CAPITULO II
CON una tonalidad plateada de aspecto ahumado, bajo los troncos de robles más antiguos que Saturno, el Tíber discurría en dirección a los barcos troyanos y al mar. Ascanio se encontraba en la orilla y miraba a Eneas, su padre, que chapoteaba en el agua con Delfo, el delfín que los había venido siguiendo desde Sicilia. Eneas y Delfo estaban jugando con un palo. Eneas arrojaba el palo y Delfo se sumergía en su persecución y se lo traía atrapado en su hocico alargado. Después hacía un ruido con su fosa nasal o con su boca —Ascanio no estaba seguro exactamente de con qué lo hacía— que se parecía sorprendentemente a una risa humana. Ciudades traicionadas, reinas suicidas, tempestades en el mar, quince años de andar errante... Tracia... Delos... Creta... Cartago... Italia. Pero ahora Eneas se reía como Delfos, olvidando al parecer el pesar y la culpa que los acosaban como si se tratara de las Furias. Eneas era un nombre de cabellos de plata y la cara de un joven. Cuando se veía la parte posterior de su cabeza, se podía pensar que era un viejo a causa del cabello. Cuando se volvía de frente, daba la impresión de tener unos veinticinco años, con los ojos azul claro suavemente penetrantes, los dientes blancos y perfectos, las curtidas mejillas sin barba, sin ninguna cicatriz salvo un corte agudo en el mentón (un regalito del hacha de Aquiles). Según decían las historias, la madre de Eneas había sido la diosa Afrodita, o Venus como la llamaban en Italia. Madre inmortal, padre mortal; juventud y vejez en el mismo dios-hombre. Quizá era una mentira; quizá su madre había sido una sirvienta. No importaba, él seguía siendo Eneas, más que un hombre; por lo que se refería a Ascanio era más que un dios.
«¿No vas a nadar más?», gritó Eneas.
«Estoy cansado. Ya he cruzado el río tres veces.»
«¿Por qué no cuatro?»
«Porque no soy Eneas. Ven a sentarte con tu hijo holgazán.»
Eneas apartó los juncos de la orilla del río. Parecía alto a la luz del sol, alto, por lo menos, para un dárdano convertido en troyano, aunque al lado de Aquiles se hubiera parecido a Harpócrates, el niño-dios de los egipcios. Ascanio miró rápidamente a los robles que había detrás de ellos, y a los arcos, corazas y aljabas que tenían a su lado. Guerrero experimentado a pesar de su juventud, había disentido con fuerza de la decisión de abandonar los barcos, amigos y armas en la desembocadura del Tíber, en una tierra extraña conocida por sus hombres bárbaros que se asemejaban a las bestias. Pero Eneas se había comportado como un niño que planea una excursión —tortas de miel para comer, moras para coger— que hubiera vivido en la infancia mundial que precedió a la guerra de Troya.
«Exploraremos juntos, después nadaremos en el Tíber y nos tumbaremos al sol. Y cazaremos como diversión antes de volver a los barcos.»
«Y nos encontraremos con una red encima de nosotros o un venablo en el corazón. Ya viste a aquel sátiro que correteaba por entre los árboles. Probablemente puso en alerta a todo el bosque. Ya resultó bastante nefasta aquella vez que tuvimos que combatir contra las arpías. Y eran sólo mujeres con alas y garras. No me apetece nada perder a mi padre por culpa de un maloliente hombre carnero.»
«Si vamos juntos, Fénix, podemos cuidar el uno del otro.» Fénix era el nombre especial que le daba Eneas. («Ascanio es demasiado largo y As resulta muy poco digno».) «¿O voy a tener que ir solo?»
Por supuesto, Ascanio se le había unido. Eneas siempre se salía con la suya; rara vez daba órdenes, invitaba, y la gente aceptaba, menos porque era un rey que porque era una rareza entre los otros seres humanos, suavidad sin debilidad, fuerza sin crueldad, un luchador que a la vez era poeta; para decirlo con pocas palabras, era un soñador práctico.
Ahora se encontraban tumbados al sol mientras Delfos jugaba en el río a la manera simpática de los delfines, casi sumergiéndose bajo la superficie, volviendo a salir para abrir los ojos y mirar si había tiburones o perversos tritones.
«¿Nos dedicaremos a construir en la desembocadura del Tíber?»
«Creo que sería mejor que lo hiciéramos tierra adentro. Protegidos de los navíos cartagineses. Primero tenemos que encontrarnos con Latino y comprarle o arrendarle alguna tierra.» Latino era el rey más poderoso en el área conocida como el Lacio; área, no país, porque las pocas ciudades eran pequeñas, independientes, y se encontraban separadas por bosques que eran prácticamente impenetrables. «Y no olvidéis la profecía de que debemos edificar en el lugar en que encontremos una cerda blanca y treinta cerditos. Pero de momento vamos a tumbarnos al sol y a dejar de preocuparnos por los cerdos.»
Sólo cuando descansaba parecía triste el rostro de Eneas y aún resultaba más triste porque tenía un aspecto tan juvenil. Su cuerpo estaba tranquilo, la tensión había desaparecido de los músculos, pero sus ojos estaban abiertos y miraban, al parecer, a las llamas de Troya, a su esposa, Creusa, la madre de Ascanio, cuando cayó detrás de él en medio de la multitud mientras Eneas llevaba de la mano a Ascanio que sólo tenía entonces cinco años. Se había detenido para buscarla.
«No», había gritado Creusa por encima del tumulto, mientras las hachas derribaban las columnas de madera y las llamas devoraban las salas y los templos. «Ya te alcanzaré.
Lleva a nuestro hijo a los barcos.» No habían vuelto a verla...
Ascanio intentó disipar lo que denominaba «manías memorísticas» de su padre. Había matado a un hombre por decir que Eneas había abandonado a su esposa. Estaba dispuesto a matar a cualquier hombre —o mujer— que lo insultara o amenazara; estaría dispuesto a morir como Héctor para ahorrarle dolor.
Apretó la mano de su padre. «Me siento feliz hoy», dijo. A diferencia de los fríos y conquistadores helenos, los dárdanos eran un pueblo afectuoso y aficionado a dar muestras de ello. Los hombres honraban a sus esposas como seres iguales; los padres y los hijos se abrazaban sin sentir ningún apuro por ello. Cuando Dardania cayó ante los helenos y sus guerreros supervivientes fueron a combatir en la sitiada Troya, se les denominó los «asesinos suaves». Sus amigos troyanos fueron afortunados porque Zeus guardara a sus enemigos.
«¿Por qué, Fénix?»
«Porque vinimos para eso. Sólo nosotros dos. Tu puedes descansar del hecho de ser una leyenda y yo puedo cuidar de ti.»
«Leyenda», rió Eneas. «Un demonio es lo que dirían los cartagineses. O los helenos.»
«Es cierto. Pero para tus hombres —para cualquiera que te conozca realmente— eres un gran héroe. En cualquier caso, eres una leyenda y no lo niegues. ¿Existe alguna tierra en todas las playas del Gran Mar Verde que no haya oído hablar de Eneas y de sus viajes y de su sueño de reconstruir Troya en una tierra extranjera? Eres tan famoso como Odiseo.»
«Por lo menos él llegó al hogar», dijo con pesar Eneas, «mientras que yo sigo errante todavía. Pero también es cierto que él tuvo que vagar solo mientras que yo tengo a mi hijo».
«¿Sabes lo que pienso, padre? Es cierto que eres una leyenda, pero en su interior se oculta...»
«¿El qué?»
«Un niño feliz. El que nunca pudo ser porque le faltó el tiempo para ello. Casi nada más volver de aquella misteriosa expedición del abuelo en la que se encontró con la abuela —debías tener unos seis meses— empezaron a educarte como un príncipe o un rey. Pero el niño todavía se encuentra en tu interior y cada dos por tres sale y juega con un delfín —y entonces yo me siento como si fuera su padre—. Si los dioses me concedieran un deseo sería éste: liberad al niño. Dejad de empujar a Eneas para que guíe a los hombres y edifique ciudades. Que arroje la toalla y nade en el Tíber y nunca crezca o envejezca, y concededle un hermano: —yo.»
«Y este es mi deseo. Dejadme edificar mi ciudad, mi segunda Troya, pero sólo si Ascanio consagra el terreno.»
«Tu deseo se cumplirá.»
«Habla en voz baja, Fénix. Algunos de los dioses tienen celos. Poseidón y Hera pueden oírnos.»
«No importa. No pueden hacerte daño ahora. ¿Acaso no es Afrodita tu madre? ¿Qué harás cuando hayas edificado tu ciudad?»
«Entregarte el trono y retirarme a componer poesía épica.»
«¿Sobre tus andanzas?»
«Sobre Héctor. Ya sabes que él fue el auténticamente grande. Aquiles fue más fuerte en la batalla pero Héctor sabía cómo amar.»
«Siempre quisiste ser un bardo, ¿verdad? Pero los dioses te hicieron combatir una epopeya en lugar de escribirla.»
«Todavía hay tiempo para ambas cosas, espero.» Después dijo sin bajar la voz: «Oigo algo en el bosque, Fénix. Cuando dé la señal, ponte en pie y echa mano de tu arco... Ahora.»
Rápido como el pájaro que se llama también Ascanio, los dos hombres se pusieron en pie y echaron mano de sus armas, aunque seguían desnudos y empapados tras haber nadado en el Tíber. Miraron hacia el bosque, listos para disparar a los animales o huir de los hombres armados. Una joven —¿o quizá era una diosa?— estaba en el confín de los árboles, mirándolos con incertidumbre pero sin miedo. Había algo insustancial en ella, como si la Gran Madre la hubiera producido en un sueño de luz solar y bruma.
Hablaba la lengua latina que Eneas y Ascanio habían aprendido en Cartago, una ciudad que era visitada a veces por mercaderes procedentes de los puertos de Italia.
«Debéis ser nombres de Eneas.» Su voz no disipó la sensación de irrealidad que tenía; era como la canción de un ruiseñor pero sin su hiriente tristeza.
«¿Es mi abuela?», susurró Ascanio.
«No, sólo es una muchacha. Afrodita no tiene edad. Pero puede ser Hebe o Iris.»
«Sí, somos sus hombres», dijo Ascanio en voz alta. «Nuestros nombres son Fénix y... Halción. Eneas se encuentra en los barcos.»
«Cuando os vi por primera vez», dijo a Eneas, «pensé que podrías ser Eneas mismo. Me dabas la espalda mientras estabas en el río y sólo podía ver tu pelo plateado. Parecía hablar de años y vagabundeos. Pero una vez que vi tu rostro, supe que tú y tu compañero erais compañeros. Fénix y Halción*. El pájaro de la vida y el pájaro de la paz.»
«¿Por qué tienes interés en Eneas?», preguntó Ascanio. No confiaba en aquella muchacha. Seguramente no era una amazona como la reina de los volscos, Camila, que había jurado matar a Eneas a causa de la alianza de su pueblo con Cartago. Pero había mujeres que conquistaban utilizando la astucia en lugar de las armas. Existió una mujer así que se llamó Helena.
«Me gustaría saludarlo», dijo. Después cambió de tema rápidamente (demasiado rápidamente, a juicio de Ascanio), «nunca había visto antes hombres desnudos. Los volscos usan túnicas o armadura. Incluso aunque no la usaran no habría mucho que ver. Ya sabéis que son sus mujeres las que los gobiernan. Por supuesto he visto faunos, pero tienen más de carnero que de hombres. Siempre me han dicho que los hombres eran casi igual de desagradables. Todos con los pelos revueltos y llenos de suciedad. Pero creo que vosotros dos sois muy bonitos.
¿Es esa una palabra adecuada para referirse a los hombres?
Mucho más bonitos que las mujeres. Quiero decir que me gusta el bronceado de vuestra piel, vuestros músculos duros.» Señaló entonces a sus propios pechos. «Supongo que pensaréis que estoy mal hecha. Ya veo que vosotros sois planos.»
Ascanio se echó a reír. «Depende de como se mire.»
La muchacha caminó hacia ellos.
«¿No tienes miedo de nosotros?», preguntó Ascanio.
«¿Por qué debería tenerlo?»
«Somos guerreros. Tú eres una mujer y no cuentas con ninguna protección.»
«¿Necesito protegerme de vosotros?»
«De mí por supuesto que sí.» Se sentía profundamente sorprendido por aquel milagro de femineidad joven, aunque continuaba desconfiando de la muchacha. Como la mayoría de los guerreros, había tomado a veces una mujer después de capturar una ciudad, y eran varias las ciudades que habían caído ante Eneas y sus exilados troyanos. No existía un placer igual al de poseer a una mujer que demostraba resistencia pero que sabía cuándo ceder. Ascanio había perdido la cuenta de las mujeres que había poseído desde su primera conquista a la temprana edad de quince años. Algunas de ellas lo deseaban al principio, otras protestaban, pero al final todas se quedaban satisfechas. En las ciudades de la Hélade —Tirinto, Micenas, Atenas—, incluso en Troya y Dardania que eran más delicadas, la violación era interpretada generalmente tanto como en calidad de afrenta como de cumplido, y sólo resultaba un crimen cuando era cometida en un templo, como la violación de Casandra perpetrada por Ajax. Zeus mismo había proporcionado ejemplos suficientes.
«¿Quieres decir que podrías matarme?»
«Oh, no. Sería una pérdida de tiempo.»
«Supongo que quieres decir, entonces, que podrías besarme y —¿cuál es la palabra?— violentarme.»
«No se dice violentar, sino violar.»
«Pues suena muy parecido. Ya me han besado una vez, y si lo que sigue es más enérgico, bueno, me sentiría bastante violentada.»
«Depende del violador. Yo tendría mucho cuidado.»
Con calma, la muchacha se quitó una horquilla de cobre de su pelo peinado hacia arriba. Era muy aguda con una punta similar al aguijón de una abeja. En realidad era una aguda espada. «Podría herirte a ti y dejar fuera de combate al otro. Desafío a cualquier troyano a que me deje a mí fuera de combate.»
«No necesitarás esa pequeña arma con nosotros», dijo Eneas. «Si te das la vuelta, nos vestiremos.»
«Nunca doy la espalda a extraños», dijo. «Significa mala educación o riesgo.
Además ya he visto todo lo que hay que ver, ¿verdad? ¿Cuando os hayáis vestido, charlaréis un poco conmigo?»
«Se sentó en una roca llena de musgo y les sonrió a ambos, aunque quizá un poco más a Eneas. El pelo verde, que brillaba a causa de los rayos del sol, las orejas puntiagudas, la estatura diminuta —una dríada, ¿qué otra cosa podía ser?—. Habían huido hacia siglos del confín oriental del Gran mar verde —habían huido también de Creta, la isla que tenía forma de barco—, pero aquí habían resistido y daba la impresión de que habían prosperado si es que acaso no eran quienes gobernaban.
«¿Vuestro animal es amistoso? Su mirada tiene un brillo astuto. No sé mucho de delfines. No nadan a menudo en el Tíber y rara vez voy al mar. Está demasiado lejos de mi roble.»
«Generalmente es inofensivo», dijo Ascanio. «Excepto para aquellos que hacen daño a mi... hermano y a mí.» Seguía sin confiar en ella, y se fiaba menos porque la excitación que sentía era algo nuevo para él, que estaba compuesto de algo más que deseo, aunque la verdad es que la deseaba con todas sus fuerzas.
De una forma u otra, sentía que era una amenaza.
«Yo también tengo un amigo. ¿Ves?» La muchacha señaló a una abeja que trazaba indolentemente círculos en torno a ella. «La llamó Bonus Eventus porque me da suerte. Por supuesto, es un zángano y no puede clavar el aguijón.
Pero lleva mensajes. Ahora habladme de vuestro jefe. Hemos oído hablar de él incluso aquí. Pero se altera la realidad de las cosas cuando se cuenta de palabra. Hemos oído que ayudó a traicionar la ciudad para que cayera ante los helenos y que después abandonó a su esposa en medio de las llamas.»
La voz de Ascanio adquirió un tono duro como el bronce. «Has oído mentiras. La historia de esa traición fue inventada por los que envidiaban su valor. Eneas es un gran héroe. Además, fue un esposo abnegado para con Creusa. La dejó solamente para llevar a su hijo pequeño y a su padre inválido hasta los barcos troyanos que había en la playa. Después volvió a buscarla. Nunca la encontró. Era una dama dulce y brillante y él nunca dejó de llorarla.»
La muchacha lo miró con unos ojos tan verdes como bellotas que no hubieran madurado. «Creo que me estás diciendo la verdad según la sabes. Pero eras un niño pequeño en aquella época, Fénix». Resultaba adulador e incómodo a la vez ver cómo ella utilizaba el mote que le había puesto su padre, dado que le conocía desde hacía tan poco.
«¿Cómo puedes saber lo que sucedió realmente?»
«Créeme, lo sé.»
«¿Y qué me dices de Dido? ¿Acaso no la dejó abandonada?»
«Obedeció el mandato de los dioses y abandonó Cartago para reedificar Troya. Le pidió que fuera con él y ella se negó.»
«¿No se mató por amor a él?»
«Lo hizo porque sentía su orgullo herido y tenía una excesiva compasión de sí misma.» A Ascanio nunca le había gustado la reina de Cartago. Sus cóleras furiosas, su risa febril, incluso su pegajosa amabilidad, le habían repelido siempre. Le hacía pensar en una pantera.
«No», dijo Eneas con suavidad. «Creo que ella lo amaba verdaderamente. Pero no podía abandonar a su pueblo, y cuando él se marchó, no pudo soportarlo. Era una mujer atribulada que había sufrido demasiadas pérdidas. En cuanto a Eneas, amaba con locura a Creusa y a su hijo. Todavía le llora y reza porque su sombra errante pueda encontrar la paz en los Campos Elíseos.»
La muchacha sacudió la cabeza sorprendida. Un bucle se le escapó de su pelo levantado y le cayó sobre una oreja. A él le hubiera gustado devolverlo a su lugar. Le gustaban sus orejas puntiagudas. Los rizos de la muchacha parecían tan suaves como la piel del antílope.
«Todo suena muy distinto tal y como tú lo narras. No es esa la forma en que yo lo había oído. Tengo que averiguarlo por mí misma. Si verdaderamente es una buena persona, ¿por qué entonces...?»
«Es la mejor persona que haya conocido nunca», dijo Ascanio con ardor.
«Le quieres porque es tu jefe. Yo quiero a Volumna, mi reina. Incluso si se equivocaran, no podríamos ver sus faltas. Gracias, Fénix y Halción. Ahora tengo- que irme.»
«¿Pero cómo te llamas?», gritó Ascanio.
«Melonia.»
«La dama de las abejas», dijo Eneas. «¿Vives de miel?»
«Sí», rió, «y tengo un aguijón. Pero no contra ti ni tu hermano. Especialmente no contra ti. Eres muy callado, pero me gusta tu forma de pensar.» Tras decir esto se marchó y con ella se fue Bonus Eventus.
«Es demasiado hermosa como para ser tan confiada», dijo Ascanio. («O para fiarse de ella», musitó). «Podríamos enfrentarnos con ella. Aunque tuviera un arma.»
Eneas miró el lugar por el que había desaparecido.
«Estuviste muy callado con ella, padre. Ahora estás muy callado conmigo. ¿Qué piensas?»
«Que se parecía en algo a tu madre.»
«Ves la cara de mamá en la cara de todas las mujeres guapas. Yo sólo vi a la compañera de cama más guapa a este lado del Olimpo.»
«Fénix, no debe sucederle ningún daño a esa muchacha.»
«Padre, no pretendo hacerle daño. ¿Piensas que a las mujeres no les gusta que las lleven a la cama? ¿No sabes que a todas las mujeres que hay a bordo de nuestros barcos les gustaría que las llevaras a la cama? ¿Y acaso yo soy mal parecido y gordo?»
Eneas lo abrazó mientras se reía con ganas. Era agradable oír su risa; sentir cómo hacía que se moviera su pecho; era profunda y masculina y sin embargo se parecía de alguna forma a la risa de un niño que espontáneamente encontrara albergue en algún lugar secreto que hubiera en él y al que la tristeza nunca había llegado; donde la magia era algo diario y los dioses caminaban con los hombres en lugar de combatir con ellos. «¿Mal parecido? Hasta Dido se fijó en ti y sólo tenías quince años entonces. ¿Por qué supones que te llamo Fénix?»
«Porque soy rubio.» La mayoría de los dárdanos eran morenos, pero el pelo de Eneas había sido dorado antes de encanecer la noche que cayó Troya, y el pelo de Fénix era del mismo color. «Es el oro de Afrodita», decía la gente.
«También porque muchas mujeres arden por tu fuego.»
«Así complemento a mi padre que es el primero en la batalla pero el último en la cama. Que sólo se ha acostado con dos mujeres en toda su vida y las dos eran esposas suyas. La verdad es que resulta escandaloso.»
«Te dejo a ti los ardores. Pero no los sacies con Melonia. Estoy seguro de que es virgen. Acostarse con ella sería una violación. Salvo si fuera dentro del matrimonio.»
«No hay vírgenes de más de quince años, excepto aquellas mujeres que no ha querido nadie. Como Casandra. La pobre, ningún hombre se sentía atraído por ella, con lo quejica que era. Si hubiera dejado de lamentarse puede que hubiera encontrado un amante. Ajax sólo la violó porque la pilló entre queja y queja, mientras estaba orando a Atenea.»
«De todas formas ni se te ocurra tocar a Melonia.» Su voz era tranquila, pero era una de esas raras ocasiones en que su padre era eso antes que un amigo.
«Muy bien, padre.»
«A menos», añadió Eneas pensativamente, «que fuera tu esposa. Llevamos diecisiete mujeres en los barcos y la más joven tiene mucho más de treinta años.
Si deseas casarte, en cualquier caso siempre tendrás que hacerlo con una nativa de esta tierra. Y Melonia te resultó excitante, ¿verdad? Quiero decir que te provocó algo más que deseo. Lo vi en tus ojos.»
Ascanio dijo, sorprendiéndose de su propia intensidad: «Sí, ya lo creo. Un hombre no se cansaría de ella en una noche... ni siquiera en un mes.»
«Ni en toda la vida», dijo con suavidad Eneas.
«Padre, ¿por qué no te casas tú con ella? Yo también te he visto los ojos.»
«He matado a dos mujeres al casarme con ellas.»
«¿Qué diablos quieres decir? Los helenos mataron a mamá, y Dido se mató ella sola.»
«Yo tuve la culpa.»
«Oh, padre, a veces ese niño que llevas dentro es tan estúpido que me gustaría darle de azotes. Vámonos.»
Eneas se arrodilló en la orilla y, hablando lentamente y gesticulando con las manos, pidió a Delfo que los siguiera por el río. El delfín contestó con lo que a Ascanio le pareció el resonar de nudillos en un suelo de tejas.
«¿Qué ha dicho?», preguntó Ascanio que nunca se había molestado en aprender el lenguaje de los delfines.
«Dice que nos seguirá a los barcos.»
Cogidos del brazo por encima del hombro se dirigieron hacia los barcos.
«Nuestros hombres podrían usar carne fresca», dijo Eneas. «Nuestro pan es mohoso, nuestro queso no se lo comerían ni las ratas. Otro pastel de carne me destrozará el estómago. Pero, ¿dónde están los animales?»
«Se han asustado al oírnos hablar.»
«Entonces habrá que guardar el más profundo silencio.»
Pero no duró mucho tiempo. En un matorral de laurel, detrás de un follaje plumoso y aromático y de unas flores verde-amarillentas, brillaron unos flancos y unos cascos se rozaron con unos helechos. Ascanio disparó una flecha, aunque Eneas había levantado la mano prohibiéndoselo.
«Padre, he dado a un ciervo.»
«No estoy seguro de que sea un ciervo.»
Apartaron el follaje y encontraron a su presa yaciendo entre violetas. No llevaba ropa, y sus cuatro patas y sus flancos de seda, vistos a distancia entre las ramas llenas de hojas, podrían haber pertenecido a un venado. Pero sus brazos y pecho eran los de un joven, y su rostro joven parecía sonreír. Ascanio y Eneas se inclinaron a su lado. En la bolsa de piel de león que colgaba de su cuello había un peine de concha de tortuga y una vasija de fino alabastro llena de un líquido resinoso de agradable aroma. Estaba muerto, por supuesto. La puntería de Ascanio era siempre certera; Eneas le había enseñado y sus flechas llevaban las plumas que había quitado a las arpías. Se oyó inmediatamente un zumbido alrededor del cuerpo. Eneas golpeó al insecto con la mano. Era una abeja y no un pájaro y se desvaneció en el interior del bosque.
«Padre, he hecho una cosa terrible. Pensé... pensé...»
«Ya lo sé, Fénix. Nunca habías visto a un centauro antes. Debería de haber sido más rápido en detenerte. Los dos tenernos la culpa. No hemos cazado, hemos cometido un asesinato.»