CAPÍTULO11
Eileen estaba leyendo un artículo del National Tattler titulado «¡Mugre en el pan!» cuando Dolarhyde entró en la cafetería. Había comido solamente el relleno de su emparedado de atún.
Escondidos tras las gafas rojas, los ojos de Dolarhyde barrieron la primera página del Tattler. Además de «¡Mugre en el pan!» había otros titulares que rezaban: «Elvis en un secreto nido de amor —Fotografías Exclusivas—». «Sorprendente descubrimiento para enfermos de cáncer», y el titular en grandes letras: «Hannibal el Caníbal ayuda a la Ley. La policía consulta al maníaco por los asesinatos del Hada de los Dientes».
Se paró junto a la ventana, revolviendo distraídamente su café hasta que oyó levantarse a Eileen. Ella vació el contenido de su bandeja en el tacho de basura y estaba por arrojar también el Tattler cuando Dolarhyde le palmeó el hombro.
—¿Puedo coger ese periódico, Eileen?
—Por supuesto, señor D. Lo compro solamente por el horóscopo.
Dolarhyde lo leyó en su oficina con la puerta cerrada.
Freddy Lounds firmaba dos artículos en la misma página central doble.
La historia principal era una sobrecogedora reconstrucción de los asesinatos de los Jacobi y los Leeds. Como la policía no había divulgado la mayoría de los detalles, Lounds los desenterró de su frondosa imaginación.
A Dolarhyde le parecieron banales.
La otra columna era más interesante:
LOCO DEPRAVADO CONSULTADO ACERCA DE LOS CRÍMENES MÚLTIPLES POR EL AGENTE QUE INTENTÓ MATAR
Por Freddy Lounds
Chesapeake, MD. Agentes federales paralizados en la búsqueda del «Hada de los Dientes», asesino psicópata de familias enteras en Birmingham y Atlanta, recurrieron en busca de ayuda al más salvaje criminal en cautiverio.
El doctor Hannibal Lecter, cuyos innombrables crímenes fueron publicados hace tres años en estas páginas, fue consultado durante esta semana en la celda que ocupa en el hospicio de máxima seguridad, por el sobresaliente investigador William (Will) Graham.
Graham fue acuchillado por el doctor Lecter quedando casi mortalmente herido, cuando descubrió a ese múltiple asesino.
Fue sacado de su temprano retiro para capitanear la cacería del «Hada de los Dientes».
¿Qué ocurrió durante el encuentro de estos dos enemigos mortales? ¿Qué fue a buscar Graham?
«Para atrapar a un criminal como éste hace falta alguien que se le parezca», fue el comentario que le hizo un importante agente federal a este reportero. Se refería a Lecter, conocido como «Hannibal el Caníbal», que es al mismo tiempo psiquiatra y un asesino múltiple.
¿O estaría refiriéndose a Graham?
El Tattler se enteró de que Graham, antiguo instructor forense en la Academia del FBI, estuvo en una oportunidad recluido en una clínica mental durante cuatro semanas…
Los oficiales federales se negaron a decir por qué habían destinado a un hombre con un historial de inestabilidad mental al frente de una desesperada cacería humana.
No fue revelada la índole del problema mental de Graham, pero un antiguo ayudante psiquiátrico lo definió como una «profunda depresión».
Garmon Evans, un exasistente médico del Hospital Naval de Bethesda, dijo que Graham fue alojado en el pabellón de psiquiatría poco después de haber matado a Garrett Jacob Hobbs, el «Gavilán de Minnesota». Graham dio muerte de un disparo a Hobbs en 1975, cerrando el octavo mes de reinado de terror de Hobbs en Minneapolis.
Evans dijo que Graham estaba retraído y se negó a comer o hablar durante las primeras semanas de su internación.
Graham no fue nunca agente del FBI. Observadores veteranos atribuyen esto a estrictos procedimientos de la Oficina Federal, destinados a detectar inestabilidad.
Fuentes Federales revelaron solamente que Graham trabajó originalmente en el laboratorio criminal del FBI y fue asignado a la enseñanza en la Academia del FBI de resultas de sobresalientes tareas tanto en el laboratorio como en el campo de acción, donde prestó servicios como «agente especial».
El Tattler se enteró de que antes de trabajar para los federales, Graham integraba la división de homicidios del Departamento de Policía de Nueva Orleáns, cargo que abandonó para asistir a la escuela de práctica forense de la Universidad George Washington.
Un oficial de Nueva Orleáns que trabajó junto con Graham manifestó: «Bueno, pueden decir que se ha jubilado, si quieren, pero a los federales les gusta saber que anda por ahí. Es como tener una víbora real debajo de la casa. No se verá mucho, pero es bueno saber que está allí para comerse a las víboras venenosas».
El doctor Lecter está internado para el resto de su vida. Si alguna vez llega a ser declarado cuerdo, tendrá que presentarse ante un tribunal por nueve cargos de crímenes de primer grado.
Su abogado cuenta que el asesino múltiple pasa el tiempo escribiendo interesantes artículos para revistas científicas y mantiene un fructífero diálogo por correspondencia con algunos de los más renombrados especialistas en psiquiatría.
Dolarhyde interrumpió la lectura y miró las fotografías. Había dos arriba del artículo. En una podía verse a Lecter apoyado contra el costado de un patrullero. La otra era una foto de Will Graham tomada por Freddy Lounds en la entrada del Hospital Estatal de Chesapeake. Una pequeña foto de Lounds flanqueaba ambas columnas.
Dolarhyde miró durante un buen rato las fotografías. Pasó lentamente sobre ellas la punta del dedo, hacia adelante y hacia atrás; su tacto era sumamente sensible a las asperezas de la impresión. La tinta le manchó la yema del dedo. Mojó el manchón con la lengua y lo limpió con un pañuelo de papel. Luego recortó el artículo del periódico y lo guardó en su bolsillo.
De regreso a su casa, Dolarhyde compró papel higiénico —de esa clase utilizada en barcos y campamentos por su rápida desintegración— y un inhalador nasal.
Se sentía bien a pesar de la fiebre del heno; como muchas personas que han sufrido una gran operación rinoplástica, Dolarhyde no tenía pelos en la nariz y la fiebre del heno lo torturaba. Así como también infecciones de las altas vías respiratorias.
Cuando un camión roto lo hizo detenerse durante diez minutos en el puente del río Missouri hacia St. Charles, esperó pacientemente. Su furgón negro estaba alfombrado, fresco y tranquilo. La Música acuática de Haendel resonaba en el estéreo.
Seguía con los dedos el compás de la música sobre la dirección del automóvil y se frotaba la nariz.
Un convertible con dos mujeres estaba detenido junto a él. Ambas vestían shorts y blusas anudadas arriba de la cintura. Parecían cansadas y aburridas y fruncían los ojos por el sol de frente. La que ocupaba el asiento contiguo al del conductor tenía apoyada la cabeza contra el respaldo del asiento y los pies contra el tablero. Esta postura hacía que se formaran dos arrugas sobre su estómago desnudo. Dolarhyde pudo ver una marca de succión en el costado interno del muslo. La mujer lo sorprendió mirando, se enderezó y cruzó las piernas. Él advirtió una expresión de disgusto en su cara.
Le dijo algo a la que conducía. Ambas mantuvieron la vista fija hacia adelante. Comprendió que hablaban de él. Se puso muy contento al comprobar que no se había enojado. Pocas cosas lo hacían enojarse ya. Sabía que estaba desarrollando una decorosa dignidad.
La música era muy agradable.
El tráfico adelante de Dolarhyde comenzó a moverse. El carril contiguo al suyo seguía atascado. Ansiaba llegar a su casa. Golpeaba el volante al compás de la música y bajó el vidrio de la ventana con la otra mano.
Gargajeó y escupió una flema verdosa sobre las faldas de la mujer, que fue a caer justo al lado del ombligo. Sus insultos resonaron por encima de la música de Haendel al alejarse.
El enorme libro mayor de Dolarhyde tenía por lo menos cien años.
Encuadernado en cuero negro con punteras de bronce, era tan pesado, que estaba apoyado sobre una sólida mesa para escribir a máquina, guardada bajo llave en el armario de arriba de la escalera. Dolarhyde comprendió que iba a ser suyo desde el instante en que lo vio en St. Louis, en el remate de una vieja imprenta en bancarrota.
Ahora, recién salido de la ducha y luciendo su kimono, abrió el armario y arrastró la mesa con el libro. Cuando todo estuvo centrado bajo la lámina del Gran Dragón Rojo, se instaló en una silla y lo abrió. El olor a papel ajado ascendió hasta su rostro.
En la primera página, en letras miniadas por él mismo, estaban las palabras del libro de la Revelación: «… y he aquí un gran dragón rojo».
El primer ítem del libro era el único que no estaba prolijamente armado. Suelta entre las páginas había una fotografía amarillenta de Dolarhyde en su tierna infancia, sentado en compañía de su abuela en la escalinata de la gran casona. Estaba agarrado de la falda de su abuela. Esta tenía los brazos cruzados y su espalda muy tiesa.
Dolarhyde pasó la hoja. Hizo caso omiso de ella como si hubiera quedado allí por un error.
Había gran cantidad de recortes en el libro, los más antiguos sobre desapariciones de mujeres mayores en St. Louis y Toledo. Las páginas entre los recortes estaban llenas por la escritura de Dolarhyde, tinta negra con una fina caligrafía muy similar a la de William Blake.
Asegurados a los márgenes, desgarrados trozos de cuero cabelludo arrastraban sus colas de pelo como cometas sujetos al libro de recortes de Dios.
Allí había también recortes de los Jacobi de Birmingham, junto con estuches de películas y diapositivas guardadas en sobres pegados a las páginas.
Lo mismo ocurría con las crónicas de los Leeds, y las películas correspondientes.
La denominación de «Hada de los Dientes» no había aparecido en la prensa hasta Atlanta. El nombre estaba tachado en todas las referencias al caso Leeds.
En ese momento Dolarhyde hizo lo mismo con el recorte del Tattler, suprimiendo el término «Hada de los Dientes» con grandes tachaduras realizadas con un marcador colorado.
Dio vuelta la página y probó el recorte en otra nueva y limpia. ¿Debería agregar la fotografía de Graham? Las palabras «Criminales Dementes» grabadas en la pared encima de Graham ofendieron a Dolarhyde. Detestaba la simple vista de un lugar de confinamiento. El rostro de Graham permanecía impenetrable para él. Lo puso a un lado momentáneamente.
Pero Lecter. Lecter. Esa no era una buena fotografía del doctor. Dolarhyde tenía una mejor, que buscó en una caja que guardaba en el armario. Fue publicada cuando Lecter fue encerrado y en ella podían apreciarse sus magníficos ojos. No obstante, no era satisfactoria. Dolarhyde veía mentalmente la semblanza de Lecter como un oscuro retrato de un príncipe del Renacimiento. Porque Lecter, único entre todos los hombres, podía tener la sensibilidad y la experiencia como para comprender la gloria y majestad de la Transformación de Dolarhyde.
Dolarhyde sintió que Lecter sabía lo irreales que eran las personas que morían para ayudarlo a uno en estas cosas, que comprendía que no eran carne sino aire y color y rápidos sonidos que velozmente se silenciaban cuando uno los transformaba, como globos de color que estallaban, más importantes por la transformación, más importantes que las vidas por las que se arrastraban, suplicando.
Dolarhyde soportaba los gritos como un escultor el polvo de la piedra que golpea.
Lecter era capaz de comprender que la sangre y el aliento eran únicamente elementos que experimentaban una transformación para alimentar su resplandor. Así como la combustión es la fuente de la luz.
Le gustaría conocer a Lecter, conversar con él, disfrutar juntos la visión compartida, ser reconocido por él tal como Juan el Bautista reconoció al que vino después de él, sentarse sobre él así como el Dragón se sentaba sobre 666 en la serie de las Revelaciones de Blake y filmar su muerte, mientras, al morir, se fundía con la fuerza del Dragón.
Dolarhyde se puso un par de guantes de goma nuevos y se dirigió hacia su escritorio. Desenrolló y desechó la primera parte del rollo de papel higiénico que había comprado. Luego contó siete hojas y cortó la tira.
Escribiendo cuidadosamente con la mano izquierda sobre el papel redactó una carta dirigida a Lecter.
El habla no es un dato fidedigno para apreciar cómo escribe una persona; nunca se puede saber. El modo de hablar de Dolarhyde estaba truncado y distorsionado por incapacidades reales e imaginarias y la diferencia entre su conversación y su escritura era sorprendente. No obstante, descubrió que no podía transmitir lo más importante que sentía.
Quería comunicarse con Lecter. Necesitaba una respuesta personal antes de poder contarle las cosas importantes.
¿Cómo hacerlo? Revolvió en su caja buscando los recortes sobre Lecter y los leyó todos otra vez. Finalmente se le ocurrió una forma bastante simple y se sentó nuevamente a escribir. La carta le pareció muy modesta cuando la releyó. La había firmado «Admirador Ansioso». Consideró dubitativamente la firma durante unos minutos.
«Admirador Ansioso». Realmente lo era. Alzó el mentón orgullosamente durante una fracción de segundo.
Introdujo el pulgar enguantado en la boca, se quitó la prótesis y la depositó sobre el secante.
El paladar era poco común. Los dientes eran normales, rectos y blancos, pero el acrílico rosado tenía un moldeado retorcido para encajar en los pliegues y fisuras de sus encías. En la parte superior, una prótesis de plástico blando, con un obturador encima, le ayudaba a cerrar su endeble paladar al hablar.
Sacó una pequeña caja del escritorio. Contenía otra dentadura. El paladar era igual, pero no tenía la prótesis con el obturador. Entre los dientes torcidos se veían manchas oscuras que despedían un olor desagradable.
Eran idénticos a los dientes de su abuela, que estaban en un vaso en el piso de abajo.
Las ventanas de la nariz de Dolarhyde se dilataron al percibir el olor. Abrió la boca y los colocó en su lugar y luego los humedeció con la lengua.
Dobló la carta por donde estaba la firma y mordió con fuerza. Cuando la abrió nuevamente, la firma estaba encerrada en la marca ovalada de una mordedura; su sello de escribano, su imprimátur salpicado de sangre vieja.