III

La pesadilla, o al menos sus peores fases, había empezado a llegar a su fin, y con mucha más rapidez que con la que se había desarrollado. Primero tuvo lugar una disputa jurisdiccional entre las diversas fuerzas policiales, y aunque a John lo «ficharon» en la comisaría secundaria de la policía estatal, no tardaron en llevárselo, todavía esposado, a su propia población, de hecho una ciudad de tamaño medio, para la lectura del acta de acusación, y el placer que sintió al ir a casa, o a algún lugar más cercano a ella de lo que había estado en todo el día, una vez que empezó a reconocer los puntos de referencia por las ventanillas del coche, quedó empañado al instante por la humillación de regresar esposado. ¿Y si lo veía algún conocido? Él había mirado con desprecio a los delincuentes capturados que ocultaban sus rostros a las cámaras de televisión mientras los conducían a la cárcel, pero en aquel momento les agradeció el ejemplo.

—¿Puede esposarme por delante, por favor? —le pidió a Brocket—. ¿O a usted? Creo que tengo derecho a taparme la cara.

—Entiendo que esté avergonzado —dijo Brocket, que hizo caso omiso de su petición.

Pero de pronto las cosas empezaron a favorecer a John cuando llegaron al ayuntamiento, una de cuyas alas estaba ocupada por la jefatura de policía. Debajo del edificio había un aparcamiento para los vehículos oficiales. El agente Franklin, que seguía al volante, bajó por la rampa y se dirigió a una esquina del recinto subterráneo. No era necesario que John ocultara el rostro: sólo estaban presentes unos cuantos agentes locales.

En el ascensor, que recorría sólo un piso pero que era tan lento que en aquellas condiciones el viaje parecía eterno, uno de los polis locales murmuró algo al oído de Brocket.

—¿Sí? —preguntó éste con aparente incredulidad al tiempo que meneaba su gran cabeza, que volvió para mirar a Franklin con una ceja enarcada. Tenía a John agarrado por el codo derecho. Él seguía esposado con las manos a la espalda.

Nadie dijo ni una sola palabra más hasta que el grupo, que atrajo las miradas de unas cuantas personas que pasaban por el pasillo (ninguna de ellas periodista), entró en un gran despacho situado en un rincón y estuvo frente a un hombre de aspecto incongruentemente frágil vestido con un uniforme azul de botones dorados y una camisa blanca con el cuello demasiado grande.

—Hola, John —dijo, y le tendió la mano—. Soy el jefe de policía Marcovici. —Miró a Brocket con el ceño fruncido—. Quítele las esposas.

—Es nuestro prisionero, jefe.

El semblante de Marcovici se ensombreció aún más.

—¡Eso va a cambiar enseguida, agente! Para empezar, este hombre no debería haber sido detenido. Han respondido por él. Vino una mujer que también estaba prisionera. No solamente lo dejó limpio de toda posible sospecha, sino que además dice que es un héroe, por el amor de Dios. El fugitivo que buscamos ha sido identificado como Richard Harold Maranville. Acababan de soltarlo del psiquiátrico Barnes, esta misma mañana. Tardas un día entero en leer su historial.

Brocket meneaba su desmesurada cabeza.

—¿Y qué pasa con todos los supuestos testigos oculares?

—No sé cuánto tiempo lleva usted en las fuerzas de seguridad —dijo el jefe—, pero si es la mitad del que llevo yo, ya sabe lo cuestionables que son todos los testigos, y especialmente, diría yo, aquellos que afirman haberlo visto todo, sea lo que sea, aunque sólo se trate de una colisión.

Brocket se encogió de hombros y reconoció la verdad de aquel juicio. Le quitó las esposas a John.

—¿Qué se supone que teníamos que hacer? —le preguntó al jefe—. Nosotros recibimos la llamada.

Marcovici volvió a tenderle la mano a John, pero le habló a Brocket:

—Soy un buen amigo de su superintendente. Haremos esto de manera informal. Voy a decirle que usted y su compañero hicieron un buen trabajo.

—Se lo agradezco. Soy Brocket. Mi compañero se llama Franklin.

—Me deben una —comentó el jefe afablemente, y entonces se dirigió a John, estrechándole la mano que ya tenía un tanto entumecida—. Lamentamos mucho todo esto. La joven está al final del pasillo, y también trajeron al chico. Ahora ya se ha calmado y dice que usted es una buena persona. Dice que al principio lo malinterpretó. Las agradables señoras de su lugar de trabajo también dieron un informe sobre usted que debería hacerle sentir bien; lo tienen en gran estima. La señora Marcovici, mi esposa, conoce a Tess Masterson, de la asociación de mujeres empresarias. —Agarró a John por el hombro—. Todos estamos orgullosos de usted, John. Es uno de los nuestros. Y ahora, si no le importa, vaya al fondo del pasillo y dé a mis hombres toda la información que pueda sobre ese tal Maranville. —Retiró la mano—. Merece que se le reconozca mucho mérito por hacer lo que hizo con él. Tiene uno de los peores historiales que he visto en mi vida. Lleva entrando y saliendo de uno u otro establecimiento penitenciario desde que era adolescente. Últimamente ha estado aprovechándose de uno de esos fingidos tratos en Barnes por «comportamiento antisocial debido a un desorden de personalidad explosiva». Los tratan con medicación durante un tiempo y los dejan salir como si estuvieran curados. Ya ve lo que ocurre. Maranville está mucho peor que cuando entró. Ha asaltado a mucha gente en el pasado y ha cometido muchos robos, normalmente llevándose muy poco dinero pero hiriendo a muchas personas, pero hasta hoy nunca había cometido un homicidio. Aunque no es que no lo hubiera intentado. Ha infligido cuchilladas muy graves a diversas víctimas, y en una ocasión golpeó a un hombre con un bate de béisbol de un modo tan salvaje que el pobre quedó mentalmente incapacitado. Es de la clase de tipos a los que habría que freír a tiros, pero no: volveremos a pasar por todo esto dentro de unos años cuando lo suelten una vez más.

—Disculpe, jefe —terció el agente Brocket—, vamos a necesitar algún documento por el traslado.

Marcovici no dijo nada, pero con un movimiento del dedo dirigió al agente a uno de los hombres uniformados que estaban allí esperando.

—Sin resentimientos. Es el trabajo —dijo Brocket al lado de John.

Este se sentía algo mareado. Asintió con la cabeza para responder al agente, a quien veía claramente en el sentido físico, pero que le resultaba borroso moralmente.

—Y ahora, si no le importa ir al fondo del pasillo con este agente —dijo Marcovici, señalando a otro hombre de uniforme—, podemos…

—¡Mi familia! —exclamó John—. Richie se dirigía a mi casa. ¿Han ido a ver cómo está mi familia?

—Deje que me informe de si hay novedades al respecto —dijo el jefe, que cogió el teléfono de su mesa y le dio a uno de los botones del panel.

—Iba conduciendo un coche patrulla de Smithtown —dijo John.

Marcovici hizo una mueca, agitó la mano y habló por teléfono. John ya había salido del todo de su estupor momentáneo y volvía a estar preocupado.

El jefe dijo rápidamente:

—¡De acuerdo, de acuerdo, en marcha! El hombre está preocupado y con razón. —Colgó el teléfono—. Por lo visto, llevan bastante rato intentando llamar por teléfono, pero la línea comunicaba y…

—¡Oh, por el amor de Dios! —gritó John—. ¿Es que no sirven para nada? ¿No envían un coche cuando hay un maníaco recorriendo las calles?

—Venga, tómeselo con calma, John —dijo Marcovici agitando un lápiz—. Deje que le tranquilice en una cosa. Encontraron el coche patrulla de Smithtown abandonado a una corta distancia de la autopista en la salida de Costerton. Eso está a casi cincuenta kilómetros de aquí, y no se ha informado del robo de ningún coche por esa zona. —El jefe sonrió—. En cualquier caso, a estas alturas es probable que uno de nuestros coches ya esté en su casa. Vive usted cerca del DeForest Park, según tengo entendido. Es una buena zona. A su familia no le va a pasar nada, se lo garantizo. ¿Cuántos hijos tiene?

—Dos —contestó John con impaciencia—. Mire, ¿no puedo ir primero allí a verles y volver luego?

—Tenemos que concretar todo esto, en serio —dijo el jefe Marcovici, que se acercó a él y lo tomó del hombro, si bien con más suavidad de lo que lo había hecho Brocket—. Espero que no le importe, John. Sé que ha tenido un día muy malo, pero… —Con la mano libre señalaba a los agentes uniformados que quedaban.

Estos hombres rodearon a John como si fuera aún un prisionero y lo escoltaron inexorablemente por la puerta y a lo largo de un pasillo hasta llegar a una habitación llena de hombres en mangas de camisa, algunos de uniforme y otros no. En un rincón del fondo había un recinto dividido por un tabique y con una puerta de cristal esmerilado. Estaba cerrada y no tenía ningún letrero.

Uno de sus escoltas abrió la puerta y John vio a Sharon y a Tim por primera vez desde el episodio del granero. Ella lo pilló desprevenido con un grito de alegría y un abrazo que resultó bastante fuerte para una mujer de su tamaño.

Se separó de él, pero continuó sujetándolo con los brazos extendidos.

—¡Me alegro tanto de verte, John! ¡Por Dios, es estupendo! —Entonces volvió a abrazarlo.

Él perdió un poco el miedo que lo había obsesionado. Aquellos dos también eran su familia, y el afecto obviamente sincero de Sharon lo conmovió de verdad.

—Yo también me alegro de verte, Sharon. Me temía lo peor. —Sintió una repentina punzada de culpabilidad—. Lamento no haberlo podido hacer mejor.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó ella con fingida severidad—. ¿No te basta con habernos salvado la vida?

—No sé. —Meneó la cabeza con arrepentimiento—. Ojalá… —Siguió rozándola, pero tendió hacia Tim la mano derecha que tenía libre, y el chico se levantó de la silla y se la estrechó algo cohibido.

—¡Ahora todos estamos bien! —exclamó Sharon desahogándose repentinamente, y se echó a llorar. John volvió a estrecharla entre sus brazos y le dio un beso en la frente y en la mejilla justo antes de que las lágrimas rodaran por ella.

—Ojalá pudiera decir que fui tan valiente como cualquiera de vosotros dos —dijo John—. Cometí demasiados errores.

—Señor Felton —interrumpió una voz con impaciencia—. Soy el detective Lang. —Llevaba un bigote poblado y estaba sentado frente a una mesa situada en el centro de la habitación. Una placa dorada colgaba de una presilla del bolsillo superior de su cazadora de cheviot. Tenía un magnetófono cerca del antebrazo—. ¿Querría sentarse para que podamos tener toda la historia de lo ocurrido hoy? —Cuando John se acercó a la mesa, Lang se puso de pie y le estrechó la mano.

—Mire —dijo John—, puedo contárselo después. Primero quiero ver cómo están mi esposa y mis hijos. Llevan solos en casa todo el día y nadie se ha podido poner en contacto con ellos todavía. —No tenía intención de que la policía siguiera estorbándolo y empezó a caminar hacia la puerta.

Pero a sus espaldas, todavía de pie, Lang lo llamó:

—¡John, por favor! En cuanto nuestro coche llegue a su casa y compruebe que todo está bien, nos informarán. Por favor, tenemos que atrapar a este maleante y usted puede ser de mucha ayuda.

Aquello despertó la emoción adecuada, por supuesto. Ahora que Sharon lo elogiaba por su heroísmo inexistente, John creía más que nunca que había actuado con una ineptitud repugnante al tratar con Richie. Regresó a la mesa y se sentó en la silla que Sharon y Tim habían dejado vacía entre ellos. Ella se enjugaba los ojos con un pañuelo de papel.

John se volvió a mirar al chico.

—Supongo que ahora te das cuenta de que no era socio por voluntad propia de Richie. Pero fue una verdadera tontería por mi parte cortar la línea telefónica. No sé por qué lo hice. No estaba pensando, y fue una estupidez. Quiero que sepas que pagaré la reparación.

Tim lo consoló.

—En esos momentos tenías muchas cosas en la cabeza. Estabas sometido a mucha presión. Sharon me contó lo que habíais tenido que pasar durante todo el día.

John le preguntó a la chica:

—¿Estás bien? Una vez que salimos de la ciudad, ya no tuve ocasión de hablar contigo a solas. Durante un rato parecías estar un poco ajena a todo, pero luego volviste de golpe. —Tras haberlo dicho, se preguntó si debería haberlo hecho: Richie había afirmado que la joven tomaba drogas.

Resultó que Richie había estado en lo cierto, pero había errado en los motivos.

—Tengo un problema de salud para el cual tomo medicación. —Sonrió con alegría en la mirada, con los ojos embadurnados por el maquillaje que se había corrido—. No es una enfermedad mortal, pero es una pesadez, y empezó a darme la lata ahí arriba.

—Tú supiste desde el principio lo que él era —dijo John—. Eso es lo que me fastidia. Yo estaba en las nubes. De haberlo sabido, imagínate, quizá podría haber salvado a esa pobre chica de la gasolinera.

Sharon le agarró la mano que él tenía apoyada en la mesa.

—Y también puede ser que no, John. Tenía un cuchillo, ¿no es verdad?

Él meneó la cabeza gacha.

—Supongo que sí. Yo no lo vi. Pero no me amenazó en ningún momento, no me alzó la mano en todo el día. Ya lo viste. Se hizo esa idea de que era su amigo. Posiblemente hubiera podido hacer mucho más de lo que hice utilizando eso en su contra. ¡Pero no lo hice!

—John —intervino el detective Lang—. ¿Podemos seguir con esto de un modo más estructurado? Para empezar, cuénteme cómo conoció a ese tal Maranville y luego intente recordar todos los detalles que pueda sobre todo lo que sucedió después. —Lang dirigió un gesto con la cabeza a Tim y luego a Sharon—. Y ustedes dos pueden intervenir cuando sea oportuno si recuerdan algo por su parte. Tengo ya sus declaraciones, pero podría ser que John mencionara algo que les refrescara la memoria, a cualquiera de los dos.

John volvió la mano para estrechar la de Sharon.

—¡Dios mío! ¿Cómo iba yo a saber que entraría en esa empresa de taxis y atacaría a esa mujer?

—¿Cómo ibas a saberlo? —preguntó ella—. Nadie te está culpando, John. ¡De modo que no sigas con eso! Piensa en lo que hiciste por Tim y por mí.

—John —terció Lang.

—Creo que os salvasteis vosotros solos —dijo John—, a pesar de mí. Eso es lo que pienso.

—John —insistió el detective, que movía los dedos sobre los botones del magnetófono—. Si es tan amable, por favor. —Empezó a hablar hacia el aparato y se identificó a sí mismo, y también a Sharon y a Tim—. Dígame, John, ¿cuándo se encontró por primera vez con Richard Harold Maranville el día de hoy? ¿Lo conocía con anterioridad?

John se movió en el asiento y soltó la mano de Sharon.

—¡Ya han tenido tiempo de sobra para llegar a mi casa e informar! ¿Por qué no me dicen nada?

Lang tocó un lado del aparato.

—Estoy seguro de que sabremos algo en cualquier momento. Le estamos dando prioridad. Quizás el agente sufrió algún retraso al dirigirse hacia allí. —Sostuvo la mirada de John con gesto inexpresivo, pero al cabo de un instante apagó el magnetófono y se puso de pie—. Deje que vaya a comprobarlo. Sé que está preocupado. —Cerró cuidadosamente la puerta de cristal al salir.

—Es lo mínimo que puede hacer —comentó Sharon con indignación—. Puedes demandarlos por falso arresto, ¿sabes?, y supongo que es muy consciente de ello.

—Fueron los agentes de la estatal los que me arrestaron —repuso John—. Imagino que no tuvieron alternativa. Por Dios, varias personas dijeron que fui yo quien cometió los crímenes. —Lamentó de inmediato haberlo dicho: probablemente Tim fuera uno de esos testigos. Se volvió a mirar al chico—. No lo digo por ti. Tú tenías un buen motivo.

Tim parecía estar aburrido, pero entonces mostró una sonrisa.

—La mayor tontería que hice fue no salir y coger la doce milímetros cuando la dejaste en el porche. Entonces podría haberle disparado a Richie cuando apareció.

—Y apuesto a que lo hubieras hecho. —John era sincero—. Al vivir en el campo probablemente sabes de armas. —Además de eso, el muchacho había demostrado ser resuelto.

—No hay mucho que saber de ellas —respondió Tim—. Simplemente apuntas a lo que quieres alcanzar y disparas. —Perdió su sonrisa y añadió con gravedad—: Bueno, sí que hay algo que aprender. Mi padre me enseñó lo que sé. Pero cuando se marchó, se llevó todas sus armas.

—Me estaba preguntando —sugirió John— que si me compraba una escopeta si tal vez tú podrías darme lecciones, ¿no? Estaría dispuesto a pagarte.

Tim se mostró entusiasmado.

—No tienes que pagarme. Podríamos practicar el tiro al plato si traes el lanzador y los platos de barro. La temporada de las aves no ha empezado todavía.

John recordó la edad del chico.

—Si a tu madre le parece bien.

—¿Sabes —dijo Sharon— que se negó a contarle nada a la policía a menos que le prometieran que no le dirían nada a su madre hasta que ella saliera de clase?

Tim se explicó:

—Estudia contabilidad en la escuela nocturna. Ya es bastante duro; es muy mayor para tener que volver a la escuela. Dejé una nota por si acaso no estoy de vuelta cuando ella regrese a casa.

—Eso sólo servirá para preocuparla más —lo reprendió Sharon—. ¿No te das cuenta?

John hizo el papel mediador del padre.

—Tal vez el chico regrese a tiempo. —Miró a Tim con una sonrisa—. Si no… —Pero en aquel momento regresó Lang.

El detective parecía estar sonriendo bajo su poblado bigote.

—John, le alegrará saber que en su casa todos están bien. El agente se acercó a la puerta y habló con su esposa. Ella y los niños están perfectamente.

John resopló y apretó la mano de Sharon.

—Además —añadió Lang, que recuperó su asiento enérgicamente—, quizá lo tranquilice saber que tenemos un coche camuflado en el vecindario hasta que detengamos a Maranville. No creemos que se dirija allí, pero en vista de lo que le dijo no vamos a correr ningún riesgo. Y bien, cuando terminemos aquí le llevaremos hasta su casa.

—De acuerdo —dijo John—. Acabemos con esto lo antes posible. Mi esposa ha estado sola todo el día. Ni siquiera he podido hablar con ella por teléfono desde hace horas.

—Le alegrará saber que hay alguien con ella en estos momentos —explicó Lang con suficiencia—. Alguien de su trabajo.

—Oh, estupendo. ¿Sabe quién es?

—El agente no me facilitó su nombre —respondió Lang al tiempo que manipulaba el aparato.

¿Podría ser Tess, o Miriam? Era todo un detalle por su parte. Hasta que no oyó al jefe Marcovici referirse a ellas como a esas «agradables señoras», John no había sido consciente de la supuesta buena opinión que tenían de él. Llevaba varios meses sin realizar ni una sola venta y Miriam, que era la que entregaba el dinero, no estaba muy deseosa de avanzarle más fondos últimamente. A ella le caía mejor que a Tess. Tess era la socia casada. Miriam se había divorciado hacía muchos años. En su opinión, poseía una personalidad más atractiva que la de Tess. Para John no representaba nada especial que sus superiores fueran del sexo femenino en lugar del masculino, a menos que fuera el hecho de que él prefería lo primero. Siempre se había llevado mejor con su madre que con su padre. Su padre había trabajado por un mísero salario casi durante treinta años en el departamento de nóminas de Industrias Bickford antes de morir repentinamente de un ataque al corazón. John nunca había llegado a satisfacerlo ni de lejos. No logró entrar en el equipo de fútbol de la universidad, no estudió derecho ni medicina, ni siquiera completó sus estudios.

Cuando salió de todo aquello que había consumido su día entero y puso en duda, de la forma más básica, qué era o qué no era él, John decidió tomar las riendas de su vida y examinar detenidamente las oportunidades que pudiera tener a su alcance. Aún era joven. No era imposible que volviera a la universidad y se sacara los créditos que fueran que lo separaban de la licenciatura. No debían ser demasiados; había dedicado tres años, más o menos. Probablemente tendría que hacerlo en horario nocturno, con lo cual le llevaría más tiempo que si pudiera dedicarse de lleno, pero ¿y qué? Mientras tanto quizás el mercado inmobiliario se recuperara. Podía vender casas si había compradores disponibles; lo había demostrado. Era especialmente bueno con las mujeres. Según su experiencia, las mujeres, al menos las casadas, todavía confiaban en los vendedores masculinos. Querían a alguien que demostrara una preocupación autoritaria por sus intereses, que hoy en día no se limitaban a la cocina, el cuarto de los niños y el lavadero. Podías y, de hecho, debías hablar con ellas sobre los asuntos de la electricidad, la calefacción y la fontanería. En cualquier caso, se sentían halagadas, aunque en realidad muchas de ellas poseían más conocimientos que sus maridos en estos campos (Joanie era mejor conductora que él, sabía más de automóviles), y en general era mucho menos probable que se mostraran competitivas en dichos temas con un agente varón, aun cuando, como ocurría en ocasiones, estuvieran mucho mejor versadas que él en las bombas de calor y en adecuar los circuitos a la reglamentación vigente.

Entonces le contó al detective Lang todos los detalles que pudo recordar de su día con y sin Richie. Irónicamente, se dio cuenta de que había actuado mejor estando en presencia de Richie que cuando se había marchado por su cuenta. El episodio de la granja, en el que había hecho un papel lamentable antes de que aparecieran Richie y Sharon, podría no haber tenido lugar si se hubiese quedado en el coche con ellos, porque al dejarlos, al abandonar a Sharon, se había rendido a sentimientos de impaciencia egoísta. Sencillamente se había alejado de una situación de la que se había hartado. Eso había estado mal entonces y no mejoró visto en retrospectiva.

—Hice algunas estupideces debido al pánico —le dijo a Lang—. Creía que ese hombre iba a dispararme de verdad. Por eso le quité el arma.

—Se ha recuperado la escopeta —anunció Lang—. Maranville la dejó en el coche patrulla de Smithtown cuando lo abandonó.

—Pues fue un golpe de suerte —terció Tim con su voz entusiasta—. La culata estaba hecha por encargo. Tenía aspecto de valer una pasta.

—Ya lo creo —dijo el detective, que le guiñó un ojo al chico. Apagó el magnetófono—. Inglesa. El propietario la valoró en ocho de los grandes, aunque, entre usted y yo —entonces se estaba dirigiendo a John—, a veces la gente exagera para reclamar el seguro. ¿Ocho mil, nada menos?

—¡Hecha a mano! —exclamó Tim—. Pueden valer más que eso.

—No, a mí no; yo la conseguiría por menos —dijo Lang, y volvió a poner en marcha el aparato.

—Pues es un alivio —comentó John—. No tengo ocho mil dólares. No tengo ni ochocientos. —En otro momento se hubiera sentido avergonzado al confesar tal cosa ante un magnetófono, pero tenía la maravillosa y cálida sensación de que allí se encontraba entre amigos. Sus emociones se hallaban en un estado muy vulnerable, sin duda como consecuencia de su terrible experiencia con Richie, la cual parecía más espeluznante vista en retrospectiva que cuando estaba teniendo lugar. Además, sospechaba que todos los tópicos que tenían que ver con situaciones extremas son ciertos, y por lo tanto siguen siendo reveladores para los participantes.

—Tranquilo —dijo Lang—. Haverford no va a presentar cargos. Recuperará su escopeta.

—¿Se llama así? —preguntó John—. Ni siquiera lo sabía. Es probable que ni siquiera pudiera volver a encontrar su casa. —Miró al detective—. Es de locos. Nunca me había pasado nada parecido.

Lang volvió a apagar el magnetófono y dijo en tono comprensivo:

—John, ocurre lo mismo con mucha gente que conocemos en nuestro trabajo. Tenemos más ciudadanos responsables que tipos malos, ¿sabe? Y gracias a Dios, ¿eh? Usted lo hizo muy bien. Nadie espera que tenga experiencia en estas cosas. Porque ¿cómo podría tenerla a menos que fuera uno de esos villanos, verdad? —Y añadió, con evidente orgullo—: O un agente de la ley.

Sharon intervino:

—John nos sacó de más de una situación apurada. Ya se lo he contado, pero quiero dejarlo bien claro.

Él se apresuró a decir:

—Ya le hemos dado demasiada importancia a eso. Sólo espero que puedan atrapar a Richie pronto, antes de que haga más daño a otras personas.

—¡Me gustaría ver cómo lo matan! —gritó Sharon.

Lang torció el gesto.

—Puedo asegurarles que haremos todo lo posible para proteger sus derechos civiles, aun cuando las vidas de los agentes de policía corran peligro. Lo envolveremos en algodón y lo entregaremos para que puedan mandarlo de nuevo al psiquiátrico Barnes, para que vuelvan a tratarlo a expensas de los contribuyentes hasta que lo dejen salir otra vez.

Esta clase de escepticismo le resultó familiar por las series policíacas que había visto en la televisión, un escepticismo que en el pasado le había hartado. Tanto si era justificada como si no, la exasperación crónica era sencillamente aburrida, al menos en su existencia. Podría ser que ahora estuviera cambiando, pero no quiso insistir en el tema. Lo único que quería era irse a casa.

—En realidad, eso es todo lo que recuerdo —le dijo a Lang con un gesto de la cabeza dirigido al magnetófono—. Si se me ocurre algo más puedo llamarle, ¿no?

—Sólo un par de cosas más, si no le importa, John. —Lang procedió a preguntar lo que resultó ser toda una serie más de cuestiones, algunas de las cuales él creía haber respondido ya. Al final acabó hartándose y se levantó.

—Ya está. Me voy a casa.

—John, nos ha sido de mucha utilidad —dijo Lang—. Haré que un coche patrulla lo lleve a casa, y a usted también, Sharon. —Se puso de pie y miró al chico con una sonrisa—. Tim, Smithtown va a enviar a un agente a buscarte y tu madre vendrá con él.

—Sólo espero que no la hayan hecho salir de clase —repuso el chico con desaprobación.

Lang no respondió a eso. Le dijo a John:

—Hete aquí un muchacho que va a hacerlo todo bien en la vida, ¿no le parece?

John aún se sentía avergonzado con Tim.

—Quizá podríamos ir a la ciudad a ver un partido algún día —le dijo al chico—. O lo que sea que te guste hacer para divertirte. —Se sentía inepto. Él también había sido un muchacho, pero en aquel momento no logró recordar qué le había gustado a esa edad. Estaba cansado, y de eso había pasado mucho tiempo.

—Claro —contestó Tim, y entonces preguntó si tenía tiempo de echar un vistazo a la sala de comunicaciones antes de que llegara su madre.

—Adiós, Tim —le dijo Sharon alegremente cuando Lang se llevó al chico—. Mantente en contacto, ¿vale? —Se volvió hacia John—. No quiero causarte problemas en casa, de modo que no voy a decirte lo mismo. —No había tenido tiempo de retocarse el denso maquillaje, que entonces se veía muy deslucido, pero la joven tenía unos ojos castaños muy bonitos.

—Te juzgué mal —admitió John—. Quiero que lo sepas.

Sharon mostró una breve expresión de disgusto.

—Sí —dijo—, acudí a ti después del accidente. Me dejé llevar por el pánico. No puedo ir a trabajar si no es en coche, ¿sabes?, y acababa de conseguir ese permiso de prácticas, que no es legal si no hay un conductor con licencia en el vehículo. Mi marido también se marchó, como el padre de Tim. No sé hacer nada más que servir cócteles, para lo cual no hace falta talento, al menos allí donde yo trabajo. Sólo piernas, y un culo que no quede demasiado mal en el diminuto conjunto que te dan como uniforme.

—¿Tienes hijos?

—No, y eso es bueno tal y como han ido las cosas hasta ahora.

De pronto John corrió el peligro de verse embargado por la emoción. Ya la quería como a una compañera leal en situaciones de peligro, tal como se dice que los policías quieren a sus compañeros, pero en aquel instante ese sentimiento se había convertido en pasión: la adoraba, y aún más si cabe por su aspecto, con su cabello rojo despeinado y la ropa tan conmovedoramente desastrada. Ahora que había recibido noticias tranquilizadoras sobre su esposa y su familia, con quienes estaba relacionado por obligación, tuvo el impulso de escaparse con Sharon. Parte de ello no era deseo, sino más bien una necesidad de compensar lo que, a pesar de sus aseveraciones en contra, él obstinadamente consideraba que eran sus fracasos como hombre.

—Me gustaría seguir en contacto —le dijo—. ¿Te importaría si paso un día por el bar…?

—Quédate en casa, John —repuso Sharon dándole unas palmaditas en el brazo con gesto maternal—. No hay nada mejor en el mundo. —Soltó un resoplido—. Soy una verdadera autoridad en la materia, porque yo nunca he tenido una casa… No te dije toda la verdad. Mi marido no se marchó. Está en la prisión federal. Intentó cruzar la frontera con una rueda de recambio llena de cocaína.

En su estado actual John no quedó tan impresionado por la información como sabía que Sharon se esperaba.

—Eso es un asunto privado tuyo —le dijo—. Eres una mujer maravillosa. No estaba insinuando nada ilícito. Sólo que de vez en cuando me gustaría saber cómo te va. —Era una mentira necesaria, porque lo cierto es que en aquel momento estaba profundamente enamorado de ella, de un modo que sospechaba que ella no encontraría de su agrado. Al igual que Richie, lo que ella aprobaba de él era el esposo, el padre, el cabeza de familia, el zángano, el que no corría riesgos porque no podía poner en peligro aquello y a aquellos de los que era responsable. ¡Qué armadura moral más conveniente lo envolvía!

Sharon sonrió lentamente.

—No, John. Es mejor que nos demos la mano y sigamos cada uno nuestro camino. Espero que ni siquiera nos encontremos en el juicio, porque tengo la esperanza de que esta vez la policía mate a ese cabrón.

John asintió con la cabeza, pero en aquel momento no quería pensar en el tema. Ellos dos habían sido compañeros. Seguro que eso significaba tanto para ella, si lo admitiera, como para él. Tim también formaba parte de ello. Podrían ir todos juntos a algún acontecimiento deportivo, como un equipo, lo cual neutralizaría todo indicio de incorrección.

En aquel instante regresó Lang, sin Tim.

—Muy bien, amigos. La gente del fiscal del distrito querrá hablar con los dos en cuanto atrapemos a Maranville, lo sé. Pero de momento vamos a llevarlos a ambos de vuelta a casa sanos y salvos.

—¿Ya ha llegado la madre de Tim? —preguntó John.

—Está de camino. Parecía una mujer muy agradable por teléfono. Hay buena gente por ahí. Mi esposa y yo hemos estado pensando en mudarnos cerca de allí. Aire fresco, y creo que los precios son mucho más bajos.

John se trasladó momentáneamente de vuelta a la normalidad profesional.

—Lo son, en efecto. El precio de las casas es por lo menos un quince o un veinte por ciento más bajo que aquí en la ciudad. Trabajo en una inmobiliaria.

Lang le sonrió desde su mayor estatura.

—Claro. ¿Cree que podría encontrarnos algo que pudiera permitirme con el sueldo de policía?

—Podría encontrarle algún agente inmobiliario en la zona de Smithtown. Todos pertenecemos a asociaciones.

—Aunque cualquier cosa por aquí sería incluso mejor —dijo Lang—. Si el precio está bien. Preferiría estar más cerca del trabajo si puede ser, y mi esposa enseña en la escuela primaria de Midvale Avenue.

—Me pondré a ello en cuanto regrese a la oficina —dijo John—. Nunca se sabe. De vez en cuando aparece una ganga. ¿Quizás algo por reformar?

—Considerando el coste —contestó Lang—, se agradecería. —Los condujo por un pasillo, bajaron por unas escaleras y luego cruzaron una puerta lateral hasta un coche de policía blanco y verde que esperaba junto al bordillo.

Sharon era la que tenía que recorrer una distancia más corta, de modo que John subió primero. Antes de cerrar la puerta, el detective Lang se asomó al interior.

—John, no se preocupe por Maranville. Mantendremos ese coche en el vecindario, no justo enfrente de su casa, porque podría verlo y largarse, pero estará cerca.

Por primera vez John pensó en la posibilidad de que la misma amenaza pudiera aplicarse a Sharon y le preguntó:

—¿No quieres protección tú también? ¿Crees que sabe dónde vives?

—No. —Se despidió de Lang con la mano, y cuando éste se hubo marchado, le susurró al oído—: Tengo una pistola en casa. ¡Rezo para que aparezca por allí!

El agente uniformado que iba al volante se volvió a mirarlos y les habló a través de la barrera de malla de acero entre los asientos delanteros y traseros que distinguía aquel coche de los de la policía estatal. Se presentó como el guardia Cardone.

—Lamento lo de la separación. —Dio unos golpecitos a la barrera—. Ahora mismo es la única unidad disponible. Ya hemos tenido un montón de delitos, y la noche acaba de empezar.

Fue el hecho de que pronunciara la palabra, y no la oscuridad por la que caminaron desde el ayuntamiento iluminado al coche iluminado, lo que hizo que John fuera tardíamente consciente de que había anochecido.

—¿Qué hora es, agente?

—Las ocho y veinte. —El coche se alejó del bordillo.

John repitió la hora, incrédulo.

—¡Dios mío! ¡Quién lo hubiera dicho! —Y luego le preguntó a Sharon—: ¿Recuperaste tu coche?

—La policía lo retiene como prueba —contestó—. Pero dijeron que se encargarían de llevarme al trabajo mañana.

—¿Vas a volver a trabajar enseguida?

Las farolas que pasaban iluminaban su rostro de forma intermitente.

—Claro. Apuesto a que tú también lo harás. Necesito el dinero. ¿Tú no?

—Yo no cobro un sueldo fijo —explicó John—. Me pagan comisiones por las ventas. Últimamente ha sido tan difícil que estoy pensando en buscar otro trabajo más. Supongo que en una coctelería no quieren camareros, ¿verdad? —No lo preguntaba en serio, pero ella se lo tomó así.

—No en ese cuchitril. Quizás en algún buen bar de un hotel. No querrás rebajarte, John.

—Creo que tienes mucha sabiduría innata —le dijo él. Lo estaba diciendo muy en serio y le preocupaba que pudiera parecer condescendiente, de modo que añadió—: Lo que quiero decir es que creo que sabes mucho sobre cosas básicas. Ojalá yo fuera como tú en eso.

—Por ese motivo he tenido tanto éxito en la vida hasta ahora —replicó Sharon—. Por eso, cuando se trata de hombres, no solamente elijo a un perdedor, sino a toda una serie de ellos. —Se lo quedó mirando—. Yo no tengo nada que puedas envidiarme, John. Créeme. —Lo que vio por encima del hombro de él desvió su atención—. Ya hemos llegado —le dijo a Cardone—. Es allí mismo, junto a la toma para incendios. —Volvió a dirigirse a John con suavidad—. Siento mucho no tenerlo. —Lo besó rápidamente en la mejilla, abrió la puerta y bajó del coche.

Mientras la observaba por la ventanilla trasera cuando el coche patrulla se alejó, John reconoció la zona: allí estaba la tienda de donuts y, al otro lado de la calle, la empresa de taxis sobre cuya puerta de cristal se extendía la cinta amarilla que la policía colocaba en el escenario de un crimen, y en aquel momento Cardone cruzaba la intersección en la que Sharon había golpeado de refilón el coche de Richie, o, mejor dicho, el coche que él había robado. Se preguntó si la policía sabía algo sobre esa parte del día de Richie: ¿el propietario de aquel vehículo habría sido asesinado también? Seguramente fue el permiso de conducir de esa persona el que Richie le había mostrado al agente. En cualquier caso, Sharon acababa de salir de casa cuando ocurrió el accidente, o bien acababa de llegar. Debía de vivir en un apartamento situado encima de alguno de los negocios del barrio. Entonces el coche tomó una curva y ella desapareció, por lo que John no supo dónde vivía.

Imaginó que podría encontrársela por casualidad si pasaba por allí en coche de forma persistente durante las próximas semanas, pero ¿por qué iba a hacer eso? Era un hombre casado y padre. Tenía todo lo que podía desear, y no había duda de que Sharon tenía razón en cuanto a sí misma. No obstante, se sintió como si tuviera el corazón destrozado.

—Esta parte de la ciudad está muy bien —comentó alegremente el agente Cardone, como si intuyera necesaria la distracción—. Usted debe de vivir cerca de DeForest. —Estaban subiendo por la ladera por la que John había bajado por la mañana en su viaje descabellado con Richie—. Imagino que es un buen sitio para los niños. ¿Es padre de familia?

—Es un lugar estupendo. La escuela primaria está a tan sólo unas manzanas de distancia. Pero los míos aún son demasiado pequeños.

—Yo tengo dos niñas y un chico —le contó Cardone—. La mayor se graduará en el instituto la próxima primavera. Quiere entrar en las Fuerzas Aéreas. ¿Qué le parece?

—Es allí —dijo John—. La casa blanca de la derecha.

La farola más próxima se hallaba justo al borde de la propiedad de John. Iluminaba el jardín delantero hasta los enebros que flanqueaban la gran ventana de múltiples cristales de la fachada, la cual se hallaba iluminada en aquellos momentos, pero, como siempre después de anochecer, Joanie había cerrado las persianas venecianas para que nadie pudiera observar desde el exterior sin que ellos se dieran cuenta. Era una práctica única en aquella manzana: podías ver perfectamente la planta baja de casi todas las casas de la calle. La primera vez que lo hizo, John se había preocupado por si los vecinos podían ofenderse ante la implicación obvia. Lo que la gente pensara de él y de los suyos siempre le había supuesto un motivo de preocupación, pero después del día que acababa de tener ya no le importaban tanto las apariencias, pues lo cierto era que hasta no hacía mucho había llevado esposas por ser sospechoso de asesinato. Ni siquiera en aquel momento podía estar seguro de haber evitado de manera permanente toda responsabilidad legal. Debía llamar al único abogado que conocía, Carl Kilmartin, que llevaba los asuntos inmobiliarios para la agencia, y que les había hecho de procurador cuando compró la casa con Joanie. Quizá Carl podría recomendarle a un colega versado en derecho penal, y que además tuviera experiencia en derecho civil, pues era posible que debiera responder a las demandas que pudiera interponerle la mujer enferma en cuya vivienda habían irrumpido Richie y él; el terrateniente Haverford, quien quizá, tras consultarlo con su propio abogado, no cumpliera con su pronta promesa de no interponer ninguna demanda una vez que hubiera recuperado la escopeta; y por último Tim, cuya madre, que necesitaba dinero, podría ser menos tolerante que su hijo si un pleito, incluso en forma de amenaza, prometía ser una posible fuente de ingresos.

John se encontraba en una situación muy incierta, aun cuando había salido de aquella terrible experiencia físicamente ileso —por lo visto el daño en la rodilla había sido en gran parte mental—, y tenía el respeto de Sharon y de la policía de su ciudad. Su reputación no había quedado dañada. Tal vez hubiera mejorado, aunque eso aún estaba por ver. Probablemente fuera mejor que las autoridades, por lo que él sabía, no hubieran comunicado su nombre a los medios de comunicación. Así tendría tiempo para prepararse, y preparar a Joanie y a los niños, para la atención pública que inevitablemente recibirían en días venideros.

De repente se le ocurrió pensar que la historia de su día bien podría tener valor económico. ¿Resultaría sórdido aprovecharse del sufrimiento de los demás? Pero ¿acaso no merecía una compensación por su esfuerzo? Era una cuestión que tenía que discutir con Joanie, a quien no tardaría en ver por primera vez desde la mañana, tras una eternidad moral y emocional. Prácticamente era como si volviera a casa de la guerra.

—Bueno, tómeselo con calma —le dijo el agente Cardone cuando John se apeó del vehículo en la acera de delante de su casa.

Tal como Lang le había advertido, no vio ningún coche cercano que pudiera ser una unidad de vigilancia de incógnito de la policía, a menos que pudiera serlo el sedán gris plateado que había en su propia entrada. ¿De quién podía ser ese coche? Lang le había dicho que había «alguien de su trabajo» con Joanie, pero quizá fuera más bien una amiga suya. Tenía varias, dos de ellas antiguas compañeras de escuela que vivían en la zona. Y la esposa del primo de Joan en realidad era más que un familiar. Cualquiera de ellas podría ser la dueña de aquel coche, que parecía nuevo. John esperó que no se tratara de Renee Wilcox, quien estaba muy claro que siempre había tenido muy mal concepto de él. Renee había pasado por dos divorcios antes de cumplir los veinticinco, y su tercer matrimonio parecía estar yéndose a pique al cabo de pocos días del intercambio de los votos, pero aparentemente persistía, aunque fuera en forma de enemistad mutua. En ningún caso podría considerársela una influencia positiva. Pero John nunca dijo una palabra en contra de ella. Joan se hubiese sentido herida.

Estando allí delante de la puerta de su casa se sintió casi tan vulnerable como cuando lo había arrestado la policía estatal. No llevaba llave y por lo tanto tendría que llamar al timbre. Debía de tener un aspecto horrible. Era algo más que una mera cuestión de ropa. De haber ido vestido de aquel modo para pasar un día haciendo tareas en casa, tal como había planeado, hubiera pertenecido a otra categoría de aspecto completamente distinta. En su mundo normal era respetable llevar las manchas de las honestas funciones del hogar: la papilla del bebé, el esmalte de látex semibrillante, el aceite para maquinaria. Temía especialmente que fuera Renee quien le abriera la puerta, pues podría ofrecerse voluntaria para hacerlo si Joan estaba ocupada con los niños. Le tenía antipatía a esa mujer, pero, si pudiera reconocer la verdad ante sí mismo, la encontraba físicamente deseable, una atracción que tal vez ella podía detectar y explotar a la vez que obviamente empeoraba la opinión que tenía de él.

John se preparó para hacer frente al regocijo despreciativo de aquella mujer. Pero no fue Renee quien abrió la puerta. Fue Richie, con una sonrisa afectuosa. Era él, sin duda alguna, aunque iba vestido con traje y corbata y llevaba gafas.

—Nos estábamos preguntando cuánto tardarías en aparecer —dijo Richie, que hizo pasar a John—. ¿Has tenido algún inconveniente?

John se dirigió al salón a toda prisa. Joan, inclinada hacia delante en su asiento del sofá, estaba sirviendo café de la cafetera de plata (el más valioso de sus regalos de boda, obsequio del tío Phil, naturalmente) en una de las tazas de porcelana fina, reliquia de la familia, con las que había contribuido la madre de John. La bandeja de plata bruñida que iba con el servicio contenía un azucarero y una jarrita para la leche también de plata. Todas las piezas relucían, aunque John sabía a ciencia cierta que todo había estado cubierto con una especie de capa de deslustre desde tiempos inmemoriales, allí en el estante del armario. Pero una transformación aún más extraordinaria había tenido lugar en la propia Joan. Llevaba el cabello reluciente recogido con el estilo elegante que normalmente utilizaba sólo para ciertas fiestas y celebraciones: la víspera de Año Nuevo, por ejemplo, una ocasión en la que iban a la casa que Renee, de soltera Wilcox, estuviera ocupando con el marido que fuera. Y el vestido color burdeos también era especial, así como las joyas de buen gusto: pendientes pequeños de perlas, el broche de oro de su madre. Llevaba sus mejores zapatos; quizá sólo fuera la segunda vez que se los ponía.

John creía no haberse recuperado todavía, pero en realidad alguna especie de mecanismo interior debió de haberlo dominado porque, aunque quiso hacer la pregunta a gritos, oyó que le salía en voz baja:

—¿Dónde están los niños?

—Bueno, gracias por saludarme —repuso Joan en tono de reproche y enarcando sus cejas oscuras. Pero entonces sonrió ampliamente—. ¿Esto es lo que te hace la prosperidad? —Dejó la cafetera—. Los niños están en la cama, que es donde deben estar a estas horas. —Se levantó y extendió los brazos—. Ven aquí. —Miró más allá de él con una sonrisa y añadió—: Estoy segura de que al señor Pryor no le importará.

Aún en estado de choque, John fue hacia ella y se dejó abrazar y besar.

—Felicidades, chiqui —dijo Joan cuando se separó de él, utilizando el viejo mote con el que se llamaban el uno al otro desde hacía unos cuantos años, después de ver una película de época de la década de 1930 con una heroína que vestía de lacio satén, y un héroe con sombrero flexible de ala ancha que fumaba un cigarrillo tras otro.

—¿Los niños están bien?

Joan frunció el ceño.

—¡Sí! ¡Están en la cama! ¿Por qué lo preguntas todo el rato?

—Tuve que ayudar a arroparlos —terció Richie por detrás de John, que dio media vuelta rápidamente. Aquel loco sonreía con afectación—. Te envidio, John. Uno de cada, y los dos son un tesoro.

—En vista de la gran noticia, estoy descongelando el filete que estábamos reservando. Confío en que aún sea comestible. —Aparte de todo lo demás, Joan llevaba una buena cantidad de maquillaje en los ojos—. Convencí al señor Pryor para que se quedara a cenar. Está solo en la ciudad.

—Bueno, Joan —dijo Richie—, voy a tener que marcharme si no dejas de ser tan formal conmigo. Somos amigos, ¿no es cierto? Los amigos me llaman Randy.

John a duras penas pudo mover sus labios paralizados para preguntar:

—¿Qué buena noticia?

—¡Pues la de la venta, por supuesto! —Joanie mostraba una vivacidad completamente falsa por el bien de su invitado. Todo era artificial, desde la forma de su boca hasta la inclinación de la parte superior de su cuerpo. Dirigió una sonrisa de satisfacción a Richie—. A John le cuesta un poco. —Había un atisbo de enojo en la mirada que volvió de nuevo a su esposo—. Estoy segura de que a Randy le apetecerá una copa. De eso te encargas tú.

—Cualquier cosa estará bien —dijo Richie.

«Venta» era una palabra absolutamente sin sentido en aquel contexto. Richie se había convertido en Randy Pryor y ahora era íntimo de Joan. Llevaba traje, corbata azul y unas gafas de montura metálica. No había señales de ninguna arma. Por lo visto no había hecho daño a nadie, ni a Joan ni a los niños.

—Pareces aturdido por tu éxito —comentó su mujer con su nuevo estilo dicharachero—. Vamos, ponte en marcha, ¿quieres? Las cosas irán más deprisa en cuanto se haya descongelado la carne. Randy me ha dicho que se descongelará más rápido si la pongo debajo del grifo. Creo que queda un poco de vino tinto, ¿no?

John se acercó al armario de debajo de la ventana que daba al jardín lateral. Sacó la jarra de tres litros que estaba llena en una cuarta parte aproximadamente. El líquido se agitó en su mano temblorosa. Cuando levantó la mirada, Joanie ya no estaba.

Richie sonrió al ver el vino. Aún tenía que dirigirle a John una mirada de complicidad.

—Eso estará fenomenal —comentó entonces.

Joan regresó de inmediato. Llevaba dos copas de vino en la mano.

Richie preguntó solícitamente:

—¿No tomas una copa con nosotros?

—Si bebo ahora, me marearé y no podré cocinar el filete. No aguanto mucho. Ya me tomaré un vaso con la cena.

—Estás muy delgada —dijo Richie—. Por eso te afecta. Hace falta ser más robusto para aguantar el alcohol.

—Mejor no mencionar a nadie —comentó Joan, quien dirigió una mirada pícara hacia John y la apartó, tras lo cual se echó a reír tontamente.

—Oh, vamos —dijo Richie con jovialidad—, el bueno de John no tiene mucho exceso de peso, ¿verdad, colega? Imagino que estás más o menos bien para tu constitución.

John dejó la jarra en la mesa de centro y aceptó las copas que le daba su esposa. Llenó una y se la ofreció a Richie sin levantar la mirada.

—Muy bien —terció Joan—. Os dejaré con vuestros negocios. Calculo que la comida estará en la mesa en quince o veinte minutos; espero que eso os dé tiempo suficiente. Si no, tendréis que esperaros a después. Ya es bastante tarde. —John encontraba insoportable aquel persistente tono cantarín de su voz.

No dijo nada hasta que oyó el ruido de los cacharros en la cocina. Entonces preguntó con voz apagada:

—¿Qué venta?

Richie se había sentado en un sillón mullido. Estaba hundido en él, con las piernas separadas y extendidas, los zapatos apoyados en el borde de los tacones. Eran de cuero negro, tan nuevos que los márgenes de las suelas todavía tenían un color marrón claro.

—Voy a comprar una de tus casas. No me importa cuál. La que valga más dinero y cueste más de vender, tal vez. Lo que sea que te haga feliz, John.

—¿Vas a instalarte en esta ciudad?

—¿Por qué no? —repuso Richie con una amplia sonrisa.

—Vas a ir a la cárcel. —John hablaba con claridad, pero a un volumen lo bastante bajo como para que no se le oyera desde la cocina. Había decidido que Joanie no debía saber la verdad sobre Richie hasta que se hubieran encargado de él de una vez por todas, y por supuesto no podían molestar a los niños bajo ningún concepto.

La jovialidad de Richie no se vio visiblemente afectada. Siguió sonriendo.

—No, John. Eso no va a pasar.

—Hoy mataste por lo menos a una persona y heriste a varias más —dijo John, y añadió, quizá ingenuamente—: ¿Cómo pudiste hacerlo?

Richie alzó las manos en un gesto que probablemente fuera una especie de encogimiento de hombros. Sus movimientos corporales habían cambiado al vestir el traje y sus expresiones faciales se habían visto alteradas por las gafas.

—Les has hecho caso a los polis.

—Hiciste todas esas cosas. ¿Por qué iban a mentir?

Richie le dirigió una mirada larga y compasiva.

—¿Que por qué iban a mentir? ¿Lo dices en serio?

—Te acababan de soltar del psiquiátrico Barnes.

Richie se tomó el vino de un solo sorbo.

—Me dieron un certificado de buena salud y salí por la puerta grande. —Se fue pasando la copa vacía de una mano a otra—. No me pasa nada, John. No me preguntes a mí y no preguntes a la policía, por el amor de Dios. Pregunta a los médicos. Si después de todas las pruebas que me han hecho y la terapia a la que me han sometido no lo saben, ¿quién iba a saberlo? ¿Tú, con todos mis respetos?

John volvió a llenarle la copa a Richie, pero no fue la ejecución automática de sus deberes como anfitrión ni mucho menos. Había retomado su anterior juego para ganar tiempo, aunque la última vez que lo había intentado en la granja no le había salido demasiado bien que digamos. No veía que Richie llevara armas, pero al menos en ese sentido había aprendido la lección: ese hombre siempre iba armado con algo, mientras que él nunca en la vida había llevado encima un arma de ningún tipo, salvo durante el breve período en que tomó prestada la escopeta de Haverford, a quien se la había arrebatado sólo para protegerse.

Volvió a dejar la jarra de vino sobre la mesa.

—No estoy diciendo que te crea en ningún caso.

Richie chasqueó los labios ruidosamente tras dar un sorbo a la segunda copa.

—Es muy valiente por tu parte admitirlo —señaló—. Por eso me tienes tan cautivado: eres un hombre. Tú no llevas pistola ni porra y no vistes de uniforme porque en cierto modo dudas de ti mismo.

—Mira —dijo John—, estoy dispuesto a tener en cuenta que has tenido problemas, una infancia desgraciada o lo que sea, pero…

—¡Vamos, John! —exclamó Richie alegremente—. No quiero tu compasión. —Bebió un poco más de vino y adoptó una expresión socarrona. Con las gafas y esa ropa podía haber pasado por alguien que trabajara en una mesa de una gran oficina llena de gente con los mismos valores.

—Sí, tienes razón —reconoció John—. Era falso. No te compadezco en absoluto. No me importan los problemas que hayas tenido. No son por culpa mía.

Richie se rió.

—¡Bien por ti! Yo no he tenido problemas. Ciertas personas han afirmado haberlos tenido conmigo.

—Escucha —dijo John—. Quiero que pienses en esto. —Seguía estando de pie junto a la mesa de café—. Voy a llamar a la policía. Tienen un coche aquí por el barrio. Pueden llegar de inmediato. Parece que desde que llegaste a mi casa te has comportado como un ser humano civilizado. —Tomó aire—. ¿Por qué no seguir así? Lo que has hecho no puede deshacerse, pero al menos no lo empeores. Me imagino que lo único que harán será llevarte de vuelta a Barnes.

Richie había empezado a menear la cabeza.

—No, no puedo considerar nada parecido.

—¿Y qué vas a hacer? Voy a llamar a la policía.

—Ya se me ocurrirá algo —respondió Richie con despreocupación.

Llegó Joan.

—Discúlpanos un minuto, Randy, por favor. Ha surgido algo en la cocina. Si puedes prescindir de él.

Una vez en la cocina, Joan dijo:

—No quiero cocer demasiado este filete. De haber sabido cuándo volverías a casa, hubiera encendido el carbón fuera y tú hubieras podido continuar a partir de ahí. Pero ahora ya es demasiado tarde. —Hizo un gesto con la cabeza hacia los fogones—. No he parado ni un momento desde que Randy llamó. Incluso me las apañé para limpiar el juego de café y bañar a los niños, por no hablar de mí misma. Aun así…

—Joan —interrumpió John, en voz baja pero con tono apremiante—. Quiero que llames…

—Encárgate tú —dijo ella con una sonrisa burlona—. Así puedo echarte la culpa si se echa a perder el filete. Puedes asumir tú la responsabilidad. Eres tú el que ha ganado todo ese dinero. A propósito, ¿a cuánto ascenderá la comisión? ¿Y de qué casa se trata? —Acto seguido alzó las manos y gimió—: ¡Tengo que ocuparme del filete!

—Joan —le dijo John, que intentó agarrarla por el antebrazo, pero ella se dirigió a toda velocidad al fregadero para coger la carne chorreante del colador en el que se estaba descongelando.

—¿Estará bien? Sería un crimen cocinarlo demasiado. —Volvió a dejar el filete donde estaba y se secó las manos con un trapo de cocina—. ¿Dónde está tu delantal de las barbacoas? ¡No quiero echar a perder este vestido, por Dios!

John encontró su delantal en un cajón y lo desplegó para que Joan se lo pusiera. Se lo había regalado ella y era una prenda a rayas estilo carnicero, no una de esas guasonas que se ven a veces. Le iba bien de largo, puesto que él sólo le sacaba unos dos centímetros de estatura. Melanie también era más alta de lo habitual en las niñas de su edad. Todavía era pronto para decir lo mismo del pequeño Phil. John tenía que protegerlos. No podía arriesgarse a que hubiera un tiroteo en su casa. Richie no iba a rendirse a la policía sin más.

—Está bien —dijo entonces Joan—. Me encargaré yo. Sólo necesitaba tu apoyo moral. Será mejor que regreses con tu invitado y lo tengas contento hasta que extienda el cheque, ¿eh? —Se acercó a John y lo besó—. Lo hiciste muy bien, pez gordo —dijo imitando a algún actor de una película del Oeste. Joan tenía talento como imitadora y lo había divertido de ese modo durante años. No había nada que ganar y sí mucho que perder si seguía intentando contarle lo de Richie.

—Casi se ha terminado el vino —le dijo en cambio—. Iré corriendo a Sherwood y traeré un par de botellas.

Joan lo apartó de sí olisqueando.

—¡Te vendría bien una ducha, chiqui! Y un afeitado y una camisa y unos pantalones limpios. Mientras tanto, llamaré a Sherwood y diré que nos lo traigan. ¿Un buen Borgoña, te parece? ¿Qué más? ¿Whisky? —Al tiempo que hacía estas preguntas lo iba empujando hacia la puerta—. Dejaré aparcado el filete e iré a hacerle compañía a Randy. Vendría muy bien que te dieras prisa.

John regresó al salón. Richie no estaba allí: ¡había ido a por los niños! Pero cuando ya corría hacia el cuarto de los niños, aquel desequilibrado salió del baño de invitados situado al inicio del pasillo, y estuvieron a punto de chocar. John se sorprendió disculpándose absurdamente.

De vuelta al salón le preguntó:

—¿Qué es toda esta historia de «Randy Pryor» que le has contado a mi esposa?

—Es un nombre que utilizo a veces, un nombre profesional, como una sociedad anónima, ya sabes. Lo único que le he dicho a Joanie es que tú y yo estamos haciendo negocios, lo cual es muy cierto.

—No la llames Joanie nunca más —dijo John.

—Tú mandas, chiqui.

John se mordió el labio. Se sentó en el sofá exactamente en el mismo sitio en el que había encontrado a Joan al llegar a casa. Ella se había olvidado de llevarse la cafetera y las tazas. Nunca la había visto tan excitada. Era cierto que, de haber estado esperando una comisión, sería la primera en mucho tiempo, pero quizás ella había olvidado lo que él le debía a Tesmir, una cantidad que habría que descontar del total. Era una trampa cruel.

John se puso de pie.

—Sal de aquí.

—¿Cómo dices? —Richie volvía a estar en el sillón, con las piernas separadas y extendidas.

—No puedes quedarte —dijo John—. Te buscan por una larga serie de delitos terribles. No voy a servirte la cena en mi casa.

Richie le dedicó su expresión más encantadora, o la que él probablemente pensaba que lo era, con la ceja izquierda ligeramente elevada sobre un ojo brillante.

—No fuiste tú quien me invitó. Dime, ¿no es cierto?

—No obstante, puedo echarte.

Richie hizo una reverencia, por así decirlo, mientras permanecía sentado. Entonces preguntó con mucha ironía:

—¿Por qué no consultas el asunto con la señora Felton?

—¿Crees que querría que estuvieras aquí si supiera lo que hiciste?

Richie tenía las manos extendidas.

—Bueno, John, pues contémosle todo lo que crees que sabes sobre mí.

Estaba poniéndolo en evidencia. ¿De qué podía servir que de repente se lo contaran a Joanie? Inevitablemente, su terror estorbaría cualquier cosa que John pudiera intentar contra Richie. Y en cuanto le hubieran destrozado la ilusión, así como una relación educada o incluso amigable, y Richie quedara desenmascarado, ¿no correrían ella y los niños un peligro aún mayor?

John tomó asiento otra vez.

—¿Te interesa hacer un trato?

—Así pues, ¿vas a venderme una casa?

—Hablo en serio. Lo que digo es algo así: te comes la cena y luego te marchas. Durante ese tiempo no voy a mover un dedo contra ti, y no voy a dar parte a la policía. Cenas y luego te marchas tranquilamente.

—Eso está muy bien.

—¿Aceptas?

Richie frunció el ceño con expresión pensativa.

—No sé por qué tendría que oponerme. No recibo muchas ofertas, ¿sabes? Hay mucha gente que está básicamente en mi contra. Sin razón. Echan un vistazo y odian lo que ven. Cuesta lidiar con ese tipo de prejuicios.

Tener que escuchar eso ya era demasiado. John dijo:

—Dentro de poco traerán más licor.

Richie alzó la copa con los dos centímetros o poco más de líquido rojo que había estado reservando desde que se había vaciado la jarra.

—Espero que no lo hayas pedido para mí. No soy bebedor.

—Esta tarde te bebiste una botella de vodka como si fuera agua.

Richie pareció sorprendido.

—Si tú lo dices.

—¿Es que no te acuerdas?

—Si me acordara de todo lo que bebo, no podría utilizar la cabeza para nada más.

John sospechaba que podría haber encontrado algo.

—¿Recuerdas algo de lo que hiciste hoy?

—Lamento decepcionarte —respondió Richie, y devolvió la copa a la mesa de café—, pero en mi vida no hay mucho que valga la pena recordar de un día para otro. Te quedarías dormido si tuvieras que escucharlo.

Joan entró al salón. Sonrió a Richie.

—John tiene que ir a lavarse un momento. ¡No sabía que vender inmuebles fuera un trabajo en el que tuvieras que acabar tan desastrado!

—No tardaré ni un minuto —le dijo John a Richie de manera significativa, y se dirigió rápidamente al cuarto de baño, donde se quitó la camisa, se echó agua en las axilas y se puso desodorante. Se pasó la máquina de afeitar por la barbilla y los carrillos a toda prisa. Fue al dormitorio y cogió una camisa limpia. Con los faldones metidos en los viejos pantalones de trabajo el conjunto era incongruente y podría molestar a Joan. Por lo tanto, tuvo que tomarse aún más tiempo para ponerse otros pantalones y cambiar las viejas zapatillas deportivas por unos zapatos de cuero decentes.

Se le ocurrió que, a pesar del apremio, al menos debería echar un vistazo a los niños, a los que sobre todas las cosas quería proteger, pero justo al llegar al antiguo dormitorio de invitados que ellos llamaban el cuarto de los niños, oyó el timbre de la puerta.

Fue corriendo a la entrada, pero Richie ya había abierto y estaba aceptando la bolsa de botellas tintineantes de manos de un joven bajo que John vio con decepción que no era Wally, el hijo mayor de la familia propietaria de la licorería, sino que era nuevo.

—¿Wally está enfermo?

El repartidor entregó a John un albarán con el importe.

—Está de vacaciones. —El chico se frotó la nariz prominente con el dorso de la mano y miró más allá de los dos hombres hacia Joan, a quien saludó con la cabeza.

John vio una oportunidad de hacerle llegar una nota a la policía (en la que podía explicar la situación y descartar un asalto de un equipo de los SWAT) y dijo:

—Voy a buscar un bolígrafo para firmártela. —Lo único que le preocupaba era que el nuevo repartidor no supiera que, aunque la ley prohibía vender las bebidas alcohólicas a cuenta, Sherwood lo hacía habitualmente para la gente que conocían, aunque, como era el caso de John, no fueran clientes frecuentes.

Pero fue Richie quien frustró sus planes. Le pasó la bolsa a John con cierta brusquedad y sacó un puñado de billetes sueltos del bolsillo del pantalón.

—Déjeme ver la cuenta otra vez —dijo el repartidor, y se la arrebató bruscamente a John.

—Aquí hay de sobra —replicó Richie, que le dio la vuelta y literalmente lo empujó por la puerta—. Quédate con el cambio.

—¡Eh! —exclamó el joven. Pareció una exclamación de alegre sorpresa, no una queja.

John dejó la bolsa de papel en la mesa de café. Joan lo miró con mala cara.

—No deberías dejar que pagara Randy. Es nuestro invitado.

—No aceptaré un no por respuesta —anunció Richie al tiempo que se frotaba las manos como si se las estuviera calentando—. No esperabais tenerme a cenar. Lo que es justo es justo.

Joan continuó con su protesta educada, cosa que deprimió a John. Sacó la bebida haciendo ruido para no tener que escuchar. De la bolsa salieron una botella de litro del bourbon más caro, una botella de vino tinto con nombre francés y una de vino blanco de Italia. No había mirado la cuenta, pero debían de haber sido por lo menos cincuenta dólares, mucho más de lo que hubiera estado dispuesto a pagar, aunque se hubiera realizado la venta imaginaria, teniendo en cuenta sus deudas.

—Entonces me voy —dijo Joan, y se levantó de un salto.

—Escucha —repuso Richie señalándola con un dedo que agitaba con fingido gesto admonitorio—. ¡Ahora no quiero que te tomes demasiadas molestias! Lo importante es la amistad, no la comida. —Agarró el bourbon, arrancó el material que sellaba el tapón con la uña del pulgar y se sirvió un vaso.

A juzgar por el sonido de su voz, Joanie se encontraba ya a mitad de camino de la cocina cuando les gritó:

—¿Necesitáis hielo?

—¡No, gracias! —John no se molestó en preguntar a su invitado.

—¿Joanie no tendrá una hermana por casualidad? —preguntó Richie con jovialidad, sentado de nuevo en el sillón, mientras se recostaba en él. Bebió un poco de whisky—. John, quiero darte las gracias por haberme acogido de esta manera. No hay mucha gente que lo hubiera hecho.

—Yo no te acogí —replicó John—. Tienes que marcharte de aquí, ¿lo entiendes?

Richie asintió con la cabeza y se sirvió más whisky.

—Estamos de acuerdo, y…

—No, no lo estamos. No somos amigos y no lo hemos sido nunca. Sólo te aguanto porque estoy preocupado por mi esposa y mis hijos. —Se dio cuenta de inmediato de que no debería haber dicho semejante estupidez.

Pero Richie preguntó, como con falsedad:

—¿Tienen algún problema? Deberías tratar de compartir tus preocupaciones. Para eso están los amigos.

John hizo un esfuerzo tremendo para soportarlo.

—Háblame de ti. ¿Por qué crees que siempre te metes en líos?

—Mi filosofía es que, si piensas que tengo algún problema, el peso de la prueba recae en ti, no en mí. Pero, bueno, hay quien no puede aceptarlo. —Richie enarcó sus cejas pálidas por encima de la montura de las gafas—. No tienen a nadie más que a sí mismos a quien culpar cuando las cosas les van en contra.

—Yo te he visto en acción, ¿recuerdas? —John no había vuelto a sentarse—. Deberías darte cuenta de que van a pasar cosas malas mientras estés fuera en el mundo. Estás mejor en el hospital. No perteneces al exterior. No puedes controlarte.

—Vamos, John. No puede ser que te creas eso. Si no, ¿por qué iba a estar de invitado en tu casa en este mismo instante? Si soy tan horrible, ¿cómo es que Joan insistió en que sostuviera al bebé? ¿Cómo es que tu hija pequeña se subió a mi regazo y me abrazó y quiso que fuera yo quien la metiera en la cama? Por Dios todopoderoso, John, nunca vi un perro que no viniera directo hacia mí y me pusiera el hocico en la mano. En Barnes tenían algunos pacientes que no hablaban ni una sola palabra con nadie excepto conmigo, tipos que se pasaban el día mirando a la pared y que mojaban los pantalones porque preferían quedarse sentados donde estaban antes que dejar su sitio. ¡Ellos hacen lo que yo digo! Si les digo que vayan al baño, lo hacen.

—¿Se te permite rondar por allí?

—Ya no te atan a la pared para azotarte —contestó Richie riendo—. Aunque he visto a algunos a quienes puede que les viniera bien. En Barnes tienen a varias mujeres que son realmente desagradables, con la boca más sucia que una cloaca. No puedo soportar a una zorra mal hablada.

—¿Es eso lo que ocurrió esta mañana con la empleada de la gasolinera? ¿Te soltó alguna palabrota? —John quería saber, aunque cuando al mismo tiempo le resultaba increíble que estuviera interrogando educadamente a un asesino que, tal como había señalado el propio criminal, era un invitado. No podía soportar pensar en Richie arrullando a los niños, porque si lo hacía podría ser que odiara a Joanie, lo cual no estaría bien, porque ¿cómo podía ella reconocer a simple vista a Richie por lo que era? A John le había parecido inofensivo cuando llevaba la camiseta y la gorra. Vestido con traje, corbata y gafas no solamente parecía respetable, sino que además era la encarnación de todo lo que parecía razonable.

Sonó el teléfono. A Joanie no le gustaba la idea de tener un teléfono en el salón, pero cedió porque él insistía en que si quería realizar ciertas ventas tenía que estar siempre a no más de dos timbrazos de un aparato. Por extraño que pueda parecer a los que carezcan de experiencia comercial, había personas a las que las cosas más insignificantes disuadían de actuar de cierto modo, sobre todo cuando el gasto previsto era de seis cifras.

El teléfono estaba colocado de manera que no estorbara detrás de la lámpara grande de cerámica de la mesa que había a un extremo del sofá, donde en realidad al menos resultó conveniente para las largas conversaciones que Joanie mantenía con parientes y amigos, pero también para John, quien a menudo, si se trataba de un asunto de trabajo, le pedía al cliente que esperara hasta que llegaba a la pequeña oficina casera que había montado en un rincón del dormitorio, de nuevo ante las quejas de Joanie.

Tal vez debería haber agradecido una llamada en aquel momento, pero la temía.

—¿John? Hola. Soy Lang. El detective, ¿recuerda? ¿Cómo le va?

—Claro.

—Sólo quería ponerme en contacto con usted. Nuestros muchachos informan de que todo está tranquilo por el vecindario. En mi opinión, Maranville está muy lejos de aquí. Tomando distancia, como decimos nosotros. Puede que esté loco, pero por regla general estas personas saben cómo evitar a la policía. No siempre van adonde tú te esperas cuando huyen. Pueden llegar a ser muy astutos. Pero no durará. No tardará en hacer algo estúpido y lo pillaremos. Así pues…

—Gracias —dijo John. Sabía que probablemente debía decir algo que pudiera darle una pista a Lang, pero tenía la mente demasiado cansada para inventarse algo, y lo último que quería era propiciar un asalto de la policía a su casa.

—Asegure bien la casa, cierre las ventanas y las puertas con llave si no lo están ya. Hará que se sienta más seguro. Pero no vamos a olvidarnos de usted. El jefe quiere que sepa que considera esto como un asunto personal.

—Cómo no. —John dejó el teléfono detrás de la lámpara. No había mirado a Richie durante su conversación con Lang, pero tenía la sensación de que él no había mostrado mucho interés, de que podría haber dicho cualquier cosa sin ponerse en peligro. No obstante, explicó—: Negocios.

Richie asintió con la cabeza y bebió de su vaso.

—Que no han ido muy bien últimamente.

—¿Te lo ha dicho mi mujer? —John estaba furioso.

—Me lo dijiste , esta tarde —contestó Richie. Su expresión era benigna—. Lo que Joanie me contó es lo estupendo que eres.

John se lo quedó mirando.

—Todos te tenemos en mucha estima, hombre. Tienes un montón de apoyo. Eres un ganador.

—Vete al infierno.

Richie se sintió herido.

—¿A qué viene eso?

—No te olvides de que tenemos un trato. Cenas y luego te vas.

John tenía una gran necesidad de ir a ver a los niños, a los que no había visto desde por la mañana. Aquello suponía una preocupación para él más que para ellos. Ellos estaban durmiendo y, si lo conseguía, seguirían sin enterarse hasta que fueran adultos, en tanto que a él le vendría muy bien exponerse a su inocencia.

Pero en aquel momento llegó Joan.

—Muy bien, caballeros: la cena está servida. —Intercambió una expresión radiante con Richie y los condujo al comedor, donde la mesa estaba puesta con la mejor porcelana de los Felton, los platos con ribete dorado, y el mantel y las servilletas reservadas para los invitados.

—Mientras os tomáis la sopa, yo haré el filete, si me perdonáis. —Joan dirigió el comentario al invitado—. Es la única forma que tengo de asegurarme de que no se hace demasiado.

Richie permanecía a cierta distancia, inseguro.

—Por favor. —Joan le indicó una silla.

—¡Justo en medio! —exclamó Richie, que extendió una mano hacia cada extremo de la mesa—. Me estás mimando demasiado.

—Espera a probar la comida. Podría ser que cambiaras de parecer. Siéntate y empieza, por favor.

—¡Vamos, no te preocupes por mí!

John se sintió como si fuera él el intruso. Como tal, tomó asiento mientras el invitado seguía de pie. La sopa humeaba en el cuenco frente a él. Se veía a las claras que era la de pollo con fideos enlatada, la favorita de Melanie, a quien le había enseñado a sorber ruidosamente las hebras de pasta al tiempo que bizqueaba. Esto no se había ganado el aplauso de su madre.

Joan apareció en la puerta de la cocina.

—El vino, John, el vino.

De modo que tuvo que levantarse, ir a por las botellas al salón y buscar el sacacorchos entre el revoltijo que llenaba el cajón del aparador. Cuando terminó de abrir la botella de vino tinto, Joanie ya había regresado con un cuenco lleno de ensalada.

—Vamos a empezar con el blanco —le dijo en tono de reproche.

—Es culpa mía —terció Richie, y se encogió ligeramente de hombros con gesto contrito—. Antes estaba bebiendo tinto. No sé nada de vinos.

John los miró desoladamente a ambos, las estrellas de aquella grotesca escena, abrió el vino blanco con sumisión y le sirvió una copa a Richie. Joan se fue a la cocina. Richie empezó a tomar la sopa con una elegante cuchara.

John no había comido nada desde los cereales del desayuno, pero en aquel momento era indudable que no tenía apetito. Con el traje y la corbata, y especialmente con las gafas, Richie tenía un aspecto muy refinado, y sus rasgos podrían incluso calificarse de patricios, en la medida en que John comprendía el término que parecía aplicarse principalmente a la nariz, alargada pero estrecha y sin poros, y ojos más bien pequeños. ¿Adonde había ido para afeitarse y adquirir la ropa? ¿Y el automóvil aparcado fuera?

—Estoy seguro de que el coche es robado —dijo John moderando la voz para que ésta no traspasara la puerta de la cocina, donde, de todas formas, Joanie estaba haciendo bastante estrépito—. ¿Se lo robaste a alguien, le quitaste el coche y el dinero y te compraste la ropa, tal vez? ¿O también la robaste? Pero lo de las gafas no lo entiendo.

—Me gusta la sensación de llevarlas puestas. —Richie llevó una mano a cada patilla y las meneó—. Pero ojalá pudiera ver mejor con ellas. No me resultó fácil conducir con ellas puestas.

—¿No son de tu graduación? —John se dijo que nadie robaba las gafas de otra persona. En esta situación no tenía ganas de hacer de camarero, su acostumbrado papel conyugal cuando su esposa cocinaba, pero alguien tenía que hacerlo y no soportaría que Richie se ofreciera voluntario.

Pero cuando se puso de pie con el cuenco en la mano, Richie alargó la suya y dijo:

—Si no vas a comerte eso… —John dejó que lo intercambiara por el cuenco vacío. ¿Por qué no?

Joanie entró con una fuente cubierta con una servilleta y un platillo estrecho que contenía una barra de mantequilla dura y nueva en vez de la rutinaria tarrina de margarina fácil de untar. No sabía que hubiera mantequilla en casa; debía de estar congelada.

Richie la reprendió afectuosamente:

—¿Panecillos calientes? No tendrías que haberlo hecho, Joanie.

Ella dejó la fuente y paseó la mirada de John al cuenco vacío que tenía frente a él.

—Tienes hambre, ¿eh? Pero no puedes repetir. Tienes que dejar sitio para lo que viene luego.

Le estaba hablando como si fuera uno de los niños. Al mismo tiempo, John se conmovió al darse cuenta de que, por muy válido que pudiera ser el otro motivo de Joan para no servirse sopa, el hecho era que los dos platos habrían terminado con la última lata. Lo cual significaba que su invitado homicida se la había tomado entera.

Richie mordisqueó un panecillo con delicadeza hasta que Joan regresó a la cocina, en cuyo punto devoró el resto de un bocado y cogió otro. En tanto que atacaba la mantequilla, que de tan dura que estaba todavía tendía a fragmentarse contra la hoja roma, dijo:

—Estoy muerto de hambre. ¡Menudo día he tenido!

—Ya lo sé. Yo estaba contigo —comentó John en voz baja, aunque tenía la impresión de que de haber gritado Joanie no lo hubiese oído—. Sharon, Tim y yo se lo hemos contado todo a la policía.

Richie se sirvió más vino blanco.

—Es la mejor comida que he probado en mucho tiempo. En Barnes te alimentan como a un perro. —Engulló el resto de la sopa y se zampó un tercer panecillo. Soltó un gruñido de placer al tiempo que cogía un cuarto—. Si me quedara aquí mucho tiempo, acabaría pesando lo mismo que tú, John.

—Pero no te quedarás aquí después de cenar —dijo éste.

—¡Casi me olvido de traerlos! —Era Joanie, que traía los cuchillos para la carne con el mango de madera—. Puede que tengas que afilarlos, John. Están bastante romos.

—Joanie —dijo Richie—, no puedo mantener las manos alejadas de estos panecillos.

Ella pareció genuinamente complacida, pero en realidad a Joan no le gustaba cocinar, y por norma general le molestaba cualquier atención especial prestada a una comida que hubiera hecho ella, con la idea de que de ese modo se la estaba identificando como a una ama de casa y nada más.

Por lo tanto, fue una especie de protesta cuando John dijo:

—Tuvimos los niños antes de que Joan pudiera seguir estudiando para sacarse el máster. Pero quiere volver a estudiar en cuanto el bebé sea un poco mayor.

Ella no hizo ningún comentario.

—¿Te importaría traer las verduras, John? Ahora tengo que concentrarme en el filete.

Encontró el cuenco lleno de guisantes y zanahorias en la encimera, al lado del microondas cuyo timbre sonó al acercarse. Abrió la puerta y sacó los buñuelos de patata calientes. Pero Joanie, regresando a la cocina, le impidió que los sacara en el recipiente de plástico. Ya tenía un plato preparado.

—¿Has afilado los cuchillos de la carne?

—¿En qué momento? —le preguntó John con brusquedad—. Lo mencionaste y luego dijiste que viniera a por las verduras.

—¿Va todo bien? —Joanie lo miró con atención.

Su respuesta fue directa:

—¡Pues claro que sí!

—Es que parece que deberías estar de mejor humor.

—Estoy de buen humor —dijo él—. Lo que pasa es que he tenido un día muy largo.

—Has tenido una especie de día de locos, si quieres que te lo diga. —Lo dijo con evidente afecto, con una mano en la parte baja de la espalda de John—. Te marchas sin despedirte y luego todas esas llamadas disparatadas… ¿De qué iba todo aquello? La última ni siquiera la entendí. Supongo que bromeabas, ¿eh?

—Siento haber intentado hacer el payaso —repuso John—. Me doy cuenta de que no tengo mucho talento en ese sentido.

Ella lo empujó hacia la puerta.

—Llévate esto antes de que se enfríe, ¿quieres, por favor?

En el comedor, Richie preguntó:

—Así pues, no eres el jefe en la familia.

John cogió uno de los cuchillos de la carne y probó el filo con la yema del pulgar: era consciente de que era una tontería hacerlo así, y de vez en cuando se cortaba, pero continuaba haciéndolo.

Richie se dio cuenta de lo que hacía.

—Esta es la única manera de probarlo. —Apretó su cuchillo contra el mantel y le hizo un corte largo.

Al cabo de un instante John cayó en la cuenta de que Richie había utilizado el dorso de la hoja y que no había dañado la tela. Pero mientras observaba lo que el otro hacía, él se había cortado el pulgar sin darse cuenta y estaba sangrando. Richie, que seguía sonriendo por su truco, tal como se podía esperar, aún no había visto la herida. John se dio media vuelta rápidamente y volvió a la cocina, donde Joanie estaba metiendo el filete dentro de la cazuela cubierta de papel de aluminio, en la parrilla de la parte inferior del horno.

—Me he cortado —le dijo en tono autocompasivo dirigiéndose a su espalda inclinada—. Los cuchillos están muy afilados.

—Hay tiritas en el cajón. Te daré una.

John no necesitaba de sus atenciones. Sabía exactamente dónde guardaban la caja (tenían varias, todas a mano en varios lugares de la casa, por si Melanie se hacía alguna herida leve en sus contratiempos diarios), y cogió una de las tiritas más finas de la selección que se le ofrecía. Mientras tanto, la profusión de sangre del corte del pulgar era, como siempre, notable. Vio que había dejado un rastro de manchas en el suelo. Después de limpiarse la herida con una toallita de papel húmeda, se agachó y limpió las baldosas de vinilo.

Cuando regresó al comedor, la botella de vino blanco estaba vacía y sólo quedaba un buñuelo de patata en la fuente. Sin embargo, los guisantes y las zanahorias parecían estar intactos.

Richie puso ambas manos planas sobre la mesa y tamborileó con ellas un momento.

—Puede que no me corresponda preguntar esto, John, pero ¿por qué sigues trabajando como agente inmobiliario? No has ganado mucho dinero con ello. Además, hoy en día es un trabajo principalmente de mujeres, ¿no es verdad?

Ejercer al máximo su autocontrol fue el único modo por el que John logró no estallar al oír la pregunta, que ya le habían formulado antes, aunque quizá no con tanta candidez, algunos de sus parientes políticos y, por supuesto, su propio padre poco antes de morir.

Richie siguió hablando:

—Es que podrían irte mucho mejor las cosas.

John no pudo evitar responder:

—¿Delinquiendo? ¿Matando gente, hiriendo a otras personas? ¿Robando sus propiedades?

—Pues resulta que podrías hacer mucho bien en el mundo, y además sacarte un dinero con eso. Eres un sanador nato, John. Has hecho más por mí en un par de horas que todos los matasanos en años.

John no podría haberse explicado por qué dio una respuesta sincera.

—Mi padre quería que fuera médico. Él nunca tuvo la menor idea de cuáles eran mis aptitudes, si es que las tenía. Sólo quería que fuera médico porque eso impresiona y además es lucrativo. No quería que fuera como él, que trabajó en la misma oficina de la misma empresa toda la vida. Pues bien, esto último era muy fácil de llevar. Pero para ser médico tienes que empezar con los estudios premédicos: ni siquiera conseguí aprobar el primer curso de química.

Richie frunció el ceño.

—Estoy hablando de tus aptitudes innatas, no de las mentiras que te enseñan en la facultad de Medicina. Perderías el tiempo haciendo cursos.

El comentario sirvió para recordarle a John, una vez más, que seguramente era una pérdida de tiempo hablar con sinceridad de cualquier cosa con un loco. En aquellos momentos percibió el olor de la carne en la parrilla. Era nauseabundo.

Richie continuó hablando, inclinado sobre su plato vacío.

—Tú brindas la verdad.

—Entonces, ¿por qué no me haces caso? —dijo John con renuencia—. Entrégate.

Richie parecía estar considerándolo. Sin embargo, al cabo de un momento repuso:

—Una cosa sí es cierta: es una pérdida de tiempo para todas las partes interesadas que yo esté en Barnes.

—Pero cuando estás allí la gente no sufre ningún daño.

Las comisuras de los labios finos de Richie se elevaron, pero John no podría haber dicho si era una muestra de buen humor o no.

—Yo no lo diría así.

—¡Por el amor de Dios! ¿Mataste a alguien allí dentro?

—Tuve un problema en una ocasión —contestó Richie mirando fijamente a John—. Fue en defensa propia.

—¿Y aun así te soltaron?

Richie alzó las manos.

—La idea fue de ellos, no mía. Yo tengo muy mala opinión de ellos, si quieres que te diga.

—¿De los médicos?

—Si lo piensas —dijo Richie—, todos somos humanos. ¿Dónde aprenden algunos a creerse mejores que los demás?

—Claro —contestó John.

Joanie llegó con el filete que en otro momento hubiera sido la idea que John tenía de una comida espectacular (provenía del suministrador privado del tío Phil, que ofrecía una carne de ternera muy exquisita y muy cara), pero que entonces veía como desagradablemente grande y grueso, y rezumando un fluido rosado. Estaba en una bandeja que Joan sostenía apartada del cuerpo porque se había despojado del delantal.

—¡Caramba! —exclamó Richie cuando ella depositó el plato sobre un salvamanteles de plata situado entre él y John.

Este no se sintió con fuerzas suficientes para ir a buscar el cuchillo de trinchar adecuado. Antes de que Joan pudiera objetar alguna cosa, cortó un pedazo de carne con el cuchillo de mesa (el cual, si bien había estado lo bastante afilado como para cortarle la piel del pulgar, no lo estaba lo suficiente para este otro trabajo) y se lo puso en el plato a Richie.

Joan trajo los candelabros del aparador, encontró las cerillas en un cajón y encendió las dos velas, que estaban sin usar. De haber estado cenando solos, hubiera apagado el aplique del techo, una modesta araña de cuatro brazos, pero por suerte no lo hizo. Entonces tomó asiento en el otro extremo de la mesa, frente a John. Richie estaba a la izquierda de John y a la derecha de Joan.

John se preguntó qué diría su mujer cuando viera que sólo quedaba un buñuelo de patata, o que el plato de Richie estaba tan limpio como cuando lo habían puesto en la mesa, y su copa vacía. Pero si se percató de alguna de estas cosas, no lo mencionó. Cogió la botella y se puso un poco de vino tinto.

Richie había esperado educadamente hasta aquel momento. Entonces empezó a cortar su carne en cuadrados pequeños.

Joan alzó su copa.

—Muy bien —dijo—. Un brindis por la venta. Quiero oírlo todo al respecto.

John levantó su copa y bebió aire.

—¿Cuánto te corto? —preguntó entonces, con el cuchillo de mesa y el tenedor suspendidos sobre la carne.

Joanie se encogió de hombros.

—Cuando supe de ti, se había hecho muy tarde, y piqué algo cuando comieron los niños. Y luego toda esta emoción… —Juntó el índice y el pulgar como en un pellizco y le dijo—: Ponme un trozo muy, muy fino.

Mientras tanto, Richie estaba masticando cada uno de los pequeños trozos de carne por separado, haciendo de ello un acontecimiento rápido y enfático.

Joan pasó la mirada del uno al otro con una gran sonrisa. La línea de visión que John tenía hasta ella, a menos que se inclinara hacia la izquierda, era estrecha, entre las dos velas. Le tocaba a él inventarse la historia.

—Es la casa de Murchison.

—Ni siquiera creo que supiera nada de esa casa —comentó ella—. ¿Lleva mucho tiempo en venta?

El cuchillo no se había afilado en absoluto. Resultaba imposible cortar una rodaja razonablemente fina, de modo que dejó de intentarlo. Se dio cuenta de que en realidad Joanie no quería filete.

—Mucho, mucho tiempo. Tess y Miriam ya la habían dejado por imposible.

Joan esperó oír más, pero como ninguno añadió nada, se dirigió a Richie con una sonrisa:

—Estoy segura de que tienes planes.

John comentó con malicia:

—Imagino que te contó todos sus planes mientras tomabais café.

Joan miró a Richie con cariño.

—Lo cierto es que creo que fui yo la que habló prácticamente todo el tiempo. Al final no llegamos a hablar de él. Es uno de esos hombres poco comunes que está interesado en lo que dice otra persona, nada menos que una mujer.

De modo que era eso: Richie feminista.

—Trabaja con productos farmacéuticos —le explicó John.

—Estoy impresionada —repuso Joan—. La palabra justa, para empezar.

Richie pareció rumiarlo un momento, pero se echó a reír alegremente.

—No has mencionado a tu familia —dijo Joan—. ¡Sabes cómo tratar a los niños!

Richie tardó un poco en contestar.

—Estuve casado. Pero ella no quería tener hijos.

—Algunas personas son así. Están en su derecho. En nuestro caso, fue una decisión calculada ir a por la familia y posponer el resto. —Joan se encogió de hombros—. No es que a veces no lo lamente, pero…

—Lo que me sorprende es que John no se dedique a un campo en el que los ingresos sean más seguros.

El comentario cogió a John totalmente desprevenido, pero si Joanie se sintió avergonzada por su impertinencia, no dio muestras de ello.

—Las cosas van un poco mal últimamente, con la recesión. Pero John se ganaba bien la vida y volverá a hacerlo. Es un vendedor fabuloso.

John se conmovió. No recordaba haberla oído nunca defenderlo en público. Cuando los miembros de su familia se mostraban sarcásticos, ella evitaba el tema y se iba al baño o lo que fuera.

—Posee un tremendo potencial que todavía no ha utilizado —dijo Richie. Pinchó un trozo de filete y lo masticó con rapidez al tiempo que agitaba el tenedor—. Estoy intentando conseguir que escuche unas propuestas que tengo.

—¿En serio? —Joan sonrió a su marido.

—Los riesgos serían todos míos, te lo aseguro —continuó diciendo Richie—. Pero resulta que veo grandes posibilidades.

—¿Quieres hablarme de ello? —preguntó Joan a su marido.

Él desvió la mirada.

—Puedo introducirlo en algo grande, Joanie —dijo Richie. Dejó el tenedor y fue girando la cabeza para examinar la habitación—. ¿Queréis vivir aquí siempre?

Una vez más, Joan no dio muestras de haberse ofendido.

—Últimamente he ido detrás de John para que buscara algo un poco más lejos, con más terreno entre nosotros y los vecinos, con un aire más limpio. —Miró a John—. ¿Hoy no estuviste en algún lugar en el campo?

Sonaba el teléfono. John entró en la cocina y allí respondió al aparato que colgaba de la pared.

—John. Soy Lang otra vez. Hay motivos para pensar que esta tarde Maranville se registró en un motel Red Wing, frente a la autopista por la salida once, utilizando un permiso de conducir y una tarjeta de crédito a nombre de Charles F. Brookhiser. Anteriormente, aquí, en la ciudad, Brookhiser informó de que le había robado un delincuente que responde a la descripción de Maranville. Se llevó su coche y la cartera con todo dentro. Es el motel más próximo al lugar en el que dejó abandonado el coche patrulla de Smithtown.

—Gracias —dijo John cuando Lang hizo una pausa para tomar aliento.

—Hay más. Poco después estalló un gran incendio en el Red Wing. Tardaron horas en extinguirlo y el motel quedó prácticamente destrozado. La dirección y el departamento de bomberos voluntarios sospechan que fue provocado. Se encontró un cadáver calcinado en la habitación en la que se registró Maranville. El empleado de recepción fue la última persona que informó de que lo había visto. Han ido a por las fichas dentales del psiquiátrico de Barnes.

—Es él, ciertamente —dijo John—. Eso es exactamente lo que haría.

—De todos modos, será mejor que retrasemos las celebraciones. Que nos curemos en salud.

que es él. ¿Alguien más resultó herido?

—Era temprano y por suerte el motel no estaba lleno. Esa parte de las instalaciones estaba vacía, salvo por un hombre que se alojaba en la habitación de al lado, pero que estaba ausente cuando ocurrió. Y que no ha regresado todavía. Hablarán con él cuando vuelva. Pero parece que las cosas pintan bien para nosotros.

—Usted dijo que sencillamente lo habrían enviado de vuelta a Barnes.

—Lo entendió perfectamente —repuso Lang.

—Sin embargo, ahora está muerto —dijo John—. Sé que fue él quien se quemó. Puede retirar la vigilancia de mi casa.

—Esperaremos a tener la confirmación, pero mientras tanto la noche está siendo mala para las fuerzas del orden: hay delitos por todas partes, todos a la vez. Si recibimos una llamada, algo que sea de rutina, alteración del orden público o algo así, podría ser que se lo asignaran a ese coche, pero no lo sacarían del vecindario.

—Claro —dijo John. La situación no cambiaría. De haber informado a Lang, sólo hubiera conseguido que se iniciara un plan para un secuestro con rehenes, cosa que no existía en aquel momento, y tarde o temprano llegaría una unidad de asalto. Se podía imaginar lo que eso supondría en cuanto a daño psíquico (por no mencionar la posibilidad de daño físico) para sus hijos y su esposa. Seguía respetando a la policía, incluso después de que los agentes de la estatal lo hubieran maltratado, pero se había convencido a sí mismo de que no debía buscar su ayuda en aquella situación extrema. En este momento prefería hacer las cosas a su manera.

Cuando volvió al comedor, Joan se disculpó y dejó la habitación, era de suponer que para dirigirse al baño. Parecía caminar con paso seguro. No había bebido mucho vino.

En cuanto ella se marchó, John miró a Richie y le preguntó:

—Esta tarde después de que yo abandonara el coche, ¿te registraste en un motel?

Richie se quitó las gafas y se frotó los párpados cerrados.

—No sé cómo la gente puede llevar estas cosas todo el día, de verdad, aunque tal vez es distinto si están bien graduadas. ¿Alguna vez llevas gafas, John?

—Se las quitaste al hombre al que mataste en el motel, ¿no es cierto? Le quitaste la ropa, el coche y las gafas.

Richie abrió los ojos, que habían adquirido un tono levemente rosáceo al frotarlos.

—¿Tienes alguna queja de lo que he estado haciendo desde que llegué a tu casa? Me he estado esforzando mucho para hacer lo adecuado, pero no me reconoces ningún mérito. —Meneó la cabeza y cambió el tono de voz, que dejó de ser meramente lastimero—. Tú recuérdalo si… Date cuenta de que nadie podría haberse esforzado más por intentarlo.

—¿Acaso se trata de algún tipo de amenaza, sucio cabrón?

—Deberías conocerme mejor —respondió Richie con altanería—. A mí sólo me preocupáis tú y los tuyos si la policía empieza a derrochar plomo. No quiero que me culpes a mí, porque, francamente, creo que tienes tendencia a hacerlo. Me caes bien y te admiro mucho, ¿entiendes?, pero no puedo pasar por alto tu propensión a evadir tu responsabilidad en tus problemas. No utilizas todo tu potencial. ¡Que vendas poco es culpa de la economía! Es culpa de Joanie, de que te casaras tan joven y tuvieras hijos que mantener, de modo que no puedes permitirte mejorar tu estilo de vida. —Richie mostró su gesto irónico—. Lo siento, John, pero al final tenía que darte una dosis de tu propia medicina, demostrarte lo que se siente al ser criticado por tu mejor amigo.

—Cosa que yo no soy —replicó John—. Tú eres mi peor enemigo. Me gustaría que me dijeran que te han eliminado de la faz de la Tierra. —Al decir esto se dio cuenta de que había perdido el control, pero experimentó satisfacción al hacerlo. Era un novato de la emoción homicida. Sólo el hecho de expresarla parecía colocarlo en una posición de ventaja, aun cuando era racionalmente consciente de que con toda probabilidad eso sería considerado una flaqueza por los profesionales en el campo, entre los cuales Richie era sin duda una figura importante.

Richie no se ofendió.

—Eso no es más que una idea que tú tienes, John. Puede que ahora suene bien, pero en realidad no significa nada, porque es obvio que no puedes apretar un botón y hacerme desaparecer, y lo que sin duda no tienes intención de hacer es asesinarme a sangre fría, aunque tuvieras un motivo. Y, además, ¿cómo ibas a tenerlo? Siempre me he portado bien contigo y con los tuyos, y eso es lo único que te importa en el mundo.

¿Podría ser que tuviera razón? Pero Joan había vuelto.

—¿Cómo están los niños? —preguntó Richie.

—Fuera de combate.

A John no se le había ocurrido que era eso lo que Joan había estado haciendo durante su ausencia. Su elección de palabras le pareció entonces inquietante.

—¿Están bien?

Ella suspiró.

—¿Por qué no iban a estarlo? Me han vuelto loca todo el día. Pero ellos se lo pasaron genial, por supuesto. Luego vino Randy y los consintió más aún. ¿Te he dicho que quería darle un billete de cien dólares a Melanie? —comentó Joan reprendiendo a Richie.

—Son unos niños estupendos —dijo éste sonriendo a Joan con afectación.

—Oye —propuso Joan en broma—, ¿no estarías interesado en incluirlos en el trato de la casa? ¡Llévatelos gratis! Tendrás la casa llena al instante. —Hizo un mohín—. Así es como me siento después de un día como éste.

John dijo en tono preocupado:

—Es lo mismo todos los días. Te lo merecías. Te lo compensaré. Mañana me quedaré en casa.

—Eso me recuerda —dijo Joan— que hace un par de horas llamó Tess y dijo algo sobre responder de ti… ¿ante la policía? ¿De qué iba todo eso?

—No lo sé. Una multa de aparcamiento, tal vez.

Ella sonrió a Richie.

—Disculpa los asuntos personales. ¿Sueles tomar café?

John agarró el cuenco de la ensalada y se lo llevó a la cocina, donde la preocupación hizo que siguiera moviéndose por allí sin ningún propósito hasta que apareció Joan con más platos, cuidadosamente apilados encima de la fuente del filete.

—Sacaré el postre —anunció Joan.

—¿Postre?

—Por supuesto. ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan nervioso? Ni siquiera comiste mucho.

—No comí nada.

—¿No te encuentras bien? —Pero Joan ya se había vuelto hacia la nevera antes de darle oportunidad para responder.

Él bajó la voz y le habló por detrás, junto a su cabeza.

—Se trata de él. Está…

Joan se dio media vuelta y dijo, con indulgencia:

—Un poco borracho, ya lo sé. Supongo que es lícito, entre amigos.

Estaba a punto de volverse de nuevo, pero John la detuvo cogiéndola de la muñeca.

—No es lo que parece.

—¿Ése es el título de una canción?

—Hablo en serio, Joan. Me gustaría que no lo animaras a quedarse. Te lo explicaré después.

Esta petición la irritó.

—Mira, soy yo la que ha estado metida en casa todo el día. ¡Me viene bien tener compañía, créeme!

—No está borracho —dijo John—. Está loco.

—Llevo horas hablando con ese hombre —replicó Joan—. No tiene nada de malo. Quiere ayudarnos. ¿Eso es estar loco? ¿Acaso eres tú el que está borracho? —Lo miró detenidamente un instante—. No me digas que estás celoso. ¿Es eso? ¿Crees que estuvo pasando algo mientras estuvimos aquí solos? —Joan estaba disfrutando con todo aquello.

—No —contestó John sin encontrarle la gracia—. Por supuesto que no. Por favor, Joanie, no estoy de broma. Es un tipo peligroso. —No había querido llegar tan lejos, pero ella se estaba riendo de él.

—Es otra de esas bromas que has empezado a gastar hoy, ¿verdad? ¿Eso es lo que hace una venta? —Se dio la vuelta con regocijo y abrió el compartimento del congelador—. Queda bastante helado. Aunque lo que se me olvidó fue sacarlo antes para que se ablandara un poco. ¿Quieres alcanzarme esos platos de cristal? —Actuaba como si John no hubiera dicho ni una sola palabra.

Incrédulo, preguntó:

—¿Crees que diría algo así y lo dejaría estar?

Joan hizo un gesto con el recipiente de cuatro litros de helado de fresa, un sabor que no les gustaba demasiado a ninguno de los dos, pero Melanie no quería probar ningún otro.

—No me pidas que explique tu comportamiento de hoy. Es nuevo para mí. Pero si con él consigues seguir vendiendo casas, no lo criticaré.

John estaba a punto de hablar cuando Richie apareció con el resto de los platos de la cena, incluyendo el que contenía los guisantes y las zanahorias intactos. Los depositó en la parte despejada de la encimera que tenía más cerca.

—¿Puedo llevarme algo?

—Vamos, Randy —le reprochó Joan afablemente—. Tú ve a sentarte y deja que te sirvamos.

Richie miró a su alrededor con expresión radiante.

—Me encantan las cocinas. Son el corazón de una casa.

John encontró los platos de cristal en una parte de los armarios que rara vez se abría y se los entregó a Joan. Entonces, valiéndose de su cuerpo más ancho, prácticamente obligó a Richie a salir de la cocina sin tocarlo ni hablar con él. De vuelta en el comedor, le dijo en voz baja:

—Quiero que te vayas después del postre.

El rápido y sumiso asentimiento de Richie le sorprendió.

—De acuerdo.

John decidió no forzar las cosas preguntando si lo decía en serio o no. Eso sería un síntoma de debilidad, y de repente él se sentía fuerte. Había defendido su hogar empleando tan sólo armas morales. Había tenido que aguantar muchísimo todo el día, pero había hecho frente a la prueba. Tomó asiento y cerró brevemente los ojos.

Richie dijo:

—Ni siquiera has visto a los niños desde que llegaste a casa. No dejas de preguntar por ellos, pero no has entrado a echarles un vistazo.

El triunfo fue efímero. Era absurdo que un hombre como aquél pudiera poner a John a la defensiva.

—Maldito seas —le dijo—. Primero tengo que librarme de ti, ¿no?

Richie bajó la mirada.

—¿Me odias más de lo que los quieres a ellos? Eso no es propio de ti, John. De verdad que no. —Sin embargo, al momento siguiente volvió a mostrarse radiante, pues Joan había traído tres cuencos pequeños de cristal con helado y un plato con las galletas de avena y las pasas favoritas de Melanie.

—El café estará listo en un par de minutos —dijo ella, y después de servir a los hombres, se sentó en su extremo de la mesa.

Richie no había dejado de emitir murmullos de placer desde que había visto el helado, y cuando se dio cuenta de que era de fresa, exclamó:

—¡Mi favorito! ¿Cómo lo sabías?

—Ya te lo dije, es la comida que había disponible —sonrió—. Pero el hecho de que lo hubiera sabido de antemano no hubiese cambiado mucho las cosas. John puede decirte que no soy muy buena cocinera. ¡Él es mejor que yo! Cocina tres o cuatro veces a la semana.

Richie adoptó una expresión ceñuda que se desvaneció al instante.

—Haces bien. Quizá deberías ser tú la que vendiera los inmuebles.

—Y dejar que John se quedara en casa con los pequeños demonios. ¡Ya me gustaría! —incluyó a John en su risa gutural.

—Cuéntale a Richie de quién es la idea de que te quedes en casa —terció John, nuevamente a la defensiva y despreciándose por ello.

—Más bien tuya, ¿no es cierto? —Joan volvió a reírse.

—El motivo principal por el que vendo inmuebles es porque puedo estar cerca de casa —explicó John—. Viviendo aquí, la alternativa sería desplazarme diariamente a la ciudad, lo que supondría una jornada de diez horas.

—Si te ganas bien la vida, puedes permitirte un buen servicio de guardería —afirmó Richie en tono solemne al tiempo que grababa dibujos con el borde de la cuchara en la superficie lisa del helado todavía intacto. Hizo que su voz sonara marcadamente compasiva al dirigirse a Joan—. Digo buen servicio porque hoy en día hay muchos lugares de los que no puedes fiarte.

Joan coincidió moviendo la barbilla enérgicamente.

—¡Pero no es tan sólo una cuestión de dinero! Aquí en la ciudad hubo una guardería en la que los niños sufrieron una intoxicación alimentaria por la leche agria que utilizaban para el cacao, y ese lugar era el más caro de esta parte del estado.

—Hay muchas guarderías que están dirigidas por pervertidos —afirmó Richie, haciendo gestos con su cubierto—. Pero claro, ¿dónde no hay pervertidos hoy en día? No hay duda de que en la ciudad eso es así. Esperaba que tal vez fuera distinto por aquí.

—¡Ni mucho menos! —exclamó Joan con escepticismo. Pero se refrenó y entonces le preguntó a John en tono de guasa—. ¡Oye! ¿Tienes ya el cheque de Randy? Podría ser que quisiera cambiar de opinión.

—Él y yo hemos cerrado nuestro trato —declaró John sin alterarse—. Ahora ya es demasiado tarde para cambiarlo.

Richie se rió de él, pero habló con Joan:

—Es todo un negociador. Puede convencer a los pájaros para que abandonen los árboles.

—Ya te dije que era un buen vendedor.

Ambos miraban sonrientes a John, otra vez asociados para hablar de él. John echaba muchísimo de menos a Sharon. Había sido enemiga de Richie desde el principio. Él necesitaba una compañera con esa clase de valía. Sencillamente no podía hacer lo que se tenía que hacer sin ayuda.

Oyó un llanto distante. Reaccionó más rápido que Joan, a quien oyó decir mientras él salía corriendo de la habitación:

—Melanie sigue siendo la más ruidosa por las noches. ¡No el bebé!

Era cierto. Melanie tenía frecuentes sobresaltos por la noche, en tanto que, para ser tan sólo un bebé, el pequeño Phil era desacostumbradamente plácido en cuanto se apagaban las luces. A Melanie le daba miedo la oscuridad, pero no podía conciliar el sueño si había aunque fuera la más leve luz de una lamparilla. Su padre, que también había tenido el sueño inestable toda su vida, era quien se mostraba más comprensivo de los dos: en una ocasión, Joanie había seguido durmiendo durante un temblor sísmico que tuvo lugar a primera hora de la mañana y que hizo que un vaso del baño se cayera y se rompiera.

Fuera cual fuera la posición de la puerta del cuarto de los niños, tanto si estaba abierta de par en par, cerrada o sólo entornada, Melanie no tardaba en exigir un cambio. En aquel momento le faltaban unos cinco centímetros para estar cerrada del todo. John tuvo que abrirla de modo que entrara luz suficiente del aplique del pasillo para poder ver. Su hija estaba incorporada en la cama. Él abrazó su cuerpecito, con los delicados surcos de su espina dorsal, notando su cabello en el cuello. Era el momento más íntimo que había tenido con nadie en todo el día, salvo por el repugnante partido de lucha libre con Richie.

Al cabo de un momento se dio cuenta de que, aunque tenía los ojos completamente abiertos, lo más probable era que la niña hubiera estado dormida desde el principio y no fuera consciente de quién era él. John le bajó la cabeza hasta la almohada y la tapó con la manta.

La cuna de Phil estaba en el rincón más oscuro, donde la puerta en ángulo cortaba el paso a gran parte de la luz reflejada del pasillo. John apenas podía verlo, de modo que lo palpó con mucho cuidado. Allí había un bebé, en efecto: encontró una mano diminuta y oyó un débil suspiro. Si encendía la luz, alguno de los dos podría despertarse. Además, Joanie acababa de regresar de comprobar que los dos pequeños estaban bien. Lo único que tenía que hacer era librarse de Richie, y en su mundo todo volvería a la normalidad. En cuanto Melanie hubiera crecido sin ningún percance, podría bromear con ella sobre haber subido de forma voluntaria al regazo de un asesino cuando tenía tres años.

Pero de pronto se sintió superfluo junto a las camas de sus propios hijos. Sintió el impulso de huir de ellos, de Joanie, de todas las responsabilidades. Cuando entró en el salón, aquella idea retorcida lo obsesionaba tanto que, para demostrar que era inmune a ella, abrió la puerta sin hacer ruido y se escabulló fuera. La carrocería plateada del coche era muy visible bajo la luz de la farola. John no vio nada más.

El coche estaba abierto, por supuesto. A Richie no le hacía falta tomar medidas de seguridad: si alguien se llevaba el vehículo, él sólo perdería algo que nunca le había pertenecido y simplemente podía robar otro. Si alguien lo ofendía, mataba al ofensor. Su libertad de acción no estaba sujeta a condiciones.

John subió al asiento del conductor, pero no cerró la puerta. Se quedó allí sentado, mirando el edificio que en aquellos momentos su esposa e hijos compartían con un maníaco homicida, cosa que en realidad habían estado haciendo con impunidad durante al menos una hora antes de que el cabeza de familia llegara a casa. Richie era inofensivo cuando estaba en aquel lugar. Mantenerlo allí era proteger al resto del mundo.

Richie había dejado la llave en el contacto. John la hizo girar lo suficiente para conectar el sistema eléctrico —se hicieron visibles unos números en un reloj digital del salpicadero—, pero no tanto como para poner el motor en marcha. Tocó el pomo del cambio de marchas. Desgraciadamente, era un sistema manual de cinco velocidades. Él sólo tenía permiso para conducir vehículos con cambio automático. No sabía cómo manejar un verdadero cambio de marchas como era debido; desde luego no recordaba las lecciones de su padre cuando tenía catorce años: se suponía que tenías que hacer algo con el pie izquierdo y el embrague. Lo más probable es que no hubiera podido marcharse en aquel coche, aunque hubiera querido. Pero su única obligación era cuidar de su familia, y ellos no tenían ningún problema. Mediante un arrebato de orgullo simulado rechazó toda sensación de alivio por no ser propia de él. El hecho de no ser un héroe no era vergonzoso, pero obtener satisfacción tal y como estaban las cosas sí lo sería.

Por si cambiaba de opinión posteriormente, se metió la llave en el bolsillo antes de salir del coche y cerrar la puerta presionándola sin hacer ruido.

Cuando llegó al comedor, Joanie dijo:

—¿Va todo bien? Creíamos que te habías ido de la ciudad. —Era un comentario jocoso.

Pero Richie preguntó, como si hablara en serio:

—¿Qué tal tiempo hace ahí fuera?

De modo que, a pesar de todo el cuidado que había tenido con las puertas, tanto al ir como al venir, él se había dado cuenta.

—Sólo tomé un poco de aire fresco. Hace una noche magnífica. ¿Vas a volver a la ciudad en coche?

—¡Oh! —exclamó Joan con consternación—. Si tuviéramos un cuarto de invitados… Esta casa es pequeña.

John se lo tomó como un ataque personal.

—¿Acaso no fuiste tú la que quiso venir a este lugar en un principio?

—¡Y también soy la que hace al menos un año que quiere mudarse!

Richie se estaba inquietando cada vez más.

—Por favor —intervino, alzando las manos—. No hay nada malo en esa diferencia de opiniones.

—Bueno, tal vez hay algo —dijo Joan—. La idea, en la que yo creía que estábamos de acuerdo, era que se suponía que no nos quedaríamos aquí el resto de nuestras vidas.

—Por Dios —repuso John—, sólo hace tres años más o menos que vivimos aquí. Estabas embarazada de Melanie. —Sin pensarlo miró a Richie como si esperara confirmación, tal como uno hace cuando discute en presencia de una tercera persona, pero entonces se acordó de quién era ese hombre y reprimió lo que iba a decir. Richie estaba mirando con el ceño fruncido el cuenco de helado derretido que tenía frente a él.

—La idea era —continuó diciendo Joan— que no podíamos perder comprando esta casa. Los precios no dejaban de subir. Tú eras la autoridad en propiedad inmobiliaria. —Entonces fue ella la que buscó el apoyo moral de Richie, dirigiéndole una sonrisa de satisfacción—. Él solo terminó convenciéndose.

—La crisis no durará —explicó John—. Sólo es temporal. Todo el mundo lo sabe. El precio de las casas sólo puede subir: es algo que siempre acaba ocurriendo.

Richie movió violentamente la cabeza en señal de negación.

—¡Eso no es así!

—¡Desde luego que no! —dijo Joan. ¿Se había emborrachado con tan poco vino? John se dio cuenta de que la copa de ella estaba ahora vacía.

—En cualquier caso —argumentó John—, ¿sería éste un buen momento para mudarse? ¿Con un bebé?

—De todas formas, eso es una excusa —afirmó Joan.

En ese momento John se percató de que Richie estaba temblando, pero parecía más importante aplicarse a sus propias necesidades. Nada podía ser más injusto que la implicación general de Joanie, quien anteriormente nunca había sido tan osada como para expresarla, ni siquiera delante de Renee, aunque tal vez sí lo hiciera en privado con esa zorra malvada que siempre lo había despreciado. Pero aquello era mucho peor, aunque ella no tuviera forma de saber lo que era Richie.

—Te equivocas —dijo, y entonces cayó en el patetismo—. Lo he hecho lo mejor que he podido.

Richie golpeó la mesa con el puño, que por muy poco no alcanzó el cuenco de cristal que tenía frente a él, pero que sí lo hizo saltar, además de hacer que todos los cubiertos traquetearan.

—¿Cómo hemos llegado a esto? —Evitó mirarlos a los dos.

—Buena pregunta —dijo Joan con ironía.

Entonces John se dio cuenta con retraso de que ella había estado bromeando en gran medida, expresando su punto de vista, pero sin estar enojada, cosa que en realidad era el estilo que con frecuencia tenía con él. De haber sido un día distinto, él no hubiese estado tan susceptible.

—De acuerdo —dijo—, pues me esforzaré más.

Ella se levantó de la silla, se alisó el vestido a la altura de las caderas y dijo con ironía vivaz:

—¡Me alegro de que lo hayamos solucionado! Iré a por el café. —Y se fue a la cocina.

Richie tenía los dientes apretados.

—Esto no va a funcionar, John. Sólo me estoy conteniendo por mi amistad contigo, pero ella no te está haciendo ningún bien. Es tu enemigo.

Por un instante, ensimismado, John no entendió qué quería decir.

Richie se lo aclaró:

—Esta esposa tuya.

John se levantó de un salto y le lanzó un puñetazo en la cara. En el último momento, con sus reflejos de animal, Richie esquivó el golpe. John había arremetido con tanta fuerza que, al no darle a su objetivo, perdió el equilibrio y se hubiera caído… de no ser porque el otro lo estabilizó con mano rápida.

—No es más que la verdad —dijo con calma—. Un tipo como tú podría ir a cualquier parte y hacer cualquier cosa. Te conozco más de lo que te conoces a ti mismo. Puedes pensar que quieres estar limitado, pero en el fondo de todo no puedes aceptarlo.

John se quedó allí tratando de recuperar el aliento. De vez en cuando se había dicho lo mismo, pero lo consideraba un ejercicio de la imaginación y por lo tanto permisible, al igual que sus modestas fantasías sexuales, como pensar en Renee cuando hacía el amor con Joanie. La atracción que sentía por Sharon era más bien una idea moral que un impulso sexual y tenía que ver con que la joven hubiera hecho frente a Richie y, en un sentido personal, lo hubiera derrotado, puesto que había escapado a su control… Pero, claro, ella sólo tenía que salvarse a sí misma.

—¿Quieres la pistola? —preguntó Richie—. La verdad es que deberías hacerlo tú mismo. Te diré por qué: me echarías a mí la culpa la primera vez que algo saliera mal.

—¿Y entonces qué? —preguntó John. El escalofrío que le produjo aquello le había congelado las emociones, y fue capaz de seguir como si estuviera sereno.

Richie sonrió.

—Yo sé cosas sobre la libertad. No han dejado de encerrarme durante toda mi vida.

—¿Tú y yo nos marcharíamos para siempre?

—No soy marica, John. Puedes tener todas las chicas que quieras. Yo mismo he practicado toda clase de sexo, y no me importa mucho nada de todo eso. No me gusta que nadie, sea hombre o mujer, tenga ese tipo de influencia sobre mí. —Habló aún con más rapidez, como si estuviera excitado, aunque seguía haciéndolo en voz baja.

Pero Joanie regresaría en cualquier momento. John tenía que llegar a alguna resolución: al final se había agotado el tiempo.

—¿Y los niños?

—Las casas de acogida es otra de las cosas en las que soy una autoridad —repuso Richie—. No se las deseo a ningún niño. Algo que nadie debería ser en este mundo es ser pequeño e indefenso.

—Me estás diciendo que…

Richie lo interrumpió:

—¡No digas eso, John! Yo no te estoy diciendo nada. Sólo conseguiría que te enojaras conmigo. Saltas con todo lo que digo. He aprendido la lección. —Sonrió afectuosamente—. Y sin embargo aquí estamos, seguimos siendo un equipo. Debemos de tener alguna conexión.

John ya estaba más allá de la ira, que le había fallado durante todo el día.

—Tienes razón. Estoy pensando. —Pero si sus pensamientos eran útiles o no, eso era otro asunto. Sharon dijo que tenía una pistola y que «rezaba» para que Richie apareciera por su casa. Tras haberla visto en acción, John sabía que dicho sentimiento no era bravuconería. Pero ¿cómo demonios podría justificar el hecho de atormentarla otra vez con Richie?

Luego estaba la policía, a quien por supuesto no podía traer a la casa sin molestar a Joan y a los niños: eso siempre había estado descartado. Pero ¿y si se marchaba con Richie en el coche, insistía en conducir y se dirigía al cuartel de la policía? ¿Richie se quedaría allí sentado pasivamente mientras él corría adentro para ir a buscar a Lang? Tendría que ser Lang, porque explicarle la situación a un agente nuevo no resultaría sencillo: ahora ya había tenido experiencia con los policías, que eran mucho más complejos de lo que había supuesto, sin duda necesariamente, puesto que el mundo de ellos era un mundo de Richies y maridos camellos de Sharon, homicidas y locos, mutiladores y maníacos sexuales.

El café estaba tardando demasiado. De pronto John se preocupó por el bienestar de Joanie en aquel momento y, a pesar de Richie, dejó la habitación. Debía de tratarse de falsa culpabilidad, puesto que supuestamente, y en beneficio de Richie, estaba pensando en matarla. Si eso era falso, entonces la culpabilidad tenía que serlo también. No obstante, se sentía horrible, y cuando llegó a la cocina y la vio allí, de pie junto a la encimera, lidiando con la máquina de café, fue como si hubieran retirado una gran amenaza…, lo cual era una sensación irracional, dado que Richie seguía estando vivo.

—¿La cafetera está fallando otra vez?

Ella sacudió la cabeza.

—¿Hay algo que funcione aquí?

—Tú.

Se volvió y repuso con ternura:

—Tú también. No lo decía en serio.

John quiso abrazarla, pero no podía permitirse hacerlo en ese punto: podría ser que no encontrara fuerzas para soltarla.

—Probablemente falle algún contacto. Ya le echaré un vistazo más tarde. De todos modos, no puede quedarse a tomar café.

—¿Randy? ¿En serio? Vaya, qué lástima.

Pero su decepción parecía poco entusiasta. ¿Es que ya no estaba cautivada por aquel hombre? Quizás empezaba a tener sus dudas finalmente.

Pero al seguir hablando demostró lo contrario:

—De todas formas lo veremos mucho más a menudo si se muda aquí. Supongo que no queremos agotarlo la primera vez. —Antes de que John pudiera contenerla, salió como si nada al comedor, donde, cuando él los alcanzó, estaba instando a Richie a que la llamara para cualquier ayuda que pudiera necesitar con su próxima mudanza.

Él, mientras tanto, miraba a John con una expresión ceñuda que resultaba inquietante.

John se apresuró a decir:

—Le he dicho que ahora tenías que marcharte. —Se volvió a mirar a Joan—. Pero lo que no dije es que yo también tengo que irme. Metí la pata en el contrato de compra y aquí en casa no tengo ningún otro formulario. Vamos a pasar un momento por la oficina. —Para lo cual tenía una llave que guardaba para ocasiones como aquélla en las que se veía obligado a utilizarla fuera de horas, cosa que era muy frecuente. La historia era plausible.

Pero Joanie aún no había terminado con su invitado.

—¡No es que vaya a hacer de casamentera! Pero si te apeteciera conocer a alguien…

John también fue tenaz.

—Déjalo todo hasta que vuelva. Ya limpiaré yo.

Por primera vez en todo el día era Richie, y no él, quien estaba confuso, y preguntó:

—¿Adónde vamos?

—Ya te lo dije —contestó John—. A las oficinas de Tesmir Realty. Seguramente las jefas ya se habrán ido a estas horas, pero, si no, deberías conocerlas. Son dos mujeres, dos mujeres muy agradables.

Condujo a Richie hacia la puerta y Joan fue tras ellos. Antes de salir, John sólo dijo:

—Hasta luego. —No podía perder ni un momento y no había nada más que decir que no supusiera una distracción.

Joan insistió:

—Si vais a ir en el coche de Randy, luego a la vuelta él podría pasar a tomar algo antes de irse a dormir.

Se estaba empeñando hasta el final en ser la compañera perfecta. Si Richie hubiera sido un comprador legítimo, la actuación de Joan habría sido impecable. La pena era que John nunca había tenido un cliente tan deseable como parecía que lo era Richie. Nunca había traído a ningún cliente a su casa. En su profesión había una falta de equilibrio moral. Podía ser que los clientes vivieran toda la vida en una casa que él les había vendido, y que los sucedieran futuras generaciones de su propia sangre, pero que nunca vieran, ni conocieran siquiera, el lugar en el que vivía el agente. Ni que les importara. ¿Por qué debería importarles? No eran Richies.

Richie continuó mostrándose pasivo cuando llegaron al coche y John le devolvió la llave del contacto. Pero una vez al volante, preguntó:

—¿Te importaría explicarme de qué va todo esto?

El interior del vehículo recibía la tenue iluminación del pequeño farol de la puerta principal de la casa (que Joanie había encendido amablemente) y también de la farola de la acera a través de la ventanilla trasera, pero hasta que los ojos de John no se habituaron, Richie siguió siendo una silueta.

—Tuve que buscar una excusa para salir de ahí.

Richie estaba meneando la cabeza.

—Lamento tener que decir esto, John, pero no pareces tener nada que te funcione.

—Así es.

—¿Y te jactas de ello?

—Lo admito, que es distinto.

—¿Dónde está tu orgullo, hombre?

—Arranca el coche —dijo John—. Vámonos.

Richie obedeció a regañadientes. Mientras daba marcha atrás para salir a la calle, comentó:

—Estás dejando cabos sueltos.

—¿Quieres decir que debería matarlos a todos? —John se maravilló al oír la facilidad con la que había formulado la pregunta.

—No soy yo quien tiene que decirlo, ¿no?

—¿Por qué eres tan evasivo? Si eres capaz de hacer algo así, que lo eres, ¿por qué no puedes hablar de ello?

—Vamos, John —se quejó Richie—. No hay ninguna relación. —Cuando alcanzó la calle, hizo girar el coche sin esfuerzo, utilizando sólo una muñeca, y se situó en dirección opuesta a la que había tomado por la mañana—. Hay cosas que haces y cosas que dices, y no son lo mismo; todo el mundo lo sabe. Me sorprendes. Creía que eras tú el que siempre hablaba con sentido común.

—Pues no soy yo —repuso John, y no estaba siendo falso—. Hoy lo he demostrado. Me pillaste por sorpresa. En ningún momento sabía lo que estaba haciendo, y eso es una pesadilla para alguien como yo. Preferiría morir antes que volver a pasar por eso. Llegué a perder absolutamente la confianza en mí mismo.

—¿Y me culpas a mí?

La pregunta de Richie tenía poco peso moral, pero John respondió como si lo tuviera:

—Puede que culpar no sea la palabra adecuada. Podríamos decir que me diste una oportunidad. Lo que hice con ella dependía de mí, en cuyo caso no mereces ni el mérito ni la culpa.

—No entiendo nada —dijo Richie—. Parece que te estás preocupando por cosas que no importan. Creía que tu familia y tu hogar te preocupaban de verdad, pero supongo que no es así. Tú te preocupas por ti mismo, por cómo te sientes en todo momento, por si vives de acuerdo con cierta idea de ti mismo, por si estás recorriendo tu propio camino. Si ésa es la clase de hombre que eres en realidad, entonces puede que no seas mejor que yo, y yo no soy nada.

Antes John se hubiera quedado desolado al oír aquello, pero entonces no se sintió en absoluto desconcertado.

—Tienes razón, y al mismo tiempo te equivocas. Tienes razón sobre mí. Pero tal vez aún pueda sacar algo en claro de mí. Te equivocas sobre ti mismo: no es cierto que no seas nada. ¡Has causado mucho daño! No eres una nulidad. Has demostrado que existes.

Richie soltó un silbido.

—¿Para esto me has traído aquí, John? Eso podría habértelo dicho yo. No es necesario meter a Dios en ello.

—¿Dios? ¿Quién ha mencionado a Dios?

—Ya sabes a qué me refiero. Cuando hablas de ese modo, adonde intentas llegar en realidad es a la religión, ¿no es verdad?

—¿Tú crees en Dios?

Richie resopló.

—Lo que es seguro es que yo no me hice a mí mismo. Eso es fundamental. Puedes deducirlo a partir de ahí.

—Quieres decir que no se te puede hacer responsable de lo que hagas. —No era una pregunta. Tampoco era un motivo de preocupación.

Se estaban acercando a las calles de la zona de DeForest Park, donde vivían los ricos. Era probable que al policía del coche camuflado lo hubieran retirado de la vigilancia: no había ni rastro de él. Mejor así. Hubiera tardado demasiado tiempo en dar una explicación. No disponía de más tiempo.

Richie iba asintiendo con la cabeza a lo que veía por el parabrisas.

—Bonito vecindario. ¿Me traes aquí para venderme una de estas casas?

—Sí —respondió John, aliviado por un momento de ironía—. ¿Qué tal esa de ahí? —Señaló una imponente mansión blanca a la que el término «colonial», del que habían abusado mucho los agentes inmobiliarios (quienes lo utilizaban para casi todo lo que no podía llamarse «contemporáneo»), podía aplicarse legítimamente. Como profesional, sabía quiénes eran los propietarios de cada una de aquellas casas, aunque cuando Tesmir vendía una propiedad allí arriba, era una de las socias la que se encargaba de la operación y de la comisión de seis cifras. John no había tardado mucho en comprender que para llegar a tener éxito debía ser dueño de su propia agencia. Pero a medida que fueron transcurriendo los meses, y después los años, cada vez parecía menos probable que eso ocurriera. No obstante, tampoco estuvo dispuesto a aceptar un trabajo con una rutina habitual y un salario fijo. El hecho de decirse que tal vez fuera un caso perdido se había convertido en algo casi agradable, como quien confesara estar demasiado gordo mientras acariciaba su enorme barriga con suficiencia. Eso tenía que cambiar.

Richie acercó el coche al bordillo y se detuvo.

—¿Por cuánto sale algo como esto?

—Posiblemente intentarían sacar un millón cuatrocientos, o tal vez un millón quinientos. Son veinte mil metros cuadrados, y hay una casita de invitados con tres dormitorios en la parte de atrás, y por supuesto una piscina grande, y jardines. Aquí no es un precio exorbitante, pero en el mercado actual quizá podría salir por un millón doscientos o incluso menos. Pero eso es una hipótesis, claro. No está en venta. Es la casa de J. William Osgood. Es director general de…

—¿Crees que estará en casa? —Richie aceleró el motor y, antes de que John pudiera responder, añadió—: ¿Ves? Ésa es la clase de casa que deberías tener, John.

—Me conformaría con la comisión de su venta.

—¿Por qué tiene que tenerla él y tú no? —preguntó Richie—. Lo único que necesitas es un respiro, y así recuperarías la confianza en ti mismo. Me doy cuenta. Estás preparado, sólo esperas la oportunidad para demostrar lo que vales.

—Claro —dijo John—. Ahí tienes razón. Puede que hasta gane la lotería.

Richie respondió en tono grave:

—No esperes que eso ocurra porque no ocurrirá. Es demasiado impersonal; no es tu estilo.

De pronto John se puso nervioso por estar allí parados junto al bordillo. No solamente la policía municipal proporcionaba protección adicional a la zona, sino que además la Asociación de DeForest Park empleaba su propio servicio de seguridad. Cualquiera que fuera a pie por la calle después de anochecer o un automóvil aparcado sin identificar a cualquier hora del día no tardarían en encontrarse con una u otra patrulla. Cabía esperar que Richie disparara sin previo aviso.

—Vámonos.

Richie se rió.

—Entremos ahí y pillémoslo.

A John ya no le quedaban emociones para esas cosas, por horripilantes que le hubieran parecido anteriormente.

—¿Acaso crees que puedes entrar en casa de alguien así sin más? Hay cámaras de vigilancia, alarmas, tal vez un perro grande, y hasta es posible que el vecindario cuente con su propia policía privada.

—Pero podemos intentarlo, caray —replicó Richie—. Lo único que hace falta es una idea. Mira, puedo hacerme un corte en el brazo, mancharme la camisa de sangre, llamar al timbre y pedirles que avisen a una ambulancia, hablando por el interfono, sin intentar entrar siquiera. Luego sentarme en las escaleras, sangrando. Tumbarse ya sería demasiado. Tienes que contenerte un poco para que te crean. Incluso si te piden que entres, la primera vez debes declinar.

—No tendrías tiempo —señaló John—. Aquí las ambulancias acuden de inmediato. No es como en la ciudad.

Esta información amargó aún más a Richie.

—Tiene el mundo entero allí donde lo quiere. Pero no me impresiona.

—¿A caso conoces a Osgood?

—No —contestó Richie—. Pero me gustaría verle. Sólo una vez.

—¿Por qué?

—Lo detesto. Detesto su nombre. Detesto su casa. Detesto esta calle. Salgamos de aquí. —Pisó el acelerador y se pusieron en marcha con una sacudida—. ¿Adónde vamos ahora?

Buena pregunta. A algún lugar donde no hubiera inocentes que pudieran resultar dañados, pero eso supondría irse a otro planeta.

—Tuerce a la izquierda allí.

Al cabo de un rato Richie comentó:

—Dejamos atrás las zonas buenas.

—Ahora ya puedes tranquilizarte.

Richie rompió a reír.

—No estoy nervioso, John. Deberías verme cuando estoy alterado.

—¿Como esta tarde?

—¿Cuándo?

—Ya lo has olvidado, ¿verdad? ¿Recuerdas a mi familia?

—¿Bromeas? Acabamos de dejarlos. —Richie carraspeó—. Créeme, no quiero herir tus sentimientos, pero en ese aspecto también podrías mejorar.

—No digas nada más sobre ellos.

—Tienes razón —dijo Richie—. Te pido disculpas. Fue un fallo mío.

Se aproximaban a una calle principal.

—Gira ahí a la derecha —dijo John, indicando una calle secundaria que venía antes—. ¿Y qué me dices de los médicos de Barnes? No puedo creer que sean unos incompetentes.

—John, debes entender qué clase de persona se hace médico. Es alguien que lo hace sólo por una razón: para tener poder sobre la gente que ellos dicen que está enferma. —Movió la cabeza para asentir con solemnidad—. Y tienen el derecho de llamar enfermo a quien ellos quieren, igual que la policía puede arrestar a quien le dé la gana. Piénsalo. Lo que dicen que quieren hacer es ayudarte. Pero ¿quién se lo ha pedido? Nos fuerzan a estar allí.

En aquellos momentos iban por la carretera secundaria, que transcurría más o menos paralela a la principal, pero a una altura ligeramente más baja. Era un lugar de garajes y almacenes comerciales, casi todos a oscuras entonces. Se distinguía alguna luz de seguridad aquí y allá, pero las farolas eran poco frecuentes. A John ya se le había acostumbrado la vista a la oscuridad, y con la iluminación del salpicadero Richie parecía tan visible como si fuera de día.

—¿No sirve de nada la medicación?

—¡Ja! —exclamó Richie—. Te deja impotente. Eso es todo lo que se supone que tiene que hacer. —Miró de soslayo por la ventanilla—. ¿Por qué vamos por aquí? Es deprimente.

—Te están buscando. Podría ser que te reconocieran si vamos por la carretera principal.

Richie habló con ternura:

—Tú siempre cuidando de mí. Eres la única persona que conozco que no intenta echarle el anzuelo a alguien. Somos amigos para toda la vida. Quiero que lo sepas.

—Sí. Lo sé.

—Algunas veces discutimos, pero así son los hermanos.

—Es verdad —dijo John—. En realidad, es más bien eso lo que somos, más que sólo amigos: hermanos. —No estaba siendo del todo hipócrita. Para entonces Richie y él tenían una verdadera conexión. No podía negarse que habían intimado, como un carcelero y su prisionero, aunque en este caso resultaba difícil decir quién era quién, quién era el mayor delincuente para el otro. Quizás ambos jugaran los dos papeles simultáneamente, lo cual sería fraternal, en efecto. John era consciente de que nunca podría ajustar cuentas con ese hombre sin cometer un fratricidio.

—No me hubiera vuelto así de haber tenido un hermano como tú años atrás —comentó Richie—. Tú hubieras cuidado de mí.

—Yo te hubiera pateado el culo —replicó John, sin asomo de crueldad.

Richie se rió alegremente.

—¡Ya lo creo que sí!

—Yo soy hijo único —le explicó John—. Por eso quise tener otro hijo justo después del primero. —Acababa de recordarlo—. Joan tenía razón al decir que todo lo que hemos hecho ha sido idea mía, y que ella siempre ha estado de acuerdo, aplazando su propia carrera. Ella viene de una familia bastante numerosa. Yo no tengo a nadie. Mi padre murió hace cuatro años, y mi madre volvió a casarse y se mudó al Oeste. Fue un golpe duro para mí. Estaba más unido a ella que a mi padre. Ni siquiera ha visto aún a ninguno de mis hijos. —John estaba diciendo todas esas cosas por él mismo, para intentar sentirse humano por un momento.

—Ahora ya no tienes de qué preocuparte, hermano —dijo Richie—. Tus problemas son míos. Ya ninguno de los dos está solo contra el mundo.

—Eso es estupendo —repuso John—. Pero yo soy el hermano mayor, y yo decidiré cuándo quiero que me ayudes. Te metes en demasiados líos tú solo. —Extendió la mano—. Quiero tu pistola. Te la devolveré cuando haya un buen motivo.

Seguían circulando por la carretera de los almacenes y de pronto el asfalto se llenó de baches, el primero de los cuales hizo dar tal sacudida al coche que Richie redujo la velocidad.

—¿Puedes darme tu palabra? —le preguntó a John.

—¿Sobre qué?

—De que no lo lamentaré.

John resopló.

—Te gusta hacer daño. Podría ser que vieras a alguien a quien quisieras matar y lamentaras no tener el arma. ¿Es eso?

—Vamos, ya sabes a qué me refiero.

—Estoy dispuesto a prometer que no te entregaré a la policía. No veo qué sentido podría tener que volvieras a Barnes, o a cualquier otra prisión, por supuesto.

Richie se rió.

—¡Amén, hermano! He terminado con todo eso. Pero ése es exactamente el motivo por el que tengo que conservar la pistola. Puedes entenderlo.

—¿No te dije que te la devolvería cuando de verdad necesitaras defenderte?

Richie miró por la ventanilla.

—¡Dios mío, qué sed que tengo! Acerquémonos hasta allí a comprar un envase de seis cervezas.

Se refería a un colmado que se veía al mirar entre un oscurecido edificio comercial y un aparcamiento lleno de autobuses escolares, a cierta distancia del otro lado de la carretera. Parecía brillar más aún al ser la única fuente de iluminación del lugar, salvo por una gasolinera de autoservicio, en aquel momento vacía de vehículos, situada a unos doscientos metros al oeste.

—De acuerdo —accedió John—. Pero seré yo quien entre a por la cerveza.

—Pero puede que vea alguna otra cosa que quiera —gimoteó Richie—. Me gusta echar un vistazo en estos sitios. No sabes lo que es estar encerrado durante un par de años sin poder comprar aperitivos salvo los de una máquina, y no siempre podías salir de la zona de la sala de estar. Podía ser que tuvieras restricciones. ¡Ten un poco de compasión, hermano!

Torció en el siguiente cruce, condujo en dirección a la carretera y aguardó sumisamente en el semáforo que había allí, aun cuando estuvo en rojo una eternidad y aun cuando durante ese tiempo sólo vieron un vehículo, una camioneta abollada que pasó por la calle principal. El propio John hubiera estado tentado, tras haber determinado que el lugar estuviera despejado de policía, de acabar saltándose el semáforo, o de girar a la derecha en rojo, lo cual no estaba permitido dentro de los límites de la ciudad, para luego efectuar un cambio de sentido rápido, furtivo e igualmente ilegal, pero sufría una inquietud en la cual todo se arrastraba a cámara lenta. En cambio, Richie parecía tener todo el tiempo del mundo.

El semáforo cambió por fin y condujo hacia el aparcamiento adyacente al colmado. Sólo había otros dos coches allí. Al menos uno de ellos debía de pertenecer a la persona que estuviera trabajando en el local a esas horas. Los negocios como aquél tenían fama de ser atractivos para los delincuentes, estando abiertos como estaban a todas horas, y con frecuencia, como era el caso de aquél, en una zona que por la noche quedaba alejada de todo ser humano, menos de las personas que podían detenerse para comprar el desayuno del día siguiente o un tentempié nocturno. Los empleados debían de preocuparse con cada nuevo recién llegado. ¡Menudo trabajo! De manera instintiva, John consideraba este tipo de cuestiones desde la perspectiva de un empleado y no de la de quienquiera que sacaba beneficios de la franquicia, menos aún de la empresa absentista propietaria de la licencia. Le resultaba muy fácil verse a sí mismo detrás del mostrador cuando entrara algún que otro Richie. El joven delincuente era incapaz de esa clase de ejercicio de imaginación. Él respondía sólo a sus propios impulsos. La iniciativa siempre era suya. El resto del mundo debía esperar para lo que él decidiera hacer y, por lo tanto, siempre y cuando viviera, nadie podría estar protegido de él.

Richie aparcó el coche a una distancia considerable de los otros dos vehículos y abrió la puerta sin apagar el motor.

John alargó la mano e hizo girar la llave en el contacto. El motor no hacía un ruido muy fuerte, pero el silencio absoluto resultó sorprendente.

Richie se quedó en el asiento.

—¿Por qué has hecho eso?

—No vas a escaparte corriendo, si es eso lo que tenías en mente.

—No estaba pensando en eso —replicó—. Ni siquiera estaba pensando.

—Es lo que hace la gente cuando salen de un coche: apagan el motor. —John le tendió la mano—. Dame la pistola.

—No puedo hacerlo, hermano. Sencillamente no puedo. No me pidas eso.

—Entonces quédate aquí sentado sin moverte. Yo iré a por la cerveza. —John había formulado un nuevo plan porque el anterior (quitarle la pistola a Richie y matarlo con ella) se había revelado lastimosamente impracticable para un agente inmobiliario, padre de dos hijos pequeños, y esposo de una mujer que era superior a él en cuanto a fortaleza moral. Estando Richie solo en el coche, a esa hora en un aparcamiento casi desierto, no podía haber objeciones a un ataque total por parte de la policía. Le pediría al empleado de la tienda que los llamara y, junto con él y cualesquiera otros clientes que hubiese por allí, se refugiaría en una oficina o almacén cerrados con llave hasta que llegaran. Seguro que habría un tiroteo, durante el cual bien podría ser que mataran a Richie. Claro que, si no resultaba muerto en el acto, lo curarían y acabarían enviándolo de vuelta al psiquiátrico Barnes. Pero era el mejor plan que John pudo idear. No era un profesional en ese tipo de cosas, y estaba solo con el problema.

—No puedo quedarme aquí fuera —dijo Richie—. Me volveré loco. Vamos los dos, John. Deberíamos hacer las cosas juntos, así podemos defendernos el uno al otro si alguien intenta jodernos. —Salió del coche.

John no tuvo más alternativa que acompañarlo al interior del establecimiento. Junto a la caja registradora había un hombre negro, fornido y de unos cuarenta años, que sumaba la cuenta de varios artículos reunidos por un hombre blanco corpulento de cerca de treinta años: donuts empaquetados y un cartón de leche entre ellos. El empleado miró a los recién llegados y John lo saludó con la cabeza de manera ritualista y apartó rápidamente la mirada, no fuera que su miedo resultara evidente.

Richie se dirigió dando grandes zancadas al fondo de la tienda, donde a través de las puertas de cristal de la vitrina refrigerada podían verse montones de paquetes de seis cervezas e hileras de botellas de plástico rígido. John se detuvo a mitad del pasillo. Lo único que podía esperar era que salieran de allí sin ningún percance. Estaba claro que no disponía de tiempo para poner al corriente al empleado.

Richie regresó con dos paquetes de cerveza, uno debajo de cada brazo, de modo que le quedaban las dos manos libres.

—Coge lo que necesitemos, John. Frutos secos, nachos o lo que sea.

Echó un vistazo a su alrededor, como si considerara seriamente la petición.

El cliente gordo salió por la puerta. El empleado, con voz fuerte para que lo oyeran, les preguntó:

—¿Están buscando algo, caballeros?

—Nachos —respondió John enseguida.

—En el pasillo de al lado, a mano derecha.

—¿Nos hacen falta de verdad? —preguntó John a Richie—. Yo no tengo hambre. Pongámonos en marcha.

—Tú mandas —repuso el otro con brío, y pasó junto al empleado en dirección a la puerta.

John se detuvo frente al mostrador como si fuera a pagar la cuenta, aunque por supuesto no podría haberlo hecho, puesto que no llevaba dinero encima. El empleado vestía una camisa azul de manga corta con un pulcro corbatín. Con su cabello intensamente entrecano y su expresión serena, daba la impresión de que pudiera ser uno de los policías retirados que en ocasiones aceptaban empleos como aquél.

John dejó clara la situación llamando a Richie:

—Tú llevas el dinero.

—Vámonos —dijo Richie.

—No —replicó John—. Tenemos que pagar.

El otro apoyó la espalda contra la puerta y la empujó con la rabadilla para abrirla.

—A la mierda. ¿Has visto los precios que piden estos ladrones? Esto es un atraco.

—Tú, trae las cosas aquí, vamos —dijo el empleado con un calmado tono autoritario. John no lo había estado mirando a él, cosa que hizo entonces. El hombre sacó una pistola grande de detrás del mostrador.

Richie se detuvo donde estaba y sonrió de forma exagerada.

—Bueno, si vas a ponerte desagradable.

—Así es —repuso el empleado—. Voy a ponerme desagradable. Ya ha ocurrido demasiadas veces por aquí. —Incluyó a John en los gestos que hizo con el cañón del arma.

Richie volvió a acercarse al mostrador y depositó los paquetes de cervezas frente al empleado con cuidado, primero las de un lado y luego las del otro. En tanto que el segundo paquete, el que había llevado bajo el codo izquierdo, descendía hacia el mostrador, se echó la chaqueta hacia atrás y del lado derecho de la cintura del pantalón extrajo el revólver que le había quitado al agente Swanson. Disparó dos veces.

El cuerpo del empleado fornido dio una sacudida con cada bala que lo alcanzó, como si hubiera recibido un puñetazo. Las rodillas dejaron de sostenerlo y cayó al suelo.

—Ahí lo tienes, John —dijo Richie—. Ya viste lo que pasó. No fui yo quien desenfundó primero.

John notó que temblaba con tanta violencia que a duras penas podía mantener el equilibrio, aunque tal vez sólo fuera una ilusión creada por el terror, porque se fue detrás del mostrador de manera muy competente y se agachó para atender a la víctima.

El hombre estaba vivo. Permanecía allí quieto mientras la pechera de la camisa se le volvía roja. Aunque respiraba con dificultad, logró alzar los ojos inyectados en sangre y levantó el arma para apuntar a John. Pero resultó estar demasiado débil para dispararla. John tuvo que ejercer muy poca fuerza para quitarle la pistola. Era una automática; lista para disparar, o al menos eso esperaba, porque nunca había blandido ninguna, salvo en forma de juguete de plástico en su niñez, y no hubiera sabido qué hacer aparte de apretar el gatillo.

Se levantó por detrás del mostrador. Fue consciente de la tirita que llevaba en el pulgar y de la herida de debajo, la cual le escocía y probablemente hubiera empezado a sangrar de nuevo.

Richie sonrió de un modo encantador, con el arma al costado, la boca apuntando al suelo.

—Ahora ya tienes una pistola, John. ¿Qué diablos vas a hacer con ella?

John nunca volvió a mirar el rostro de Richie. Continuó apretando el gatillo después de que la pistola se hubiera vaciado; los disparos aún resonaban por los pasillos de comida colocada en estantes. Cuando terminó, intentó devolverle el arma al empleado caído, pues era de su propiedad, pero el hombre estaba inconsciente, aunque aún vivía. John supo que Richie estaba muerto sin mirarlo: habían tenido una conexión.

Encontró el teléfono y llamó al 911 para pedir una ambulancia. Luego se obligó a regresar y se quedó junto al empleado herido. El hecho de matar a Richie con verdadera sangre fría todavía no lo había horrorizado ni asqueado, pero supuso que ambas reacciones, y otras peores, podrían sobrevenirle cuando recuperara la conciencia de sí mismo. Tal vez no sobreviviera.

Pero cuando oyó la sirena de la ambulancia que se acercaba, se sintió lo bastante fuerte como para levantarse y esperar de pie.