauricio—. Por supuesto sería más… satisfactorio que fuéramos cuatro niños y un perro, que es el número adecuado para las aventuras, pero nos apañaremos con lo que tenemos.

—¡Eh, nosotros solo robamos a los gobiernos! —dijo Mauricio.

—Ejem, solo a los gobiernos que no son los padres de nadie, por supuesto —matizó Keith.

—¿Y? —dijo Malicia, mirando a Keith con cara rara.

—¡Que eso no es lo mismo que ser unos criminales! —dijo Mauricio.

—Ah, pero cuando tengamos las pruebas, podremos llevarlas al consistorio y entonces no seremos criminales para nada porque estaremos siendo héroes —dijo Malicia, con la paciencia fatigada—. Por supuesto, es posible que el consistorio y la Guardia estén compinchados con los cazadores de ratas, o sea que no confiemos en nadie. En serio, ¿es que no habéis leído nunca un libro? Pronto se hará oscuro y entonces vendré a recogeros para que podamos trincar el mangurrino.

—¿Y podremos? —preguntó Keith.

—Sí. Con una horquilla del pelo —dijo Malicia—. Sé que es posible, porque lo he leído cientos de veces.

—¿Qué clase de mangurrino es? —dijo Mauricio.

—Uno grande —dijo Malicia—. Eso facilita las cosas, claro. —Se giró de golpe y salió corriendo de las caballerizas.

—¿Mauricio? —dijo Keith.

—¿Sí? —dijo el gato.

—¿Qué es un mangurrino y cómo se trinca?

—No lo sé. ¿Una cerradura, quizá?

—Pero si le acabas de decir…

—Ya, pero solo le seguía la corriente por si se ponía violenta —dijo Mauricio—. Está mal de la azotea, en mi opinión. Es una de esas personas que son como… actores. Ya sabes, que actúan todo el tiempo. Que no viven para nada en el mundo real. Como si todo fuera un cuento muy grande. Peligro Alubias también es un poco así. Una persona muy peligrosa, pienso yo.

—¡Es una rata muy amable y considerada!

—Ah, sí, pero el problema es, fíjate, que se cree que todos los demás son como él. La gente así trae problemas, chaval. Y nuestra amiga piensa que la vida funciona como un cuento de hadas.

—Bueno, eso es inofensivo, ¿no? —dijo Keith.

—Sí, pero en los cuentos de hadas, cuando alguien muere… no es más que una palabra.

La Tercera Brigada Pesada de Meadores se estaba tomando un descanso, y en cualquier caso se les había terminado la munición. A nadie le apetecía pasar por la trampa para llegar al hilo de agua que goteaba por la pared. Y a nadie le gustaba mirar lo que había dentro de la trampa.

—Pobre Fresco —dijo una rata—. Era una buena rata.

—Pero tendría que haber prestado atención a por dónde iba —dijo otra rata.

—Era un sabelotodo —dijo una tercera—. Era una buena rata, sin embargo, aunque olía un poco mal.

—Pues saquémoslo de la trampa, ¿no? —dijo la primera rata—. No parece correcto dejarlo ahí dentro así.

—Sí. Sobre todo porque tenemos hambre.

Una de las ratas dijo:

—Peligro Alubias dice que no deberíamos comer rata.

Otra rata dijo:

—No, es solo si no sabes de qué se han muerto, porque es posible que hayan muerto envenenadas.

Y otra rata dijo:

—Y nosotros sabemos de qué ha muerto. Se ha muerto aplastado. El aplastamiento no se contagia.

Todos miraron al difunto Fresco.

—¿Vosotros qué creéis que le pasa a uno después de morirse? —preguntó una rata, lentamente.

—Que se te comen. O que te quedas todo reseco, o mohoso.

—¿Cómo, todo entero?

—Bueno, la gente suele dejar las patas.

La rata que había hecho la pregunta dijo:

—Pero ¿qué me decís de lo de dentro?

Y la rata que había mencionado las patas dijo:

—Ah, ¿la parte blandengue y verde y viscosa? No, eso también hay que dejarlo. Sabe asquerosa.

—No, me refería a lo de dentro que eres tú. Eso, ¿adónde va?

—Lo siento, ahí no te sigo.

—Bueno… ya sabes, como… los sueños…

Las ratas asintieron. Estaban al corriente de los sueños. Se habían llevado un susto de los grandes cuando empezaron a soñar.

—Bueno, pues en los sueños, cuando te están persiguiendo los perros o estás volando, o lo que sea… ¿eso quién lo está haciendo? No es tu cuerpo, porque tu cuerpo está dormido. Así que debe de ser una parte invisible que vive dentro de ti, ¿verdad? Y estar muerto es como estar dormido, ¿no?

—No exactamente como estar dormido —dijo una rata sin mucha seguridad, echando un vistazo a la forma casi plana que antaño había sido conocida como Fresco—. O sea, cuando estás dormido no se te ven la sangre y las cosas de dentro. Y te despiertas.

—Entonces —dijo la rata que había sacado el tema de la parte invisible—, cuando te despiertas, ¿adónde va la parte que sueña? Cuando te mueres, ¿adónde va esa parte que tienes dentro?

—¿Cuál, la parte blandengue y verde?

—¡No, la parte que tienes detrás de los ojos!

—¿Te refieres a la parte de color gris rosado?

—¡No, esa no! ¡La que es invisible!

—¿Cómo lo voy a saber? ¡Nunca he visto una parte invisible!

Todas las ratas se quedaron mirando a Fresco.

—No me gusta esta clase de conversaciones —dijo una de ellas—. Me recuerdan a las sombras que hacen las velas.

Otra dijo:

—¿Habéis oído hablar de la Rata de Huesos? Dicen que viene y se te lleva cuando te mueres.

—Dicen, dicen —murmuró una rata—. También dicen que hay una Gran Rata del Subsuelo que lo creó todo, eso dicen. Entonces, ¿también creó a los humanos? ¡Debemos de caerle realmente bien para haber creado también a los humanos! ¿O no?

—¿Cómo lo voy a saber? Tal vez a ellos los creó un Gran Humano…

—Vaya, ahora te cachondeas —dijo la rata incrédula, que se llamaba Tomate.

—Muy bien, muy bien, pero tienes que admitir que las cosas no pueden haber, bueno, aparecido sin más, ¿verdad? Tiene que haber una razón. Y Peligro Alubias dice que hay cosas que tenemos que hacer porque son correctas, y bien, ¿quién decide qué es correcto y qué no? ¿De dónde viene «correcto» e «incorrecto»? Dicen que si has sido una rata buena, tal vez la Gran Rata tenga un túnel lleno de comida de la buena al que te llevará la Rata de Huesos…

—Pero Fresco sigue aquí. ¡Y yo no he visto ninguna rata huesuda!

—Ah, pero dicen que solo la ves si viene a por ti.

—¿Oh? ¿Oh? —dijo otra rata, nerviosa hasta el extremo del sarcasmo enloquecido—. Entonces, ¿cómo la han visto los que lo dicen? ¡Explícame eso! ¡La vida ya es bastante mala sin tener que preocuparse de cosas invisibles que no se pueden ver!

Muy bien, muy bien, ¿qué ha pasado aquí?

Las ratas se giraron, repentinamente invadidas de un júbilo increíble al ver que Castañoscuro se acercaba correteando por el túnel.

Castañoscuro se abrió paso entre ellas. Se había traído con él a Nutritiva. Siempre era buen momento, dijo, para que un miembro del pelotón averiguara lo que le pasaba a la gente que hacía mal las cosas.

—Ya veo —dijo, mirando la trampa. Negó tristemente con la cabeza—. ¿Qué le digo siempre a todo el mundo?

—Que no usemos los túneles que no han sido marcados como despejados, señor —dijo Tomate—. Pero Fresco, bueno, a él no… nunca se le dio bien escuchar. Y lo que más le gustaba era pasar a la acción, señor.

Castañoscuro examinó la trampa y trató de mantener en su cara una expresión de resolución firme. Pero le costó. Nunca había visto una trampa como aquella. Tenía un aspecto realmente cruel, aplastaba más que mordía. Y estaba colocada de tal manera para que cayeran en ella las ratas que iban corriendo hacia el agua.

—Pues ya no va a escuchar más, eso está claro —dijo—. Su cara me resulta familiar. Si nos olvidamos de los ojos saltones y la lengua fuera, claro.

—Esto, ha hablado usted con Fresco en la asamblea esta mañana, señor —dijo una rata—. Le ha dicho que lo habían criado para ser un meón y que se pusiera a ello, señor.

La cara de Castañoscuro permaneció inexpresiva. Luego dijo:

—Tenemos que irnos. Estamos encontrando muchas trampas por todas partes. Vamos a regresar para juntarnos con vosotros. Y que nadie siga avanzando por ese túnel para nada, ¿entendido? ¡Que todo el mundo diga: «Sí, Castañoscuro»!

—Sí, Castañoscuro —corearon las ratas.

—Y que uno de vosotros monte guardia —dijo Castañoscuro—. Puede que haya más trampas por ahí.

—¿Qué hacemos con Fresco, señor? —preguntó Tomate.

—No os comáis la parte blandengue y verde —dijo Castañoscuro, y se fue a la carrera.

¡Trampas!, pensó. Había demasiadas. Y demasiado veneno. Hasta los miembros más experimentados del pelotón ya se estaban poniendo nerviosos. A él no le gustaba encontrarse con cosas desconocidas. No descubrías qué eran las cosas desconocidas hasta que te mataban.

Las ratas se estaban desplegando por debajo del pueblo, y este no se parecía a ningún otro que hubieran conocido. El lugar entero era una gigantesca ratonera. No habían encontrado ni una sola kikí viva. Ni una. Eso no era normal. En todas partes había ratas. Allí donde había humanos, había ratas.

Y por si todo eso fuera poco, las ratas jóvenes estaban perdiendo demasiado tiempo en preocuparse de… cosas. Cosas que no se podían ver ni oler. Cosas de las sombras. Castañoscuro negó con la cabeza. En los túneles no había sitio para pensar de aquella manera. La vida era real, la vida era práctica y la vida se te podía escapar muy deprisa si no estabas prestando atención…

Se fijó en que Nutritiva estaba mirándolo todo y husmeando el aire mientras trotaban por una tubería.

—Así me gusta —dijo en tono de aprobación—. Toda precaución es poca. Nunca te dejes llevar por las prisas. Siempre es posible que la rata que va delante haya tenido suerte y no haya pisado el disparador.

—Sí, señor.

—Pero tampoco vayas demasiado preocupada.

—Se lo veía espantosamente… plano, señor.

—Los tontos se andan con prisas, Nutritiva. Los tontos se andan con prisas…

Castañoscuro notaba que el miedo se estaba propagando y le preocupaba. Si los Transformados montaban en pánico, iba a ser un pánico de ratas. Y los túneles de aquella ciudad no eran lugar para que echaran a correr unas ratas aterrorizadas. Pero si una sola rata rompía filas y echaba a correr, la mayoría la seguirían. En los túneles lo que dominaba era el olor. Cuando las cosas iban bien, todo el mundo se sentía bien. Cuando llegaba el miedo, fluía por los conductos como una inundación. En el mundo de las ratas el pánico era una especie de enfermedad que se podía contraer con demasiada facilidad.

Las cosas no mejoraron en absoluto cuando alcanzaron al resto del pelotón de trampas. Esta vez acababan de encontrar un veneno nuevo.

—No os preocupéis —dijo Castañoscuro, que estaba preocupado—. Tampoco es la primera vez que nos encontramos un veneno nuevo, ¿verdad?

—Hacía una eternidad de la última vez —dijo una rata—. ¿Os acordáis de aquel que vimos en Escrote? ¿El que hacía chispitas azules? Si se te quedaba en las patas se inflamaba… Y la gente lo pisaba sin darse cuenta…

—¿Es ese el que tienen aquí?

—Será mejor que venga usted a ver.

En uno de los túneles se hallaba una rata tumbada de lado. Tenía las patas encogidas como puños. Estaba gimoteando.

Castañoscuro le echó un solo vistazo y supo que, para aquella rata, todo se había terminado. Era mera cuestión de tiempo. Para las ratas de Escrote había sido cuestión de un tiempo espantoso.

—Podría morderle en el pescuezo —se ofreció una rata—. Así se acabaría deprisa.

—Es muy considerado, pero esa cosa se mete en la sangre —repitió Castañoscuro—. Busca una trampa de dientes que no haya sido desactivada. Con cuidado.

—¿Quiere meter a una rata en una trampa, señor? —dijo Nutritiva.

—¡Sí! ¡Es mejor morir deprisa que despacio!

—Aun así, es… —empezó a protestar la rata que se había ofrecido para dar el mordisco.

A Castañoscuro se le erizaron los pelos de alrededor de la cara. Se irguió sobre las patas traseras y enseñó los dientes.

—¡Haz lo que te he dicho o seré yo quien te muerda a ti! —bramó.

La otra rata retrocedió, amedrentada.

—Muy bien, Castañoscuro, muy bien…

—¡Y avisad a todos los demás pelotones! —vociferó Castañoscuro—. ¡Esto no es una simple cacería de ratas, esto es la guerra! ¡Que todo el mundo se retire ya mismo sin hacer el tonto! ¡Que nadie toque nada! Vamos a… ¿Sí? ¿Qué pasa esta vez?

Una rata pequeña acababa de acercarse con sigilo a Castañoscuro. Mientras el cazador de trampas se daba la vuelta, la rata se postró apresuradamente, casi revolcándose de espaldas en el suelo para mostrar lo pequeña e inofensiva que era.

—Por favor, señor… —balbuceó.

—¿Sí?

—Esta vez hemos encontrado a una viva…