1. El televisor (2021)

La señora Hanson siempre disfrutaba más de la televisión cuando había otra persona en la habitación viéndola con ella, aunque en el caso de Gamba si el programa tenía como tema algo que se tomaba en serio —y lo que se tomaba en serio cambiaba de un día para otro—, los incesantes comentarios de su madre acababan irritándola hasta tales extremos que la señora Hanson solía terminar retirándose a la cocina y dejando a Gama delante del televisor para que pudiera ver el programa en paz, o a su dormitorio suponiendo que Boz no lo hubiera requisado para entregarse a sus actividades eróticas, porque Boz estaba comprometido con la chica que vivía al otro extremo del pasillo y como no había ninguna zona M apartamento que el pobrecito pudiera llamar suya —salvo un cajón de la cómoda que se habían llevado de la habitación de la señora Shore—, le parecía que lo menos que podía hacer por él era permitir que se encerrara en el dormitorio cuando ella o Gamba no estaban usando.

Le encantaba ver los seriales acompañada, con Boz si no estaba sufriendo en las garras de l’amour o con Lottie si no se hallaba volando a tales alturas que los puntitos luminosos dejaban de formar una imagen. Y el mundo gira. Clínica terminal. La experiencia de la vida. Se sabía al dedillo todos los recovecos de las tragedias que se desarrollaban en cada uno, pero su experiencia personal seguía insistiendo en que la vida era mucho más sencilla. La vida era un pasatiempo, así de fácil. No un juego, claro, porque eso habría implicado que algunos ganaban y otros perdían, y la señora Hanson rara vez era consciente de estar experimentando sensaciones tan vívidas o amenazadoras. No, la vida era como esas tardes interminables de su infancia en que jugaba al Monopoly con sus hermanos y éstos permitían que siguiera moviendo su diminuto acorazado de plomo por todo el tablero mucho tiempo después de haber pedido sus hoteles, sus casas, sus acciones y su dinero en un circuito que siempre tenía las mismas etapas. Cobrar sus 200 dólares, no caer nunca en las casillas de Suerte o Tesoro de la Comunidad, ir a la Cárcel, salir de ella… Nunca ganaba, pero no podía perder. Todo se reducía a seguir dando vueltas y más vueltas. La vida era así.

Pero había algo aún mejor que ver la televisión con sus hijos, y era verla en compañía de Amparo y Mickey, especialmente con Mickey porque Amparo ya empezaba a sentirse lo bastante mayor para despreciar los programas que más le gustaban a la señora Hanson. Ah, los dibujos animados de primera hora de la mañana y las marionetas de las cinco y cuarto… No habría sabido explicar por qué le gustaban tanto, y no era sólo porque las reacciones de Mickey le produjesen un placer levemente teñido de superioridad, porque no cabía duda de que las reacciones de Mickey rara vez eran visibles. Sólo tenía cinco años, pero ya era capaz de llevar una vida interior tan secreta como la de su madre. Podía pasar horas y más horas escondido dentro de la bañera, y terminar la función de repente dando una voltereta sobre sí mismo y emocionándose hasta tal punto que se meaba en los pantalones. No, estaba claro que se tomaba los programas única y exclusivamente por lo que eran, y que ahí estaba el misterioso origen de su placer. Los depredadores hambrientos y la eterna buena suerte de sus presas, la dinamita jovial, las rocas que rebotaban de un lado a otro, los árboles que caían, los gritos y las cabriolas, la maravillosa obviedad de todo lo que mostraban… No era tonta, pero le encantaba ver cómo alguien cruzaba la pantalla andando de puntillas y de repente lo que había estado fuera del encuadre surgía de la nada —¡Bum! ¡Patapaf!—, y algo inmenso caía sobre el tablero de Monopoly dispersando todo lo que contenía de tal forma que jamás sería posible devolverlo a sus posiciones originales. «¡Bum!», decía la señora Hanson, y Mickey respondía disparando un veloz «¡Ding-dong!» y se convertía en un flan de risitas temblorosas. Ninguno de los dos sabía muy bien por qué les divertía tanto, pero no cabía duda de que «¡Ding-dong!» era lo más gracioso del mundo.

—¡Bum!

—¡Ding-dong!

Y reían a carcajadas hasta que les dolía todo.

2. El supermercado A & P (2021)

Que ella recordara, llevaba mucho tiempo sin pasarlo tan bien, aunque parecía una pena que nada de todo aquello fuese real. Hileras, montones y pirámides de latas, las hermosas cajas de cereales para el desayuno y detergente (¡casi un pasillo entero de cada cosa!), la sección de la leche y los derivados, y toda la carne en todas sus variedades, los caramelos y la repostería de todas clases, y allí donde terminaba la repostería una montaña de cigarrillos de chocolate. El pan. Algunas marcas aún le resultaban familiares, pero pasó de largo ante ellas, alargó la mano para coger una barra de Pan Maravilloso y la metió en el carrito de la compra. Ya estaba medio lleno. Juan empujó el carrito haciéndolo avanzar y siguió moviéndose al compás de las melodías casi inaudibles que flotaban como neblina deslizándose por la atmósfera del museo. Dobló una esquina y avanzó en línea recta hacia la sección de verduras y hortalizas, pero Lottie siguió inmóvil donde estaba fingiendo estudiar el envoltorio de una barra de pan de otra marca. Cerró los ojos e intentó separar aquel momento del lugar que ocupaba en la cadena de todos los momentos para tenerlo siempre con ella, como un puñado de guijarros recogidos en un camino del campo. Fue extirpando lentamente los detalles del contexto —la canción cuyo título ignoraba, la esponjosa blandura del pan que cedía bajo sus dedos (y durante unos segundos incluso se olvidó de que no era pan), el roce del papel encerado, el campanilleo de las cajas registradoras de la salida— y los saboreó uno por uno. También había voces y pisadas, claro, pero siempre había voces y pisadas, y ni las unas ni las otras le servían de nada. La verdadera magia, la que se le escapaba continuamente entre los dedos sin que pudiera capturarla, era algo tan sencillo como el que Juan pareciera tan contento y mostrara interés por lo que le rodeaba, y el que quizá estuviese dispuesto a pasar el día entero con ella.

El problema era que si intentabas detener ese flujo continuo e imparable la corriente se te deslizaba entre los dedos, y al final descubrías que estabas exprimiendo el aire. Si continuaba así se pondría melancólica y terminaría diciendo lo que no debía. Juan se enfadaría y la dejaría plantada delante de un cruce de autopistas situado a kilómetros del lugar civilizado más próximo, tal y como había ocurrido la última vez. Volvió a dejar lo que parecía una barra de pan en su sitio y se abrió por entero al placer del aquí y el ahora —eso que Gamba afirmaba no hacer nunca—, y a la presencia de Juan, quien estaba en la sección de verduras y hortalizas y jugueteaba con una zanahoria.

—Juraría que es una zanahoria —dijo Juan.

—Pero ya sabes que no lo es. Si fuese una zanahoria te la podrías comer, y entonces no sería arte.

(Mientras esperaban que les entregaran el carrito en la entrada una voz les había explicado lo que iban a ver y lo que debían hacer para apreciarlo y entenderlo. La voz recitó una lista de datos sobre las distintas empresas que habían cooperado, datos sobre algunos de los productos más sorprendentes —como el almidón para la ropa— y lo que habría gastado un ciudadano promedio que hiciera la compra de una semana traduciéndolo al valor monetario actual. Después la voz les advirtió de que cuanto iban a ver era falso y de que por muy realistas que pudiesen parecer las latas, las cajas, las botellas y esos bistecs tan maravillosos eran meras imitaciones de la realidad. Finalmente, y por si seguías pensando en llevarte algo para tener un recuerdo de tu visita, la voz les explicó que existía un sistema de alarma química infalible concebido para impedírtelo.)

—Tócala —dijo Juan.

La sensación era exactamente la misma que si estuvieras tocando una zanahoria no muy fresca, pero comestible.

—Es plástico o algo así —insistió ella demostrando su lealtad a la cinta del Museo Metropolitano.

—Te apuesto un dólar a que es una zanahoria. Huele igual que una zanahoria, tiene el tacto de una zanahoria… —Juan volvió a cogerla, la examinó y le dio un mordisco. La zanahoria crujió suavemente—. Es una zanahoria.

Y todas las personas que les habían estado observando sintieron una vaga decepción, ese abatimiento inexplicable que se produce cuando la realidad entra en un sitio donde no debería estar.

Un guardia fue hacia ellos y les dijo que tendrían que marcharse. Ni tan siquiera se les permitiría llevar el carrito con los artículos que ya habían escogido hasta una caja registradora. Juan se enfadó y exigió que les devolvieran el importe de las entradas.

—¿Dónde está el encargado de este local? —gritó Juan, siempre dispuesto a aprovechar la más mínima ocasión de llamar la atención de los demás—. Quiero hablar con el encargado.

Armó tal jaleo que al final le devolvieron el importe de las entradas para librarse de él.

Lottie lo había pasado fatal durante toda la escenita, pero no se tomó la molestia de contradecir su versión de los acontecimientos ni tan siquiera cuando estaban en el bar que había debajo del aeropuerto. Juan tenía toda la razón. El guardia era un hijo de puta, y el museo merecía ser bombardeado.

Juan metió la mano en un bolsillo de su chaqueta y sacó la zanahoria.

—¿Es una zanahoria o no es una zanahoria? —quiso saber.

Lottie dejó su cerveza sobre la mesa, cogió la zanahoria y, obediente como siempre, le dio un mordisco. La zanahoria sabía a plástico.

3: El uniforme blanco (2021)

Gamba intentó concentrar su atención en la música —la música era la fuente de significado más importante que había en su vida—, pero sólo podía pensar en Enero —el rostro de Enero y sus manazas, las palmas rosadas cubiertas de callosidades, el cuello de Enero, los músculos tensos que se iban derritiendo poco a poco bajo la presión que ejercían los dedos de Gamba; o, siguiendo la dirección opuesta, los gruesos muslos de Enero oprimiendo el depósito de gasolina de una moto, la desnudez de la carne negra, la desnudez del metal negro, ese sonido casi mareante del motor mientras esperaba a que el semáforo cambiara de color, y luego su rugido una fracción de segundo antes de que se hubiese puesto verde y la veloz huida por la autopista de camino a… ¿Cuál podía ser el destino adecuado? ¿Alabama? ¿Spokane? ¿El sur de San Pablo?—, sí, Enero y solamente Enero.

O también Enero vestida de enfermera, el uniforme limpísimo de un blanco cegador que crujía suavemente cada vez que se movía. Gamba estaría dentro de la ambulancia, claro, y la gorrita blanca del uniforme rozaría el techo del vehículo. Le ofrecería la blanda carne de la parte interior de su antebrazo, los dedos de piel oscura buscarían una vena, un poquito de alcohol, una sensación de frío que sólo duraría unos instantes, la hipodérmica y Enero sonreiría, «Ya sé que duele un poco», y cuando llegaba a ese punto Gamba siempre sentía el deseo de perder el conocimiento y caer al suelo. Un desmayo, no es nada, un mareo, ya estoy mejor.

Se sacó los auriculares y dejó que la música siguiera desenrollándose dentro de la cajita de plástico donde nadie podía oírla porque acababa de ver cómo un coche abandonaba la calle y se detenía delante de la pequeña masa roja de la caja registradora automatizada. Enero salió de la gasolinera caminando muy despacio, cogió la tarjeta que le alargaba el conductor, la metió en la ranura de créditos y la máquina replicó con un suave «Ding». Trabajaba como si fuese una modelo de alta costura y estuviera en un escaparate, siempre en movimiento, siempre con los ojos bajos, perdida en su propio universo aunque Gamba sabía que ella sabía que estaba allí, en el banco, contemplándola, deseándola, languideciendo por ella.

«¡Mírame! —pensó con todas sus fuerzas—. ¡Hazme existir!»

Pero el flujo incesante de coches, camiones, autobuses y motos que se movía velozmente entre ellas dispersó el mensaje mental con tan poca dificultad como si fuese una nubecilla de humo, aunque puede que un conductor alzara los ojos diez metros más allá de la gasolinera sintiendo una fugaz punzada de pánico, o quizá una mujer que había terminado su jornada laboral y volvía a casa en el autobús 17 se preguntó qué le había devuelto a la memoria a ese chico del que creyó estar enamorada hacía ya veinte años.

Tres días.

Y cada día al final de esa vigilancia silenciosa Gamba pasaba por delante de una tienda sobre cuya mugrienta fachada había un letrero pintado a mano, «Myers, Uniformes e insignias», y en el escaparate había un policía bigotudo cubierto de polvo, un agente de las fuerzas del orden de otra ciudad (las insignias de su chaqueta eran distintas a las de los policías de Nueva York) enarbolando displicentemente una porra de madera con un par de esposas y varios rociadores colgando de su cartuchera negra. A su lado, tocándole sin que pareciera darse cuenta de ello, había un bombero vestido con un traje de goma amarillo surcado por rayas negras (otro forastero) que volvía la cabeza hacia el sucio cristal para sonreír a la negra vestida con un blanquísimo uniforme de enfermera inmóvil en el escaparate de enfrente. Gamba pasaba por delante de la tienda caminando muy despacio, seguía avanzando hasta llegar al semáforo y luego se desviaba hacia el escaparate y el uniforme blanco, tan indefensa e impotente como una embarcación cuyo motor se ha averiado dejándola a merced de la corriente.

El tercer día entró en la tienda. Una campanilla tintineó sobre su cabeza y el dependiente le preguntó en qué podía ayudarla.

—Querría… —carraspeó para aclararse la garganta—. Querría un uniforme. Para una enfermera.

El dependiente alargó la mano hacia un montoncito de gorras con visera y cogió una delgada cinta métrica de color amarillo.

—Usted debe de tener la talla…

—No es… Bueno, la verdad es que no es para mí. Es para una amiga. Me dijo que como iba a pasar por aquí…

—¿En qué hospital trabaja? Cada hospital tiene sus pequeñas manías, ya sabe.

Gamba clavó la mirada en aquel rostro de joven envejecido. Vio una camisa blanca con el cuello demasiado apretado y una corbata negra con un nudo tan pequeño como impecable, y mientras le observaba pensó que el dependiente producía la extraña impresión de llevar un uniforme tan indefinido como el de los maniquíes de los escaparates.

—No es un hospital. Es una clínica. Una clínica privada. Puede llevar…, puede llevar lo que quiera.

—Estupendo, estupendo. ¿Y cuál es la talla de su amiga?

—Una talla grande. ¿Cincuenta? Y es muy alta.

—Bueno, deje que le enseñe lo que tenemos.

Y Gamba, entre fascinada y extática, se dejó guiar hasta la penumbra crepuscular que reinaba en el interior de la tienda.

4. Enero (2021)

Había conocido a Gamba en una de las sesiones abiertas del Asilo. Había ido allí como reclutadora y se encontró reclutada de la forma más vergonzosa imaginable, la que lleva hasta las lágrimas y las deja atrás para terminar en las confesiones; un proceso sobre el que informó concienzudamente en la siguiente reunión de la célula. La célula contaba con cuatro miembros aparte de ella misma, todos de veintipocos años y todos muy serios, aunque estaba muy claro que Jerry y Lee Lighthall, Ada Miller y Graham X no podían ser considerados intelectuales, y ni tan siquiera se les podía calificar de rebeldes que no habían conseguido adaptarse a la vida universitaria. Graham era el eslabón que les unía con el nivel superior de la organización, pero aparte de eso no tenía nada de «líder» pues una de las cosas a las que se oponían con mayor ferocidad eran precisamente las estructuras piramidales.

Lee —que era gordo, muy negro y disfrutaba hablando— dijo en voz alta lo que todos estaban pensando, que el tener emociones y mostrarlas era una dirección perfectamente sana.

—A menos que dijeras algo sobre nosotros.

—No. Básicamente fueron cosas de naturaleza sexual. O personales.

—Entonces no entiendo por qué has sacado a relucir el tema aquí.

—Ene, si nos contaras algo más al respecto quizá… —sugirió Graham con esa suave afabilidad tan típica de él.

—Bueno, lo que hacen en el Asilo…

—Todos hemos estado en el Asilo, cariño.

—Deja de comportarte como si fueras un jodido matón, Lee —dijo su esposa.

—No, me temo que Lee tiene razón. Estoy desperdiciando nuestro tiempo y… En fin, el caso es que llegué un poco temprano porque quería verles entrar para hacerme una idea de cómo eran, y apenas la vi aparecer comprendí que no era una habitual de las reuniones. Ya os he dicho que se llama Gamba Hanson, ¿no? Creo que ella también se fijó en mí nada más verme. El caso es que empezamos en el mismo grupo. Ejercicios de respiración, cogerse de la mano y todo eso, ya sabéis. —Normalmente, Enero habría adornado un relato tan largo con unas cuantas obscenidades, pero en aquellos momentos cualquier intento de hacerse la dura sólo habría servido para que se sintiera aún más ridícula y estúpida de lo que ya se sentía—. Después empezó a darme masaje en el cuello de una forma que… No sé cómo describirlo, pero tenía una forma muy especial de darme masaje. Y me eché a llorar de repente. No sé por qué, pero me eché a llorar.

—¿Te habías metido algo dentro antes de ir a la reunión? —preguntó Ada.

Enero era mucho más estricta que cualquiera de ellos en esa materia (ni tan siquiera bebía Kafé), y sintió que tenía todo el derecho del mundo a cabrearse.

—¡Sí, tu vibrador!

—Vamos, vamos, Ene —dijo Graham.

—Pero ella estaba colocada —siguió diciendo Enero—. Estaba colocadísima, y mientras tanto los habituales habían empezado a girar a nuestro alrededor como si fueran un enjambre de vampiros. La mayoría van allí precisamente por eso, ¿sabéis? Por ver sangre y el darse un buen revolcón en ella… Bueno, el caso es que fuimos a un cubículo. Pensé que joderíamos y que ahí acabaría todo, pero en vez de eso empezamos a hablar. Mejor dicho, yo hablé… y ella escuchó. —Aún recordaba el nudo de vergüenza tan parecido al dolor que se siente cuando tragas agua demasiado deprisa que había acompañado a las palabras—. Le hablé de mis padres, del sexo, de que me sentía sola…, de esa clase de cosas.

—De esa clase de cosas —repitió Lee para animarla a seguir hablando.

Enero hizo acopio de valor y tragó una honda bocanada de aire.

—Mis padres… Le expliqué que eran republicanos, lo cual no tiene nada de malo, naturalmente, pero también le dije que nunca había podido establecer una relación entre el amor y la excitación sexual porque los dos eran hombres. Ahora no me parece tan importante, claro. Y lo de que me sentía sola… —Se encogió de hombros, pero también cerró los ojos—. Le dije que me sentía muy sola. Que todo el mundo estaba solo. Después tuve otro ataque de llanto.

—Abarcaste un montón de temas, ¿eh?

Enero abrió los ojos. Lo último que había dicho podía tomarse como una acusación, pero nadie parecía estar enfadado con ella.

—Nos pasamos casi toda la jodida noche metidas dentro de ese cubículo.

—Aún no nos has contado nada sobre ella —observó Ada.

—Se llama Gamba Hanson. Me dijo que tiene treinta años, pero yo diría que tiene treinta y cuatro, o quizá incluso un poquito más. Vive en la Once Este, no recuerdo dónde pero lo tengo apuntado. Con su madre y no recuerdo cuántas personas más… Una familia. —Y, en el fondo, eso era precisamente aquello que la organización más odiaba. Las estructuras políticas autoritarias sólo pueden subsistir porque las personas son condicionadas por estructuras familiares autoritarias—. Y no trabaja, sólo cuenta con su asignación.

—¿Es blanca? —preguntó Jerry.

Jerry era el único blanco del grupo, y la diplomacia exigía que fuera él quien hiciese esa pregunta.

—Como la jodida nieve.

—¿Está metida en política?

—Ni pizca. Pero creo que se la podría guiar. Y ahora que lo pienso…

—¿Qué sientes hacia ella ahora? —preguntó Graham.

Estaba claro que creía que se había enamorado de ella. ¿Se había enamorado de ella? Posiblemente. Pero también era muy posible que no estuviese enamorada de ella. Gamba había conseguido hacerla llorar, y Enero quería pagarle ese favor con la misma moneda y, de todas formas, ¿qué eran los sentimientos? Nada, palabras que flotaban a la deriva dentro de tu cabeza o las hormonas producidas por alguna glándula.

—No sé lo que siento.

—Bueno, entonces… ¿Qué quieres que te digamos? —preguntó Lee—. ¿Que deberías volver a verla? ¿Que estás enamorada? ¿Que deberías estarlo? ¡Dios santo, chica! —La exclamación fue acompañada por un jovial meneo de todas sus grasas—. Adelante, diviértete. Jode hasta que se te salga el cerebro por las orejas o llora hasta que se te rompa el corazón, lo que más te apetezca. No hay ninguna razón para que no lo hagas, pero recuerda que si te enamoras… Bueno, mantenlo en un compartimento separado donde no pueda mezclarse con todo lo demás.

Todos estuvieron de acuerdo en que era el mejor consejo que se le podía dar, y la sensación de paz que se fue adueñando de Enero le indicó que era justo lo que quería oír. Ahora podían pasar a ocuparse de los temas realmente importantes, las cuotas y el descenso del nivel de vida y las razones por las que la Revolución tan largamente pospuesta era el próximo e inevitable paso a dar. Después se levantaron de los bancos y pasaron la hora siguiente divirtiéndose. Viéndoles nadie habría pensado que esas cinco personas eran distintas al resto de patinadores.

5. Richard M. Williken (2024)

Solían pasar mucho rato en el cuarto oscuro, que oficialmente era el dormitorio de su hijo, Richard M. Williken Jr. Richard Jr. existía única y exclusivamente para satisfacer a varios expedientes esparcidos por los departamentos de la administración municipal, aunque si llegaba a ser necesario el primo de su esposa podía prestarles un chico que respondería a ese nombre y ese apellido. Sin su hijo imaginario los Williken jamás habrían podido seguir viviendo en un apartamento de dos dormitorios ahora que sus hijos de carne y hueso se habían marchado de casa.

A veces escuchaban las cintas que estaban copiando, y el hecho de que se hubieran especializado en ellos hacía que casi siempre fuesen temas de Alkan, Gottchalk o Boagni. La música era la razón ostensible de que ella siguiera allí, aunque había otras razones tan ostensibles como la amistad. Él fumaba, hacía garabatos en un bloc o contemplaba cómo el minutero simplificaba otro día. En su caso la razón ostensible era que estaba trabajando, y en el sentido de que copiaba cintas, recibía mensajes y alquilaba de vez en cuando la cama de su hijo ficticio a cambio de una tarifa horaria risible, lo cierto es que estaba trabajando. Pero en el sentido realmente importante de la palabra… No, no estaba trabajando.

El teléfono sonaba. Williken cogía el auricular y decía «Uno cinco cinco seis». Gamba se envolvía en el delgado círculo de sus brazos y le observaba hasta que el lento descender de sus ojos le indicaba que la llamada no era de Seattle.

Cuando la falta de alguna clase de señal indicadora de que cada uno era consciente de la presencia del otro se volvía excesivamente insoportable mantenían agradables discusiones sobre el Arte. El Arte… Gamba adoraba esa palabra (la tenía en un pedestal compartido con «epítasis», «místico» y «Tiffany»), y el pobre Williken parecía incapaz de quitársela de la boca. Intentaban no descender nunca al nivel de la queja sincera, pero sus infelicidades secretas siempre encontraban alguna forma de introducir la cabeza en los largos silencios o de camuflarse un poquito y convertirse en los auténticos temas de esos pequeños debates académicos, como por ejemplo aquella vez en que Williken estaba demasiado cansado para mentir.

—¿El arte? —había dicho—. El arte es justo lo contrario, querida. Es un rompecabezas, algo compuesto de fragmentos y trocitos minúsculos. Lo que tú crees es únicamente flujo y fuerza…

—Y diversión —había añadido ella.

—…no es más que una ilusión. Pero el artista no puede compartirla. Sabe que es imposible.

—Y se supone que las prostitutas nunca tienen orgasmos, ¿no? No voy a dar nombres, pero en una ocasión hablé con una prostituta y me contó que no paraba de tener orgasmos.

—No debía de ser una profesional. Si un artista disfruta haciendo lo que hace su obra se resiente de ello.

—Sí, sí, no cabe duda de que eso es cierto… en tu caso. —Había movido la mano para apartar la idea de su regazo como si fuese una migaja—. Pero creó que para alguien como… —Otro gesto de la mano dirigido hacia la maquinaria, los cuatro mandalas en lenta rotación que formaban «De un mar brillante a otro»—. Como John Herbert MacDowell, por ejemplo. Bueno, para él ha de ser como el estar enamorado, con la única diferencia de que en vez de amar a una sola persona su amor se va difundiendo en todas direcciones.

Williken torció el gesto.

—Estoy de acuerdo en que el arte es como el amor, pero eso no está en contradicción con lo que dije antes. Tanto el arte como el amor son una cuestión de paciencia y de ir juntando fragmentos.

—¿Y la pasión? ¿Es que no juega ningún papel en eso?

—Sólo para los que son muy jóvenes.

Williken era lo suficientemente caritativo para permitirle decidir por sí sola si ese zapato encajaba en su pie.

Las conversaciones continuaron durante casi todo un mes, y durante todo ese tiempo Williken sólo se permitió una crueldad consciente. Su desaliño personal —la ropa que parecía un montón de vendas sucias, la barba, los olores—, no impedía que Williken fuese un maniático del orden; y el estilo con el que personalizaba esa obsesión (aplicado ahora al cuidado de la casa tan concienzudamente como antes lo había aplicado al arte) le exigía borrar las huellas de su propia e indeseable presencia, eliminar todas las huellas dactilares y dejar perplejos a sus perseguidores. Eso hacía que cada objeto al que se le permitía estar visible en la habitación —el teléfono de color rosa, la maltrecha cama de Richard Jr., los altavoces, el largo cuello de cisne plateado del grifo, el calendario con la pareja de enamorados revolcándose sobre la gruesa capa de nieve de «Enero 2024»— acabara acumulando un incremento de significado, como si fuesen otros tantos cráneos en la celda de un monje. Su crueldad fue muy sencilla, y se limitó a no cambiar el mes del calendario.

Y ella nunca dijo «Willy, por el amor de Cristo, estamos a diez de mayo», cosa que podría haber hecho perfectamente. Es posible que hallara alguna extraña satisfacción en el dolor que le causaba aquel recordatorio que le colocaba delante de los ojos, y no cabe duda de que se apoderó de él y se dedicó a roerlo concienzudamente. Williken no poseía ninguna experiencia de primera mano en aquella clase de emociones, y todo el drama de su abandono le parecía ridículo, un claro caso de angustia por el puro placer de angustiarse.

La situación podría haber seguido igual hasta el verano, pero un día el calendario desapareció y fue sustituido por una de sus fotos.

—¿Es tuya? —preguntó Gamba.

Williken asintió en silencio. La incomodidad que sentía era totalmente sincera.

—Me fijé en ella nada más entrar.

La foto mostraba un vaso medio lleno de agua colocado sobre un estante de cristal mojado. Un segundo vaso vacío que se hallaba fuera del encuadre proyectaba una sombra sobre las baldosas blancas de la pared.

Gamba fue hacia la foto.

—Es triste, ¿verdad?

—No lo sé —dijo Williken. Se sentía confuso, insultado, angustiado—. Normalmente no me gusta estar cerca de mis obras. Es como si se acabaran muriendo y me abandonaran, pero pensé que…

—Me gusta. De veras.

6. Amparo (2024)

Comprendió que odiaba a su madre el 29 de mayo, el día de su cumpleaños. Iba a cumplir once años. Ser consciente de que odias a tu madre es algo terrible, pero los Géminis son incapaces de engañarse a sí mismos y respecto a su madre la triste verdad era que no había nada que admirar y sí mucho que aborrecer. Mamá era implacable tanto consigo misma como con Mickey, pero lo peor llegaba cuando cometía un error a la hora de calcular la dosis de sus estúpidas píldoras y se iba deslizando espectacularmente por la pendiente de la depresión para terminar contándoles folletines con su vida desperdiciada como único tema. No cabía duda de que mamá había desperdiciado su vida, pero Amparo estaba convencida de que nunca había hecho ni el más mínimo esfuerzo para impedirlo. No sabía lo que era tener un trabajo, y en cuanto a la casa dejaba que la pobre Abuela Gruñidos se encargara de todo. Lo único que hacía era estar tumbada como un animal del zoo resoplando y rascándose su apestoso coño. Amparo la odiaba.

Antes de cenar Gamba había dado una nueva muestra de ese extraño talento telepático que parecía poseer y le había dicho que sería mejor que hablaran, y Amparo se inventó una mentira muy poco plausible para sacarla del apartamento. Bajaron por la escalera hasta el quince —una señora china acababa de abrir una tienda—, y Gamba compró aquel champú que la tenía tan obsesionada últimamente.

Después subieron al tejado para el inevitable sermón. El buen tiempo había hecho que la mitad del edificio subiera a disfrutar del sol, pero se las arreglaron para encontrar un rincón donde casi estaban solas. Gamba se quitó la blusa, y Amparo no pudo evitar el pensar lo distinta que era de su madre a pesar de que Gamba fuese un poquito mayor que ella. No había arrugas o bolsas de carne caída, y apenas una leve sospecha de granulación. Lottie, en cambio, tenía todas las ventajas de su lado al principio y había permitido que el tiempo la fuese transformando en un monstruo de obesidad, o por lo menos (usar la palabra «monstruo» quizá fuese una exageración) no cabía duda de que avanzaba a toda velocidad en esa dirección.

—¿Y eso es todo? —preguntó Amparo en cuanto Gamba hubo terminado de ofrecer la última excusa al variado repertorio de horrores de que su hija encontraba culpable a Lottie—. Bueno, ya me has reñido y ya estoy muy avergonzada. ¿Podemos bajar?

—Sí, a menos que quieras contarme tu versión de la historia.

—Creía que no estaba en condiciones de tener una versión de la historia.

—Eso es cierto a los diez años. A los once ya se te permite tener tu propio punto de vista.

Amparo respondió con una sonrisa que debía traducirse como «La tía Gamba, siempre tan democrática ella», y se puso seria enseguida.

—Mamá me odia, es así de sencillo.

Le expuso unos cuantos ejemplos.

Gamba no pareció quedar muy impresionada.

—Preferirías ser tú quien la tratara mal a ella en vez de al revés. ¿Es eso lo que intentas decirme?

—No. —Pero tuvo que contener una risita—. Claro que siempre sería un cambio agradable.

—¿Sabías que ya lo haces? Oh, sí, la tratas fatal. Eres una tirana mucho peor que la señora como —se— llame, la del bocio.

La segunda sonrisa de Amparo fue un poco más vacilante que su predecesora.

—Quién, ¿yo?

—Sí, tú. Incluso Mickey se da cuenta, pero no se atreve a abrir la boca porque teme que cambies de blanco. Todos te tenemos miedo.

—No digas tonterías. No sé de qué estás hablando. ¿Por qué? ¿Por qué de vez en cuando me pongo sarcástica?

—De vez en cuando, de vez en cuando… Eres más impredecible que los horarios de una compañía de aviación. Esperas a que la pobre esté bien aplanada y entonces te lanzas directa a la yugular. ¿Qué dijiste esta mañana?

—No recuerdo nada de lo que he dicho esta mañana.

—Lo del hipopótamo en el barro.

—Se lo dije a la abuela. Ella no lo oyó. Estaba en la cama, como de costumbre.

—Lo oyó.

—Bueno, pues entonces lo siento mucho. ¿Qué debo hacer? ¿Pedirle disculpas?

—Deberías dejar de ponerle las cosas todavía más difíciles de lo que ya están.

Amparo se encogió de hombros.

—Y ella debería dejar de hacerme la vida imposible. No creas que me gusta dar la matraca con eso, pero quiero ir a la Escuela Lowen. ¿Y por qué no he de ir? No es como si le estuviera pidiendo permiso para ir a México y cortarme los pechos, ¿verdad?

—Estoy de acuerdo, y probablemente es una buena escuela. Pero ya estudias en una buena escuela.

—Pero yo quiero ir a la Lowen. Si voy allí tendré un futuro, pero naturalmente mamá no puede entender eso.

—No quiere que vivas lejos de casa. ¿Tan cruel te parece eso?

—No quiere que me vaya porque entonces sólo podría maltratar a Mickey. De todas formas oficialmente estaría aquí, y eso es lo único que le importa.

Gamba se quedó callada durante un rato, como si estuviera pensando en algo. Pero no había nada en qué pensar, ¿verdad? Todo era tan obvio… Amparo se retorcía de impaciencia.

—Hagamos un trato —dijo Gamba por fin—. Si prometes que dejarás de ser la Señorita Cabroncita haré cuanto esté en mi mano para convencerla de que te deje ir a la Lowen.

—¿Lo harás? ¿De veras lo harás?

—¿Y tú? Te lo estoy preguntando.

—Me arrastraré a sus pies. Haré lo que sea.

—Amparo, si no lo haces, si sigues comportándote tal y como lo has estado haciendo últimamente… Bueno, en ese caso le diré que estoy convencida de que la Escuela Lowen echaría a perder lo poco bueno que hay en ti, y créeme porque hablo muy en serio.

—Lo prometo. Prometo que seré tan buena como… ¿Cómo qué?

—¿Como un pastel de cumpleaños?

—¡Seré tan buena como el mejor pastel de cumpleaños del mundo!

Se estrecharon la mano para sellar el trato, se pusieron la ropa y bajaron por la escalera hasta el lugar donde la esperaba un pastel de cumpleaños de verdad que tenía un aspecto tirando a triste y escuálido. Por mucho que se esforzara, la pobre Gruñidos jamás conseguiría cocinar nada que valiera la pena. Juan había llegado mientras estaban en el tejado, y su presencia era una sorpresa más agradable que cualquiera de sus míseros regalos. Encendieron las velas y todo el mundo —Juan, Abuela Gruñidos, mamá, Gamba, Mickey— se puso a cantar.

Cumpleaños feliz.

Cumpleaños feliz.

Te deseamos, Amparo,

cumpleaños feliz.

—Formula un deseo —dijo Mickey.

Amparo formuló su deseo y apagó las doce velas con un soplido tan potente como decidido.

Gamba le guiñó el ojo.

—Y ahora no le digas a nadie lo que has pedido o tu deseo no se convertirá en realidad.

Amparo no había deseado poder ir a la Escuela Lowen porque eso era un derecho, no algo que dependiera de los caprichos del destino. Había deseado que Lottie muriese.

Los deseos nunca se cumplen tal y como esperabas. Un mes después su padre estaba muerto. Juan, que no había sido infeliz ni un solo día de su vida, se había suicidado.

7. Len Rude (2024)

Semanas después de la debacle Anderson —el último momento en el que había sido capaz de asegurarse a sí mismo que no habría ninguna consecuencia desagradable que lamentar—, la señora Miller le hizo desplazarse hasta la parte norte de la ciudad para «tener una pequeña charla». Contemplada bajo la perspectiva del largo plazo era una don nadie (su posición apenas llegaba al nivel de cuadro medio), pero la señora Miller no tardaría en redactar el resumen de su historial y eso hacía que de momento fuese una don nadie cuya categoría llegaba a lo cuasi divino.

Sucumbió al pánico de la forma más ignominiosa imaginable, y durante toda la mañana no pudo pensar en nada salvo qué se iba a poner para acudir a la cita. Sí, ¿qué se pondría? Acabó decidiéndose por un suéter marrón estilo Perry Como con un pañuelo de color verde asomando por el cuello. La impresión general resultaba discreta y elegante, no sexy pero tampoco descaradamente no-sexy.

Tuvo que esperar veinte minutos delante de la madriguera de la dama. Normalmente esperar era algo que se le daba muy bien. Cafeterías, lavabos, lavanderías automáticas… Su vida había estado repleta de oportunidades de adquirir esa habilidad, pero ahora estaba tan seguro de que se dirigía a su ejecución que al final de los veinte minutos de espera le faltaba muy poco para convertir en realidad su fantasía favorita de los momentos de crisis. «Me levantaré y saldré por esa puerta —pensó—. Saldré por todas las puertas. Sin una palabra de adiós, sin mirar hacia atrás ni una sola vez. ¿Y luego?» Ah, ahí estaba el problema, claro. En cuanto hubiera cruzado el umbral, ¿conseguiría encontrar algún sitio en el que su identidad y el gigantesco expediente de su vida no le persiguieran tan implacablemente como una lata atada a la cola de un perro callejero? Esperó, y la entrevista llegó a su fin, y la señora Miller le estrechó la mano y le contó una anécdota estúpida sobre Brown, el autor del libro que había estado adornando su regazo. Después llegó el «Gracias», y el «Gracias a ti por haber venido». Adiós, señora Miller. Adiós, Len.

¿Por qué había querido verle? No había sacado a relucir el tema Anderson salvo por el plácido comentario de que, naturalmente, el pobre hombre tendría que haber sido internado en el Bellevue y que la ciencia de la estadística dejaba bien claro que tarde o temprano todo el mundo acababa teniendo que enfrentarse a unos cuantos casos como el suyo. Las cosas habían ido bastante mejor de lo que esperaba, y mucho mejor de lo que se merecía.

El hacha del verdugo no se había materializado y, al parecer, la señora Miller le había hecho desplazarse hasta allí sólo para encargarle una nueva misión. Hanson, Nora/Apartamento 1812/334, calle Once Este. La señora Miller le había asegurado que era una anciana muy agradable, «aunque a veces puede ser un poquito difícil de tratar». Pero todos los casos que le había asignado en lo que llevaban de año eran ancianos muy agradables y difíciles de tratar, quizá porque estaba estudiando lo que el programa de asignaturas definía como «Problemas del envejecimiento». Lo único que diferenciaba a la Hanson de sus casos anteriores era que cobijaba a una nidada bastante considerable debajo de sus alas (aunque no era tan numerosa como indicaba el listado; el hijo ya estaba casado) y no parecía estar peligrosamente sola. Aun así si había que creer a la señora Miller el matrimonio de su hijo la había «trastornado un poco» (¡Trastornado! ¡Qué palabra tan ominosa!), y ésa era la razón de que necesitara las cuatro horas a la semana de calor humano y la atención que él se encargaría de proporcionarle. Al parecer la señora Hanson estaba convencida de que aquel trabajo iba a ser coser y cantar.

Cuanto más pensaba en ello más se convencía de que el asunto Hanson terminaría en catástrofe. Sí, probablemente la señora Miller le había llamado para cubrirse las espaldas en la casi segura eventualidad de que los acontecimientos acabaran siguiendo el mismo rumbo desastroso por el que se habían encaminado en el caso Anderson. Eso le permitiría dejar bien claro que toda la culpa de lo ocurrido recaía sobre sus hombros; no sobre los de aquella anciana encantadora y un poquito difícil de tratar y, evidentemente, no sobre los de Alexa Miller. Probablemente ya estaría redactando su memorándum para los archivos, eso suponiendo que no lo hubiese preparado antes de la entrevista.

Y todo esto por dos miserables dólares a la hora… Jesús bendito, si hubiera tenido la más mínima idea de los líos en que se iba a meter jamás habría cambiado la licenciatura en gramática y literatura inglesa por esto. Dar clase a un grupo de gilipollas que querían leer las demandas de empleo resultaba infinitamente preferible a ser enfermero emocional y cuidar psicópatas seniles.

Ése era el lado feo de la cuestión, pero también había un lado más agradable. A finales del semestre de otoño ya contaría con el número de prácticas exigido. Después vendrían dos años de tranquila singladura académica y por fin, oh día feliz, Leonard Rude obtendría su doctorado en filosofía, lo cual todos sabemos es el estado más cercano a la libertad absoluta que puede concebir un ser humano.

8. La historia de amor (2024)

MODICUM había enviado a un chico bastante desaliñado con un grave caso de acné, una perpetua expresión de estar pidiendo disculpas y un gemebundo acento del medio oeste. No consiguió que le explicara por qué le habían ordenado que fuese a verla. El chico afirmaba que él lo entendía tan poco como ella, que todo era un misterio insondable nacido en el cerebro de algún burócrata que había estado pensando demasiado y que esos proyectos nunca tenían el más mínimo sentido, pero que aun así esperaba que ella se avendría a seguir adelante porque si no él lo iba a pasar francamente mal. Un trabajo es un trabajo y, aparte de eso, este trabajo le serviría para doctorarse.

¿Iba a la universidad?

Sí, pero no había venido para estudiarla, se apresuró a asegurarle el chico. Los estudiantes eran reclutados para que perdieran el tiempo en esos proyectos estúpidos porque no había el trabajo real suficiente en que ocuparlos. El estado del bienestar es así, y el chico tenía la esperanza de que se llevarían muy bien y acabarían haciéndose muy amigos.

La señora Hanson se sintió incapaz de mostrarse claramente hostil con el pobre muchacho, pero aun así le preguntó de una forma bastante brusca en qué se suponía que iba a consistir exactamente esa amistad. Len —no conseguía recordar su nombre, y el chico no paraba de recordarle que se llamaba Len— sugirió que quizá podría leerle un libro.

—¿En voz alta?

—Sí, ¿por qué no? Me tocó leerlo para hacer un trabajo sobre él. Es un libro soberbio.

—Oh, estoy segura de que lo es —dijo ella volviendo a sentir una leve punzada de alarma—. Estoy segura de que aprendería montones de cosas interesantes, pero… —Ladeó la cabeza y leyó las letras doradas impresas en el lomo del grueso volumen negro que el chico había dejado sobre la mesa de la cocina, una frase bastante larga que terminaba en OLOGÍA—. No creo que sea una buena idea.

Len se echó a reír.

—¡Vamos, señora Hanson, no me refería a ese libro! Ése no soy capaz de leerlo ni yo.

El libro que le leería en voz alta era una novela que le habían asignado en la clase de literatura inglesa. Len lo sacó de su bolsillo. La tapa mostraba a una mujer embarazada y totalmente desnuda sentada sobre el regazo de un hombre vestido con un traje azul.

—Qué tapa tan rara —dijo la señora Hanson intentando elogiarla y no estando muy segura de haberlo conseguido.

Len interpretó sus palabras como si fuesen otra muestra de reluctancia, e insistió en que una vez hubiese aceptado la premisa básica del autor la historia le parecería de lo más normal. Era una historia de amor, nada más, y estaba seguro de que le encantaría. Aquel libro había gustado muchísimo a todos los que lo habían leído.

—Es un libro soberbio —repitió.

La señora Hanson ya se había dado cuenta de que el chico estaba decidido a leerle el libro y acabó rindiéndose. Le llevó a la sala, se instaló en un extremo del sofá y dejó que Len se instalara en el otro. Metió una mano en su monedero y buscó sus Oralinas. Sólo le quedaban tres, por lo que no le ofreció ninguna. Se metió un bastoncito en la boca, empezó a chuparlo con expresión complacida y, como una especie de broma que se le hubiera ocurrido en el último momento, colocó un botoncito de regalo en el extremo. ¡No lo creo!, decía el botoncito. Pero Len no se fijó en el botoncito o, si lo hizo, no captó el chiste.

Empezó a leer en voz alta, y todo era sexo y más sexo desde la primera página. Eso no la molestaba, claro. Siempre había creído en el sexo y había disfrutado de él, y el que opinara que el sexo no debía salir de la esfera personal no le impedía abordar el tema de una forma franca y sin prejuicios. Lo embarazoso era que la escena que le estaba leyendo ocurría en un sofá que se inclinaba a un lado porque le faltaba una pata. El sofá en el que estaban sentados también se inclinaba a un lado porque también le faltaba una pata, y la señora Hanson tuvo la impresión de que esa coincidencia hacía que las comparaciones resultaran inevitables.

La escena del sofá parecía no terminar nunca. Después llegaron unas cuantas páginas llenas de charla y descripciones en las que no ocurría nada. La señora Hanson no paraba de preguntarse cuál podía ser la razón de que el gobierno pagara a estudiantes universitarios para que vinieran a tu casa y te leyeran una novela pornográfica. Después de todo se suponía que la universidad servía para mantener ocupada a la máxima cantidad posible de jóvenes y retrasar el momento en el que buscarían su primer trabajo, ¿no?

Pero quizá fuese un experimento. ¡Sí, era un experimento educativo hecho con adultos y estudiantes universitarios! Cuando pensó un poco en ello se dio cuenta de que no había ninguna otra explicación que encajara ni la mitad de bien. Ver el libro bajo esa luz lo convirtió en un desafío y la impulsó a prestarle toda la atención posible. Alguien había muerto, y la protagonista —se llamaba Linda— iba a heredar una fortuna. La señora Hanson había tenido una compañera de escuela que también se llamaba Linda, una chica negra bastante estúpida cuyo padre era propietario de dos colmados, y le había cogido una manía terrible al nombre desde entonces. Len dejó de leer.

—Oh, siga —dijo ella—. Lo estoy pasando en grande.

—Yo también, señora Hanson, pero son las cuatro.

La señora Hanson pensó que estaba obligada a hacer alguna observación inteligente antes de que se marchara, pero no quería revelar que había adivinado cuál era el propósito del experimento.

—Tiene un argumento muy raro.

Len indicó que estaba totalmente de acuerdo con una sonrisa que reveló sus dientes pequeños y no muy limpios.

—Siempre he dicho que no hay nada mejor que una buena historia de amor.

Y antes de que pudiera añadir su chistecito («Salvo quizá un buen revolcón»), Len ya se le había adelantado.

—Tiene toda la razón, señora Hanson. Bueno, entonces hasta el viernes a las dos, ¿eh?

De todas formas el chistecito era de Gamba, no suyo.

La señora Hanson tuvo la impresión de que habría podido hacer un papel más lucido, pero ya era demasiado tarde para remediarlo. Len recogió su paraguas y su libro de tapas negras sin dejar de hablar ni un instante, e incluso se acordó de recuperar la gorra mojada que la señora Hanson había colgado para que se secara. Y se fue.

El corazón se le empezó a hinchar dentro del pecho martilleando como si se le hubieran saltado unos cuantos engranajes, ¡kabum, kablam! Volvió al sofá. Los almohadones del extremo ocupado por Len aún estaban aplastados, y de repente la señora Hanson pudo ver la habitación tal y como debía de haberla visto él —ese suelo de linóleo tan sucio que no se podía distinguir el dibujo, los cristales de las ventanas cubiertos de mugre, las persianas rotas, los montones de juguetes y de ropa y la confusión desperdigada de juguetes y ropa que había por todas partes—, y luego, como para completar aquel impacto devastador, Lottie emergió tambaleándose de su dormitorio envuelta en una sábana sucia y un aura de pestilencia.

—¿Queda algo de leche?

—¡Queda algo de leche!

—Oh, mamá… Bueno, ¿y ahora qué pasa?

—¿Tienes que preguntarlo? Echa un vistazo. Parece como si hubiera caído una bomba.

Los labios de Lottie se curvaron en una débil sonrisa entre perpleja y divertida.

—Estaba durmiendo. ¿Ha caído alguna bomba?

¡Pobre Lotto, pobre tontita! ¿Quién podía enfadarse con ella? Nadie, claro. La señora Hanson dejó escapar una carcajada indulgente y empezó a hablarle de Len y del experimento, pero Lottie ya había vuelto a encerrarse en su pequeño mundo privado. «Qué asco de vida», pensó la señora Hanson, y fue a la cocina para preparar un vaso de leche.

9. El aparato de aire acondicionado (2024)

Lottie podía oír cosas. Si estaba sentada cerca del armario que en tiempos había sido el vestíbulo podía seguir perfectamente el desarrollo de una conversación en el pasillo. Si estaba en su dormitorio se enteraba de cuanto ocurría en el resto del apartamento, desde la turbulencia de las voces que brotaban del televisor hasta los sermones en lo que él imaginaba era castellano con que Mickey castigaba a su muñeca pasando por el continuo refunfuñar de su madre. Esos ruidos tenían la ventaja de pertenecer a una escala humana. Lo que realmente temía eran los ruidos que se ocultaban detrás de ellos, y esos ruidos siempre estaban allí esperando que la primera capa de camuflaje se retirase, listos para saltar sobre ella.

Una noche del quinto mes en que estaba embarazada de Amparo salió de casa cuando ya era muy tarde y fue a dar un paseo. Cruzó la plaza Washington y siguió caminando hasta dejar atrás el complejo de la Universidad de Nueva York y los apartamentos de lujo de Broadway Oeste. Se detuvo delante del escaparate de su tienda favorita, justo allí donde los cristales de una gigantesca araña apagada reflejaban las luces de los coches que pasaban por la calzada liberándolos en forma de destellos fugaces. Eran las cuatro y media, la hora más tranquila de la madrugada. Un camión diésel pasó rugiendo detrás de ella y giró por Prince yendo en dirección oeste. Un silencio absoluto se adueñó de todo después de que se alejara, y fue entonces cuando oyó aquel otro sonido, un gruñido lejano que no parecía tener ningún origen determinado, como la primera y aún débil premonición de la catarata que te espera más adelante cuando has empezado a deslizarte por la tranquila comente de un arroyo. Desde entonces el sonido de aquellas cataratas siempre había estado con ella, a veces muy claro y a veces —igual que las estrellas ocultas detrás de la capa de niebla y contaminación— sólo como una presencia casi impalpable, un artículo de fe.

Siempre era posible oponer cierta resistencia. La televisión era una buena barrera cuando podía concentrarse y cuando los programas no la ponían nerviosa, o la conversación si se le ocurría algo que decir y encontraba a alguien que estuviese dispuesto a escucharla; pero Lottie había aguantado tal cantidad de monólogos maternos que había acabado adquiriendo una considerable sensibilidad a las señales delatoras del aburrimiento y se diferenciaba de su madre en que era incapaz de seguir adelante sin prestarles atención. Los libros exigían demasiado y no servían de nada. Hubo un tiempo en el que le gustaban esas historias tan sencillas como jugar al tres en raya de los comics románticos que Amparo traía a casa, pero Amparo ya había superado esa etapa y Lottie no se atrevía a comprarlos porque le daba vergüenza que pudieran sorprenderla leyendo esas cosas a su edad, y de todas formas costaban demasiado dinero y no podía permitirse el lujo de adquirir esa adicción.

No le había quedado más remedio que arreglárselas con las píldoras, y la mayor parte del tiempo parecían funcionar.

En agosto del año en que Amparo debía empezar sus estudios en la Escuela Lowen la señora Hanson habló con Ab Holt y le entregó el segundo televisor —que llevaba años sin funcionar— a cambio de un aparato de aire acondicionado marca Rey del Frío que también llevaba años sin funcionar salvo como ventilador. Lottie siempre se había quejado del calor que hacía en su dormitorio. La habitación estaba atrapada entre la cocina y el dormitorio principal, y su único medio de ventilación era una ventanita abatible muy poco efectiva colocada sobre la puerta que daba acceso a la sala de estar. Gamba había vuelto a casa, y consiguió que el fotógrafo amigo suyo que vivía en el piso de abajo quitara la ventanita e instalara el aparato de aire acondicionado en el hueco.

El ventilador ronroneaba suavemente durante toda la noche acompañándose de vez en cuando con el contrapunto de un suave eructar que recordaba el murmullo de un corazón amplificado. Lottie podía pasarse horas enteras en la cama mucho rato después de que los niños se hubieran quedado dormidos en sus catres sin hacer nada salvo escuchar aquel maravilloso zumbido sincopado. Resultaba tan relajante como el sonido de las olas y, al igual que ocurre con el sonido de las olas, había momentos en los que el aparato de aire acondicionado parecía estar murmurando palabras o fragmentos de palabras, pero por mucho que aguzara el oído jamás conseguía enterarse de lo que estaba diciendo, y el zumbido nunca dejaba escapar algo inteligible. «Once, once, once —le murmuraba— treinta y seis, tres, once.»

10. Lápiz de labios (2026)

Había dado por sentado que era Amparo quien se dedicaba a hurgar en el cajón donde guardaba sus artículos de maquillaje, y llegó al extremo de sacar a relucir el asunto a la hora de cenar siguiendo su sistema habitual de advertir antes de tomar medidas más serias. Amparo juró que ni tan siquiera había llegado a abrir el cajón, pero después de la advertencia no hubo más montoncitos de polvos faciales sobre la cómoda o más manchas de carmín en el espejo. Fin del problema, ¿no? Pero un martes volvió a casa agotada y deprimida después de haber soportado una de las incomparecencias periódicas del Hermano Cary y sorprendió a Mickey sentado delante del tocador aplicándose una capa de maquillaje base en la cara. La expresión de terror y el desorbitado de ojos con que acogió su regreso unidos a ese rostro blanqueado resultaban tan ridículos que no le quedó más remedio que echarse a reír. Mickey acabó imitándola sin abandonar su mueca horrorizada.

—Vaya, vaya… Así que eras tú, ¿eh?

Mickey asintió y alargó una mano hacia el frasco de la crema desmaquilladora, pero Lottie malinterpretó el gesto, le agarró la muñeca y apretó. Intentó recordar cuándo se había dado cuenta por primera vez de que había algo fuera de su sitio, pero era uno de esos detalles triviales —como cuándo fue popular una canción determinada— que su memoria jamás archivaba de forma cronológica. Mickey tenía diez años, casi once. Debía de llevar meses haciendo aquello sin que ella lo supiera.

—Dijiste que tú hacías lo mismo con tío Boz —gimoteó Mickey intentando justificarse—. Cada uno se vestía con la ropa del otro y fingía que era el otro. Lo dijiste.

—¿Cuando dije yo eso?

—No me lo dijiste a mí. Se lo dijiste a él, y yo lo oí.

Lottie se devanó los sesos intentando decidir cuál era la reacción correcta en una situación semejante.

—He visto hombres maquillados. Montones de veces, ¿sabes?

—Mickey, ¿he dicho yo que tuviera algo en contra de eso?

—No, pero…

—Siéntate.

Lottie decidió tomárselo con calma y con la máxima profesionalidad posible, aunque cada vez que veía el rostro de Mickey reflejado en el espejo tenía que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no reír a carcajadas. Seguramente los que trabajaban en los salones de belleza se pasaban la vida luchando con ese mismo problema. Le hizo girar sobre sí mismo hasta dejarle de espaldas al espejo y empezó a limpiarle las mejillas con un pañuelo.

—Para empezar, una persona con un tipo de piel como el tuyo no necesita una base de maquillaje o, si la utiliza, tiene que reducirla al mínimo. Maquillarse no es lo mismo que hacer un pastel, ¿comprendes?

Siguió soltando un torrente de charla erudita mientras le maquillaba —cómo pintarse los labios para que pareciese que siempre había una sonrisita acechando en las comisuras, cómo mezclar las sombras, los problemas de las cejas y la necesidad de estudiar el efecto obtenido tanto contemplándose de perfil como de frente—, y mientras tanto iba contradiciendo todos y cada uno de sus prudentes consejos e iba creando un rostro de muñeca que acumulaba el máximo número de exageraciones posible. Cuando hubo terminado de aplicar la última pincelada enmarcó su obra con unos pendientes y una peluca. El resultado era increíble, y resultaba casi horripilante. Mickey pidió que se le permitiera contemplarse en el espejo. Lottie no podía negarse, ¿verdad?

Y el espejo derritió su rostro por encima del de Mickey y el de Mickey por debajo del suyo convirtiéndolos en una sola cara. No era sólo que Lottie hubiese dibujado sus propios rasgos en aquella pizarra en blanco o que una cara fuese la parodia de la otra. No, había una verdad mucho peor, la de que ésta era la parte de Lottie que Mickey iba a heredar y que sólo contendría esas señales del dolor, el miedo y la derrota inevitable que los acompañaría. La revelación no habría podido estar más clara ni aunque hubiera cogido el lápiz de cejas y hubiera escrito todas esas palabras sobre la frente de Mickey y… Sí, sobre la suya, también sobre la suya. Lottie se acostó en la cama y permitió que el lento torrente sin fondo de las lágrimas subiera y bajara dentro de ella. Mickey la contempló en silencio durante un rato, acabó saliendo del dormitorio y se fue a la calle.

11. Una travesía en el transbordador de Brooklyn (2026)

Toda la familia estaba allí para disfrutar del programa, Gamba y Lottie en el sofá flanqueando a Mickey, la señora Hanson en la mecedora, Milly con la pequeña Cacahuete sobre el regazo ocupando el sillón tapizado con la tela floreada y Boz a su lado estorbando bastante en una de las sillas de la cocina. Amparo estaba en todas partes a la vez, hirviendo de impaciencia y nerviosismo a la espera de su gran momento.

Los patrocinadores eran los laboratorios Pfizer y la Corporación de Conservación. Las gamas de artículos que ofrecían no incluían nada que no estuviesen comprando ya y los anuncios eran pesados y lentos, pero poco después descubrieron que Hojas de hierba no tenía nada que envidiarles en cuanto a languidez y monotonía. Durante la primera media hora Gamba hizo un valeroso esfuerzo por encontrar algo que fuese digno de admiración —los trajes eran ultraauténticos, la banda dominaba a la perfección el arte de hacer ruido vagamente musical y, naturalmente, no había que olvidar esa secuencia tan bonita en la que unos cuantos negros muy musculosos construían una cabaña de madera—, pero cuando casi lo había conseguido Whitman/Don Hershey volvía a aparecer para gritar una nueva tanda de sus horribles poemas, y la pobre Gamba tenía que callar y se iba encogiendo poco a poco sobre sí misma. Gamba había crecido idolatrando a Don Hershey, ¡y verle reducido a esto! Un viejo verde y baboso que perseguía jovencitas… No era justo.

—Ver eso hace que uno se alegre de ser demócrata —dijo Boz cuando el programa fue interrumpido por otra ristra de anuncios.

Gamba le fulminó con la mirada. El programa podía ser lo más horrible que se había emitido en toda la historia de la televisión, pero Amparo estaba allí y eso les obligaba a alabarlo.

—Creo que es maravilloso —dijo Gamba—. Creo que es una auténtica obra de arte. ¡Esos colores!

No se le había ocurrido nada más convincente.

Milly ocupó el resto del tiempo que la emisora consagró a dejar bien clara su identidad en hacer preguntas estilo aula de primer curso sobre Whitman que parecían fruto de una curiosidad auténtica, pero Amparo apenas le prestó atención. Ya había dejado de intentar fingir que el programa tenía un tema aparte de ella misma.

—Creo que salgo en la próxima secuencia. Sí, estoy segura de que dijeron que era en la segunda parte.

Pero la segunda media hora del programa estuvo dedicada a la guerra de secesión y el asesinato de Lincoln.

¡Oh poderosa estrella de occidente caída de los cielos!

¡Oh sombras de la noche! ¡Oh noche lúgubre y llorosa!

¡Oh, gran estrella desaparecida, oh el negro barro viscoso

que oculta a la estrella!

Y así durante media hora.

—Oye, Amparo, no se les habrá ocurrido eliminar tu escena, ¿verdad? —se burló Boz.

El resto de la familia le sometió a un ataque verbal francamente feroz. Estaba claro que todos llevaban un rato pensando en esa posibilidad.

—Puede —dijo Amparo frunciendo el ceño.

—Bueno, habrá que esperar y ver —aconsejó Gamba, como si hubieran podido hacer otra cosa.

El logotipo de los laboratorios Pfizer se desvaneció, y allí estaba otra vez Don Hershey con su barba de Papá Noel disponiéndose a rugir un nuevo e interminable poema.

El sustento impalpable que me dan todas las cosas

a todas las horas del día,

el plan sencillo, compacto y bien articulado, y yo desintegrado,

y todos desintegrados y, aun así, todavía parte del plan,

las similitudes del pasado y las del futuro,

las maravillas colgando como cuentas de cuanto veo y cuanto oigo,

en el paseo por la calle y la travesía del río…

Y etcétera y etcétera mientras la cámara vagabundeaba por las calles y se deslizaba sobre las aguas y enfocaba zapatos y más zapatos, inundaciones de zapatos, siglos enteros de zapatos, y de repente estaban en el año 2026 —tan bruscamente como si hubiesen cambiado de canal—, y una multitud de personas corrientes se aglomeraba en la sala de espera del transbordador.

Amparo se enroscó sobre sí misma hasta formar una tensa bola de atención.

—Era ahí, ya falta poco.

La voz en off de Don Hershey seguía gritando.

No importa el tiempo o el lugar, no importa la distancia,

estoy con vosotros, hombres y mujeres de una generación,

o de todas las generaciones que hayan transcurrido,

sentí lo mismo que sentís cuando contempláis el río y el cielo,

fui parte de una multitud igual que cualquiera de vosotros

es parte de esa multitud que vive,

la alegre animación del río me refrescó igual que a vosotros…

La cámara dejó atrás grupos de personas que sonreían, hablaban y gesticulaban mientras hacían cola para subir al transbordador y siguió avanzando deteniéndose de vez en cuando para captar algún detalle, una mano que tiraba nerviosamente del puño de una camisa, un pañuelo amarillo hinchado por la brisa que subía y bajaba, un rostro.

El de Amparo.

—¡Ahí estoy! ¡Ahí! —gritó Amparo.

La cámara se quedó inmóvil. Amparo estaba junto a la barandilla sonriendo con una sonrisa entre soñolienta y melancólica que ninguno de los que la observaban pudo reconocer, y Don Hershey bajó un poco la voz para formular su pregunta.

¿Qué hay pues entre nosotros?

¿Cuántas decenas o centenares de años

se interponen entre nosotros?

Amparo contemplaba la superficie del agua en continuo movimiento, y la cámara se detuvo a contemplarla con ella.

El corazón de Gamba reventó como una bolsa de basura arrojada a la calle desde un tejado. La envidia corrió por sus venas y se fue extendiendo por todo su cuerpo. Amparo era tan hermosa, tan joven y tan condenadamente hermosa que habría querido morirse allí mismo.