CAPÍTULO12
El abogado Byron Metcalf se quitó la corbata a las cinco de la tarde, se preparó un trago y apoyó los pies sobre el escritorio.
—¿Seguro que no quiere uno?
—En otra oportunidad —contestó Graham sacándose las espinas de yerbajos adheridas a sus puños y disfrutando del aire acondicionado.
—No conocía mucho a los Jacobi —dijo Metcalf—. Hace solamente tres meses que llegaron aquí. Dos o tres veces fuimos con mi esposa a tomar una copa a casa de ellos. Ed Jacobi vino a verme para hacer un testamento nuevo poco tiempo después de que lo transfirieran aquí y así fue como lo conocí.
—Pero usted es su albacea.
—Sí. Su mujer figuraba primero en la lista y yo la seguía en caso de que ella hubiera muerto o quedara incapacitada. Tiene un hermano en Filadelfia, pero me parece que no eran muy unidos.
—Usted fue adjunto al Fiscal de Distrito.
—Así es, desde 1968 hasta el 72. En 1972 me postulé como fiscal. Estuve cerca, pero perdí. Ahora no estoy en absoluto arrepentido.
—¿Qué impresión tiene de lo que ocurrió aquí, señor Metcalf?
—Lo primero que pasó por mi cabeza fue pensar en Joseph Yablonski, el dirigente laboral.
Graham asintió.
—Un crimen con un motivo, en este caso poder, disfrazado como la obra de un maniático. Junto con Jerry Estridge, de la oficina del fiscal, revisamos los papeles de Ed Jacobi con gran minuciosidad.
»Nada. No había nadie a quien la muerte de Ed Jacobi pudiera reportarle un beneficio monetario. Ganaba un buen sueldo y tenía algunas patentes que le daban una renta, pero gastaba casi todo no bien lo cobraba. Todos sus bienes pasarían a su esposa, y a los hijos y sus descendientes les dejaba una pequeña fracción de tierra en California. Había dispuesto también la cesión de una pequeña renta para el hijo sobreviviente. Lo suficiente como para pagarle los próximos tres años de universidad, aunque pienso que para entonces no va a haber pasado de segundo año.
—Niles Jacobi.
—Así es. El muchacho era un verdadero dolor de cabeza para Ed. Vivía en California con su madre. Estuvo preso por robo. Tengo la impresión de que su madre es un desastre. Ed fue allí el año pasado para ver en qué andaba. Lo trajo de vuelta con él a Birmingham y lo hizo entrar al Bardwell Community College. Trató de que viviera con ellos, pero chocaba con los otros chicos y les hacía la vida imposible a todos. La señora Jacobi lo aguantó durante un tiempo, pero finalmente lo mudaron a uno de los dormitorios del colegio.
—¿Dónde estaba?
—¿La noche del 28 de junio? —Metcalf tenía los párpados bajos cuando miró a Graham—. La policía se hizo la misma pregunta y yo también. Fue al cine y regresó al colegio. Se ha verificado. Además, su sangre es del tipo O. Señor Graham, tengo que buscar a mi esposa dentro de media hora. Podemos seguir conversando mañana si le parece. Dígame en qué puedo ayudarlo.
—Me gustaría ver los efectos personales de los Jacobi. Diarios, fotografías, lo que sea.
—No queda mucho, perdieron casi todo en un incendio en Detroit antes de mudarse aquí. Nada sospechoso; Ed estaba soldando algo en el sótano y las chispas saltaron hasta unas latas de pintura que tenía almacenadas y en dos minutos se incendió toda la casa.
»Hay alguna correspondencia personal. La tengo guardada en las cajas de seguridad con los otros objetos de valor. No recuerdo haber visto diarios. Todo lo demás está depositado. Quizá Niles tiene algunas fotografías, pero lo dudo. Le propongo lo siguiente, tengo que estar en el tribunal a las nueve y media de la mañana, pero puedo dejarlo en el banco para que revise lo que le interesa y pasar a buscarlo después.
—Perfecto —respondió Graham—. Otra cosa más. Me harán falta copias de todo lo relacionado a la testamentaría, reclamos del patrimonio, cualquier impugnación del testamento, correspondencia. Quiero tener todos esos papeles.
—La oficina del Fiscal de Distrito de Atlanta ya me lo solicitó. Están comparándolos con la propiedad de los Leeds allí —dijo Metcalf.
—No importa, quiero copias para mí.
—De acuerdo, copias para usted. Usted no piensa realmente que hay dinero de por medio, ¿verdad?
—No. Sólo confío en que el mismo nombre surja aquí y en Atlanta.
—Yo también.
La residencia para estudiantes del Bardwell Community College consistía en cuatro edificios destinados a dormitorios que se alzaban rodeando un sucio patio de tierra apisonada. Una guerra de estéreos se llevaba a cabo cuando llegó allí Graham.
Equipos de parlantes ubicados frente a frente en los pequeños balcones al estilo de los de los moteles y sintonizados al volumen máximo, resonaban en el patio. Era Kiss contra la Obertura 1812. Un globo de agua voló por el aire y reventó en el suelo a tres metros de Graham.
Tuvo que agacharse y pasar bajo una ropa tendida en una soga y saltar sobre una bicicleta tirada para atravesar el living de la suite que Niles Jacobi compartía con alguien más. La puerta del dormitorio de Jacobi estaba entreabierta y la música atronaba por la rendija. Graham golpeó.
Nadie contestó.
Empujó la puerta hasta abrirla del todo. Un muchacho de cara pecosa estaba sentado en una de las camas gemelas, aspirando una pipa de más de un metro de largo. Una chica vestida con pantalones de algodón azul estaba tirada en la otra cama.
El muchacho giró rápidamente la cabeza para mirar a Graham. Estaba haciendo un esfuerzo para pensar.
—Busco a Niles Jacobi.
El muchacho parecía atontado. Graham apagó la música.
—Estoy buscando a Niles Jacobi.
—Es sólo un remedio para el asma, hombre. ¿No acostumbra a golpear antes de entrar?
—¿Dónde está Niles Jacobi?
—No tengo la menor idea. ¿Para qué lo busca?
Graham le mostró su chapa.
—Haz un esfuerzo para recordar.
—Oh, mierda —murmuró la chica.
—Narcóticos, maldición. Yo no soy tan importante, oiga, discutámoslo un momento, hombre.
—Discutamos dónde está Jacobi.
—Creo que puedo averiguarlo —dijo la chica.
Graham esperó mientras ella preguntaba en otros cuartos. En cuanto entraba a uno se oía inmediatamente funcionar el inodoro.
Había pocos rastros de Niles Jacobi en el cuarto —una fotografía de la familia Jacobi sobre la cómoda—. Graham levantó un vaso con hielo derritiéndose y secó con la manga la aureola húmeda.
La chica volvió.
—Pruebe en La Serpiente Odiosa —dijo.
El bar La Serpiente Odiosa tenía ventanas con los vidrios pintados de verde oscuro. Los vehículos estacionados afuera eran de una curiosa variedad: grandes camiones que parecían de transporte sin carrocería, automóviles compactos, un convertible lila, viejos Dodges y Chevrolets arreglados para correr «picadas», y cuatro Harley-Davidson a las que no les faltaba ni un solo detalle.
Un aparato de aire acondicionado instalado sobre el dintel de la puerta chorreaba constantemente sobre la vereda.
Graham esquivó la salpicadura y entró al bar, que estaba lleno y olía a desinfectante y a agua de colonia barata. Lo atendía una corpulenta mujer vestida con un mono quien le alcanzó a Graham una Coca-Cola por encima de la cabeza de los parroquianos. Era la única mujer presente.
Niles Jacobi, moreno y delgado, estaba parado junto al tocadiscos tragamonedas. Metió una moneda en la máquina pero el que estaba al lado apretó los botones.
Jacobi parecía un estudiante disoluto, pero el que seleccionaba la música no.
El acompañante de Jacobi era una extraña mezcla; tenía cara infantil y un cuerpo fornido y musculoso. Llevaba puesta una camiseta y vaqueros desteñidos y desgastados por el roce de los objetos guardados en los bolsillos. Fuertes músculos sobresalían en sus brazos y sus manos eran grandes y feas. Un tatuaje profesional en el antebrazo izquierdo decía «Hagamos el Amor». Un burdo tatuaje de calabozo en el otro brazo decía: «Randy». El pelo había crecido desparejo luego del corte de la cárcel. Cuando estiró el brazo para oprimir un botón de la máquina Graham advirtió en el antebrazo un pequeño rectángulo afeitado. Sintió un nudo en el estómago.
Siguió a Niles Jacobi y a Randy en medio del gentío hasta el fondo del salón. Ambos se instalaron en un reservado.
Graham se detuvo a medio metro de la mesa.
—Niles, me llamo Will Graham. Necesito hablar contigo unos pocos minutos.
Randy levantó la vista y una sonrisa falsa iluminó su cara. Uno de sus incisivos estaba muerto.
—¿Nos conocemos?
—No. Niles, quiero hablar contigo.
Niles arqueó interrogativamente una ceja. Graham pensó qué le habría ocurrido en la prisión.
—Estamos conversando en privado. Hágase humo —dijo Randy.
Graham miró pensativamente los brazos musculosos, el trozo de tela adhesiva en el pliegue del codo, el rectángulo afeitado en el que Randy había probado el filo de su cuchillo. La impronta del que pelea con un cuchillo.
«Tengo miedo de Randy. Ataca o retrocede».
—¿Me oyó? —repitió Randy—. Hágase humo.
Graham se desabrochó la chaqueta y depositó sobre la mesa su placa de identificación.
—Quédate sentado quietito, Randy. Si te mueves vas a tener dos ombligos.
—Disculpe, señor.
Instantánea reacción del preso.
—Randy, quiero que hagas algo por mí. Que busques en el bolsillo izquierdo trasero. Utiliza solamente dos dedos. Encontrarás allí un cuchillo de doce centímetros de largo. Ponlo sobre la mesa. Gracias.
Graham dejó caer el cuchillo en su bolsillo. Estaba grasiento.
—Bien, en el otro bolsillo tienes la billetera. Sácala. ¿Vendiste sangre hoy, verdad?
—¿Y qué hay con eso?
—Pues entonces entrégame el recibo que te dieron, el que mostrarás la próxima vez en el banco de sangre. Ábrelo sobre la mesa.
La sangre de Randy era del grupo O. Randy quedaba descartado.
—¿Cuánto tiempo hace que saliste de la cárcel?
—Tres semanas.
—¿Quién es el oficial de libertad condicional?
—No estoy en libertad bajo palabra.
—Eso es posiblemente una mentira.
Graham quería provocar a Randy. Podía detenerlo por portar un cuchillo más largo que lo legalmente permitido. Estar en un lugar donde se vendían bebidas alcohólicas era violación de su palabra. Graham sabía que estaba irritado con Randy porque le había hecho sentir miedo.
—Randy.
—¿Qué hay?
—Sal de aquí.
—No sé qué puedo contarle, no conocí mucho a mi padre —dijo Niles Jacobi mientras Graham lo llevaba de regreso al colegio en su automóvil—. Abandonó a mi madre cuando yo tenía tres años y no lo volví a ver. Mamá no lo permitía.
—Fue a visitarte la última primavera.
—Sí.
—A la cárcel.
—Lo averiguó.
—Estoy simplemente tratando de conocer bien todos los detalles. ¿Qué ocurrió?
—Bueno, apareció en la sala de visitas, muy tieso y tratando de no mirar alrededor de él, tanta gente parece sentirse allí como en el zoológico. Mi madre me había hablado mucho de él, pero no me pareció tan mal. Era sencillamente un hombre parado allí con un ajado saco de sport.
—¿Qué te dijo?
—Bueno, yo esperaba que me refregara todas mis culpas o bien que pareciera realmente culpable, eso es lo que generalmente ocurre en la sala de visitas. Pero me preguntó simplemente si creía que podía ir al colegio. Me dijo que él sería mi custodio si aceptaba volver al colegio. Y probar. «Tienes que tratar de ayudarte un poco. Haz el esfuerzo y yo me encargaré de hacerte entrar a un colegio», algo por el estilo.
—¿Cuánto tiempo pasó hasta que saliste?
—Dos semanas.
—Niles, ¿hablaste alguna vez de tu familia mientras estuviste preso? ¿Con tus compañeros de celda o cualquier otra persona?
Niles Jacobi dirigió una rápida mirada a Graham.
—Oh. Oh, comprendo. No. No hablé sobre mi padre. No había pensado en él durante años ¿por qué iba a mencionarlo?
—¿Y aquí? ¿Llevaste alguna vez a un amigo a la casa de tus padres?
—Padre, no padres. Ella no era mi madre.
—¿Llevaste alguna vez a alguien allí? Amigos del colegio o…
—¿O compinches, oficial Graham?
—Correcto.
—No.
—¿Nunca?
—Ni una vez.
—¿Mencionó alguna vez cierta clase de amenaza, estaba preocupado por algo el mes o los meses anteriores a lo que pasó?
—Estaba perturbado la última vez que hablé con él pero era por mis notas. Tenía muchos suspensos. Me compró dos despertadores. Pero nada más que yo supiera.
—¿Tienes papeles personales de él, cartas, fotografías, cualquier cosa?
—No.
—Tienes una foto de la familia. Está sobre la cómoda de tu cuarto. Cerca de la gran pipa.
—Esa pipa no es mía. Por nada del mundo metería esa cosa roñosa en mi boca.
—Necesito la fotografía. La haré copiar y te la devolveré. ¿Qué otra cosa tienes?
Jacobi sacó un cigarrillo del paquete y palmeó sus bolsillos en busca de un fósforo.
—Eso es todo. No imagino por qué me dieron eso a mí. Mi padre sonriéndole a la señora Jacobi y a todos los otros monigotes. Se la regalo. Nunca me miró así a mí.
Graham precisaba conocer a los Jacobi. Sus nuevas relaciones de Birmingham no le sirvieron de mucho.
Byron Metcalf lo llevó a la caja de seguridad del banco. Leyó el pequeño fajo de cartas, casi todas comerciales, y hurgó entre las joyas y la platería.
Durante tres calurosos días trabajó en el depósito donde estaban guardados los muebles y demás pertenencias. Metcalf lo ayudaba por la noche. Todas las cajas guardadas en los cajones fueron abiertas y su contenido examinado. Las fotografías de la policía le sirvieron a Graham para ver en qué lugar de la casa habían estado dispuestas las cosas.
Los muebles eran nuevos en su mayoría, comprados con el dinero cobrado al seguro luego del incendio de Detroit. Los Jacobi no habían tenido prácticamente tiempo para dejar sus marcas en sus posesiones.
Un ítem, una mesa de noche que conservaba todavía rastros del polvo utilizado para las impresiones digitales le llamó la atención a Graham. En el centro de la tapa había un gotón de cera verde.
Se preguntó por segunda vez si al asesino le gustaría la luz de las velas.
El equipo forense de Birmingham fue efectivo en la división de trabajo.
La borrosa marca de la punta de una nariz fue lo mejor que Birmingham y Jimmy Price en Washington pudieron lograr de la lata de gaseosa encontrada en el árbol.
La sección Armas de Fuego y Herramientas del laboratorio del FBI presentaron su informe sobre la rama seccionada. Las hojas que la cortaron eran gruesas, con un ángulo agudo: había sido hecho con un cortafrío.
La sección Documentación había enviado la marca hecha con un cuchillo en la corteza al departamento de Estudios Asiáticos de Langley.
Graham estaba sentado sobre un cajón en el depósito leyendo el extenso informe. Los Estudios Asiáticos informaban que la marca era un signo chino que significaba «usted acertó» o «usted acertó a la cabeza», una expresión utilizada a veces entre jugadores. Era considerado un signo «positivo» o «afortunado». Ese signo aparecía también en una pieza del juego de Mahjong, informaban los especialistas. Caracterizaba al Dragón Rojo.