12
Por la mañana comenzamos a seguirle la pista a una tal Sandra o Alexandra no sé qué que había vivido en o cerca de Knocknaree en 1984. Fue una de las mañanas más frustrantes de mi vida. Llamé a la oficina del censo y una mujer poco interesada y con voz nasal me dijo que no podía proporcionarme ninguna información sin una orden judicial. Cuando empecé a contarle con vehemencia que aquello tenía relación con una niña asesinada y comprendió que no pensaba dejarlo correr, me informó de que tenía que hablar con otra persona, me puso en espera (Eine Kleine Nachtmusik, en apariencia ejecutada con un solo dedo en Casio vintage), y al fin me puso con otra mujer con idéntica falta de interés que me hizo pasar por el mismo proceso.
Frente a mí, Cassie intentaba hacerse con el registro electoral del distrito de Dublín suroeste de 1988 —año en el que, con casi toda seguridad, Sandra ya debía de tener edad suficiente para votar, aunque probablemente no para independizarse—, con los mismos resultados; podía oír un sonido empalagoso y falso indicándole, a intervalos, que su llamada era importante para ellos y que sería atendida por orden de recepción. Estaba aburrida e inquieta y cambiaba de postura cada treinta segundos: sentada con las piernas cruzadas, encaramada a la mesa, haciendo girar la silla una y otra vez hasta hacerse un lío con el cable del teléfono… Yo tenía los ojos empañados por la falta de sueño, el cuerpo pegajoso por el sudor —la calefacción central estaba al máximo, aunque ni siquiera hacía frío— y me faltaba poco para ponerme a gritar.
—A la mierda —dije finalmente, colgando el auricular de golpe. Sabía que Eine Kleine Nachtmusik sonaría en mi cabeza durante semanas—. Esto no tiene ningún sentido.
—Su descontento es importante para nosotros —canturreó Cassie, mirándome del revés con la cabeza inclinada hacia atrás por encima del reposacabezas—, y será usted atendido por orden de recepción. Gracias por mantenerse a la espera.
—Aunque estos retrasados nos den algo, no estará grabado en disco ni será una base de datos. Serán cinco millones de cajas de zapatos repletas de papel y tendremos que examinar cada puto nombre. Tardaremos semanas.
—Y seguramente ella se habrá mudado o se habrá casado y habrá emigrado y muerto de todos modos, pero ¿se te ocurre una idea mejor?
De repente, se me ocurrió algo.
—Pues sí —afirmé y cogí mi abrigo—. Vamos.
—¿Cómo? ¿Adónde?
Al pasar por delante de Cassie, hice girar su silla para orientarla hacia la puerta.
—Vamos a hablar con la señora Pamela Fitzgerald. ¿Quién es tu genio favorito?
—La verdad es que Leonard Bernstein —respondió Cassie alegremente, colgando de golpe el auricular y saltando de un brinco de la silla—, pero tú me bastarás por hoy.
Hicimos un alto en la tienda de Lowry y compramos una caja de galletas de mantequilla escocesas para la señora Fitzgerald, como compensación por no haber encontrado todavía su monedero. Craso error: esa generación es obsesivamente competitiva respecto a la generosidad, y las galletas provocaron que ella sacara una bolsa de bollos del congelador, los descongelara en el microondas, los untara con mantequilla y vertiera mermelada en una pequeña fuente descascarillada, mientras yo permanecía sentado en el borde de su resbaladizo sofá meneando una pierna de forma compulsiva hasta que Cassie me lanzó una horrible mirada y me sentí obligado a parar. Sabía que yo también tendría que comerme aquella guarrada, de lo contrario, la fase «Ajá, continúe» podía alargarse durante horas.
La señora Fitzgerald nos observó con dureza y con los ojos entornados, hasta que cada uno de nosotros bebió un sorbo de té —estaba tan fuerte que noté cómo se me arrugaba la boca— y tomó un bocado. Entonces soltó un suspiro de satisfacción y se acomodó en su butaca.
—Me encantan los bollos blancos —señaló—. Los de fruta se me pegan en la dentadura postiza.
—Señora Fitzgerald —comenzó Cassie—, ¿recuerda a los dos niños que desaparecieron en el bosque hace unos veinte años?
Me molestó, súbita e intensamente, el hecho de necesitar que lo preguntara ella, pero no tuve el valor de hacerlo yo mismo. Estaba supersticiosamente seguro de que un temblor en mi voz me delataría, haría que la señora Fitzgerald desconfiara de mí lo suficiente como para mirarme más fijamente y se acordara de aquel tercer niño. Entonces sí que tendríamos que quedarnos allí todo el día.
—Por supuesto —soltó con indignación—. Aquello fue espantoso. No encontraron ni rastro de ellos. No tuvieron ni un funeral decente ni nada de nada.
—¿Qué cree que les ocurrió? —preguntó Cassie de súbito.
Quise darle un puntapié por hacernos perder el tiempo, pero aunque no me gustara entendía por qué se lo había preguntado. La señora Fitzgerald parecía una vieja astuta sacada de un cuento de hadas que nos observara desde una cabaña destartalada en el bosque, pícara y alerta; de algún modo, no podías evitar creer que te acabaría dando la respuesta a tu acertijo, aunque fuera demasiado críptico para poder desentrañarlo.
Examinó atentamente su bollo, le dio un mordisco y se limpió los labios con una servilleta de papel. Nos estaba haciendo esperar, deleitándose con el suspense.
—Algún tarado los arrojó al río —respondió al fin—. Que Dios los tenga en su gloria. Algún desgraciado al que no deberían haber dejado salir nunca.
Como de costumbre, mi cuerpo reaccionaba de forma exasperante y automática ante esta conversación, me temblaban las manos y se me aceleraba el pulso. Dejé la taza sobre la mesa.
—Entonces, usted cree que fueron asesinados —apunté, poniendo la voz más grave para asegurarme de mantenerla bajo control.
—Claro, ¿qué si no, jovencito? Mamá, que en paz descanse, aunque por aquel entonces aún estaba viva, murió hace tres años de gripe; pues ella siempre afirmó que se los había llevado el Pooka. Pero ella era terriblemente antigua, Dios la tenga en su gloria.
Eso me pilló desprevenido. El Pooka es el espantaniños de una antigua leyenda, un salvaje y travieso descendiente de Pan y antepasado de Puck. No estaba en la lista de personas de interés de Kiernan y McCabe.
—No, fueron a parar al río; de no ser así vuestra gente habría encontrado los cadáveres. Hay quien dice que rondan por el bosque, pobres chiquitines. Theresa King, la del camino de Knocknaree, los vio hace apenas un año, cuando recogía la colada.
Eso tampoco me lo esperaba, aunque probablemente debería haberlo hecho. Dos niños desaparecieron para siempre en el bosque del lugar; ¿cómo no iban a formar parte del folclore de Knocknaree? No creo en fantasmas, pero la simple idea —pequeñas formas moviéndose a la caída de la tarde, gritos sin palabras— me provocó un gélido escalofrío acompañado de una punzada de indignación: ¿cómo se atrevía a verlos esa mujer del camino, y yo en cambio no?
—En aquel momento —añadí, con la intención de volver a encarrilar la conversación—, usted le contó a la policía que había unos chicos un poco brutos que solían deambular por el lindero del bosque.
—Unos gamberros —dijo la señora Fitzgerald con deleite—. De los que escupen en el suelo y todo eso. Mi padre siempre decía que escupir era una señal inequívoca de mala educación. Ah, pero dos de ellos al final tomaron la senda correcta, eso sí. El hijo menor de Concepta Mills ahora se dedica a los ordenadores. Se acaba de mudar a la ciudad, a Blackrock, nada menos. Knocknaree no era lo bastante bueno para él. Y el muchacho de los Devlin, claro, ya hablamos de él. Es el padre de la pequeña Katy, que en paz descanse. Un hombre encantador.
—¿Qué pasó con el tercer chico? —quise saber—. ¿Shane Waters?
Frunció los labios y tomó un remilgado sorbo de té.
—No me interesan los de su calaña.
—Ya… así que se echó a perder, ¿no? —sugirió Cassie en tono confidencial—. ¿Puedo tomar otro bollo, señora Fitzgerald? Son los más deliciosos que he probado en siglos.
Eran los únicos que había probado en siglos. Detesta los bollos porque, según ella, «no saben a comida».
—Claro, querida; seguro que te vendría bien ganar algo de peso. Tengo muchos más. Ahora que mi hija me ha regalado un microondas, hago seis docenas de una vez y los meto en el congelador hasta que los necesito.
Cassie eligió su bollo con un gran aspaviento adulador, le dio un buen mordisco y masculló: «Mmm». Si se comía los suficientes como para que la señora Fitzgerald creyera necesario calentar algunos más, estaba dispuesto a romperle la crisma. Se tragó el trozo de bollo y le preguntó:
—¿Shane Waters todavía vive en Knocknaree?
—En la prisión de Mountjoy —señaló la señora Fitzgerald, confiriendo a sus palabras una carga siniestra—. Ahí es donde vive. Él y otro tipo atracaron una gasolinera con una navaja y aterrorizaron al pobre muchacho que trabajaba allí. Su madre siempre aseguraba que no era un mal chico, sólo que era muy influenciable, pero que tampoco había para tanto.
Por un momento deseé podérsela presentar a Sam. Se habrían caído bien.
—Usted le dijo a la policía que había unas chicas que solían pasar el rato con ellos —indiqué, preparando mi libreta.
Succionó a través de la dentadura postiza con desaprobación.
—Un par de frescas. En mi época no me importaba enseñar un poco de pierna; es la mejor forma de llamar la atención de los chicos, ¿verdad? —Me guiñó el ojo y se rió con un cacareo oxidado, pero la cara se le iluminó dejando entrever que había sido muy guapa, una chica dulce y atrevida de ojos vivarachos—. Pero esa vestimenta que se ponían para los chicos… qué forma de despilfarrar el dinero. Para la poca ropa que llevaban, podían haber ido en cueros. Hoy en día todas visten así, con unos tops que dejan la barriga al aire y pantalones cortos y todo eso, pero entonces aún quedaba algo de decencia.
—¿Recuerda sus nombres?
—Déjame pensar. Una de ellas era la hija mayor de Marie Gallagher. Lleva ya quince años en Londres y viene cada dos por tres para lucirse con su ropa estrambótica y presumir de tener un trabajo importante, pero Marie dice que, a fin de cuentas, no es más que una especie de secretaria. Siempre había sido un poco creída. —Se me cayó el alma a los pies: Londres. Pero la señora Fitzgerald dio un buen trago a su té y levantó un dedo—. Claire, eso es. Claire Gallagher, todavía; nunca se casó. Salió con un divorciado durante unos años y eso tuvo angustiada a Marie, pero no duró.
—¿Y la otra chica? —pregunté.
—Ah, ella aún está aquí. Vive con su madre en el callejón de Knocknaree, al final de la urbanización; en la zona peligrosa, ya me entendéis. Con dos críos y sin marido. Claro que, ¿qué más se puede esperar? Si andas buscando problemas, no tienes que ir muy lejos para encontrarlos. Es una de las hijas de los Scully. Jackie es la que se casó con aquel Wicklow, Tracy es la que trabaja en la agencia de apuestas… Sandra, así se llama. Sandra Scully. Acábate el bollo —le ordenó a Cassie, que lo había dejado disimuladamente en la mesa e intentaba fingir que se había olvidado de su existencia.
—Muchas gracias, señora Fitzgerald. Nos ha sido de gran ayuda —concluí.
Cassie aprovechó para meterse el resto del bollo en la boca y hacerlo bajar con el té. Me guardé la libreta y me levanté.
—Esperad un momento —dijo la señora Fitzgerald, agitando una mano hacia mí. Renqueó hacia la cocina y regresó con una bolsa de plástico llena de bollos congelados que presionó contra la mano de Cassie—. Aquí tienes. Esto es para ti. No, no, no —insistió ante las protestas de Cassie, y es que, gustos personales aparte, se supone que no debemos aceptar regalos de los testigos—. Te harán bien. Eres una chica encantadora. Compártelos con este compañero tuyo si sabe comportarse.
La zona peligrosa de la urbanización (por lo que recuerdo, nunca antes había estado allí; todas nuestras madres nos advertían: que nos mantuviéramos alejados) no era en realidad tan diferente de la zona segura. Las casas eran un poco más deprimentes y en algunos de los jardines crecían malas hierbas y margaritas. El muro que había al final del camino de Knocknaree estaba salpicado de pintadas, pero todas eran bastante moderadas —«Viva el Liverpool», «Martina y Conor juntos para siempre», «Jonesy es gay»— y la mayoría parecían hechas con rotulador; en realidad, eran casi pintorescas comparadas con las que se ven en las zonas realmente duras. Si hubiera tenido que dejar mi coche aparcado allí toda la noche por alguna razón, no me habría dejado llevar por el pánico.
Sandra abrió la puerta. Por un momento no estuve seguro; no tenía el mismo aspecto con el que la recordaba. Resultó ser una de esas chicas que florecen temprano y al cabo de pocos años se marchitan, abrumadas. En mi confusa imagen mental, era firme y sensual como un melocotón maduro, con aquel halo pelirrojo y dorado de brillantes rizos al estilo de los ochenta, pero la mujer de la puerta estaba hinchada y abatida, tenía una mirada cansada y desconfiada y el pelo teñido de color latón apagado. Una punzada de angustia me atravesó el cuerpo. Casi deseé que no fuera ella.
—¿Puedo ayudarles? —preguntó.
Su voz era más profunda y tenía un deje ronco, pero pude reconocer el tono dulce y entrecortado. («Eh, ¿cuál de ellos es tu chico?» Una uña brillante saltaba de Peter a mí, mientras Jamie negaba con la cabeza y decía: «¡Puaj!». Sandra se rió, golpeando con los pies en el muro: «¡Dentro de poco cambiarás de opinión!».)
—¿Señora Sandra Scully? —le pregunté.
Asintió con cautela. Vi cómo se percató de que éramos policías mucho antes de sacar nuestras placas y cómo se puso a la defensiva. En algún lugar de la casa, un niño pequeño daba gritos y golpeaba un objeto metálico.
—Soy el detective Ryan y ella es la detective Maddox. A mí compañera le gustaría hablar con usted unos minutos.
Cassie captó la señal y noté cómo se ponía junto a mí casi imperceptiblemente. Si yo no hubiera estado seguro, habría dicho «a nosotros» y le habríamos formulado juntos las preguntas rutinarias del caso Katy Devlin hasta que yo me decidiera. Pero estaba seguro, y era probable que Sandra se sintiera más cómoda hablando de aquello sin la presencia de un hombre en la habitación.
Sandra apretó la mandíbula.
—¿Es por Declan? Porque ya le pueden decir a esa vieja furcia que después de la última vez le quité el estéreo, así que si oye algo serán voces dentro de su cabeza.
—No, no, no —le respondió Cassie tranquilamente—. No es nada de eso. Estamos trabajando en un caso antiguo y hemos pensado que usted tal vez recuerde algún detalle que nos pueda ser de ayuda. ¿Puedo entrar?
Sandra miró fijamente a Cassie y luego se encogió de hombros, vencida.
—¿Tengo otra opción?
Dio un paso atrás y abrió un poco la puerta; pude oler que había algo friéndose.
—Gracias —añadió Cassie—. Intentaré no robarle demasiado tiempo.
Al entrar en la casa, me miró por encima del hombro y me lanzó un pequeño guiño tranquilizador. Después, la puerta se cerró de un portazo tras ella.
Cassie estuvo allí mucho tiempo. Yo me quedé sentado en el coche y me fumé un cigarrillo tras otro hasta que se me acabaron; entonces me mordí las cutículas, tamborileé Eine Kleine Nachtmusik contra el volante y, con la llave de contacto, aparté la porquería que había en el salpicadero. Deseaba con locura haber pensado en ponerle a Cassie un micrófono, o algo por el estilo, por si en algún momento podía ser de ayuda que yo entrara. No es que desconfiara de ella, pero no estuvo allí aquel día y yo sí, y Sandra parecía haberse transformado en una tía dura en algún punto del camino, y no tenía la certeza de que Cassie supiera hacer las preguntas adecuadas. Al bajar las ventanillas aún pude oír al niño pequeño chillar y dar golpes; entonces la voz de Sandra se alzó con severidad, oí una bofetada y el niño se puso a berrear, más de indignación que de dolor. Recordé los impecables dientecitos blancos de Sandra al reír y el valle misterioso e impreciso del escote de su top.
Tras lo que me parecieron horas, oí cómo se cerraba la puerta y Cassie recorrió el camino de vuelta con paso enérgico. Entró en el coche y resopló con fuerza.
—Bueno. Tenías toda la razón. Le ha costado un poco empezar a hablar, pero cuando ha arrancado…
El corazón me latía con fuerza, aunque no sabía si de júbilo o de pánico.
—¿Qué ha dicho?
Cassie ya había sacado los cigarrillos y buscaba un mechero.
—Dobla la esquina o sácalo de aquí. No le ha gustado que el coche estuviera fuera; dice que se nota que es de la poli y que los vecinos hablarán.
Salí de la urbanización, aparqué en el área de descanso que había delante del yacimiento, le gorreé a Cassie uno de sus cigarrillos de chica y encontré un mechero.
—¿Y?
—¿Sabes lo que ha dicho?
Cassie bajó la ventanilla con brusquedad y echó el humo afuera. De repente me di cuenta de que estaba furiosa; furiosa y agitada.
—Ha dicho: «No fue una violación ni nada de eso, sólo me obligaron a hacerlo». Lo ha dicho unas tres veces. Gracias a Dios, los niños son demasiado jóvenes para enterarse…
—Cass —le pedí con toda la calma que pude—. Desde el principio.
—El principio es que comenzó a salir con Cathal Mills cuando ella tenía dieciséis años y él diecinueve. A él, sabe Dios por qué, se le consideraba muy guay, y a Sandra la tenía loca. Jonathan Devlin y Shane Waters eran sus mejores amigos. Ninguno de ellos tenía novia, a Jonathan le molaba Sandra, a Sandra le hacía gracia él y un buen día, cuando llevaban seis meses de relación, Cathal le dice a ella que Jonathan quiere «hacérselo con ella», textualmente, y que él opina que es una idea genial. Como si le diera a su colega un trago de su cerveza o algo así. Por Dios, eran los ochenta, ni siquiera tenían condones…
—Cass…
Lanzó el mechero por la ventana contra un árbol. Cassie tiene bastante buena puntería: el encendedor rebotó en el tronco y cayó en el sotobosque. Ya la había visto de mal humor antes —yo le digo que esa falta de autocontrol mediterránea es culpa de su abuelo francés—, y sabía que después de desquitarse con el árbol se calmaría. Me obligué a esperar. Se dejó caer contra el asiento, dio una calada al cigarrillo y, tras un instante, me lanzó una tímida sonrisa de soslayo.
—Me debes un mechero, prima donna —le solté—. Dime, ¿cómo sigue la historia?
—Y tú todavía me debes el regalo de Navidad del año pasado. En fin, que en realidad a Sandra no le suponía un gran problema lo de tirarse a Jonathan. Sucedió en una o dos ocasiones; después todos se sentían un poco incómodos, pero lo superaban y todo volvía a la normalidad…
—¿Cuándo fue eso?
—A principios de aquel verano, en junio del ochenta y cuatro. Al parecer Jonathan salió con una chica poco después, que debía de ser Claire Gallagher, y Sandra cree que él le devolvió el favor a Cathal. Ella tuvo una fuerte discusión con Cathal a raíz de eso, pero aquella historia la tenía tan confundida que al final decidió olvidarlo todo.
—Dios mío —exclamé—. Por lo visto estaba viviendo en medio de El show de Jerry Springer: «Declaraciones de unos adolescentes que practican el intercambio de parejas».
A sólo unos metros de allí y unos cuantos años atrás, Jamie, Peter y yo habíamos jugado a machacarnos a golpes los brazos y a lanzarle dardos a aquel horrible jack russell de los Carmichael que tanto ladraba. Todas esas dimensiones paralelas, privadas, subyacentes a una pequeña urbanización tan inofensiva; todos esos mundos independientes amontonados en un mismo espacio. Pensé en los oscuros estratos arqueológicos que había debajo; en el zorro al otro lado de mi ventana, aullando a una ciudad que apenas coincidía con la mía.
—Pero entonces —continuó Cassie—, Shane se enteró y también quiso participar en el juego. A Cathal le pareció bien, por supuesto, pero a Sandra no. A ella no le gustaba Shane, «aquel gilipollas lleno de granos», le ha llamado. Me da la impresión de que era algo así como un marginado, pero los otros dos iban con él por costumbre, porque eran amigos desde críos. Cathal intentaba convencerla (no puedo esperar a ver cómo es el historial de Cathal en internet, ¿y tú?). Ella le daba largas, le decía que se lo pensaría, hasta que al final se le abalanzaron en el bosque. Mientras Cathal y nuestro amigo Jonathan la sujetaban, Shane la violó. Sandra no recuerda la fecha exacta, pero sabe que tenía magulladuras en las muñecas y que estaba preocupada por si no desaparecían antes de que comenzaran las clases de nuevo, por lo que debió de ser en agosto.
—¿Nos vio a nosotros? —quise saber, procurando no subir la voz.
El hecho de que esta historia comenzase a encajar con la mía era perturbador, pero también era horrible y sumamente emocionante.
Cassie me miró; impasible, su cara no revelaba nada, pero supe que estaba comprobando cómo me sentía yo con todo aquello. Intenté parecer despreocupado.
—No del todo. Estaba… bueno, ya sabes en qué estado estaba. Pero recuerda haber oído a alguien en el sotobosque, y luego los gritos de los chicos. Jonathan corrió tras vosotros y cuando regresó dijo algo así como: «Malditos niños».
Tiró la ceniza por la ventanilla. Por la posición de sus hombros, sabía que no había terminado. Al otro lado de la carretera, en el yacimiento, Mark, Mel y otros dos hacían algo con unas varillas y unas cintas de medir amarillas mientras se gritaban los unos a los otros. Mel se rió clara y cordialmente, y exclamó: «¡Ya te gustaría a ti!».
—¿Y? —le pregunté cuando ya no pude soportarlo más.
Temblaba como un perro de caza al sujetar una presa. Como ya he dicho, nunca pego a los sospechosos, pero mi mente empezaba a acelerarse con imágenes melodramáticas en las que lanzaba a Devlin contra la pared, le gritaba a la cara y le arrancaba respuestas a puñetazos.
—¿Sabes qué? —respondió Cassie—. Ni siquiera rompió con Cathal Mills. Salió con él durante unos meses más hasta que él la dejó a ella.
Estuve a punto de preguntarle: «¿Eso es todo?».
—Creo que la prescripción varía si ella era menor —dije. Mi mente iba a mil por hora, sobrevolando estrategias de interrogatorios—. Puede que aún estemos a tiempo. Parece la clase de tipo al que me encantaría arrestar en medio de una reunión de la junta directiva.
Cassie negó con la cabeza.
—No hay ninguna posibilidad de que ella presente cargos. Básicamente cree que todo fue culpa suya por acostarse con él en primer lugar.
—Vamos a hablar con Devlin —sugerí mientras ponía el motor en marcha.
—Un momento —añadió Cassie—: hay algo más. Tal vez no sea nada, pero… Cuando acabaron, Cathal, al que de verdad creo que deberíamos investigar de todos modos, porque seguro que encontramos algo que imputarle, dijo: «Ésta es mi chica», y le dio un beso. Ella se quedó allí sentada, temblando e intentando arreglarse la ropa y recobrarse. Entonces oyeron un ruido procedente de los árboles, a tan sólo unos metros de distancia. Sandra dice que nunca había oído algo así. Ha dicho que era como un enorme pájaro batiendo las alas, salvo que está segura de que era el sonido de una voz, una llamada. Todos se sobresaltaron y gritaron, y entonces Cathal dijo algo así como: «Esos putos niños ya la están liando otra vez», y arrojó una piedra hacia los árboles, pero el sonido continuó. Venía de las sombras y no podían ver nada. Se quedaron paralizados, alucinados, y se pusieron a gritar. Finalmente aquello paró y oyeron cómo se alejaba hacia el interior del bosque; dice que sonaba como algo grande, por lo menos del tamaño de una persona. Volvieron a casa corriendo como locos. Y había un olor, un fuerte olor a animal, como de cabras o algo así, o el olor que hay en un zoo.
—Pero ¿qué demonios…? —pregunté.
Estaba completamente desconcertado.
—Pues que no erais vosotros los que la estabais liando.
—No, que yo recuerde —respondí. Recuerdo correr a toda prisa, recuerdo mi propia respiración golpeándome en los oídos, sin saber lo que pasaba pero con la certeza de que era algo terrible; nos recuerdo a los tres mirándonos unos a otros fijamente, jadeando, en el lindero del bosque. Tenía serias dudas de que hubiéramos decidido regresar al claro para hacer extraños aleteos y desprender un olor a cabra—. A lo mejor se lo imaginó.
Cassie se encogió de hombros.
—Tal vez sí. Pero en cierto modo, me pregunto si en realidad podía haber un animal salvaje en el bosque.
El animal más feroz de la fauna irlandesa posiblemente sea el tejón, aunque de vez en cuando surgen rumores atávicos, en general en las regiones centrales, sobre ovejas degolladas o viajeros nocturnos que atraviesan caminos y que proyectan grandes sombras encorvadas o con ojos como brasas. La mayoría de ellos resultan ser perros pastores solitarios o gatitos domésticos vistos bajo una luz truculenta, pero algunos casos son un misterio. A mi pesar, me acordé de los desgarrones en el dorso de mi camiseta. Cassie, sin creer del todo en el misterioso animal salvaje, siempre se ha sentido fascinada por él, porque su linaje se remonta al Perro Negro que acechaba a los caminantes medievales y porque le encanta la idea de que no todos los centímetros del país estén delineados y regulados y controlados por un circuito cerrado de televisión, de que todavía queden recodos secretos en Irlanda donde un ser indómito del tamaño de un puma pueda campar a sus anchas.
Normalmente a mí también me atrae esa idea, pero en ese momento no podía pensar en ello. Durante todo el tiempo que llevábamos en este caso, desde el instante en que el coche llegó a la cima de la colina y vimos Knocknaree desplegado ante nosotros, la opaca membrana que había entre aquel día en el bosque y yo había empezado a hacerse más fina, lenta e inexorablemente. Se había vuelto tan delgada que podía oír los pequeños movimientos furtivos al otro lado: un batir de alas y patas diminutas escarbando, como una mariposa nocturna que se revuelve en el hueco de tus manos. Yo no estaba para teorías fantasiosas sobre exóticas mascotas fugadas o vestigios de alces o el monstruo del lago Ness o lo que fuera que Cassie tuviera en mente.
—No —dije—. No, Cass. Nosotros prácticamente vivíamos en ese bosque; si hubiera habido algo mayor que un zorro, lo habríamos sabido. Y los miembros de la partida de rescate habrían encontrado algún rastro. O había un mirón con peste a sudor observándoles o todo fueron imaginaciones suyas.
—De acuerdo —replicó Cassie, en un tono neutro. Volví a poner el coche en marcha—. Espera. ¿Cómo lo vamos a hacer?
—De ningún modo voy a quedarme sentado en el coche esta vez —le solté, notando que mi voz se alzaba peligrosamente.
Ella arqueó las cejas.
—Estaba pensando que, de hecho, debería… en fin, no quedarme en el coche, sino hablar con las primas y que me mandes un mensaje cuando quieras que te recoja. Devlin y tú podéis tener una charla entre hombres. Él no accederá a hablar sobre una violación si yo estoy presente.
—Oh —exclamé con torpeza—. Vale. Gracias, Cass. Me parece bien.
Se apeó del vehículo y yo me deslicé al asiento del copiloto, pensando que ella quería conducir; pero se dirigió hacia los árboles y se puso a buscar por el sotobosque hasta que encontró mi mechero.
—Aquí tienes —dijo, regresando al coche y ofreciéndome una media sonrisa—. Ahora quiero mi regalo de Navidad.