Las usurpaciones ambivalentes de Berger
¿Existe alguna prueba más contundente de la anedonía de nuestra cultura lectora que el hecho de que las novelas de Thomas Berger no inunden los quioscos de libros de los aeropuertos? Sencillamente, no hay una manera mejor de matar una hora o tres. Antes que nada, déjame decirte que aquí, lector, te espera una agradable sorpresa. Envidio tu primer encuentro, que así lo supongo, con El rostro del mal, o con la obra de Berger (y, sí, éste es un magnífico punto de partida). Este libro es uno de los «artilugios» ficticios más implacables e ingeniosos de Berger, tal como lo apodó en una ocasión un crítico elogioso, y ahora que está en tus manos —ve al primer capítulo y que te abduzca—, verdaderamente no necesita, como se suele decir, más presentaciones.
De todos modos, yo haré una. Agradezco la oportunidad de gritar que Thomas Berger es uno de los tres o cuatro mejores novelistas vivos de Estados Unidos. Subrayo lo de novelista, porque la grandeza de Berger reside en la profundidad y extensión de su compromiso hacia la forma que ha elegido, y la consiguiente exploración de ella. No se me ocurre ningún otro escritor estadounidense que confíe más en los medios y materiales de la ficción por la ficción: escenas y frases, capítulos y párrafos y, por encima de todo, personajes, sus voces e introspecciones, sus aprietos en mundos ficticios. Se ha volcado en esta meta excluyendo todos los temas de interés actual o de sociología, los recursos autobiográficos que podrían interesar a los lectores, las «innovaciones» superficiales o materiales de controversia. Berger está demasiado interesado en los misterios de la narrativa como para molestarse con la metaficción; no obstante, su mundo sí que posee cierto placer elástico en su propio artificio. No se preocupa por disfrazar la embocadura del proscenio de sus obras; su «realismo», si se puede llamar así, reside en su cuidadoso examen de la existencia diaria, tanto en su nivel psicológico como en el ontológico. Berger venera demasiado las novelas como para jugar a su destrucción o para avergonzarse de participar en una tradición.
El compromiso de Berger tiene otro aspecto: aparte de unas pocas y breves obras de teatro e historias, se ha entregado por completo a la novela, y ha evitado trabajos adicionales como el periodismo, la escritura de guiones cinematográficos o la enseñanza. Tampoco se ha gastado el capital pontificando, haciendo públicos manifiestos, asistiendo a conferencias o concediendo un puñado de entrevistas. Nadie sabe lo que puede haberle costado esto en difusión periodística. No voy a hablar con facilidad insincera de «desidia», aunque lo cierto es que vende menos libros que los autores a los que yo considero como sus únicos iguales, y, aun sin ser oscuro, en general es menos conocido. Hace unos años, al escribir una entrada sobre Berger para una enciclopedia literaria, cometí el error de afirmar que ya no gozaba del «éxito de crítica y público» que había tenido en la década de 1960. Berger me escribió para corregir mi error con delicadeza, explicándome que él nunca había gozado de «éxito», recurriendo a las cifras de ventas para demostrarlo. No, Berger ha estado durante cincuenta años manteniéndose a media distancia de los autores de grandes éxitos, sin ser prueba de la afirmación de que el genio siempre se ve recompensado, como tampoco de que es universalmente ignorado. Es un escritor imposible de hacer resurgir porque en realidad nunca se le ha abandonado lo suficiente.
Dicho esto, a otros les resulta imposible no enfurecerse en nombre de Berger por no recibir más atención y recompensas. Tomemos, por ejemplo, las palabras del novelista pakistaní-tejano Zulfikar Ghose: «Las novelas cuyo mayor atractivo es su tema son siempre inmensamente populares […]. Las novelas que se basan sólo en su estilo ganan lectores más lentamente, en pequeños grupos aislados, hasta que la obra se convierte en una de las capas que componen la conciencia humana. [Esto] explica por qué, entre los novelistas estadounidenses, se prefiere a Saul Bellow, que sabe sobre qué escribir, antes que a Thomas Berger, que sabe cómo escribir […]. Berger es novelista y nada más […]. Dentro de unos veinte o treinta años, Bellow será uno de esos nombres curiosos y oscuros que se ven y a los que concedieron el Premio Nobel por error, como ocurrió con Pearl Buck, y a Berger se lo leerá seriamente, como a Henry James».
La labor literaria de Berger ha quedado reflejada en: veintidós novelas desde su debut en 1958, Crazy in Berlín [Loco en Berlín]. Sus obras, que llevan el sello de su inconfundible ironía sutil y de su extraordinario oído para las colisiones musicales de la dicción aguda y grave, florece con una disparatada diversidad: un cuarteto de novelas muy próximas a Updike siguen las etapas de la vida de un álter ego necio y angélico llamado Reinhart; un par de epopeyas caóticas histórico-legendarias, Little Big Man [Pequeño gran hombre] y Arthur Rex (la primera, su novela más conocida, seguida ya por una secuela); y un puñado de tiernas demoliciones de género: la novela de detectives en Who is Teddy Villanova [¿Quién es Teddy Villanova?], la ficción utópica y distópica en Nowhere [En ningún lugar] y Regiment of Women [Regimiento de mujeres] y las fábulas de realización de deseos en Being Invisible [Hacerse invisible] y Changing the Past [Cambiando el pasado].
En ocasiones, la novedad virtuosa de dichas empresas puede distraer a lectores y comentaristas de los asuntos esenciales en la mayoría de novelas de Berger. El resto de sus libros son más difíciles de encasillar o tipificar, aunque todos ellos desarrollan temas de poder, trato injusto y culpabilidad en los asuntos humanos, y todos exhiben la curiosa capacidad de sus situaciones ficticias para cambiar como una veleta entre el malentendido absurdo y el abuso siniestro y sadomasoquista. Muchas de sus obras, incluida la presente, inciden en el material de la novela negra, o policíaca, aunque no reproducen el tono típico de estos géneros. (Mientras tanto, el público que saborea el crimen en la ficción ha pasado por alto a Berger, de manera muy parecida a los exploradores tropicales de la famosa ilustración de portada de la revista Mad, que mientras escudriñan los árboles no son conscientes de que están apiñados en la concavidad de una enorme huella).
Estas novelas más difíciles de clasificar, con sus escenarios nominalmente realistas y llenas de torpeza humana que abarca desde el adulterio y el asesinato a las comidas mal cocinadas, comprenden el argumento más sólido para la importancia duradera de Berger, sobre todo en el sentido acumulativo. La secuencia que tengo en mente empieza con el monumental Killing Time [Tiempo de matar], la cuarta novela de Berger, la cual he descrito en otro sitio como «Jim Thomson reescrito por un Flaubert norteamericano». Este libro, una investigación sobre un beatífico sociópata existencialmente profundo que se considera enemigo del tiempo, contiene también el primero de una serie de retratos de policías ligeramente maliciosos y enormemente pragmáticos. La fascinación de Berger por la policía —la culpa que sus miembros inspiran en las almas introspectivas, la morbosidad en que se complacen como consecuencia de su misión, los filtros de ambigüedad mental que adoptan necesariamente— sólo está a la altura de la de Alfred Hitchcock.
Después vienen Sneaky People [Soplones], Neighbors [Vecinos] y The Feud [Enemistad persistente]. Sneaky People y The Feud son un par de novelas urbanas del Medio Oeste con una gran impresión de conjunto, llenas de cariñosas reproducciones del habla vernácula norteamericana en su desvanecido esplendor y de muestras nada sentimentales de coloquialismos a los que los novelistas estadounidenses renunciaron en su mayor parte después de Booth Tarkington. Neighbors (el favorito de Berger entre sus propios libros, en parte por lo que él describe como la facilidad de su composición) inaugura un triunvirato magistral de novelas de amenazas, y sus compañeros son The Houseguest [El invitado] y el libro que en estos momentos tienes en las manos. Cada uno de estos tres libros es teatral y está firmemente unificado en el tiempo (y en el caso de las dos novelas anteriores a El rostro del mal, también en el espacio). Todos realizan un estudio de lo que yo llamaría usurpación ambivalente, escenarios extraños en donde de un entorno banal surge una terrorífica lucha por el poder. Todos ellos presentan a un provocador y una víctima principales, pero Berger está fascinado por las maneras como la inocencia y la reserva son cómplices del caos y la impulsividad. Investiga la malignidad del carisma, pero también el torpor de la reflexión. En palabras de Reinhart: «La gente nos utiliza tal como les pedimos que lo hagan: ésta es la justicia básica de la vida, y a menudo la única». Este tema de la usurpación ambivalente —intercambios de culpabilidad y obligación no especificadas entre parejas de «dobles» humanos— evoca motivos de las obras de artistas tan aparentemente dispares como Dostoievski, Harold Pinter, Patricia Highsmith, Orson Welles y, sí, otra vez, Hitchcock. Es típico de Berger que, una vez establecido su tema de la duplicidad, en lugar de enfatizar la similitud entre personajes hasta el punto de lo fatuo, ejercite en cambio su fascinación por el hecho de que los tipos divergentes sí existen: por muy atrapados que podamos estar por otra persona, el hecho solitario del yo persiste.
Más allá de cualquier otra influencia literaria o compañerismo, la lógica paradójica mediante la cual Berger despliega sus escenas lo relaciona por encima de todo con Franz Kafka. Demasiados escritores contemporáneos se doblegan ante Kafka cubiertos de maquillaje: escenarios ostentosamente ensoñadores y una atmósfera o dicción del este de Europa al estilo del filme de Woody Allen Sombras y niebla. Berger conecta con la influencia de Kafka a un nivel más natural y universal, captando la manera en la que el autor checo reconstruía el tiempo ficticio y la causalidad para que sintonizara con sus reservas emocionales y filosóficas sobre la vida humana. El tono de Berger, al igual que el de Kafka, no alaba en ningún momento la paranoia o la desesperación. En cambio, Berger explora la falibilidad del esfuerzo humano por sentirse justificado o consolado a ojos de cualquier otro ser, con gestos meticulosos, e incluso afectuosos, de reserva y pesar. Al igual que ocurre con el más antiguo de los dos escritores, no hay nada tan absurdo o desgarrador como la disparidad entre intención y acto, o la palabra. El resultado de la paciente domesticación del método de Kafka por parte de Berger no tiene, en realidad, nada de onírico. En cambio, Berger ubica esa parte de nuestra vida de vigilia que se desarrolla a la manera de la paradoja de Zenón, donde sólo es posible quedarse angustiosamente corto en cualquier esfuerzo por ser comprendido, o por hacer el bien. De este modo, ilumina lo que era necesario en las exageraciones de Kafka. Y al repartir la diferencia a medio camino de vuelta hacia la plena luz —y situando sus persecuciones diurnas en medio de centros comerciales y urbanizaciones de las afueras—, nos desconcierta aún más profundamente.
Patricia Highsmith es la única otra escritora de Estados Unidos que se me ocurre que ha logrado esta profunda incorporación de Kafka, particularmente en Rescate por un perro y El grito de la lechuza. Lo irónico es que la justamente aclamada Highsmith hace poco más que sea más que aceptable, en tanto que Berger ofrece éste y otros muchos placeres: paradoja, ingenio, astucia, y la dicción y el vocabulario de un Henry James que se encuentra con H. L. Mencken. Berger es un estudioso del habla norteamericana tan brillante como Nabokov o DeLillo, y sus frases favoritas, sobre todo en diálogos, giran alrededor de fragmentos del habla de diarios elevados a una extraña majestad por la sintaxis circundante. En realidad, si creemos el testimonio (dudoso) del propio Berger, el lenguaje es su único tema. Entre sus incontables y elocuentes reparos a discutir sobre las implicaciones morales, filosóficas o psicológicas de su obra, mi favorito es algo que le dijo a Brooks Landon, el crítico y comentarista más importante de Berger: «Nunca he pensado que mi trabajo está al servicio del racionalismo profano (el hombre de buena voluntad, el tipo sensato, el “meliorista” social que cree que la novela sostiene un espejo de la sociedad, etc.). Soy básicamente un voyeur de palabras que copulan».
Estas objeciones reflejan la desconfianza de Berger por el terreno cambiante del lenguaje, y el horror que le provocan las abstracciones y falsas certezas, lo cual excluye casi cualquier gesto humano menos inmediato que el que una persona cocine un plato delicioso para otra. Todo lo demás está cargado de presunción en el mejor de los casos, y de manipulación desalentadora en el peor: cada persona está sin duda llena de propósitos, y Berger sospecha de los suyos tan desesperadamente como de los de cualquier otro. («Recuerda que entenderás mejor mi trabajo cuando ya no puedas ser más egoísta», le ha dicho también a Landon). Las cartas que tengo la fortuna de recibir de Berger están llenas de intereses: por actores de carácter como Elisha Cook Jr. y Laird Cregar; por los cómics de Superman; por Una danza para la música del tiempo de Anthony Powell; por las novelas de Barbara Pym, Marcel Proust y Frank Norris; y también por algunos pero no por todos los escritores y cineastas con los que me he atrevido a compararlo. Quizás el derroche de cultura es otro puerto en la tormenta de la existencia, aunque los personajes principales de Berger no son nunca artistas ni escritores, y los pocos tipos creativos que sí aparecen son, por norma general, bufones u ogros, cuando no ambas cosas.
Brooks Landon ha explorado la rica relación de Berger con Nietzsche, cuya delineación de las personalidades de «esclavo» y «amo» sin duda presagia las víctimas y victimarios interdependientes de Berger. Otro crítico astuto de Berger, John Carlos Rowe, ha apreciado un compromiso con el existencialismo del tipo que estaba de moda en la cultura de posguerra, cuando Berger empezó a escribir (y el cual puede verse que prepara el terreno para las rebeliones de la década de 1960, literarias y no literarias, que Berger resistió de forma ostensible). No estoy cualificado para el comentario filosófico, pero parece inequívoco que los asesinos en Killing Time [Tiempo de matar] y El rostro del mal, tan distintos en otros aspectos, no obstante reflejan una fascinación por las bases existencialistas para el asesinato inmotivado, al estilo de Crimen y castigo, de El extranjero de Camus, y de La soga de Hitchcock. Lo que también está claro es que en sus novelas de amenazas Berger se siente atraído por sus villanos provocadores a causa de su dinamismo y por su talento a la hora de poner a prueba las certezas de la vida diaria, la moral de los policías, etc. Y aun así, a diferencia de los novelistas típicos de su misma generación, como Kesey y Keruac, e incluso Updike y Roth, el disidente contra la autosuficiencia social nunca es el héroe de Berger. En el caso de El rostro del mal, el autor me ha confesado que en tanto que tuvo que consultar un ejemplar para poder recordar siquiera el nombre de John Felton, Richie es uno de sus personajes favoritos; no obstante, en otra parte Berger ha respaldado con entusiasmo el veredicto del título: Richie es malvado, y debe ser destruido. A lo que Berger se resiste en la rebelión social es a su semejanza con aquello a lo que ataca: su suficiencia autoconvalidadora, su buena disposición para manipular en su favor, su jerga moral apresurada, su desinterés pragmático en el misterio de la existencia diaria, su pobre capacidad para escuchar.
Berger no es un escritor experimental en ninguno de los sentidos habituales de la palabra. Pero en su tremenda devoción por la paradoja y la ironía como herramientas investigadoras, su ficción consiste en un experimento interminable e irresoluble sobre lo que puede trasladarse del mar de días humanos vividos a historias útiles y entretenidas, aunque es muy probable que adujera que ninguna historia puede resultar útil, y que luego se mofara de que la intención no era que se entretuviera nadie más que él. Su incertidumbre constituye su ser, y su herramienta. La naturaleza excepcionalmente vertiginosa de una página de su ficción es prueba del experimento diario de su arte.
En el mundo de Berger, las máscaras a menudo se desprenden para revelar otras máscaras, pero con la misma frecuencia lo que se confundió con una máscara resulta ser un rostro. No hay ironía tan conclusiva como para no dar paso a una ironía más profunda, y la más profunda de todas es el hecho de darse cuenta de que a veces las primeras impresiones son las adecuadas, o de que es el raro dilema el que en realidad mejora con la reflexión constante. El destino es para aprovecharlo. Tal como uno de los policías de Berger comentó sabiamente en una ocasión: «La muerte es algo que puede ocurrirle a cualquiera». Nadie, por grotesco o maleducado que sea, se halla tan alejado del dilema humano que no tenga derecho a alguna que otra percepción epifánica, pero no es probable que nadie, por más santo o paciente que sea, pueda utilizar las percepciones que se hallen en el frenesí de una transacción práctica en la que haya otra persona involucrada. Justo en el momento en que la soledad bergeriana parece omnipresente, tiene lugar el contacto de manera inesperada, y aunque las escenas de sexo de Berger con frecuencia son áridas y duras, sus evocaciones tiernas de la esperanza y anhelo románticos pueden ser el aspecto menos apreciado de sus libros. En el mundo de Berger nunca hay un asomo de elegancia, pero cae como una lluvia valiosa esporádicamente.
El rostro del mal se encuentra en el lado despiadado de su estante, pero aun así se abren paso algunos raros momentos alegres: de lo contrario, no sería Berger. También es relativamente sobrio, del mismo modo que todos sus últimos libros, aparte de la secuela de Pequeño gran hombre. La estructura, difícil de discernir con los altibajos de la primera zambullida en el texto, es elegante y rígida: en la primera parte a John Felton lo persigue y acosa la policía, los transeúntes y su esposa; en la tercera parte, todos ellos lo abandonan. La incursión de Richie es la única nota coherente con su realidad, y es absolutamente caótica: la única persona que muestra interés por John es un loco. Entre medias, en la segunda parte del libro, Berger profundiza en el punto de vista autojustificativo de Richie, en unas páginas tan finas e inquietantes como la radiografía del cerebro de un tiburón. En esas páginas nos enteramos de que el loco escucha a John por la más sencilla de las razones: le cae bien.
Actualmente Berger tiene 78 años. Es un privilegio poco frecuente ser testigo de la trayectoria de un gran novelista más allá de esa edad, pero Berger sigue incansable, y quizá no sea demasiado pedir varias novelas más. Los libros más recientes son más delicados, más compasivos, y a menudo sirven como consolidaciones manifiestas o encubiertas de secuencias anteriores de su obra. De este modo, Orrie’s Story [La historia de Orrie] regresó a los panoramas del Medio Oeste de Sneaky People y The Feud, en tanto que el casi completamente ignorado Suspects [Sospechosos] (¿llegó a tener edición en rústica?) visita de nuevo a los sinceros y atribulados (aunque maliciosos en cuanto a método inquisitivo) policías de Killing Time [Tiempo de matar], a la vez que los exime de la obligación de hacer frente a un superhombre existencial. Y al igual que la cuarta novela de Reinhart, Reinhart’s Women [La mujer de Reinhart], protegía a ese personaje acosado por los conflictos históricos de los primeros tres libros, su más reciente, Best Friends [Los mejores amigos], podría verse en parte como un suave colofón de las tres novelas de amenazas en las que se incluye El rostro del mal. En ella, los personajes hermanados, usurpador y usurpado (¿puedes diferenciarlos?), no se encuentran como desconocidos, sino como amigos de toda la vida que dejan al descubierto la extrañeza oculta dentro de la familiaridad. Pero también es una historia de amor anhelante, otra parábola kafkiana de perspectiva cambiante, y mucho más: Berger ha insistido, en las cartas que me ha enviado, en que al escribir Best Friends tuvo la sensación de que era algo distinto a todo lo que había hecho hasta entonces. Como compañero novelista, esto casi hace que se me llenen los ojos de lágrimas. Sólo puedo rezar para que a su edad yo no esté simplemente trabajando, sino trabajando a la manera de Berger, sin presunciones, sin una red de seguridad construida con todas las buenas críticas que ha recopilado durante toda una vida. Cada vez que Berger escribe, se aventura con tan sólo su estilo como coraje.
Como un favor a mi amigo, he evitado la palabra que lo ha perseguido durante sus años en este planeta: no le he llamado «cómico». Pero sería un fallo por mi parte no decir que sus libros me han hecho reír, durante mis años en este planeta, más que muchos otros de los que tengo en los estantes. Predigo que tú también te reirás y que descubrirás, tal como he hecho yo, que esta risa se mantiene incluso después de la contemplación, inevitable tras absorber más de uno o dos de los libros de Berger, de la inmensa angustia en el drama humano universal (aunque se trata de una angustia contemplativa, estable, un poco al estilo de Buda) que necesitaba de su escritura. Berger no es un cómico. Él, como la vida, es, simple y enormemente, la hostia de divertido.
JONATHAN LETHEM