Ahora, de repente, no me resultaba ya incomprensible que Wertheimer se fuera a la cama con ella. Dije que probablemente me quedaría sólo una noche, de pronto había sentido necesidad de ir otra vez a Traich y, por consiguiente, de pasar la noche en su posada, que si recordaba el nombre de Glenn Gould, le pregunté, sí, fue su respuesta, el mundialmente famoso. Él, como Wertheimer, tenía más de cincuenta años, dije, el virtuoso del piano, el mejor del mundo entero, que estuvo una vez en Traich hacía veintiocho años, dije, de lo que ella, probablemente, no podía acordarse, lo que ella, sin embargo, me rectificó en seguida diciendo que se acordaba muy bien de aquel norteamericano. Pero aquel Glenn Gould no se mató, dije, le dio un ataque, cayó muerto sobre el teclado, dije, me di cuenta de la torpeza con que dije aquello, pero me resultaba menos penoso por la patrona que por mí mismo, muerto sobre el teclado, me oí decir aún, cuando la patrona estaba ya ante la ventana abierta, para comprobar si el hedor de la fábrica de papel apestaba el aire, como siempre cuando hace föhn, dijo. Wertheimer se mató, dije yo, ese Glenn Gould no, ése había muerto de muerte natural, tan forzadamente no he dicho nunca nada, pensé. Posiblemente Wertheimer se mató porque ese Glenn Gould murió. Un ataque de apoplejía era algo hermoso, dijo la patrona, todo el mundo deseaba tener un ataque de apoplejía, un ataque mortal. Un fin súbito. Ahora iré en seguida a Traich, dije, y si sabía la patrona si había alguien en Traich, quién guardaba ahora la casa en general. No lo sabía, dijo, sin embargo, seguramente eran los trabajadores forestales de Traich. En su opinión, desde la muerte de Wertheimer nada había cambiado en Traich. La hermana de Wertheimer, que indudablemente había heredado Traich, no había aparecido por aquí, ni tampoco ningún otro sucesor, como dijo ella. Que si tenía interés en cenar en su mesón, me preguntó, y yo dije que no podía decir aún lo que pasaría por la noche, naturalmente comeré en su casa salchicha al vinagre, en ningún otro sitio me la dan, pensé, pero no lo dije, sólo lo pensé. Dijo que su negocio iba como siempre, los trabajadores de la fábrica de papel lo mantenían, todos venían sólo por la noche, al mediodía apenas venía ningún huésped, siempre había sido así. Si viene alguien, son los transportistas de cerveza y los trabajadores forestales, que se sientan en el salón para comerse una salchicha de tocino, dijo. Pero tenía suficiente quehacer. Que estuvo casada en otro tiempo con un trabajador del papel, pensé, con el que vivió tres años, hasta que él se cayó en uno de aquellos temibles molinos papeleros y fue destrozado por el molino papelero, y que ella, luego, no volvió a casarse. Mi marido lleva ahora nueve años muerto, dijo inesperadamente, sentándose en el banco de la ventana. Casarme es algo que no se plantea ya, dijo, estar sola es mejor. Pero al principio una hacía cualquier cosa para casarse, para conseguir un marido, no dijo, luego me alegré de que hubiera desaparecido, lo que con seguridad pensaba, dijo, esa desgracia no hubiera debido ocurrir, el señor Wertheimer me ayudó mucho en los primeros tiempos, después del entierro. En un momento en que ella no aguantaba ya vivir con su marido, pensé mientras la observaba, él se cayó al molino papelero y desapareció, dejándole una renta, si no suficiente, por lo menos regular. Mi marido era un hombre bueno, dijo, al fin y al cabo usted lo conoció, aunque yo apenas podía acordarme de su marido, sólo que siempre llevaba el mismo traje de fieltro de la fábrica de papel y, con su gorra de fieltro de la fábrica de papel en la cabeza, comía en la mesa de la sala, devorando grandes pedazos de carne ahumada que su mujer le servía. Mi marido era un hombre bueno, repitió ella varias veces, mirando la ventana y arreglándose el pelo. Estar sola tiene también sus ventajas, dijo. Sin duda había estado yo en el entierro, dijo, y en seguida quiso saberlo todo sobre el entierro de Wertheimer, que había tenido lugar en Chur lo sabía ya, pero las circunstancias más detalladas que habían conducido al entierro de Wertheimer no las conocía aún, de forma que me senté en la cama y relaté. Como es natural, sólo conseguí hacer un relato fragmentario, comencé diciendo que yo estaba en Viena, ocupado en levantar mi piso, un gran piso, dije, demasiado grande para una persona sola y totalmente superfluo para alguien que se ha establecido en Madrid, esa ciudad espléndida entre todas, dije. Pero no vendí el piso, dije, lo mismo que tampoco pienso vender Desselbrunn, que al fin y al cabo ella conocía. La verdad es que ella estuvo con su marido una vez en Desselbrunn, hacía muchos años, cuando se quemó la granja, dije, con una crisis económica como la actual es una tontería vender una finca, la expresión finca la utilicé intencionadamente varias veces, era importante para mi relato. El Estado estaba en bancarrota, dije, y ella sacudió la cabeza, el Gobierno estaba corrompido, dije, los socialistas, que ahora llevaban ya trece años en el poder, habían aprovechado ese poder al máximo y destruido totalmente el Estado. Mientras yo hablaba, la patrona asentía con la cabeza y, alternativamente, me miraba a mí y miraba por la ventana. Todos querían un gobierno socialista, dije, pero ahora ven que precisamente ese gobierno socialista lo ha derrochado todo, la palabra derrochado la había pronunciado intencionadamente con más claridad que todas las demás, y el haberla utilizado en general ni siquiera me avergonzaba, repetí la palabra derrochado varias veces aún, en relación con la bancarrota del Estado bajo nuestro gobierno socialista, y dije además que el Canciller era un hombre vil, taimado y retorcido, que sólo había abusado del Socialismo como vehículo para su perversa pasión de poder, como por lo demás todo el gobierno, dije, todas esas personas no son más que ansiosos de poder, abyectos y sin escrúpulos, el Estado, que son ellos mismos, lo es todo para ellos, dije, y el pueblo, al que gobiernan, no significa para ellos absolutamente nada. Yo soy ese pueblo y lo quiero, pero no quiero tener nada que ver con ese Estado, dije. Nuestro país no había llegado nunca en su historia a un punto tan bajo, dije, nunca aún en su historia había sido gobernado por personas más viles y, por consiguiente, de menos carácter y más estúpidas. Pero el pueblo es tonto, dije, y es demasiado débil para cambiar una situación así, se deja engañar precisamente por personas retorcidas y ávidas de poder como las que ahora están en el Gobierno. Probablemente, tampoco en las próximas elecciones cambiará nada en esa lamentable situación, dije, porque los austríacos son hombres de costumbres y se acostumbran también a la ciénaga en que, desde hace ya más de un decenio, chapotean. Pobre pueblo, dije. Y por la palabra Socialismo, dije, se siguen dejando engañar sobre todo los austríacos, aunque todo el mundo sabe que la palabra Socialismo ha perdido su valor. Los socialistas no son ya socialistas, dije, ¡los socialistas de hoy son los nuevos explotadores, todo mentira!, le dije a la patrona que, sin embargo, no quería oír en absoluto aquella divagación disparatada, como me di cuenta de repente, porque la verdad era que sólo estaba sedienta de mi relato del entierro. Así pues, dije que me había sorprendido en Viena el telegrama de Zizers, el telegrama de la señora Duttweiler, dije, la hermana de Wertheimer, me había llegado en Viena, yo estaba en la famosa Palmenhaus y me encontré el telegrama ante la puerta. Hasta ahora no me resultaba claro cómo sabía la señora Duttweiler que yo estaba en Viena, dije. Una ciudad que se ha vuelto fea, y que no puede compararse ya con la Viena de antes. Una horrible experiencia después de pasar años en el extranjero, volver a esa ciudad, en general a este país degenerado, dije. El que la hermana de Wertheimer me telegrafiara siquiera, el que me hubiera comunicado siquiera la muerte de su hermano, me admiraba. Duttweiler, dije, ¡qué nombre más espantoso! Una rica familia suiza, dije, es ésa en la que se ha casado la hermana de Wertheimer, un consorcio de productos químicos. Pero, como ella misma sabía, le dije a la patrona, Wertheimer había oprimido siempre a su hermana, no la había dejado desarrollarse, y en el último momento, en el último de todos, ella se le escapó. Si la patrona fuera ahora a Viena, dije, se espantaría. Cómo ha cambiado esa ciudad, para peor, dije. ¡Ni rastro de grandeza, todo escoria!, dije. Lo mejor era mantenerse al margen de todo, retraerse de todo, dije. El haberme ido hacía ya diez años a Madrid no lo había lamentado ni un momento. Pero cuando no tenemos la posibilidad de marcharnos y tenemos que permanecer en un país tan estúpido, en una ciudad tan estúpida como Viena, nos extinguimos, efectivamente, no sobrevivimos ya mucho tiempo, dije. Había tenido tiempo en Viena, dos días para reflexionar sobre Wertheimer, dije, en el viaje a Chur y en la noche anterior al entierro. Cuántas personas había habido en el entierro de Wertheimer, quiso saber ella. Sólo la Duttweiler, su marido y yo, dije. Y, naturalmente, los sepultureros, dije. Todo había terminado en menos de veinte minutos. La patrona dijo que Wertheimer había dicho siempre que, si él moría antes que ella, le dejaría un collar, un collar valioso, dijo, de su abuela. Pero seguramente Wertheimer no le había dejado nada en su testamento, opinó, y yo pensé que Wertheimer, con seguridad, no había hecho testamento. Si Wertheimer le había prometido a la patrona un collar, le dije, recibiría ese collar. Wertheimer había pasado de vez en cuando la noche en su casa, dijo ella con el rostro arrebolado, cuando, como ocurría bastante a menudo, tenía miedo en Traich, al llegar de Viena, había ido primero a casa de ella, para pasar la noche, porque en invierno había llegado a menudo por sorpresa a Traich desde Viena, y en Traich no había calefacción. Las personas a las que, en los últimos tiempos, él había dejado venir a Traich llevaban trajes estrafalarios, actores, dijo, como de circo. En casa de ella no habían consumido nada, y se habían pertrechado de todo lo bebible en el colmado. No sólo se habían aprovechado de él, dijo la patrona, sino que se habían alojado a su costa en Traich durante semanas, lo habían revuelto todo, y hecho ruido toda la noche hasta la madrugada. Qué chusma, dijo. Durante semanas habían estado solos en Traich, sin Wertheimer, que sólo apareció unos días antes de su marcha a Chur. A menudo le había dicho Wertheimer a la patrona que iría a Zizers, a ver a su hermana y a su cuñado, pero siempre lo había ido aplazando. Le había escrito muchas cartas a su hermana, a Zizers, diciéndole que viniera a Traich con él y se separase de su marido, del que él, Wertheimer, siempre había tenido una pobre opinión, según la patrona, de ese hombre horroroso, según ella con palabras de Wertheimer, pero la hermana no había contestado a sus cartas. No podemos atar a ningún ser a nosotros, dije yo, si ese ser no quiere, tenemos que dejarlo en paz, dije. Wertheimer quiso atar a sí a su hermana para siempre jamás, dije, y ése fue su error. Volvió loca a su hermana y él mismo, al hacerlo, se convirtió en un demente, dije, porque es demencial matarse. Qué pasaría ahora con todo el dinero, me preguntó la patrona, que había dejado Wertheimer. No lo sabía, dije, sin duda lo habría heredado la hermana, opiné. Dinero llama a dinero, dijo la patrona, y entonces quiso saber más del entierro, pero yo no supe ya qué contar, porque la verdad era que lo había contado ya todo sobre el entierro de Wertheimer, más o menos todo. Que si había sido un entierro judío, quiso saber la patrona. Yo dije, no, no un entierro judío, lo enterraron de la forma más rápida, dije, todo pasó tan rápidamente que casi no me di cuenta. Los Duttweiler me invitaron a comer después del entierro, dije, pero yo rehusé, no quise estar con ellos. Pero fue un error, dije, hubiera debido aceptar e ir con ellos, de forma que ahora estaba solo de pronto sin saber qué hacer, dije. Chur es una ciudad fea, dije, más sombría que ninguna. Wertheimer está enterrado en Chur sólo provisionalmente, dije de pronto, quieren enterrarlo definitivamente en Viena, en el cementerio de Döbling, dije, en el panteón familiar. La patrona se puso de pie y opinó que el aire cálido de fuera calentaría ya la habitación hasta la noche, podía estar tranquilo. El frío del invierno está todavía aquí metido, dijo. Realmente yo tenía miedo de enfriarme, al pensar en tener que pasar la noche en aquella habitación en que tantas noches de insomnio había pasado ya. Sin embargo, no podía ir a otra parte, porque o quedaba demasiado lejos o era algo más primitivo aún, pensé. Desde luego, antes yo tenía muchas menos pretensiones, pensé, no era todavía tan sensible como ahora, y pensé que, en cualquier caso, le pediría a la patrona dos mantas de lana más antes de irme a la cama. Que si no podría hacerme un té caliente antes de que me fuera a Traich, le dije a la patrona, que entonces bajó a la cocina para hacerme un té caliente. Entretanto, saqué mis cosas de la bolsa y colgué dentro del armario el traje gris oscuro que, por decirlo así, había llevado a Chur como traje para el entierro. Por todas partes tienen en los dormitorios esos ángeles de Rafael de mal gusto, pensé contemplando el ángel de Rafael que había en la pared, el cual estaba ya totalmente mohoso pero, con ello, se había vuelto otra vez soportable. Recordé que aquí, hacia las cinco de la mañana, me despertaban los cerdos que se precipitaban a los comederos, y los portazos desconsiderados y estúpidos de la patrona. Cuando sabemos lo que nos espera, pensé, lo soportamos más fácilmente. En el espejo, ante el cual me tenía que inclinar para poder verme, descubrí el herpes de mis sienes, que durante semanas había tratado con una pomada china y había desaparecido ya, y que ahora, de repente, estaba ahí otra vez, el descubrimiento me asustó. Inmediatamente pensé en alguna enfermedad maligna, que el médico me ocultaba y que sólo me hacía tratar con esa pomada china para tranquilizarme, la cual en verdad, como había comprobado ahora, era inútil. Un herpes así puede ser, como es natural, el punto de partida de una enfermedad grave y maligna, pensé, dándome la vuelta. El que hubiera bajado en Attnang Puchheim y hubiera ido a Wankham, para dirigirme a Traich, me pareció de repente totalmente disparatado. Hubiera podido ahorrarme aquel horrible Wankham, pensé, eso es lo que me faltaba, pensé, estar de repente en aquella habitación fría y mohosa, horrorizándome ante la idea de la noche, que no me resultaba difícil imaginarme en todo su horror. Incluso si me hubiera quedado en Viena y no hubiera reaccionado en absoluto al recibir el telegrama de la Duttweiler y, sencillamente, no hubiera ido a Chur, me decía, hubiera sido mejor que haber emprendido aquel viaje a Chur, haber bajado en Attnang Puchheim y haber ido a Wankham, para ver otra vez Traich, que realmente no me concierne. Como no he hablado con los Duttweiler y ni siquiera ante la tumba abierta de Wertheimer he sentido lo más mínimo, hubiera podido eludir sin más toda esa tortura, y no hubiera tenido que asumirla. Mi forma de actuar me resultaba repulsiva. Por otra parte, ¿qué hubiera podido hablar realmente con la hermana de Wertheimer?, me preguntaba. Con su marido, que no me interesaba en absoluto y que, realmente, me repelió, todavía más en aquel encuentro personal que por las descripciones de Wertheimer, que al fin y al cabo no lo habían mostrado bajo una luz nada favorable. Con gentes como Duttweiler realmente no hablo, había pensado en seguida, cuando había visto a Duttweiler por primera vez. ¡Pero incluso un Duttweiler así había hecho que la Wertheimer dejase a su hermano y se fuera a Suiza, pensé, incluso un repulsivo Duttweiler así! Me miré otra vez al espejo y comprobé que el herpes no sólo se había extendido ahora a mi sien derecha sino también a la nuca. Posiblemente la señora Duttweiler volverá ahora a Viena, pensé, su hermano ha muerto, la vivienda del Kohlmarkt se le ha quedado libre, no necesita ya Suiza. La vivienda de Viena le pertenece, lo mismo que Traich. Y si además tiene sus muebles en la vivienda del Kohlmarkt, pensé, que a ella le gustaban y que su hermano, como siempre decía, odiaba. Ahora podrá vivir tranquilamente con el suizo en Zizers, pensé, porque en cualquier momento puede volver a Viena o ir a Traich. El virtuoso yace en el cementerio de Chur, cerca de la colina de Müll, pensé por un momento. Los padres de Wertheimer habían sido enterrados aún según la ley judía, pensé, Wertheimer, en los últimos tiempos, se había calificado siempre a sí mismo de sin religión. El panteón de los Wertheimer en el cementerio de Döbling, inmediatamente al lado del llamado panteón Lieben y del sepulcro de Theodor Herzl, lo había visitado muchas veces con Wertheimer, y no le había irritado que el gigantesco bloque de granito, en el que estaban cincelados los nombres de los Wertheimer que yacían en el panteón de los Wertheimer, hubiera sido desplazado, con el paso del tiempo, unos diez o veinte centímetros, por un haya que crecía en el panteón; su hermana había querido obligarlo, una y otra vez, a quitar esa haya y colocar otra vez el bloque de granito en su sitio original, pero a él mismo el hecho de que el haya hubiera podido crecer sin trabas en el panteón y desplazar el bloque de granito no lo molestaba, al contrario, cada vez, cuando estaba ante el panteón, se asombraba del haya y del bloque de granito cada vez más desplazado. Ahora la hermana hará quitar el haya del panteón y enderezar el bloque de granito, y antes trasladarán a Wertheimer de Chur a Viena y lo enterrarán en el panteón, pensé. Wertheimer era el más apasionado visitante de cementerios que he conocido, más apasionado aún que yo, pensé. Con el índice derecho tracé una gran W en el polvo de la puerta del armario. Mientras lo hacía, recordé a Desselbrunn, y por un momento me descubrí pensando sentimentalmente en ir quizá a Desselbrunn, a pesar de todo, pero inmediatamente sofoqué ese pensamiento. Quería ser consecuente y me dije, no iré a Desselbrunn, en cinco o seis años no iré a Desselbrunn. Una visita así a Desselbrunn me debilitaría sin duda para años, me dije, no puedo permitirme una visita a Desselbrunn. El paisaje que había ante la ventana era el paisaje yermo, enfermante y muy conocido para mí de Desselbrunn, que de repente, desde hacía años, no podía soportar ya. Si no me hubiera marchado de Desselbrunn, me dije, hubiera perecido, no existiría ya, hubiera perecido antes que Glenn y antes que Wertheimer, me hubiera extinguido, como tengo que decir, porque el paisaje de Desselbrunn y de alrededor de Desselbrunn es un paisaje para extinguirse, lo mismo que el paisaje que hay frente a la ventana en Wankham, que lo amenaza todo y lo aplasta lentamente, y jamás anima, jamás protege. No podemos elegir el lugar de nuestro nacimiento, pensé. Sin embargo, podemos marcharnos de ese lugar de nacimiento si amenaza aplastarnos, marcharnos e irnos de lo que nos matará si dejamos pasar el momento de marcharnos e irnos. Yo tuve suerte, y me marché en el momento oportuno, me dije. Y, en fin de cuentas, me marché también de Viena, porque también Viena amenazaba aplastarme y asfixiarme. En cualquier caso, tengo que agradecer a la cuenta bancaria de mi padre el estar todavía con vida, el poder existir aún, como me dije de repente. No es una comarca para pasarse la vida, me dije. No es un paisaje tranquilizador. No son gentes agradables. Que me acechaban, pensé. Que me atemorizaban. Que me engañaban. Nunca me he sentido seguro en esta comarca, pensé. Continuamente atacado por enfermedades, en definitiva, casi muerto de insomnio. Cuando vinieron los hombres de Altmünster y se llevaron el Steinway, respirar, pensé, ir y venir de pronto, liberado, por Desselbrunn. Al fin y al cabo, no renunciar al arte y a lo que esa palabra designe, al regalar el Steinway a la hija del maestro de Altmünster, pensé. El Steinway, entregado a la abyección del maestro, entregado a la estupidez de la hija del maestro, pensé. Si le hubiera dicho al maestro lo que valía realmente mi Steinway, se hubiera espantado, pensé, por eso él no tenía idea del valor del instrumento. Ya cuando había hecho transportar el Steinway de Viena a Desselbrunn sabía yo que el piano no estaría mucho tiempo en Desselbrunn, pero como es natural no había tenido idea de que se lo regalaría a la hija del maestro, pensé. Mientras tuve el Steinway, no pude ser independiente en mis escritos, pensé, libre como a partir del momento en que el Steinway salió definitivamente de la casa. Tenía que separarme del Steinway para poder escribir, para decirlo sinceramente, he escrito durante catorce años y, realmente, sólo por ello no he escrito más que cosas más o menos inútiles, porque no me había separado de mi Steinway. Apenas había salido el Steinway de la casa, había escrito mejor, pensé. En la calle del Prado, sin embargo, pensaba siempre que el Steinway estaba en Viena (o en Desselbrunn) y, por ello, no podía escribir nada mejor que esos ensayos, en fin de cuentas y en todo caso siempre fracasados. Apenas había rechazado el Steinway, escribí de otra forma, desde el primer momento, pensé. Pero eso no quiere decir, al fin y al cabo, que, con el Steinway, hubiera renunciado a la música, pensé. Al contrario. Pero la música no tenía ya esa potencia devastadora sobre mí, sencillamente, no me hacía ya daño, pensé. Cuando miramos ese paisaje nos da miedo. No queremos volver a ese paisaje. En ningún caso. Todo es siempre sólo gris y las gentes hacen de continuo una impresión deprimente. Si volviera me escondería otra vez en mi habitación y no podría tener ningún pensamiento útil, pensé. Y me volvería como son todos aquí, sólo tengo que mirar a la patrona, a ese ser totalmente destruido por una Naturaleza que lo domina aquí todo, y que no puede salir ya de su vileza y abyección, pensé. En este paisaje maligno me hubiera extinguido. Pero la verdad es que no hubiera debido ir nunca a Desselbrunn, pensé, la verdad es que no hubiera debido aceptar la herencia, hubiera podido renunciar a ella, la verdad es que lo he abandonado, pensé. Originalmente, Desselbrunn fue construido por uno de mis tíos abuelos, que fue director de la fábrica de papel, como una casa señorial de muchas habitaciones, para los muchos hijos que tenía. Abandonarlo sencillamente, eso fue mi salvación, sin duda. Al principio, con mis padres, siempre en verano sólo a Desselbrunn, luego, durante años, fui en Desselbrunn y en Wankham al colegio, pensé, luego al instituto en Salzburgo, luego al Mozarteum, una vez, durante un año, también a la Wiener Akademie, pensé, otra vez al Mozarteum, y luego otra vez a Viena y finalmente, con la idea de retirarme allí para siempre con mis ambiciones espirituales, a Desselbrunn, donde muy pronto fracasé con la sensación de haberme metido en un callejón sin salida. La carrera de virtuoso del piano como escapatoria, pero sin embargo llevada a la máxima perfección, pensé. En un momento culminante de poder, como puedo decir, renunciar a todo, tirarlo, como tengo que decir, herirme, regalar el Steinway. Cuando llueve aquí seis o siete semanas ininterrumpidamente y, con esa lluvia ininterrumpida, se vuelven dementes, pensé, se requiere la mayor fuerza de voluntad para no matarse. Pero la mitad de todas estas gentes de aquí se matan, antes o después, no perecen por sí mismas, como suele decirse. No tienen otra cosa que su catolicismo o el partido socialista, los dos las instituciones más repulsivas de nuestro tiempo. En Madrid salgo de casa por lo menos una vez al día para comer, pensé, aquí no saldría nunca de casa, en mi progresivo y desesperado proceso de abandono. Pero después de todo no he pensado nunca seriamente en vender, he especulado con ello, sí, como en los dos últimos años, pero como es natural sin resultado. Sin embargo, jamás he prometido a nadie interesado en ello no vender Desselbrunn, pensé. Sin corredores de fincas no se puede hacer ninguna venta y los corredores de fincas me aterrorizan, pensé. Podemos abandonar sin más una casa como Desselbrunn durante años, pensé, dejar que degenere, pensé, por qué no. A Desselbrunn no iré en ningún caso, pensé. La patrona me había preparado el té, y bajé a la sala del mesón. Me senté en la mesa de la ventana, en la que me había sentado también en años anteriores, pero no había tenido la impresión de que el tiempo se hubiera detenido. Oí trabajar a la patrona en la cocina y pensé que, probablemente, preparaba la comida para su hijo que volvería del colegio hacia la una o las dos, un gulasch recalentado o quizá una sopa de verduras. En teoría, comprendemos a las personas, pero en la práctica no las soportamos, pensé, la mayoría de las veces sólo tratamos con ellas de mala gana y las tratamos siempre desde nuestro punto de vista. Sin embargo, no deberíamos ver a las personas desde nuestro punto de vista, sino contemplarlas y tratarlas desde todos los puntos de vista, pensé, relacionarnos con ellas de forma que pudiéramos decir que nos relacionamos con ellas, por decirlo así, de una forma totalmente imparcial, lo que sin embargo no se consigue, porque realmente somos siempre parciales hacia todos. La patrona estuvo una vez enferma del pulmón como yo, pensé, esa enfermedad del pulmón, como yo, la pudo expulsar de sí, liquidar, con su fuerza de voluntad. A trancas y barrancas, como suele decirse, pudo terminar la escuela primaria, pensé, y se hizo cargo entonces de un mesón de su tío, que se vio mezclado en un asesinato no totalmente aclarado hasta hoy, y condenado a veinte años de presidio. Junto con un vecino, su tío, al parecer, estranguló a un representante vienés de lo que se llama artículos de mercería, en la habitación de al lado de mi habitación, para apoderarse de la suma descomunal que, al parecer, llevaba consigo el representante de comercio. La Dichtelmühle, como se llama el mesón, cobró mala fama, por decirlo así, desde ese asesinato. Al principio, es decir, al conocerse el asesinato, la Dichtelmühle comenzó a ir mal y estuvo más de dos años cerrada. El tribunal adjudicó a la sobrina del asesino, es decir, del tío de ella, la Dichtelmühle, pensé, y la Dichtelmühle, fue abierta otra vez y administrada por la sobrina, pero, como es natural, no fue después de su reapertura la misma Dichtelmühle de antes del asesinato. Del tío de la patrona no se supo nada más, pensé, probablemente, sin embargo, como todos los asesinos y condenados a veinte años, fue puesto en libertad ya después de doce o trece años, y posiblemente no vivirá ya, pensé, no tenía la intención de preguntarle a la patrona por su tío, porque no tenía ninguna gana de escuchar otra vez toda la historia del asesinato, que ella me había contado ya varias veces y, de hecho, a petición mía. El asesinato del representante de comercio vienés había causado en aquel tiempo una gran expectación y, durante el proceso, los periódicos estaban diariamente llenos de noticias al respecto, y la Dichtelmühle, cerrada durante mucho tiempo, estuvo durante semanas asediada por curiosos, aunque en la Dichtelmühle no había nada digno de atención. Desde el asesinato, se designa a la Dichtelmühle nada más que como Casa del asesinato, y cuando la gente quiere decir que va a la Dichtelmühle, dice que va a la Casa del asesinato, eso se ha convertido en costumbre. En el caso de ese proceso, se trató de un proceso por indicios, pensé, y realmente no se probó el asesinato ni al tío de la patrona ni a su cómplice, cuya familia, por cierto, cayó en la desgracia por toda esa historia del asesinato, como suele decirse. Ni siquiera el tribunal creyó al, así llamado, peón caminero capaz de cometer un asesinato tan vil en compañía del tío de la patrona, al que siempre y en todas partes calificaban de campechano y modesto y totalmente de fiar y al que todavía hoy califican de campechano y modesto y de fiar los que lo conocieron, pero los miembros del jurado condenaron a la máxima pena, no sólo al tío de la patrona, sino también al antiguo peón caminero, que, como me consta, entretanto ha muerto, como ha dicho su mujer una y otra vez, de desesperación por haber sido víctima, siendo realmente inocente, de unos jurados que odiaban a la humanidad. Los tribunales, incluso cuando han aniquilado a personas inocentes y sus familias para toda la vida, se quedan tan tranquilos, pensé, y los jurados, que sólo obedecen siempre en su juicios al capricho momentáneo, pero también, siempre, a un odio sin trabas hacia sus semejantes, se las arreglan muy rápidamente con sus veredictos equivocados y consigo mismos, incluso cuando hace tiempo han comprendido que han cometido realmente un crimen irreparable contra personas inocentes. La mitad de todos los veredictos de jurados, me han dicho, se basan realmente en un juicio equivocado, pensé, y estoy seguro de que, en el llamado proceso de la Dichtelmühle se trató, en un ciento por ciento, de uno de esos procesos, que terminó con un veredicto equivocado del jurado. Los llamados tribunales de distrito austríacos son conocidos por el hecho de que, en ellos, se dictan todos los años docenas de veredictos equivocados de jurados y, por consiguiente, tienen sobre la conciencia a docenas de inocentes, que cumplen en nuestros establecimientos penitenciarios una pena la mayoría de las veces perpetua, sin esperanza de ser rehabilitados jamás, como suele decirse. En general, pensé, hay en nuestras prisiones y establecimientos penitenciarios más inocentes que culpables, porque hay tantos jueces sin conciencia y jurados que odian a la humanidad y, por consiguiente, a sus semejantes, los cuales se vengan de su propia infelicidad y de su propio horror en aquellos que, a causa de las horribles circunstancias que los han llevado ante los tribunales, se ven a su merced. La judicatura austríaca es diabólica, pensé, como tenemos que comprobar una y otra vez cuando leemos con atención los periódicos, pero con seguridad es todavía mucho más diabólica si sabemos que sólo una mínima parte de sus crímenes sale a la luz y se publica. Yo estoy convencido de que el tío de la patrona no fue el asesino o, mejor, cómplice de asesino, tal como fue marcado hace trece o catorce años, pensé. También al peón caminero lo consideraba realmente inocente, en efecto, todavía me acuerdo muy bien de las crónicas del proceso y, en el fondo, los dos, tanto el tío de la patrona, el llamado patrón de la Dichtelmühle, como su vecino, el peón caminero, hubieran tenido que ser absueltos sin falta, ya que, en definitiva, hasta el fiscal lo había solicitado, pero los miembros del jurado votaron por asesinato con conspiración y concurrencia de agravantes, e hicieron desaparecer al patrón de la Dichtelmühle y al peón caminero en el establecimiento penitenciario de Garsten. Y si nadie tiene el coraje y las fuerzas y el dinero necesarios para volver a abrir uno de esos horribles procesos, como suele decirse, un veredicto equivocado como el del caso del patrono de la Dichtelmühle y el peón caminero se hace sencillamente firme, una injusticia tan horrorosa hacia dos personas realmente inocentes, con las que en definitiva y para siempre, no se quiere, es decir, no quiere la sociedad, tener nada más que ver, el que sean culpables o inocentes, eso tiene importancia. El proceso de la Dichtelmühle, como se le ha llamado siempre, me vino a la memoria y me había ocupado luego también todo el tiempo que estuve sentado en la mesa de la ventana, porque había descubierto la fotografía que, fijada a la pared de enfrente, representaba al patrón de la Dichtelmühle, con su atuendo de posadero, fumando en pipa, y pensé que, probablemente, la patrona había clavado la fotografía allí a la pared, no sólo por gratitud por el hecho de que debía a su tío la Dichtelmühle, es decir, su existencia, sino también con el fin de no dejar que se olvidase totalmente al hombre de la Dichtelmühle o, mejor, al patrón de la Dichtelmühle. Sin embargo, la mayoría de ·los que se ocuparon real e insistentemente del proceso de la Dichtelmühle murieron hace tiempo, pensé, y a las gentes de hoy la fotografía no les dice nada. En la Dichtelmühle, sin embargo, ha quedado indudablemente ese olor determinado de un crimen capital, pensé, que como es natural atrae a las gentes. No nos disgusta que se sospeche de la gente y se la acuse y encierre, pensé, ésa es la verdad. Cuando salen a la luz los crímenes, pensé mirando la fotografía que tenía enfrente. Cuando ella vuelva a salir de la cocina, le preguntaré a la patrona qué fue de su tío, pensé, y me dije unas veces, se lo preguntaré, otras veces, no se lo preguntaré, le preguntaré, no le preguntaré, y así contemplaba todo el tiempo la fotografía del patrón de la Dichtelmühle y pensaba, le preguntaré por él, no le preguntaré por él, etcétera. De pronto, lo que se llama un hombre sencillo, que en verdad no es nunca un hombre sencillo, se ve arrancado a su entorno, realmente de la noche a la mañana, y metido en un establecimiento penitenciario, pensé, del que, si es que sale, no saldrá más que como hombre totalmente destruido, como náufrago de la Justicia, como tenía que decirme, de lo que, en definitiva, es culpable la sociedad entera. La verdad es que, ya inmediatamente después de terminar el proceso, se planteó en los periódicos la cuestión de si tanto el patrono de la Dichtelmühle como el peón caminero no serían realmente inocentes, y se publicaron también comentarios al respecto, pero dos o tres días después de terminar el proceso no se hablaba ya del proceso de la Dichtelmühle. De esos comentarios podía deducirse que los dos marcados y sentenciados como asesinos no podían haber cometido el asesinato en absoluto, un tercero, o varios terceros, tenían que haber cometido ese asesinato, pero la verdad es que el jurado había pronunciado su veredicto y el proceso no se abrió ya, pensé, realmente, pocas cosas me han ocupado en la vida con mayor pasión que los aspectos de Derecho Penal de nuestro mundo. Si observamos esos aspectos de Derecho Penal de nuestro mundo, lo que quiere decir de nuestra sociedad, nos maravillamos, como suele decirse, cada día. Cuando la patrona, más o menos agotada, salió de la cocina y se sentó a mi mesa, había estado lavando la ropa y, durante cierto tiempo, estuvo deformada por el vapor de la cocina, le pregunté a pesar de todo qué había sido de su tío, el patrón de la Dichtelmühle, pero no formulé la pregunta de una forma grosera, sino de la más cuidadosa. Su tío había ido a casa del hermano de él, en Hirschbach, dijo, Hirschbach era un pueblecito situado junto a la frontera checa, ella sólo había estado allí una vez, pero hacía ya años, en aquella época su hijo sólo tenía tres. Ella había tenido la intención de que su tío conociera a su hijo, con la esperanza de que él, a quien le suponía todavía mucho dinero, la ayudara en su necesidad, es decir, le diera dinero, y sólo con ese fin había soportado las fatigas de un viaje así hasta Hirschbach, junto a la frontera checa, medio año después de la muerte de su marido, el padre de su hijo, el cual, en contra de todas las circunstancias adversas, tan bien se había desarrollado. Pero su tío no la había recibido, había hecho decir a su hermano que no estaba y no se había mostrado siquiera hasta que ella había renunciado a esperarlo con su hijo y se habían vuelto a Wankham, sin éxito. Cómo podía tener un hombre el corazón tan duro, dijo, aunque por otra parte dijo también que comprendía a su tío. Él no quería saber ya nada de la Dichtelmühle ni de Wankham, dijo. Los que han estado en un establecimiento penitenciario, por el tiempo que sea, no vuelven, cuando los ponen en libertad, al sitio de donde vinieron, dijo. La patrona había confiado en recibir de su tío o, por lo menos, de su segundo tío, el llamado tío de Hirschbach, ayuda para salir adelante, pero no había recibido esa ayuda, precisamente de aquellas dos personas que eran y son todavía hoy sus últimos parientes y de los que sabía que, aunque vivían en una situación miserable, como era lógico en Hirschbach, disponían todavía de una gran fortuna, la patrona insinuó también en cuánto calculaba la fortuna de sus dos tíos, aunque no citó una suma exacta, una suma conmovedoramente pequeña, pensé, que sin embargo a ella, la patrona, tenía que haberle parecido tan grande que se había prometido para sí misma una ayuda decisiva, pensé. Los viejos, aunque no necesiten ya nada, son avarientos, cuanto más viejos son, tanto más avarientos se vuelven, no sueltan lo más mínimo y sus descendientes podrían morirse de hambre ante sus ojos, que eso no les molestaría lo más mínimo. La patrona describió entonces su viaje a Hirschbach, y lo incómodo que es ir de Wankham a Hirschbach, que tuvo que cambiar de tren tres veces con su hijo enfermo y que la visita a Hirschbach no sólo no le reportó dinero sino una inflamación de la garganta, una grave inflamación de garganta durante meses, según ella. Después de su visita a Hirschbach había pensado en quitar de la pared la fotografía de su tío, pero sin embargo no la quitó de la pared por los huéspedes, que indudablemente hubieran preguntado por qué había quitado la fotografía de la pared, y no tenía ganas de explicar una y otra vez a todo el mundo toda la historia, dijo. Entonces, hubieran querido saber de pronto otra vez todo lo del proceso, dijo, pero a eso no se hubiera dejado arrastrar ella. Pero la realidad era que ella había querido al tío representado en la fotografía antes del viaje a Hirschbach, mientras que, después del viaje a Hirschbach, sólo podía odiarlo. Ella había tenido hacia su tío la máxima comprensión, dijo, él hacia ella ni la más mínima. En definitiva, ella había seguido administrando la Dichtelmühle como mesón, dijo, en las condiciones más adversas, y no había dejado que la casa degenerase, ni tampoco la había vendido, para lo que al fin y al cabo había tenido oportunidad. A su marido no le interesaba el negocio de la hospedería, opinó, ella lo había conocido a él en una fiesta de Carnaval en Regau, adonde había ido ella a fin de comprar para su mesón unos sillones viejos desechados por un mesón de Regau. Ella había visto en seguida que allí se sentaba un hombre de buen carácter, sin compañía. Ella se sentó en su mesa y se lo trajo a Wankham, donde él se quedó en seguida. Pero posadero no lo fue nunca, dijo. Aquí, todas las esposas, realmente utilizó la palabra esposas, realmente todas las esposas tienen que contar con que sus maridos se caerán al molino papelero o que, por lo menos, el molino papelero les arrancará una mano o varios dedos, dijo, en el fondo, es cotidiano que se lesionen en los molinos papeleros, y la verdad es que por la comarca sólo andan hombres mutilados por los molinos papeleros. El noventa por ciento de los hombres trabajan aquí en la fábrica de papel, dijo. Para los niños no tenían todos otro proyecto que enviarlos a su vez a la fábrica de papel, dijo, desde hacía generaciones el mismo mecanismo, pensé. Y si la fábrica de papel se acaba, dijo, se quedarán todos plantados. Sólo era cuestión del plazo más breve que la fábrica de papel cerrase, opinó, todo hablaba en favor, como la fábrica de papel era una empresa nacionalizada, tendría que cerrar pronto porque, como todas las demás empresas nacionalizadas, debía miles de millones. Aquí todo se basa en la fábrica de papel y, cuando ésta cierre, todo habrá acabado. Ella misma estaría entonces lista, porque sus huéspedes eran en un noventa por ciento obreros del papel, dijo, los obreros del papel, por lo menos, se gastan el dinero, opinó, en cambio los trabajadores forestales no, y a los pocos aldeanos los veía como mucho una o dos veces al año, la verdad es que evitaban la Dichtelmühle desde la época del proceso, y no entraban ya en ella. Desde hacía tiempo no se preocupaba ya por aquel futuro sin esperanza, le era indiferente lo que ocurriera, en definitiva, su hijo tenía ahora doce años, y a los catorce, al fin y al cabo, llegan siempre en esa comarca al punto en que pueden valerse por sí mismos. El futuro no me interesa nada, dijo. El señor Wertheimer, según ella, había sido siempre para ella un huésped bien recibido. Pero esos señores distinguidos no saben en absoluto lo que significa vivir como ella, llevar un mesón como la Dichtelmühle. Ellos (¡los señores distinguidos!) sólo hablaban siempre de situaciones para ella incomprensibles, no tenían ninguna clase de preocupaciones y se pasaban todo el tiempo reflexionando en qué podían hacer con su dinero y con su tiempo. Ella no había tenido nunca suficiente dinero ni nunca suficiente tiempo y ni siquiera había sido siempre sólo desgraciada, a diferencia de aquellos señores distinguidos apostrofados por ella, que siempre tenían suficiente dinero y suficiente tiempo y hablaban continuamente de su desgracia. Para ella era totalmente incomprensible que Wertheimer, a ella, la dijera siempre sólo que era un hombre desgraciado. A menudo él había estado sentado hasta la una de la madrugada en el mesón, lamentándosele, y ella se había compadecido de él, como decía, y se lo había subido a su habitación, porque él no quería ir ya a Traich aquella noche. Que personas como el señor Wertheimer tenían sin embargo todas las posibilidades para ser felices, y no aprovechaban, jamás, esas posibilidades. Una casa tan señorial y tanta infelicidad en una persona, dijo. En el fondo, para ella el suicidio de Wertheimer no había sido ninguna sorpresa, pero eso no hubiera debido hacerlo él, ahorcarse de un árbol precisamente en Zizers, ante la casa de su hermana, eso no se lo perdonaba. La forma en que decía señor Wertheimer era a la vez conmovedora y repulsiva. La verdad es que una vez le pedí dinero, pero no me dio nada, dijo, hubiera necesitado un crédito para una nevera nueva. Pero los ricos son agarrados, dijo, cuando se trata de dinero. Y, sin embargo, Wertheimer tiró sencillamente millones por la ventana, dijo. También a mí me consideraba ella como a Wertheimer, acomodado, incluso rico e inhumano, porque inesperadamente dijo que todas las personas acomodadas y ricas eran inhumanas. Pero entonces, ¿era ella humana? le había preguntado yo, a lo que no me respondió. Se puso en pie y fue al encuentro de los transportistas de cerveza, que se habían detenido ante el mesón con sus grandes camiones. Me preocupaba lo que había dicho la patrona, y por esa razón no me puse en pie en seguida para ir a Traich, sino que me quedé sentado, para observar a los transportistas de cerveza y, sobre todo, a la patrona, que indudablemente tenía unas relaciones más íntimas con los transportistas de cerveza que con todos los demás que trataban con su mesón. Los transportistas de cerveza me han fascinado desde mi más temprana infancia, y así fue también ese día. La forma en que descargaban los toneles de cerveza y los entraban rodando por el zaguán y luego le empezaban además a la patrona el primero, para sentarse luego con ella en la mesa de al lado, me fascinaba. De niño había querido hacerme y ser transportista de cerveza, había admirado a los transportistas de cerveza, pensé, y nunca había podido hartarme de mirar a los transportistas de cerveza. Sentado en la mesa de al lado y observando a los transportistas de cerveza, me había acometido otra vez en seguida ese sentimiento de infancia, pero no me abandoné mucho tiempo a él, sino que me puse de pie y salí de la Dichtelmühle hacia Traich, no sin haberle dicho a la patrona que volvería hacia la noche o incluso antes, según, y que tenía interés en cenar. Al salir, oí aún cómo los transportistas de cerveza le habían preguntado a la patrona quién era yo y, como tengo mejor oído que nadie, la escuché aún susurrar mi nombre y añadir que yo era un amigo de Wertheimer, el necio que se había matado en Suiza. En el fondo, yo hubiera preferido, en lugar de ir ahora a Traich, quedarme sentado en la sala del mesón y prestar atención a los transportistas de cerveza y la patrona, pensé al marcharme, más que nada sentarme en la mesa de los transportistas de cerveza y beber con ellos un vaso de cerveza. Una y otra vez tenemos la ilusión de que podemos sentarnos con quienes nos atraen de toda la vida, precisamente con lo que se llama gentes sencillas, que, como es natural, nos imaginamos siempre totalmente distintas de como son en verdad, porque, si nos sentamos realmente con ellas, vemos que no son como pensábamos y que no somos en absoluto de los suyos, como nos habíamos convencido, y en su mesa y en su centro sólo recibimos los temidos desaires, que sentimos consecuentemente cuando nos hemos sentado a su mesa y creído que pertenecíamos a ellas o que podríamos sentarnos impunemente con ellas aunque sólo fuera el tiempo más breve, lo que es el mayor de los errores, pensé. Durante toda la vida sentimos nostalgia de esas gentes, y queremos ir a ellas y, cuando llevamos a la práctica lo que sentimos hacia ellas, somos rechazados por ellas y, de hecho, de la forma más despiadada. Wertheimer describía a menudo cómo había fracasado en su necesidad de estar con las llamadas gentes sencillas, es decir, con el llamado pueblo, de pertenecer a él, y muchas veces contó que había entrado en la Dichtelmühle con el fin de sentarse a la mesa del pueblo, para comprender, ya al primer intento en esa dirección, que era un error creer que personas como él, Wertheimer, o como yo, pudieran sentarse sencillamente a la mesa del pueblo. Personas como nosotros nos hemos excluido ya pronto de la mesa del pueblo, decía, como recuerdo yo, sencillamente nacimos ya en otra mesa muy distinta, decía, no en la mesa del pueblo. Pero a personas como nosotros, como es natural, nos atrae una y otra vez la mesa del pueblo, decía. Pero en la mesa del pueblo no se nos ha perdido nada, según él, como recuerdo yo. Llevar una existencia de transportista de cerveza, pensé, y cargar y descargar toneles día tras día y hacerlos rodar por los suelos de las posadas de la Alta Austria, y sentarse una y otra vez con todas esas patronas degeneradas y, todos los días, caer muerto de cansancio en la cama, durante treinta años, durante cuarenta. Respiré profundamente y me dirigí, tan deprisa como pude, a Traich. Que en el campo nos enfrentamos con los problemas insolubles del mundo, en todos los tiempos y en todo el futuro, de una forma mucho más despiadada que en la ciudad, en la que al fin y al cabo, si queremos, podemos volvernos totalmente anónimos, pensé, y que, en el campo, las atrocidades y las monstruosidades nos golpean en pleno rostro y no podemos hacerles frente, y que esas atrocidades y monstruosidades, si vivimos en el campo, nos hacen perecer con seguridad en el plazo más breve, eso no ha cambiado, pensé, desde que estoy fuera. Si vuelvo a Desselbrunn, pereceré irremisiblemente, la vuelta a Desselbrunn no se plantea ya, ni siquiera dentro de cinco o seis años, me dije, y cuanto más tiempo esté fuera, tanto más necesario será no volver ya a Desselbrunn, quedarme en Madrid o en otra gran ciudad, me dije, con tal de que no sea en el campo y nunca más en la Alta Austria, pensé. Hacía frío y viento. La absoluta locura de ir a Traich, haber bajado en Attnang Puchheim y haber ido a Wankham, se me había subido a la cabeza. En esta comarca, Wertheimer había tenido que volverse loco, incluso al final demente, pensé, y me dije que él siempre fue exactamente el Malogrado de que hablaba siempre Glenn Gould, Wertheimer fue un típico hombre de callejón sin salida, me dije, una y otra vez, al salir de un callejón sin salida se metió en otro callejón sin salida, porque Traich fue ya siempre para él un callejón sin salida, lo mismo que lo fue luego Viena, y lo mismo que, naturalmente, también Salzburgo, porque Salzburgo sólo fue para él un callejón sin salida, el Mozarteum nada más que un callejón sin salida, lo mismo que la Wiener Akademie, lo mismo que todos los estudios de piano un callejón sin salida, en general, esos hombres sólo pueden elegir siempre entre un callejón sin salida y otro, me dije, sin escapar jamás a ese mecanismo del callejón sin salida. El Malogrado nació ya malogrado, pensé, fue siempre ya el Malogrado y, si somos exactos al observar nuestro entorno, comprobamos que ese entorno se compone casi exclusivamente de esos malogrados, me dije, de esos hombres de callejón sin salida como Wertheimer, que fue calado ya desde el primer momento como uno de esos hombres de callejón sin salida y malogrados y que fue calificado también por primera vez por Glenn Gould de malogrado, de esa forma norteamericanocanadiense despiadada pero totalmente franca, y que Glenn Gould expresó sin vergüenza alguna lo que los otros pensaban también, pero nunca habían expresado, porque no son propios de ellos esos modales norteamericano-canadienses despiadados y francos, pero sin embargo saludables, me dije, y que, desde luego, todos vieron ya siempre en Wertheimer al Malogrado, pero no se atrevieron a calificarlo también de malogrado; pero quizá fue sólo que, con su falta de fantasía, no se les ocurrió un calificativo tan exacto, pensé, que Glenn Gould acuñó en el primer instante en que vio a Wertheimer, con agudeza, tengo que decir, sin haberlo observado antes largo tiempo, se le ocurrió en seguida el Malogrado, no, como a mí, después de una observación bastante larga y de años de convivir con él, ese concepto de hombre de callejón sin salida. Una y otra vez tenemos que habérnoslas con esos malogrados y esos hombres de callejón sin salida, me dije, avanzando rápidamente contra el viento. Nos cuesta el mayor esfuerzo salvarnos de esos malogrados y de esos hombres de callejón sin salida, porque esos malogrados y esos hombres de callejón sin salida no regatean medios para tiranizar a su entorno, para matar lentamente a sus semejantes, me dije. Por débiles que sean, y precisamente porque están tan débilmente construidos y hechos, tienen fuerzas para ejercer en su entorno un efecto devastador, pensé. Actúan más despiadadamente en contra de su entorno y en contra de sus semejantes, me dije, de lo que al principio podemos imaginarnos, y cuando llegamos a su motor, a su mecanismo original de malogrados y hombres de callejón sin salida, es casi siempre demasiado tarde para escapar de ellos, tiran de uno hacia abajo, cuando pueden, con toda su fuerza, me dije, toda víctima les satisface, aunque se trate de su propia hermana, pensé. De su desgracia, de su mecanismo de malogrados, sacan su mayor provecho, me dije, yendo hacia Traich, aunque en fin de cuentas ese provecho no les sirva de nada, lógicamente. Wertheimer abordó la vida siempre partiendo de hipótesis equivocadas, me dije, a diferencia de Glenn, que siempre abordó su existencia partiendo de hipótesis exactas. Wertheimer envidió a Glenn Gould hasta su misma muerte, me dije, ni siquiera pudo soportar la muerte de Glenn Gould y se mató poco tiempo después, y en verdad el momento desencadenante de su suicidio no fue la marcha de su hermana a Suiza sino la imposibilidad de soportar que Glenn Gould, en el momento culminante de su arte, como tengo que decir, sufriera un ataque. Primero no soportó Wertheimer que Glenn Gould tocase el piano mejor que él, que, de pronto, fuera Glenn Gould el genio, pensé, y además mundialmente conocido y, todavía más, que en el momento culminante de su fama mundial y de su genio sufriera un ataque, pensé. En cambio, para Wertheimer sólo existió la propia muerte, la muerte por su propia mano, pensé. En un ataque de megalomanía, se sentó en el tren de Chur, me dije ahora, y se fue a Zizers y se ahorcó ante la casa de los Duttweiler, desvergonzadamente. ¿De qué hubiera podido hablar yo con los Duttweiler? me pregunté y me respondí en seguida, pronunciándolo realmente en voz alta: de nada. ¿Hubiera debido decirle a la hermana lo que realmente pensaba y pienso sobre Wertheimer, su hermano?, pensé. Hubiera sido el mayor disparate, me dije. A la Duttweiler sólo la habría molestado con mis habladurías, y yo no habría ganado nada. Pero hubiera debido rechazar la invitación de los dos Duttweiler para comer con un tono más cortés, pensé ahora, realmente, rechacé su invitación no sólo con tono descortés, sino con tono improcedente, brusco, los herí, lo que ahora no me parecía bien. Actuamos injustamente, y herimos a la gente, sólo para sustraernos en ese momento a un esfuerzo mayor, a un enfrentamiento desagradable, pensé, porque enfrentarse con los Duttweiler después del entierro de Wertheimer hubiera sido sin duda cualquier cosa menos agradable, yo hubiera sacado otra vez a la luz todo lo que es mejor no sacar a la luz, todo lo relativo a Wertheimer, y con la injusticia y la imprecisión que se han convertido siempre para mí en fatalidad, en una palabra, con el subjetivismo que he odiado siempre, pero del que nunca he estado a salvo. Y los Duttweiler hubieran presentado a su modo la situación de Wertheimer, que hubiera dado un retrato de Wertheimer igualmente falso e injusto, me dije. Sólo describimos y juzgamos a los hombres siempre equivocadamente, los juzgamos injustamente y los describimos con bajeza, me dije, en todo caso, da igual a quien describamos o a quien juzguemos. Una comida así en Chur con los Duttweiler no hubiera producido más que malentendidos y, en fin de cuentas, hubiera llevado a ambas partes a la desesperación, pensé. De forma que es una suerte que haya rechazado su invitación y haya vuelto en seguida a Austria, pensé, aunque la verdad es que no hubiera debido bajarme en Attnang Puchheim, hubiera debido volver inmediatamente a Viena, ir a mi piso, pasar una noche e irme a Madrid, pensé. No me perdonaba el componente sentimental de aquella interrupción del viaje en Attnang Puchheim para pasar aquella noche repulsiva, pero necesaria, en Wankham, a fin de visitar el Traich dejado por Wertheimer. Por lo menos, hubiera podido preguntar a los Duttweiler quién estaba ahora en Traich, porque la verdad es que, camino de Traich, no tenía aún la menor idea de quién podía estar ahora en Traich, porque de la información de la patrona no podía fiarme, habla siempre demasiado, pensé, y, como todas las patronas, cosas disparatadas e inexactas. Y puede ser incluso que la propia Duttweiler esté ya en Traich, pensé, sería lo más lógico, el que, efectivamente, no como yo por la noche sino ya por la tarde o incluso al mediodía, hubiera ido de Chur a Traich. ¿Quién, si no, se ocupará ahora de Traich?, pensé, a no ser la hermana, que al fin y al cabo ahora, como Wertheimer está muerto y enterrado en Chur, no tiene ya nada que temer de él. Su tormento ha muerto, pensé, su destructor ha agotado su vida, no existe ya, nunca más tendrá nada que decir en lo que a ella se refiere. Como siempre, la verdad es que ahora exageraba, y me resultó molesto a mí mismo haber calificado a Wertheimer, de repente, de tormento y de destructor de su hermana, así, pensé, actúo siempre contra los otros, de forma injusta, incluso criminal. Siempre he sufrido por esa capacidad para ser injusto, pensé. El señor Duttweiler, que en mi primer encuentro me había sido tan repulsivo y que posiblemente no era en absoluto tan repulsivo, como pensé ahora, no tiene seguramente ningún interés por Traich, en general, ni el menor interés por los intereses de Wertheimer, me dije, parece como si lo que Wertheimer dejó en Traich y en Viena no le interesara en absoluto, pensé, y si tiene interés, el señor Duttweiler sólo lo tiene por el dinero dejado por Wertheimer, pero por el resto de la herencia de Wertheimer absolutamente ninguno, pero su hermana debía de tener por él el mayor de los intereses, porque no puedo imaginarme, pensé, que se separase de su hermano tan radical y definitivamente, al casarse con Duttweiler, que el legado de su hermano le sea indiferente, muy al contrario, sospecho ahora que, precisamente ahora, dejada en libertad por su hermano, por decirlo así, con su suicidio de protesta, se interesará de repente por todo lo de Wertheimer, con una intensidad con la que, hasta ahora, no se había interesado, y que quizá ahora mostrará interés incluso por el llamado legado de ciencias espirituales de su hermano. Con el espíritu, como suele decirse, la veía ya ahora en Traich examinando y estudiando los miles, si no cientos de miles de papeles de su hermano. Entonces pensé otra vez que Wertheimer no habría dejado un solo papel, lo que es más propio de él que lo que se llama un legado literario, que a él mismo no le importó nunca, como, por lo menos, le oí decir siempre, aunque la verdad es que no puedo decir que lo dijera en serio, pensé. Porque, muy a menudo, las personas que trabajan con productos del espíritu dicen que no les importan nada y, por el contrario, les importan mucho, sólo que no lo reconocen, porque se avergüenzan de rebajarse, como lo llaman, hablan mal de su trabajo para no tener que avergonzarse al menos públicamente, y es posible que Wertheimer hubiera trabajado con esas maniobras de engaño en lo referente a su llamada ciencia del espíritu, pensé, eso era muy propio de él. En ese caso, yo tendría realmente ocasión de hacerme una idea de ese trabajo espiritual, pensé. De pronto hacía tanto frío que tuve que subirme el cuello de la chaqueta. Una y otra vez buscamos la causa y pasamos sucesivamente de una posibilidad a otra, pensé, que la muerte de Glenn era la verdadera causa de la muerte de Wertheimer, pensaba una y otra vez, y no el que la hermana de Wertheimer se hubiera ido con Duttweiler a Zizers. La causa, decimos más, se encuentra siempre mucho más profunda, y se encuentra en las variaciones Goldberg que Glenn tocó en Salzburgo durante el curso de Horowitz, El clave bien templado es la causa, pensé, y no el hecho de que la hermana de Wertheimer, a los cuarenta y seis años, se separase de su hermano. La hermana de Wertheimer es realmente inocente de la muerte de Wertheimer, pensé, Wertheimer, pensé, quiso achacar la culpa de su suicidio a su hermana, para desviar la atención del hecho de que nada más que las Variaciones Goldberg interpretadas por Glenn, lo mismo que su Clave bien templado eran culpables de su suicidio, lo mismo que, en general, de su catástrofe vital. Pero el comienzo de la catástrofe de Wertheimer se produjo ya en el momento en que Glenn Gould le dijo a Wertheimer que era el Malogrado, lo que Wertheimer había sabido ya siempre fue expresado por Glenn súbitamente y sin premeditación, como tengo que decir, a su estilo norteamericanocanadiense, Glenn hirió mortalmente a Wertheimer con su malogrado, pensé, no porque Wertheimer hubiera oído ese concepto entonces por primera vez, sino porque Wertheimer, sin conocer la palabra malogrado, hacía tiempo que estaba familiarizado con el concepto de malogrado, sin embargo, Glenn Gould pronunció la palabra malogrado en un momento decisivo, pensé. Decimos una palabra y aniquilamos a un hombre, sin que ese hombre aniquilado por nosotros, en el momento en que pronunciamos la palabra que lo aniquila, se dé cuenta de ese hecho mortal, pensé. Una persona así enfrentada con una palabra mortal así, como concepto mortal, no sospecha nada aún del efecto mortal de esa palabra y de su concepto, pensé. Glenn, antes aún de haber empezado siquiera el curso de Horowitz, le dijo a Wertheimer la palabra malogrado, pensé, podría determinar incluso la hora exacta en que Glenn le dijo a Wertheimer la palabra malogrado. Decimos a una persona una palabra mortal y, como es natural, no tenemos conciencia en ese momento de que, realmente, le hemos dicho una palabra mortal, pensé. Veintiocho años después de haberle dicho Glenn a Wertheimer en el Mozarteum que era un malogrado y doce años después de habérselo dicho en Norteamérica, Wertheimer se mató. Los suicidas son ridículos, decía a menudo Wertheimer, los que se ahorcan son los más repulsivos, decía también, pensé, naturalmente ahora llama la atención el que, muy a menudo, hablara del suicidio, aunque al hacerlo se burlaba siempre más o menos, como tengo que decir, de los suicidas, hablaba siempre del suicidio y los suicidas, como si ni un concepto ni el otro le afectaran, porque ni el uno ni el otro se planteaban para él. Que yo era una persona suicida, decía a menudo, recordaba yo, camino de Traich, yo era quien corría peligro, no él. Y también había creído a su hermana capaz de suicidarse, probablemente porque él era quien mejor conocía su verdadera situación, estaba familiarizado con la absoluta falta de esperanzas de ella como ningún otro, porque, como decía a menudo, creía ver a través de su criatura. Pero su hermana, en lugar de matarse, se fue con Duttweiler a Suiza, se casó con el señor Duttweiler, pensé. En definitiva, Wertheimer se mató de aquella forma calificada siempre por él de repulsiva y repugnante, y precisamente en Suiza, así pues, su hermana se fue a Suiza para contraer matrimonio con el rico químico Duttweiler, en lugar de matarse, y él mismo, para ahorcarse de un árbol de Zizers, pensé. Quiso estudiar con Horowitz, pensé, y fue aniquilado por Glenn Gould. Glenn murió en el momento ideal para él, Wertheimer, sin embargo, no se mató en el momento ideal para él, pensé. Si realmente intento otra vez mi descripción de Glenn Gould, pensé, haré también en ella su descripción de Wertheimer, y es dudoso quién será el centro de esa descripción, Glenn Gould o Wertheimer, pensé. Partiré de Glenn Gould, de las Variaciones Goldberg y del Clave bien templado, pero Wertheimer desempeñará en esa descripción un papel decisivo, en lo que a mí se refiere, porque para mí Glenn Gould estuvo siempre unido a Wertheimer, en la relación que fuera, y a la inversa, Wertheimer a Glenn Gould, y quizá en fin de cuentas Glenn Gould desempeñó un papel mayor en Wertheimer que a la inversa. El verdadero punto de partida debe ser el curso con Horowitz, pensé, la casa del escultor en Leopoldskron, el hecho de que, de forma totalmente independiente unos de otros, nos acercáramos unos a otros hace veintiocho años, de forma decisiva para nuestra vida, pensé. El Bosendorfer de Wertheimer frente al Steinway de Glenn Gould, pensé, las Variaciones Goldberg de Glenn Gould frente al Arte de la fuga de Wertheimer, pensé. Glenn Gould no le debe sin duda a Horowitz su genio, pensé, pero Wertheimer, sin más, puede hacer responsable a Horowitz de su destrucción y aniquilación, pensé, porque Wertheimer fue a Salzburgo atraído por el nombre de Horowitz, sin el nombre de Horowitz no hubiera ido nunca a Salzburgo, en cualquier caso, no en aquel año fatídico para él. Aunque las Variaciones Goldberg sólo fueron compuestas con el fin de hacer soportable el insomnio a alguien que toda su vida padeció de insomnio, pensé, a Wertheimer lo mataron. Para solaz del ánimo fueron compuestas originalmente y, casi doscientos cincuenta años después, mataron a un hombre sin esperanza, precisamente Wertheimer, pensaba camino de Traich. Si Wertheimer, hace veintiocho años, no hubiera pasado ante el aula treinta y tres del primer piso del Mozarteum, como recuerdo, exactamente a las cuatro de la tarde, no se hubiera ahorcado veintiocho años más tarde en Zizers, junto a Chur, pensé. La fatalidad de Wertheimer fue haber pasado precisamente ante el aula treinta y tres del Mozarteum, en el momento en que Glenn Gould tocaba, en esa aula, la llamada Aria. Wertheimer me contó de su experiencia que, oyendo a Glenn, se detuvo ante la puerta del aula hasta el final del Aria. Entonces me resultó evidente lo que es recibir un choque, pensé ahora. Glenn Gould, el llamado niño prodigio, no nos era conocido, a Wertheimer ni a mí, y tampoco lo hubiéramos tomado en serio si hubiéramos sabido algo de él, pensé. Glenn Gould no era un niño prodigio, fue desde el principio un genio del piano, pensé, ya de niño no le había bastado con la maestría. Nosotros, Wertheimer y yo, teníamos, por decirlo así, nuestras casas de aislamiento en el campo y huíamos a ellas. Glenn Gould se construyó su jaula de aislamiento, como llamaba a su estudio, en Norteamérica, en las proximidades de Nueva York. Si él llamó a Wertheimer el Malogrado, yo quiero calificarlo a él, Glenn, de Inaceptante. Sin embargo, tengo que calificar el año de 1953 de año fatídico para Wertheimer, porque en 1953 Glenn Gould tocó en Leopoldskron las Variaciones Goldberg, en nuestra casa del escultor, para nadie más que para Wertheimer y para mí, años antes de que, con esas mismas Variaciones Goldberg, como suele decirse, se convirtiera de golpe en celebridad mundial. En 1953, Glenn Gould aniquiló a Wertheimer, pensé. En 1954 no habíamos sabido nada de él, en 1955 tocó las Variaciones Goldberg en el teatro del Festival, y Wertheimer y yo lo habíamos escuchado desde el telar del teatro, junto con una serie de tramoyistas, que por lo demás nunca habían oído un concierto de piano pero se entusiasmaron con la forma de tocar de Glenn, que nunca hacía otra cosa que romper a sudar, Glenn, el norteamericano canadiense, que llamó a Wertheimer sin ceremonias el Malogrado, Glenn, que en el Ganshof se reía como nunca he oído reírse a nadie, antes ni después, pensé, en contraposición a Wertheimer, que fue exactamente lo opuesto a Glenn Gould, aunque tampoco pueda describir ese opuesto, pero lo intentaré, pensé, cuando empiece otra vez el Ensayo sobre Glenn. Me encerraré en la calle del Prado y escribiré sobre Glenn y, totalmente por sí solo, Wertheimer me resultará claro, pensé. Al escribir sobre Glenn Gould, conseguiré claridad sobre Wertheimer, pensaba camino de Traich. Andaba demasiado deprisa y mientras andaba, no podía respirar, mi viejo achaque, que padezco ya hace más de dos decenios. Al escribir sobre el uno (Glenn Gould), conseguiré claridad sobre el otro (Wertheimer), pensé, y al oír una y otra vez las Variaciones Goldberg (y el Arte de la fuga) del uno (Glenn), para poder escribir sobre ellos, sabré cada vez más y podré escribir también sobre el arte (¡o la falta de arte!) del otro (Wertheimer), pensé, y de repente añoré Madrid y mi calle del Prado, mi hogar español, como jamás había añorado lugar alguno. En el fondo, aquel recorrido hacia Traich era deprimente y, como pensaba una y otra vez, resultaría sin objeto. O quizá no tan sin objeto como pensaba en aquel momento, pensé, y me dirigí más aprisa aún hacia Traich. El pabellón de caza lo conocía, no ha cambiado nada, fue mi primera impresión, y la segunda, que tenía que ser un edificio ideal para una persona como Wertheimer, pero sin embargo nunca fue el edificio ideal para él, todo lo contrario. Lo mismo que tampoco Desselbrunn ha sido nunca ni es para mí ideal sino lo contrario, como pensaba, aunque todo tenía también el aspecto de que Desselbrunn fuera ideal para mí (y mis iguales). Vemos un edificio y creemos que es ideal para nosotros (y para nuestros iguales) y no es en absoluto ideal para nuestros fines ni para los fines de nuestros iguales, pensé. Lo mismo que vemos siempre también a una persona como la ideal para nosotros, cuando es cualquier cosa menos ideal para nosotros, pensé. Mi sospecha de que Traich estaría cerrado no se confirmó, la puerta del jardín estaba abierta, incluso la puerta de la casa, como vi desde lejos, y atravesé en seguida el jardín y la puerta de la casa. Franz (Kohlroser), el trabajador forestal, al que conocía, me saludó. Hasta hoy por la mañana no había sabido del suicidio de Wertheimer, todos estaban horrorizados, dijo. La hermana de Wertheimer había anunciado su llegada para el día siguiente, dijo, la señora Duttweiler. Que pasara, entretanto había abierto todas las ventanas de las habitaciones para que entrara aire puro en la casa, dijo, por desgracia, su compañero había ido a Linz por tres días, y él estaba solo en Traich, es una suerte que haya venido usted, dijo. Si quería beber agua, me preguntó, se acordó en seguida de que soy bebedor de agua. No, dije, ahora no, que había bebido un té en Wankham, donde tenía la intención de pasar la noche. Wertheimer se había marchado como siempre, sólo para dos o tres días, de todas formas había dicho que iría a Chur, a ver a su hermana, dijo Franz. No había observado ningún signo de nada extraño o raro en Wertheimer, cuando dejó Traich en el coche, dijo Franz, que él mismo condujo hasta Attnang Puchheim, seguramente el coche estaba todavía en la explanada de la estación. Franz calculó que hacía exactamente doce días que su señor se había ido a Suiza y que, como acababa de saber por mí, llevaba ya once días muerto. Ahorcado, le había dicho yo a Franz. Él, Franz, temía que ahora, después de la muerte de Wertheimer, su patrono, posiblemente, lo cambiara todo en Traich, y más aún cuanto que, en el caso de la Duttweiler, se trataba de una persona extraña, no había dicho que temiera ahora la aparición de la señora Duttweiler pero sin embargo dio a entender que tenía miedo de que, influida por el suizo, su marido, cambiase totalmente Traich, puede ser que venda Traich, dijo Franz, porque ella, que se ha casado en Suiza, y por añadidura se ha casado en Suiza de una forma tan rica, qué va a hacer con Traich. Al fin y al cabo, Traich había sido totalmente la casa de su hermano, construida y arreglada y amueblada por él totalmente para sus fines, de forma que, realmente, cualquier otro tenía que sentirse a disgusto, como pensé, al estilo de Wertheimer y sólo para él. La verdad era que la hermana de Wertheimer no se había sentido nunca a gusto en Traich, y su hermano, según Franz, no la había dejado nunca instalarse en Traich, no había atendido ninguno de los deseos de ella relativos a Traich, sus ideas de cambiar Traich a su gusto los había ahogado siempre él, Wertheimer, en la cuna, y por lo demás, en Traich, sólo había atormentado a la pobre, como se expresó Franz. La verdad era que la Duttweiler debía de odiar francamente a Traich, opinó, porque no había pasado en Traich un solo día feliz, según Franz. Recordó que, una vez, sin preguntar a su hermano si le parecía bien, ella había descorrido las cortinas de la habitación de él, y que él, furioso, la había echado de la habitación. Si ella quería invitar a gente, él se lo prohibía, dijo Franz, y tampoco había podido vestirse como ella quería, siempre había tenido que llevar los vestidos que él quería que llevara, ni con el tiempo más frío podía ponerse nunca su sombrero tirolés, porque su hermano odiaba los sombreros tiroleses, y odiaba, como me consta también, todo lo que tenía que ver con los trajes regionales, lo mismo que la verdad es que tampoco él llevó jamás nada que, ni de lejos, recordase un traje regional, de forma que, como es natural, llamaba siempre la atención en seguida en la comarca, porque todos llevan aquí siempre trajes regionales, sobre todo los hechos de loden del Tirol, que, para esta situación climáticamente tan espantosa de las estribaciones de la montaña son, más que cualquier otra, la vestimenta ideal, pensé, los trajes regionales, como todo lo que le recordaba siquiera los trajes regionales, le resultaban profundamente desagradables. Cuando su hermana le pidió una vez permiso para ir a la llamada Backerberg, a un baile con motivo del primero de mayo, con la mujer de un vecino, él se lo prohibió, dijo Franz. Y a la compañía del párroco ella tuvo que renunciar lógicamente, porque Wertheimer odiaba el Catolicismo, al que su hermana en los últimos años, como me consta también, se había entregado por completo. Una de las costumbres de él había sido pedirle a su hermana, en plena noche, que viniera a su habitación, para tocar en un viejo armonio que él tenía en su cuarto algo de Handel, realmente, Franz dijo Handel. La hermana se había levantado a la una o las dos de la mañana y se había puesto la bata, y había ido a la habitación de él para sentarse al armonio y tocar, en aquella habitación fría, a Handel, dijo Franz, lo que, naturalmente, había tenido por consecuencia que se enfriara y padeciera continuamente enfriamientos en Traich. Él, Wertheimer, no había tratado bien a su hermana, dijo Franz. Había hecho que ella le tocase Handel durante una hora en el viejo armonio, dijo Franz, y luego, por la mañana, al desayunar juntos, cosa que hacían en la cocina, le había dicho que su forma de tocar el armonio había sido insoportable. Le había hecho que tocara para él, para poder volver a dormirse, dijo Franz, porque la verdad era que el señor Wertheimer padecía siempre de insomnio, y luego le decía por la mañana que tocaba como un cerdo. Wertheimer había tenido que obligar siempre a su hermana a ir a Traich, él, Franz, creía incluso que Wertheimer había odiado a su hermana, pero sin ella no hubiera podido existir en Traich, y yo pensé que Wertheimer hablaba siempre de estar solo, sin poder estar realmente solo, no era un hombre solitario, pensé, y por eso se llevaba siempre a Traich a su hermana, a la que, por lo demás, aunque la odiaba, quería también más que a nadie en el mundo, para abusar de ella a su modo. Cuando hacía frío, según Franz, hacía que su hermana encendiera la calefacción en el cuarto de él, mientras que ella no debía calentar su propio cuarto. Los paseos de ella sólo podía darlos en la dirección determinada por su hermano y sólo de la duración determinada por su hermano, y tenía que atenerse exactamente a la hora que él había fijado para sus paseos, según Franz. La mayor parte del tiempo, según Franz, ella había estado en su propio cuarto, pero sin poder oír música, eso no lo soportaba su hermano, el que ella, que lo hubiera hecho tan a gusto, pusiera un disco. Él, Franz, se acordaba todavía muy bien de la infancia de los dos Wertheimer, cuando los dos, todavía llenos de alegría, llegaron a Traich, chicos divertidos, dispuestos a todo, según Franz. El pabellón de caza había sido el lugar de juegos favorito de los dos Wertheimer. Durante la época en que los Wertheimer estuvieron en Inglaterra, en la época nazi, según Franz, reinó en Traich el silencio de una forma angustiosa, mientras se alojó en Traich un administrador nazi, en esa época todo degeneró también, no se reparó nada, todo quedó abandonado a sí mismo, porque el administrador no se ocupaba de nada, en Traich vivió un conde nazi venido a menos, pero que no entendía de nada, según Franz, y el conde nazi casi echó a perder Traich. Después de que los Wertheimer volvieron de Inglaterra, primero a Viena, y sólo mucho después a Traich, según Franz, se retrajeron totalmente, y no tuvieron ya contactos con su entorno. Él, Franz, volvió a entrar a su servicio, siempre le habían pagado bien, y le habían tenido siempre en cuenta, según él, el que también durante el dominio nazi y durante toda su época de Inglaterra, les hubiera sido fiel. El hecho de que, durante la llamada época nazi, se hubiera ocupado de Traich más de lo que les pareció bien a los nazis según Franz, le valió no sólo una advertencia de las autoridades nazis sino también una estancia en la cárcel de Wels de dos meses, desde entonces odiaba Wels, no iba ya allí, ni siquiera en la época de la feria. El señor Wertheimer no quería dejar que su hermana fuera a la iglesia, dijo Franz, pero ella iba en secreto a las vísperas. Los padres de los jóvenes Wertheimer no habían disfrutado mucho de Traich, dijo Franz, con quien estaba yo de pie en la cocina, tuvieron un accidente demasiado pronto. Querían ir a Metano, dijo Franz. La verdad es que el viejo Wertheimer no quería ir a Metano, pero ella quería, dijo. Sólo encontraron el coche accidentado dos semanas después de haber caído en un barranco cercano a Brixen, dijo. En Metano, los Wertheimer tenían parientes, pensé. Ya el bisabuelo de Wertheimer lo había empleado a él, Franz, en Traich. También en el caso de su padre el empleo con los Wertheimer había sido un empleo para toda la vida. Los señores habían sido siempre buenos con él, él no les había faltado, de forma que muy naturalmente, tampoco a la inversa había habido reproches, según Franz. No podía imaginarse qué sería ahora de Traich. Qué pensaba yo del señor Duttweiler, quiso saber Franz, pero yo sólo sacudí la cabeza. Posiblemente, según Franz, la hermana de Wertheimer vendrá a Traich para vender Traich. Eso no lo creía, dije yo, no podía imaginarme en absoluto que la Duttweiler vendiera Traich, aunque pensé que era muy posible que ella pensara en vender Traich, pero no le dije a Franz lo que pensaba, dije muy claramente, no, eso no lo creo, que la Duttweiler venda Traich, eso no lo pienso realmente. Quería tranquilizar a Franz, al que preocupaba como es natural perder su empleo de toda la vida. Resulta posible sin más que la Duttweiler, la hermana de Wertheimer, venga a Traich y venda Traich, posiblemente de la forma más rápida, pensé, pero le dije a Franz que estaba convencido de que la hermana de Wertheimer, la hermana de mi amigo, subrayé expresamente, no vendería Traich, tienen tanto dinero, los Duttweiler, le dije a Franz, que no necesitan vender Traich, mientras que pensaba que, precisamente porque los Duttweiler tenían tanto dinero, pensarían quizá en deshacerse sencillamente de Traich por el procedimiento más rápido, seguro que no venderán Traich, dije, y pensé que quizá venderían Traich incluso en seguida, y le dije a Franz que podía estar seguro de que aquí, en Traich, no cambiaría nada, mientras pensaba que, probablemente, en Traich cambiaría todo. La Duttweiler vendrá aquí y ordenará lo que haya que ordenar, le dije a Franz, se hará cargo de la herencia, dije, y le pregunté a Franz si la Duttweiler vendría a Traich sola o con su marido. Eso no lo sabía, dijo, no se lo había comunicado. Me bebí un vaso de agua y pensé, mientras lo bebía, que en Traich había bebido siempre la mejor agua de mi vida. Antes de haber ido Wertheimer a Suiza, dijo, había invitado durante dos semanas a un montón de gente a Traich, habían hecho falta días para que él, Franz, y su compañero pusieran otra vez todo en orden, vieneses, dijo Franz, que no habían estado nunca en Traich pero que, de forma totalmente evidente, eran buenos amigos de su señor. De esa gente le había oído hablar ya a la patrona, dije, probablemente músicos, y pensé si, en el caso de aquellos artistas y músicos, no se trataría de gente con la que Wertheimer había ido en otro tiempo a la escuela, por decirlo así, de compañeros de escuela superior de su época académica en Viena y Salzburgo. Al fin y al cabo nos acordamos de todos los que estuvieron con nosotros en la escuela superior y los invitamos, sólo para comprobar que no tenemos ya nada en común con ellos, pensé. También a mí me invitó Wertheimer, pensé en aquel momento, y de qué forma tan implacable, pensé, en sus cartas y, sobre todo, en la última postal que me mandó a Madrid, como es natural tenía ahora remordimientos, porque relacioné también conmigo aquella invitación a artistas por su parte, pero él no me escribió sobre esa gente, pensé, y tampoco hubiera venido a Traich con toda esa gente, me dije. Qué podía haberle pasado a Wertheimer para que él, que nunca invitó a nadie a Traich, hiciera venir de repente a Traich a docenas de personas, aunque fueran antiguos compañeros de estudios que, por lo demás, siempre odió; siempre se había podido notar al menos desprecio cuando hablaba de aquellos antiguos compañeros de estudios, pensé. Lo que la patrona había insinuado sólo y de lo que, al fin y al cabo, ella sólo podía saber que los había visto andar por la comarca y reírse y, en definitiva, escandalizar también, con sus llamativos disfraces de artista, con sus llamativos trajes de artista, me resultó claro de pronto: Wertheimer había invitado a Traich a sus antiguos compañeros de estudios y no los había echado en seguida, sino que durante días, durante semanas incluso, los había dejado desfogarse en Traich contra él. Un hecho que tenía que parecerme totalmente incomprensible, porque Wertheimer, durante decenios, no había querido saber nada de aquellos compañeros de estudios, jamás había querido oír nada de ellos y no se le hubiera ocurrido ni dormido invitarlos un día a Traich, lo que ahora, evidentemente, había hecho, y entre aquella invitación absurda y su suicidio existía, naturalmente, una relación, pensé. Aquella gente había echado a perder muchas cosas en Traich, dijo Franz. Wertheimer había estado alegre con ellos, lo que en cualquier caso le había llamado también la atención a Franz, se había mostrado totalmente distinto, en aquellos días y semanas, en aquella compañía. Franz dijo también que aquellas gentes habían estado en Traich más de dos semanas y se habían dejado mantener por Wertheimer, dijo realmente mantener, lo mismo que había dicho la patrona en relación con aquellas gentes de Viena. Después de que todo el grupo, que no se había acostado ninguna noche y se había emborrachado todos los días, se hubo marchado, Wertheimer se había echado en la cama, para no levantarse ya en dos días con sus noches, según Franz, que entretanto había limpiado la porquería de aquella gente de la ciudad, y en general había puesto otra vez toda la casa en un estado digno de seres humanos, para evitarle al señor Wertheimer el espectáculo de la devastación de Traich cuando volviera a levantarse, según Franz. Lo que a él, Franz, le había llamado especialmente la atención, es decir, que Wertheimer se hubiera hecho traer de Salzburgo un piano para tocar en él, sería sin duda de interés para mí. Un día antes de que llegara la gente de Viena, Wertheimer había encargado un piano en Salzburgo y lo había hecho traer a Traich, y había tocado en ese piano, al principio para él solo, y luego, cuando todo el grupo estuvo allí, para el grupo, Bach, dijo Franz, Wertheimer les había tocado Handel y Bach, lo que realmente no había hecho durante más de un decenio. Wertheimer, según Franz, había tocado Bach sin pausa en el piano, de forma que el grupo no lo soportó más y se fue de la casa. Apenas estaba otra vez el grupo en la casa, él empezaba otra vez a tocar Bach, hasta que otra vez se marchaban. Quizá había querido volverlos locos a todos con su piano, dijo Franz, porque apenas estaban allí, les tocaba Bach y Handel, hasta que ellos se escapaban, al aire libre, y cuando volvían tenían que aguantar otra vez su piano. Así durante dos semanas, dijo Franz, quien pronto tuvo que creer que su señor se había vuelto loco. Había pensado que los huéspedes no soportarían mucho tiempo que Wertheimer les tocase el piano siempre e ininterrumpidamente, pero sin embargo se quedaron dos semanas, más de dos semanas, sin excepción, y él, Franz, como al fin y al cabo había visto que Wertheimer había vuelto realmente locos a sus huéspedes con su piano, tenía la sospecha de que Wertheimer había sobornado a los huéspedes, les había dado dinero para que se quedaran en Traich, porque sin ese soborno, es decir, sin un donativo en metálico, según Franz, sin duda no se hubieran quedado más de dos semanas para dejar que los volviera locos el piano de Wertheimer, y yo pensé que, posiblemente, Franz tenía razón al afirmar que Wertheimer le había dado dinero a aquella gente, que los había sobornado realmente, aunque quizá no con dinero pero sí con otra cosa, para que se quedaran dos semanas, incluso más de dos semanas. Porque sin duda quiso que se quedaran más de dos semanas, pensé. Siempre sólo Bach y Handel, dijo Franz, ininterrumpidamente, hasta perder el conocimiento. Finalmente, Wertheimer hizo servir para todas aquellas personas, en el gran comedor de abajo, una, como lo expresó Franz, cena principesca, y les dijo que, a la mañana siguiente, tenían que desaparecer, con sus propios oídos oyó él, Franz, cómo Wertheimer les decía que no quería ver ya a ninguno de ellos a la mañana siguiente. Realmente, encargó taxis de Attnang Puchheim para todos sin excepción, para la mañana siguiente y, de hecho, para las cuatro de la mañana ya, y todos se fueron en esos taxis, dejando la casa en un estado catastrófico. Él, Franz, había empezado en seguida y sin rodeos a poner orden en la casa, no había podido saber, según él, que su señor se quedaría aún dos días con sus noches en la cama, lo que sin embargo había sido bueno, porque Wertheimer lo necesitaba y, sin duda, le hubiera dado un ataque, según Franz, si hubiera visto en qué estado había dejado aquella gente la casa, realmente habían destrozado intencionadamente aún toda una serie de objetos, según Franz, volcado sillones y hasta mesas, antes de dejar Traich, y habían roto unos cuantos espejos y unas cuantas puertas de cristal, probablemente por insolencia, según Franz, y por rabia de que Wertheimer hubiera abusado de ellos, pensé. Realmente, allí donde, durante un decenio, no había habido nada, había ahora un piano, como pude ver, después de haber subido con Franz al primer piso. Me interesaban las notas de Wertheimer, le había dicho ya abajo en la cocina a Franz, que me había llevado entonces sin poner reparos al primer piso. El piano era un Ehrbar y no valía nada. Y estaba, como había podido comprobar inmediatamente, totalmente desafinado, era por completo un instrumento de aficionado, pensé. Y le dije aún a Franz, que estaba detrás de mí, volviéndome, por completo un instrumento de aficionado. No había podido dominarme y me había sentado al piano, pero había vuelto a cerrar en seguida la tapa. Me interesaban los papeles que Wertheimer había escrito, le dije a Franz, y si podía decirme dónde estaban esos papeles. No sabía a qué papeles me refería, dijo Franz, para informarme luego de que Wertheimer, el día en que encargó el piano en Salzburgo, en el Mozarteum, dijo, es decir, un día antes de que todas aquellas gentes vinieran a Traich, había devastado más o menos Traich, y quemado montones enteros de papeles en la llamada estufa de abajo, es decir, en la estufa del comedor. Él, Franz, le había ayudado a hacerlo a su señor, porque las pilas de papeles eran tan grandes y pesadas que Wertheimer solo no podía llevarlas abajo. Wertheimer había sacado de todos los cajones y armarios cientos y miles de papeles, y con él, Franz, los había bajado al comedor, para quemarlos, sólo con ese fin de quemar los papeles había hecho que, ese día, Franz encendiera ya a las cinco de la mañana la estufa del comedor, dijo Franz. Cuando hubieron quemado todos los papeles, todo lo escrito, como se expresó Franz, él, Wertheimer, telefoneó a Salzburgo y encargó el piano, y Franz recordaba aún muy bien que su señor, en esa llamada telefónica, había subrayado una y otra vez que le enviaran a Traich un piano de cola totalmente sin valor, un piano espantosamente desafinado. Un instrumento totalmente sin valor, un instrumento espantosamente desafinado, dijo al parecer Wertheimer una y otra vez por teléfono, según Franz. Sólo horas más tarde cuatro personas entregaron el piano en Traich y lo colocaron en la antigua sala de música, según Franz, y Wertheimer les dio a los hombres que habían colocado el piano en la sala de música una propina tremenda, si no se equivocaba, y no se equivocaba, dijo, dos mil chelines. No se habían marchado aún los que habían traído el piano, cuando Wertheimer se había sentado al piano y había empezado a tocar. Había sido espantoso, según Franz. Entonces, él, Franz, había tenido la impresión de que su señor se había vuelto loco. Sin embargo, él, Franz, no había querido creer que Wertheimer se hubiera vuelto loco y no había tomado en serio la conducta, desde luego extraña, de Wertheimer, su señor. Si esperaba sacar algo en limpio de ello, me dijo Franz, no dejaría de describirme los días y las semanas que habían transcurrido luego en Traich. Le rogué a Franz que me dejara algún tiempo solo en la habitación de Wertheimer y puse las Variaciones Goldberg de Glenn, que había visto sobre el tocadiscos de Wertheimer, todavía abierto.