CAPITULO III
MIENTRAS caminaba hacia su árbol, confusa, arrancando con la mente ausente un narciso sólo para dejar desparramados en pos de ella los pétalos e ignorar el impulso de dolor del tallo roto, pensaba: Tengo diecisiete años. Es hora de que visite el Árbol Sagrado. Es tiempo de que tenga un niño. Le pediré permiso a Volumna.
La mayoría de sus amigas ya habían visitado el Árbol, pero ella lo había ido dejando hasta ahora; de hecho, había ignorado las palabras de Volumna de que la tribu necesitaba muchachas que criar en lugar de chicos que abandonar. («Nuestro número se está reduciendo. Uno de estos días puede que nos veamos obligadas a tomar esposos como nuestras descastadas hermanas del norte. Preferiría que antes me partiera un rayo».)
Había hablado con algunas de sus amigas. No, no podían recordar lo que les había sucedido en el Árbol. Habían entrado por la puerta de roble y se habían tumbado entre las hojas caídas, se durmieron y soñaron. ¿Qué tipo de sueños? A veces oscuros y turbadores. El dios malo Silvano, que tenía forma de enano, llegaba hasta ellas en pesadillas que resultaban demasiado horribles como para recordarlas. A veces habían sido turbadoras pero no oscuras. «Miedo dorado», fue la frase que Segeta había utilizado para describir la primera visita que había recibido del dios. «Y cuando supe que estaba embarazada, olvidé el miedo y el oro me envolvió como las hojas de otoño.»
Melonia, sin embargo, había seguido esperando. Había disfrutado de sus amigas; había recogido setas con ellas en el bosque; sola, había cuidado de su huerto e hilado y cocinado y leído papiros. Si no iba a ser tan feliz como cuando había sido niña no deseaba la felicidad. La alegría de la tarea del momento; los recuerdos melancólicos pero no angustiados de la época en que su madre había compartido con ella el árbol; la firme negativa a pensar en el futuro: con eso había tenido suficiente hasta ahora.
Pero ya no resultaba bastante. El cambio que sentía la dejaba turbada y perpleja. Generalmente le gustaban los misterios. ¿La mayoría de los hombres eran malos o solamente rudos e ignorantes? ¿Por qué Rumina se había casado con el dios Rumino y sin embargo había prohibido a sus hermanas mortales que se casaran con ningún humano o habitante del Bosque maravilloso? Le gustaban los misterios pero no cuando recaían sobre ella. Le irritaba percibir en ella sentimientos inenarrables o realizar acciones que no resultaran características. Acababa de asesinar a un narciso. A diferencia de las rosas, que tiemblan cuando las hueles, los narcisos no eran flores particularmente sensibles. No obstante, había sentido su claro dolor sin remordimiento. Ayer hubiera dejado a la flor en su tallo. Ahora acababa de decidir visitar el Árbol sagrado. Ayer no hubiera sentido el impulso de dormir y arriesgarse a tener sueños turbadores para luego tener un hijo que resultara ser un chico.
Quizá el cambio tenía algo que ver con los extranjeros, Fénix y Halción.
Seguramente tenía algo que ver con ellos. Se debe a que son hombres, decidió, y me gustaron, y ahora sería horrible dar a luz un varón. Le pediría a Volumna que me dejara criarlo en mi árbol y concebiría la esperanza de que se pareciera a Halción y se comportara como él. Las dríadas del norte no abandonan a sus hijos varones. ¿Por qué tengo que hacerlo yo? Hablaré con Volumna.
Le habían gustado los dos extranjeros. Fénix le había recordado a Saltarín, era lo suficientemente guapo como para admirarlo y lo suficientemente terrenal como para desecharlo. Sí, terrenal, esa era la palabra, y la verdad es que ella se sentía muy a gusto con las cosas terrenales. Como le había pasado con Saltarín, la había mirado intensamente y parecía que deseaba un beso, pero no se había sentido irritada con él. (Los machos de todas las razas parecían poseer grandes cantidades de besos almacenados.)
En cuanto a su hermano, Halción, no era en absoluto como Saltarín o Fénix.
El pelo plateado: nieve en las ramas de un árbol. Pero el árbol era verde.
Había sentido una tristeza en él que era mucho más vieja de lo que indicaba su rostro juvenil, pero a veces aparecía en él también un brillo juvenil. Se sentía atraída hacia él de una manera que no podía entender. ¿Qué es lo que deseaba en realidad? Tocar su pelo. Tocar las mejillas de él con sus labios. Como una hija —salvo que él no parecía lo suficientemente viejo como para ser su padre—.
Como una hermana —salvo que él era un hombre y se dice que los hombres son unos brutos—. Pero a ella le parecía encantador. Sus sentimientos generalmente la deprimían como si fueran un frío aguacero de primavera o la alegraban como un fuego en el hogar o la quemaban como los carbones calientes de un brasero ardiendo, y no solía tener ninguna dificultad para saber lo que sentía en cada momento concreto. Pero ahora era como si la estuviera helando un aguacero y la calentara el fuego del hogar a la vez. Al menos no la abrasaban los carbones.
De repente, el bosque le pareció hostil. Sintió deseos de estar ya en su árbol.
Los leones eran raros; los pesados de los faunos eran frecuentes pero constituían más una molestia que un peligro. Quizá no fue el miedo lo que aceleró sus pasos, sino la soledad del lugar. Roble, mirto, olmo. Muchos matorrales, poca hierba. Sentía sus emanaciones como pequeñas bocanadas de un viento helado. No sentían disgusto por ella pero tampoco la acompañaban, ni siquiera en esta parte del bosque. Sintió deseos de ver las volutas de humo que salían de las casas de los centauros, pero su territorio estaba mucho más al norte. Sintió deseos de escuchar el canto de una dríada que se estuviera peinando el pelo, pero aquellos robles no estaban habitados ni invitaban a nadie a que los habitaran. Sintió deseos de estar con sus amigas, Saltarín o Bonus Eventus. Pero lo que más deseaba era llegar al Roble sagrado.
Allí estaba, por fin, apartado de los otros árboles, aunque un tanto separado del círculo de las dríadas, rodeado por la hierba y las margaritas y un huerto de lentejas y lechugas, allí se alzaba el roble que era su hogar. Lo llamaba «Ruiseñor» porque ése era el pájaro que más le gustaba, el pajarillo pardo que abría su pico y cantaba con un sonido más melodioso que el de una lira. El árbol era tan antiguo como el bosque, de una circunferencia tan grande como la de una cabaña pequeña. Su madre, su abuela, ¿desde cuándo había vivido en aquel árbol su familia? Desde la época en que Saturno había gobernado en la tierra y las mujeres tenían por costumbre casarse con los hombres en lugar de combatir contra ellos; antes de que aparecieran los leones; antes de que surgieran las guerras. Ella viviría hasta que el árbol muriera, a menos que le cayera un rayo encima como a su madre o la matara un león o una estrigia chupadora de sangre... o, como Volumna gustaba de advertir, un macho humano. Si ella moría, el árbol continuaría floreciendo mientras siguiera habitado —y amado— por un miembro de la familia de ella, si el árbol moría ella moriría también.
Abrió la puerta de madera, roja por el tinte de cochinilla, y entró en el tronco.
El árbol no era hueco como a veces suponían los extraños, estaba vivo, y para que siguiera viviendo debía tener la madera suficiente para que la savia fluyera de las raíces a las ramas. Pero era tan ancho que su primera antepasada había abierto una escalerilla estrecha, como si fuera un regato, que llevaba desde el tronco a las ramas y que contaba con peldaños de madera en las paredes. Los árboles grandes eran fuertes; no sentían ciertas cosas, o si las sentían las aceptaban, encantados de dejar espacio a la vida, a los niños para que pudieran habitar en ellos (¿cómo una dríada que hubiera dormido en el Roble Sagrado?)
Dentro de la puerta, una lámpara alimentada con aceite de oliva ardía constantemente en un nicho e iluminaba el camino, paso a paso, hasta la cabaña que descansaba sobre las ramas como si se tratara de un panal grande: una cabaña redonda de ramas de sauce que se inclinaban de arriba a abajo con una docena de ventanas redondas que podían ser cerradas con postigos en el invierno durante el Sueño blanco pero que se abría en primavera para dejar pasar las brisas susurrantes, las quejas de la hierba que se abría paso a través de la tierra y que finalmente exponía sus briznas al sol. En la habitación única, que estaba aromatizada fragantemente con bergamota y reseda y otras flores similares que podían ser arrancadas sin hacerles daño, había una cama de piel de león con un armazón de madera. Estaba hecha a mano. Había una caja de plata damasquinada para guardar las gemas —topacio, pórfido, ágata— que se había encontrado en los lechos secos de los ríos o entre las raíces y que había cambiado a los centauros por grano y verduras. Había tres mesas sacadas de un olmo muerto, con pequeños pies y aspecto bulboso que se asemejaban a setas enormes, una servía para las comidas, otra para colocar los trapos multicolores que ella transformaba en túnicas y capas, la última para sostener una margarita que crecía en una urna con aspecto de lirio. Finalmente había un estante con ranuras redondas para guardar sus queridos papiros. Griego, latín, egipcio... los rugientes centauros, aquellos incansables lingüistas, le habían enseñado las lenguas y dado los rollos escritos en las mismas desde los primeros orígenes del mundo.
Había comprendido a los hermanos cuando hablaban en dárdano, uno de los dialectos helenos, y Halción había dicho a Fénix: «Oigo algo entre los árboles.» (Le hubiera gustado decir: «Si quieres que no te entienda tendrás que hablar en asirio»). Se veía limitada en su deseo de viajar. Con un solo día que se separara de su árbol palidecía y empezaba a debilitarse; en cinco días seguramente se habría marchitado y muerto. Pero viajaba a través de sus rollos. Sabía de la caída de Troya a través del testimonio ocular de un escriba helénico; poseía una copia del Libro de los muertos egipcio; y su propio pueblo era famoso por sus endechas, recogidas en un rollo, acerca del invierno y de la muerte de las hojas y de la tristeza de haber dado a luz a un varón en vez de a una hembra; y por sus planes sobre el despertar del Sueño Blanco y correr descalzas sobre la hierba recién nacida para saludar a las amigas.
Pero no tenía ganas de leer poemas o historias o rollos de ningún tipo.
Se tumbó en la cama y sintió como si estuviera envuelta en hojas calentadas por el sol y empezó a soñar despierta. Un viento de cristal de roca pasaba suavemente entre las ramas que había en torno a la casa y llevaba su espíritu en dirección al Árbol Sagrado, oscuro y enigmático, pero que ya no resultaba amenazador. Alguien miraba al otro lado de la puerta. ¿Una dríada? Era un hombre. Halción. Su rostro era agradable y triste y se movía hacia la puerta. No, quiso gritar. Está prohibido que entren los hombres. Incluso está prohibido que entren las otras dríadas cuando se está «en la cama para el Dios». Sí, deseaba gritar. Corre el riesgo, ven a mí que estoy en el Árbol (tus ojos son azules como las plumas del alción) en lugar de ese dios cuya cara nunca he visto.
Ah, los sueños impíos y extraños podían aparecer en la noche, pero no tenía por qué soportarlos durante la tarde. Se puso en pie y miró a través de una de las ventanas y aspiro el aire purificado por las hojas y sintió la agradable emanación de su árbol madre. ¿Había sido un presentimiento? Las dríadas a veces se veían bendecidas o maldecidas con presagios referentes al futuro. Imposible. Era una estupidez y debía dejar de pensar en ella. Cogería algo de queso y de vino de la despensa que estaba situada entre las raíces. Haría algunos pasteles de arándanos para Saltarín en el pequeño horno de ladrillo y...
Una abeja entró haciendo espirales por una de las ventanas.
«Bonus Eventus», gritó inexplicablemente contenta de tener un compañero por pequeño que fuera. Para los faunos y los centauros, para cualquier ojo poco delicado, las abejas eran pequeñas o grandes —abeja melera, abejorro o abeja constructora—, pero en cualquiera de los casos no resultaba fácil distinguirlas. Bonus Eventus era una abeja melera aunque demasiado pequeña para ser zángano, casi tan pequeña como una obrera, y casi sin vello, con unas alas anchas y transparentes que constituían su principal orgullo. Había siempre un aroma de mirra en torno suyo, y cuando descansaba contra el pecho de la dríada ésta sentía un picorcillo alegre. ¿Vanidoso? Por supuesto. Estaba seguro de que la reina aceptaría sus favores en el siguiente vuelo nupcial. ¿Holgazán? Por supuesto. Dormía entre las flores en vez de reunir néctar para fabricar miel.
Pero también era leal y la muchacha lo quería como a un amigo verdadero, igual que Halción amaba a su delfín, Delfos, y temía que aquella pequeña vida, tan tardíamente comenzada aquella misma primavera, pudiera terminar con la caída.
«Llegas justo a tiempo. Voy a buscarte algo de miel de la despensa.» Al ser un zángano, a veces las intolerantes obreras le negaban su derecho a comer. «¿Crees que soy bonita? Saltarín dijo que lo era.»
Pero de pronto comprendió que no había venido para cambiar cumplidos por miel. No estaba trazando arcos felices de placer o de gratitud, sino describiendo unas figuras con forma de pirámide.
«Vamos. Ten cuidado. Peligro.»
Se apretó la mano contra el pelo, y al sentir sus adornos inofensivos (una polilla de malaquita y una libélula de pórfido percibió la horquilla letal como una espada aguda. Estaba impregnada con el veneno de una araña grande y peluda llamada Saltona que tenía los ojos verdes y las mandíbulas agudas. Era más mortal que una estrigia.
«¿Leones?»
Se produjo una rápida espiral descendente. «No.»
Después desapareció por la ventana. Fuera cual fuera el peligro, le estaba indicando que tenía que seguirle.
Saltarín parecía estar durmiendo al sol. Había aprendido algunas posturas ideales para holgazanear de Bonus Eventus, y le gustaba dormir la siesta por la tarde. No había señales de violencia. La hierba no parecía hollada por leones o lobos, ni manchada de sangre. Pero cuando se puso de rodillas, vio que algo más fuerte que el sueño mantenía aquellos ojos cerrados y que sus labios estaban torcidos de dolor, y que en su pecho había clavada profundamente una flecha con plumas de arpía.
Cuál de los hermanos lo había matado era algo que no sabía, pero le pareció que ambos tenían la misma culpa. ¿Acaso no cazaban juntos? Importaba poco quién hubiera tensado el arco.
Bonus Eventus descendió sobre su mejilla con la misma suavidad que una lágrima. Su madre había muerto por un rayo y ella se había sentado en su telar desde la mañana a la noche cantando sin parar durante diez días el antiguo treno, Sólo la noche sana de nuevo. Cada año, antes de la llegada del Sueño Blanco, se apenaba por las hojas muertas y por las flores marchitas. Pero eso formaba parte del orden natural de las cosas, era la manera en que vivían la tierra y el bosque, según el plan divino de Rumina. Esto, sin embargo, era una invasión, era un asesinato. Volumna le había dicho la verdad acerca de los hombres, particularmente sobre los hombres de Eneas, según parecía. ¿Y qué pasaría con el mismo Eneas? Era un viejo, curtido en la batalla, sin duda, que acumulaba crímenes como si se tratara de bellotas para hacerse un collar.
La ira se clavó en su garganta como una rama incrustada de hielo.
Besó a Saltarín en la boca. «Este es mi penúltimo regalo», dijo. «Pero llega demasiado tarde.»
Pero todavía quedaba el último regalo.
Sólo tenía que seguir el Tíber para encontrar los barcos troyanos.
Eran cinco barcos sin techumbre, a excepción de las lonas estiradas por encima de los bancos como si fueran tejados: sus proas de bronce en forma de dragón estaban atadas a los árboles, sus remos habían sido sacados del agua y colocados en las áreas libres de la cubierta. Quince lunas de color ocre habían sido pintadas a cada lado significando los largos años de su viaje. Las velas, que en el pasado habían sido blancas, ahora estaban arriadas, y presentaban desgarrones y agujeros producidos por muchos vientos. Podría haber sido una terrible flota pirata en lugar de los restos de una marina formidable que había guardado la entrada al mar Negro y los campos de trigo que eran denominados el Vellocino de Oro. Pudiera haber parecido patética de no conocerse la identidad de los marinos. ¿Era Eneas tan cruel como aquellos dos traicioneros hermanos que deberían haber sido conocidos como Halcón y Azor?
Se puso de rodillas —y escuchó— y oyó. No se peinaba y se colocaba las trenzas sobre las orejas por vanidad, sino para oír mejor cómo se aproximaban el león... o el hombre. Los troyanos habían formado su campamento en la playa. Se movían entre tiendas hechas con tela desgarrada de las velas, había unas pocas mujeres entre ellos, pobres seres desarrapados vestidos con ropas que llegaban hasta sus tobillos como si fueran pardas hojas muertas (¿dónde estaban las faldas en forma de campana que se decía que las mujeres troyanas habían tomado prestadas de sus antepasados cretenses?). Los hombres, en su mayoría, tenían barba y parecían curtidos y maduros cuando no viejos. Usaban pellizas de piel de oveja, excepto dos hombres que patrullaban el campamento con una armadura de metal, sosteniendo lanzas torcidas y con un aspecto demasiado cansado como para lanzarse sobre ellos. También estaba aquel fauno tan pesado, Desastre, que había llevado a las dríadas noticias de la llegada de Eneas. Ahora se estaba congraciando con los troyanos, rascándose la barriga, moviendo las pezuñas y haciéndoles reír a carcajadas —y sin lugar a dudas les estaba dando noticias de las dríadas.
Y por supuesto, estaban los hermanos, apartados de los otros hombres y hablando entre sí con gran interés. Podía captar sólo algunas de sus palabras a aquella distancia. Habían matado un centauro... Tenían que volver para encontrar su cuerpo...
El horror cayó sobre él como si fuera una maza. Sin duda querían ensartarlo en un poste y, una vez que lo hubieran traído al campamento, lo asarían sobre el fuego. Harían una fiesta y beberían y cenarían de la carne de la tierra, y al día siguiente los cansados lanceros, de los cuales uno parecía un verraco y el otro era demasiado joven para tener barba, sin duda se levantarían descansados e invadirían los bosques para celebrar otra fiesta nocturna. Sólo se preguntaba cómo era posible que Desastre se hubiera librado de ir a parar al caldero. Quizá es que tenían la esperanza de utilizarlo como espía.
«Eneas.» Fue el lancero sin barba el que habló.
Sus oídos se aguzaron al escuchar el nombre.
Halción-Eneas volvió el rostro hacia el hombre que le había llamado.
«Sí, Eurialo.»
«¿Necesitarás ayuda?» Eurialo sería de su misma edad, pensó la dríada. Tenía que haber sido un niño cuando cayó Troya. Sus mejillas eran tan sonrosadas como el interior de un tritón. Llegó a la conclusión de que los rostros hermosos y suaves eran los que ocultaban las mayores traiciones.
La dríada salió de entre los árboles. «Eneas», le llamó.
Halción-Eneas la miró sorprendido y con un gesto que ella hubiera interpretado como complacencia de no ser porque ya conocía la maldad de su corazón.
«Melonia. Has venido a visitar nuestro campamento. Esperaba que lo harías. Te marchaste antes de que pudiera preguntarte dónde vivías.»
«Creí que tu nombre era Halción.»
«Fui yo quien te dijo que lo era», se apresuró a decir Ascanio-Fénix. «Somos nuevos en tu tierra. No quería que mi padre fuera reconocido hasta que supiéramos quién eras. Tiene muchos enemigos.»
«Ahora me conocéis. Alabo tu prudencia. ¿Adonde vais?» Su corazón se agitaba como una polilla apresada en una tela de araña; las mentiras le resultaban insoportables. Pero había tenido un buen maestro.
Se mantuvo en su sitio cuando Eneas comenzó a caminar hacia ella. Podía acabar con él porque ni siquiera llevaba un arco. Por el contrario, ella podía arrebatar fácilmente una lanza de uno de los guardias.
Melonia, mi hijo y yo hemos cometido una terrible equivocación.
Confundimos a un centauro con un ciervo, y...»
«Yo lo maté», dijo Ascanio. «Fui yo quien cometió la equivocación, no mi padre.»
«Mi hijo nunca había visto un centauro. Ni yo tampoco desde que era niño.
Sin embargo, debería haberlo detenido. Ahora vamos a enterrarlo.»
¿Enterrarlo? Desollarlo sería algo que estaría más cerca de la verdad. «Yo os llevaré», dijo la dríada. «Puede que os perdáis en el bosque. Pero venid sólo vosotros dos. Sería irrespetuoso que vinieran más.»
«¿Pero y sus amigos?», dijo Ascanio. «¿No estarán irritados e intentarán hacernos daño?» Se volvió a su padre. «Creo que deberíamos llevar a Niso y a Eurialo con nosotros.»
«Yo explicaré a los otros centauros lo que pasó. Son buena gente. Comprenderán si se le dan la debidas explicaciones.»
Eneas y Ascanio caminaron hacia la dríada.
Qué frialdad manifestaban. Incluso hasta habían adoptado expresiones de dolor en sus facciones. Por lo menos Eneas. Ascanio parecía más preocupado por su seguridad de lo que pudiera lamentar lo que le había sucedido a Saltarín. Pero Eneas daba la impresión de que estaba llorando a un amigo querido. Sin lugar a dudas, esa es la expresión con la que debía haberse enfrentado a Dido antes de dejarla abandonada.
Intentarán hacerse conmigo, pensó la dríada. Quizá intentarán matarme.
Pero el mar y los barcos constituyen su fuerza. El bosque les resulta extraño.
La tarea de matar a Eneas ha recaído sobre mí.