II


Hace tres meses que no escribía en este cuaderno. ¿Cuándo habría encontrado tiempo, dónde


la fuerza para hacerlo? No creo que nadie hubiera podido. Las estaciones de radio han

dicho algo y se han publicado noticias en los periódicos franceses y del mundo (de los periódicos españoles ya nadie se ocupa, pues sabemos que no han hecho otra cosa que mentir desde que acabó la guerra, y de qué forma tan ignominiosa y vil), pero nadie, y subrayo este nadie, ha podido contar la verdad de lo que nos está sucediendo a un millón de españoles. Si Dante hubiese vivido hoy, habría venido para describir el Infierno a los campos de concentración y de refugiados adonde nos han traído, y no creo que haya en ninguna parte un Infierno como éste, pues no le ha sido dado a la imaginación humana concebir nada más atroz y vejatorio. Y ya me explayaré en esto, para explicarlo más tarde u otro día.

Somos miles los que sentimos algo parecido. Si estás muerto, apenas sufres ya, y nadie quiere sufrir más. Hemos llegado al límite, y, sin embargo, aún damos unos pasos más en esa senda. Esto no me alegra ni me entristece. Es sólo una constatación, pero en muchas ocasiones desearía estar muerto de verdad, pues nunca imaginé que la tristeza pudiese hacerle a uno tanto daño. Es como un cuchillo clavado permanentemente en el pecho, algo que al mismo tiempo te abrasa y te prolonga la vida, una agonía que cuanto más daño te hace más parece alejarte de la muerte. Lo mismo que a los toros bravos, que se resisten a morir hasta que un alma caritativa no les saca el estoque.

De casa he tenido noticias, buenas y malas. Las buenas son que viven todos, lo que en estos tiempos es ya mucho. Gracias a ellos yo mismo conservo todavía una pequeña esperanza. ¿De qué? No sé. Las malas, aunque en la carta no lo dicen, es que atraviesan tiempos mucho peores que los de la guerra, lo tienen todo racionado y aunque las cartas que salen de Madrid al extranjero, y más las que vienen a Francia, pasan la censura militar, sabemos que los fascistas se están ahora vengando con el pueblo de Madrid por su heroica resistencia, y así están fusilando diariamente a más de mil personas, pero lo peor no es eso, sino que a mi pobre padre lo han llevado a Porlier. Esa es la mala noticia. Nadie sabe de qué lo acusan, pero piden para él dos penas de muerte. ¡A mi padre, que se ha pasado esta guerra metido en los hospitales! ¿De qué lo acusan? ¿Por qué, entonces? ¿Porque fue amigo de Pablo Iglesias? ¿Porque fue secretario del Sindicato de Artes Gráficas en la República? Ni siquiera pudo ejercer ese cargo en la guerra, por la enfermedad. Han presentado dos certificados médicos para probar que no participó en la guerra, pero les han dicho que no vale ninguno de los dos, porque se trataba de certificados extendidos durante la guerra, y por tanto, de médicos rojos, y éstos no han podido certificar tampoco después, porque también ellos están en la cárcel. Así que no saben cómo hacer, pues al médico militar al que acudieron llevando los certificados antiguos ha dicho que él sólo puede certificar que en la actualidad está enfermo, pero que eso no quiere decir que lo estuviera antes, y por tanto, que no pudiera estar implicado en los delitos que le imputan y que le han llevado a la cárcel. Ahora le están bus cando dos avales. En la carta dicen también que está mejor de lo suyo y con ánimo, pero, ¿qué me van a decir, sabiendo cómo estoy? Por lo menos se encuentra en Madrid, pero, como cuenta mi hermana, ¿qué harán si le trasladan como están trasladando a todo el mundo de un lado para otro? Así pueden fusilarlos impunemente y a escondidas, para sujetar a la población y engañar a las naciones y a los gobiernos, los cuales, salvo el de México, no han tenido la vergüenza de mantenerse firmes y han corrido a ponerse a los pies de Franco y de la Falange.

No hace dos meses, todavía en Saint Cyprien, alguien pasó un Paris Match en el que sacaban un reportaje sobre Madrid. Salían fotografías de la Universitaria, de Argüelles, de Vallecas, principalmente de los lugares del frente, declaradas zonas devastadas, cómo quedaron, con la miseria, niños entre los escombros, solos, buscando comida en la basura, junto a los perros, con una frase de Yagüe, destacada, que dice estar orgulloso de lo que ha hecho, y que volvería a hacerlo otras mil veces, mil perros más, mil niños en la basura, y otras fotos también de Recoletos, con señoritos paseando, galanes de la pantalla que llevan del brazo a señoritas bien vestidas, con tacones, respirando la primavera incipiente de Madrid, el perfume de sus acacias. A Madrid han vuelto la miseria, el hambre y los sombreros de pelo de camello al mismo tiempo. Pues allí estábamos pasando las hojas de esa revista. Era de ver a más de siete hombres alrededor mirando aquellas fotos recientes sin decir nada, serios, sin lágrimas ni siquiera para poder llorar. Nos parece mentira que haya sucedido lo que ha sucedido. Como el dolor es tan grande, a todos nos ocurre una cosa curiosa, que ya he dicho otra vez, y es que creemos nos vamos a despertar de un sueño, y que vamos a aparecer nosotros también paseando por Recoletos. Pero despertamos, y lo hacemos siempre en este dolor, que es ya como un padre para nosotros, pues cuida de que no le falte nada para ser dolor.

Hace un rato se ha ido el médico. El doctor Galin, un buen hombre, viejo, atento, siempre de buen humor. En cuanto entra por la puerta ya me siento mejor, pero se va, y empiezo de nuevo a encontrarme como siempre. A ver, Madame Barbizon, le ha dicho, ¿se ha tomado la medicina este mozo?

Cuando el doctor está delante, Madame Barbizon es todo zalemas, oui, monsieur, por aquí, oui monsieur, por allá, lo que usted diga, cómo no, monsieur le docteur, au revoire, monsieur, y puedo ver su sonrisa de hiena hipócrita despidiéndole en la puerta. Pero en cuanto ésta se cierra, todo son gritos y protestas.

Cuando llegó la carta de España amenazó con no entregármela si antes no veía el dinero que le debía. Entró en la habitación. Ni siquiera se molestó en llamar. Se quedó en la puerta, me dijo, ha llegado esta carta de España, pero no se la daré hasta que no me pague las dos semanas que me deben, y se puso a abanicarse la muy asquerosa con ella como diciendo, ya sabes lo que tienes que hacer.

A lo primero creí que lo estaba soñando, que era como un delirio. Llevo en esta casa cuatro semanas y dos días. Los primeros no me bajaba, treinta y nueve de fiebre, cuarenta, así todos los días. Por eso pensé, estoy delirando. Noto las sábanas sudadas, pegajosas y sucias. Madame Barbizon no las ha cambiado una sola vez en todo este tiempo. Por las mañanas disfruta entrando y abriendo de par en par la ventana, de modo que la chambre, de por sí heladora, un glaciar, se queda fría para todo el día. Dice: aquí huele a lobo, abre y se-marcha. No lo hace por higiene, porque luego la casa está llena de mierda, y ella misma es una bruja guarra y pestilente. Tengo que taparme bien y no enfriarme. El cuarto es pequeño, estrecho, con los techos altos, pero sucios y ahumados. Creo que el papel de las paredes me volverá loco si esta pleuresía no me mata. El otro día le dije que había visto una cucaracha meterse debajo del papel y madame Barbízon me formó como se dice un expolio, chillando como una corneja, si a ver qué me creía yo, que en su casa jamás había habido cucarachas, que eso debía de ser que deliraba por la fiebre, que si en España vivíamos en palacios, y que si no me gustaba el hospedaje ya sabía dónde tenía la puerta.

Madame Barbizon no sabe que he tenido tifus también, todavía no vencido. Si lo supiera, no nos habría alojado. Le dijimos que tenía una bronquitis, del frío de los campos. Lo arregló Thomas con el doctor para que no se lo dijera a ella. Así que cuando madame abre cada mañana las ventanas, dice con sorna que procure no vaya a resfriarme por si «me pasa algo».

En cuanto me encuentre mejor he convenido con Lechner que buscaremos otro sitio donde ir. Ya no es lo mismo que hace un mes. Ahora conocemos el país y mal que bien entiende uno algo de lo que le dicen.

No me acuerdo ni siquiera de las pensiones a las que llamamos el primer día, después de dejar Sairit Cyprien. Se asustaban al vernos, y aunque mostrábamos el dinero en la mano, se ponían nerviosos y cerraban las puertas, como si fuésemos apestados.

Lechner también consiguió, ignoro de qué modo, que se hicieran cargo de nosotros los mormones. Ellos nos sacaron del campo. Han resultado ser gente seria, encanta dora, muy tristes, pero atentos y respetuosos con nuestro problema. A ellos no les preocupa la política. Nos entrega ron a cada uno cincuenta francos, seis papeles de cartas, seis sobres y seis sellos, siempre y cuando pudiéramos certificar que teníamos un lugar de residencia en Francia. Para eso nos daban las cartas, para que escribiéramos a quien pudiera hacerse cargo de nosotros o si podíamos probar que teníamos un trabajo en Francia. Pero, ¿cómo conseguir el certificado de residencia o el trabajo si no nos dejaban salir del campo, y aunque nos hubieran dejado salir, adónde íbamos a ir con cincuenta francos, dónde querrían asistirnos? Los que tuvieron la suerte de que se ocuparan de ellos las damas aristócratas británicas han tenido mejor suerte, les han repartido doscientos francos por cabeza y ropa nueva, zapatos y artículos de aseo, y les han buscado domicilios particulares donde los acogerán gratis. En cambio, los mormones, bien porque son más pobres, bien porque querían abarcar más, apenas pudieron socorrernos. No me quejo, en absoluto, y jamás olvidaré esto que han hecho por nosotros. No sé qué religión es la suya ni por qué lo han hecho, pero han venido de Norteamérica y del Canadá a resolver algo de lo que estos franceses no han sido capaces, siendo su obligación, como demócratas que dicen que son, que no son, y como vecinos que no les queda más remedio que ser. Por eso no podría tener una sola queja de ellos. Al contrario. Y tampoco los que todavía siguen en los campos, que es la inmensa mayoría.

Cuando salimos, tomamos un tren para Toulouse. Fue el día 25 de marzo. Otra fecha más para la memoria. Esta guerra está hecha de ellas. Todos nos acordamos al menos de cincuenta, cuando empezó la guerra, el día que empuñamos el primer mosquetón, el día que salimos de casa, el día que nos hirieron, el día que evacuamos tal o tal pueblo, el día que tomamos tal o cual loma, el día que entramos en tal pueblo, el día en que mataron a nuestro mejor amigo, el día que pasamos a Francia, el día que nos llevaron al campo, el día que pudimos salir, el día… 18 de julio del 36, 19 de julio del 36, 26 de agosto del 36, 14 de noviembre del 36, 11 de febrero del 37, 13 de febrero del 37…, del38,del39… Y siempre la muerte detrás de cada una de esas fechas.

Abandonamos Saint Cyprien el día 25 de marzo último. Creo que ya lo he dicho antes. Los gendarmes nos pararon más de diez veces. En todas partes, Nos pedían los papeles, los leían, pero no podían creer que no fuéramos vagos o maleantes. En realidad resultaba una decepción para ellos, siendo como éramos españoles, y les habría gustado detenernos y deportarnos o repatriarnos a la fuerza, que es lo que hacen con todos los que viven escondidos y en situación irregular. Ahora a los franceses les ha entrado la manía de que lo nuestro no es un destierro, sino una invasión. La gente se volvía para mirarnos. Yo no podía decir que estaba enfermo, porque no me habrían dejado salir y me habrían devuelto a Saint Cyprien. Aseguraban que los campos tenían ya suficiente atención sanitaria, y que no podíamos dejarlos, porque propagaríamos las epidemias por todo el sudeste francés. Así que iba con tiritonas, Lechner conmigo y dos compañeros de la UGT, todos juntos, sin saber a dónde dirigirnos, evitando las calles concurridas, como bandidos, con nuestras maletillas. Se iba echando la noche y no encontrábamos ningún lugar donde pasarla. Entramos a tomar un café en una cantina, y resultó que era un burdel.

No habíamos probado bocado en todo el día; en realidad, en los últimos tres meses no se podía decir que hubiésemos comido. Se llamaba La Marseillaise. Había en ese momento tres o cuatro de la vida, ni viejas ni jóvenes, todas bastante feas, una gorda y las otras flacas, unas estaban como derrotadas sobre los veladores y otra de pie, acodada en el mostrador y hablando con el patrón.

Al entrar se nos quedaron mirando. Olía a cebollas podridas y a maderas lavadas con lejía, olor que se mezclaba con el del perfume de las mujeres, una mezcla extraña, jazmines al ajillo. El local estaba por debajo del nivel de la calle, de modo que cuando se estaba dentro se veían, a través de dos ventanucos, las piernas de los transeúntes que pasaban por fuera. El patrón era un coloso, con una calvicie tartárica, un tórax inabarcable y bigotes grandes, como los que usan los forzudos en los circos. Al vernos inició un movimiento de desconfianza y prevención. Pensaría que íbamos a armar gresca.

Lechner se acercó a una de las chicas, que entendía el español, y le dijo la verdad, quiénes éramos, de dónde veníamos y en qué condiciones llegábamos, y si nos podían alquilar una habitación para pasar la noche.

La mujer aquella se lo tradujo a todo el mundo. El patrón puso mala cara y movió el mostacho de una manera nerviosa, pero una de las presentes ordenó, venid con nosotras, y las demás se le sumaron. Se lo tomaron como una cosa de honor, no podían comprender que su país nos tratase de aquella manera. Qué vergüenza, exclamaban, que vergüenza para la Francia. A continuación nos sacaron de aquel cafetucho y nos llevaron a la casa donde vivían.

Nos abrió la puerta una mujer fea, más flaca que las otras y más vieja. Parecía como la alcahueta de las demás, tenía la cara llena de lunares negros, de todos los tamaños. Vestía una bata de color rojo, que le llegaba a los pies, y llevaba puesto un turbante, pero todo en la casa estaba sucio y revuelto, con un olor picante, lo mismo que la cantina. La casa era tenebrosa, las ventanas no tenían visillos ni cortinas, daban en su mayoría a patios angostos de muros negros cosidos por canalones y bajantes en y griega. La vieja de los lunares y la bata roja, al vernos tan sucios y barbados, se asustó; pensaría que nos habían sacado de un penal.

Dejamos en una habitación lo poco que llevábamos y nos preguntaron si teníamos dinero, porque, sugirieron, habría que comprar algo de ropa. Le dimos todo lo que llevábamos encima y salimos a la calle de nuevo. Era una calle ancha, pero sin luz, porque todas las casas eran oscuras y tristes, hechas de ladrillos ahumados con el tizne de las locomotoras, y por eso parecía que aquella tristeza era ferroviaria. Se oían trenes cerca, pero no se les veía. La estación no debía de encontrarse lejos. Nos llevaron a una casa de baños y nos dejaron allí, mientras se marcharon ellas a comprarnos la ropa.

Ese fue el primer baño para nosotros desde hacía más de seis meses. Yo al principio no quería bañarme, pues me sentía mal, tenía fiebre, y hacía como que estaba sano, me decía, debe de ser el cansancio, los nervios, las emociones de verme en libertad, y no quería reconocer que estaba enfermo, y menos aún decirlo, ya que temía que me denunciaran a las autoridades.

Cuando me desnudé y me vi, casi me echo a llorar; podía contarme las costillas, mis pies habían perdido su dibujo y eran un amasijo sucio de huesos descoyuntados en medio de la porquería, mis brazos, más blancos que la leche, eran los de un hombre enfermo y no podían contener el esqueleto que desde dentro pujaba por romper los cueros. Estuve metido en la tina lo menos media hora, el agua quedó como de lavar carbón, pero tuvimos que volver a vestirnos con nuestras viejas ropas, y eso fue horrible, como si no pudiésemos librarnos de una pesadilla.

En cuanto terminamos, el dueño de los baños no nos dejó esperar allí dentro la vuelta de las mujeres, y nos obligó a que lo hiciésemos fuera. Cuando reconocimos que tardaban, temimos lo peor. Nos dijimos, se han quedado con el dinero y se han ido. No era mucho, pero era todo lo que teníamos. A medida que pasaba el tiempo, el desánimo se fue apoderando de nosotros, y a la media hora nos marchamos de allí, sin saber adónde, no queríamos volver a la estación, por si nos pedían los papeles y nos devolvían a Saint Cyprien.

Llevábamos andados unos doscientos metros, cuando nos tropezamos de bruces con dos de las mujeres. Cargaban con un abultado paquete cada una, envueltos en papeles viejos y arrugados. Luego, pensamos todos que podríamos muy bien no habernos encontrado, ¿y entonces? Se extrañaron de vernos en la calle y no en los baños, como habíamos convenido. ¡Anda, dijo la que sabía español, que si os perdéis, menuda!

Las que se habían quedado en la casa, con la alcahueta, preparaban la cena. Nos esperaban también algunos amigos suyos, gentes de edad indefinida, medio chulos, que nos observaron curiosos y compasivos, aunque un poco recelosos de ver más gallos en el corral.

En la sala principal, y entre angosturas, habían puesto dos mesas unidas por un mantel y habían encendido unas velas, metidas en unas botellas vacías. Las sillas resultaron insuficientes y tuvo que ir una de las mujeres a pedir algunas más en el vecindario.

Antes de ponernos a cenar nos afeitamos, y a continuación nos repartimos las ropas que habían comprado. Venían de la tienda de un judío que las vendía a las afueras de Toulouse. Las mudas y calzoncillos estaban como nuevos, pero no así los trajes, con ese olor característico que no se les ha vuelto a quitar, por más que ya se hayan oreado, un olor de bodega y de bencina, que es mareante. A mí me correspondió un pantalón de color gris con unas rayas finas, y aunque la chaqueta ni es del mismo paño ni del mismo gris, puede pasar por la suya, con lo que, sin serlo, parece que tengo un traje. Estoy tan delgado que tuve que hacer otro agujero en la correa, para poder sujetarme los pantalones, que me vienen bastante grandes. Me tocó en suerte también un jersey blanco de pico, de lana gruesa, que es lo que sustituye al abrigo, ya que es impensable comprar uno. Si no fuese por las botas, que no he podido cambiar todavía, y que volví a recomponer en el campo, creo que podría pasar por un civil francés, o eso creo yo.

A pesar de que se esforzaban para que nada de aquello pareciese un acto de caridad, yo creo que nosotros cuatro nos sentíamos como esos pobres con los que se hace una obra de misericordia, y al final Angelito, el compañero de la UGT, un buen muchacho, por el vino, por ver lo bien que se estaban portando con nosotros, porque se acordara de España o por lo que fuera, se echó a llorar. Fue verle llorar una de las mujeres, y ella y después todas las demás le siguieron. Los demás guardábamos silencio. Lo que empezó bien, acabó como un entierro. Por suerte la vieja de los lunares y el turbante cortó por lo sano, dijo, venga, alegría, y trajo otras dos botellas de vino y una de anís. Las mujeres pasaron del lloro a la juerga con facilidad, y se pusieron contentas.

Al día siguiente nos separamos: los otros dos, Angelito y Alfonso, se marcharon por su lado; éste, que era profesor de latín, decía que conocía a alguien en el departamento de Bajos Pirineos y que ése le podría buscar una colocación o algunas clases particulares. Nosotros nos quedamos en Toulouse, sobre todo después de que yo le dijera a Lechner que me sentía mal. Buscamos una pensión. Vestidos y limpios, ya no nos costó mucho encontrarla. Fue así como llegamos a Madame Barbizon.

Cuando ésta se enteró de que yo estaba enfermo, trató de echarnos. Pero Lechner la convenció, llamó a un médico y vino el doctor Galin. Lo primero que le pregunta todo el mundo a Lechner es si es francés. Él, que lo es, dice, sin embargo, que no. Lo que más odia ser es, precisamente, francés, y en estos momentos más que nunca, pues la vergüenza de todos los agravios que están haciendo al pueblo español es como si recayera sólo sobre él.

Todo esto que acabo de contar más arriba sucedió hace un mes; cuatro semanas y dos días, para ser exactos.

He estado muy mal, pero el médico dice que he logrado salir adelante gracias a mi constitución, aunque yo creo que habría que decir que ha sido gracias a Lechner, que es quien ha pagado sus minutas, si bien las últimas ya no ha querido cobrarlas, por eso no se pueden decir las mismas cosas de todos los franceses, porque no todos se están portando con nosotros de la misma manera.

Lechner ha seguido viendo a nuestras amigas de La Marseillaise. No cuenta mucho. A veces pasa la noche fuera de casa. Cuando llega no da ninguna explicación. Alguna noche ha traído algo de comida extra. Madame Barbizon me contó que los tres primeros días los pasé delirando, y Lechner estuvo al pie de la cama sin separarse un instante de mí. La bruja quería que me llevaran al hospital, pero Lechner se negó, y en cuanto me encontré mejor, tuvo que salir a buscar trabajo.

Creo que nadie se ha portado conmigo como lo está haciendo él. Aquí lo normal es que cada cual se preocupe sólo de sí mismo; cada uno tiene bastante con lo suyo. Cuando tarda en venir, temo que le ha pasado algo, si le han detenido y le han deportado o le han enviado a un batallón de trabajo, como hacen con tantos, ya que ninguno de nosotros tiene permiso de libre circulación. Lleva cinco días sin aparecer, esa es la razón por la que Madame Barbizon está rabiosa y exige el pago de lo que le debemos.

Yo le digo que debajo de la cama está su maleta con sus cosas, y que no las habría dejado si no pensara volver a recogerlas. A esta bruja este razonamiento le hizo reírse de una manera sarcástica, y replicó que todo junto, lo de Lechner y lo mío, no valía ni dos céntimos de mierda, así me lo dijo, que si pensaba yo que ella se chupaba el dedo.

Fue entonces cuando salió de mi habitación y volvió con la carta. Se quedó apoyada en el quicio, también como una golfa, y empezó a abanicarse con ella y a amenazarme que como no le diera algo de dinero, no me la entregaba.

Me entró como una congestión, empecé a toser, la mujer se asustó de veras, la arrojó encima de la cama y salió dando un portazo, pensando que la tos me iba a ahogar.

Dejaremos esta casa en cuanto Lechner regrese.

La semana pasada estuvo en París. Tardó en ir y volver tres días. Me lo dijo cuando ya había vuelto. Se dice que están fletando barcos para sacarnos de aquí y llevarnos a América. Hay que echar las solicitudes.

Desde hace tres días sólo tengo unas décimas a la caída del sol. Estoy curado, supongo, pero el doctor Galin recela y no permite que me levante. Los días se hacen largos. Los duermo casi enteros. Esta enfermedad me está ayudando a reponerme, pero al mismo tiempo noto como si me debilitara, y cuando me incorporo y tengo que caminar hasta el retrete he de apoyarme en las paredes para no venirme al suelo.

Madame Barbizon sólo tiene esta habitación para alquilar. Es viuda. Su marido murió hace tres años. Durante dos se comió los pocos ahorros que tenían. Me repite a cada paso que para ella no es una diversión aceptar huéspedes, y asegura que está de españoles hasta el pelo, y entonces hace siempre el mismo gesto, se lleva el pulgar y el índice a la cabeza, como si quisiera atrapar un piojo, y a continuación exhala un suspiro hondísimo, que le estremece las ubres.

Es una mujer avinagrada y odiosa. Debe de andar por los cuarenta años, es alta, fuerte, mantecosa pero de carnes recias, de tez muy blanca, la cara como una torta, sonrosada y redonda, con su papada y todo. Se peina siempre de la misma manera, hacia arriba, un peinado que recuerda mucho los bollos de monja. Tiene los ojos pequeños, claros y fríos. Va siempre remangada hasta el codo, con las manos enrojecidas. Son brazos fuertes, de una mujer del campo; se empeña en que tiene la espalda rota de tanto trabajar, pero lo cierto es que siempre se la puede encontrar sentada en la cocina, o fuera de casa, corriendo las calles.

En un mes no he oído de ella una sola palabra amable, siempre gritando, gruñendo, desgañitándose con todo el mundo, con sus vecinas, conmigo, con sus hijos. Tiene dos. Un chico y una niña. La mayor es la niña, y tiene más de diez años. El niño es completamente idiota, ha salido a la madre. Ésta lo lleva peinadito y engominado, y cuando mira da miedo, porque adivina uno en él a un monstruo. Tan pequeño. Se llama Marcel. Marcel para arriba, Marcel para abajo, se sabe el rey de la casa, el que va a heredar el trono de su padre mucho antes de la mayoría de edad, en cuanto la regente le pase los trastos de gobernar, que será en breve. A cada paso está quejándose a la madre de lo que su hermana le hace, le quita, le estorba. La madre es feliz con esa clase de delaciones, porque le permite un nuevo estallido de cólera, la oigo correr por el pasillo en busca de la hija, que, sabedora de lo que le espera, ha huido a esconderse para ponerse a salvo. La madre acaba encontrándola siempre, y entonces la trastea en medio de gritos apoteósicos. Mientras le propina estas tundas, madame la bruja siempre le dice lo mismo, la mitad por lo que le has hecho a tu hermano, y la otra mitad por haberte escondido y haberme hecho perder el tiempo; se refiere a que ha perdido el tiempo buscándola para endosarle la otra mitad, si acaso no dobla la ración por haberse hecho daño en la mano con que le pega, cosa que la enfurece aún más. Esto se repite a lo largo del día no menos de tres o cuatro veces.

Madame les tiene prohibido hablar conmigo. No obstante, la niña, Hélène, viene a hacerme compañía cuando su madre está fuera. No le entiendo gran cosa, habla que parece una ametralladora, pero soy la única persona de esta casa que no le pega. Todo lo que el chico tiene de relamidito lo tiene ella de desastrada. Casi siempre va sucia, con las rodillas costrosas o despellejadas, pero sólo por verle los ojos valdría la pena recorrer mil kilómetros. Es menuda, morena de tez, con un pelo rubianco que su madre le recoge en una odiosa coleta que le nace de lo más alto de su pequeña cabeza, a modo de surtidor capiloso. Tiene una lengua graciosísima, no para de hablar, siempre muy seria, cosas de su colegio, de sus amigas, de los vecinos. Nunca se queja de su hermano. Creo que para ella ni existe. Al contrario que su madre, nunca habla de ella misma. A veces Marcel se asoma a la habitación y amenaza con delatarla a su madre. Por esa razón no suele permanecer mucho rato conmigo; en cuanto oye que su madre está subiendo la escalera, sale corriendo.

No tengo nada que hacer. Había una radio en la casa, pero se le han fundido unas lámparas y está reparándose, lo que le permite a madame recordarme una vez más que, de haberle pagado el alquiler, ya habría pasado a recoger la radio, pero no es verdad, porque cuando nosotros llegamos tampoco funcionaba. Entiendo algo el francés, pero de corrido muy poco, es una lengua endiablada, y no sé leerlo y, por tanto, no puedo distraerme ni con periódicos ni con libros, que tampoco he visto que haya en la casa. Así que sólo dispongo de este cuaderno. Aprovecho las horas del día, porque a partir de las diez, madame controla el gasto de luz, y si ve iluminado el montante, entra directamente en la habitación y, sin mediar una palabra, me apaga la lámpara. Es lo último que veo cada día, la cara de Madame Barbizon que entra en la habitación con una sonrisa hipócrita, y me ordena, hay que dormir, monsieur, buenas noches. Y luego el portazo. Ni siquiera tiene la educación de cerrar la puerta con delicadeza.

Como duermo mucho por el día, tardo en conciliar el sueño y me desvelo. De la calle entra ahora una luz, turbia y mortecina, del farol de la esquina. Por esta calle no circula nadie en toda la noche. A veces, al amanecer, se oye venir un carro y el ruido metálico de las llantas de hierro sobre los adoquines pasa a mi lado con una lentitud de minutero; luego, lo oigo alejarse, el ruido de las llantas desaparece y queda en el aire únicamente el eco de los cascos del caballo llamando en la puerta del sueño, y de nuevo el silencio gravita como un cuerpo sólido. Si tengo los ojos cerrados, todos esos ruidos me golpean el hueso de la cabeza por dentro. Es agradable, y entonces noto cómo se apoderan de mí más alucinaciones extrañas, porque no acabo de estar dormido del todo. De una iglesia o de un convento que no debe de estar muy lejos se oyen también las campanadas, las cuales no me sirven demasiado para saber la hora, porque suenan siempre caprichosamente. A partir de las seis y media de la mañana es cuando se oyen los primeros pasos de gente que va a trabajar. La taberna que hay enfrente abre a las seis y media. La panadería también. Puedo oír desde la cama que entran unos y salen otros, pero nadie se dirige la palabra. A lo más que llegan es a decirse bonjour, que significa buenos días en francés. A esa hora más o menos se apaga el alumbrado, que no da para leer, pero sí para escribir. Si fuera a lápiz no lo vería, pero en el campo cambié cigarrillos de mi ración por una estilográfica en muy buen estado, que es ésta, como las que a mí me gustan, de plumín de platino y trazo fino. La tinta la fabrico a mi gusto, que no puede decirse que es negra, pero tampoco que sea azul, y cuando se seca, si le da la luz de lado, se descubren en ella destellos verdes de escarabajo. Este es el secreto de que sea tan bonita. Es muy fácil de hacer, pero lo explico otro día. No veo lo que escribo, pero sí lo suficiente para no hacer la letra demasiado mala ni torcer las líneas. El reflejo pasa a través de la ventana y los visillos, y se triangula, como si atravesara un prisma, en el techo. Podría ver la hora que es si tuviera reloj, pero me quedé sin él el mismo día que cruzamos la frontera.

Eso fue gracioso, yo me entiendo. No me pesa haberme quedado sin él. Me duele haberme quedado sin él de qué manera y en qué circunstancias. Aunque creo que eso es mejor contarlo mañana, porque es largo.

Lo único que nos quedará de esta guerra son los recuerdos y las heridas, que, con suerte, unos y otras, acabarán cicatrizando. Porque lo demás lo hemos perdido todo, No hace falta que nadie nos refresque la memoria. Para eso está la realidad, para recordarnos que no tenemos argent, que no tenemos papiers ni dónde caernos muertos.

La última noche en España la pasamos como pudimos en el ayuntamiento.

Estuve parte de esa noche en compañía de aquella muchacha, Clara, que tampoco durmió gran cosa. Dormía y se despertaba, dormía y se despertaba, como la mayoría.

Era una chica preciosa. ¿Qué habrá sido de ella? Quedamos en que nos escribiríamos. Qué ingenuidad. Tenía veintidós años. Era alta, delgada, morena, con la piel aceitunada. Con un cuello muy largo, de garza. Movía las manos con mucho salero, parecía que hablaba más con ellas que con la boca. Justo a un lado, un poco más arriba del labio, tenía un lunar que le hacía muy bien. Era simpática. Lo que no entiendo es por qué me dijo que tenía novio. Cuando una chica te dice que tiene novio no sabes nunca si lo que te está diciendo es, no lo intentes, o, al contrario, inténtalo, porque las cosas con el otro no marchan bien. Si hubiese tenido tiempo, quién sabe, dos o tres horas más, en otro lugar, me habría declarado a ella. Al tenerla a mi lado me di cuenta de lo solo que estaba, y me miré con lástima, que es lo último que un hombre debe darse a sí mismo.

De no haber estado solo, no me habría quedado, hubiera seguido mi camino. Fue ella quien me dijo con aquella voz tan dulce y seria, quédate. Y lo hice, porque tampoco tenía donde ir, aunque yo no congeniara en aquel ambiente. Todos eran hombres con estudios, lo mismo que ellas, casi todos catalanes, hablando en catalán todo el tiempo. Fue una atención llevarme hasta donde guardaban las conservas, que serían digo yo para los del Estado Mayor, y dejarme que cogiera dos latas. Cuando desperté, se había ido, aunque la volví a encontrar al poco, metiendo sus cosas en una maleta.

A la mañana siguiente, hacia las nueve, tiramos ya a pie hacia la frontera. Fuimos los últimos en pasarla. Detrás de nosotros no quedó nadie, y si quedaron, no cabe otra cosa que compadecerles.

Era una carreterucha llena de vueltas y revueltas, que subía penosamente, todos los árboles por allí pelados, sin hojas, daba frío sólo mirarlos, y nieve en las cunetas, y mucho hielo, había que pisar con cuidado para no caerse al suelo, eso nos retrasó mucho, y nevaba un poco y se paraba, y cuanto más subíamos, los copos de nieve más grandes se hacían, como mariposas que revolotearan alrededor nuestro.

Al coronar el col d'Arés era ya media mañana. El espectáculo desde la cumbre sobrecogía. Por el lado español se veían muchas montañas, encrespadas, como olas negras. Por el lado francés, todo se adivinaba dulce y tendido con praderas ensabanadas por la nieve y las lindes negras.

Nos encontramos a más gente de la que pensábamos, parados todos como en una explanada que hay allí. No sabíamos de dónde podían haber salido. Permanecían en silencio, envueltos en las mantas, todos de pie, no había dónde sentarse, algunos lo hacían sobre las maletas, los hombres, incluso los que estaban con traje y con abrigos, que eran de ciudad, llevaban sin afeitarse días. Apenas había mujeres, y niños vimos muy pocos. Casi todos éramos unidades rotas del Ejército.

El estado de las tropas era deplorable y la desmoralización completa. El grado de deterioro físico, lo mismo. Parecíamos desahuciados de todas las muertes, de todas las derrotas.

No sentía los pies, se me estaban congelando, y la manta era insuficiente. Clara me regaló un gorro. Supongo que sería el de un muerto. Se lo dejé a uno cuando salimos de Saint Cyprien.

Lo peor no fue el frío, ni siquiera la nieve, sino que se levantó una ventisca asesina. Fue como si de pronto a todos aquellos copos les hubiera entrado la rabia, se lanzaban contra nosotros, notábamos los picotazos que nos mordían en las manos, en la cara, en los párpados, picotazos tan fríos que parecían de fuego. Teníamos los ojos enrojecidos, lloraban sin cesar, lo mismo que las narices moquiteaban, pero la temperatura era tan extrema que se quedaba helada esa agüilla sobre el bigote. Hasta los malditos gendarmes daban pataditas para no congelarse, mientras esperábamos que abrieran la frontera.

Clara llevaba una petaca con coñac, pero se nos acabó pronto, y la última de las latas de leche condensada la encontramos helada al abrirla, llena de agujas de hielo, que hacía daño en los dientes al comerla.

Muchos venían heridos, estábamos al límite de nuestras fuerzas, pero nadie se quejaba. A muchos los piojos les abrasaban literalmente, y era una pena verles rascarse sin parar. Nos congregamos delante de la barrera. A lo primero no éramos más que unas trescientas o cuatrocientas personas, pero llegamos a juntarnos dos o tres mil. Del otro lado aguardaban los gendarmes, parados, fumando, con sus buenos capotes y sus guantes forrados de piel de borrego, daban pataditas al suelo, impacientes, haciéndonos ver que todo aquello que suponía para nosotros el destierro, para ellos no era en realidad más que un fastidio que esperaban resolver en cuanto finalizase su turno de trabajo. Nadie comprendía cómo aquel paso había estado abierto, sin guardias, durante una semana, y lo habían cerrado de repente. Cuando los gendarmes se quedaban fríos, entraban por turno en un barracón que habían improvisado, con una estufa de cuyo tubo no dejó de salir humo nunca.

Nos aconsejaron que lo tomáramos con tranquilidad, porque iban a tardar en abrirla. Como si las guerras tuvieran un horario de oficina. Fue creciendo el nerviosismo, y hubo quienes amenazaron con abrirse paso a tiros. Se formó una comisión de políticos y militares que, al tiempo que trataron de calmar a la gente, hablaron con los gendarmes, pero la obstinación de éstos estaba en proporción inversa a la cada vez más creciente indignación nuestra. Decían que dependían de la prefectura, y la prefectura, de París, pero como en el alto del col d'Arés no había teléfono, tenía que montarse un gendarme en un sidecar y bajar a Prats de Molló, donde había línea, y luego regresar.

Dieron las once y la barrera seguía tumbada.

Se acabó; los campos están completos, nos han desbordado, c’est fini, decían los muy cabrones, y movían en el aire las manos de adentro afuera, como dos cuchillas. Y algunos soltaban por lo bajo sus risitas de conejos, mientras fumaban con una indiferencia repulsiva.

Insistimos para que dejasen pasar a las mujeres y a los niños, porque veíamos que podían pillar una pulmonía o morir congelados. Ce n'est pas possible, messieurs, repetían una y otra vez, y nos daban la espalda por la vergüenza de no poder sostener nuestras miradas. Tres años de guerra revolucionaria para que al final un gendarme hecho de hígado de pato, sonrosadito y perfumado, nos dijera, c'est pas notre problème.

Hacia las doce vimos venir por la carretera de Camprodón una columna de hombres. Se habían echado encima unas nubes negras que lo ensombrecieron todo, más que mediodía parecía que fuese a anochecer en cualquier momento. ¡Qué sobresalto! A lo primero creímos que se trataba de los fascistas. La gente corrió a pasar la frontera, si fuese preciso por la fuerza, los gendarmes y una compañía de soldados franceses montaron el arma, todos gritaban, unos pedían calma, las mujeres estaban con el rostro desencajado por el miedo… Aquello tenía todo el aspecto de que iba a terminar mal, nosotros entre dos fuegos. Pero no. No eran más que quince o veinte milicianos que traían cuarenta o cincuenta prisioneros en una columna. Algunos de éstos venían vestidos con uniformes alemanes, dos más con uniformes italianos, y el resto eran civiles, de entre ellos uno que dijeron luego que era obispo, y los demás curas y frailes.

Llegaron a donde estábamos, y volvieron a desaparecer por donde habían venido. Al rato oímos, no lejos de allí, una descarga cerrada y sostenida de una ametralladora, y volvimos a verlos sin prisioneros, que dijeron habían dejado en libertad.

Hacia la una aparecieron los últimos milicianos. Caminaban despacio. En cuanto les reconocí, corrí a ayudarles. La mayoría venían heridos. Estaba Agustín con una herida en la cabeza, pero vivo, Julito sano, Portales sano, dentro de lo que cabe, Lechner sano también, los dos hermanos Escudero, uno con una herida en el cuello, de metralla, que le sangraba y le impedía hablar… Es chistoso, sí, habría dicho Pichón: todos los que yo dije que se salvarían. Sólo yo debería haber muerto. El capitán y los demás, con el grupo de Saturnino, todos muertos también, según contaron, ni siquiera pudieron replegarse y les embolsaron junto a la estación.

¿Por qué sigo vivo yo?

A las dos levantaron la barrera. Nos convocaron con un megáfono y uno de los gendarmes, que sabía español, fue enumerando: primero, había que depositar todas las armas, incluso las blancas, y que aquel al que se le sorprendiera con un arma sería conducido a prisión y deportado, después, a un regimiento disciplinario en las colonias; segundo, que a las mujeres se les conduciría a un lugar y a los hombres a otro.

Las débiles protestas que levantó entre las mujeres este punto quedaron apagadas cuando anunció que en Prats de Molló nos esperaban camiones con comida caliente y ropa para todos.

La gente sólo quería pasar de una vez y dejar atrás la pesadilla de la guerra. Empezamos a cruzar, pero todo eso resultó desesperadamente lento. Uno, que me acuerde ahora, llevaba en un carrillo de albañil una cómoda de sacristía, tan grande como un catafalco. ¡Y tuvo que subirla todo el puerto! ¿A quién se le puede ocurrir marcharse al destierro con una cómoda, sacarla de casa, bajarla, ponerla en un carrillo y arrastrarla durante kilómetros? A su lado iba un tipejo de corta estatura pero musculoso que llevaba al hombro, como si fuese el cuarto de un buey, un reloj de pared tan grande como él. Tenía una patena dorada, que durante unos instantes reflejó toda aquella escena, como un espejo. ¿Adónde iría con aquel reloj? La gente tiene algo con los relojes, si se piensa. Yo me llevé uno en Tarancón. Pichón, aquel despertador, antes de que lo mataran; luego el del col d'Arés… Es todo muy misterioso. En mi caso por lo menos el reloj era de pulsera, pero los otros dos, un despertador, uno de pared…

Y a eso venía todo esto que acabo de contar ahora, porque fue ahí donde perdí el mío.

Ayer lo dejé aquí, porque iba a ser largo, y me entró el sueño. Ya es otro día. Sigo. Fuimos pasando de uno en uno. Los que llevaban armas tenían que dejarlas en unos montones

que se habían ido haciendo a mano izquierda, al pie mismo de la barrera.

La mayor parte eran fusiles, pero también pistolas, y el armamento semipesado, ametralladoras y morteros, se puso al otro lado. No se oía una mosca, sólo el ruido de las botas en el suelo helado, y la gente pasando en fila, sin detenerse, sin echar la vista atrás para no ver España por última vez. Estábamos con el corazón encogido, fue un momento en el que a todos nos embargó la emoción, pero los gendarmes decían, allez, allez, igual que si fuésemos ocas, y no respondíamos nada, pero allí se quedaba como quien dice, en aquel montón de armas viejas, muchas orinecidas ya, todo lo más sagrado por lo que habíamos luchado.

A algunos de los gendarmes se les escapaba una risita, parecían decirnos, ¿qué pensabais, estúpidos, que las revoluciones se ganan así como así?

Entonces ocurrió una cosa imprevista. Cuando aún quedábamos más de la mitad por cruzar la frontera, vimos asomar en el último repecho los camiones fascistas.

Fueron minutos de angustia e incertidumbre. Los que faltaban por pasar, corrieron a pasarse, los gendarmes trataron de contenerlos, porque no querían que nadie se pasara con las armas. Los fascistas se pararon a unos cien metros. Apagaron los motores. El silencio de las montañas cayó sobre nosotros como una losa de piedra. Comprendimos que todo iba a acabar ahí. De los camiones descendió una compañía de hombres que formó allí mismo. Algunos de los nuestros, que habían pasado ya, volvieron sobre sus pasos, cogieron de nuevo el arma y se pusieron a proteger a los últimos. Yo mismo tomé una pistola y dos granadas, y me uní a ellos.

¿Por qué no dispararon? Se limitaron a vernos pasar. Lo hicimos reculando, despacio.

Uno de los guardias, viendo que yo no me desprendía de la pistola, me chucheó como a un perro, y me dijo, eh, tú, tiga el agma.

Le pedí disculpas, y allí quedaron la pistola y las granadas, pero no satisfecho con esto, me cacheó y se puso furioso cuando su mano palpó en el bolsillo una de las latas de carne. ¿Qué pensó que era? ¿Otra granada? Lo mismo hizo con Lechner, que iba detrás de mí. Le cacheó, y a él sí le encontró la pistola. Yo creo que se le olvidó también, con el nerviosismo de tener a los fascistas detrás. El gendarme puso mala cara y habló con un sargento, un tipo mal encarado que nos vio a los dos y ordenó que nos llevaran a la caseta.

El sargento era un hombre corpulento de unos cincuenta años, de semblante sonrosado y una boca pequeña y colorada, como si se la pintara con carmín. Nos trató como a criminales. ¿Para qué queríamos pasar una pistola a Francia?, preguntó. Para asaltar bancos, le respondió Lechner muy serio.

No hizo el menor gesto, se sentó tras un improvisado escritorio, en el que metió un emparedado de cuartillas y calcos de papel carbón. Pero luego se quedó extrañado, porque Lechner le había hablado en un francés impecable.

A nuestro lado esperaba también un periodista. Le habían incautado unos prismáticos porque eso se consideraba material de guerra, y la máquina de escribir, porque era instrumento para la propaganda política. No hacía falta ser un lince para descubrir en los ojos de los gendarmes el brillo de la codicia, los destellos de la rapiña y el botín.

Cuando acabó con el periodista, nos quedamos a solas con el sargento.

Volvieron a registrar a Lechner. Luego me cachearon a mí. Lo único que llevaba de valor era la lata de carne, este cuaderno, los dos lápices que me había regalado la muchacha del Cuartel General, las cartas que me había entregado Almada… Y, claro, el reloj.

Hizo que me lo quitara. Lo examinó concienzudamente, como un perista. Lo sopesó, se lo acercó a la oreja para comprobar si funcionaba, se lo metió en el ojo, como los joyeros, y lo inspeccionó por todas partes. Cuando dio con los contrastes, me reclamó la factura de compra.

Eso era absurdo, porque a ver qué francés lleva encima las facturas de su reloj, pero aseguraron que se estaba produciendo un gran número de robos y que iban a tener que quedárselo en depósito, hasta que se le presentase una factura o documento que probase que aquel reloj era mío… o, en su defecto, una fianza, en metálico, allí mismo. Desde luego, nada de dinero republicano.

Sinvergüenzas, ladrones, salimos del docker con la seguridad de que acababan de robarnos y con un resguardo en el que sólo figura un número, el 128765 y el membrete y el sello de la prefectura, que ahora me sirve para señalar la página de este libro y donde no dice nada de un reloj; además, hace quince días lo presentó Lechner en la prefectura de Toulouse, para recuperarlo y venderlo, pero le dijeron que tendría que ir con esa papeleta a Le Boulou, y que ellos no tienen nada que ver en ello. Cuánto cinismo.

A mí lo del reloj no me preocupa, se ha ido como había venido; la suerte me lo dio y la suerte me lo quitó. Pero fue sobre todo la manera en que me lo quitaron lo que me encocora todavía.

Cuando salimos del barracón vimos que se habían acercado los fascistas y confraternizaban con los gendarmes, y brindaban con ellos mientras izaban la bandera monárquica. Fue una cosa repugnante. En ese momento llegó de la parte española un coche del que descendió un tío tieso, un figurín, se movía sin doblar la cintura, como si fuera un general con tortícolis, y no era más que un teniente coronel. Cesaron los cánticos, se depusieron las botellas de coñac, y todo el mundo se le cuadró y se quedó tieso como una vela. Aquello era disciplina. Venía a reclamar las armas y demás material militar a los franceses, cosa que me parece bien. Se lo he dicho alguna vez a Lechner, después de ver cómo nos tratan los franceses, prefiero que se queden con ellas los fascistas antes que los franceses, por lo menos son españoles, y los franceses son igual de fascistas.

Mientras nos alejábamos de la frontera, oímos que cantaban, y nos preguntaban a voces que de qué teníamos miedo y de qué salíamos huyendo y si no había huevos para quedarse…

He oído ruido en la puerta. Podría ser Lechner. No. Era madame Blanche, la vecina, se ha marchado hace un rato. Cuando se enteró de que estábamos aquí dos milicianos españoles se puso a nuestra disposición para lo que necesitásemos. Madame Barbizon no la puede soportar, y menos que me ofrezca de vez en cuando alguna golosina, como ahora, que me traía en un plato un poco de flan que ha hecho esta mañana. Si por mi patrona fuese, me dejaría morir de hambre. Me lo ha dejado encima de la mesilla, para que me lo coma cuando me entren ganas. Como madame Blanche hay mucha gente del pueblo que está con nosotros, pero las autoridades están con los fascistas. Han llegado a acuerdos secretos, y acabarán deportándonos a todos, de eso no hay la menor duda.

El marido de madame Blanche es también socialista, empleado de los ferrocarriles, pero él raramente puede venir a verme; tiene el turno de noche. Es una mujer de aspecto frágil, por lo flaca que está, pero es animosa, emprendedora, todo lo contrario que la bruja; siempre amable, me pregunta cómo estoy, qué necesito, incluso se disculpó por no podernos recoger en su casa, demasiado pequeña; en fin, cuando está uno necesitado como lo estamos nosotros, se trata a gente bonísima que de otra manera no habríamos conocido. Tiene ese lado bueno esta desgracia nuestra, y esa es la parte que yo quiero ver ahora.

Madame Blanche me ha contado que ha oído por la radio que el gobierno de Franco está haciendo ofrecimientos para que nos volvamos a España. Ella, por un lado, pensaba que si se puede volver, lo mejor sería que nos volviésemos, pero en cuanto le he hecho ver que Franco miente, y miente el gobierno francés, ha cambiado de opinión. En cambio, Madame Barbizon fue enterarse de eso y empezó a gritar y decir que era una vergüenza lo que estaba pasando en Francia, y que nos íbamos a quedar con todos los puestos de trabajo y con todo, y que lo mejor era que nos expulsasen de aquí de una vez, porque habíamos llenado la Francia de malhechores, asesinos y mangantes.

Mis planes son reponerme en primer lugar y luego marcharme a América. Cuba me gustaría, quién sabe, las cosas que uno ha oído decir, las mulatas, el clima, no hacer nada, bueno, me da la risa a mí mismo. Es como meterme en la boca un trozo de nada y figurarme que estoy chupando un caramelo. Se me ha llenado el alma de saliva. Pero no sé cómo voy a salir de Francia; tendría que trabajar lo menos diez años, y tal vez a fuerza de economías espartanas llegara a poder pagarme un pasaje.

Esta noche vino a verme Faustíno, el Fausto. Va a hacer un año que le mataron.

La primera vez que vino a visitarme fue en Prats de Molló, junto al río, con aquella nevada horrible, creyendo que nos moriríamos, nada más pasarnos. Al principio no sabía si era el Fausto o yo mismo, ya muerto. Pero en Saint Cyprien empezó a hacerse una cosa habitual; apenas me dormía, allí estaba el Fausto, y a veces no necesitaba dormirme, me quedaba mirando las olas y él salía del mar para estar un rato conmigo. Lo primero que pensé es que me estaba volviendo loco. Ha enloquecido tanta gente… Cuando Fausto viene a encontrarse conmigo, no le veo como un muerto, no aparecen cementerios ni iglesias, ni escenas sombrías y tristes. No salen ciudades vacías ni siniestras, por la noche, ni sombras en las paredes, ni faroles con la llama culebreando sobre el mechero. Viene siempre a plena luz del día. La gente le trata lo mismo que me trata a mí. No hay distingos para él, que está muerto, y para mí que estoy vivo. Es todo de lo más habitual. Un día estamos en Las Vistillas, en un baile. Otro nos sentamos los dos a comer un poco de longaniza con un vaso de vino en una taberna de Curtidores. Ayer estábamos juntos en Cuba, llegábamos en un barco y cuando íbamos a enfilar el Morro vinieron a recibirnos los indígenas, montados en canoas y con collares de flores en el pescuezo. En la aduana del puerto nos esperaba un misionero y el gobernador, que era don Juan Negrín, que nos llevaba a unas plantaciones de cocos, que nos entregaba para que las explotáramos, así como un montón de mulatas para que nos casásemos con ellas; venían cantando aquel cuplé, «como en el Congo se suda tanto… Al Congo, al Congo quiero ir»; Negrín vestía un traje blanco, de hilo, impoluto, con un sombrero panamá. Nosotros en cambio llegábamos como náufragos, con las ropas del frente, sucios, yo con mis botas descosidas, Fausto con las alpargatas azules, las mismas que llevaba el día que le mataron cuando fue a por vino.

Por eso digo que me gustaría ir a Cuba. Cuando alguien como Fausto viene a verte y te insinúa que Cuba mejor que Puerto Rico o que México, pongo por caso, es por algo.

También juego con Faustino todos los días, después del almuerzo, con una baraja que me ha dejado madame Blanche. Jugamos a las siete y media. Me gana casi siempre. Madame Barbizon, que me ha visto que le doy cartas a un muerto, cree también que me he vuelto loco. Pero yo doy las cartas por los dos, y vueltas las suyas, pido por él y por él me planto, y así, mientras dura ese rato, Fausto está conmigo y no enterrado en Tejar del Duque.

Hoy Hélène ha venido a hablarme a cada rato. Su madre se había ido al mercado y tardaba más de la cuenta. Me pregunta si voy a quedarme mucho tiempo. Desde luego que no, pero no se lo he dicho, porque sé que eso le apenaría, sin contar con que si su madre se entera de nuestros planes, lo mismo cree que quiero marcharme sin pagar lo que le debemos. Como Lechner no venga pronto, no sé cómo voy a arreglármelas. En Toulouse funcionan varios centros de acogida al refugiado, donde dicen que se reparte dinero, ropa y comida, pero no pueden hacer mucho, dado el número infinito que somos.

Nadie que no haya pasado por esto puede figurárselo. Nos prometen cosas, ayudas, pasajes, ropas, y nadie lo cumple.

Después de lo que nos pasó en la frontera, que nos robaron vilmente, nos dejaron allí tirados. Nos habían asegurado que vendrían camiones por nosotros para llevarnos a unos campos con barracones, y que nos iban a dar una comida caliente. ¿Llegaron los camiones? ¿Nos dieron comida caliente? La primera comida caliente que tomé en Francia fue a los cuatro días, en Saint Cyprien, un plato de tapioca sin sal y un pedazo de pan, negro y podrido. Yo no había visto que el pan se pudiera pudrir, pero aquél lo estaba, con unos gusanos negros y duros que había que quitar con el dedo, para no comértelos, aunque había quienes decían que no estaban mal, que eran crujientes, como si te comieras garbanzos tostados. Eso lo decían para ver si se te despertaba el asco y se lo dabas a ellos.

¿Y los camiones? Nadie sabía nada, no había camiones para llevarnos a ninguna parte, no había alojamientos ni barracones’ como nos habían prometido. Pero el día que nos pasamos no pudimos ir a ninguna parte, porque no sabíamos dónde estaba eso. Los gendarmes acabaron por marcharse, vinieron a buscarles en camiones, a ellos sí, y se los llevaron. Les dijimos, qué hacemos nosotros aquí, llévennos. Dejarnos allí era como decidir que nos muriéramos. En cuanto empezó a hacerse de noche, las temperaturas bajaron a quince bajo cero, a veinte bajo cero, a mil bajo cero. Nunca había hecho tanto frío. Estábamos arrecidos, no podíamos ni sujetarnos el barboquejo, porque los dedos se quedaban helados, como carámbanos, y te dolían las uñas, como si nos las arrancaran.

Nos juntamos con unos que estaban igual que nosotros. Uno de ellos iba enfermo, le dolían los brazos y las piernas, y decía que tenía un dolor agudo que se le clavaba en la espalda. Se llamaba Lorenzo. Nos turnamos entre todos para bajarle a Prats de Molló, confiados en que allí habría comida, barracones, médicos, como nos habían asegurado los franceses.

Pero en ese pueblo la confusión era total. Cuando llegamos, hacia las tres, nos encontramos a diez o quince mil refugiados como nosotros que erraban como locos por las estrechas calles sin decidirse a nada, esperando un milagro. Los paisanos franceses no se atrevían a salir de sus casas, y cerraban puertas y ventanas, y no las abrían por nada del mundo, atemorizados de que pudiésemos saquearlas.

Algunos nos preguntábamos, qué hacemos aquí, vámonos a otro pueblo, en alguna parte habrá un lugar donde quieran dejarnos pasar la noche, pero era ya demasiado tarde para asomarse, porque a las cuatro empezó a anochecer. Se estaba consumando en nosotros un crimen, el más antiguo de todos: el de la traición. Los franceses nos traicionaron.

En nuestro grupo éramos ocho. No se sabe cómo se forman los grupos, pero se forman. Te metes en uno y le sigues. Los demás hacen lo mismo, y si alguien se pierde, los del grupo le buscan, y si quiere entrar uno nuevo los del grupo lo deciden. Pero cuando el grupo se forma, se forma porque sí, sin que nadie diga nada. Eres un desconocido los primeros cinco minutos; a los diez, ya eres un camarada por el que seguramente se dejarían matar los otros, lo mismo que tú por ellos, si fuese preciso.

No teníamos nada. El reloj nos hubiera sacado de un apuro, porque los mismos vecinos que se cerraban a cal y a canto, y no abrían sus puertas, aparecían por ensalmo en cuanto vislumbraban el destello del oro. Fueron momentos para algunos cambios ventajosos, una pulsera de oro por cuatro huevos y un paquete de sémola, un reloj también de oro por media libra de chocolate, un pan y un salchichón, un solitario con un brillante por medio pollo, y una pitillera por treinta francos, lo que costaba un billete de tren para Toulouse…

Al lado del pueblo había unos prados, junto al río. Así que decidimos, pasamos aquí la noche y mañana vendrán a por nosotros.

Nevaba mucho. Hacía tanto frío que la nieve se posaba en los párpados, en los labios, sobre las manos, y no se derretía. Llevábamos nieve en los hombros, encima de la cabeza, sobre las botas, como sí fuésemos espantapájaros.

Se nos amorataron los labios, los párpados se pusieron de color azul, las mejillas se quedaron lívidas, la nieve hizo que pareciésemos los muertos de un campo de batalla.

Lorenzo, el chico enfermo, se sentía cada vez peor. Fuimos a ver al cura de Prats.

Resultó como todos los curas, parecía vivir aquellos momentos tan dolorosos para nosotros como una apoteosis, jubiloso de que el Señor hubiese querido ponerle a prueba con aquel extraordinario cataclismo de dimensiones bíblicas, el éxodo de Moisés al lado del nuestro era nada, el maná no sólo no nos daba vida, sino que en forma de nieve nos la quitaba, fue para él como una distinción señaladísima del Altísimo reunir en su iglesia un rebaño tan grande de almas descarriadas. La iglesia era de mediano tamaño, había mandado retirar los bancos y estrados, y en batería, sobre el suelo, había metido lo menos a doscientas personas, ayudado por un pequeño ejército de mujeres del mismo Prats que le obedecían solícitas. En cambio, no consintió que se hiciese fuego dentro, lo cual era casi peor, porque la iglesia, con las paredes de piedra negra y desnuda, era como una sepultura fría y húmeda. Era un cura bajito, casi enano, llevaba un jersey de lana encima de la sotana, para abrigarse. Nos explicó que no podía hacerse cargo de ningún herido más, porque ya veíamos cómo se encontraba la iglesia. Se daba mucha importancia, yo diría incluso que se sentía feliz con aquella cruz que Dios había tenido el buen acuerdo de mandarle, una cruz sobre todo tan liviana, porque los que nos moríamos éramos nosotros, nosotros éramos los que estábamos heridos y hambrientos. Él en cambio iba repartiendo bendiciones a uno y otro lado, conforme los heridos se nos iban muriendo. De modo que nos dijo que no le molestáramos más, que no podía hacer nada ni por Lorenzo ni por nadie y que… ¡qué gran desgracia, hermanos!, y que los caminos de Dios son inescrutables.

Cuando comprendimos que el cura no nos ayudarla, nos dirigimos a un lugar que llaman Vallespir, junto a la carretera, en un campo extenso que había junto al río Tech, que bajaba más crecido que nunca, con aguas verdes que daba miedo mirarlas, rompiéndose entre pedruscos gigantescos.

La noche se echaba encima con sus ansias, así que cortamos unas ramas de árboles, las clavamos en el suelo como se pudo, las sujetamos con unas piedras, y con eso y unas mantas que pusimos por encima fabricamos dos tiendas para pasar la noche, cuatro en cada una.

Tratamos de hacer una hoguera, añascando de aquí y de allí leña, pero la que había y en abundancia, era verde, estaba mojada, y no ardía. Todo estaba tan negro, que no nos veíamos ni siquiera nuestras propias manos. Lechner, que sabía que tenía este cuaderno, me pidió que arrancara unas hojas, para hacer la lumbre. Yo me acordé de las cartas de Almada. Así que fuimos quemándolas una a una. ¿De la novia?, me preguntó uno. Y yo dije que sí, pero no de quién. Gracias a las cartas pudimos hacer un fuego mediano. Quemamos todas menos dos, que siguen en mi poder. No creo que Almada viva todavía, de vivir no creo que volviera a encontrar a su novia y no creo tampoco que yo mismo vaya a quedarme en esta vida para hacer de cartero, así que, Almada, siento lo de tus cartas. No será lo único que perderá esa mujer. Por lo menos sirvieron para transmitir algo del calor que llevaban dentro. Esa noche pusimos en común lo que teníamos para comer, yo la lata de carne y lo que me quedaba de la de leche, y ellos unas cortezas de pan, la golosina de unas aceitunas, que aunque sin aliño estaban buenas, y, en fin, lo que pudimos juntar. Mezclamos la leche con agua, la calentamos en unos botes y esa fue la cena de Lorenzo, y lo que sobró de ella, la de los otros siete.

Al enfermo lo acomodamos en la tienda y le arropamos lo mejor que pudimos con nuestras mantas y capotes, pero el suelo estaba empapado y, pese a tejer una alfombra de ramas, la humedad subía de todos modos y se nos clavaba en los pies, en las piernas, en la espalda. Tampoco podíamos movernos, porque el espacio era tan reducido y la estructura tan endeble, que temíamos dar con todo en el suelo al menor movimiento brusco.

Como gallinas que duermen a la intemperie un día de invierno, apiñadas para darse calor, nos pegamos unos con otros, y a Lorenzo, cada vez peor, lo dejamos en el centro. Le castañeteaban los dientes. Le decíamos, tranquilo, mañana te llevan al hospital. El hombre no respondía, ni siquiera se quejaba. De cuando en cuando gemía un poco, como un gatito, ay, ay, ay, pero con una voz tan apagada que parecía una hoja seca.

A eso de las dos de la madrugada se levantó un aire fuerte. No sé cómo, se encajonaba en el río y nos traía bayonetas de acero frío, que se clavaban en el pecho y nos hacían toser de dolor. Eran dos fríos, apoyados uno en otro, el que hacía y el que se redoblaba cuando soplaba el viento. Éste es peor que la nieve, que el hielo, que la lluvia. Entraba por todas las rendijas, las mantas que habíamos puesto encima de los palos a veces se volteaban y dejaban al descubierto una vía de aire, entonces el que estaba más cerca tenía que levantarse y recomponer el desperfecto, como náufragos condenados toda la vida a achicar agua. Así y todo, logramos dormir algo. Poco, a trozos, diez minutos, otros cinco, un minuto. Cada minuto de descanso era como una bendición. Yo pensaba, sólo un minuto. Pero en ese mismo momento, cuando acababa de pensar eso, me preguntaba, ¿cuánto he dormido?, y preguntaba alguien, compañero, ¿falta mucho? Y no sabíamos si preguntaba si faltaba mucho para morir o para que amaneciera.

El viento dejó de soplar al amanecer. Fue ese momento. Yo creo que fue gracias a Lorenzo y que él tenía fiebre y nos daba algo de su calor, por lo que no morimos esa no che. Pero cuando nos dimos cuenta, el que se nos murió fue Lorenzo. A las dos, cuando se levantó el airón, Yo le puse la mano en la frente y la tenía caliente. Hay gentes que se mueren ayudando hasta el final. Otro y yo le teníamos abrazado, y no sé cómo, de repente, el otro me dijo, tú, creo que éste se ha muerto. Y estaba muerto.

Di la noticia a los demás. No había amanecido todavía. Junto a la nuestra, había unas docenas de tiendas a lo largo del río. Algunos encendían las primeras fogatas. Había caído una gran nevada durante la noche, y aún revolotea han en el aire sombrío unos cuantos copos, errantes y sin sosiego, como nosotros. Los mismos troncos que se quemaban en las hogueras tenían posada la nieve encima; parecían halcones. La sombra de las montañas se espesaba en un silencio mortal que no conseguía destruir el estruendo del río, rompiéndose entre las rocas.

Sacamos el cuerpo del pobre Lorenzo fuera, lo dejamos así y nosotros esperamos a que se hiciese de día. Pedimos unas brasas, y encendimos una lumbre propia.

En cuanto se rompió el cielo con las primeras luces, llevamos el cuerpo de Lorenzo a la iglesia, que distaba de donde estábamos lo menos un kilómetro. Encontramos al cura enano diciendo misa.

Eran las siete y media de la mañana. Nos ordenó que dejáramos a nuestro camarada en el cementerio, y a nosotros nos dio un poco de dinero, para que comprásemos algo de comer. Después de todo, no era lo que parecía.

El cementerio de Prats es pequeño. Habían llevado unos cuantos muertos más, así, los habían dejado a un lado, vestidos como habían venido, estaban tiesos, parecían las traviesas del tren, rígidos, arrumbados unos contra otros, con los brazos sobre el pecho doblados, como cuando se ponen de pie las liebres. Dos, que yo recuerde, eran niños de no más de siete años. A los dos los habían cubierto con la misma manta, pero llegó una mujer con una criatura en brazos y pidió a los padres de uno de los chicos muertos si podía llevársela, y se la dieron.

El amanecer nos sorprendió a la salida de Prats de Molló, una claridad sucia y cenicienta que fue bajando de las montañas hasta manchar por completo los caminos y las masías que íbamos encontrando.

Seguimos juntos los del grupo. En el grupo basta con que uno diga vamos, para que le sigan todos. En el dolor ocurre lo mismo: sufre uno, y al momento tiene junto a sí a otro que sufre.

No teníamos ganas de nada. Lo de la muerte de Lorenzo nos impresionó a todos. Mira que hemos visto muertos. Piensa uno, me acostumbraré. Pues no. No se acostumbra uno jamás. Cada vez que se muere uno, eres tú el que te mueres también, y empiezan a venirte pensamientos malsanos, piensas en casa, en los tuyos, en cosas de antes, de cuando eras chico, y los pensamientos tristes, porque son tristes, y los que son alegres, porque te recuerdan tiempos pasados mejores…

Empezamos a caminar, sólo para sobrevivir, sin que supiéramos adónde dirigirnos. Detrás de nosotros fueron sumándose todos, a cientos, se nos pegaban en los pueblos por los que pasábamos, y nos mezclábamos con otros que venían ya por el carril de su órbita oscura. Muchos eran reclutas emboscados, procedentes de los infinitos destinos de retaguardia, desertores amnistiados, ex prisioneros y movilizados de quintas antiguas y sin ninguna moral de combate, todos desconocidos entre sí, sin coherencia ni confianza mutua. No sabíamos adónde llevaba aquella carretera, pero sabíamos que no podía ser peor que lo que dejábamos atrás. Llevábamos lo puesto, lo mismo el miliciano que el que había sido ministro, la muchacha de servir que la señora. Nadie nos dijo nada, no había gendarmes y las autoridades francesas no aparecieron por ninguna parte.

Los primeros gendarmes hicieron acto de presencia en un cruce de carreteras, para impedir que tomáramos ninguna otra que no condujese a los campos.

Igualmente nos tropezamos con coches o camionetas de paisanos franceses, que se detenían con curiosidad para vernos marchar. Algunos de éstos, compadecidos, nos dieron dinero; otros, conociendo nuestras penalidades, trajeron víveres, huevos duros, pan, aunque aquellos socorros se diluyeron en la inmensa penuria como una gota de agua en el océano. Cuento esto porque sé que ocurrió, pero ni a mí ni a ninguno de los que íbamos juntos ese día nos amparó ni nos socorrió nadie. Así que estuvimos todo el día sin probar bocado.

En Amelie-les-Bains estaba previsto que nos montaran en un tren, pero nos obligaron a recorrer a pie los veinticinco kilómetros que aún nos faltaban hasta un pueblecito que se llama Argelés, donde nos aseguraron habían sido levantados barracones de madera.

Gracias a tales promesas se nos hicieron menos penosos los últimos kilómetros. A medida que llegábamos a nuestro destino fuimos añadiéndonos a una corriente general. No hay palabras para explicarlo. Como no se haya vivido, no se puede uno hacer una idea de lo que nos encontrarnos. Éramos miles, decenas de miles, centenares de miles. Milicianos, civiles, mujeres, niños, ancianos, gente del pueblo, pero muchos también hombres de cultura, intelectuales, sabios, médicos, ingenieros… Todos mezclados, no nos atrevíamos ni siquiera a mirarnos a la cara, por no descubrir en los demás nuestro propio desastre. Íbamos a la deriva, era como si flotáramos después del naufragio en un mar helado y negro. Las mujeres atendían a los viejos y a los niños, los hombres cargaban con los bultos de la familia. A veces un hombre llevaba en brazos a una vieja, o un viejo conducía de la mano a un niño, o era el niño quien conducía al abuelo. Las criaturas con los pantaloncitos cortos y las falditas cortas enseñaban las carnes desnutridas y amoratadas, en las que sobresalían los huesos de las rodillas con sus curvas picudas. Nos preguntábamos, ¿por qué hemos dejado las armas? Creo que lo que más nos hundió fue el reconocimiento del error: no deberíamos haber pasado a Francia. Fue una humillación, de la que no hemos salido. Claro que después, sobre todo a raíz de que cayera Madrid, se han levantado voces que aseguran que hemos luchado al límite de nuestras posibilidades. Sí, pero lo que me pasa a mí le pasa también a otros muchos: no teníamos que haber tirado las armas, no teníamos que haber salido. Esto es lo que ha volteado el entendimiento a tantos y les ha destruido para siempre. No fue lo peor el cansancio, el frío y el hambre. Lo más inhumano fue y es, en mi modesta opinión, nuestra propia desmoralización, pues a nadie le cabe en la cabeza que, siendo nosotros los mejores y los más numerosos, hayamos perdido la guerra. Ellos tuvieron a Italia y Alernania. Cierto. Pero nosotros teníamos la razón y detrás a todo el pueblo, y nos han destruido. Nos desayunarnos con el amargo aguardiente de la verdad, y eso es lo que nos espera de cena. No nos atrevíamos a mirarnos unos a otros a los ojos, para no encontrar en los demás los reproches que nacían sólo de nosotros mismos. Las enfermedades del otro eran las tuyas, su angustia, la tuya, sus desgracias eran tuyas, a todos nos habían matado a alguien, todos dejábamos atrás todo, fue horrible, pero más que nada la culpa. Nos vemos aquí, y ninguno se siente merecedor de lo que nos está pasando. Son dos cosas extrañas al mismo tiempo: uno siente sobre sí la quemadura de la culpa por algo de lo que no es culpable. Es como el viento de aquellos días primeros en el campo. El frío era una cosa, y el viento, otra, que venía a redoblar el frío. Nosotros tenemos dos culpas, la nuestra, y la de sentir esa culpa como una cruz, pues ninguno de nosotros es culpable de nada, ya que no hicimos otra cosa que defendernos del fascismo. Le he dado a eso vueltas y más vueltas en la cabeza, y no acabo de entenderlo. Nos han combatido con las peores armas, la traición, los mercenarios, la iglesia, y las potencias, unas por fascistas y otras por cobardes, nos dieron la espalda, y por tanto estamos aquí por todas esas causas. Nos obligaron a hacer una guerra que no queríamos y que ellos empezaron. Eso es así. Pero al mismo tiempo se siente uno culpable por no haberlo dado todo. Y no lo hemos dado todo, puesto que seguimos vivos. Eso se lo oímos al Campesino. Y tenía razón. Es el mayor dolor que nos queda. Bueno, pero me he ido por las ramas. Ya habrá tiempo de hablar de esto.

Madame Barbizon acaba de llevarse los platos de la comida. Otra vez me ha recordado que ella no es una enfermera. Siempre comemos lo mismo. Yo no había dicho nada, pero cuando he visto que eran otra vez lentejas, me ha preguntado algo que no he entendido, pero que sonaba a: ¿El señorito querría seguramente pato a la naranja? Lo mejor es no responderle nada, que es lo que hago yo. Le sonrío de una manera imprecisa, que no me compromete.

Dentro de dos horas vuelven los chicos de la escuela, y en la casa se acaba la paz.

Estaba en el momento en que íbamos ya hacia Argelés y Saint Cyprien.

El tiempo en absoluto mejoraba, si acaso, empeoró, la nieve se convirtió en aguanieve a medida que nos acercábamos al mar, y las bajas temperaturas, movidas por un viento constante que se impregnaba de humedad, descendieron más todavía.

No pudo ser. Me cogió el sueño, y me acabo de despertar. Deben de faltar unos minutos para que los chicos regresen de la escuela.

He preguntado si había venido Lechner, pero no hay nadie en casa. Estoy con la puerta cerrada. Se hace duro guardar cama, sin poder moverte. Piensas mucho, te acuerdas de cosas, no haces más que darles vueltas y vueltas.

Ya es otro día y Lechner tampoco vino por la noche. Voy a poner en orden mis recuerdos, y de paso me ocupo en algo.

Mis botas, con aquella marcha, acabaron por desarmarse, lo que no parecía importarles, porque las suelas le sacaban la lengua a todo. Me refiero a cuando nos dirigíamos de Amelie-les-Bains a Saint Cyprien. En una guerra lo más importante, tanto o más que el arma, son las botas. Yo intenté quedarme con las de Lorenzo, pero no eran de mi número, y ésas se las llevó otro, y los muertos que estaban en el cementerio de Molló estaban descalzos, porque otros se las habían llevado antes.

Con el frío los piojos se amotinaron y tomaron por asalto el palacio de invierno. De eso hacíamos incluso chistes. Yo notaba en las ingles sus incesantes paradas militares, que festejaban la conquista, y en las axilas, sobre todo, donde estaban de guarnición, vivaqueaban y rancheaban a placer, parecían haber levantado una carpa donde se banqueteaban a todas horas en un festín ininterrumpido. Mientras marchaba, lo cierto es que apenas los sentía, pero en el momento en que parábamos un rato al borde de la carretera para descansar, se ponían de acuerdo y era como si me vertiesen un ácido sobre la piel desnuda que me abrasaba, sin que pudiera exterminarlos del todo, porque por más que el escrutinio era severo, cada noche me dejaban el cuerpo sembrado de liendres y ronchas exageradas, y hasta que no herví todas las ropas en Saint Cyprien, y eso fue ya tres semanas después, padecí los piojos como un suplicio.

Al principio nos habían dicho que nos recogerían en Argelés, pero de Argelés nos mandaron a otro lugar que llaman Saint Cyprien. Diez kilómetros más. Hubo gente que, desesperada, quería quedarse a dormir en la carretera, quienes decían, ya no podemos más, nos paramos aquí, seguid vosotros, que os alcanzaremos. Habían decidido morirse allí mismo. Había que quedarse con ellos y preguntarles, compañero, ¿qué tal todo?, ¿todo bien? Y hablabas un rato con ellos. Les animábamos, les levantábamos del suelo y tratábamos de distraerles con un poco de conversación. Nosotros hicimos sesenta y cinco kilómetros en dieciséis horas, sin detenernos. ¿Cómo? No se me pregunte, pero los hicimos.

La gente de los pueblos y aldeas se asomaba a las ventanas para vernos pasar. Si hablaban, lo hacían en un susurro, por respeto, como si fuésemos de una procesión de cristos sangrantes. Las mujeres daban algo de comida a sus hijos pequeños, para que éstos nos la entregaran. Lo hacían, yo creo, para no humillarnos, pues parece que lo que te da un niño es menos limosna que lo que te da un hombre como tú o una mujer. Repito que esos pequeños socorros no sirvieron de mucho, porque no creo que alcanzaran ni a un uno por ciento del elemento refugiado, y lo cuento no porque lo viera, sino porque me lo contaron.

Llegamos a Saint Cyprien de noche. La impresión que nos causó el campo fue grande, temimos habernos equivocado, porque no creo que el infierno pueda tener un aspecto diferente. A las mujeres antes de llegar a Saint Cyprien las desviaron a otro lugar. Pasamos las primeras alambradas. A la puerta habían levantado dos barracones provisionales, uno a cada lado, para los gendarmes, no más grandes que unas letrinas, en los que había espacio únicamente para una estufa, una silla y una pequeña mesa sobre la que brillaba pobremente un candil de petróleo, como el de los ferroviarios. Nadie nos preguntó nada. Allí se podía entrar, pero no salir. Al pasar entre los primeros grupos, a todos se nos encogió el corazón, porque creíamos que ya estábamos muertos, aunque no lo supiéramos. La alegría primera de encontrarnos con tantos compatriotas y hacernos la flusión de que España estaba allí más presente y viva que en lugar alguno, dio paso a un sordo sentimiento de acabamiento y final. Era como un gigantesco depósito de cadáveres, sólo que los cadáveres estaban en pie, parados en el aire helado, mirándonos a los que llegábamos. Algunos preguntaban de dónde salíamos, si traíamos noticias nuevas, si por un milagro las cosas detrás de nosotros habían cambiado y podríamos volver ya. Pero nadie respondía. Se nos quedaban mirando, nosotros les mirábamos a ellos, no se movían ni siquiera para dejarnos paso, les costaba desplazar un brazo, arrastrar el pie unos centímetros sobre la arena era un esfuerzo ímprobo para todos.

Eran muchos los que creían que íbamos a volver en una o dos semanas. ¿Cómo podrían figurarse una cosa tan absurda? Pues lo creían. Para sobrevivir y no tener que morirse en una tierra extraña.

Habían alambrado una gran extensión de la playa, no sé, uno o dos kilómetros, con doble fila de alambres, los muy perros, y allá nos metieron. Pero antes nos vacunaron en una de aquellas letrinas, salió un médico con una bata blanca sucia, nos ordenó que nos levantáramos la manga, llevaba una jeringuilla como yo no había visto jamás, grande como la de los churreros, lo menos para un litro de vacuna. La gente se dejaba clavar la aguja sin soltar la maleta, y cuando preguntamos dónde repartían la comida, nos respondieron que se distribuiría por la mañana. Les informamos, no hemos probado bocado desde ayer y llevamos todo el día caminando. No sabían nada. Decían, mañana, mañana todo solucionado, y nos empujaban para que fuésemos metiéndonos en el campo.

Avanzamos entre la gente, que permanecía de pie o sentada sobre maletas y atillos, porque el suelo estaba tan húmedo que no se podía uno sentar. No eran más que manchas sombrías, agazapadas contra la inmensidad negra del cielo. El hecho de que estuviesen todos de pie impresionaba más todavía. Al avanzar entre ellos, te tropezabas con sus ojos. Cómo brillaban. Era lo único que tenía brillo en aquella masa de restos humanos. Bolas de acero, destellos de ascuas negras, duros carbones, encendidos de fiebre, cuevas donde esperaba el monstruo insomne del miedo.

Al rato la oscuridad fue completa, hasta los ojos se apagaron. Únicamente brillaban los candiles vacilantes y remotos, como astros muertos. Éramos miles, todos varones, si te tropezabas con alguien, nadie se molestaba, pedías perdón, decías, perdón compañero, y la gente se agitaba con lentitud, como animales de un matadero que presagiaran la proximidad de su muerte, nadie daba crédito que nos hubieran encerrado en una pocilga como aquélla, peor que cerdos, a quienes no falta nunca su rancho diario. El aspecto de la gente era penoso, muchos, más de la mitad de los que estaban allí, qué se yo, veinte o treinta mil, estaban enfermos, con fiebre, con diarreas, con infecciones, con pulmonías. El que estaba como yo, sólo con piojos, podía darse por contento. ¿Tenéis algo de comer?, preguntamos a los que estaban cerca de nosotros. Y la gente negaba con la cabeza. Algunos nos preguntaron de dónde veníamos, por si tenían ellos a alguien conocido en nuestras unidades. Otros se echaban a un lado en silencio para que pudiéramos pasar, pero la mayoría estaban como en lo más hondo de un pozo, y no decían nada porque habían muerto ya, y lo sabían. Allí estábamos cien mil personas o más, qué sé yo, todos en silencio. Creo que no se habrá conseguido nunca algo así, poner a tanta gente junta y que nadie quiera hablar. Se oían las olas, chas, chas, llegando sobre la arena. Y la gente quieta o moviéndose de un lado a otro muy despacio, como larvas de un pudridero. Era el cuerpo muerto de España, y nosotros no éramos más que pobres gusanos.

Los primeros habían llegado hacía cuatro y cinco días, la mayoría procedentes de Barcelona. Nosotros fuimos los últimos que llegábamos del frente de Aragón. Nos costó escoger un lugar donde pasar la noche y aún tuvimos que recorrer un trecho hasta encontrar un sitio donde quedarnos.

La gente se embozaba en las mantas, se apretaban unos contra otros, en grupo se echaban una manta por la cabeza y entre todos trataban de calentar con su aliento el aire que respiraban. Preguntamos, ¿por qué no se encienden fuegos? Pero no había nada que quemar.

Por detrás teníamos los alambres de espino, y por delante el mar.

Yo llegué tan cansado que sólo tenía ganas de dejar de andar, y, sin embargo, podía haber seguido caminando horas y horas, las piernas ya no obedecían mis órdenes, sino que parecían marchar solas, como apéndices de un muñeco mecánico. Creo que hubiera podido reventar, como un caballo, caminando hasta el último segundo de vida.

Conseguimos al fin, en lo cimero del campo, encontrar un sitio donde caernos muertos. Enfrente estaba el mar inmenso. La noche no dejaba ver nada más que el sombrío encaje de las olas, en el momento en que rompían sobre la arena, como una inmensa plancha de bronce que se oscurecía aún más con el reflejo de unos nubarrones que como hoscos bueyes bajaran a abrevar al horizonte.

El mar, el mar… Esa fue la primera vez que lo vi. Mejor dicho, no lo vi, pues que nada se veía, pero lo sentí, y lo sentí desde dentro, desde mí hacia afuera, no al revés. En Barcelona me habían llevado a ver los barcos del puerto, pero aquel mar y el de Saint Cyprien no se parecían en nada. Lo que yo había visto era un puerto, nada más, no conocía las olas, no había pisado las arenas de la playa, no había olido el olor puro de las algas y del yodo…

Me gustaría ser poeta para contar lo que sentí. Estaba como extasiado. Hacía mucho viento y las olas negras venían a romperse a mis pies, con un luto de espuma. Quizá la poesía es esto. El mar es lo más grande, porque le hace poeta a todo el mundo, buenos, malos, grandes, chicos, amigos, enemigos. Era el mar hasta el infinito, fundiéndose con la oscuridad del cielo. En mi casa sólo conoce el mar mi padre, que sirvió en África. Ni mi madre ni mis hermanas lo han visto. Mi padre siempre decía, el año que viene os llevaré al mar, pero, un año por una cosa y otros por otra, nunca pudimos ir.

En ese momento pensé en ellas y en mi padre. Es muy difícil expresar lo que se siente cuando se ve una cosa así la primera vez, lo mismo que cuando se fue uno por primera vez con una mujer…

Qué inmensidad, recuerdo que dije, qué hermoso…

No sé qué tiene de bonito, me replicó uno que estaba a mi lado, un chaval de los que venía con nosotros desde Prats. Le dije que quizá a él, que era de Cartagena, le impresionaba poco, porque estaba acostumbrado, pero que yo llevaba desde que tenía uso de razón tratando de imaginar cómo sería el mar. A lo primero mi padre me llevaba al estanque del Retiro y me decía: el mar es como un millón de veces el estanque. Yo trataba de imaginar cómo sería un millón de veces e iba añadiendo estanques al que tenía delante, y lo que resultaba de la suma siempre era un mar rodeado de árboles, con el monumento de Alfonso XII al fondo, y aunque había visto fotografías de barcos y todo eso, no lograba hacer que desapareciera de «mi» mar ni el paseo de coches ni los barquilleros ni las barcas pastueñas…

Aquel mar no tenía nada que ver con el que me explicaba mi padre. Era otra cosa. Era el de verdad. Fue lo primero que les dije a los demás, me voy allí. Estaba atraído, imantado por las olas. A pesar de que estaba lloviendo, era grandioso. Incluso el hecho de que lloviera lo hacía más misterioso, porque se oía la lluvia sobre las olas, y era como una canción sobre otra, que no se estorbaban. ¿Cómo diría mi pobre viejo que es como un millón de veces el estanque del Retiro? Si alguna vez tuviera un hijo, sería lo último que le diría, si no conociera el mar. Es como decirle a un chico que todavía no se ha ido con una mujer que eso es como un millón de pirulís de azúcar quemado.

Fui hasta la orilla y me quité las botas. El de Cartagena, que venía detrás de mí, me dijo, tú estás loco, se te van a helar. Era verdad. La lluvia era medio aguanieve, y el viento que salía del mar no dejaba tranquilos a los copos que subían y bajaban como en una noria cuadrada, y los fundía antes de que tocaran el agua.

Venía una ola suave a lo largo de la playa que fue a morir justo donde tenía yo los pies. Era como si quisiese ponerles unos calcetines de algodón, porque me los bañó de espuma. Estaba muy fría, en efecto, y la sal hizo que me escocieran las heridas. Pero fue providencial, pues gracias a que me los bañé nada más llegar creo que no se me infectaron, como les ocurrió a otros.

Esa primera noche descendieron las temperaturas por debajo del cero, y lo que al principio era una lluvia fina, se convirtió en copos de agujas heladas. A la mañana siguiente la playa apareció moteada y oscura, talmente la piel de un lince. La gente te miraba con ojos desorbitados. Todos parecíamos preguntarnos: ¿Qué es esto? ¿Qué hacemos aquí? ¿Hemos muerto al fin?

En cuanto me puse en pie me acerqué al mar, y verlo a mis anchas, grande, todo hondura, todo altura, infinito, me conmovió. Recordé los versos de la escuela, nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir. Y así lo vi yo, que aquello era muy justo, parecía escrito pensando en nosotros, pues no sabíamos cómo, pero allí estábamos, frente a la inmensidad y el misterio de nuestro futuro, que también es el morir…

Sentí que el mar era un abrazo, más hospitalario que el cielo, un camino hecho de mil caminos, sin montañas ni fronteras, sin amo, patria ni destierros. A aquella playa llegaba el agua que bañó también los pies de César, de Alejandro, de Napoleón, todos ellos invictos, como, pese a todo, nos sentimos muchos de los que allí estuvimos, como nos seguimos sintiendo.

A mediodía sirvieron una comida caliente, la trajeron de dos camiones, ollas en las que se podría haber cocido a un misionero, pero no hubo para todos y apenas se podía comer; no era más que agua caliente, un caldo sucio con tres lentejas y seis alubias, nada más, desaborida e insustanciosa, y no valieron protestas. De los pueblos de los alrededores venían con comida, que vendían a través de las alambradas al que tenía dinero francés, o cambiaban por objetos personales. Se consumaban pequeños cambalaches, medio a escondidas, como en un verdadero mercado negro en el que se trocara rapiña por miseria. Lo que a uno le era superfluo, por lo que creía que iba a serle imprescindible para sobrevivir, y a la semana ya había allí un Rastro, igual, la gente se olvidaba del dolor que les obligaba a aquel trapicheo y descubría en cambio el placer de regatear, y en menos de tres días ya había profesionales allí del trato y del comercio, como si estuvieran en la Ribera de Curtidores, enzarzados en el regateo, felices en la ganancia miserable, maestros del engaño con gracia.

Durante el día no hacíamos otra cosa que esperar, y eso era en sí mismo desesperante. Noticias, ayuda, papeles. A las primeras sólo se les podía llamar, en la mayor parte de los casos, rumores; a la segunda, caridad, si acaso; y a los últimos, nada, una ilusión, Ese atardecer y todos los que le siguieron fueron los peores momentos. Mientras había luz, los hombres se animaban en conversaciones, planes y discusiones (¡todavía!, ¡y cuánta pasión para una política que no nos había salvado del desastre! ¡Divididos como siempre, más que nunca! ¡Arrojándonos unos a otros a la cabeza esa palabra vacía: unidad, unidad, unidad!), cada uno convencido de tener la razón y la verdad, pero sin poder levantar la voz, por la prohibición expresa de hablar de política dentro del campo, que cursaron las autoridades francesas, con amenaza de deportación. Imbéciles. ¡Prohibirle a un español hablar de política! ¡Prohibirle a un hombre hablar de su derrota!

Esos primeros días, más que el hambre, que el cansancio, que la derrota, fue el viento. A nadie que los haya vivido podrán olvidársele nunca. Se nos metía en el cuerpo como el torno de un dentista en el nervio, haciéndonos enloquecer. Era bronco, ululante, rasero, demasiado frío y demasiado constante. Nos envolvíamos la cara en trapos, en las mantas, con los pasamontañas, pero acababa colándose por todos los resquicios como una fría culebra. Durante el día nos movíamos de un sitio para otro, pero en cuanto te detenías, te clavaba su cuchillo de acero. No había nada para levantar unas tiendas, pero, aunque hubiésemos podido levantarlas, el viento se lo llevaba todo, y quienes se empeñaron en fabricarse unos toldos con unas cañas tuvieron que desistir. Se hinchaban como las velas de una caravela y apenas podían mantenerse en pie unos pocos minutos.

¡La infamia que han cometido con nosotros las naciones, y concretamente el gobierno cómplice de Daladier! ¡Dejarnos en aquellas playas fue lo mismo que llevarnos al matadero!

Ha vuelto Lechner. Le acompaña una de las chicas de La Marseillaise. Por la voz parece Marie. Seguiré mañana.

Volvió con una gran noticia y con dinero, pagó a madame Barbizon, pagó al médico las medicinas y a mí me ha traído víveres ricos que ha comprado en la tienda de ultramarinos, chicharrones, pan de almendras, café, dos botellas de vino, incluso ha descubierto un dulce de castañas exquisito. Pero eso no ha bastado a madame. En cuanto Lechner volvió a marcharse aprovechó para armarme una gran tremolina, pues le parecía indecente que Lechner hubiese venido a verme con «una de ésas», y que «ésa» u otra «cualquiera», gritó, era la última vez que ponía los pies en una casa tan decente como la suya. Etcétera.

Estuvieron muy simpáticos conmigo. La amiga de Lechner, que en efecto era Marie, me puso la mano en la frente para ver si tenía fiebre, y ella misma buscó su propio perfume y dejó caer unas gotas sobre la cama.

Delante de Marie no me atreví a preguntarle a Lechner dónde y cómo había conseguido el dinero. Me ha hablado de un trabajo que le ha salido como mecánico, llevando piedra en una cantera cercana. Su patrón le deja un lugar donde pasar la noche, cosa que le conviene más que regresar a la ciudad.

El trabajo lo ha conseguido de casualidad después de haberlo buscado infructuosamente en las fábricas de Bréguet, que son, al parecer, las más célebres de aquí; al pasar delante de una panadería vio un papel pegado en el cristal donde se pedía un mecánico.

Tampoco me he atrevido a preguntarle qué hacía con Marie.

La noticia es ésta: se ha formado en París un organismo español para facilitar la salida de Francia de todos los exiliados, sobre todo desde que se habla de que el traidor Daladier anda en conversaciones con Franco y la Falange para entregarles a «los rojos» por las buenas o por las malas, persuadiéndoles de que nada les va a pasar si regresan o, si no transigen, amenazándoles con deportaciones a las colonias o a pelotones disciplinarios.

Lo primero que tenemos que hacer es enviar una solicitud a París, y allí nos asignarán el barco que nos sacará de aquí; hay que hacerlo con celeridad, pues se habla de que habrá miles de aspirantes.

Me he pasado el día redactando ese informe, no se habrá visto nada más difícil que formular una instancia. Luego, he dado un poco de dinero a Hélène para que me subiera de la tienda papel de barba y más polvos para hacer tinta, pues con la manía de escribir llevo gastado lo menos un litro.

He industriado la tinta delante de ella, en la cocina, en una jarra de cristal, y le han gustado las irisaciones que quedaban flotando, como lagunas de mercurio dentro del agua.

Incluyo aquí el informe, que me ha llevado casi dos días escribirlo, y una mañana ponerlo a limpio.

«1936. Procedente del Sindicato U.G.T, sección Artes Gráficas, causa alta como voluntario en las milicias del mismo nombre en la revista de comisario del mes de septiembre del año marginal [lo digo porque he puesto en el margen el año, como un pinito de tipógrafo; eso, la limpieza y el orden, causan siempre buena impresión] permaneciendo en período de instrucción hasta el 15 del citado mes, que es destinado a la 3.’ Compañía, destacada en el frente de Extremadura, sector de Navalcarnero, donde en calidad de soldado queda prestando sus servicios. Interviene en las operaciones de dicho pueblo hasta que fue evacuado del mismo por las tropas republicanas. En el mes de octubre pasa a prestar sus servicios en calidad de enlace en la Comandancia Militar del Sector, tomando parte en las operaciones que los días 20 se desarrollan en Móstoles y el 27 en Alcorcón, evacuando estos pueblos en unión del resto de las fuerzas de la República. Días más tarde actúa en Cuatro Vientos, Campamento y Carretera de Extremadura, desde donde se incorpora a su Unidad en el frente de Madrid, sector de la Ciudad Universitaria, donde interviene en operaciones de conjunto con una columna internacional. El día 5 de noviembre, después de sufrir intenso bombardeo de aviación y artillería, es evacuado el edificio de la Escuela de Ingenieros Agrónomos, pasando al pabellón Vitivinícola, donde permanece en unión de su compañía hasta el día 11 por la mañana, que es relevada por las milicias socialistas. Por la tarde del citado día es trasladado a la Casa de Campo, subiendo a las posiciones del Embarcadero la noche siguiente. Toma parte en varias descubiertas y contraataques. El día 12 es relevada la compañía de la mencionada posición, relevando a su vez al Bon. Balas Rojas, posición de la Exposición, donde permanece hasta el día 20, que vuelven al Embarcadero, de donde son relevados el día 23 por pasar a formar parte de las brigadas de carabineros. Desde el citado día y en espera de la orden para la incorporación a dichas fuerzas en el cuartel de Madrid, en cuya situación finó el año.

»1937. En igual situación que finó el año anterior. El día 13 de enero, en unión de su Cía. se incorpora en Valencia al 20 Batallón Móvil de Carabineros, siendo destinado a la 1.ª Cía. del mismo, de donde parte al frente de Teruel, con sede en Alcañiz, hasta el 30 de octubre, en que de nuevo su

Bon

. es destinado a Valencia’ para ser trasladado a Barcelona el 3 de noviembre, donde queda prestando los servicios propios del Cuerpo, en cuya situación y destino finó el año.

»1938. En igual situación y destino que finó el año anterior. En la revista de comisario del mes de julio es promovido al empleo de cabo con antigüedad de febrero del año anterior por méritos de guerra (D. O. n.º X) pasando a prestar sus servicios en la P. M. del Bon. donde continúa hasta el mes de septiembre del año marginal, que causa baja en el citado 20 Batallón de Carabineros por alta en el 52 Bon., donde causa alta en la revista de octubre en la Plana Mayor del mismo. En servicios de su clase los presta en la Oficina de Ayudantía. El día 18 de noviembre es trasladado al frente del Este (Pirineos). En espera de órdenes queda acantonado el Bon. en las inmediaciones de La Seo de Urgell (Lérida), donde permanece hasta el día 23 en que se les ordena la marcha por sus propios medios a Ripoll, donde se instala la P. M. y el 45 Bon.; adonde se le destina, quedando con ésta cubriendo 40 kilómetros y dedicados al transporte de víveres desde esa plaza, al objeto de formar un almacén de intendencia con destino a las diferentes fuerzas de aquel sector, siendo incorporados al Décimo Cuerpo de Ejército, Base 8., en cuya situación y des tino finó el año.

»1939. En igual situación y destino que finó el año anterior, el día 1.º de enero marginal es trasladado con el 45 Bon . de Carabineros al pueblo de San Joan de les Abadesses, donde toma residencia igualmente la P. M. del mismo. Por méritos en la campaña es propuesto para el empleo de sargento, desempeñando desde aquel día los cometidos del subayudante del batallón. El día 7 del citado mes es trasladado el B-. al frente del Este, sector Pirenaico, posición de Piedras de Soto, donde se efectúa el relevo de la 72 Brigada, ocupando el Monte Tres, Sector G, H, F, y cota 526. Esta última posición en unión de una Cía,. de Asalto. El día 26 del precitado enero, y en virtud de órdenes recibidas del jefe del sector, se inicia la retirada hacia Francia, donde, después de veinte días y efectuar un recorrido entre hielos, nieves y demás dificultades del tiempo y naturaleza, de 250 kilómetros bordeando la línea fronteriza de Andorra primero y después de Francia llegamos al pueblo de Ripoll el

4 de febrero, quedando acantonados en las afueras del mismo, hasta la madrugada del siguiente, que tomamos contacto con las fuerzas enemigas aéreas y terrestres para facilitar la salida de la 7 y de la 38 Brigadas y la 45.ª Compañía del B011.; consiguiendo el objetivo, alcanzando el pueblo de Camprodón y entrando en el pueblo de Prats de Molló (Francia) en unión de lo que quedaba de su batallón el día 11 de febrero del año marginal. Una vez efectuados los repetidos escrutinios es trasladado con su unidad a un campo de concentración de las afueras del citado pueblo, donde, a la intemperie y entre nieves permaneció hasta marchar, al día siguiente de dicho mes, hacia el campo de Saint Cyprien Plage, donde se dedica a tareas de construcción de una conducción de agua, estallada por las temperaturas y el mal estado, y subsiguientes barracones, hasta que el 25 de marzo del año marginal abandona el precitado campo y obtiene permiso de trabajo, como conductor de camiones, en la cantera de piedra de Roc Paradet, localidad próxima a Toulouse, ciudad en la que para todos los efectos vive, 12, rue Émile Zola (madame Dorothée Barbizon).»

Salvo el principio, Lechner me ha pedido que avíe también su informe, que he copiado del mío letra por letra. Presentado, creo, ha quedado mejor el suyo. Y otro más, cambiando la letra, a nombre del hijo de los viejos aquellos de Ogassa, Joaquín Esteve, cuya documentación le apareció a Lechner en la chaqueta del traje. No creo que perjudiquemos a nadie. Hemos procedido de ese modo por si acaso a alguno de nosotros no nos dieren el visado, y a él sí. Como jugar a la lotería, cuantos más números mejor. Y no es aprovecharse de un muerto, porque en este punto allá nos vamos todos.

Lechner y yo hemos convenido en eso, que ponga que trabajo en esa cantera. Sabemos que para México buscan obreros cualificados, no quieren albañiles ni braceros, sino mecánicos, médicos, ingenieros, maquinistas… En Venezuela, en Cuba, en Argentina, a donde quiera que nos lleven, para qué van a necesitar un tipógrafo. Primero, porque allí habrá, digo yo, mucho más salvajismo, y en segundo lugar, necesitarán más un mecánico o un maquinista, porque donde esté la industria o el transporte, como fuente de riqueza y progreso, que se quiten las artes gráficas… Si mi padre oyera esto, pobre, le darían los siete males. Pero así lo pienso. De modo que he puesto donde dice profesión: mecánico. En realidad no miento a nadie, pues de máquinas me ocupaba, ¿o es que una Heildelberg no es una máquina?, y quien hace funcionar una Heildelberg malo tendría que darse para no saber de todas las otras máquinas. Es lo mismo que ser relojero. Si se sabe componer relojes, no hay máquina que se resista, todas se reducen a ruedas, ejes, volantes.

Desde hace un par de días no tengo fiebre. Una semana más en esta situación y el doctor Galin me ha asegurado que podría salir a la calle. Todavía me encuentro débil. Madame Barbizon está más aplacada, porque Lechner le ha pagado una semana por adelantado. Es una mujer odiosa. Como ahora tengo que hacer las comidas con ellos a la mesa, no la puedo sufrir, no hace otra cosa que repetir que si su marido viviera de qué iba a tener ella que trabajar como lo hace, y para qué iba ella a tener metidos en su casa unos huéspedes. Cómo será de impertinente que yo, que entiendo poco de esta lengua, me entero de todo lo que ella quiere que me entere, porque entonces la condenada chapurrea un español que no sé de dónde lo ha sacado. La comida es muy mala y no me acostumbro a los sabores, todo me sabe a apios y a pimienta. Carne no la catamos nunca. Almuerzo con ellos y me vuelvo a mi cuarto y me meto en la cama porque no hay otro sitio donde poder estar, y me pongo a escribir. A casa he circulado ya tres cartas, pero después de la primera no han vuelto a contestarme, y saldría a pasear si no fuese porque aún me encuentro flojo. Tantas horas en el cuarto se me hacen eternas.

Hay en él una sola cama de matrimonio, de barrotes de hierro; me siento a veces en una cárcel cuando estoy tumbado; una palangana, un perchero y una cómoda vieja con los cajones derrengados, que ni entran ni salen si no es dándoles una patada, y aun así jamás cierran del todo, completan el mobiliario. Parece que este moblaje y el resto del ajuar lo hubieran encontrado en una almoneda; la cama, con la pintura saltada por un trasteo indiscriminado, a poco que te muevas cruje de tal manera que es un escándalo. La palangana está tan desportillada que los bordes parecen el repulgo de una empanadilla. Del papel con el que están forradas las paredes creo que ya hablé en otra ocasión. Es de un color rojo amarillento, mezclado con tonos cálidos de hojas secas, y representa una jungla de plantas inverosímiles, que bien podrían ser tropicales y carnívoras, de hojas tan grandes que por la noche, cuando entra la claridad de la calle, puedes sugestionarte y creer que estás en un manglar. Por si fuese poco, la tropa de cucarachas que anda por la habitación da a la figuración botánica un temblor que lleva la verosimilitud a extremos insospechados. Encima de la cómoda está la palangana y el trapo al que llamamos toalla, y colgada en la pared hay una estampa de colores con una vista de los Alpes nevados en su marquito de cinco francos, y detrás de la puerta un espejo pequeño, roto de arriba abajo, lo que hace que cada vez que se mira uno se lleve un pequeño susto, pues no te reconoces y cuando te reconoces parece que te han hecho un chirlo. El retrete está fuera de la casa, siempre sucio, lo limpia una portera, que no lo limpia, y lo utilizamos cinco o seis vecinos. A veces hay que esperar y hacer cola, pues coincidimos varios, aunque yo procuro ir por la noche, para no tener que ver a nadie, y sobre todo para que nadie me vea. No obstante, he conocido a varios, sobre todo a una tal Chantal, una chica de una fealdad insuperable que dibuja unos contoneos lúbricos indescriptibles con las caderas, mueve las pestañas a toda velocidad, sonríe siempre y se perfuma mucho, tanto que resulta mareante el aire que desaloja su paso; ésta no hace nada, se pasa el día en casa. También he conocido a una mujer enferma y con las piernas hinchadas que anda con dificultad, madame Salabero; un viejo consumido como un pajarito, que no es más que cuatro huesos forrados de un pellejo blanco, fino y deslucido… En fin, y algunas más. No he intimado con ninguno de ellos, pero conmigo, en general, se muestran reservados, no sé si por respeto o porque consideran que los republicanos somos forajidos que hemos pasado a cuchillo a poblaciones enteras. Eso fue lo que me dijo una vez, al principio, monsieur Bartolet, cuando supo que era soldado de la República. Me dijo, en esta guerra se han cometido crímenes en los dos bandos, todos habéis asesinado, todos habéis cometido tropelías, las guerras son así. Le mandé a la mierda. Le dije que tropelías las había cometido el fascismo y que crímenes los había cometido Francia, negándose no ya a ayudarnos, sino impidiendo que otros nos ayudaran. Menudas ideas. Y que el salvajismo había sido levantarse en armas contra un gobierno del pueblo legalmente constituido, eso sí que era una degollina, eso sí que clamaba al cielo. ¿Qué crímenes he cometido yo en esta guerra? ¿A quién le he metido el cuchillo? ¿Cuántos Guernicas hemos bombardeado? Crímenes los de Madrid, bombardeando cada tarde la población civil, y crímenes los de Valencia, por lo mismo y… No te fastidia. Es un viejo terco, pero no es mala persona, porque desde que se enteró de mi enfermedad deja en la puerta el periódico del día anterior, para que lo lea. Aunque no puedo leerlo, se lo agradezco igual, y a él le debo esta estilográfica con la que estoy escribiendo, que me prestó (la otra se la he dado a Hélène para que la llevase a componer, se había despuntado el plumín).

Tengo ya ganas de salir de aquí. Creo que me ha venido bien no haber visto a nadie durante todo este tiempo. Lo peor fue aquello, en Saint Cyprien. Allí era imposible no hundirte, porque tú podías ir librando, pero al lado te tocaba una u otra tragedia, al lado mismo, una, dos, sesenta mil tragedias. Mil historias. Ya contaré, si tengo ocasión, algunas, como la de aquellos dos anarquistas de los que se decía que habían robado con otro en Barcelona la caja del Sindicato, casi todo en oro y en joyas, y que al otro lo habían ahogado para quedarse con el botín, pero que cuando fueron a por las joyas no las encontraron, porque el otro las había depositado en un banco de Marsella a su nombre, así que habían matado a alguien por unas joyas que tenía un banco. Eso se contaba en el campo. Yo los

vi. Estaban siempre solos. Nadie se quería juntar con ellos. Nos miraban al resto de una manera torva.

Sin embargo, aquí, en ese aspecto, he estado en la gloria. Me está mal decirlo, pero ojos que no ven, corazón que no siente. Es una gran verdad. Durante veinte días la fiebre me habrá atontado, pero abro los ojos y no me encuentro en el campo.

Lo peor era el viento. Soplaba a todas horas, era horrible, se te metía en los huesos, te zumbaba en los oídos y te devoraba los sesos, no parecía acabarse nunca, te daba vueltas por dentro del cráneo hasta volverte loco. Cuando llegamos, ya he dicho que no pudimos hacer una jaima, como la que habíamos levantado en los Pirineos; entonces cavamos un hoyo en la arena, pero tuvimos que desistir cuando vimos que a los pocos centímetros manaba el agua. Nos enterraremos como los cangrejos, sugirieron unos, así resisten ellos las mareas. Pero no podía ser. Apenas metíamos las manos en la arena, empezaba a filtrase el agua del mar. Pensamos, más atrás, más lejos de la playa… Era inútil, a donde quiera que fuésemos, el viento nos perseguía. A alguien se le ocurrió levantar en paralelo con el mar a modo de taludes de arena. Nos tiramos detrás, agazapados, en batería. Esos taludes detenían malamente el viento, que silbaba por encima de nuestras cabezas y nos arrojaba la arena a la cara. Notabas como alfilerazos helados, se te metía en la boca, crujía entre los dientes. Los que disponían de una maleta tenían más suerte, la clavaban en la arena y se escudaban detrás. Parecíamos muertos, tras de aquellos montones de arena, soldados que hubiesen caído en sus trincheras ante un enemigo fantasmal. Ese era el viento. No había modo de vencerle nunca. Alguien sentenció, hasta el viento es fascista, y tenía razón.

Esa y todas las demás noches dormimos abrazados unos con otros, apiñados, debajo de las mantas y los capotes, a veces no eran más que andrajos malolientes llenos de barro, arracimados como los piojos que, enloquecidos también por el frío, se entregaban a frenéticas galopadas. Yo los sentía entre los pelos del pecho. Algunas veces tuve piojos en la guerra, pero aquéllas eran hordas, notaba cómo mordían con sus mandíbulas de acero las terminaciones nerviosas de la piel, y eso también nos hacía enloquecer.

El viento duró días, semanas. En realidad no dejó de soplar nunca, día y noche. Por la noche pensabas, pensaba, amanecerá y amainará, alguna vez remitirá. Era música de una sola nota perforándote el tímpano y luego el cerebro.

La primera noche de todas creí que cambiaba de dirección y se envolvía en las olas, tenía la apariencia de alaridos humanos, de náufragos. Me decía, son voces que llegan de alta mar. Y, sin embargo, estaban a mi lado, porque lo que yo creía que era la despedida de los náufragos, no era en realidad más que los lamentos de los heridos tendidos junto a nosotros. Eran hombres a quienes se les gangrenaban las piernas, los brazos, envueltos en vendas sucias, sanguinolentas, llenas de pegajosa arena. Otros habían perdido un ojo, y gritaban espantados por las visiones que les torturaban desde esa cueva negra. ¡A cuántos les supuraban pus los oídos! Se sujetaban la cabeza con las manos y buscaban una roca donde partírsela, pero no encontraban más que informe arena por todas partes. Y las voces del dolor se sumaban a la carcajada siniestra del viento, y éste gemía por todos. Cada noche, cuando ya los cuerpos de aquellos cien mil hombres habían caído inermes y no eran más que una sombra, se oía de pronto un grito aún más desgarrador. Y al rato, otro. Y una hora después, otro, como un quebranto. Sabíamos que era el viento que había venido a cobrarse otra presa. El que estaba más cerca de la víctima sabía lo que tenía que hacer, iba a buscarlo, lo calmaba y volvía a tenderlo en el suelo, le tranquilizaba y le hablaba cariñosamente, como a los niños, pero todos sabíamos lo que ese grito en medio de la noche significaba, conocíamos su alcance. Al amanecer esa persona ya no volvía a ser la misma. Todos sabíamos que el viento había llegado por la noche y lo había elegido a él. Y ellos lo percibían claramente, sabían cuándo les estaba siendo arrancada el alma de la cordura, como si les vaciasen por dentro con tenazas de hierro… Al día siguiente esos pobres hombres estaban locos por completo, miraban como locos, andaban como los locos, arrastrando los pies y, sobre todo, guardaban silencio como los locos…

Quienes sabían rezar, rezaban para que el viento no les visitase, y los que no, trataban de pasar inadvertidos. Los primeros días fueron tan inhumanos que nadie se atrevía a hablar de ello. Había entre nosotros un acuerdo, pensar que la conformidad y la resignación eran el principio de la supervivencia, pero lo cierto es que muchos empezaron a no querer vivir.

Los locos, amparados en la noche, convencidos de que el viento aventaba sus palabras, gemían sordamente, me quiero morir, me quiero morir. Eso lo escuchábamos todos, cien, doscientas veces cada noche a cien, a doscientos bravos soldados, hombres hechos y derechos, intelectuales, sabios, grandes políticos… Les decíamos, no le des más vueltas, compañero, y duerme, tenemos que dormir, para seguir vivos hay que dormir, para vivir hay que morirse un poco, y olvida, no pienses. Mañana será otro día.

El enemigo de todo, según se mire, es siempre el pensamiento, el darle vueltas a la cabeza. Pero, ¿quién podía dormir con aquel viento galopando sobre nuestros cadáveres? Nos despertábamos a medianoche, y al ver aquellos miles de cuerpos tirados sobre la arena, pensábamos que ya habríamos muerto. A algunos su grito desesperado les era escuchado, y por la mañana aparecían muertos. Entonces les sacábamos del campo, y entregábamos el cadáver a los gendarmes y ellos los ponían todos juntos detrás de la barraca, y se los llevaban con celeridad, en el mismo camión que traía los pocos víveres que repartían. Dejaban los cascotes de pan duro y se llevaban los fardos humanos. A diario. No preguntábamos, los íbamos sacando, si alguien conocía a la familia se quedaba con los objetos personales para hacérselos llegar; si no, nos repartíamos las cosas.

Uno puede morir por una bala, por un trozo de metralla, eso es lógico, pero, ¿quién puede permanecer con el ánimo entero delante de un hombre que va a morir y te mira sin comprender la razón? Un hombre que desprende un olor pestilente porque lleva vistiendo las mismas ropas desde hace tres meses, cuatro meses, sin haberse lavado una sola vez, en las que se ha orinado incluso una noche, una noche que temió morir helado de frío y pensó que podía soltar un poco de orina sobre sus piernas para sentir algo humano sobre sí, aunque sólo fuese orina, algo caliente, y comprendió a tiempo que se estaba volviendo loco, aunque lo comprendió dos segundos después, cuando ya se había meado los pantalones. Un hombre que, no obstante, aún recurre a una frase para soportar todo el dolor y dice, esto es un sueño, despertaré y será un sueño, estaré limpio, sin piojos, habré comido, me habré lavado, un hombre que no será éste que está aquí, que se quiere morir, pero que suena que va a despertarse de esa muerte. Mirad bien a ese hombre. Allí, en aquella playa, frente al mar helado, había no uno, sino miles como él, todos iguales a él, envueltos en mantas, tiritando de frío, dando patadas contra el suelo para evitar la congelación de los pies, todos con el mismo rostro, todos mirábamos nada desde los mismos ojos, todos pedíamos al cielo la muerte, aunque no lo dijéramos, unos lloraban y otros no, pero pensábamos que esto se acabaría de una vez, antes de que el frío y el viento acabaran con nosotros, antes de que volviera a nevar…

Han muerto muchos, cierto, pero muchos menos de los que lo pedían a gritos.

Nos organizamos bien, tampoco hubo gran cosa que organizar: cincuenta gramos de pan por hombre y día. A mediodía nos servían dos cucharadas de un arroz cocido, un engrudo repulsivo. Lo más chistoso, que diría el Pichón, es que estaba soso… ¡con toda el agua salada al lado!

Otros días había más suerte: veinte lentejas, diez garbanzos, farinetas, guijas y un cubito de caldolla.

A los pocos días empezaron las enfermedades intestinales.

Había en el campo dos fuentes, pero como se cavaron las letrinas cerca, que en un día rebosaron de heces y se convirtieron en un lodazal de orines retestinados, aquellas aguas acabaron contaminándose, así que era un agua podrida, olía mal y sabía peor. Primero fueron colitis. Las autoridades sanitarias lo sabían, pero miraban a otra parte. Una enfermera a la que fui a pedir algo para la colitis, me respondió, no beban ustedes agua o hiérvanla. Eran siempre sus contestaciones. ¿En qué fuego? Nos hicieron unas hornillas, cuatro hornillas para cien mil personas. Estos franceses no sabe uno si son idiotas o es que se lo hacen. Por favor, se quejaban algunos, pasamos frío. Entonces un guardia decía, abríguense. O tengo fiebre, se quejaba otro, y le decían, pues hará bien no enfriándose. El aire del campo era hediondo. Veíamos a muchos que salían corriendo para cumplir con sus necesidades, y no llegar al lugar donde podíamos hacerlas, junto a la alambrada, la mezquita llamábamos a ese lugar, y emporcarse todos los pantalones, los pobres, y luego quitárselos y lavarlos en la playa, tapadas malamente sus piernas flacas y blancas con la manta, y luego permanecer horas y horas de pie, junto al pantalón lavado con agua de mar y tendido en los alambres de espino, esperando a que se secase con aquel viento frío y húmedo, en permanente guarda, porque de no ser así, era seguro que alguien se los llevaría… ¿No me robaron a mí mis calzoncillos? Los había lavado, y los colgué para que secaran. Al volver, no estaban. Eran los únicos que tenía. No le conté nada a nadie, y cuando vi que otro dejaba los suyos en el alambre, se los robé. Unos calzoncillos que no eran más que una piltrafa de tela, no valían nada, no eran más que un harapo. Es como para echarse a llorar. Ha sido lo peor, sorprenderte cometiendo esa clase de acciones viles… Robando unos calzoncillos… Si mi padre, amigo de Pablo Iglesias, supiera que a eso hemos llegado… Los gendarmes experimentaban una alegría inmoral al vejarnos de aquella manera en que lo hacían, con sistema, y nosotros nos vejábamos de contino. Era como la carrera de la degradación. Cada día bajábamos un peldaño más. Sabía que estaba mal robarle a nadie unos calzoncillos. Naturalmente que lo sabía, pero sin calzoncillos mis ingles, en carne viva por los piojos y las liendres, se escocían de tal modo que no podía dar un solo paso. No pensé en los piojos del dueño de aquellos calzoncillos, como no pensó en los míos propios quien me los robara a mí primero. Lo mismo que cuando pasaron algunos españoles a recoger las sobras que tiraba el destacamento de soldados franceses detrás de sus barracones. Salieron algunos predicando, el orgullo español, ¿dónde está?, clamaban. Y decíamos, ya nos lo hemos comido, y seguimos con hambre.

Eso es lo peor de las guerras, terminas haciendo cosas innobles, degradándote, perdiéndote el respeto, porque cuando robas unos calzoncillos viejos de un alambre es porque crees que ya no vales nada y que estás muerto, y que a los muertos les está permitido todo.

Ayer volvió madame Blanche. Es muy buena. Me preguntó si tenía alguna ropa para lavar, porque ella me la lavaría. Se porta como una madre. Es hija de catalán y francesa. Tiene dos hijas, ya casadas. Habla de ellas a menudo. También lo hace de sus nietos, que no ve, porque las hijas viven fuera, una cerca de París y otra en Lille, y eso la apena. Para ella la familia lo es todo. Se acuerda de cuando vivían juntos. Después se mudaron a esta casa, donde tienen alquilados dos cuartos. Por eso no ha podido tenernos a nosotros, no hay sitio. Me lo ha repetido una docena de veces, en cuanto ve cómo nos tiene Madame Barbizon. Se pasa por la mañana, por la tarde, a última hora, aunque sólo sea un momento, pasa, pregunta cómo estoy y se marcha. Otros días aprovecha y se queda un rato haciéndome compañía, ahí sentada sobre la cama, a falta de otro sitio donde hacerlo. Cuando me trae una golosina, como el flan del otro día, espera a que me lo tome, y se lleva el plato, pues no le gusta que Madame Barbizon lo lave y se lo entregue limpio, pues en ese caso adopta una actitud de superioridad insufrible, como si acabara de hacerle un gran favor. No creo que Madame Barbizon sepa que son socialistas, pues en ese caso ésta, que sí es fascista, le cerraría las puertas.

Hemos hablado otra vez de volver a España. Madame Blanche se pone en el lugar de mi madre, me ha dicho. Se están repatriando muchos. Hay opiniones para todos los gustos. Algunos compañeros de la UGT dicen de volver, porque alguien tendrá que continuar la lucha allí. Y en eso tienen razón. Pero no voy a ser yo quien lo haga. Para mí, con la guerra se ha acabado todo.

A los dos o tres días de estar en Saint Cyprien sucedió algo curioso, vino el jefe de campo, un coronel francés; ordenó, llamen a todo el mundo. Le acompañaban emisarios de Franco. Nos congregó a los cien mil. Nos habló por la megafonía. Fue una alocución soez y mostró, pese a todas las habilidades, el doble carácter de su gobierno, como lo demostraron durante la guerra. A lo primero nos informó con muy buenas palabras de que en España nos esperaban con los brazos abiertos, uno el de la justicia, otro el de la clemencia, para añadir a continuación que el pan que estábamos comiendo era producto del sudor del trabajo de los franceses, él, que seguramente no ha trabajado en su vida, como todos los militares, parásitos, y aseguró también que tendríamos que permanecer durante tres años en batallones de trabajo, y que era lo mejor volver a la patria, porque allí iban a necesitar brazos fuertes para reconstruirla.

«No debéis olvidar jamás que el pan que coméis es un pan ganado honradamente por el pueblo francés, fruto de su sudor, de sus penalidades y de su trabajo, lejos de cualquier aventura, desoyendo cualquier cántico de sirenas políticas o de utopías ingenuas e infantiles. No debéis olvidar esto jamás, para no despilfarrar, maldecir o ultrajar un pan que no es vuestro, una tierra que os ha querido acoger y una bandera que a partir de ahora defiende vuestros derechos, pero que al tiempo exige vuestros deberes para con ella, que son muchos.» El muy cerdo. Y todo porque las autoridades francesas han prometido a Franco y a la Falange devolverles los bienes depositados por la República en la Banca de Mont-de-Marsan, si repatrían al elemento refugiado. Bastardos.

Fue una arenga de una bajeza indescriptible, y aquel tipo, delgado, fino, con un bigote recortadito de apache, sin dejar de fumar en una boquilla negra y enfundado en un abrigo con el cuello de piel, aún tuvo la desvergüenza de ir, grupo por grupo, haciendo personalmente una propaganda asquerosa a favor de Franco, y animándonos a que regresáramos.

La gente al principio se contuvo, pero alguien le lanzó al coronel una porquería. ¿Para eso hemos hecho la guerra?, protestaba la gente. Se organizó un motín. Querían darles una lección. Los oficiales franceses mandaron cargar a los guardias, que eran spahis senegaleses. Éstos nos metieron en la cara las culatas de los fusiles a todo el mundo, y nos empujaron contra las alambradas de espinos.

Lo de los negros es un capítulo aparte. Se veía felices a los asquerosos bambulás. Era la primera vez que se les permitió pegar a unos blancos. En aquellos ojos amarillos se podía leer todo el odio que sentían por los franceses, pero se vengaron con el elemento refugiado.

Hubo protestas por parte española, pero no nos hicieron caso; es una vergüenza que un spahis nos dé órdenes, y no oficiales franceses, como pedimos. Valiente basura. En cambio, con los gendarmes franceses eran unos perros lacayos, les lustraban las botas, les besaban el culo, y se echaban a temblar cuando un gendarme les dirigía la palabra.

Muchos de los nuestros se han vuelto ya. ¿Por qué? Todo son silencios. Unos se vuelven porque se acuerdan de su novia, o de su mujer y de sus hijos, otros porque han dejado allá a padres enfermos, sin sostén, en la estrecheza; lo natural, pero, ¿qué se encuentran? Campos de concentración, cárceles, penas de muerte. Lo sabemos, y, sin embargo, hay quienes se arriesgan.

Si volviese, les rompería el corazón de verme cómo me meten en la cárcel a mí también. Padre está en Porlier desde hace un mes, y de nada va a ayudarle el que yo regrese. Para salir adelante están mis hermanas. Conchita estudió para mecanógrafa y a Consuelo se le ha dado siempre de maravilla coser. Lo pasarán mal, pero no lo pasarían mejor si estuviese en Madrid, aunque me gustaría que vieran mis conchas.

Me gustaba buscarlas en la playa. No tenía otra cosa que hacer durante el día. La gente se reía de mí, me decía, como un chiquillo, No era cierto. También las buscaban otros. Luego, nos juntábamos y hacíamos intercambios. Me he quedado con una por cada día que pasé en el campo. Tengo cuarenta y seis. El resto se las di al salir a un muchacho de Rute que era también la primera vez que veía el mar. Las mías son bonitas y singulares. Me he quedado con una grande y cuarenta y cinco pequeñas. En la grande se oye el mar y no me canso de escucharlo en esta habitación. Cuando me aburro la saco de debajo de la almohada. Es una cosa prodigiosa, se pueden oír incluso las olas, cómo llegan una detrás de otra, chas, chas, y me han asegurado que, aunque me aleje de la costa, se oirán lo mismo, siempre esas olas de allí, esas concretamente, las de Saint Cyprien.

Tuve tiempo de sobra para buscarlas. Luego, el campo se organizó algo más, Hubo que construir tres barracones para los enfermos y los heridos. Todo fue haciéndose con cierto orden. A esos barracones siguieron otros. Se levantaban conforme a unas normas. A la calle principal, más ancha que las demás, se la llamó Avenida La Libertad. Qué escarnio. Yo no sé cómo la gente conserva el humor para jugar con esas cosas. No quieres caldo, pues dos tazas, calle Lenin, calle Durruti, calle Guadalajara, calle Ciudad Universitaria… Se conoce que la guerra nos ha vuelto idiotas, porque llamar a nada allí dentro libertad, a quién se le ocurre.

Anoche daban las dos y no me había dormido. Desde el jueves que llegó con Marie, no ha vuelto Lechner.

Queda un día para que expire el crédito, y Madame Barbizon, de pasada, deja caer las indirectas. Sólo le importa el dinero. No sabe hablar de otra cosa, lo que gasta, lo que le cuestan las cosas, el capital que le cuestan sus hijos, el que le cuesta mi manutención… Yo estoy mejor. Lo he decidido; en el momento en que el doctor Galin me diga ya, aprovecho una hora en que los chicos estén en la escuela y Madame Barbizon en el mercado, me despido de madame Blanche y tomo las del humo, dejándole a deber lo que se le deba, por asquerosa y fascista.

Ayer, mientras estaba tendido en la cama, empezó a llover. Percutían las gotas en el cristal. Me he jurado a mí mismo no volver a acordarme de nada de la guerra ni de lo pasado en el campo. Pero no siempre lo consigo. Cuando es en sueños, puede decirse que yo no tengo la culpa, pues nadie gobierna en esas baterías. Pero cuando es despierto como ayer, no hago sino que a manotazos me espanto los murciélagos de la pesadilla, sombras de mí amargura y mi pena, porque no puede ser que también yo me volviera loco.

Decía que ayer empezó a llover. Me despertó la lluvia aporreando los cristales de la ventana. Oí el reloj que daba dos campanadas. Y la lluvia me llevó a acordarme de los que aún estarán en los campos. Una cosa es que uno se regodee en su desgracia y otra muy diferente pensar en la de los demás. Y yo ayer me acordé de los que siguen en el campo, y me entró una pena inmensa, y estuve llorando más de una hora, yo solo con un ahogo traidor, por ellos y por mí, porque no tenemos a nadie que vaya a llorar nuestra suerte.

No les habían construido todavía barracones suficientes, más de la mitad seguían durmiendo al aire libre. Se mueren cada día una docena, los que siguen vivos están enfermos, y los que están sanos se han vuelto locos y han empezado a quitarse la vida, de eso nadie quiere contar nada, pero lo sabemos todos, en cuanto los perros spahis se descuidan, salen de la alambrada, corren hacía las vías y se arrojan al tren.

Por esa razón han tirado una nueva alambrada, a dos metros de la anterior, zurcida y rezurcida, con el fin de que no pueda salir nadie. A las visitas hay que atenderlas a través de los alambres. Las mujeres no pueden ni siquiera acariciar las manos de sus maridos, ni éstos a sus hijos. Se hablan de alambrada a alambrada, todos gritan, lloran, se vuelven más locos aún. Cuando yo estaba, los gendarmes y los balubas presenciaban muy complacidos cómo nos pasaban por debajo de los alambres ropas viejas y lo que buenamente podían darnos nuestras mujeres y la poca población francesa que se compadecía de nosotros, y teníamos que acercárnoslo con palos o desgarrándonos el brazo, y los guardias, con el cigarro en la comisura de los labios, y las manos en los bolsillos, sosteniéndose la barriga.

Me acuerdo de los amigos del campo. Los he hecho allí muy buenos, más incluso que los de la guerra, porque mientras estás luchando tiene uno puesta la cabeza en otra cosa. Allí tuvimos, por el contrario, todo el tiempo para conocernos y ayudarnos. He aquí sus nombres: Luisito Cervantes, de Cabra; Albano, andaluz; don Antonio Torrelles y su hermano don Sito, de Valencia; Helios Hermosilla; Florentíno; Agustín Calvó; don Minervino, un maestro de Barcelona…; de todos ellos soy y seré amigo para toda la vida. Algunos estaban mal cuando salimos de allí. Don Sito estaba enfermo de los pulmones, todo el día tosiendo, cambió lo que tenía por conseguir un poco de tabaco, el reloj, una cadena con unas medallas de otro, un par de zapatos… Pobre hombre.

Yo quedé en que cuando pudiera le escribiría, pero no le he escrito. Cuando se está dentro se prometen cosas que uno luego no cumple. Les habría escrito, pero no tengo ánimos, ni siquiera sé si no les desmoralizaría más aún, viéndome a mí fuera… Son ya viejos los dos, si no con setenta años, muy cerca le andan, son como dos tías solteras, relimpios, amañados, cuidadosos para con su ropa, no sé cómo lo lograban, pero cuando todos estábamos con unos harapos, ellos seguían sin perder la raya de los pantalones, siempre con su corbata puesta. Los dos ponen al hablar las manos de la misma manera, como sí bordaran y tirasen del hilo hacia arriba. También los dos votaban a Izquierda Republicana. Una vez estábamos en la chabola. Habíamos organizado un campeonato de ajedrez. Jugaba don Antonio con Lechner, y don Sito y otros mirábamos. Fuera llovía. El ambiente era muy bueno entre nosotros. Alguien les preguntó, ¿ustedes por qué han salido? Lo que preguntaba es que era raro verles entre nosotros, porque se les veía ricos, de posición… Don Antonio no dijo nada. Era más serio. Casi siempre el que hablaba era don Sito, dijo, huy hijo, ésos a los que primero buscan es a los que son como nosotros. Lo dijo medio en broma, pero se veía que llevaba una carga de amargura por dentro.

En todo el tiempo que yo permanecí en el campo, don Sito no se quitó una bufanda blanca ni unos guantes de color vino. Don Antonio es más sobrio, con otro empaque, su bufanda era negra. Pobres, lo que sufrían para lavarse la ropa y adecentarse. En el campo les empezaron a llamar los marqueses. No les importaba, al contrario, se reían. Lo poco que tenían lo fueron repartiendo entre unos y otros. Hablaron alguna vez de una hermana, casada, pero fascista perdida, de la que no esperaban la menor ayuda. Les escribiré, porque me caían bien.

Todo esto venía a que a veces me acuerdo de las seis semanas de Saint Cypríen. Si puedo evitarlo, me avento de la frente tales pensamientos, pero a veces como ayer por la noche, no puedo, y les doy vueltas y vueltas. O me despierto en medio de una pesadilla, y es que he vuelto allí, sigo haciendo cola delante de las hornillas, o junto con los dedos las migas de sebo helado que nos dan para que la mezclemos con la sopa, y me las llevo a la boca, o veo cómo se va uno, las espaldas hundidas, con la maletilla en la mano, con el capote o la manta echada sobre la cabeza, en silencio… No quiero pensar más en ello. Fuera, murciélagos, atrás, vampiros, lejos, moscas de sepultura. Estoy sano. Muy débil, pero sano. Fue el primer día en salir. Se me doblan las piernas. Tuve que ir despacio. El aire de la calle como que me mareaba, lo notaba tan limpio, tan puro, que se me subía a la cabeza; iba un poco borracho.

Al pasar frente a un almacén de semillas vi una báscula, entré y pregunté si me podían pesar en ella. Sesenta y tres kilos. Hasta ochenta y dos que pesaba hace seis meses, diecinueve son los que he adelgazado. El doctor me ha dicho que es muy importante que coma bien, carne todos los días. Yo estoy de acuerdo, y un jamón y naranjas de la China. De momento no tengo más dinero que el que trae Lechner. A Madame Barbizon le debemos una semana y media, siempre vamos por detrás, y está la mujer que bufa por el pasillo. Ahora va a ser mi venganza, porque con no aparecer por casa está todo solucionado.

Fuimos a un café del mismo Toulouse, donde suelen reunirse los refugiados, Chez Manolo, que no sé si se llamaba antes así o es que lo ha puesto alguien con aguda visión comercial. Es un café como los de Madrid, grande, con columnas de hierro, espejos amplios, paredes grasientas y suelos sucios, atufado por el humo de los cigarros y ruidoso.

A todo el mundo le llegan noticias de todas partes, porque es el centro de reunión del elemento refugiado, con preponderancia del sindicato anarquista, aunque va mucha gente de la nuestra. Los comunistas suelen aportar, creo, en otro local, Uldéal. Las novedades circulan a gran velocidad. Hay planes de evacuación general. A mí me da igual adónde nos lleven, pero se impone dejar Francia, la Indeseable.

Para celebrar mi alta, me llevaron Lechner, Marle y una amiga de ésta a merendar, pues ambas, después de recoger su certificado de sanidad, se tomaron la tarde libre. Resultó completa. Son muy buenas chicas, lástima que tengan que ser lo que son. Nos han tomado mucho cariño, como si nos hubiesen amadrinado. Yo me recogí temprano, porque al final me fallaban las fuerzas.

14 de abril. Día de la República. Las autoridades nos han prohibido al elemento refugiado toda celebración. Nada de banderas ni mítines, nada de manifestaciones. ¿Qué vamos a celebrar entonces, el fascismo?

Por la mañana cayeron dos o tres chubascos y estaba el tiempo revuelto y frío. Por la tarde salió el sol, nos juntamos unos mil con las banderas y marchamos al centro de Toulouse, a la plaza del Capitolio, junto a los partidos y sindicatos hermanos. Había lo menos doscientos gendarmes, que no intervinieron. Se repartieron pasquines y periódicos, pero no hubo mítines, y a las nueve o así volvimos a casa, yo me he quedado y Lechner se fue a acompañar a las chicas, y hace un rato que también él ha vuelto.

Hoy ha sido un poco de susto, pues volví a tener fiebre, y decidí quedarme en casa. También porque no me siento seguro. Nadie lo está. Los gendarmes piden los papeles a cada paso a todo aquel al que vean con aspecto de refugiado o hablando español, y al que le encuentran una irregularidad o lo devuelven a un campo de la costa o va directamente a un batallón de trabajo, a las colonias francesas, de tres a cinco años, medio franco de salario al día. A los franceses que esconden a españoles, grandes multas. En cierto modo están encantados. Nunca han tenido tanta mano de obra y tan barata ni han hecho tantos negocios con la desgracia.

Por suerte no tenía fiebre, pero sí los síntomas. Fui a tomarme la temperatura a casa de madame Blanche, porque no quería que Madame Barbizon se enterara de que estaba otra vez metido en esas danzas. Luego, noté que me dolía un poco la garganta. Quizá me enfrié cuando salí ayer con Lechner y las chicas. Eso tiene que ser. Sería una muy mala noticia que me pusiera enfermo de nuevo, porque los planes de evacuación se vendrían abajo, sin contar con que no sabría qué hacer. ¿Cómo seguiría pagando a Madame Barbizon? Lechner se irá.

Me han contado que hay dos o tres organizaciones, como las que nos sacaron del campo, que se ocupan del refugiado y le pasan dinero. Está también la ayuda del gobierno español, pero es insuficiente, pues no llega a un franco diario. Dos francos y medio diarios es lo que cobra Madame Barbizon por la habitación a cada uno, o sea, cinco francos al día, sin contar la comida y el lavado de la ropa, que son otros dos. En total, cuatro y medio, lo que hacen ciento treinta y cinco al mes, una cantidad a todas luces desorbitada para nosotros.

A través de madame Blanche le he pedido si podía ella enterarse de algún trabajo para mí, me da igual, cualquier cosa. Es una temeridad, lo sé, y ni siquiera lo he consultado con el doctor Galin, que se pasó esta mañana por casa para ver cómo seguía. Él me ha ordenado reposo absoluto durante al menos un mes. Pero, ¿de qué voy a vivir este tiempo?

Lechner siempre me aconseja que no me preocupe. Nos vemos poco. Es quien paga a madame Barbízon, lo cual ha sido una razón más para que ésta haya acabado por ignorarme del todo. Incluso he visto cómo ha ido cobrando interés por mi amigo. Las primeras sonrisas que le he sorprendido se las ha destinado a él. Se lo comenté, y se echó a reír. Desde entonces, Lechner la trata a la baqueta, lo que no ha hecho sino almibararla más y soltar todo el suero agrio que tenía con él, como la mantequilla a la que se azota con la pala. Se ve a la legua que es una cosa sexual y repugnante. También le he pedido a Lechner que me busque algo, que podría ayudarle en la cantera, pero a todo me replica que no me preocupe.

Es algo mayor que yo, tiene seis años más, yo, veintidós, él veintinueve recién cumplidos; yo los cumplo en mayo.

Llegué a pensar que Marie le tenía recogido, pero no era eso. Va de cuando en cuando a La Marseillaise, está un rato con ellas y vuelve a casa.

Me habla bien de su patrón. Asegura que es una buena persona. Será de las pocas, porque al refugiado, si pueden, le roban. A él le paga 20 francos al día, lo que da una buena suma, yo creo que no hay nadie de los nuestros que gane tanto, y la mujer del patrón le da también algo de comida, porque sabe que Lechner me tiene a mí a su cargo, mantequilla, carne, que sabe que tengo que comer, y verduras, y también alguna camisa de su marido.

Ayer, que fue domingo, resultó un día completo, el mejor de todos después de muchos meses. Qué digo meses, desde antes de la guerra no había conocido un domingo igual, lo que declaro en voz baja, pues tengo comprobado que basta con que las cosas empiecen a marchar mejor para que se tuerzan. Lechner me llevó a conocer a su patrón. Cuando éste se enteró de que yo ya estaba repuesto, lo primero que hizo fue invitarnos a pasar el día con su familia.

Nos levantamos a las siete de la mañana, y eso que la Gare Matabiau está a dos minutos de la casa. El tren iba lleno. Luego, por la tarde, de regreso, nos los encontramos a casi todos, volvían con cestas de comida y víveres para el resto de la semana, metidos en tarros de cristal o envueltos en grandes pañuelos de hierbas. La gente venía satisfecha. Unos excursionistas, jóvenes, se metieron a cantar y, como lo hacían bien, les escuchamos con gusto…

Su patrón se llama monsieur Bouchon, y su mujer, Ma deleine. A él se le llama monsieur Bouchon, pero en cambio a su mujer no se le llama madame Bouchon, sino Madeleine.

Nos estaban esperando en la estación para llevarnos a la iglesia a oír la misa. No nos lo esperábamos, y yo pasé una gran vergüenza, pues no sabía cuándo había que ponerse de pie o sentarse, y Lechner allá se andaba conmigo. Los bouchoncitos se desternillaban de la risa con nosotros, viéndonos tan patosos, pero luego de misa nadie nos dijo nada.

Viven en una casa con el tejado de pizarra, a las afueras del pueblo, vieja y de piedra, de dos pisos y con ventanas altas, pintadas de blanco.

Antes de nada: ha venido con gran sigilo madame Blanche. Trae un recado de su marido. Dice que debemos estar advertidos, pues ha sabido que se disponen a dispersar al elemento refugiado, con el objeto de debilitarlo y poder repatriarlo sin escándalo. Es mejor salir cuanto antes de aquí. Cada día los rumores, promovidos por el gobierno, resultan más inquietantes. Buscan provocar una estampida, quieren que nosotros mismos nos precipitemos al vacío. No sé. Lo hablaré con Lechner. De momento, sigo con lo que estaba contando.

El matrimonio, me refiero a los Bouchon, es un contraste, él con las espaldas anchas, ella en cambio es una ardilla, la nariz pequeña y fina y la barbilla retraída; él parece que tendrá cincuenta años, y a ella no se le echarían ni veinte. Él conserva en la cabezota todo su pelo, que es de color negro, y es velludo en brazos y pecho; ella en cambio tiene como un una cabellera de rata, escasa y floja, de color colorado. Tienen ya siete hijos, todos pequeños. Madame Bouchon está muy orgullosa de haberlos criado a todos ellos.

Lechner habla el francés como un francés. A monsieur Bouchon le interesa la política. Apenas sabía lo que había sucedido en España, creía que había sido un asunto como una pelea de familia, en la que no debía intervenir nadie, porque las dos partes llevaban algo de razón. Lechner aún protestó. Yo, ¿para qué? Que se desengañen solos.

La comida fue abundante y con ese sabor que tienen aquí las cosas, que está bien, pero no es el nuestro, un plato de coliflor, como estofada, y un conejo en una salsa de tomate, con muchas hierbas, y todo el vino que quisimos beber, y un postre de queso fresco y confitura de grosellas, recogidas en un bosque cercano a la factoría Bouchon.

A las cuatro menos diez el propio monsieur Bouchon nos acompañó a la gare para tomar de vuelta el tren de Toulouse.

Creo que Lechner se podría quedar a vivir aquí. Tiene un trabajo y un buen patrón, gana tanto como un obrero francés, no puede pedir más, aunque con su sueldo tendría que esperar más de ocho años para poder pagarse un pasaje a América.

He decidido buscar a partir de mañana un trabajo. Si lo encuentro, nos mudaremos de esta casa y buscaremos otro lugar donde podamos al menos tener una cama para cada uno.

Todo lo bueno que fue el domingo, ha sido malo hoy el lunes.

En Toulouse hay doce imprentas y tres periódicos. Hoy visité seis de las imprentas y dos de los periódicos, El Independiente y El Popular, pero no necesitan tipógrafos ni en las unas ni en los otros. Todos saben de nuestro problema, y muchos son socialistas como nosotros, pero hay el trabajo que hay, y eso tenemos que comprenderlo.

A mediodía estaba citado con Lechner para comer en el Refugio Español, un centro que han habilitado las damas inglesas, donde se da de comer a los refugiados españoles, ciento cincuenta comidas por día. Los vagabundos y pobres franceses, que se han enterado de que se da comida allí, se presentaron también. Parece que lo hacen todos los días, y reclaman que a ellos se les dé de comer, y si es que van a comer antes en su país los extranjeros que ellos. Aunque se les dice que esa comida no la paga el gobierno francés, sino la organización de las damas inglesas, no lo entienden. Lo que les dije yo., a buena hora iba el gobierno francés a gastarse un solo franco en nosotros. Se organizó una buena. Por poco se llega a las manos. Y eso es todos los días. Había dos gendarmes presentes, pero no intervinieron. Al contrario, están esperando el altercado, para poder proceder con la repatriación o mejor aún para ellos, con la deportación, que tan buena mano de obra les reporta gratis.

Después de almorzar dejé a Lechner, con el día libre, en Chez Manolo, más concurrido que nunca, pues son muchos los que van consiguiendo salir de los campos, bien con papeles buenos, bien con papeles falsos, bien sin papeles, sobornando a los gendarmes.

Nada que consignar. He pasado el día solo. Lechner está en la cantera y dormirá allí. Procuro llegar a casa pasadas las doce de la noche para no tener que cruzarme con la patrona, y salgo de casa aprovechando que ella se va al mercado. He buscado trabajo en todas partes. Hoy fui a una droguería en la que madame Blanche me dijo que precisaban un mancebo. Se encontraba en ella un par de mujeres. Esperaba a que se marcharan para quedarme a solas con el patrón, pero entró una señora empingorotada. Se me quedó mirando de una manera oblicua. Llevamos en la cara el estigma de haber hecho una guerra y haberla perdido. Procuró quedarse lo más lejos de mí, como si fuese un bandolero. En los periódicos siempre que se produce un altercado con un español lo sacan en primera página, con grandes titulares. Ha habido algunos robos, cierto, pero hay que tener en cuenta esto: la gente se está muriendo de hambre con raciones de diez gramos de café por persona y día, cincuenta de pan por persona y día, y cincuenta de sebo nauseabundo por semana, nada de carne, media libra de arroz por semana, y otro tanto de sueño de carne, sueño de leche y sueño de pescado, porque de estas tres cosas sólo las garantizaban en sueños. ¿Que ha habido algunos robos? Lo extraño es que no haya habido asesinatos.

Así que cuando entramos los españoles en las tiendas, nos miran con recelo, suponen que vamos a robarles y miran nerviosos hacia la puerta, para saber si los cómplices esperan fuera, y las mujeres temen que las violemos, como si fuésemos de las cabilas.

El droguero me abordó, monsieur, y puso cara de impaciencia. Así que tuve que decirle en mi mal francés que venía por el trabajo.

Sin inmutarse me replicó que él buscaba un francés y no un español. Me hirió, pero ¿qué podemos hacer? As¡ que el droguero miserable, en cuanto vio que me iba a marchar, se creció y empezó a echarme un sermón, para lucirse ante la mujer de los collares, que si la Francia se había llenado de forajidos, que si en realidad no éramos más que unos vagos (¡a mí, que le estaba pidiendo un trabajo que no quiso darme!) y que si haríamos mejor volviendo a España para arreglar todo lo que hemos estropeado allí; en fin, todo lo que repite una y otra vez el gobierno fascista de Daladier.

Por la tarde me di una vuelta por los salones que la CGT, en su sede del Arsenal, ha puesto al servicio de los españoles. Es más barato que el café y podemos pasar la tarde entera, y aunque tienen que cerrar a las doce de la noche, hacen de cuando en cuando la vista gorda para que se queden a dormir los que no tienen dónde.

Se habla de inminentes levas y emigraciones, los rumores que trajo la otra tarde madame Blanche se confirman. Ya han salido de Francia, con dinero del gobierno español, muchos refugiados, en su mayor parte peces gordos. Encuentro eso injusto. Hasta que perdimos la guerra era natural que existieran las jerarquías y los grados. No todos podíamos ser iguales. No es lo mismo un sargento que un coronel. Pero hemos perdido la guerra. El general y el miliciano, el ministro y el obrero, el secretario general y el último de los afiliados son ya lo mismo; entonces, ¿por qué nuestro gobierno en el exilio favorece a unos más que a otros? Los comunistas son los que mejor parados están saliendo, no se sabe cómo lo consiguen siempre. A muchos de ellos se los llevan a Rusia, Se dice que allí les dan una casa y trabajo, y que viven como los rusos, con los mismos derechos a hospitales, educación y todo lo demás. Cuando se corrió la voz de que en Rusia nos acogían a los españoles así, muchos han querido ir allí, pero los rusos no son tontos y, primero, no se han llevado más que a los que eran comunistas, y segundo, únicamente a unos POCOS, peces gordos también y algún obrero para hacerse la foto…

Una vez más se constata que el que tiene posición e influencias sobrevive, y el que no, perece. Contra esto luchamos en España, pero hemos retrocedido. Ojalá estuviéramos en el punto de partida. Antes, al menos, vivíamos en España. Si queríamos cambiarla, estábamos allí. Pero ahora, ¿desde dónde vamos a cambiarla?

Cuando salí del centro eran ya las once de la noche. La mayor parte de las noches no ceno nada. Madame Barbizon nos ha apretado las tuercas, y ha soltado que el precio que le pagábamos era insuficiente, así que ahora abonamos por cama y desayuno lo que antes nos costaba la habitación y tres comidas, y que si no nos gusta la reforma, ya sabemos dónde está la puerta.

Siempre decimos que nos vamos a cambiar, pero luego nos conformamos, pues todo el mundo está poco más o menos.

Toulouse es una ciudad con mucho empaque. Se parece mucho a Barcelona y Valencia, aunque con avenidas más pomposas, como lo hacen todo los franceses. Las casas son en su mayoría de un ladrillo especial, color café con leche, lo cual le da al conjunto un aire apastelado. Pero a mí me parece una ciudad triste, no sé por qué. Hay luz eléctrica, y esto, saliendo de tres años en que los pueblos y las ciudades españolas estaban a oscuras, se nos hace raro, pero, pese al suministro, la ciudad resulta oscura y muerta. Esto no es como España, no hay cafés por la noche ni casinos, no hay teatros. La última sesión del cine es a las ocho, y a las diez la ciudad se vacía. Yo procuro no volver a casa hasta pasadas las once y media o las doce.

Lechner es una persona reservada. Tiene algo de alimaña del monte, con ese pelo cortado a cepillo, de punta. Se parece en eso al lince. Está en permanente estudio de las personas, las mira, se ve que las está sopesando por dentro, pero con un desapego paradójico. Casi nunca habla como no sea para decir algo que tiene ya pensado.

Hoy le dije que si no encontraba trabajo quizá me volviera a España. Lo dije por decirlo, por engañarme a mí mismo creyendo que tengo una solución, sin tener nada. Marcharía a Biarritz y entraría por San Sebastián, donde los controles son menos estrictos que en Port Bou.

Hablábamos a oscuras. Ni siquiera me había desnudado para meterme en la cama. No nos veíamos la cara…

No sé por qué dije aquello, en el fondo sé que nunca regresaré a España mientras los fascistas estén en el gobierno… Fue entonces cuando me atajó y me dijo que yo no me iba a volver a ninguna parte, porque nos iríamos a París.

La sorpresa mía fue grande, puede suponerse, y le pregunté si sabía cuándo nos íbamos a París, y me respondió que había pensado que nos marchásemos mañana, por hoy, pero que esperaríamos hasta pasado mañana; antes tenía que resolver algunas cosas aquí.

Dentro de un rato he quedado citado con Lechner en La Marseillaise, para despedirnos de Marie y las demás chicas, en la casa que tienen en la rue Gazan, la misma donde nos agasajaron la primera vez. La verdad es que se portaron con nosotros como no se ha portado nadie. Luego, nos volveremos a casa, dormiremos, y cuando Madame Barbizon se vaya al mercado, tomaremos como se dice las del humo y un tren para París. Ni Lechner ni yo tenemos papeles para la libre circulación. ¡Qué más da! ¡A París!

¡A París! En qué tono tan diferente estaban escritas estas palabras ayer. Ayer eran todo esperanza y alegría… ¡A París! Sí, pero de qué manera tan diferente.

Tengo miedo. Todo el miedo que no he tenido en la guerra lo tengo ahora. No es lo mismo cuando las cosas suceden en una guerra y en tu país que cuando suceden en un país que no es el tuyo, en tiempos de paz.

Estamos en el tren. Mañana llegaremos a París, después de dieciséis horas. ¡París!

No hace ni media hora que pasaron dos inspectores que venían pidiendo la documentación. Miraron los papeles sin demasiada atención, mientras Lechner habló con ellos. Le preguntaron si era francés, porque lo habla como si fuese el español. Les respondió que sí, que su madre era francesa. Yo me quedé tonto, porque hasta hace media hora no me había dicho nada de eso. Y, ¿por qué, si puede saberse? Ni lo sospecho. Así que les mostró también otro papel, como una carta. Nos han dejado en paz.

Delante tengo a Lechner, que se ha dormido. ¿Qué sé de él en realidad? Nada. A su lado, aunque dejando un asiento vacío entre los dos, hay una mujer con su aspecto triste, que lleva puesto un traje negro y en la solapa una joya que es una lagartija de oro con rubíes, con el rabo haciendo una ese. Lleva el bolso, de charol negro, sobre las rodillas, que mantiene firmes, como si se las hubieran pegado con un clavo. Esta mujer no ha cambiado de posición desde que salimos de Toulouse, y por el aspecto se diría que va a llegar así a París, mañana. Yo estoy junto a la ventana, pero hace más de tres horas que se ha hecho de noche y no se ve nada. Dentro del vagón hay una luz turbia e insuficiente.

No tengo sueño. Son las once y treinta y cinco minutos de la noche, según el reloj de la Gare Matabiau. No lo he dicho aún. Vuelvo a tener el mío de pulsera, el de Tarancón. El mío de siempre. Y yo me explico.