6. Brebajes y demás cosméticos

De la pantalla del ordenador brotó una Nora exultante de felicidad que decidió utilizar la webcam para comunicarse conmigo a primera hora de la mañana. Hablaba como una cotorra que necesitara compartir su satisfacción al sentirse una supervivir ante otras mortales menos afortunadas. Sus llamadas siempre respondían a alguna de sus imperiosas necesidades, en esta ocasión necesitaba que le tradujera de forma urgente una receta de cocina incluida en la documentación de un aparato para preparar comida rápida que adquirió durante el fin de semana, cuando viajó a Méjico para bañarse en la playa de Mazatlán.

No sé a cuento de qué compró el artefacto si a lo que iba era a lucir su cuerpo sintético y previamente bronceado en una cabina de rayos UVA en el país vecino. Creo que la verdadera razón para dirigirme la palabra fue restregarme por las narices un «week-end» idílico con su guapetón de turno, su novio actual resultaba ser una belleza de origen turco fantástico y bien dotado. A modo de confesión íntima, añadió que para ella el sexo era muy importante.

— Para todos, Nora.

— You´re right, Angie…You´re right.

El tono despectivo de la respuesta dejaba claramente en evidencia la opinión que tenía sobre mí al respecto. Sin duda pensaba que yo debía resultar bastante sosa en esa lid.

Las pasé canutas para transcribir el dichoso plato dado que la mayoría de los condimentos consistían en especias y productos de nombres autóctonos que desconocía incluso en español, y aún más su nombre en inglés, si es que existía una traducción posible.

Como siempre, defraudé a mi compañera trasatlántica que no dudó en cuestionarse la incierta utilidad de tenerme contratada por la KARA Spain. Esa estúpida conversación fue lo más divertido que me ocurrió en todo el larguísimo día. Volví del gimnasio cansada, con ganas de ponerme el pijama y comer un sándwich en el sillón viendo la televisión pero, para aumentar mi desdicha, allí estaba acomodado alguien que se había preocupado de vaciar completamente las escasas viandas que poblaban mi frigorífico.

— Hola hermanita.

Mario acababa de regresar de Ibiza, se tomó unos días de asueto para celebrar los resultados de dos asignaturas a las que se había presentado en una convocatoria extraordinaria. Se marchó sin un céntimo y regresó bronceado y más adinerado, a la vista de la botella de Bourbon tirada en el suelo. Tenía un aspecto estupendo. Si había algo bueno en mi hermano era la pasión que ponía en hacer cualquier cosa, por pequeña que fuera. Era el ser más charlatán que había conocido y cuando aparecía por la puerta arrollaba con todo, empezando por la nevera. Mis padres empezaban a envejecer y les resultaba complicado aceptar su modo de vida caótico y sin previsión de futuro y para él la necesidad de disponer de su espacio propio se hacía cada vez más acuciante, pero de momento seguían todos juntos, intentando convivir con un mínimo de armonía. Utilizaba mi piso de Tetuán más a menudo de lo que yo hubiera querido, especialmente cuando me pedía las llaves y me rogaba no aparecer porque tenía algo pendiente con una chica; en cierta ocasión incluso montó una fiesta allí, aunque de ésa salí escaldada y le avisé de que una y no más. La celebración se le fue de las manos y se transformó en orgía en la que abundaron los excesos. A la mañana siguiente la casa estaba repugnante, apestaba a los vómitos que se esparcían por el piso del pasillo y las manchas de bebida inundaban los rincones. El estado de mi hermano era tan deplorable que no le permitía coger una bayeta para iniciar el zafarrancho de limpieza y me pedía una tregua de tiempo tras la cual dejaría todo aquello como el jaspe. Ni tregua ni nada, le largué de casa de un puntapié dejándole en la escalera en calzoncillos, escuchando la monserga de mi vecina de enfrente, una anciana sin mácula alguna en su largo historial de convivencia comunitaria. Lo tuvo bien merecido.

A partir de entonces se moderó, y no es que me guste mucho el uso que sigue haciendo de la que es mi vivienda, pero a cambio tengo un aliado incondicional y un arreglatodo de lo más eficaz, mucho más que David, que el pobre pone voluntad pero de nada le vale porque mañoso, lo que se dice mañoso, no es.

El eterno entusiasta venía exaltado por la isla y hasta que otra idea se le cruzara por su mente, su máxima prioridad en la vida consistía en reunir unos cuantos euros para volver al tumulto nocturno de las discotecas y acabar durmiendo en la playa oyendo chill out medio fumado. Ni siquiera me dio opción a preguntarle qué tal le había ido, no paraba de contármelo y yo no estaba para mucha cháchara. Me estaba poniendo de los nervios.

— He mojado todos los días, y sin repetir moza.

Bueno, una vez sólo.

— Se habrían puesto algo.

— Claro. Y yo también.

— He cortado con David.

No encontré mejor forma de callarle la boca y desde luego el efecto fue fulminante. David y mi hermano congeniaron estupendamente desde el momento en que se conocieron y se convirtieron en colegas permanentes. Quedaban muchas veces entre ellos para jugar al tenis, incluso para ver el fútbol en mi casa, por supuesto. Se despanzurraban los dos delante de la televisión con una cerveza en la mano desvariando con la idea de ser el seleccionador nacional y me incitaban para que me entretuviera con algo por ahí. No sé si pretendían que me pusiera a hacer punto de cruz o traerles patatas fritas mientras ellos voceaban los goles, en cualquier caso, siempre me iba de casa más cabreada que una mona para salir con alguna amiga con la que criticar a gusto al género masculino y su adoración incomprensible por el estúpido juego de ir corriendo tras una pelota para intentar introducirla en una cajonera cubierta por redes. Claro que estos tristes episodios tenían su contrapartida porque luego todo eran carantoñas y lindezas por parte de los dos. Casi agradecía la retransmisión de un partido de vez en cuando, el sentimiento de culpa que les embriagaba tras él era tal que me permitía un montón de licencias con ambos.

Le conté lo sucedido un poco por encima, pero él me conocía bien y sabía que el tiempo muerto que nos habíamos concedido mi novio y yo no era más que la antesala de la ruptura definitiva. Mi hermano no se conformó con la pobre explicación que le di a David y que él creyó o quiso creer sobre un novio en la distancia con el que no quedaba muy claro si practicaba o no el sexo. Mario es un chico listo y en seguida sospechó de la existencia de un hombre real y, además, de que yo iba en serio. Se puso muy pesado con que le dijera quién era y por más que yo insistía en que no le conocía, aparte de que le importaba un bledo, claudiqué al final. Ya me imaginaba yo su cara de estupefacción cuando supiera de quién se trataba. Reaccionó como pudo.

— ¡No jodas! ¡Si no es más que un cuarentón estirado!

— Aún no ha cumplido los cuarenta…

— No le quedará mucho.

— Unos meses…

Es cierto que fue ésa la primera impresión que tuve y divulgué entre los que me preguntaban, pero fue sólo el centelleo inicial; ya he comentado que lo mío ha sido un proceso lento. Intenté explicarle lo ocurrido pero él se quedó atascado con lo de la diferencia de edad y no había manera de hacerle considerar otra cosa.

— Tú no has cumplido aún veinticuatro y eres un bombón.

— Gracias. De verdad que en mi estado de ánimo se agradece oír estas cosas, aunque vengan de boca de tu hermano.

Aproveché el momento y le lloré un poco en el hombro. Le conté cómo me sentía, inútil, tonta y fea, completamente incapaz de interesar a un hombre como Mendiola y Mario representó muy bien su papel procurando calmarme mientras me acariciaba la cabeza. No sé cómo se las arregla pero no existe nadie igual para consolarme, lo viene haciendo desde que éramos dos enanos. En momentos así no puedo entender cómo soy tres años y medio mayor, ¿en qué he perdido ese tiempo para no ser capaz de dirigir mi cabeza y mi corazón de forma sensata? ¿Por qué necesito de un crío como él para ver un poco de claridad cuando la angustia me ahoga y soy incapaz de valerme por mí sola? ¡Cómo desearía tener un poco más de seguridad en mí misma! Es el punto débil de mi carácter y no es nuevo. Hace ya tiempo, cuando aún estaba en el colegio, el psicólogo que lo captó me aseguró que mejoraría con la edad, pero no es cierto, ya soy mayor y sigo igual.

— No te desestimes. Ese tío no es más que un gilipollas aunque te empeñes en ver en él a spiderman.

— No le insultes…

— Se lo merece. Ya verás como tarde o temprano encontrarás la forma de entrarle y entonces el que se quedará hecho polvo será él.

Me hizo sonreír mientras las lágrimas me recorrían las mejillas. ¡Como si fuera sencillo intimar con ese tipo! Siguió bromeando en su tono habitual.

— Y David lo tendrá que entender. Siempre que nos sigas dejando ver los partidos en tu tele tendrá un alto concepto de ti. Ah! y eres preciosa. Tendrías que ir a Ibiza unos días, tirarte a tres o cuatro mazas y tu ego volvería reforzado. Te lo digo yo.

***

Adián García apareció en el centro comercial en el que Sonia Oliana celebraría su demostración de cosméticos antes de su llegada. Pasó el tiempo entrevistando al encargado del local quien le aseguró que ese tipo de presentaciones resultaban bastante comunes y rara era la semana que no tenían alguna prevista. De forma implícita quedaba patente que para ellos era un negocio redondo porque no suponía ningún riesgo; permitían a la representante mostrar sus potingues sin poner un céntimo, al contrario, cobraban por prestar el espacio y la camilla y su parte del trato consistía en mantener los productos expuestos durante un mes dentro del cual se llevaban una comisión sobre las ventas. Si pasado ese tiempo no se habían obtenido unos ingresos razonables, los devolvían sin más compromisos.

La rubia llegó acompañada de dos jóvenes muy jóvenes y un maletín lleno de brochas, ungüentos y polvos de colores. Las chicas llevaban la cara lavada y se esforzaban por aparentar veinte años y, aunque habían crecido tanto como la Oliana, resultaban menos espectaculares y más vulgares, no podían competir con el encanto que su jefa emanaba de forma natural. Sin embargo, según la apreciación de Adrián, aquellas muchachas podrían alcanzar el mismo nivel que la bella Sonia con un poco de entrenamiento, ahora la falta de modales y a la ropa ajada que vestían les confería un aspecto algo ramplón. El joven detective flanqueado por el encargado del establecimiento saludó discretamente a Sonia que casi no respondió, él estaría allí vigilante durante la presentación mientras ella actuaba con absoluta normalidad. Presentó fugazmente las chicas a los dos hombres antes de comenzar a trabajar y, mostrando habilidad en el manejo de los apeos, se dispuso a montar el tenderete.

Adrián y su compañero se alejaron del lugar para situarse en una posición reservada y cautelosa desde la que observar. Acechando en la distancia, pronto se percató de que las acompañantes de la Oliana no hablaban una palabra de español y conversaban entre sí en ruso, idioma en el que ella se desenvolvía perfectamente. Los altavoces emitieron varias llamadas de atención para anunciar la nueva gama cosmética y su inminente puesta en escena, pero ni las misivas publicitarias que colgaban por la tienda ni los reclamos realizados a viva voz a través de la megafonía surtieron el efecto deseado. Apenas cinco mujeres entradas en años con aspecto de amas de casa recalcitrantes se reunieron entorno a las tres preciosas criaturas, y eso a pesar del obsequio utilizado como cebo prometido tras la demostración: un neceser de atractivo diseño relleno con tres tarros miniatura de los productos esenciales del tratamiento facial propuesto.

Sonia se manejaba con desparpajo entre tanto pringue y embadurnaba a discreción a sus compañeras. Ponía y quitaba cremas con ayuda de pañuelos de celulosa y delicadas esponjas marinas mientras las pacientes mujeres que observaban dudaban de que aquello fuera la solución ideal para ellas. Al final maquilló a las dos muchachas de forma diferente, a una muy ligera, propia para salir a la calle y realizar las actividades más cotidianas y a la otra de noche, para entonar con un elegante traje largo de terciopelo rojo y una tiara adornada con esmeraldas. El resultado fue deslumbrante. Las dos criaturas se convirtieron en verdaderas princesas recién salidas de las páginas de un cuento de hadas. Aún así no tuvieron demasiada suerte con las ventas y sólo una de las sufridas oyentes se animó a comprar un tubo de una crema revitalizante, las demás recogieron su obsequio y salieron del establecimiento acompañadas por sus reflexiones. Dando por finalizado el espectáculo, las chicas guardaron el material y, mientras Sonia hablaba con el encargado, desaparecieron silenciosas hechas un brazo de mar.

No ocurrió nada extraordinario durante la hora y pico que estuvo Sonia trasteando en la droguería. El trasiego de clientes parecía normal para un otoñal martes a las doce de la mañana, algunos curiosos entraron y salieron, se acercaron para escuchar a la rubia pero no permanecieron junto al estante demasiado tiempo. Aparte del encargado, el personal del establecimiento se completaba con una cajera y dos chavales cuyo cometido consistía en reponer las mercancías, todos ellos eran habituales, como Adrián comprobó previamente. Fuera de la entrada y salida del público, sólo llegó un cartero para entregar la correspondencia diaria.

Apenas terminó de recoger sus bártulos, la rubia tomó un taxi y desapareció en medio del tráfico tumultuoso de Madrid dejando al detective desilusionado ante el acto que acababa de presenciar y con la absoluta certeza de haber perdido la mañana. Minutos después de que el rastro de la Sra. Cárdenas se perdiera abandonó el recinto. Pensativo y algo melancólico reparó en un dúo de músicos callejeros que interpretaba algo que le sonaba, se encontraban en una esquina próxima al local comercial. Adrián, buen aficionado a la música, sólo tardó unos segundos en reconocer en aquella versión libre el opus 35 de Piotr Ilich Chaikovski. Los dos intérpretes tocaban el violín con vehemencia y no lo hacían mal, sin embargo, no parecía que su actuación hubiera atraído la atención del populacho que se cruzaba en su camino sin reparar en ellos, en el mejor de los casos, o maldiciendo por tener que bordear la calzada para no pisar el trapo arrojado en el suelo a modo de colector de donativos, en el peor. Los concertistas aburridos por no interesar a las multitudes decidieron recoger sus instrumentos y las escasas monedas depositadas sobre el paño azul para irse con su arte a otro lugar en la que quizá un público más pulido valorara de otro modo sus dotes artísticas.

El detective les observó alejarse rápidamente del lugar con gesto molesto. Estaba confuso, no sabía hacia dónde dirigirse ni por dónde continuar y pensó que estirar las piernas le aclararía la cabeza. Y en esas andaba cuando el destino quiso que se topara con una de las ayudantes de Sonia saliendo de un locutorio en el que se realizaban llamadas telefónicas a través de Internet. Adrián no dudó en sacar todos los recursos que disponía para avasallar a la muchacha sin piedad aprovechando la oportunidad que el azar le había brindado.

El intento de conversación entre ambos resultó un acto esperpéntico pero de algún modo lograron aclararse y demostrar así que la comunicación es más cuestión de intención que de palabras. El hombre hizo entender a la rusa que era amigo de Sonia Oliana y la chica respondió que ella también. Se intercambiaron los nombres, se llamaba Irina, e inmediatamente el detective atacó proponiendo un café en un rudimentario idioma que pretendía asemejarse al ruso. La chica reía divertida los esfuerzos del joven y le hizo deducir que no tenía demasiado tiempo, aún así, le vio con buenos ojos y aceptó la invitación sonriéndole de forma coqueta. Por su parte, él estaba fascinado por los iris color caramelo de aquel rostro de rasgos eslavos y, en absoluto, se molestaba en disimular su admiración. No tomaron café sino cerveza y una ración de gambas a la plancha que ambos devoraron como aperitivo. A la rusa se le daba bien pelarlas.

Adrián dudaba de la versión que creyó entender de ella sobre su relación con la Oliana; Irina aseguró llevar poco tiempo en Madrid, apenas un mes, y haber conocido a Sonia de forma casual en una discoteca, allí le propuso hacer de maniquí para su campaña publicitaria. Le pagaba después de cada presentación de los productos cosméticos pero no era suficiente para mantenerse por lo que, además, trabajaba en lo que saliera. El detective comprendió perfectamente que la chica no haría ascos a cualquier cosa y le desilusionó la duda de que las sugerentes sonrisas que ella le dirigía no las había provocado tanto la admiración de sus musculosos brazos sino su desmejorada cartera. En un castellano mínimo, Irina explicó su entusiasmo por el país aunque reconoció que conocía poco, apenas algo de Madrid y de Cádiz, y con un elemental ruso, Adrián comprobó que el motivo por el que la chica vivía a salto de mata y le era imposible conseguir un trabajo estable consistía en la falta de documentación legal. Reían con sonoras carcajadas los continuos malentendidos y se intercambiaban miradas francas que indicaban que los dos jóvenes habían conectado bien. Con la viveza que le caracterizaba, Adrián dedujo que Cádiz bien pudo ser el lugar en el que Irina aprendió a pelar las gambas con tanta habilidad.

Más allá de la mera causa profesional, el detective se sintió atraído por la sencillez de la chica, no es que necesitara demasiado para encandilarse con una mujer pero ella mostraba una candidez que le encantó. Le hubiera pedido volver a verse de todos modos, aunque le hubiera repelido, escudándose en el asunto que investigaban en la agencia, pero no era el caso.

Disfrutaba de su compañía y se divertía viéndola comer marisco, por eso decepcionado cuando ella le hizo entender que había llegado el momento de la despedida. Le resultó curioso el método que propuso para estar en contacto. No tenía teléfono fijo ni móvil, o no quiso que él conociera los dígitos, tampoco dirección postal en la que localizarla y al parecer la única posibilidad de aviso consistía en una página web que incluía un Chat. Su nick era nib7. Irina se conectaba frecuentemente, varias veces al día, y podía ver los mensajes, si es que dejaban alguno en ese espacio virtual. Adrián apuntó la dirección en una servilleta de papel que se metió en el bolsillo, y al tiempo que se levantaba de la mesa, le exprimió el número de su móvil en la palma de la mano obligándola a cerrar el puño presionando ligeramente sobre los pálidos dedos. La dejó ir sin quitarle los ojos de encima, pero después de pagar se levantó y siguió con cautela a la muchacha.

Supuso lo que iba a presenciar antes de verlo.

Irina se sentó en un banco próximo a una castiza plaza en la que cohabitaban palomas, niños y mendigos en completa armonía y esperó impaciente fumando cigarro tras cigarro. No tardó en aparecer un individuo de mediana edad y pelo ralo que la besó ligeramente en la boca a modo de saludo. Desaparecieron juntos agarrados de la mano, dejando al detective resoplando para mitigar su decepción. El sabor de la renuncia anticipada le sacudió por dentro.

Aquella chica estaba fuera de su alcance por el momento, a cambio le dio la pauta de lo que debía hacer a continuación.

Se dirigió a la oficina directamente para conectarse a la red pasando frente a Ángela, la secretaria, como una exhalación. No había reparado en el galimatías que le esperaba al conectarse a un sitio web ruso que no disponía de ninguna versión en otra lengua, eso le suponía un enorme problema dado que los conocimientos del joven detective sobre aquel idioma se limitaban a identificar los caracteres y unas cuantas frases hechas que aprendió de forma escueta en un viaje turístico a San Petersburgo. Con la ayuda de un traductor online multilingüe que utilizaba cuando lo precisaba pudo comprobar que la página en cuestión correspondía a algo así como un lugar de encuentros, podía facilitar compañía, o localizar a tu media naranja; también permitía pasar un rato agradable conversando y mintiendo con total impunidad sobre tu identidad. Pero el contenido era raro, había algo que la hacía parecer diferente a aquellas dedicadas a contactos entre parejas eventuales. Entender medianamente aquellos textos resultaba un trabajo ímprobo, era un esfuerzo tremendo para comprender apenas los aspectos esenciales del contenido. Pero era tozudo y consideró que lo mejor sería tomarlo con calma. Salió a la máquina del pasillo para comprar un bote de coca-cola y regresó para sentarse tras la pantalla de su ordenador decidido a pasar lo que quedaba del día en esa posición, o al menos hasta que el cansancio no le permitiera continuar.

En la portada aparecía una mujer ataviada con un escueto biquini luciendo un gorro militar a juego con manguitos de piel como complementos. Era la introducción a otros apartados en los que destacaban, la presentación de la página, una galería de fotos, un Chat, un tablón de anuncios, y el habitual «contáctenos». El lugar parecía destinado a facilitar las relaciones entre personas rusas y occidentales, por lo que parte de los mensajes estaban escritos en inglés aunque manteniendo la grafía cirílica. Adrián bufó de alivio, aunque poco, aquello le facilitaba algo la tarea, la situación era tan lamentable que cualquier ayuda era bien recibida y no era cuestión de quejarse.

Comenzó por descifrar las frases cortas, eran anuncios y resultaban más sencillos que los textos. En seguida le cogió el truquillo a la cosa y comprobó que la mayoría tenían el mismo formato y no resultaban demasiado complicados de entender. Había unos cincuenta ofrecimientos femeninos cuyas edades oscilaban entre dieciocho y cincuenta y tres años.

Solían hablar de la necesidad de encontrar amigos nuevos y del implacable interés en formar una familia. Absolutamente todas sentían que tenían demasiado amor dentro de su corazón como para no compartirlo y hablaban de la inmensa felicidad que les produciría el poder hacerse cargo de un marido y del cuidado de varios críos.

Adrián sonrió de soslayo y se estiró en su asiento mientras los leía y sopesaba el entusiasmo de Sonia Oliana con su vida hogareña preguntándose si su historia de amor con el empresario tuvo aquel inicio.

Dentro de esta sección se colgaban, además, notas personales entre las que abundaban los anuncios sobre la hora a la que alguien se conectaría al Chat, las que se interesaban por el paradero de cierto individuo, o aquellas que pregonaban la compraventa de enseres de segunda mano. Le divertían los pseudónimos de las mujeres que firmaban los mensajes, eran nombres que rezumaban cursilería. Entre sus preferidas estaban «flor de lys» que se proclamaba pasional por los cuatro costados, «lluvia de primavera», muy hacendosa, y «Blancanieves», que buscaba algo parecido a siete gigantes. Aquello resultaba cómico e infantil aunque tenía su gracia. Repasó con cuidado la pantalla al acecho de las siglas nib7. El apodo de Irina no aparecía por ninguna parte.

Estaba entusiasmado y se sentía como Howard Carter rozando con la yema de los dedos una misteriosa inscripción impresa en el sarcófago de Tutankamon, le excitaba lo que estaba haciendo. Pasó a la sección de fotografías por no caer en desaliento y aquello le deleitó aún más. Algunas de las imágenes expuestas mostraban a jóvenes agraciadas, de ojos claros y cuerpos proporcionados, sin embargo, apenas entraban en la edad adulta, sus retratos mostraban mujeres ajadas que torpemente disimulaban su fina piel cuarteada bajo una gruesa capa de maquillaje barato. Las que dejaban entrever el cuerpo entero aparecían con la cintura ancha y el vientre oprimido por ropas que les ajustaban demasiado. Lástima. La juventud era la fuente de su belleza pero es efímera, sin los recursos que les permitirían alargarla, sufrían un proceso de envejecimiento acelerado por las mediocres condiciones en las que vivían. No encontró ningún rostro conocido, ni entre las mujeres ni entre los escasos varones que posaban estáticos. Como medida de precaución copió en un fichero cada uno de las caras que aparecían porque nunca se prevé a priori lo que podría ser de utilidad.

Regresó de nuevo a los anuncios. La cosa empezaba a ponerse tediosa y fastidiada hasta que logró descifrar entre los caracteres rusos una firma curiosa que seguía el mismo estilo presumido de las demás.

En ella había algo especial, un enunciado que no pasó por alto: «Dasha busca a Svet._ASY». «Tacita de plata». Bien podría ser una alusión a Cádiz, vulgarmente se conoce a la ciudad por ese apodo. El mensaje apenas tenía cuatro palabras, dos nombres femeninos que no le decían nada, unas siglas ininteligibles y un autógrafo llamativo al modo que utilizaban los otros usuarios. Prosiguió su búsqueda rebuscando entre los mensajes de perros desaparecidos y mujeres desamparadas hasta que encontró lo que aventuró una posible respuesta al recado de «tacita de plata». «Próximo S&L. Sirena del océano».

Adrián se recostó agotado en su butaca, había invertido demasiado esfuerzo en traducir mensajes que no le servían para nada. Sorprendido, observó a través de la ventana del despacho el color gris de la tarde. Casi había anochecido y la secretaria llamaba su atención con una sacudida de mano para despedirse de él. Sintió un arañazo en el vacío estómago y recordó que su última comida fueron las gambas a la plancha ingeridas a la una de la tarde. Se levantó de un salto, justo antes de que Ángela cerrara la puerta, la agarró por la muñeca y la obligó a entrar de nuevo en la oficina.

— Un momento, preciosa. Me tienes que hacer un favor, es pura necesidad. Estoy cansado y me quedo tan solo aquí…Tengo tajo para rato y necesitaría algún aliciente para seguir. De esos que sólo tú me sabes dar…

— Ya. ¿Aquí mismo, en la oficina? ¿Ahora?

— ¿Para qué ir a otro sitio, cielo? Así tiene más morbo. Vamos, di que sí. No te llevará mucho tiempo y prometo no contarlo a nadie.

— ¿Algo más, aparte?

— Un bocata de calamares fritos.

— Eso está hecho.

Existía camaradería entre los dos aunque ella se empeñara en mostrarse dura con él, era un juego que ambos admitían de buen grado. Salió tras ella e introdujo de forma mecánica más monedas en la máquina de refrescos, una nueva lata bajó desde su columna produciendo un estrepitoso sonido en el cajetín que le sacó de su ensimismamiento. Cambió de máquina expendedora antes de entrar de nuevo al despacho para solicitar en esta ocasión una barra de cereales. Al poco la chica le subió el tentempié prometido y se despidió definitivamente con una sonrisa. Lanzó un suspiro inaudible. Aquella mujer le encantaba, era el resultado de mezclar una dosis de sinceridad, una de ternura y una chispa de sensualidad, además, se reía descaradamente de él, que era lo que más le provocaba. Sin embargo, aquella relación parecía condenada a una irreversible amistad. Adrián encendió la luz eléctrica y mordisqueó el bocadillo con ansiedad mientras contemplaba el espectáculo desde el ventanal de su cuarto en el séptimo piso. El tráfico era especialmente intenso a aquella hora y seguía la trayectoria de la calle avanzando lentamente como una luciérnaga gigante entre el frescor que dejaba la lluvia incipiente y pegajosa. Su cabeza estaba en otro lado. «Sirena del océano» era otra de las denominaciones populares para Cádiz y resultaba demasiada casualidad que ambas se encontraran en una página rusa y no significaran nada, especialmente porque era allí donde Cárdenas tenía su fábrica para ahumar salmón. La preciosa rubia se traía algo oscuro entre manos que le desconcertaba, no entendía qué sentido tenía acudir a la Arlington y solicitar la ayuda de unos detectives arriesgándose a que saliera a la luz si en realidad deseaba ocultarlo, ¿o no era eso lo que pretendía? Aquellas siglas que estaban escritas en el mensaje «S&L» coincidían con las de la firma cosmética a la que representaba actualmente y lo de «próximo» podría referirse a alguna de las presentaciones que realizaba. Dado que el mensaje había sido escrito cuatro días antes, incluso era probable que se tratara de la que había tenido lugar aquella misma mañana. Pero su pensamiento iba un poco más allá y la imagen de Irina, la criatura con la que había compartido el marisco con tanto gusto, vagabundeaba atravesando los recovecos de su mente.

Aún mantenía esa expresión adolescente de ingenuidad y le indignaba que la perdiera pasando de mano en mano de individuos como el que hizo su aparición después del aperitivo. El joven detective no la culpaba, sabía lo dura que podía resultar la vida en la Rusia rural y justificaba la actuación llevadas a cabo por las jóvenes para salir de la pobreza que les horadaba los huesos, pero apenas era una chiquilla y no le había dejado indiferente. Alarmado consideró si debía preocuparse por el hecho de que últimamente le gustaran casi todas las mujeres que se cruzaban en su camino y la posible relación que tenía con el hecho de que no tuviera ninguna especial a su lado.

Sólo fue un pensamiento fugaz que retiró con violencia al tiempo que se limpiaba las manos pringosas con la servilleta de papel que acompañaba al bocadillo, bebió un sorbo del bote de coca cola y se colocó de nuevo ante la pantalla del ordenador. Dio cuenta a la barrita de cereales en dos bocados.

Decidió avanzar un poco más y se conectó al Chat con el nick de Aa4. Inmediatamente apareció el mensaje que indicaba que un nuevo miembro se había unido al grupo de conversación. Tres personas hablaban distendidas pero ni rastro de nib7. Alguien se dirigió a él en lo que identificó como un saludo de bienvenida al que no pudo responder, le resultaba imposible seguir el curso de la conversación que se mantenía en ruso a través de sus fascinantes pero ininteligibles caracteres, por ese camino no iba a ningún lado y se retiró de escena. Regresó de nuevo al tablón de anuncios y repasó. No había nada más en pantalla pero accionó el icono de mensajes antiguos. Normalmente estos buzones se vacían tras el aviso del servidor indicando que se está llegando al límite de ocupación y en este caso sólo se mantenían la información referida a los dos últimos meses; la mente se le había acostumbrado a la grafía del este y distinguió rápidamente otra misiva dejada en la pizarra el mes anterior. Era de «sirena del océano» y la traducción que le devolvió su software fue: «Nueva batida. Sirena del Océano». Todo acababa ahí. Súbitamente Adrián lo asoció al rastreo que los Cárdenas sufrieron en su casa. Era posible que se tratara de una respuesta a otro correo anterior pero resultaba imposible acceder a los escritos fechados antes del mes de septiembre. Ante él cruzó velozmente la duda de si la Oliana trataba de comunicarse con alguien y aquel mensaje había sido tecleado por sus puntiagudos dedos.

El joven se levantó y salió de nuevo a la máquina del pasillo, esta vez para buscar un café, un doble solo. Un espasmo interior hizo que a punto estuviera de verterse el contenido del vaso de plástico encima.

Su cerebro trabajaba a impulsos cuando se encontraba bajo presión, reaccionando a estímulos nerviosos con brusquedad pero con una premura para nada habitual en otros. Entró en su despacho como una exhalación dejando olvidada la infusión sobre la máquina y de forma atropellada examinó su cuaderno de apuntes olvidado en el cajón de la mesa con los detalles que disponía sobre el caso. Pasó las hojas nervioso y encontró lo que estaba buscando. El nombre de la asistenta que Cárdenas despidió por presunta autora del robo o lo que hubiera ocurrido en aquella vivienda era Dariya. Raudo tecleó ese nombre en Google y encontró alrededor de dos mil páginas que le hacían referencia, pero lo que realmente buscaba apareció en seguida: se trataba de un nombre femenino cuyo diminutivo era Dasha. El detective sonrió relajado estirándose en su butaca y pensando que andaba tras una buena pista.

Meditaba sobre la maniobra a seguir mientras volvió a entrar en el Chat distraído. Resultó que a esa hora de la noche, casi la una y media de la madrugada, la actividad era frenética y nada menos que dieciocho personas estaban congregadas en aquel espacio virtual charlando animadamente, la mayoría pegaban la hebra de forma particular. Y allí estaba nib7, la entrañable chiquilla de mirada color miel, a la que un padre responsable hubiera enviado a la cama hacía ya un buen rato para soñar con ángeles rosados y regordetes en vez de permitirla conectarse a la red desde algún lugar imposible de localizar para mantener conversaciones privadas. Adrián sufrió la impotencia de no poder enviar un recado por culpa del idioma. Se autorrecriminó de inmediato, sabía que debía ser cauteloso y mantener su identidad oculta en la dichosa página web según el plan que empezaba a fraguarse en su cabeza, pero se conocía y difícilmente renunciaría a volver a encontrarse con Irina. Debía esperar, no podía permitirse el lujo de cometer un fallo tan ingenuo sin saber qué se escondía tras esa chica, por mucho que le apeteciera ver otra vez su mirada de niña grande cuando relamía las cáscaras de las gambas. Mucho se temía que si quería tener alguna posibilidad de encuentro precisaba de un curso de ruso acelerado, y estaba dispuesto a ponerse a estudiar. Se entretuvo buscando en la maraña de la red qué le podía servir para su objetivo y el tiempo pasó ante él si que lo advirtiera apenas.

Tenía el cuerpo entumecido a causa de las horas pasadas postrado en la misma posición y la cabeza bloqueada por el esfuerzo de pretender entender una lengua de la que no sabía prácticamente nada, aun así, se sentía satisfecho. No podría conciliar el sueño, estaba demasiado exaltado para descansar y se levantó para recorrer la habitación a grandes zancadas hasta sentir la respuesta de sus músculos. De uno de sus armarios sacó una bolsa de deporte y se cambió.

Se vistió con un pantalón corto y una camisera de algodón decorada con la propaganda del último maratón en el que participó, y se cubrió después con un impermeable de plástico transparente. Salió de la oficina evitando el ascensor para bajar los pisos que le separaban de la calle, aquello le sirvió como ejercicio de calentamiento. El edificio estaba desierto, apenas ocupado por la presencia del guarda de seguridad de la planta baja que intentaba resolver un crucigrama mientras las dispersas cámaras de televisión de los pisos altos alternaban imágenes inconexas y muertas en las que la indolencia y la inactividad eran absolutas.

Le saludó levemente con la cabeza e inició una sesión de estiramientos apoyándose en el asidero de la puerta de entrada antes de iniciar su carrera. La lluvia que caía fuera era fina y había convertido las aceras en espejos que reflejaban sobre su superficie la imagen imaginaría y brillante de una ciudad inexistente. Adrián agradeció el agua fría sobre su rostro de forma infinita, estaba seguro de que le ayudaría a limpiar su mente y encontrar el camino a seguir. El guardián se levantó de su mesa atónito, venciendo a duras penas la somnolencia y la sorpresa, a tiempo de ver como la figura del corredor solitario se disolvía en la oscuridad de aquella noche cerrada, bajo la luz anaranjada y turbia de las farolas que alumbraban las calles ausentes de diligencia.