19
Lo primero que hice la mañana de aquel martes fue coger por fin el autobús a Knocknaree para recoger mi coche. De haber podido, habría preferido no volver a pensar en ese sitio en toda mi vida, pero estaba harto de ir y volver del trabajo en vagones atiborrados y apestosos, y pronto me tocaba hacer una compra bestia en el supermercado, antes de que la cabeza de Heather sufriera una implosión.
Mi coche seguía en el área de descanso, más o menos en las mismas condiciones en que lo dejé, aunque la lluvia lo había cubierto de una capa de mugre y alguien había escrito con un dedo «DISPONIBLE TAMBIÉN EN BLANCO» en la ventanilla del copiloto. Me metí entre las casetas prefabricadas (en apariencia desiertas, salvo por Hunt, que estaba en el despacho sonándose la nariz de forma ruidosa) para llegar a la excavación y recuperar mi saco de dormir y mi termo.
El ambiente allí había cambiado; esta vez no hubo guerras de agua ni alegre griterío. El equipo trabajaba en un silencio lúgubre, encorvado como una cadena de presos, y mantenía un ritmo arduo y castigadoramente rápido. Repasé el calendario mentalmente; se trataba de su última semana y los de la autopista tenían que ponerse a trabajar el lunes si se levantaba el requerimiento. Vi a Mel dejar de darle al azadón y erguirse con una mueca y con una mano en la columna; estaba jadeando y la cabeza se le cayó hacia atrás como si no le quedaran fuerzas para sostenerla, pero al cabo de un momento hizo rodar los hombros, tomó aliento y volvió a sostener en alto el azadón. El cielo se cernía gris y pesado, amenazadoramente cerca. A lo lejos, en algún lugar de la urbanización, una alarma de coche lanzaba su histérico chillido sin que le hicieran caso.
El bosque, negro y huraño, no revelaba nada. Lo miré y me di cuenta de que no deseaba en absoluto meterme ahí. A estas alturas mi saco de dormir estaría empapado y tal vez colonizado por el moho o las hormigas o algo semejante, y de todos modos nunca lo utilizaba, así que no valía la pena la inmensidad de aquel primer paso en el silencio opulento y musgoso. A lo mejor uno de los arqueólogos o de los chicos del lugar lo encontrarían y se lo quedarían antes de que se pudriera.
Ya estaba llegando tarde al trabajo, pero la mera idea de ir me fatigó, así que pensé que qué más daban unos cuantos minutos más. Tomé una postura más o menos cómoda sobre un muro en ruinas y, con un pie alzado para apoyarme, me encendí un cigarrillo. Un tío bajo y fornido con el pelo oscuro y de estropajo —George Algo, lo recordaba vagamente de los interrogatorios— levantó la cabeza y me vio. Por lo visto, verme le dio una idea y clavó la paleta en el suelo, se puso en cuclillas y se sacó un paquete de tabaco aplastado de los vaqueros.
Mark estaba arrodillado encima de un talud de la altura de un muslo, escarbando un pedazo de tierra con una energía incesante y frenética, pero antes casi de que el tío moreno extrajera un cigarro él ya lo había calado y saltó del talud, con el pelo ondeando, para ir hacia él.
—¡Eh, Macker! ¿Qué coño te crees que haces?
Macker dio un respingo con aire de culpabilidad.
—¡Dios! —Se le cayó el paquete y lo rebuscó en la tierra—. Estoy fumando, ¿qué problema hay?
—Hazlo en la pausa del café, ya te lo he dicho.
—Pero ¿qué pasa? Puedo fumar y usar la paleta al mismo tiempo, se tardan cinco segundos en encender un…
Mark se enfureció.
—No tenemos ni cinco segundos que perder. No tenemos ni un segundo. ¿Te crees que sigues en el colegio, pedazo de imbécil? ¿Te crees que todo esto es algún tipo de juego, eh?
Tenía los puños crispados y estaba casi en posición de pelea callejera. Los demás arqueólogos habían dejado de trabajar y observaban con la boca abierta, indecisos y con las herramientas suspendidas en el aire. Yo pensé que iba a haber pelea, pero entonces Macker soltó una risa forzada y retrocedió, alzando las manos con sorna.
—Tranquilo, tío —dijo.
Se cogió el cigarrillo con el pulgar y el índice y lo reintrodujo en el paquete con gran precisión.
Mark mantuvo la mirada hasta que Macker, que se tomó su tiempo, se puso de rodillas, recogió su paleta y se puso a raspar otra vez. Luego giró sobre sus talones y regresó al talud, con los hombros erguidos y rígidos. Macker se puso en pie disimuladamente y lo siguió, imitando el trote elástico de Mark y transformándolo en un galope de chimpancé. Arrancó una risita tensa a uno o dos compañeros y, complacido consigo mismo, sostuvo la paleta delante de su entrepierna y meneó la pelvis en dirección al trasero de Mark. Su silueta contra el cielo encapotado resultaba distorsionada y grotesca, como una criatura sacada de algún friso griego obsceno y oscuramente simbólico. El aire estaba cargado de electricidad como una torre de alta tensión y las payasadas de Macker me dieron dentera. Me di cuenta de que estaba clavando las uñas en el muro. Deseé echarle las esposas, propinarle un puñetazo en la cara, cualquier cosa que le hiciera parar.
Los demás arqueólogos se cansaron y dejaron de prestarle atención, y él le levantó el dedo a Mark y volvió a su parcela con aire arrogante, como si todas las miradas siguieran puestas en él. De pronto me alegré ferozmente de no tener que volver a ser adolescente jamás en mi vida. Encajé mi cigarrillo en una piedra y me estaba abrochando el abrigo y girándome para volver al coche cuando una idea me golpeó en la boca del estómago (un golpe imprevisto, perverso y traicionero). La paleta.
Me quedé muy quieto largo rato. Oía latir mi corazón, rápido y superficial, en la base de mi garganta. Al fin acabé de abrocharme el abrigo, localicé a Sean entre el montón de chaquetas militares y me abrí paso hacia él a través de la excavación. Me sentía extrañamente exaltado, como si mis pies dieran palmetazos sin esfuerzo a un par de metros por encima del suelo. Los arqueólogos me lanzaron miradas veloces al pasar; no eran unas miradas hostiles exactamente, sino carentes de expresión de una forma perfecta y estudiada.
Sean estaba apartando tierra de una zona de piedras. Tenía los auriculares puestos bajo su gorro negro de lana y balanceaba la cabeza suavemente al ritmo del leve bam bam bam de heavy metal.
—Sean —dije.
Mi voz sonó como si surgiera de algún sitio detrás de mis oídos.
No me oyó, pero cuando me acerqué un paso más mi sombra se cernió sobre él, imprecisa bajo la luz grisácea, y alzó la vista. Rebuscó en su bolsillo, apagó el walkman y se bajó los auriculares.
—Sean —repetí—, tengo que hablar contigo.
Mark se giró de golpe, se nos quedó mirando, sacudió la cabeza con furia y luego volvió al ataque del talud.
Me llevé a Sean al área de descanso. Se subió al capó del Land Rover y se sacó de la chaqueta un donut grasiento envuelto en papel transparente.
—¿Qué pasa? —preguntó afablemente.
—¿Recuerdas que al día siguiente de encontrar el cadáver de Katharine Devlin mi compañera y yo nos llevamos a Mark para interrogarlo? —comencé. Me impresionó lo calmada que sonaba mi voz, natural y despreocupada, como si al fin y al cabo se tratara de una nimiedad. El arte de la interrogación se convierte en una segunda naturaleza; se te filtra en la sangre y permanece inalterable, más allá de lo atónito, agotado o excitado que estés: el tono educado y profesional, la marcha limpia e implacable a medida que se suceden las respuestas, pregunta tras pregunta…—. Poco después de que lo devolviéramos aquí, tú te quejaste de que no encontrabas tu paleta.
—Sí —contestó, a través de un bocado inmenso—. Eh, no pasa nada si como, ¿no? Me muero de hambre, y a ese Hitler le dará un ataque si como mientras trabajo.
—No te preocupes. ¿Llegaste a encontrar tu paleta?
Sean negó con la cabeza.
—Tuve que comprarme una nueva. Cabrones.
—Vale, piensa detenidamente —dije—. ¿Cuándo fue la última vez que la viste?
—En la caseta de los hallazgos —afirmó—, cuando encontré esa moneda. ¿Es que va a detener a alguien por robarla?
—No exactamente. ¿Qué es eso de la moneda?
—La encontré yo —explicó, con amabilidad—, todo el mundo estaba excitado y eso, porque parecía antigua y sólo hemos encontrado unas diez monedas en toda la excavación. La llevé a la caseta de los hallazgos para enseñársela al doctor Hunt, encima de mi paleta, porque si tocas monedas antiguas las grasas de la mano podrían joderla o algo. Y él se emocionó mucho y empezó a sacar todos esos libros para intentar identificarla, pero como eran las cinco y media nos fuimos a casa y me olvidé la paleta en la mesa de la caseta. Volví a buscarla a la mañana siguiente, pero ya no estaba.
—Y eso fue el jueves —señalé, presa de la desazón—. El día que vinimos a hablar con Mark.
De todos modos en aquel momento había sido una posibilidad muy remota, y me sorprendía lo terriblemente frustrado que me sentía, además de idiota y muy, muy cansado; quería irme a casa y meterme en la cama.
Sean sacudió la cabeza y se lamió los granos de azúcar de los dedos roñosos.
—No, fue antes —dijo, y sentí que el corazón se me aceleraba de nuevo—. Casi me olvidé durante un tiempo porque no la necesitaba, y es que habíamos vuelto a trabajar con el azadón esa mierda de acequia de drenaje. Pensé que alguien me la habría cogido y se habría olvidado de devolverla. Ese día que vinieron a por Mark fue el primero que la necesité, pero todo el mundo empezó: «No, yo no la he visto, qué va, no he sido yo…».
—¿O sea, que es identificable? ¿Cualquiera que la viera la reconocería como tuya?
—Ya lo creo, lleva mis iniciales en el mango. —Dio otro mordisco enorme al donut—. Se las puse hace mucho, quemando el palo —continuó, con voz amortiguada—, una vez que llovía a saco y tuvimos que quedarnos dentro durante horas. Tengo una navaja del ejército suizo, ¿no?, y calenté el sacacorchos con el mechero…
—En ese momento acusaste a Macker de quitártela. ¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—No lo sé, porque esas chorradas son típicas de él. Nadie iba a robarla de verdad con mis iniciales grabadas, y me imaginé que alguien la había cogido sólo para cabrearme.
—¿Y continúas pensando que fue él?
—No. Luego caí en que el doctor Hunt cerró la caseta de los hallazgos cuando nos fuimos, y Macker no tiene llave… —De pronto se le iluminaron los ojos—. ¡Eh! ¿Fue el arma del crimen? ¡Mierda!
—No —respondí—. ¿Qué día encontraste la moneda, lo recuerdas?
Sean pareció defraudado, pero reflexionó, con la mirada en el vacío y balanceando las piernas.
—El cadáver apareció el miércoles, ¿verdad? —dijo al fin. Se había terminado el donut; hizo una pelota con el papel transparente, lo lanzó en el aire y lo remató arrojándolo al sotobosque—. Vale, pues el día antes no fue, porque estábamos con la mierda de la acequia de drenaje. El día anterior a ése. El lunes.
Todavía pienso en esa conversación con Sean. El recuerdo tiene algo extrañamente reconfortante, aun cuando acarrea su trasfondo inexorable de dolor. Supongo, si bien me sigue costando reconocerlo, que aquel día fue la cumbre de mi carrera. No me siento orgulloso de muchas de las decisiones que tomé durante el transcurso de la operación Vestal; pero aquella mañana, al menos, a pesar de todo lo ocurrido antes y de cuanto viniera luego, aquella mañana hice todo lo correcto, con tanta seguridad y soltura como si no hubiera dado un paso en falso en toda mi vida.
—¿Estás seguro? —le pregunté.
—Creo que sí. Pregúntele al doctor Hunt, él lleva el registro de los hallazgos. ¿Soy un testigo? ¿Tendré que testificar en un tribunal?
—Es bastante probable —afirmé. La adrenalina había desintegrado el cansancio y mi mente estaba acelerada, rebosante de variantes y posibilidades como un caleidoscopio—. Ya te informaré.
—Muy bien —exclamó Sean, ufano. Por lo visto, esto compensaba la decepción por lo del arma del crimen—. ¿Me darán protección?
—No, pero necesito que hagas algo por mí. Quiero que vuelvas al trabajo y les digas a los otros que hemos estado hablando de un extraño al que viste merodeando por aquí días antes del asesinato. Que te he pedido una descripción más detallada. ¿Podrás hacerlo?
Ni pruebas ni refuerzos. No quería asustar a nadie todavía.
—Por supuesto —aseguró Sean, ofendido—. Una operación secreta. Perfecto.
—Gracias —dije—. Volveré a hablar contigo más adelante.
Se bajó del capó y fue trotando con los demás, mientras se frotaba la parte de atrás de la cabeza a través de la gorra de lana. Aún llevaba azúcar en las comisuras de la boca.
Comprobé lo de Hunt, que repasó su cuaderno y confirmó las palabras de Sean. Éste halló la moneda el lunes, horas antes de que Katy muriese.
—Un hallazgo maravilloso —me explicó Hunt—, maravilloso. Nos llevó bastante tiempo… mmm… identificarla, ¿sabe? Aquí no tenemos especialistas en numismática; yo soy medievalista.
—¿Quién tiene llave de la caseta de los hallazgos? —quise saber.
—Un penique de metal Eduardo IV, de principios de 1550 —dijo—. Oh… ¿la caseta? Pero ¿por qué?
—Sí, la de los hallazgos. Me han dicho que por la noche está cerrada. ¿Es correcto?
—Sí, sí, todas las noches. Casi todo es cerámica, pero claro, nunca se sabe.
—¿Y quién tiene llave?
—Pues yo, desde luego. —Se sacó las gafas y pestañeó exageradamente mientras las limpiaba con el jersey—. Y Mark y Damien, por las visitas, ya sabe. Por si acaso. A la gente siempre le gusta ver los hallazgos, ¿no?
—Sí —dije—, estoy seguro de ello.
Regresé al área de descanso y llamé a Sam. Uno de los árboles era un castaño, por lo que había castañas diseminadas alrededor de mi coche; le quité la cáscara espinosa a una de ellas y luego la lancé al aire mientras esperaba respuesta. Una llamada informal, tal vez para concertar una cita con alguien para la noche, en caso de que unos ojos me observaran y se preocuparan; nada importante.
—O'Neill —contestó Sam.
—Sam, soy Rob —dije, atrapando la castaña encima de mi cabeza—. Estoy en Knocknaree, en la excavación. Os necesito a Maddox y a ti y a unos cuantos refuerzos lo antes posible, junto con un equipo del departamento; trae a Sophie Miller si puedes. Encárgate de que vengan con un detector de metales y alguien que sepa utilizarlo. Quedamos en la entrada de la urbanización.
—Entendido —respondió Sam, y colgó.
Tardaría al menos una hora en reunir a todo el mundo y llegar a Knocknaree. Trasladé mi coche colina arriba, oculto a la vista de los arqueólogos, y me senté en el capó a esperar. El aire olía a hierba muerta y truenos. Knocknaree se había encerrado en sí mismo, las colinas lejanas eran invisibles bajo las nubes y el bosque era una mancha oscura e irreal al pie de la ladera. Ya había pasado el tiempo suficiente para que a los niños les permitieran salir a jugar fuera otra vez, y oía pequeños chillidos de júbilo o de susto o ambas cosas procedentes del interior de la urbanización; la alarma de aquel coche continuaba sonando y en algún lugar un perro ladraba como un loco, frenética e incesantemente.
Cada sonido me ponía un poco más tenso; sentía temblar la sangre en cada rincón de mi cuerpo. La cabeza aún me iba a toda máquina y runruneaba al ritmo de las correlaciones y los fragmentos de pruebas, mientras preparaba mentalmente qué les diría a los demás cuando llegaran. Y más allá de la adrenalina estaba la inexorable comprensión de que, si estaba en lo cierto, era casi seguro que la muerte de Katy Devlin no tuviera relación alguna con la desaparición de Peter y Jamie; al menos, en ningún sentido que pudiera calificarse como prueba.
Me concentré tanto que casi me olvidé de lo que estaba esperando. Cuando los otros empezaron a llegar, los vi con la mirada agudizada y sobresaltada de un extraño. Sobrios coches oscuros y una furgoneta blanca se acercaban en una ráfaga casi silente, puertas que se abrían deslizándose con suavidad, hombres trajeados y técnicos anónimos con su relumbrante colección de herramientas, listos como cirujanos para levantar la piel de ese lugar centímetro a centímetro y revelar la oscura arqueología que bullía debajo. El golpe de las puertas al cerrarse era casi imperceptible y de una precisión infalible, amortiguado por el aire denso.
—¿Qué pasa? —preguntó Sam.
Había traído a Sweeney y O'Gorman y a un tipo pelirrojo al que reconocí vagamente del hervidero de actividad que fue la sala de investigaciones hacía unas semanas. Me bajé del Land Rover y ellos se posicionaron a mi alrededor; Sophie y su equipo se estaban poniendo los guantes y el rostro fino y tranquilo de Cassie asomaba por encima del hombro de Sam.
—La noche en que murió Katy Devlin —comencé—, desapareció una paleta de la caseta de los hallazgos de la excavación, cerrada con llave. Los arqueólogos utilizan unas paletas que consisten en una hoja de metal sujeta a un mango de madera de unos quince centímetros de largo, que se estrecha hacia la hoja y tiene la punta redonda. Esta paleta en concreto, que continúa desaparecida, llevaba las letras «SC» grabadas en el mango; son las iniciales del propietario, Sean Callaghan, que afirma que se la olvidó en la caseta de los hallazgos a las cinco y media de la tarde del lunes. Encaja con la descripción que hizo Cooper del instrumento utilizado para atacar sexualmente a Katy Devlin. Nadie sabía que iba a estar ahí, lo que sugiere que fue un arma aleatoria y que esa caseta podría ser nuestro escenario del crimen original. Sophie, ¿puedes empezar allí?
—El kit de luminol —le dijo Sophie a uno de sus «miniyó».
Se separó del grupo y abrió la puerta trasera de la furgoneta.
—Tres personas tenían llaves de la caseta —dije—. Ian Hunt, Mark Hanly y Damien Donnelly. No podemos descartar a Sean Callaghan, ya que podría haberse inventado el cuento de que se dejó la paleta allí. Hunt y Hanly tienen coche, lo que significa que, si fue uno de ellos, pudo haber ocultado o transportado el cuerpo en el maletero. Callaghan y Donnelly no tienen, que yo sepa, así que cualquiera de los dos tendría que haber escondido el cuerpo muy cerca de aquí, quizás en el yacimiento. Tendremos que peinar toda la zona con lupa y rezar para que quede alguna prueba. Estamos buscando la paleta, una bolsa de plástico manchada de sangre y las escenas del crimen original y secundaria.
—¿También tienen llaves del resto de las casetas? —quiso saber Cassie.
—Averígualo —respondí.
El técnico había vuelto, con el kit de luminol en una mano y un rollo de papel marrón en la otra. Nos miramos unos a otros, asentí y nos pusimos en marcha al mismo paso, formando una falange veloz y resuelta que bajaba por la colina rumbo a la excavación.
Cuando un caso se esclarece es como si se abriera un dique. Todo a tu alrededor se aglomera y adopta la marcha más potente de forma grácil e irreprimible; cada gota de energía que has vertido en la investigación vuelve a ti, desatándose y ganando impulso a cada segundo y sumiéndote en su rugido creciente. Me olvidé de que O'Gorman nunca me había caído bien, me olvidé de que Knocknaree me hacía perder la cabeza y de que casi me había cargado aquel caso una docena de veces, casi me olvidé de todo lo que había ocurrido entre Cassie y yo. Creo que ésta es una de las cosas que siempre me han encantado de mi trabajo: el hecho de que, en determinados momentos, puedas renunciar a todo lo demás, te pierdas en su huracanado ritmo tecno y te conviertas tan sólo en parte de una maquinaria esencial y perfectamente calibrada.
Nos desplegamos en abanico, por si acaso, para cruzar el yacimiento en dirección a los arqueólogos. Estos nos lanzaron unas miradas breves e intranquilas, pero nadie echó a correr; nadie dejó siquiera de trabajar.
—Mark —dije. Aún estaba arrodillado en su talud; se puso en pie de un rápido y peligroso movimiento y se me quedó mirando—. Voy a tener que pedirte que traigas a todo tu equipo a la cantina.
Mark estalló.
—¡Me cago en Dios! ¿Es que no habéis tenido bastante? ¿De qué tenéis miedo? Aunque hoy encontrásemos el Santo Grial de los cojones, el lunes por la mañana arrasarían este sitio de todos modos. ¿No podéis dejarnos en paz al menos estos días?
Por un momento casi pensé que iba a echárseme encima, y noté que Sam y O'Gorman se acercaban detrás de mí.
—Cálmate, chico —advirtió O'Gorman.
—No me llames «chico». Tenemos hasta las cinco y media del viernes y todo cuanto queráis de nosotros puede esperar hasta entonces, porque no iremos a ninguna parte.
—Mark —dijo Cassie con severidad, a mi lado—. Esto no tiene nada que ver con la autopista. Te diré lo que vamos a hacer: tú, Damien Donnelly y Sean Callaghan vendréis con nosotros ahora mismo. Es innegociable. Si dejas de ponernos dificultades, el resto de tu equipo puede seguir trabajando bajo la supervisión del detective Johnston. ¿Te parece bien?
Mark la fulminó con la mirada, pero al cabo de un segundo escupió en la tierra y proyectó su barbilla hacia Mel, que ya estaba dirigiéndose hacia él. Los demás arqueólogos nos observaban, sudorosos y con ojos como platos. Mark le espetó unas instrucciones a Mel en voz baja mientras señalaba con el dedo varios puntos del yacimiento; luego le dio en el hombro un apretón ligero e inesperado y se alejó a grandes zancadas hacia las casetas, con los puños bien hundidos en los bolsillos de la chaqueta. O'Gorman fue tras él.
—Sean, Damien —llamé.
Sean dio un brinco entusiasta y sostuvo la mano en alto para que chocara mi palma con la suya, pero me lanzó una mirada cómplice al ver que yo lo ignoraba. Damien vino más despacio, subiéndose los pantalones. Estaba tan aturdido que casi parecía ser víctima de una conmoción, aunque tratándose de él no me alarmó especialmente.
—Tenemos que hablar con vosotros —anuncié—. Nos gustaría que esperaseis un rato en la cantina, hasta que estemos listos para llevaros a comisaría.
Ambos abrieron la boca. Me di la vuelta y me fui antes de que pudieran preguntar.
Los metimos en la cantina junto con un aturullado doctor Hunt —que seguía aferrado a puñados de papeles— y dejamos a O'Gorman para vigilarlos. Hunt nos dio permiso para registrar el yacimiento, con una prontitud que le hizo bajar puestos en la lista de sospechosos (Mark exigió ver nuestra orden, pero se echó atrás en cuanto le dije que me encantaría conseguir una si a él no le importaba esperar allí unas cuantas horas), y Sophie y su equipo se dirigieron a la caseta de los hallazgos y empezaron a pegar papel marrón sobre las ventanas. Johnston, afuera en la excavación, se movía entre los arqueólogos libreta en mano, comprobando paletas y apartando a personas para breves tête-á-tête.
—La misma llave sirve para todas las casetas —anunció Cassie al salir de la cantina—. Hunt, Mark y Damien tienen una, pero Sean no. No hay más, y todos dicen que nunca han perdido, prestado ni echado de menos la suya.
—Pues empezaremos con las casetas y luego nos iremos abriendo si es necesario —dije—. Sam, ¿vais tú y Cassie a la de los hallazgos? Sweeney y yo nos ocuparemos del despacho.
Este era minúsculo y estaba atestado. Los estantes se combaban bajo el peso de los libros y plantas de interior y en el escritorio se amontonaban papeles y tazas y trozos de cerámica, además de un ordenador mastodóntico. Sweeney y yo trabajamos rápida y metódicamente, sacando cajones, cogiendo libros y comprobando la parte de atrás y colocándolos otra vez más o menos en su lugar. Lo cierto es que no esperaba encontrar nada. Ahí no había ningún sitio donde ocultar un cuerpo, y estaba bastante seguro de que la paleta y la bolsa de plástico habían acabado arrojadas al río o enterradas en algún lugar de la excavación, donde necesitaríamos el detector de metales y una gran dosis de suerte y tiempo para encontrarlas. Todas mis esperanzas estaban puestas en Sophie y su equipo y los rituales misteriosos que estuvieran llevando a cabo en la caseta de los hallazgos. Mis manos avanzaban automáticamente a lo largo de las estanterías; aguardaba, con una intensidad que casi me paralizaba, algún sonido del exterior, como pasos o la voz de Sophie llamándome. Cuando a Sweeney se le cayó un cajón y maldijo en voz baja, estuve a punto de gritarle que se callara.
Poco a poco me iba dando cuenta de lo alta que había sido mi apuesta. Podría haberme limitado a llamar a Sophie y hacer que viniera a comprobar la caseta de los hallazgos, sin necesidad de mencionárselo a nadie más si no daba resultado. En lugar de eso, me había apoderado de todo el yacimiento y había traído prácticamente a todas las personas que tenían alguna relación con la investigación. Si aquello resultaba ser una falsa alarma no quería ni pensar en la reacción de O'Kelly.
Al cabo de lo que me pareció una hora, oí en el exterior: «¡Rob!». Me levanté del suelo de un salto, desperdigando papeles por todas partes. Era la voz de Cassie, clara, juvenil y excitada. Subió los escalones brincando, cogió el tirador de la puerta y entró en el despacho dando un giro.
—Rob, tenemos la paleta. En la caseta de las herramientas, debajo de todas esas lonas.
Estaba colorada y sin aliento, y era obvio que se había olvidado por completo de que apenas nos hablábamos. Yo mismo me olvidé por un instante; su voz fue a clavarse directa a mi corazón, familiar, radiante y cálida.
—Quédate aquí y sigue buscando —le ordené a Sweeney, y la seguí.
Ella ya estaba corriendo de vuelta a la caseta de las herramientas, y sus pies aparecían y desaparecían al saltar por encima de surcos y charcos.
La caseta era un caos de carretillas en posiciones variadas y absurdas, picos, palas y azadones enmarañados contra las paredes y enormes y tambaleantes montañas de cubos de metal abollados, esterillas de espuma y chalecos amarillo fluorescente (alguien había escrito «INSERTAR EL PIE AQUÍ», con una flecha apuntando hacia abajo, en la espalda del de arriba de todo), todo ello recubierto de capas irregulares de barro seco. Había unos cuantos que guardaban las bicis ahí. Cassie y Sam habían trabajado de izquierda a derecha, pues el lado izquierdo tenía ese inconfundible aspecto posregistro, discretamente ordenado e invadido.
Sam estaba de rodillas al fondo de la caseta, entre una carreta rota y un montón de lonas verdes, sosteniendo la esquina de éstas con una mano enguantada. Nos abrimos paso entre las herramientas y nos apiñamos a su lado.
La paleta estaba tirada detrás de la pila de lonas, entre éstas y la pared; la habían lanzado con tanta fuerza que la punta, al engancharse a media caída, había rasgado la dura tela. No había bombilla y la caseta estaba en penumbra aun con las grandes puertas abiertas, pero Sam alumbró el mango con la linterna. Ahí estaba: «SC», en letras grandes y torcidas con trazos góticos, quemadas en la madera barnizada.
Hubo un largo silencio; sólo el perro y la alarma de coche, incesantes en la distancia, con idéntica y mecánica determinación.
—Diría que estas lonas no se utilizan muy a menudo —comentó Sam con discreción—. Estaban detrás de todo lo demás, debajo de herramientas rotas. ¿Y no dijo Cooper que seguramente estuvo envuelta en algo el día antes de que la encontraran?
Me enderecé y me sacudí fragmentos de mugre de las rodillas.
—Aquí mismo —dije—. Su familia se volvió loca buscándola y estuvo aquí mismo todo el tiempo.
Me había levantado demasiado deprisa y por un momento la caseta dio vueltas a mi alrededor y se desvaneció; un agudo zumbido de fondo me machacaba los oídos.
—¿Quién tiene la cámara? —preguntó Cassie—. Tendremos que fotografiar esto antes de meterlo en bolsas.
—El equipo de Sophie —contesté—. Les diremos que inspeccionen también este lugar.
—Y mira —dijo Sam. Alumbró con la linterna la parte derecha de la caseta y enfocó una gran bolsa de plástico medio llena de guantes de jardín, de esos de goma verde con el dorso entretejido—: si yo necesitara unos guantes, cogería un par de éstos y luego los volvería a echar dentro.
—¡Detectives! —chilló Sophie, desde algún lugar del exterior.
Su voz sonó metálica, comprimida por el cielo bajo. Di un respingo.
Cassie se levantó de golpe y se volvió a mirar la paleta.
—Alguien tendría que…
—Yo me quedo —dijo Sam—. Id vosotros dos.
Sophie estaba en los peldaños de la caseta de las herramientas, con una luz negra en la mano.
—Sí —anunció—, definitivamente se trata de vuestra escena del crimen. Han intentado limpiarla, pero… Venid a ver.
Los dos jóvenes técnicos estaban apretados en un rincón; el chico sostenía dos espráis negros y Helen manejaba una cámara de vídeo, con los ojos grandes y asombrados por encima de la máscara. La caseta era demasiado pequeña para cinco, y la siniestra y clínica incongruencia que los técnicos habían traído consigo la convirtió en una especie de improvisada cámara de tortura de alguna guerrilla: papel para cubrir las ventanas, una bombilla monda y lironda balanceándose en el techo, unas figuras con máscaras y guantes a la espera de poder entrar en acción…
—Quedaos atrás, junto al escritorio —ordenó Sophie—, lejos de las estanterías.
Cerró la puerta de golpe, con lo que todos pestañeamos, y apretó un trozo de cinta encima de las rendijas que tapaba.
El luminol reacciona hasta con la más mínima cantidad de sangre, haciéndola brillar expuesta a una luz ultravioleta. Se puede pintar una pared salpicada, se puede restregar una alfombra hasta que parezca nueva y quedar impune durante décadas, pero el luminol hará resurgir el crimen, con detalle e inmisericorde. «Si Kiernan y McCabe hubieran tenido luminol, podrían haber encargado a una avioneta de fumigación que vaporizara el bosque», pensé, y reprimí unas ganas histéricas de reírme. Cassie y yo retrocedimos hacia el escritorio, separados unos centímetros. Sophie le pidió con un gesto el espray al técnico, encendió su luz negra y apagó la bombilla del techo. En la oscuridad súbita pude oírnos a todos respirar, cinco pares de pulmones luchando por el aire polvoriento.
El siseo de una botella de espray y el minúsculo piloto rojo de la cámara acercándose. Sophie se agachó y sostuvo su luz cerca del suelo, junto a las estanterías.
—Aquí —dijo.
Oí la inspiración leve y seca de Cassie. El suelo se iluminó de un blanco azulado y mostró unos trazos frenéticos, como una especie de grotesca pintura abstracta: arcos de gotas donde la sangre había salpicado, círculos emborronados donde se había encharcado y empezado a secar, marcas enormes donde alguien la había fregado, jadeante y desesperado, para tratar de eliminarla… Brillaba como una sustancia radiactiva desde las grietas entre las tablas del suelo y realzaba el grano rugoso de la madera. Sophie movió la luz negra hacia arriba y roció otra vez. Aparecieron ínfimas gotitas esparcidas por las estanterías metálicas y un manchón como la huella de una mano al agarrarse con frenesí. La oscuridad nos despojó de la caseta y del embrollo de papeles y bolsas de cerámica rota, y nos dejó suspendidos en el negro espacio con el asesinato, luminiscente, clamoroso y reproduciéndose una y otra vez ante nuestros ojos.
—Dios mío —exclamé.
Katy Devlin había muerto en aquel suelo. Nos habíamos sentado en esa caseta e interrogado al asesino, ni más ni menos que en la escena del crimen.
—No es posible que se trate de lejía ni de nada parecido —aventuró Cassie.
El luminol da falsos positivos por materiales como la lejía doméstica o el cobre, pero ambos sabíamos que Sophie no nos habría hecho acudir de no haber estado segura.
—Comprobado —respondió Sophie sin extenderse. Pude oír su mirada fulminante en su voz—. Sangre.
En lo más hondo, creo que había dejado de creer en aquel momento. En las últimas semanas había pensado muchísimo en Kiernan, en su acogedor refugio junto al mar y sus sueños angustiados. Son contados los detectives que terminan su carrera al menos sin un caso de éstos, y una parte traidora de mí insistía desde el principio en que la operación Vestal —la última que habría elegido en este mundo— iba a ser el mío. Fue extraño y casi doloroso adoptar un nuevo enfoque para comprender que nuestro hombre ya no era un arquetipo sin rostro, surgido de la pesadilla colectiva para realizar una acción y disolverse de nuevo en la oscuridad; estaba sentado en la cantina, a sólo unos metros de distancia, y llevaba unos pantalones enfangados y bebía té ante la mirada recelosa de O'Gorman.
—Ya lo tenéis —concluyó Sophie.
Se enderezó y encendió la luz del techo. Pestañeé ante el suelo anodino e inocente.
—Oye —dijo Cassie. Seguí la inclinación de su barbilla; en uno de los estantes más altos había una bolsa de plástico rellena de más bolsas de plástico, de esas grandes, transparentes y gruesas que utilizaban los arqueólogos para almacenar cerámica—. Si la paleta fue un arma aleatoria…
—Oh, por el amor de Dios —exclamó Sophie—. Vamos a tener que comprobar todas las bolsas de este maldito lugar.
Los cristales de las ventanas vibraron y se oyó un tintineo repentino y furioso en el techo de la caseta. Había empezado a llover.