Mi padre cenaba siempre con nosotros en el hotel, encargaba lo que se llama algo ligero y llamaba a Chur una agradable escala intermedia, lo que nunca comprendí, porque siempre consideré a Chur especialmente desagradable. Lo mismo que los salzburgueses, los habitantes de Chur me resultaban todavía más odiosos con su estupidez de la alta montaña. Siempre había considerado como un castigo tener que ir a Sankt Moritz con mis padres, a veces también sólo con mi padre, y detenernos en Chur, tener que alojarnos en aquel hotel abandonado, cuyas ventanas daban a una calleja estrecha, húmeda hasta los segundos pisos. En Chur no había dormido jamás, pensé, sólo había permanecido siempre despierto, lleno de desesperación. Chur es, realmente, el lugar más triste que he visto nunca, ni siquiera Salzburgo es tan triste ni, en definitiva, tan enfermante, como Chur. Y los habitantes de Chur son los que le corresponden. En Chur, una persona, aunque duerma una sola noche, puede quedar destruida para toda la vida. Pero hasta hoy no es posible ir en tren de Viena a Sankt Moritz en un solo día, pensé. Pasé la noche fuera de Chur, porque recordaba Chur desde mi infancia, como queda dicho, de aquella forma tan deprimente. Me dejé llevar sencillamente a través de Chur y bajé entre Chur y Zizers, donde descubrí el letrero de un hotel. El águila azul, leí a la mañana siguiente, el día del entierro, al dejar el hotel. Como es natural, no había dormido. Realmente, Glenn no fue aún decisivo para el suicidio de Wertheimer, pensé, sólo la marcha de su hermana, su casamiento con el suizo. Por otra parte, antes de salir hacia Chur, había escuchado en mi piso de Viena las variaciones Goldberg de Glenn, una y otra vez desde el principio. Durante ese tiempo, me había levantado una y otra vez del sillón y había ido y venido por mi cuarto de trabajo, con la ilusión de que Glenn estaba tocando realmente las variaciones Goldberg en mi piso, y durante esas idas y venidas traté de averiguar en qué consistía la diferencia entre la interpretación de aquéllos discos y la interpretación de veintiocho años antes ante los oídos de Horowitz y los nuestros, es decir, de Wertheimer y míos, en el Mozarteum. No pude comprobar ninguna diferencia. Glenn, veintiocho años antes ya, había tocado las variaciones Goldberg como en esos discos que, por lo demás, me había enviado con motivo de mis cincuenta años, se los había dado a mi amiga de Nueva York para que me los trajera a Viena. Lo escuché tocar las variaciones Goldberg y pensé que él había creído hacerse inmortal con aquella interpretación, y posiblemente la verdad es que lo consiguió, pensé, porque no puedo imaginarme que, salvo él, haya jamás un pianista que toque las variaciones Goldberg como él, es decir, tan genialmente como Glenn. Mientras, en aras de mi obra sobre Glenn, escuchaba sus variaciones Goldberg, comprobé más aún el abandono de mi piso, en el que yo no había entrado desde hacía tres años. Tampoco nadie había estado durante ese tiempo en mi piso, pensé. Llevaba tres años fuera, me había retirado totalmente a la calle del Prado, y en esos tres años no había podido imaginarme siquiera volver a Viena, ni había pensado ya nunca en volver jamás a Viena, a esa ciudad profundamente odiada, a Austria, a ese país profundamente odiado. Que había sido mi salvación marcharme de Viena, por decirlo así definitivamente, y precisamente a Madrid, que se convirtió en centro ideal de mi existencia, no con el tiempo, sino desde el primer momento, pensé. En Viena me hubieran devorado poco a poco, como decía siempre Wertheimer, hubiera sido asfixiado por los vieneses y aniquilado por los austríacos en general. Todo lo que hay en mí es tal, que tiene que ser asfixiado en Viena y aniquilado en Austria, pensé, lo mismo que también Wertheimer pensaba que los vieneses tenían que asfixiarlo y los austríacos aniquilarlo. Pero Wertheimer no era una persona que, de la noche a la mañana, pudiera irse a Madrid o a Lisboa o a Roma, no podía hacerlo, a diferencia de mí. Por eso sólo había tenido siempre la posibilidad de desviarse hacia Traich, pero en Traich todo era mucho peor aún para él. Solo, por decirlo así, con sus ciencias del espíritu en Traich, tenía que perecer. Con su hermana sí, pero solo en Traich, solamente con sus ciencias del espíritu, no, pensé. Finalmente, odió tanto la ciudad de Chur, a la que ni siquiera conoció, sólo el nombre de la ciudad de Chur, la palabra Chur, que tuvo que ir a ella para matarse, pensé. La palabra Chur, lo mismo que la palabra Zizers, lo había obligado finalmente a ir a Suiza para ahorcarse de un árbol, como es natural, de un árbol situado no lejos de la casa de su hermana. Concertado era también, al fin y al cabo, una palabra suya, y a ese suicidio le conviene realmente el concepto, pensé, su suicidio estaba concertado, pensé. Todas mis disposiciones son mortales, me dijo una vez, todo está dispuesto en mí de una forma mortal, por mis progenitores, según él, pensé. Él leía siempre libros en los que se hablaba de suicidas, en los que se hablaba de enfermedades y de muertes, pensé, de pie en la sala del mesón, en los que se describía la miseria humana, la falta de soluciones, la falta de sentido, la falta de utilidad, en los que, una y otra vez, todo era devastador y mortal. Por eso amaba más que a nada a Dostoyevski y a todos sus sucesores, en general la literatura rusa, porque es la literatura realmente mortal, pero también a los deprimentes filósofos franceses. Con el mayor placer y el mayor ahínco leía obras de medicina y, una y otra vez, sus pasos lo llevaban a los hospitales de enfermos e incurables, a los asilos de ancianos y las salas mortuorias. Esa costumbre la tuvo hasta el final, y aunque tenía miedo de los hospitales de enfermos y de incurables, de los asilos de ancianos y las salas mortuorias, iba una y otra vez a esos hospitales de enfermos e incurables y asilos de ancianos y salas mortuorias. Y si no iba a los hospitales de enfermos, porque no le era posible, leía obras o libros sobre enfermos y sobre enfermedades, y libros u obras sobre incurables, cuando no tenía oportunidad de ir a los hospitales de incurables, o leía obras y escritos sobre los ancianos, cuando no podía ir a los asilos de ancianos, y obras y escritos sobre los muertos, cuando no tenía oportunidad de ir a las salas mortuorias. Como es natural, queremos tener un trato práctico con los objetos que nos fascinan, dijo una vez, es decir, sobre todo, trato con enfermos e incurables y ancianos y muertos, porque el trato teórico no nos basta, pero por largos períodos dependemos del trato teórico, lo mismo que, al fin y al cabo, dependemos también durante mucho tiempo, en lo que a la música se refiere, del trato teórico, según él, pensé. Le fascinaban los seres humanos en su infelicidad, no lo habían atraído los seres humanos mismos, sino su infelicidad, y la encontraba en todas partes donde había seres humanos, pensé, estaba ávido de seres humanos, porque estaba ávido de infelicidad. El ser humano es la infelicidad, decía una y otra vez, pensé, sólo un imbécil pretende lo contrario. Nacer es una infelicidad, decía, y, mientras vivimos, prolongamos esa infelicidad, sólo la muerte la interrumpe. Eso no quiere decir, sin embargo, que sólo seamos infelices, nuestra infelicidad es la condición para que podamos ser felices también, sólo dando el rodeo de la infelicidad podemos ser felices, decía, pensé. Mis padres no me mostraron más que la infelicidad, decía, ésa es la verdad, pensé, y sin embargo fueron una y otra vez felices, de forma que no podía decir que sus padres hubieran sido seres infelices, como tampoco que hubieran sido seres felices, como no podía decir de sí mismo que fuera un ser feliz ni un ser infeliz, porque todos los seres humanos son felices e infelices a la vez, y unas veces es la infelicidad en ellos mayor que la felicidad y a la inversa. Pero la realidad es, sin duda, que hay más infelicidad que felicidad en los seres humanos, decía, pensé. Él era un escritor de aforismos, hay innumerables aforismos de él, pensé, hay que suponer que los aniquiló, escribo aforismos, decía una y otra vez, pensé, se trata, desde mi punto de vista, de un arte mediocre, fruto de la falta de aliento espiritual, del que ciertas personas, sobre todo en Francia, han vivido y viven, los llamados semifilósofos para mesillas de noche de enfermeras, podría decir también filósofos de calendario para todos y cada uno, cuyas máximas leemos con el tiempo en todas las paredes de las salas de espera de los médicos; y tanto los llamados negativos como los llamados positivos son igualmente repugnantes. Sin embargo, no he podido quitarme esa costumbre de escribir aforismos, en definitiva me temo que son ya millones los que he escrito, decía, pensé, y haría bien en comenzar a aniquilarlos, porque no tengo la intención de que un día se empapelen con ellos las salas de hospital y las paredes de las rectorías, como con Goethe, Lichtenberg y compinches, decía, pensé. Como no he nacido para filósofo, me he convertido, de forma no totalmente inconsciente, tengo que decir, en aforístico, en uno de esos repulsivos participantes en la Filosofía, de los que hay a millares, decía, pensé. Con ocurrencias muy pequeñas, aspirar a efectos muy grandes, y engañar a la Humanidad, decía, pensé. En el fondo, no soy otra cosa que uno de esos aforísticos que son un peligro público y, que con su ilimitada falta de escrúpulos y su incurable frescura se mezclan con los filósofos como los ciervos volantes con los ciervos, decía, pensé. Si no bebemos, nos morimos de sed, si no comemos, nos morimos de hambre, de esas sabidurías parten todos esos aforismos, a no ser que sean de Novalis, pero también Novalis dijo muchos disparates, según él, pensé. En el desierto estamos sedientos de agua, algo así dice la máxima de Pascal, según él, pensé. Mirándolo bien, de los mayores proyectos filosóficos no nos queda más que un lamentable regusto aforístico, decía, da igual de qué filosofía se trate, da igual de qué filósofos, todo desmigajado, si lo abordamos con todas nuestras capacidades, lo que quiere decir con todos nuestros instrumentos espirituales, decía, pensé. Hablo todo el tiempo de ciencias del espíritu y ni siquiera sé qué son esas ciencias del espíritu, no tengo la menor idea, decía, pensé, hablo de filosofía y no tengo la menor idea de filosofía, hablo de la existencia y no tengo la menor idea de ella, decía. Nuestro punto de partida es siempre sólo que no sabemos nada de nada, y ni siquiera tenemos idea de ello, decía, pensé. Ya en cuanto comenzamos algo, nos asfixiamos con los inmensos materiales de que disponemos en todas las esferas, ésa es la verdad, decía, pensé. Y aunque lo sabemos, abordamos una y otra vez nuestros, así llamados, problemas del espíritu, nos aventuramos en lo imposible: engendrar un producto del espíritu. ¡Qué locura!, según él, pensé. Básicamente, todos somos capaces de todo, y básicamente también fracasamos en todo, decía, pensé. A una sola frase lograda se han reducido nuestros grandes filósofos, nuestros mayores poetas, decía, pensé, ésa es la verdad, a menudo sólo recordamos un, así llamado, matiz filosófico, y nada más, decía, pensé. Estudiamos una obra inmensa, por ejemplo la obra de Kant, y con el tiempo se reduce a la cabecita prusianooriental de Kant y a un mundo totalmente vago de noche y niebla, que acaba en el mismo desamparo que todos los demás, decía, pensé. Quiso ser un mundo de lo inmenso y ha quedado un detalle ridículo, decía, pensé, lo mismo que ocurre con todo. La llamada grandeza llega al final al punto en que sólo nos sentimos conmovidos por su ridiculez, su carácter lastimoso. También Shakespeare se nos reduce a la ridiculez cuando tenemos un instante de clarividencia, decía, pensé. Hace tiempo que los dioses sólo se nos aparecen con barba sobre nuestros jarros de cerveza, decía, pensé. Sólo el tonto admira, decía, pensé. El llamado hombre de espíritu se consume en una obra que, según cree, hará época y al final sólo se ha puesto en ridículo, llámese Schopenhauer o Nietzsche, es indiferente, sea Kleist o Voltaire, vemos a un ser humano conmovedor, que abusó de su cabeza y, al final, se redujo a sí mismo al absurdo. Que ha sido arrollado y sobrepasado por la Historia. Hemos encerrado a los grandes pensadores en nuestros armarios de libros, desde los que, condenados para siempre a la ridiculez, nos miran fijamente, decía, pensé. Día y noche oigo los lamentos de los grandes pensadores, que hemos encerrado en nuestros armarios de libros, a esos ridículos grandes del espíritu, como cabezas reducidas tras el cristal, decía, pensé. Todas esas gentes han atentado contra la Naturaleza, decía, han cometido el crimen capital contra el espíritu, y por eso son castigadas y encerradas por nosotros para siempre en nuestros armarios de libros. Porque en nuestros armarios de libros se ahogan, ésa es la verdad. Nuestras bibliotecas son, por decirlo así, establecimientos penitenciarios, en los que hemos encerrado a nuestros grandes del espíritu, a Kant, como es natural, en una celda individual, como a Nietzsche, como a Schopenhauer, como a Pascal, como a Voltaire, como a Montaigne, a todos los muy grandes en celdas individuales, a todos los demás en celdas colectivas, pero a todos para siempre jamás, mi querido amigo, hasta el fin de los tiempos y para la eternidad, ésa es la verdad. Y ay de él si uno de esos criminales capitales se da a la fuga, se escapa, inmediatamente se le liquida y se le deja en ridículo, por decirlo así, ésa es la verdad. La Humanidad sabe protegerse contra todos ésos, así llamados, grandes del espíritu, decía, pensé. Al espíritu, donde quiera que aparece, se le liquida y se le encierra y, como es natural, siempre se le tacha en seguida de falta de espíritu, decía, pensé, mientras contemplaba el techo de la sala del mesón. Pero todo lo que decimos es un disparate, decía, pensé, digamos lo que digamos es un disparate y nuestra vida entera una sola cosa disparatada. Eso lo comprendí pronto, apenas empecé a pensar lo comprendí, sólo decimos disparates, todo lo que decimos es un disparate, pero también todo lo que nos dicen es un disparate, lo mismo que todo lo que se dice en general, en este mundo sólo se han dicho hasta ahora disparates y, decía, realmente y como es natural, sólo se han escrito disparates, lo que tenemos escrito es sólo un disparate, porque sólo puede ser un disparate, como demuestra la Historia, decía, pensé. Finalmente, me refugié en el concepto de aforístico, dijo, y realmente, una vez, cuando me preguntaron cuál era mi profesión, según él, respondí que era aforístico. Pero la gente no comprendió lo que quería decir, lo mismo que siempre que digo algo no comprende, porque lo que digo no quiere decir que haya dicho lo que he dicho, decía, pensé. Digo una cosa, decía, pensé, y digo algo totalmente distinto, por eso he tenido que pasarme toda la vida con malentendidos, nada más que malentendidos, decía, pensé. Para decirlo más exactamente, nacemos sólo en medio de malentendidos y, mientras existimos, no salimos ya de esos malentendidos, ya podemos esforzarnos lo que queramos, no sirve de nada. Esa observación, sin embargo, la hace todo el mundo, decía, pensé, porque todo el mundo dice algo ininterrumpidamente y es malentendido, en ese único punto se entienden sin embargo todos, decía, pensé. Un malentendido nos pone en el mundo de los malentendidos, que tenemos que soportar como compuesto sólo de puros malentendidos y que volvemos a dejar con un solo y gran malentendido, porque la muerte es el mayor de los malentendidos, según él, pensé. Los padres de Wertheimer eran personas de corta estatura, y Wertheimer era más alto que sus padres, pensé. Era una persona imponente, como solemos decir, pensé. Sólo en Hietzing, los Wertheimer poseían tres villas señoriales, y cuando Wertheimer tuvo que decidir una vez si quería o no que le traspasaran la propiedad de una de las villas de su padre en Grinzing, hizo saber a su padre que no tenía el menor interés por aquella villa, lo mismo que, en general, tampoco tenía ningún interés por las otras villas de su padre, que poseía varias fábricas en el Lobau, prescindiendo de empresas en toda Austria y en el extranjero, pensé. Los Wertheimer vivieron siempre, como se dice, a lo grande, pero nadie se lo notaba, porque no dejaban que nadie lo notase, no podía vérseles la riqueza, por lo menos a primera vista. Los hermanos Wertheimer no tenían en el fondo el menor interés por su herencia paterna, y ni Wertheimer ni su hermana tenían, en el momento de la apertura del testamento, la menor idea de la importancia del patrimonio que les correspondía, y la relación de bienes que había hecho un abogado del centro de la ciudad apenas les había interesado a los dos, aunque la verdad es que se habían quedado pasmados por aquella riqueza real que de pronto era suya, lo que, sin embargo, consideraron más bien molesto. Salvo la vivienda del Kohlmarkt y el pabellón de caza de Traich, habían hecho que un abogado de la familia lo convirtiera todo en dinero y lo invirtiera en todo el mundo, según Wertheimer, hablando una vez, muy en contra de su costumbre de no hablar jamás de su situación patrimonial. Tres cuartas partes del patrimonio paterno correspondieron a Wertheimer, y una cuarta parte a su hermana, y también ella hizo colocar su fortuna en diversos bancos de Austria, Alemania y Suiza, pensé. Los hermanos Wertheimer estaban bien asegurados, pensé, lo mismo que, por cierto, yo también, aunque mi propia situación patrimonial no podía compararse con la de Wertheimer y su hermana. Los bisabuelos de Wertheimer habían sido todavía pobres, pensé, que retorcían el pescuezo a los gansos en los arrabales de Lwów. Pero, como yo mismo, también él procedía de una familia de comerciantes, pensé. En uno de sus cumpleaños, su padre tuvo una vez la idea de regalarle un castillo en Marchfeld, originariamente perteneciente al patrimonio de los Harrach, pero el hijo no se mostró dispuesto a echar siquiera una ojeada al castillo, ya adquirido, con lo que el padre, como es natural furioso por la impertinencia de su hijo, volvió a vender el castillo, pensé. Los hermanos Wertheimer llevaban en el fondo una vida modesta, sin pretensiones, discreta, más o menos siempre en segundo plano, por contraste,· todos los demás de su entorno hacían siempre el efecto de triunfadores. Tampoco en el Mozarteum llamó nunca la atención la riqueza de Wertheimer. Como, por lo demás, tampoco la riqueza de Glenn, y Glenn era rico, llamó la atención jamás. En retrospectiva resultaba claro que, por decirlo así, se habían encontrado los ricos, pensé, tenían olfato para sus antecedentes. El genio de Glenn era, por decirlo así, nada más que un don complementario bien recibido, pensé. Las amistades, pensé, en definitiva, como muestra la experiencia, sólo son posibles a la larga cuando se construyen sobre unos antecedentes armónicos de los interesados, pensé, todo lo demás es un sofisma. Me admiré de pronto de la sangre fría con que había bajado yo en Attnang Puchheim y había llegado a Wankham, para ir a Traich, al pabellón de caza de Wertheimer, sin haber pensado ni un momento en visitar mi propia casa de Desselbrunn, que desde hace cinco años está vacía y en la que, como supongo, porque pago a las personas competentes, ventilan cada cuatro o cinco años, con qué sangre fría me resulta posible querer pasar la noche aquí en Wankham, en la más espantosa de todas las posadas que conozco, mientras que, sin embargo, tengo mi propia casa a menos de doce kilómetros, pero esa casa no la visitaré de ningún modo, como pensé en seguida, porque me había jurado cinco años antes no volver a Desselbrunn por lo menos en diez años, y hasta ahora no había tenido ninguna dificultad para cumplir ese juramento, es decir, para dominarme. A Desselbrunn me lo había estropeado un día a fondo, y dejado luego completamente imposible, pensé, por mi constante autorrenuncia en Desselbrunn. El comienzo de esa autorrenuncia había sido el rechazo de mi Steinway, por decirlo así, el momento desencadenante de mi ulterior imposibilidad para aguantar en Desselbrunn. De pronto, no pude ya respirar el aire de Desselbrunn, y los muros de Desselbrunn me ponían malo y sus habitaciones amenazaban asfixiarme, hay que imaginárselo, aquellas habitaciones grandes, aquellas habitaciones de nueve metros por seis o de ocho metros por seis, pensé. Odiaba aquellas habitaciones y odiaba el contenido de aquellas habitaciones y, cuando salía de la casa, odiaba a las personas que había ante la casa, era de repente injusto con todas aquellas personas, que sólo querían mi bien, pero precisamente eso, con el tiempo, me atacó los nervios, su altruismo ininterrumpido, que de pronto me repelió profundamente. Me parapetaba en mi cuarto de trabajo y miraba fijamente por la ventana, sin ver nada más que mi propia infelicidad. Salía al aire libre y denostaba a todo el mundo. Entraba corriendo en el bosque y me acurrucaba, agotado, bajo un árbol. Para no volverme realmente loco, volví la espalda a Desselbrunn, por lo menos diez años, por lo menos diez años, por lo menos diez años, me había dicho ininterrumpidamente, cuando dejé la casa y me fui a Viena, para ir a Portugal, donde tenía parientes en Sintra, en la más hermosa de las comarcas portuguesas, donde los eucaliptos alcanzan los treinta metros y puede respirarse el aire más puro. En Sintra volveré a encontrar también la música, que en Desselbrunn había expulsado de mí concienzudamente y, por decirlo así, para siempre, pensé entonces, pensé, y me regeneraré mediante una respiración matemáticamente calculada del aire del Atlántico. Entonces había pensado también poder continuar en el Steinway de mi tío de Sintra donde me había interrumpido en Desselbrunn, pero aquello fue un pensamiento disparatado, pensé, en Sintra bajaba corriendo todos los días mis seis kilómetros por la costa del Atlántico y no pensé en ocho meses en sentarme a un piano, aunque mi tío y también todos los demás de su casa decían continuamente que tocara algo para ellos, en Sintra no había pulsado jamás ni una tecla, de todos modos, en Sintra, en el curso de esa inactividad al aire libre, confesadamente espléndida y, como tengo que decir, en una de las más hermosas comarcas del mundo, tuve la idea de escribir algo sobre Glenn, algo, no podía saber qué, algo sobre él y su arte. Con ese pensamiento fui de un lado a otro por Sintra y sus alrededores y, en definitiva, pasé todo un año allí, sin empezar ese algo sobre Glenn. Comenzar una obra es lo más difícil de todo, y siempre he ido de un lado a otro durante meses y hasta años, sólo con el pensamiento de esa obra, sin poder comenzarla, y así ocurrió también en lo referente a Glenn, el cual, como pensaba entonces, tenía que ser descrito, descrito en cualquier caso por un testigo competente tanto de su existencia como de su forma de tocar el piano, un testigo competente de su cabeza totalmente extraordinaria. Un día me atreví a comenzar la obra, en el Inglaterra, donde había querido quedarme sólo dos días, pero en donde me quedé luego seis semanas, sin interrumpir la obra sobre Glenn. Al final, sin embargo, sólo llevaba esbozos en el bolsillo cuando trasladé mi residencia a Madrid, y aniquilé esos esbozos porque, de repente, me estorbaban en mi obra en lugar de serme útiles, había hecho demasiados esbozos, ese inconveniente me ha estropeado ya muchos trabajos; tenemos que hacer esbozos para un trabajo, pero si hacemos demasiados esbozos, lo estropeamos todo, pensé, y así ocurrió también entonces en el Inglaterra, permanecí sin pausa en mi habitación e hice esbozos hasta que creí estar loco, y me di cuenta de que esos esbozos sobre Glenn eran la causa de mi locura, y había tenido fuerzas para aniquilar esos esbozos sobre Glenn. Sencillamente, los metí en el cesto de los papeles y observé cómo la camarera cogía ese cesto de los papeles y lo sacaba del cuarto y lo hacía desaparecer en la basura. Me resultó un espectáculo agradable, pensé, ver cómo la camarera cogía y hacía desaparecer mis esbozos sobre Glenn, no sólo cientos, sino miles. Me siento aliviado, pensé. Durante toda una tarde permanecí en mi sillón ante la ventana, y al anochecer me fue posible dejar el Inglaterra y en Lisboa, bajando por la Liberdade, ir a la rua Garrett, a mi local favorito. En definitiva, había tenido ya ocho de esos arranques, que terminaban siempre con la aniquilación de los esbozos, cuando supe por fin en Madrid cómo empezar la obra Sobre Glenn, que luego, efectivamente, terminé en la calle del Prado. Pero ya volvía a dudar de si esa obra valía realmente algo y pensaba en aniquilarla a mi regreso, todo lo escrito, si lo dejamos un tiempo bastante largo y lo examinamos una y otra vez desde el principio, nos resulta como es natural insoportable, y no paramos hasta que lo hemos aniquilado otra vez, pensé. La próxima semana estaré otra vez en Madrid, y lo primero será aniquilar la obra sobre Glenn para empezar otra nueva, pensé, otra todavía más concentrada, otra todavía más auténtica, pensé. Porque siempre creemos que somos auténticos y en verdad no lo somos, y creemos que nos concentramos y en verdad no nos concentramos. Pero, naturalmente, esa conciencia ha conducido siempre en mi caso a que, en definitiva, ninguna de mis obras haya aparecido, pensé, ni una sola en los veintiocho años que llevo dedicándome a esas obras, sólo a la obra sobre Glenn me dedico desde hace nueve años, pensé. Qué bien que todas esas obras incompletas e inacabadas no hayan aparecido, pensé, si las hubiera publicado, para lo que no hubiera tenido ninguna dificultad, hoy sería el más infeliz que cabe imaginar, diariamente enfrentado con unas obras catastróficas, plagadas de errores, de imprecisiones, de descuidos, de diletantismo. A ese castigo me sustraje mediante su aniquilación, pensé, e inmediatamente me produjo un gran placer la palabra aniquilación. Varias veces la dije para mis adentros. Al llegar a Madrid, aniquilar en seguida la obra sobre Glenn, para que pueda hacer otra nueva. Ahora sé cómo empezar esa obra nunca lo sabía, siempre la comenzaba demasiado pronto, de una forma diletante. Durante toda la vida huimos del diletantismo y siempre nos atrapa, pensé, y nada deseamos con mayor intensidad que escapar al diletantismo durante toda la vida, y una y otra vez somos atrapados por él. Glenn y la falta de escrúpulos, Glenn y la soledad, Glenn y Bach, Glenn y las variaciones Goldberg, pensé. Glenn en su estudio del bosque, su odio a los hombres, su odio a la música, su odio a los hombres de la música, pensé. Glenn y la sencillez, pensé, contemplando la sala del mesón. Tenemos que saber desde el principio lo que queremos, pensé, ya en la cabeza del niño tiene que estar claro lo que quiere el ser humano, lo que quiere tener, lo que debe tener, pensé. El tiempo que pasé en Desselbrunn, Wertheimer en Traich, pensé, fue un tiempo mortal. Las visitas mutuas y las críticas mutuas, pensé, que nos destrozaron. Sin embargo, sólo iba a ver a Wertheimer a Traich para destrozarlo, para molestarlo y para destrozarlo, lo mismo que, a la inversa, Wertheimer no venía a verme por ninguna otra razón; ir a Traich significaba sólo distraerme de mi horrible miseria espiritual y molestar a Wertheimer, intercambiar recuerdos de juventud, pensé, ante una taza de té, y siempre con Glenn Gould como centro, no Glenn, sino Glenn Gould, que nos aniquiló a los dos, pensé. Wertheimer venía a Desselbrunn para molestarme, para ahogar en la cuna un trabajo comenzado por mí, ya en el momento en que anunciaba su visita. Continuamente decía él sólo si no hubiéramos encontrado a Glenn, pero también, si Glenn hubiera muerto pronto, antes de convertirse en una celebridad mundial, pensé. Encontramos a una persona como Glenn y nos vemos aniquilados, pensé, o salvados, en nuestro caso Glenn nos aniquiló, pensé. En un Bösendorfer no hubiera tocado nunca, según Glenn, pensé, no hubiera logrado nada en un Bösendorfer. El que toca un Bösendorfer frente al que toca un Steinway, pensé, los entusiastas del Steinway frente a los entusiastas del Bösendorfer. Al principio le habían instalado en la habitación un Bösendorfer, e inmediatamente hizo que se lo llevaran y se lo cambiaran por un Steinway, pensé, a eso no me hubiera atrevido yo, a plantear esa exigencia, pensé, en aquella época, en Salzburgo, al principio mismo del curso de Horowitz; ya entonces Glenn estaba plenamente seguro de lo que quería, la posibilidad de un Bösendorfer no se le planteaba, hubiese destruido su concepción. Y le habían cambiado sin resistencia el Bösendorfer por el Steinway, pensé, aunque Glenn no era todavía Glenn Gould. Todavía veo a los obreros sacando el Bösendorfer y entrando el Steinway, pensé. Pero Salzburgo no es lugar para el desarrollo de un pianista, decía Glenn a menudo, el clima es demasiado húmedo, echa a perder el instrumento y, al mismo tiempo, echa a perder al pianista, echa a perder las manos y el cerebro del pianista en el plazo más breve. Sin embargo, yo quería estudiar con Horowitz, decía Glenn, y eso fue decisivo. En la habitación de Wertheimer, las cortinas estaban corridas todo el tiempo y las persianas bajadas, Glenn tocaba con las cortinas descorridas y las persianas levantadas, y yo incluso, siempre, con las ventanas abiertas. Por suerte, no habíamos tenido ninguna casa vecina y, por consiguiente, a nadie irritado con nosotros, porque hubieran destruido nuestro trabajo. Habíamos alquilado, para toda la duración del curso de Horowitz, la casa de un escultor nazi muerto un año antes, y las creaciones del maestro, como se le llamaba en la vecindad, se alzaban todavía por todas partes, en aquellas habitaciones de cinco o seis metros de altura. La altura de aquellas habitaciones había hecho que alquilásemos la casa inmediatamente, y las esculturas que había por allí no nos molestaban, favorecían la acústica, aquellas pesadeces arrimadas a las paredes de un artista del mármol mundialmente famoso, como nos habían dicho, que durante decenios trabajó para Hitler. Aquellas gigantescas excrecencias marmóreas las habían arrimado realmente a las paredes los propietarios en nuestro honor, algo ideal desde el punto de vista acústico, pensé. Al principio nos había espantado ver las esculturas, aquel monumentalismo estúpido de mármol y granito, y Wertheimer, sobre todo, había retrocedido, pero Glenn había afirmado en seguida que las habitaciones eran las habitaciones ideales y, a causa de los monumentos, todavía más ideales para nuestro objeto. Las esculturas eran tan pesadas, que fracasábamos al intentar mover la más pequeña, nuestras fuerzas no bastaban y, sin embargo, no éramos debiluchos, los virtuosos del piano son personas fuertes con una resistencia inmensa, muy en contra de la opinión general. Glenn, al que todos creen, todavía hoy, de la constitución más débil imaginable, era un tipo atlético. Hundido ante el Steinway y tocando, parecía un inválido, y así lo conoce todo el mundo musical, pero todo el mundo musical sufre un engaño completo, pensé. A Glenn se le describe, en todas partes, como inválido y debilucho, como alguien espiritualizado, al que sólo se concede la invalidez y la hipersensibilidad que hace causa común con esa invalidez, pero era realmente un tipo atlético, mucho más fuerte que Wertheimer y yo juntos, eso lo habíamos vuelto a ver en seguida cuando se puso a cortar, con sus propias manos, un fresno que había ante su ventana y que, como él mismo lo expresó, le estorbaba para tocar el piano. Serró el fresno, que tenía un diámetro de medio metro al menos, él solo, no nos dejó acercarnos en absoluto al fresno, troceó también en seguida el fresno y apiló los troncos contra la pared de la casa, el típico norteamericano, había pensado yo entonces, pensé. Apenas había serrado Glenn el fresno que, al parecer, le estorbaba, había tenido la idea de correr sencillamente las cortinas de su habitación, y de bajar las persianas. Hubiera podido ahorrarme cortar el fresno, dijo, pensé. A menudo cortamos uno de esos fresnos, muchos de esos fresnos espirituales, dijo, y hubiéramos podido evitárnoslo con una artimaña ridícula, dijo, pensé. Ya cuando, por primera vez, se sentó al Steinway en Leopoldskron, el fresno de la ventana le molestó. Sin pedir permiso siquiera al propietario, entró en el cobertizo de las herramientas, cogió hacha y sierra, y derribó el fresno. Si pido muchos permisos, según él, sólo pierdo tiempo y energías, derribaré el fresno en seguida, dijo, y lo derribó, pensé. Apenas yacía el fresno en el suelo, a Glenn se le había ocurrido que sólo hubiera tenido que correr las cortinas y bajar las persianas. El fresno derribado lo troceó sin nuestra ayuda, pensé, y restableció el orden total que le convenía a él, allí donde se había alzado el fresno. Si algo nos estorba, tenemos que eliminarlo, había dicho Glenn, aunque sólo sea un fresno. Y no debemos preguntarnos antes si podemos derribar el fresno, con eso nos debilitamos. Si pedimos permiso primero, nos quedamos ya tan debilitados que puede resultamos perjudicial, y tal vez aniquilador, según él, pensé. Ninguno de sus oyentes, de sus admiradores, como pensé en seguida otra vez, tendría nunca la idea de que aquel Glenn Gould, conocido y famoso en todo el mundo, por decirlo así, como el prototipo de la debilidad del artista, pudiera derribar solo y en el plazo más breve un fresno fuerte y sano, de medio metro de espesor, y apilar contra la pared de una casa los pedazos de ese fresno derribado, y por añadidura en unas condiciones climáticas espantosas, pensé. Los admiradores admiran un fantasma, pensé, admiran a un Glenn Gould que nunca existió. Pero mi Glenn Gould es mucho más grande, más digno de admiración que el vuestro, pensé. Cuando nos dijeron que habíamos ido a vivir a la casa de un famoso escultor nazi, Glenn soltó una carcajada estentórea. Wertheimer se unió a esas carcajadas estentóreas, pensé, y los dos continuaron con sus carcajadas hasta llegar al agotamiento total, y por fin trajeron del sótano una botella de champaña. Glenn hizo que el corcho se estrellara exactamente contra el rostro de un ángel de Carrara de seis metros de altura y roció de champaña los rostros de los otros monstruos que lo rodeaban, salvo un pequeño resto que nos bebimos de la botella. Al final, arrojó la botella contra la cabeza de emperador del rincón con tal violencia, que tuvimos que guarecernos. Ninguno de esos admiradores de Glenn puede creer siquiera que Glenn Gould es capaz de reírse como siempre se ha reído, pensé. Nuestro Glenn Gould era más capaz que nadie de esas carcajadas incontenibles, pensé, y sin embargo la persona que había que tomar más en serio. A quien no sabe reír no hay que tomarlo en serio, pensé, y a quien no sabe reír como Glenn no hay que tomarlo en serio como a Glenn. Hacia las tres de la mañana se acurrucó, totalmente agotado, a los pies del emperador, él y sus variaciones Goldberg, pensé. Una y otra vez ese cuadro: Glenn apoyado en las pantorrillas del emperador, mirando fijamente al suelo. No se le podía hablar. De madrugada era un recién nacido, según él. Cada día me pongo una cabeza nueva, según él, mientras que, sin embargo, para el mundo es la vieja, según él. Wertheimer corría un día sí y otro no, a las cinco de la mañana, hasta el Untersberg, por suerte había descubierto un camino asfaltado que conducía hasta el Untersberg, y volvía otra vez, y yo mismo daba una vuelta antes del desayuno alrededor de la casa, de todos modos con cualquier tiempo, totalmente desnudo y antes de lavarme. Glenn sólo salía de la casa para ir a ver a Horowitz y volver. En el fondo, odio la Naturaleza, decía una y otra vez. Yo mismo me había asimilado esa frase y, si me la dijera hoy también, la diría, según creo, siempre, pensé. La Naturaleza está en contra de mí, decía Glenn de la misma forma intuitiva que yo, que también digo esa frase una y otra vez, pensé. Nuestra existencia consiste en estar continuamente contra la Naturaleza y actuar contra la Naturaleza, decía Glenn, en actuar contra la Naturaleza hasta que renunciamos, porque la Naturaleza es más fuerte que nosotros, que, por altanería, nos hemos convertido en un producto artístico. Al fin y al cabo no somos seres humanos, somos productos artísticos, el pianista es un producto artístico, un producto repulsivo, decía de forma concluyente. Somos nosotros los que, continuamente,· queremos escapar a la Naturaleza, pero no lo conseguimos, como es natural, decía, pensé, nos quedamos en el camino. En el fondo, queremos ser un piano, dijo, no un ser humano, sino un piano, durante toda la vida queremos ser piano y no ser humano, huimos del ser humano que somos, para ser totalmente piano, lo que, sin embargo, tiene que fracasar, pero en lo que, sin embargo, no queremos creer, según él. El pianista ideal (¡él nunca decía Pianist sino Klavierspieler!) es el que quiere ser piano, y la verdad es que todos los días me digo, al despertar, quiero ser el Steinway, no el ser humano que toca el Steinway, el Steinway mismo quiero ser. A veces nos acercamos a ese ideal, decía, nos acercamos mucho, cuando creemos estar ya locos, casi en la vía de la demencia, que tememos más que a nada. Glenn, durante toda su vida, quiso ser el Steinway mismo, odiaba la idea de estar entre Bach y Steinway sólo como mediador musical, y de ser triturado un día entre Bach y Steinway, un día, según él, quedaré triturado entre Bach, por un lado, y Steinway, por otro, decía, pensé. Toda mi vida he tenido miedo de quedar triturado entre Bach y Steinway, y me cuesta el mayor esfuerzo sustraerme a ese temor, decía. Lo ideal sería que yo fuera el Steinway, que no necesitara a Glenn Gould, decía, que pudiera, al ser el Steinway, hacer a Glenn Gould totalmente superfluo. Pero todavía no ha conseguido ningún pianista hacerse a sí mismo superfluo, siendo Steinway, según Glenn. Despertar un día y ser Steinway y Glenn en uno, decía, pensé, Glenn Steinway, Steinway Glenn, sólo para Bach. Posiblemente, Wertheimer odiaba a Glenn, me odiaba posiblemente a mí también, pensé, ese pensamiento se basaba en miles, si no en decenas de miles de observaciones relativas a Wertheimer, como también a Glenn, como también a mí. Y tampoco yo estaba libre de odiar a Glenn, pensé, odiaba a Glenn en todo momento, pero lo quería al mismo tiempo, con la máxima consecuencia. La verdad es que no hay nada más espantoso que ver a una persona que es tan grandiosa que su grandeza nos aniquila, y tenemos que ver y soportar ese proceso y al fin y al cabo aceptarlo también, cuando, realmente, no creemos en ese proceso, no creemos aún mucho tiempo después de que se nos haya convertido en una realidad incontrovertible, pensé, cuando es ya demasiado tarde para nosotros. Wertheimer y yo habíamos sido necesarios para el desarrollo de Glenn, muy a diferencia de él, y Glenn abusó de nosotros, pensé en la sala del mesón. La desvergüenza con que Glenn lo abordaba todo, las horribles vacilaciones de Wertheimer en cambio, mis reservas hacia todo y hacia todos, pensé. De pronto, Glenn fue Glenn Gould, todos habían pasado por alto el momento de esa conversión en Glenn Gould, como tengo que decir, también Wertheimer y yo. Glenn nos había arrastrado durante meses a un proceso de adelgazamiento común, pensé, a la obsesión por Horowitz, porque realmente hubiera podido ocurrir muy bien que, solo, yo no hubiera aguantado esos dos meses y medio salzburgueses con Horowitz, y Wertheimer desde luego no, y que hubiera renunciado a no ser por Glenn. Ni siquiera Horowitz hubiera sido aquel Horowitz si hubiese faltado Glenn, porque el uno condicionaba al otro, y a la inversa. Fue un curso de Horowitz para Glenn, pensé, de pie en el mesón, y nada más. Glenn había hecho de Horowitz su maestro, y no Horowitz de Glenn, en definitiva, el genio, pensé. Glenn, en esos meses salzburgueses, hizo de Horowitz el maestro ideal para su genio, gracias a su genio, pensé. O penetramos como un todo en la música o no penetramos en absoluto, decía Glenn a menudo, también a Horowitz. Pero sólo él sabía lo que eso quería decir, pensé. Un Glenn tiene que encontrarse con un Horowitz, pensé, y de hecho en el único momento oportuno. Si ese momento no es el oportuno, no se logra lo que se logró con Glenn y Horowitz. El maestro que no es un genio es convertido por el genio en su maestro genial, en ese momento determinado y en una época muy determinada, pensé. Pero la auténtica víctima de ese curso con Horowitz no fui yo al fin y al cabo, sino Wertheimer, que indudablemente se habría convertido en un virtuoso del piano eminente, probablemente famoso en el mundo entero, de no ser por Glenn, pensé. Fue Wertheimer quien cometió el error de ir a Salzburgo ese año, con Horowitz, para ser aniquilado por Glenn, no por Horowitz. La verdad es que Wertheimer había querido ser virtuoso del piano, yo no lo quería en absoluto, pensé, para mí el virtuosismo pianístico fue sólo una escapatoria, una táctica de dilación para algo, en cualquier caso, que jamás me resultó claro, no hasta hoy; Wertheimer quería, yo no quería, pensé, Glenn lo lleva sobre su conciencia, pensé. Glenn había tocado sólo un par de compases y ya había pensado Wertheimer en renunciar, me acuerdo muy bien, Wertheimer había entrado en la sala del primer piso que tenía asignada Horowitz en el Mozarteum y había oído y visto a Glenn, y se había quedado de pie en la puerta, incapaz de sentarse, y Horowitz tuvo que invitarlo a sentarse, pero él no se pudo sentar mientras tocó Glenn, y sólo cuando Glenn había dejado de tocar se sentó Wertheimer, tenía los ojos cerrados, todavía lo veo muy bien, pensé, y no hablaba ya. Dicho de forma patética, aquello fue el fin, el fin de la carrera virtuosística de Wertheimer. Estudiamos durante un decenio un instrumento, que hemos elegido, y oímos entonces, después de ese decenio fatigoso, más o menos deprimente, unos compases de un genio y estamos acabados, pensé. Wertheimer no lo reconoció, no durante decenios. Pero esos compases tocados por Glenn fueron su fin, pensé. No para mí, porque, ya antes de haber conocido a Glenn, había pensado en dejarlo, en la falta de sentido de mis esfuerzos, a dondequiera que iba, yo era siempre el mejor, pero acostumbrado a esa situación, no dejaba de pensar en dejarlo, en interrumpir algo sin sentido, en contra de todas las voces que me aseguraban que yo era uno de los mejores, pero ser uno de los mejores no me bastaba, quería ser el mejor o nada, de forma que lo dejé, y regalé mi Steinway a la hija del maestro de Altmünster, pensé. Wertheimer había puesto todas sus aspiraciones en la carrera de virtuoso pianístico, como tengo que decir, yo no había puesto ninguna aspiración en esa carrera de virtuoso, ésa era la diferencia. Por eso, él se sintió mortalmente afectado por los compases de Goldberg de Glenn, no yo. Ser el mejor o no ser nada había sido siempre mi pretensión, en todos los aspectos. Por eso acabé finalmente también en la calle del Prado, en un anonimato total, ocupado en mi insensatez de escritor. El objetivo de Wertheimer había sido el virtuoso pianístico, que demuestra al mundo musical su maestría año tras año, hasta derrumbarse, por lo que sé de Wertheimer, hasta la senilidad avanzada. Ese objetivo se lo quitó Glenn del anzuelo, pensé, cuando Glenn se sentó y tocó los primeros compases de las variaciones Goldberg. Wertheimer había tenido que oírlo, pensé, había tenido que ser aniquilado por Glenn. Si no hubiera ido yo entonces a Salzburgo y no hubiera querido estudiar sin falta con Horowitz, habría continuado y habría logrado lo que quería, decía Wertheimer a menudo. Pero Wertheimer tuvo que ir a Salzburgo y matricularse en el curso de Horowitz, como suele decirse. Estamos ya aniquilados y, sin embargo, todavía no renunciamos, pensé, Wertheimer es un buen ejemplo de ello, muchos años aún después de haber sido aniquilado por Glenn, no había renunciado, pensé. Y ni siquiera tuvo por sí mismo la idea de separarse de su Bösendorfer, pensé, primero tuve que regalar yo mi Steinway, para que él pudiera hacer subastar su Bösendorfer, él no hubiera regalado jamás su Bösendorfer, tenía que hacer que lo subastaran en el Dorotheum, eso es característico de él, pensé. Yo regalé el Steinway, él subastó su Bösendorfer, pensé, con eso está dicho todo. Toda lo que había en Wertheimer no provenía de Wertheimer mismo, me dije ahora, todo lo de Wertheimer fue siempre sólo algo copiado, algo imitado, él lo copiaba todo de mí, lo imitaba todo de mí, y por eso imitó y copió también mi fracaso, pensé. Sólo su suicidio fue en definitiva una decisión propia y totalmente suya, pensé, de forma que puede que al final, como suele decirse, tuviera aún una sensación de triunfo. Y posiblemente, por el hecho de haberse matado, por decirlo así, por su libre decisión, me aventajó en todo, pensé. Los caracteres débiles se convierten siempre sólo en artistas débiles, me dije, y Wertheimer lo confirma inconfundiblemente, pensé. La naturaleza de Wertheimer era totalmente opuesta a la naturaleza de Glenn, pensé, él tenía lo que se llama una comprensión artística. Glenn Gould no la necesitaba. Mientras que Wertheimer hacía preguntas continuamente, Glenn no hacía absolutamente ninguna pregunta, jamás le oí hacer preguntas, pensé. Wertheimer tenía siempre miedo de ir más allá de sus fuerzas, a Glenn no se le ocurría siquiera la idea de poder ir alguna vez más allá de sus fuerzas, Wertheimer, por lo demás, ·se disculpaba a cada instante por algo que no era motivo de disculpa, mientras que Glenn no conocía siquiera el concepto de disculpa, Glenn no se disculpaba jamás, aunque continuamente había motivo de disculpa, según nuestros conceptos. Para Wertheimer era siempre importante saber lo que la gente pensaba de él, Glenn no daba a eso el menor valor, lo mismo que yo tampoco, a mí, como a Glenn, me fue siempre indiferente lo que pensaba de mí el llamado entorno. Wertheimer hablaba hasta cuando no tenía nada que decir, sólo porque el silencio se le había vuelto peligroso, Glenn guardaba silencio hasta durante los períodos más largos, lo mismo que también yo, que, como Glenn, podía guardar silencio al menos durante días enteros, aunque no, como Glenn, durante semanas enteras. Sólo el miedo de no ser tomado en serio volvía charlatán a nuestro malogrado, pensé. Y a ello se debe también probablemente el que, tanto en Viena como también en Traich, estuviera la mayor parte del tiempo totalmente entregado a sí mismo, porque con su hermana jamás surgió una conversación. Para sus asuntos de propiedades tenía, como los llamaba él, administradores desvergonzados, con los que sólo se relacionaba por escrito. Así, Wertheimer era también, por consiguiente, una persona que podía guardar un silencio total y, posiblemente, incluso por más tiempo que Glenn y que yo, pero que, cuando estaba con nosotros, tenía que hablar, pensé. Él, que tenía su hogar en las mejores direcciones del centro de la ciudad, preferiría ir sobre todo a Floridsdorf, al distrito obrero, que se ha hecho famoso por su fábrica de locomotoras, a Kagran, a Kaisermühlen, donde tienen su hogar los más pobres entre los pobres, hasta el llamado Alsergrund o más allá de Ottakring, sin duda una perversión, pensé. Por la puerta de atrás con un traje gastado como disfraz proletario, para no llamar la atención en sus correrías de reconocimiento, pensé. De pie durante horas en el puente de Floridsdorf, observaba a los transeúntes, y miraba las aguas pardas del Danubio, hacía tiempo aniquiladas por la química, en las que los cargueros rusos y yugoslavos se movían en dirección al Mar Negro. Entonces había pensado a menudo, al parecer, si su mayor desgracia no había sido haber nacido en una familia rica, pensé, porque siempre decía que se sentía mejor en Floridsdorf y en Kagran que en el Distrito 1, mejor entre las gentes de Floridsdorf y de Kagran que entre las gentes del Distrito 1 que, en el fondo, siempre le habían resultado odiosas. Entraba en mesones de la Pragerstrasse y de la Brünnerstrasse y encargaba salchichas al vinagre, se quedaba horas enteras sentado y escuchaba a las gentes, las observaba hasta que, por decirlo así, le faltaba el aire, y tenía que salir, irse a casa, como es natural a pie, pensé. Pero una y otra vez decía también que era un error creer que, como habitante de Floridsdorf, hubiera sido más feliz, como habitante de Kagran, de Alsergrund, pensé, que era un error suponer que aquellas gentes aventajasen a los hombres del Distrito 1, al menos, por su mejor carácter. Mirándolos mejor, según él, los llamados desposeídos, los llamados pobres y los llamados atrasados eran tan carentes de carácter y estaban tan repulsivamente dispuestos como los otros, a los que pertenecemos y a los que, sólo por ese motivo, consideramos repulsivos. Las capas inferiores son un peligro público tanto como las superiores, decía, cometen las mismas atrocidades, y son tan rechazables como las otras, son distintas, pero igualmente atroces, decía, pensé. El llamado intelectual odia su llamado intelectualismo y cree que encontrará la salvación entre los llamados pobres y desposeídos, a los que antes se llamaba los humillados y ofendidos, decía, pero encuentra allí, en lugar de su salvación, la misma atrocidad, decía, pensé. Cuando he ido veinte o treinta veces a Floridsdorf y/o Kagran, decía Wertheimer a menudo, he comprendido mi error y he preferido sentarme en el Bristol y no perder de vista a mis iguales. Una y otra vez intentamos deslizarnos fuera de nosotros mismos, pero fracasamos en ese intento, y dejamos que nos hieran una y otra vez, porque no queremos comprender que no podemos escapar, a no ser por la muerte. Ahora él se ha escapado de sí mismo, pensé, de una forma más o menos repugnante. Dejarlo a los cincuenta, lo más tarde a los cincuenta y uno, dijo una vez. Al final se tomó a sí mismo en serio, pensé. Observamos a un compañero de estudios, y cómo recorre el camino de la escuela superior, pensé, y le hablamos y hemos fundado lo que se llama una amistad para toda la vida. Como es natural, al principio no sabemos que se trata de lo que se llama una amistad para toda la vida, porque al principio sólo la consideramos como una amistad interesada, que tenemos que tener en ese momento para poder avanzar, pero no es tampoco una persona cualquiera ésa con la que hablamos, sino la única posible en ese momento, pensé, porque la verdad es que yo tenía cientos de posibilidades de hablar con compañeros, que estudiaban todos en el Mozarteum, y con muchos que habían asistido entonces al curso de Horowitz, pero había hablado precisamente con Wertheimer, por el hecho de que en Viena nos habíamos visto y hablado ya una vez, pensé, de lo que él se acordaba. La verdad es que Wertheimer estudió principalmente en Viena, no como yo en el Mozarteum, en la Wiener Akademie que, considerada desde el Mozarteum, ha pasado siempre por ser la mejor escuela superior de música, lo mismo que, a la inversa, el Mozarteum, visto desde Viena, siempre como el instituto más provechoso, pensé. Los que estudian en un instituto valoran siempre su propio instituto en menos de lo que vale, y miran de reojo al instituto rival, sobre todo los que estudian música son conocidos por el hecho de valorar siempre mucho más el instituto rival, y los que estudiaban música en Viena pensaban y creían siempre que el Mozarteum era mejor, lo mismo que, a la inversa, los estudiantes del Mozarteum, que la Wiener Akademie era la mejor. En el fondo, tanto la Wiener Akademie como el Mozarteum tenían y siguen teniendo hasta hoy profesores igualmente buenos o igualmente malos, pensé, sólo de los alumnos depende aprovechar a esos profesores para sus fines con una falta de escrúpulos máxima. Ni siquiera depende de la calidad de nuestros profesores, pensé, depende de nosotros mismos, porque, en definitiva, también malos profesores han producido una y otra vez genios, pensé. Horowitz tenía la mejor reputación y a nosotros nos atrajo esa mejor reputación, pensé. Pero no teníamos idea de Glenn Gould, de lo que significaba para nosotros. Glenn Gould era un alumno como cualquier otro, dotado al principio de curiosos modales, y en definitiva del mayor talento que ha habido nunca en este siglo, pensé. Para mí, asistir al curso de Horowitz no fue la catástrofe que fue para Wertheimer, para Glenn, Wertheimer era demasiado débil. Visto así, Wertheimer, al inscribirse en el curso de Horowitz, pisó una trampa mortal, pensé. La trampa se cerró cuando oyó tocar a Glenn por primera vez, pensé. De esa trampa mortal no salió ya Wertheimer. Wertheimer hubiera debido quedarse en Viena y seguir estudiando en la Wiener Akademie, pensé, la palabra Horowitz lo aniquiló, pensé, indirectamente, el concepto de Horowitz, aunque también, realmente, lo aniquiló Horowitz. Cuando estuvimos en Norteamérica, yo le había dicho a Glenn que él había aniquilado a Wertheimer, pero Glenn no comprendió en absoluto lo que yo quería decir. Tampoco yo lo había molestado nunca más con ese pensamiento. Wertheimer sólo fue conmigo a Norteamérica de mala gana, en el viaje me había dado a entender una y otra vez que, en el fondo, detestaba a los artistas que habían llevado tan lejos su arte, según dijo literalmente Wertheimer, como Glenn, y que aniquilan su personalidad para ser genios, como lo expresó entonces Wertheimer. En definitiva, personas como Glenn se habían convertido al final en máquinas artísticas, no tenían ya nada en común con una persona, y sólo rara vez lo recordaban, pensé. Wertheimer envidiaba a Glenn, pero continuamente su arte, no era capaz de asombrarse sin envidia, ya que no de admirar, para lo que también a mí me faltaban y me faltan todas las condiciones, jamás he admirado nada, pero sin embargo me he asombrado de muchas cosas en mi vida, y más que de nada, puedo decir, me he asombrado en mi vida, que posiblemente merece llamarse, a pesar de todo, una vida de artista, de Glenn, asombrado he observado su desarrollo, asombrado me he encontrado con él una y otra vez, he acogido, como suele decirse, sus interpretaciones. Yo había tenido siempre la posibilidad de dar rienda suelta a mi asombro, de no dejar que nada ni nadie limitaran, restringieran mi asombro, pensé. Esa facultad no la había tenido Wertheimer jamás, en ningún sentido, pensé. Al fin y al cabo, a diferencia de Wertheimer, que hubiera querido ser de buena gana Glenn Gould, yo no había querido nunca ser Glenn Gould, siempre quise ser sólo yo mismo, Wertheimer, sin embargo fue siempre uno de esos que continuamente y durante toda la vida y hasta llegar a una desesperación permanente, quieren ser otro, como tienen siempre que creer, más afortunado en la vida, pensé. Wertheimer hubiera sido de buena gana Glenn Gould, hubiera sido de buena gana Horowitz, hubiera sido de buena gana también, probablemente, Gustav Mahler o Alban Berg. Wertheimer no era capaz de verse a sí mismo como alguien único, como todo el mundo puede y tiene que permitirse, si no quiere desesperar, sea quien sea, es alguien único, me digo a mí mismo una y otra vez, y eso me salva. Wertheimer jamás había querido considerar esa áncora de salvación, es decir, la de considerarse a sí mismo como alguien único, para ello le faltaban todas las condiciones. Todo ser humano es un ser humano único y realmente, considerado en sí mismo, la mayor obra de arte de todos los tiempos, así he pensado y tenido que pensar siempre, pensé. Wertheimer no tenía esa posibilidad, por eso quería ser siempre sólo Glenn Gould o sencillamente Gustav Mahler o Mozart y compinches, pensé. Eso lo precipitó ya muy pronto y una y otra vez en la infelicidad. No tenemos que ser genios para ser únicos y poder reconocerlo también, pensé. Wertheimer era un emulador ininterrumpido, emulaba a todo el que creía que estaba mejor situado que él, aunque no tenía condiciones para ello, como ahora comprendo, pensé, había querido ser sin falta artista y, por ello, cayó en la catástrofe. De ahí también su inquietud, su constante e instante ir, deambular, nopoderestarsequieto, pensé. Y desahogaba su infelicidad con su hermana, a la que torturó durante decenios, pensé, la encerró dentro de su cabeza para, según pensaba yo, no dejarla salir jamás. En los llamados recitales, en que los estudiantes se acostumbran al mecanismo de los conciertos, y que se celebraban todos en la llamada Wiener Saal, actuamos una vez juntos, como suele decirse, en Brahms a cuatro manos. Wertheimer, durante todo el concierto, había querido imponerse y, con ello, había destrozado concienzudamente el concierto. Destrozado de forma totalmente consciente, como comprendo hoy. Después del concierto me dijo, perdona, sólo esa palabra, eso era característico en él. Él era incapaz de tocar con otro, y había querido, como suele decirse, brillar y, dado que, como es natural, no lo consiguió, destrozó el concierto, pensé. Wertheimer, durante toda su vida, quiso imponerse una y otra vez, lo que nunca consiguió, en ningún aspecto, en ningún caso. Por eso tuvo al fin y al cabo que matarse, pensé. Glenn no hubiera tenido que matarse, pensé, porque Glenn no había querido jamás imponerse, se impuso siempre y en todas partes y en todos los casos. Wertheimer quería cada vez más, sin tener condiciones para ello, pensé, Glenn tenía todas las condiciones para todo. Yo no entro aquí en consideración, por lo que a mí se refiere puedo decir sin embargo que, una y otra vez, he tenido todas las condiciones para todo lo imaginable, pero sin embargo, la mayoría de las veces, no he aprovechado, de forma totalmente consciente, esas condiciones, siempre por indolencia, altanería, pereza, hastío, pensé. Pero Wertheimer no había tenido jamás, para nada de lo que abordó, las condiciones precisas, para nada de nada, como suele decirse. Salvo que tenía todas las condiciones para ser un hombre desgraciado. En ese sentido, al fin y al cabo no es de extrañar que se matara precisamente Wertheimer y no Glenn ni tampoco yo, aunque Wertheimer me predijo, una y otra vez, mi suicidio, lo mismo que tantos otros, que una y otra vez me han dado a entender que ellos sabían que yo me mataría. La forma de tocar el piano de Wertheimer era realmente mejor que la de todos los demás del Mozarteum, decirlo es importante, pero, después de haber oído él a Glenn, ese hecho no le bastó ya. Tocar como podía hacerlo Wertheimer lo consiguen todos los que se proponen ser famosos, alcanzar la maestría, sólo con pasar para ello en el piano los decenios de trabajo necesarios, pensé, pero cuando se encuentran con un Glenn Gould y han oído tocar a un Glenn Gould así, han fracasado, si son como Wertheimer, pensé. El entierro de Wertheimer no duró ni media hora. Al principio había querido ponerme lo que se llama un traje oscuro para su entierro, pero sin embargo luego decidí ir al entierro con mi traje de viaje, de repente me había parecido ridículo someterme a una etiqueta de luto que he odiado siempre, como todas las etiquetas de vestimenta, de forma que fui al entierro como había emprendido el viaje a Chur, con mi traje de todos los días. Al principio había pensado que iría a pie al cementerio de Chur, pero sin embargo luego tomé un taxi e hice que me dejara ante la puerta principal. El telegrama de la hermana de Wertheimer, que ahora se llama Duttweiler, me lo había guardado previsoramente, porque en él figuraba la hora exacta del entierro. Que tenía que tratarse de algún accidente, había pensado, que, posiblemente, a Wertheimer lo había atropellado un coche en Chur y, como no sabía de ninguna enfermedad grave y amenazadora para la vida de Wertheimer, consideré todos los accidentes posibles pero, sobre todo, los accidentes de tráfico, que son hoy tan corrientes, pero no tuve la idea de que hubiera podido suicidarse. Aunque esa idea, como comprendo ahora, pensé, hubiera debido ser la más inmediata. El que la señora Duttweiler me hubiera enviado el telegrama a mi dirección de Viena y no a Madrid me sorprendía, porque cómo podía saber la hermana de Wertheimer que yo estaba en Viena y no en Madrid, pensé. Hasta ahora no me resulta claro cómo supo que se me podía encontrar en Viena y no en Madrid, pensé. Posiblemente, sin embargo, ella se había puesto en contacto aún con su hermano, antes del suicidio, pensé. Como es lógico, yo hubiera ido también de Madrid a Chur, aunque la verdad es que eso hubiera sido más complicado. O quizá no, pensé, porque de Zurich a Chur resulta fácil. Otra vez había enseñado a varias personas interesadas mi piso de Chur, que desde hace años quiero vender sin encontrar comprador apropiado, y tampoco los que ahora se habían presentado entraban en consideración. O bien no querían pagar el precio que yo pedía, o quedaban eliminados por otras razones. La verdad era que yo tenía la intención de vender mi piso de Viena tal y como está, es decir, en su totalidad, pero para ello los compradores tienen que caerme bien y ninguno de ellos me caía bien, como suele decirse. También pensaba si no sería absurdo separarme del piso de Viena precisamente ahora, en estos tiempos difíciles, renunciar a él en una época de inseguridad absoluta. Nadie vende ahora, si no se ve obligado a ello, pensé, y la verdad era que yo no me veía obligado a vender el piso. Tengo Desselbrunn, me había dicho siempre, el piso de Viena no lo necesito, porque al fin y al cabo vivo en Madrid y no tengo la intención de volver a Viena hasta el fin de los tiempos, había pensado siempre, pero entonces veía todas aquellas espantosas caras de compradores, que me quitaban la idea de vender mi piso de Viena. Y en fin de cuentas, pensé, la verdad es que Desselbrunn no basta a la larga, es mejor tener un pie en Viena y otro en Desselbrunn que estar sólo con Desselbrunn y pensé que, en el fondo, tampoco volveré ya a Desselbrunn, pero tampoco venderé Desselbrunn. No venderé el piso de Viena ni tampoco Desselbrunn, renunciaré al piso de Viena, al que al fin y al cabo he renunciado ya, como renuncio y he renunciado ya a Desselbrunn, pero no venderé ni Viena ni Desselbrunn, pensé, los necesito. Si soy sincero, tengo en realidad exactamente las reservas que me permiten sin más no vender Desselbrunn ni Viena, no vender absolutamente nada. Si vendo, seré bobo, pensé. Así tengo Viena y tengo Desselbrunn, aunque no utilice ni Viena ni Desselbrunn, pensé, pero en segundo plano tengo Viena y Desselbrunn y, por ello, mi independencia es una independencia mucho mayor que si no tuviera Viena, o Desselbrunn, o Viena y Desselbrunn pensé. A las cinco de la mañana se fijan los entierros que no deben llamar la atención de ningún modo, pensé, y con el entierro de Wertheimer, lo mismo los Duttweiler que la administración del cementerio de Chur no habían querido provocar ninguna expectación. La hermana de Wertheimer dijo varias veces que, en el caso del entierro de su hermano, se trataba de un entierro provisional, tenía la intención de hacer trasladar a su hermano un día a Viena, para enterrarlo en el panteón de la familia Wertheimer, en el cementerio de Döbling. De momento, sin embargo, no se planteaba el traslado de su hermano, por qué, no lo dijo, pensé. El mausoleo de los Wertheimer es uno de los mayores del cementerio de Dobling, pensé. Posiblemente en el otoño, había dicho la hermana de Wertheimer, de casada Duttweiler, pensé. El señor Duttweiler llevaba chaqué, pensé, y acompañó a la hermana de Wertheimer hasta la tumba, que habían abierto al otro extremo del cementerio de Chur, es decir, ya al borde del Müllberg. Como nadie habló y el ataúd con Wertheimer fue bajado a la fosa con increíble habilidad por los sepultureros, el entierro no había durado más de veinte minutos. Un señor vestido de negro que, evidentemente, pertenecía a la funeraria, y con seguridad era incluso el propietario de la empresa de pompas fúnebres, pensé, había querido decir algo, pero el señor Duttweiler, antes de que hubiera empezado siquiera su discurso, le había cortado el discurso. Yo mismo había sido incapaz de encargar y traer flores, eso no lo he hecho en mi vida, y resultó tanto más deprimente el hecho de que tampoco los Duttweiler hubieran traído flores, probablemente, pienso, porque la hermana de Wertheimer opinaba que, en el entierro de su hermano, no resultaban apropiadas las flores, y la verdad era que había tenido razón al opinarlo, pensé, aunque por otra parte aquel entierro totalmente sin flores hizo una impresión horrible en todos los participantes. El señor Duttweiler, todavía ante la fosa abierta, les dio a cada uno de los sepultureros dos billetes, lo que hizo un efecto repulsivo, pero sin embargo armonizaba con todo el entierro. La hermana de Wertheimer miró dentro de la tumba, su marido no lo hizo, y yo tampoco. Salí del cementerio a pie detrás del matrimonio Duttweiler. Ante la puerta, los dos se volvieron hacia mí y me hicieron una invitación para almorzar que, sin embargo, no acepté. Eso, sin duda, no fue acertado, pensé ahora en el mesón. Probablemente hubiera podido saber por los dos, y especialmente por la hermana de Wertheimer, cosas importantes, útiles para mí, así pues me despedí y, de pronto, me quedé solo. Chur no me interesaba ya, y fui a la estación y me dirigí con el primer tren hacia Viena. Es totalmente natural que, después de un entierro, pensemos intensamente durante bastante tiempo en el enterrado, y más cuando era un amigo próximo y, más aún, íntimo, con el que estuvimos unidos durante decenios, y lo que se llama un compañero de estudios es siempre un acompañante extraordinario en la vida y la existencia, porque, por decirlo así, es el primer testigo de nuestras relaciones, pensé, y en el viaje a través de Buchs y la frontera de Liechtenstein no me ocupé más que de Wertheimer. Que nació con una fortuna realmente gigantesca, no había sabido qué hacer durante toda su vida con esa fortuna gigantesca, y siempre había sido desgraciado con esa fortuna gigantesca, pensé. Que sus padres fueron incapaces de, como suele decirse, abrirle los ojos, y que fueron ellos los que, ya de niño, lo deprimieron, pensé. Tuve una infancia deprimente, así decía siempre Wertheimer tuve una juventud deprimente, así decía, tuve una época de estudios deprimente, tuve un padre que me deprimía, una madre que me deprimía, profesores deprimentes, un mundo que continuamente me deprimía Que ellos (sus padres y educadores) habían herido siempre sus sentimientos y descuidado igualmente siempre su inteligencia, pensé. Que jamás había tenido un hogar, pensé, siempre en habitaciones de hotel, porque sus padres no le dieron ningún hogar, porque eran incapaces de darle un hogar. Que hablaba siempre más que nadie de la familia, porque los suyos no eran una familia. Que, en definitiva, nada odiaba más que a sus padres, que siempre calificaba sólo de destructores y aniquiladores. Que, después de la muerte de sus padres, que se precipitaron con su coche en un barranco, en las proximidades de Brixen, no había tenido en fin de cuentas a nadie más que su hermana, porque a todos los demás, incluido yo, los había ofendido, y que se había apoderado totalmente de su hermana, pensé, sin escrúpulos. Que siempre lo exigía todo, pero no daba nada, pensé. Que una y otra vez había ido al puente de Floridsdorf para tirarse de él, sin tirarse realmente, que estudió música para convertirse en virtuoso del piano, sin convertirse en virtuoso del piano, y que finalmente, como él mismo decía una y otra vez, se refugió en las ciencias del espíritu, sin saber qué son las ciencias del espíritu, pensé. Que, por una parte, sobreestimó sus posibilidades, y por otra las subestimó, pensé. Que también de mí exigía siempre más de lo que me daba, pensé. Que siempre esperó de mí, como también de otros, demasiado, y que esas esperanzas no podían ser satisfechas jamás, y por ello había tenido que ser siempre infeliz, pensé. Wertheimer nació como hombre infeliz, eso lo había sabido él, pero sin embargo, como todos los demás hombres infelices, no había querido comprender que tenía que ser infeliz, como creía, y los otros no, eso le deprimía y no lo sacaba ya de su desesperación. Glenn es un hombre feliz, yo soy un hombre infeliz, decía a menudo, mientras que yo le respondía que no se podía decir que Glenn fuera un hombre feliz, mientras que él, Wertheimer, sí que era realmente un hombre infeliz. Siempre es exacto cuando decimos que algún hombre es un hombre infeliz, le dije a Wertheimer, pensé, mientras que nunca resulta exacto cuando decimos que alguno es un hombre feliz. Pero, desde el punto de vista de Wertheimer, Glenn Gould fue siempre un hombre feliz, lo mismo que a mí, como me consta, porque me lo dijo suficientes veces, pensé, me reprochaba que yo fuera feliz o, por lo menos, más feliz que él, que, la mayor parte del tiempo, se consideraba el más infeliz de todos. Que Wertheimer, sin embargo, no escatimó medios para ser infeliz, para ser el hombre infeliz del que siempre hablaba, pensé, porque la verdad es que sus padres, indudablemente, habían intentado hacer feliz a su hijo, una y otra vez, pero Wertheimer los rechazó siempre, lo mismo que rechazó siempre también a su hermana cuando ella intentó hacerlo feliz. Como no lo es ningún hombre, tampoco Wertheimer era ininterrumpidamente el ser infeliz que, como él creía, está totalmente dominado por su infelicidad. Recuerdo que, precisamente durante el curso con Horowitz, fue feliz, daba paseos conmigo (y con Glenn) que lo hacían feliz, y que también fue capaz de convertir su soledad de Leopoldskron en un estado de felicidad, como prueban mis observaciones, pensé, pero realmente todo eso se acabó cuando oyó tocar a Glenn por primera vez las variaciones Goldberg, que Wertheimer, como me consta, nunca se atrevió a tocar después. Yo mismo había intentado, ya pronto y mucho antes que Glenn Gould, tocar las variaciones Goldberg, nunca había tenido miedo de ellas, a diferencia de Wertheimer, que, por decirlo así, había aplazado siempre para más adelante las variaciones Goldberg, pensé, esa falta de coraje ante una obra tan inmensa como las variaciones Goldberg no la había tenido yo nunca, jamás había sufrido por esa falta de coraje, nunca me había roto la cabeza con semejante desvergüenza, en efecto, ni siquiera había pensado en ello, de forma que sencillamente comencé a estudiarlas y, ya antes del curso con Horowitz, osé tocarlas, naturalmente de memoria y no peor que muchos de nuestros famosos personajes, pero como es natural no como yo hubiera deseado. Wertheimer fue siempre el tipo más pusilánime, totalmente inepto ya por esa razón agravante para una carrera de virtuoso, y más aún con el piano, para el que se necesita una intrepidez radical hacia todo y hacia todos, pensé. El virtuoso, y más aún el virtuoso mundial, no puede temer absolutamente nada, da igual qué clase de virtuoso sea. El miedo de Wertheimer era siempre evidente, no había podido ocultarlo jamás ni siquiera un tanto. Un día, su concepción tendría que derrumbarse, pensé, como efectivamente se derrumbó, y ni siquiera ese derrumbamiento de su concepción como artista fue suyo, sino que fue provocado sólo por mi propia decisión de separarme definitivamente de mi Steinway y de una carrera de virtuoso, pensé. Que lo tomó todo o casi todo de mí, pensé, también todo lo que, desde luego, era propio de mí, pero no de él, muchas cosas que me eran provechosas, pero que a él tenían que serle perjudiciales, pensé. Aquel emulador me emulaba en todo, hasta en aquello que, evidentemente, sólo estaba orientado contra él, pensé. Para Wertheimer fui siempre sólo perjudicial, pensé, y ese reproche hacia mí no podré quitármelo de la cabeza mientras viva, pensé. Wertheimer no era independiente, pensé. En muchas cosas, más sensible que yo, pero en fin de cuentas, y ése fue su mayor defecto, dotado sólo de sentimientos equivocados, realmente un malogrado, pensé. Como no tenía el valor de copiar lo que era importante para él de Glenn, lo copiaba todo de mí, lo que sin embargo no le aprovechaba, porque de mí no había copiado nada útil para él, siempre sólo lo inútil, lo que, sin embargo, no quería comprender, aunque yo se lo señalaba una y otra vez, pensé. Si él hubiera sido comerciante y, por consiguiente, administrador del imperio de sus padres, pensé, hubiera sido feliz, feliz en su sentido, pero para una decisión así le había faltado también el valor, el pequeño giro del que le había hablado yo con bastante frecuencia, pero que él nunca quiso aceptar. Él quería ser artista, artista de la vida no le bastaba, aunque precisamente ese concepto es todo lo que nos hace feliz, si somos clarividentes, pensé. En definitiva, estaba enamorado de su fracaso, si es que no chiflado incluso, pensé, se había obstinado en ese fracaso hasta el fin. Realmente podía decir, en efecto, que sin duda era infeliz en su infelicidad, pero hubiera sido todavía más infeliz si de la noche a la mañana hubiera perdido su infelicidad, si se le hubiera privado de ella en un momento, lo que sería a su vez una prueba de que, en el fondo, no fue en absoluto infeliz, sino feliz, aunque sólo fuera a causa de su infelicidad y con ella, pensé. Al fin y al cabo, muchos, por estar profundamente hundidos en la infelicidad, son felices en el fondo, pensé, y me dije que Wertheimer, probablemente, había sido en realidad feliz, porque tenía continuamente conciencia de su infelicidad, podía alegrarse de su infelicidad. El pensamiento no me pareció de pronto absurdo en absoluto, a saber, pensar que él tenía miedo de perder su infelicidad por alguna razón que yo no conocía y, por eso, fue a Chut y a Zizers y se mató. Posiblemente tengamos que partir de la base de que las que se llaman personas infelices no existen en absoluto, pensé, porque la verdad es que a la mayoría las hacemos infelices sólo porque les quitamos su infelicidad. Wertheimer tenía miedo de perder su infelicidad, y se mató por esa razón y por ninguna otra, pensé, se sustrajo al mundo mediante una artimaña astuta, por decirlo así rescató una promesa en la que nadie creía ya, pensé, se sustrajo precisamente al mundo que, como a sus millones de compañeros de infortunio, realmente sólo quiso siempre hacerlo feliz, lo que sin embargo él supo impedir con la mayor brutalidad hacia sí mismo y hacia todos los demás, porque, como también todos los demás, se había acostumbrado de forma mortal a su infelicidad como a ninguna otra cosa. Después de terminar los estudios, Wertheimer hubiera podido dar muchos conciertos, pero los rechazó, pensé, no los aceptó a causa de Glenn, se le había hecho imposible tocar en público, sólo la idea de tener que subir a un tablado me da náuseas, decía, pensé. Recibió numerosas invitaciones, pensé, y rechazó todas esas invitaciones, hubiera podido ir a Italia, a Hungría, a Checoslovaquia, a Alemania, porque se había hecho un nombre entre los agentes, como suele decirse, sólo con los recitales del Mozarteum. Sin embargo, todo lo que había en él no había sido más que falta de coraje, en vista del modo y manera en que Glenn había triunfado con las variaciones Goldberg. Cómo puedo presentarme en público ahora que he oído a Glenn, decía él a menudo, mientras que yo le daba a entender una y otra vez que tocaba mejor que todos los demás, aunque no tan bien como Glenn, lo que no le decía, pero sin embargo podía deducirse siempre de todo lo que le decía. El artista del piano, le decía a Wertheimer, y había utilizado muy a menudo ese concepto del artista del piano, cuando hablaba con Wertheimer sobre el arte del piano, para evitar el repulsivo pianista, así pues, el artista del piano no debe dejarse impresionar tanto por un genio, que se quede paralizado, porque la realidad es que te has dejado impresionar tanto por Glenn que ahora estás paralizado, tú, el talento más extraordinario que jamás ha pisado el Mozarteum, dije, y con ello decía la verdad, porque Wertheimer era realmente ese talento extraordinario y el Mozarteum no ha conocido tampoco otro talento extraordinario así, aunque Wertheimer, como queda dicho, no fuera un genio como Glenn. No hay que dejarse derribar en seguida por ese torbellino norteamericanocanadiense, le había dicho a Wertheimer, pensé. Los que no eran tan extraordinarios como Wertheimer no se habían dejado irritar por Glenn de aquella forma mortal, pensé, por otra parte, tampoco habían reconocido el genio de Glenn Gould. Wertheimer había reconocido al genial Glenn Gould y se había visto mortalmente afectado, pensé. Y cuando cesamos y renunciamos demasiado tiempo, de pronto no tenemos ya valor y, por ello, no tenemos ya fuerzas para presentarnos en público, pensé, y Wertheimer, después de haber renunciado durante dos años, al terminar sus estudios, a todas las invitaciones, no tenía de ningún modo ya valor para presentarse en público, no tenía ya fuerzas para responder siquiera a un agente, pensé. Lo que Glenn podía permitirse, es decir, tomar en un momento la decisión de no actuar más en público y, sin embargo, seguir perfeccionándose hasta el límite extremo de sus posibilidades y, en el fondo, de todas las posibilidades instrumentales del piano, y sólo entonces, mediante el aislamiento, convertirse en el más extraordinario de todos los extraordinarios y finalmente, por añadidura, en el más famoso del mundo, no le era posible, como es natural, a Wertheimer. Al temer actuar en público, perdió paulatinamente, no sólo la relación con el mecanismo de los conciertos, como puede decirse sin más, sino también sus facultades, porque Wertheimer no era, como Glenn, capaz de superarse en su arte una vez más y en la más alta medida, precisamente por el hecho de aislarse, Wertheimer, por el contrario, se vio más o menos acabado a causa del aislamiento. Por lo que a mí se refiere, toqué todavía unas cuantas veces en Graz y Linz, y también una vez en Coblenza del Rin, por mediación de una compañera de estudios, y lo dejé luego totalmente. No me producía ya placer tocar el piano, y no tenía la intención de tener que recibir toda la vida la aprobación de un público que entretanto y, según me parecía, de forma totalmente natural de la noche a la mañana, se me había vuelto completamente indiferente. A Wertheimer, sin embargo, ese público no le resultaba en absoluto indiferente, padecía una necesidad ininterrumpida de aprobación artística, como tengo que decir, lo mismo que, por lo demás, también Glenn, y Glenn quizá en medida mayor aún que Wertheimer, pero Glenn consiguió precisamente lo que Wertheimer sólo había soñado siempre, pensé. Glenn Gould era el virtuoso nato en todos los aspectos, pensé, Wertheimer, de antemano, el fracasado, que no podía comprender y, durante toda su vida, no pudo entender su fracaso; y aunque también nuestro mejor pianista en general, como puedo decir sin restricciones, era sin embargo el fracasado típico, que en su primer enfrentamiento real, a saber, con Glenn, fracasó, tenía que fracasar. Glenn era el genio, Wertheimer no era más que ambición, pensé. Realmente, Wertheimer trató luego de buscar una conexión, como suele decirse, pero no encontró ya ninguna conexión. De repente se vio segregado del arte del piano, pensé. Y, como él mismo decía una y otra vez, entró en las llamadas ciencias del espíritu, sin saber lo que eran esas ciencias del espíritu, pensé. Cayó en el aforismo, dicho sea con mala intención, en el seudofilosofismo, pensé. Durante años tocó para sí y, con ello, no consiguió más o menos otra cosa que una mortificación musical, pensé. De pronto, lo intentó nada más que como segundoschopenhauer, segundokant, segundonovalis, y coloreó esa perplejidad seudofilosófica con Brahms y Handel, con Chopin y Rachmaninov. Y se consideró a sí mismo nada más que como repulsivo, en cualquier caso, yo había tenido esa impresión cuando, después de años, había vuelto a verlo. El Bösendorfer había sido para él nada más que un medio de realzar musicalmente su vía de las ciencias del espíritu, aquí va bien esa fea palabra, pensé. En dos años, lo perdió prácticamente todo; lo que había logrado en los doce años de estudios anteriores no podía oírse ya, recuerdo que lo visité en Traich, hace doce o trece años, y me quedé estremecido por su forma de aporrear, porque no era otra cosa lo que él me había ofrecido en un ataque de sentimentalismo artístico, y el que, con su propuesta de tocar algo para mí, hubiera querido presentarme, de forma totalmente consciente, su total decadencia artística, no lo creía yo, más bien que había tenido la esperanza de que yo lo animara sin embargo y sólo ahora a una carrera en la que él mismo no creía ya desde hacía casi un decenio, pero en que yo le diera ánimos no había ni que pensar, y le había dicho muy claramente que estaba acabado, que tenía que apartar sus dedos del piano, que era un tormento, y nada más, tener que oírlo, y que su forma de tocar me había precipitado en el mayor desconcierto y la más profunda tristeza. Cerró la tapa del Bösendorfer, se puso en pie y salió al aire libre, no volvió en dos horas, y no dijo ya palabra en toda la noche, pensé. El piano no le resultaba ya posible, y las llamadas ciencias del espíritu no eran un sustitutivo, pensé. Habiendo comenzado para ser grandes virtuosos, pensé, pasan ahora su existencia ya desde hace decenios, nada más que como profesores de piano, pensé, nuestros antiguos compañeros de estudios, se llaman a sí mismos pedagogos musicales y existen una espantosa existencia de pedagogos, dependen de alumnos sin talento y de sus padres megalómanos y ávidos de arte, y sueñan, en sus pisos pequeñoburgueses, con su pensión de pedagogos musicales. El noventa y ocho por ciento de todos los estudiantes de las escuelas superiores de música ingresan en nuestras academias con las más altas pretensiones y, tras terminar la escuela superior, pasan los decenios de su vida como lo que se llama profesores de música, de la forma más ridícula, pensé. Esa existencia se me evitó a mí y se le evitó también a Wertheimer, pensé, pero también aquella que nunca he odiado menos, y que lleva a nuestros pianistas conocidos y famosos de una gran ciudad a otra y, finalmente, de un balneario a otro, y finalmente de un poblacho de provincia a otro, hasta que los dedos se les paralizan y la senilidad del intérprete se ha apoderado de ellos totalmente. Si llegamos a algún pequeño poblacho, veremos con seguridad, en un cartel clavado en un árbol, el nombre de nuestros antiguos compañeros de estudios, que, en la única sala del lugar, la mayoría de las veces una posada degenerada, toca Mozart, Beethoven y Bartók, pensé, y se nos retuerce el estómago. Ese destino indigno se nos evitó, pensé. De mil pianistas, sólo uno o dos no siguen ese camino deplorable, repulsivo, pensé. Hoy no sabe nadie que, en otro tiempo, estudié piano, como puede decirse, que hice y terminé mis estudios en una escuela superior de música y que, realmente, fui uno de los mejores pianistas de Austria, como también Wertheimer, pensé, hoy escribo estos disparates, de los que me atrevo a decir que son ensayísticos, para utilizar también otra vez esa palabra odiada en el camino de mi autodestrucción, escribo estos desahogos ensayísticos, que al final, sin embargo, siempre tengo que maldecir y romper y, por consiguiente, aniquilar, y nadie sabe ya que, en otro tiempo, toqué incluso las variaciones Goldberg, aunque no tan bien como Glenn Gould, a quien me esfuerzo por describir desde hace años, porque me considero más auténtico que otros en esa descripción, que fui al Mozarteum, que sigue pasando por ser una de las primeras escuelas superiores de música del mundo entero, y que yo mismo di conciertos y no sólo en Bad Reichenhall y Bad Krozingen, pensé. Que en otro tiempo fui un fanático estudiante de música, un fanático virtuoso del piano, que compitió como igual con Glenn Gould en Brahms y en Bach y en Schönberg. Sin embargo, mientras que a mí, personalmente, esa ocultación me ha sido siempre ventajosa y, por consiguiente, de la mayor utilidad, pensé, esa ocultación dañó siempre profundamente a mi amigo Wertheimer, yo siempre me he levantado apoyándome en esa ocultación, él sólo se debilitó y se puso enfermo por esa ocultación, y finalmente, como creo ahora muy firmemente, esa ocultación lo mató. Para mí, el hecho de, durante más de quince años, haber tocado el piano día y noche y haber llevado esa práctica finalmente a una perfección totalmente extraordinaria ha sido siempre un arma, no sólo contra mi entorno, sino también contra mí mismo, pero Wertheimer sufrió siempre por ello. En todas y cada una de las cosas, el hecho de mis estudios de piano me ha resultado siempre provechoso, lo que quiere decir, siempre decisivo, y precisamente porque nadie sabe ya nada de ello, porque está olvidado y porque lo oculto. Para Wertheimer, sin embargo, ese hecho fue siempre una infelicidad, motivo ininterrumpido de depresión existencial, pensé. Yo era mucho mejor que la mayoría de los demás de la Akademie, pensé, y en un momento lo dejé, eso me hizo fuerte, más fuerte, pensé, que los que no lo dejaron y no eran mejores que yo, y que, en su diletantismo, han encontrado un refugio para toda la vida, se llaman profesores y se dejan cubrir de distinciones y medallas, pensé. Todos esos zoquetes musicales, que terminaron sus estudios en las academias y se dedicaron a dar conciertos, como suele decirse, pensé. Yo no me dediqué nunca a dar conciertos, pensé, mi cabeza me lo prohibía, pero no me dediqué a lo que se llama dar conciertos por una razón totalmente distinta de la de Wertheimer, que no se dedicó a ello, como queda dicho, a causa de Glenn Gould o, por lo menos, se interrumpió otra vez en seguida, como suele decirse, a causa de Glenn Gould, a mí me prohibía mi cabeza dedicarme a dar conciertos, a Wertheimer se lo impidió Glenn Gould. Dar conciertos es lo más horrible que se puede imaginar, sean los conciertos que sean, si tocamos el piano en público, resulta espantoso, si tocamos el violín en público, resulta espantoso, por no hablar del espanto que tenemos que soportar cuando cantamos en público, pensé. Nuestro mayor capital es poder decir que hemos estudiado en una escuela superior famosa y hemos terminado nuestros estudios en esa famosa escuela superior, como suele decirse, y no nos importa nada y nos lo callamos todo, pensé. No despilfarramos esa fortuna con años y decenios de conciertos, etcétera, pensé, sino que lo consideramos todo como un capítulo cerrado, y lo ocultamos. Pero yo he sido siempre un genio de la ocultación, pensé, todo lo contrario de Wertheimer, que en el fondo no podía ocultar nada, y también tenía que hablar siempre de todo, tenía que soltarlo todo, mientras vivió. Pero, naturalmente, a diferencia de la mayoría de los otros, teníamos la suerte de no tener que ganar dinero, porque desde el principio tuvimos suficiente. Sin embargo, mientras que Wertheimer fue una persona a la que siempre avergonzó ese dinero, yo jamás me he avergonzado de ese dinero, pensé, porque la verdad es que sería de lo más demencial avergonzarse del dinero con que uno ha nacido, por lo menos sería, en mi opinión, una perversión, en cualquier caso una hipocresía repulsiva, pensé. A dondequiera que miramos, las gentes son hipócritas al decir continuamente que se avergüenzan del dinero que tienen y que otros no tienen, mientras que, sin embargo, es propio de la naturaleza de las cosas que unos tengan dinero y otros no, y unas veces no tienen éstos dinero y los otros lo tienen, y a la inversa, eso no cambiará, y los unos no tienen ninguna culpa de tener dinero, como los otros de no tenerlo, etcétera, pensé, lo que sin embargo no comprenden ni los unos ni los otros, porque, en fin de cuentas, sólo conocen la hipocresía y nada más. Yo nunca me he reprochado tener dinero, pensé, Wertheimer se lo reprochaba continuamente, nunca he dicho que sufro por ser rico, como Wertheimer, que lo decía muy a menudo y que no retrocedía ante las más disparatadas maniobras de donación, que, en fin de cuentas, no le sirvieron de nada, en efecto, aquellos millones que, por ejemplo, envió a la zona africana del Sahel y que, como supo más tarde, jamás llegaron allí, porque fueron devorados por las organizaciones católicas a las que los había transferido. La inseguridad del ser humano es su naturaleza, su desesperación, dijo Wertheimer muy a menudo y con mucha razón, pero nunca consiguió atenerse a sus propias máximas, aferrarse firmemente a ellas, tenía siempre algo teórico inmenso, algo realmente inmenso en la cabeza (¡y en sus aforismos!), pensé, realmente una filosofía salvadora vital y existencial, pero era incapaz de aplicarla por sí mismo. En teoría, dominaba todas las incomodidades de la vida, todos los estados de desesperación, todo el desmoralizador mal del mundo, pero en la práctica no era capaz de ello, jamás. Por eso, muy en contra de sus propias teorías, se fue hundiendo cada vez más hasta llegar al suicidio, pensé, hasta llegar a Zizers, su ridículo fin de trayecto, pensé. Teóricamente, habló siempre sólo en contra del suicidio, pero me lo atribuyó a mí, sin más, y fue una y otra vez a mi entierro, prácticamente, se mató él y yo fui a su entierro. Teóricamente, se convirtió en uno de los mayores virtuosos pianísticos del mundo, uno de los más famosos artistas en general (¡aunque no en un artista como Glenn Gould!), prácticamente no consiguió nada en el piano, pensé, y se refugió, de la forma más lastimosa, en sus llamadas ciencias del espíritu. Teóricamente, dominaba su existencia, prácticamente, no sólo no dominó su existencia sino que ella lo aniquiló, pensé. Teóricamente fue nuestro amigo, es decir, el mío y el de Glenn, prácticamente no lo fue nunca, pensé, porque, lo mismo que para su virtuosismo, le faltaba todo lo necesario para una auténtica amistad, como prueba su suicidio, pensé. El resultado es: él se mató, no yo, pensé, y estaba cogiendo precisamente mi bolsa del suelo para ponerla sobre el banco cuando entró la patrona. Estaba sorprendida, dijo, no me había oído, yo pensé que me estaba mintiendo. Con seguridad me había visto incluso entrar en el mesón, me había observado todo el tiempo, y no había venido intencionadamente a la sala aquel personaje repugnante, repulsivo, y al mismo tiempo atractivo, que llevaba la blusa abierta hasta el vientre. La bajeza de esas personas, que ellas no ocultan ya en absoluto, pensé, que muestran abiertamente, pensé. Que no necesitan ocultar su bajeza, su abyección, me dije. La habitación que yo tenía siempre, según ella, estaba sin calefacción, pero probablemente no sería necesario encender la calefacción en ella, porque soplaba un viento cálido, abriría la ventana de la habitación y dejaría entrar el cálido viento de primavera, dijo, mientras hacía intención de abrocharse la blusa, sin abrochársela luego realmente. Wertheimer había estado en casa de ella, antes de salir hacia Zizers, dijo. Que se había matado lo había sabido por uno de los cargadores, el cargador se lo había oído a uno de los trabajadores forestales que atienden y vigilan la propiedad de Wertheimer, a Kohlroser (Franz). No estaba claro de quién sería ahora Traich, dijo, de la hermana de Wertheimer seguro que no, opinó, ésa estaba en Suiza para siempre. Ella sólo la había visto dos veces en los últimos diez años, una mujer poco abordable, muy distinta de su hermano, que había sido sociable, incluso utilizó la expresión campechano, lo que me admiró, porque yo jamás había relacionado la palabra campechano con Wertheimer. Wertheimer había sido bueno para todos, dijo, dijo realmente bueno, pero también, sin respirar, que él había dejado a Traich abandonado. En los últimos tiempos habían aparecido a menudo extraños en Traich, y se habían quedado días enteros, incluso semanas enteras, sin que Wertheimer mismo se asomara por Traich, personas a las que Wertheimer les había dado las llaves de Traich, como decía ella, artistas, músicos, su tono en las palabras artistas y músicos era de desprecio. Esas gentes, según ella, sólo se habían aprovechado de Wertheimer y de su Traich, se habían hartado de beber y de comer a su costa durante días y durante semanas, se habían quedado en la cama hasta el mediodía, habían deambulado por el pueblo con grandes risas y trajes estrafalarios, todos ellos descuidados, según ella, y le habían hecho una impresión pésima. En Wertheimer mismo, opinó, se había podido comprobar un descuido progresivo, arrastró la palabra descuido, eso se lo ha copiado a Wertheimer, pensé. Por la noche había oído a Wertheimer tocar el piano, dijo, a menudo la mitad de la noche hasta la madrugada, últimamente Wertheimer andaba por el pueblo mal dormido y con trajes arrugados y rotos, y se había metido en la sala del mesón sin otro fin que hartarse de dormir. En los últimos meses él no había ido ya a Viena, ni siquiera se había interesado por el correo que tenía allí, y tampoco había hecho ya que le enviaran ese correo. Cuatro meses había estado solo en Traich, sin dejar la casa, los trabajadores forestales lo proveían de víveres, según ella mientras levantaba mi bolsa y subía con ella a mi habitación. Abrió inmediatamente la ventana y dijo que, durante todo el invierno, nadie más había dormido en aquella habitación, todo estaba sucio, dijo, si no me importaba, iría a buscar un trapo y limpiaría, por lo menos la porquería del marco de la ventana, dijo, sin embargo yo rehusé, la porquería me era indiferente. Abrió la ropa de la cama y dijo que estaba recién lavada, el viento la secaría. Todos los huéspedes quieren siempre la misma habitación, dijo. Antes, Wertheimer no dejaba que nadie pasara la noche en Traich, y de repente había tenido la casa llena, dijo la patrona. Durante treinta años, nadie, salvo el propio Wertheimer, había pasado la noche en Traich, y en las últimas semanas antes de su muerte se habían alojado docenas de personas de la ciudad, según ella, en Traich, habían pernoctado en Traich, revuelto toda la casa, según ella. Los artistas, dijo, eran gentes peculiares, la palabra peculiar tampoco era de ella, sino de Wertheimer, que sentía predilección por la palabra peculiar, como pensé. Durante mucho tiempo aguantan las personas como Wertheimer (¡y como yo!) el aislamiento, pensé, y entonces tienen que tener compañía, veinte años aguantó Wertheimer sin compañía, y entonces llenó su casa de todas las gentes imaginables. Y se mató, pensé. Como mi casa de Desselbrunn, Traich resulta apropiada para estar solo, pensé, para una cabeza como yo, como Wertheimer, pensé, para una cabeza artística, lo que se llama una cabeza espiritual, pero cuando forzamos una casa así más allá de un límite determinado, nos mata, resulta absolutamente mortal. Al principio arreglamos una casa así para nuestros fines artísticos y espirituales, y cuando la hemos arreglado para ello nos mata, pensé, cómo quitaba la patrona simplemente con la mano el polvo de la puerta del armario, sin avergonzarse lo más mínimo, al contrario, la divertía que yo la observara mientras tanto, el que, por decirlo así, no la perdiera de vista.