1. KARA and me
Tras las siglas de KARA se esconde el pomposo nombre de «Kilmer and Arlington Ring Agency», un despacho de detectives privados que los abuelos Arnold Kilmer y Gerarld Arlington fundaron a principios del siglo XX en Memphis (Tennessee). Aquel par de sabuesos no sólo tenían olfato para solucionar entuertos sino que se supieron rodear de colaboradores sagaces con cabezas bien amuebladas y llegaron a ser una de las firmas más reconocidas de investigadores que operaban dentro de un marco estrictamente legal, o casi. Aquello que empezó como una modesta oficina se vio desbordado de trabajo como consecuencia del prestigio adquirido y trascendió a otros estados, así se formó el «ring», un anillo de pequeñas delegaciones diseminadas por gran parte de la geografía de los EEUU. El negocio resultó tan boyante que incluso en los años noventa, fallecidos ya los promotores, se abrieron sucursales en algunas ciudades europeas como París, Londres y…Madrid.
La embajada de Madrid surgió a raíz de la participación de un brillante cerebro español en un caso en el que estaban implicados unos cuantos latinos.
Juan Mendiola, que así se llama el portento moreno, trabajó en Memphis durante unos cuantos años, allí colaboró en multitud de asuntos y se implicó de forma personal en algunos de ellos aportando sus conocimientos sobre criminología que constituyen su especialidad. Los amigos americanos quedaron tan encantados con su labor que le propusieron abrir una filial en la capital española como socio. De esta forma, comenzó a operar un pequeño local dentro de un inmenso edificio de oficinas en pleno centro neurálgico de la ciudad, disponible al público prácticamente las veinticuatro horas del día. Mendiola no desaprovechó su estancia en Norteamérica y se trajo todo el «know-how» de los métodos de los detectives Yankees; tampoco perdió el tiempo a nivel personal, allí se casó y se divorció algo más tarde. Es un tipo inteligente que las caza al vuelo pero hermético como si estuviera envasado al vacío y poco es lo que sé sobre él, aparte de cuatro cosas inevitables cuando se trabaja codo a codo con alguien. Resulta extremadamente reservado, habla poco, nunca ríe, cuando algo le resulta muy gracioso sonríe ligeramente ladeando la cabeza, y su indumentaria consta invariablemente de trajes y corbatas oscuras permitiéndose la licencia de camisas de tonos o motivos más desenfadados. Es propietario de dos teléfonos móviles que cambia con frecuencia, según aparece en el mercado uno con mayores prestaciones, de los que jamás se separa. Se diferencian en que el primero es para el uso ordinario, y el segundo exclusivamente para cuestiones de emergencia o asuntos graves con el que se puede contactar a cualquier hora del día o de la noche porque jamás lo desconecta ni su batería se agota. Sólo unos pocos elegidos tienen ese número secreto y yo, naturalmente en mi condición de secretaria eficiente, estoy entre ellos. Se supone que es el tipo duro del equipo aunque no estoy completamente segura, pero lo cierto es que es el alma del grupo.
No trabaja solo. Su compañero de fatigas se llama Luís Atienza y es la antítesis de la idea que se suele tener de un jefe. Es jocoso, bonachón y pelirrojo, ah! y más listo que el hambre. Tiene un encanto especial para mantener relaciones personales y por eso le suelen endosar todas las tareas relacionadas con los interrogatorios. Hay algo innato en él que te hace confiar y la gente le cuenta mucho más de lo que necesita saber para su trabajo, pero me consta que él lo escucha todo atentamente, como si cada palabra fuera de una importancia capital. Le encanta salir y charlar con una cerveza en la mano, entonces surge su verdadero espíritu y no calla ni bajo el agua.
Últimamente, desde que nació su hijo Luisito, se queja de que alterna poco y yo le creo porque después de los horarios maratonianos que nos marcamos en la oficina va derechito a casa para dedicar algo de tiempo al pequeñito. Se le cae la baba hablando del chaval, incluso cuando aparece por el despacho con los ojos hinchados y aspecto de acabar de caerse de un tren en marcha por culpa de la noche que le han dado los colmillos del nene. Como todo buen padre que se precie tiene una foto del bebé recién nacido en el escritorio de la pantalla de su ordenador. El niño no es ninguna belleza. Como él, es pelirrojo y parece un buda de gordo que está, pero es salado y ya se sabe que los padres son incapaces de ser imparciales en ese tema, y Luís no es la excepción. Sabe disfrutar de cada instante que le brinda la vida, es de naturaleza optimista y, aunque pueda parecer lo contrario por sus formas, es tremendamente discreto. Si yo tuviera un gran secreto y necesitara compartirlo, lo haría con él, sin duda.
También está Adrián García que terminó de estudiar psicología el año pasado y me hace la competencia en lo de ser el más pringado del equipo.
Apenas es un año mayor que yo y de vez en cuando me tira los tejos para salir juntos, cosa que, por supuesto, yo rechazo porque es un pelma de marca mayor. Además, ya le dejé claro que no me parece bien salir con otros hombres teniendo novio «formal», lo que pasa es que él no se da por enterado y mucho me temo que insiste porque sabe que me molesta, no porque realmente esté interesado en mí; es tan simple que se divierte así. Mi opinión personal es que le importa cualquier cosa que se mueva debajo de una falda. Para su desgracia, creo que es el ligón más torpe con que he tenido la suerte de toparme.
Resulta curioso que a su edad tenga tanto miedo de envejecer. Para no perder definitivamente su vínculo con el ambiente universitario y sentirse eternamente joven, este curso ha empezado a estudiar periodismo. En una de sus confesiones inconfesables con las que me regala, me comunicó que en la facultad tenía el sobrenombre de «el hucha» porque es capaz de introducirse una moneda de un euro entre sus dos incisivos superiores, los tiene excesivamente separados y siempre se ha negado ha ponerse brackets, dice que sus dientes le proporcionan un atractivo fascinante. Bueno. Yo me he acostumbrado a verle e incluso me parece que le quedan bien, o al menos, graciosos. Ocasionalmente se viste con trajes para imitar a sus compañeros pero no consigue que le ajusten perfectamente y se le ve incómodo embutido en ellos. En KARA está empezando, es casi como un becario, y se encarga de las labores de vigilancia, esas tan entretenidas en las que se mete en un coche a esperar que alguien salga por una puerta y pasa sentadito más de catorce horas seguidas sin moverse. Es muy aficionado a los sudokus y yo le entiendo porque lo de custodiar debe ser aburridísimo y en algo se tiene que entretener, no tengo nada que objetar a tal hábito, a no ser que intenta infundirme a mí su pasión por tales pasatiempos. Es de carácter algo infantil y le encanta jugar con la Wii a ser un súper héroe que da triples volteretas mortales para librarse de su enemigo; también tiene una DS que utilizaba en sus largas horas de vigía pero ya no, desde que una vez se le despistó un sospechoso por querer aniquilar a un chino malvado con un arma letal en forma de cazo de horchatero. Todo era virtual, menos el sospechoso, claro.
Aunque pueda llegar a confundir a primera vista por su cara de lerdo es muy avispado, eso lo tengo que reconocer, Luís dice que promete mucho y tiene razón porque siempre está prometiendo por su santa bisabuela no volver a hacer cosas en las que continuamente recae, o jurando por los clavos de Cristo que está tras la pista de una quimera imposible de conseguir. Es una persona tremendamente competitiva a quien le gusta ganar siempre, incluso si juega al parchís, y existe dentro de él una rivalidad no declarada con sus camaradas a cuenta de su falta de experiencia. A veces ha cometido errores que jamás se le echan en cara, pero él no puede evitar rabiar por ello y le cuesta admitir las ideas certeras de sus astutos compañeros. Para tragarse el orgullo bebe agua mineral y come pasta de la que es un consumidor implacable. También es un conductor nato, le gustan los motores y la velocidad y dirige su coche de forma algo irreverente pero siempre con un control absoluto sobre la máquina. Creo que sólo tengo que añadir una cosa más sobre él: es entrañable.
Los tres chicos se machacan bien en el gimnasio. Es una práctica importada de los Estados Unidos que introdujo Mendiola cuando montó la agencia. Entrenan más allá que simplemente para mantenerse en forma, que es lo que hago yo con mis clases de Pilates dos veces a la semana. Mientras mi mayor pretensión al respecto consiste en aprender a respirar con el diafragma para fortalecer los músculos del abdomen, ellos saben defensa personal y otros tipos de lucha, y por alguna razón desconocida que la madre naturaleza decide, el ejercicio produce efectos diferentes en cada uno de los detectives. Mientras que al pelirrojo Luís no consigue hacerle desaparecer la tripilla completamente y a Adrián sólo le surte efecto en los bíceps, que se le han desarrollado de forma desproporcionada en comparación con el resto de su cuerpo, al jefe… Bueno, al jefe le sienta de maravilla.
Mi papel en esta representación es el de secretaria leal. Durante mi último año en la facultad decidí que era el momento de independizarme de mis padres para vivir por mi cuenta por lo que necesitaba un trabajo con urgencia que me permitiera unos ingresos mínimos con los que mantenerme. Desde luego éste no es mi trabajo ideal, ni mucho menos, mis planes son muy distintos y lo que deseo es aprobar unas oposiciones para dedicarme a la docencia y enseñar inglés en algún instituto de educación secundaria, así que este empleo es algo transitorio que abandonaré tan pronto como vea mi nombre publicado en el boletín oficial del estado. Claro, que lo primero que tengo que hacer antes de presentarme a una convocatoria es el curso de capacitación de profesorado en el que me he matriculado ya dos veces para abandonarlo antes de empezar.
Decía que andaba yo buscando trabajo entre los anuncios del periódico como profesora en alguna academia o similar cuando me topé con el reclamo de KARA-Spain que me llamó especialmente la atención. No recordaba que ningún detective de las novelas que había leído necesitara nunca de una secretaria. Aquellos eran tipos autosuficientes que no redactaban informes, clasificaban facturas de gastos, ni nada parecido y, sin embargo, a éstos, que decían representar a una prestigiosa firma americana, parecía que les resultaba imprescindible. Sentí curiosidad y escribí. Creo que me eligieron por ingenua. Bueno, y también porque estudié filología inglesa y hablo bien inglés.
Recuerdo mi primer encuentro con ellos y me avergüenzo de mi actuación, desearía borrarla de mi memoria o, mejor aún, de la de mis jefes. Me vestí como la idea que yo tenía de una secretaria, con un sobrio traje de chaqueta prestado por mi amiga Candela que trabaja como azafata de congresos, y la melena recogida en un moño bajo intentando camuflar los rizos que se disparaban rebeldes a cada movimiento Llevaba, además, unos zapatos de tacón cubano de mi madre que me daban un aspecto monjil y me alejaban totalmente de la imagen con la que normalmente convivo consistente en pantalones vaqueros de talle bajo y camisetas cortas que dejan ver el ombligo con su correspondiente peercing. En cambio, sí puse especial interés en que quedara visible el tatuaje que llevo en la muñeca. Fue el verano anterior cuando me planteé grabarme algo, pero como temía no quedar del todo conforme con el resultado, decidí que fuera algo pequeño y discreto para empezar. Me recomendaron un lugar cerca de Malasaña y la verdad es que no pudo ser una decisión más acertada. Se trata de una mariposa multicolor pero está tan bien lograda que las alas brillan cuando muevo la mano reflejando la luz. Es preciosa, o al menos a mí me lo parece.
Con esta imagen de persona centrada y segura de sí misma pretendía encubrir mi estado de apabullamiento. La entrevista fue en inglés y me preguntaron sobre mi experiencia laboral que, aparte de unas cuantas clases particulares a niños con poca facilidad para los idiomas, era nula. Sólo hablaba Luís mientras Mendiola se mantenía en un segundo plano escuchando en silencio pero atento. Contrastaba mi acento británico, tan pulcramente aprendido en Oxford, con el suyo que sonaba nasal y denotaba su procedencia del otro lado del atlántico.
Primero me contó todo el rollo de la Arlintong y cuáles serían mis tareas que incluían estar en contacto continuo con la oficina de Memphis. El modo de operación de la KARA-Spain consistía, según me explicó, en un equipo base pequeño que se encargaba de la investigación de a pie y operaba en toda la geografía nacional. Cuando era preciso recurrir a personal especializado como peritos o expertos en grafología y documentoscopia se recurría al de Memphis. Así, las necesidades de la oficina no se limitaban a una secretaria convencional sino que tendría un trabajo adicional de envío y recogida de documentación hacia el otro lado del océano de forma continua, y todo ello con la más estricta discreción.
Me habló del sueldo y de que debería tener un horario flexible porque dada la diferencia horaria con Tennessee no sería raro que me necesitaran a horas insospechadas. Yo de Memphis no sabía nada, aparte de que Elvis murió allí como consecuencia de una mezcla atómica que ingirió, y que Pau Gasol jugó en los Memphis Grizzlies, pero en aquel momento todo me parecía bien, incluido lo de Gasol. Estaba muy confusa. Luís me preguntó cómo andaba de ofimática y de eso pues bien, porque pertenezco a la generación que ha crecido con un ordenador en casa, sabía manejar los paquetes de software que me decía y de los que no había oído hablar nunca, como alguno de contabilidad, estaba dispuesta a ponerme al corriente inmediatamente. Al final, y ya hablando en español, me comentó que se pondrían en contacto conmigo si resultaba yo la afortunada con el puesto. Justo antes de atravesar la puerta para irme oí la voz grave del otro socio preguntándome por qué me gustaría trabajar allí. Me pilló tan fuera de juego que respondí la primera estupidez que me vino a la cabeza.
— Porque me encantan las novelas policíacas.
Genial. Más tonta imposible. Recuerdo que Luís Atienza rió como si hubiera sido la ocurrencia de su hijo, pero el superjefe no se inmutó.
— No quisiera desilusionarte al decir que nuestro trabajo dista mucho de la novela negra.
Ya en casa me estaba quitando el traje de Candela con rabia y deshaciéndome el moño a estirones cuando sonó el teléfono.
— Quería hablar con Ángela Vidal.
— ¿Y qué quieres, si se puede saber? Mira Mario, te advierto que no estoy de humor. Acabo de venir de una entrevista de trabajo en la que he quedado como subnormal. Encima lo he pasado fatal, estaba ahogada en un traje de Candela que no me cabe y subida a unos zapatos de mamá tipo Betty Boo. No me vengas con ninguna chorrada.
Creí que era mi hermano menor. Es un ganso que me toma el pelo continuamente, pero reconozco que es mi debilidad y siempre consigue todo lo que quiere de mí.
— Bueno, yo no diría que ha sido tan desastroso. En realidad llamaba por si podías acercarte mañana por aquí para arreglar lo del alta en la seguridad social y la documentación referente al contrato…
Soy Luís Atienza. Por cierto, no hace falta que pidas ropa prestada para trabajar en KARA.
Lo mejor de todo era que ellos sabían que aquel traje no era mío ni me peinaba así, me lo dijo Luís al poco de estar en la Arlington y me dejó impresionada. Si quería desempeñar un papel medianamente digno en la agencia tenía que ir acostumbrándome a la idea de que eran detectives, y de los buenos.
Al principio estaba encantada de haber encontrado mi primera ocupación, el sueldo no estaba nada mal y me permitió alquilar un minipiso en el barrio de Tetuán. Está en un edificio viejo sin ascensor y vivo en la tercera planta, en realidad, es bastante cutre pero entonces tenía tanta ilusión que me parecía toda una mansión. Mi chico, David, y yo le quitamos la mugre con espátula y luego lo pintamos.
Puse un montón de cojines en el suelo para paliar la falta de muebles y pósters para cubrir los desperfectos de las paredes y quedó estupendo. Aunque pasamos la mayor parte del tiempo agazapados en esta guarida, David y yo no vivimos juntos, yo prefiero disfrutar de la independencia que me proporcionó el empleo un poco antes de compartir definitivamente mi vida con él. Él era más reacio y se quería mudar a mi casa casi de inmediato pero le convencí para que compartiera su apartamento un poco más con los dos gamberros con los que convive desde que llegó a Madrid para estudiar. También me compré un coche de segunda mano, un Clío que buscó mi hermano en Internet y va fenomenal pero que me levanta dolores de cabeza cada vez que tengo que aparcar en mi barrio. Debo aclarar que mi hermano es otro de los asiduos de mi piso. Sé que la envidia le corroe porque él aún no puede plantearse la idea de irse de la casa de los papis, está estudiando segundo de derecho y no tiene por el momento ni oficio ni beneficio.
Con la que sí comparto por completo mi piso y con mucho gusto es con mi gata Mariló, un animal fascinante al que encontré en la calle cuando apenas tenía abiertos los ojos. Si sobrevivió en aquellas circunstancias fue por su tremenda fuerza y su carácter férreo, de hecho en más de una ocasión me he apoyado en ella para tomar una decisión difícil. No es demasiado bonita, tiene un color pardusco indefinido, pero es celosa y preserva su territorio como yo no lo sé hacer, lo que ha hecho que tanto mi hermano como David la tomen ojeriza por verse obligados a compartir el sillón con ella cada vez que se sientan ante el televisor bebiendo cerveza en plan zangolotino para ver un partido. Ni uno ni otro consiguen desplazarla medio milímetro de su posición privilegiada.
Así que se supone que no podía ser más feliz: tenía casa y coche propio, algo de dinero en el bolsillo para salir de copas, un chico guapo con el que me sentía a gusto, amigos, y unos jefes agradables y educados que me facilitaban el trabajo y todo lo pedían «por favor», además de dar las gracias cuando simplemente cumplía con mi tarea. Desde luego el empleo tenía algunos inconvenientes como el del horario, porque se puede decir sin riesgo a confundirse que paso en la oficina bastantes más horas que en mi piso, y otros males peores como tener que tratar con algunos imbéciles, en especial con Nora Brown.
La Brown es algo así como la jefa del equipo de burócratas que habitan en la central de Memphis y con la que obligatoriamente debo mantener una comunicación continua. La primera vez que hablamos por teléfono se sorprendió de mi acento británico y me preguntó que dónde había aprendido inglés, le respondí que en Madrid y en Oxford y se mostró muy decepcionada, como diciendo «pobre chica». Y todo esto me lo comentaba con un deje mejicano que echaba para atrás y dando patada tras patada a las normas dictadas por la Real Academia de la Lengua Española. Ella, me contó, aprendió español y otras cosas con un hispano con el que tuvo un apasionado romance y le gusta practicar para que no se le olvide, tanto el español como las otras cosas. En nuestro primer contacto telefónico insistió en que nos enviáramos una foto para poner cara a nuestras voces y a los correos electrónicos que nos intercambiábamos.
Así, recibí por la red, como respuesta a la instantánea que me tomé con el móvil y envié de inmediato, una imagen de cuerpo entero de una morena despampanante en bikini con evidentes señales de haber sido reestructurada con esmero en el quirófano de un cirujano plástico en repetidas ocasiones. Nora es absolutamente insoportable, descarada, cotilla, y gracias a ella tengo información sobre secretos ignominiosos de personas que no conozco y me importan un bledo, como de Trevor Lewis, su jefe. Por ejemplo, sé que Trevor utiliza ropa interior de color negro y se fuma un habano mientras está a remojo en su jacuzzi cada vez que finaliza un caso con éxito. Es meticona y disfruta dejándome en evidencia por causa de mi inexperiencia, no me excedo en adjetivos, es así realmente, jamás deja la posibilidad de hacerme alguna observación sobre las mejoras que se podrían incluir en los documentos que le envío, aunque, es cierto, que sólo me las comenta a mí, sus sugerencias jamás trascienden a los detectives. Me temo que la razón de esa aversión hacia mi persona tiene que ver con la edad. En el fondo envidia mi juventud; aunque su fecha de nacimiento es un secreto que guarda bajo siete llaves y nunca cumple años, yo tengo mis recursos para averiguar datos y creo que está a punto de acceder a los treinta y cinco. Por el contrario, la Brown siempre tiene una palabra amable para Juan Mendiola y recuerda su estancia en Tennessee con cariño, lo define con un «so cute» que para mí dista mucho de su imagen real. A pesar de todo, Nora parece ser tremendamente eficiente en su trabajo, y no sólo porque lo diga ella, también me lo ha confirmado Adrián y Luís.
Mr. Lewis, uno de los socios de la central de KARA, también es detective e íntimo del jefe, además de la viva imagen del prototipo de hombre norteamericano de los años sesenta, es como ver a John .F. Kennedy reencarnado cincuenta años después de su muerte. Una sonrisa perfecta, una dentadura inmaculada, un traje recién salido del tinte y cada pelo en su lugar, esculpido y encajado en la cabeza a prueba de vientos huracanados, como si se tratara del casco de un piloto de fórmula uno. Es irónico y, según Nora, no tiene reparos en cautivar a cualquier fémina que se ponga delante de él. De hecho, la propia Nora tiene que quitárselo de encima como buenamente puede, lo que da lugar a situaciones tremendamente embarazosas, todo según ella, incluso a veces ha tenido que aceptarle estos excesos en contra de su voluntad para no perder el empleo. La versión de la súper secretaria va más allá y me ha llegado a comentar en tono confidencial que Trevor estaría dispuesto a abandonar a su esposa para fugarse con ella si la normativa de la empresa no impidiera las relaciones sentimentales entre sus empleados.
Desde luego ese reglamento sólo es aplicable en los EEUU porque hasta donde yo sé, en las oficinas europeas, se hace caso omiso de él, o quizá es que no se haya dado el caso de hacerlo cumplir, no sé. T. L., como también es conocido el refinado Trevor, visita Madrid de cuando en cuando y se encierra en el despacho del jefe para desaparecer junto a él durante horas. Yo, por mi parte, no he notado ninguna mirada aviesa ni seductora de este individuo hacia mí. No debo ser su tipo.
Y lo que en principio me parecía una situación de lo más afortunada se ha ido convirtiendo poco a poco en un sublime tostón. Luís estaba en lo cierto, a menudo recuerdo sus palabras, y el trabajo de cada día tiene poco que ver con una novela negra. El dinero ya no me parece suficiente. Tengo un montón de gastos con el piso, los de mi chico que ha decidido abandonar el estudio de arquitectos en el que trabajaba por horas para dedicarse plenamente a su proyecto fin de carrera, y los sablazos ocasionales de mi hermano. Pero lo peor es que temo que un día me encuentren muerta encima del teclado del ordenador en la oficina por no haber superado una jornada entera de desidia brutal. La mayor parte del tiempo lo paso sola, ordenando papeles y montantes a los colegas americanos porque los chicos se han ido por ahí a investigar, o esperando una llamada que es probable que nunca se realice. Mis únicas confidentes son Rosa y Fany. La primera es la secretaria de la oficina contigua a la nuestra, dedicada a la gestión inmobiliaria, con ella desayuno y almuerzo casi a diario.
Fany viene después de comer para desempolvar el despacho y mantengo con ella conversaciones interminables. Forma parte de la contrata de limpieza que tiene concertado todo el edificio de oficinas en el que se ubica la KARA y la pobre mujer está que trina. Ella sí que tiene motivos para estar disgustada con su trabajo y con su vida en general, no yo. Es ecuatoriana y vino a este país para prosperar, para ello ha tenido que dejar a sus dos hijos con los abuelos a los que envía mensualmente una cantidad de dinero ridícula. A veces me hace sentir mal por quejarme de mi situación pero es que estoy tan fastidiada que casi agradezco las llamadas mordaces de Nora, que también se debe aburrir lo suyo, o acepto las invitaciones esporádicas de Adrián a tomar una caña al salir de aquí, a pesar del galanteo empalagoso al que me somete.
No sé si los casos que llevan en Memphis son interesantes, de esos que tienen que descubrir al capo de una mafia, o a algún asesino en serie, pero a la delegación de Madrid sólo llegan pobres desgraciados pidiendo que vigilen a sus esposas porque tienen la seguridad de que les engañan con el vecino izquierdo del chalet adosado en el que vive, o mujeres convencidas de que sus contrarios tienen alguna amiguita y quieren desenmascararlos. En general, los chicos confirman sus sospechas en un par de semanas, los clientes maldicen su mala suerte sin ni siquiera salir de la oficina, lloran un rato antes de irse despechados y luego a otra cosa, mariposa. Trabajar aquí me parece cada vez más un experimento tiránico para demostrar la resistencia humana al hastío.
Ya he comentado que este empleo lo considero como algo temporal y día a día me convenzo más de que no me interesa en absoluto. Sin embargo, existe una razón por la que aguanto las tardes interminables esperando el sonido del teléfono, retraso deliberadamente la preparación de las oposiciones e incluso, ni siquiera me decido a aprobar el curso de capacitación de profesores. Y esa razón se llama Juan Mendiola.