la fuerza para hacerlo? No creo que nadie hubiera podido. Las
estaciones de radio han
dicho algo y se han publicado noticias en los periódicos
franceses y del mundo (de los periódicos españoles ya nadie se
ocupa, pues sabemos que no han hecho otra cosa que mentir desde que
acabó la guerra, y de qué forma tan ignominiosa y vil), pero nadie,
y subrayo este nadie, ha podido contar la verdad de lo que nos está
sucediendo a un millón de españoles. Si Dante hubiese vivido hoy,
habría venido para describir el Infierno a los campos de
concentración y de refugiados adonde nos han traído, y no creo que
haya en ninguna parte un Infierno como éste, pues no le ha sido
dado a la imaginación humana concebir nada más atroz y vejatorio. Y
ya me explayaré en esto, para explicarlo más tarde u otro
día.
Somos miles los que sentimos algo parecido. Si estás muerto,
apenas sufres ya, y nadie quiere sufrir más. Hemos llegado al
límite, y, sin embargo, aún damos unos pasos más en esa senda. Esto
no me alegra ni me entristece. Es sólo una constatación, pero en
muchas ocasiones desearía estar muerto de verdad, pues nunca
imaginé que la tristeza pudiese hacerle a uno tanto daño. Es como
un cuchillo clavado permanentemente en el pecho, algo que al mismo
tiempo te abrasa y te prolonga la vida, una agonía que cuanto más
daño te hace más parece alejarte de la muerte. Lo mismo que a los
toros bravos, que se resisten a morir hasta que un alma caritativa
no les saca el estoque.
De casa he tenido noticias, buenas y malas. Las buenas son
que viven todos, lo que en estos tiempos es ya mucho. Gracias a
ellos yo mismo conservo todavía una pequeña esperanza. ¿De qué? No
sé. Las malas, aunque en la carta no lo dicen, es que atraviesan
tiempos mucho peores que los de la guerra, lo tienen todo racionado
y aunque las cartas que salen de Madrid al extranjero, y más las
que vienen a Francia, pasan la censura militar, sabemos que los
fascistas se están ahora vengando con el pueblo de Madrid por su
heroica resistencia, y así están fusilando diariamente a más de mil
personas, pero lo peor no es eso, sino que a mi pobre padre lo han
llevado a Porlier. Esa es la mala noticia. Nadie sabe de qué lo
acusan, pero piden para él dos penas de muerte. ¡A mi padre, que se
ha pasado esta guerra metido en los hospitales! ¿De qué lo acusan?
¿Por qué, entonces? ¿Porque fue amigo de Pablo Iglesias? ¿Porque
fue secretario del Sindicato de Artes Gráficas en la República? Ni
siquiera pudo ejercer ese cargo en la guerra, por la enfermedad.
Han presentado dos certificados médicos para probar que no
participó en la guerra, pero les han dicho que no vale ninguno de
los dos, porque se trataba de certificados extendidos durante la
guerra, y por tanto, de médicos rojos, y éstos no han podido
certificar tampoco después, porque también ellos están en la
cárcel. Así que no saben cómo hacer, pues al médico militar al que
acudieron llevando los certificados antiguos ha dicho que él sólo
puede certificar que en la actualidad está enfermo, pero que eso no
quiere decir que lo estuviera antes, y por tanto, que no pudiera
estar implicado en los delitos que le imputan y que le han llevado
a la cárcel. Ahora le están bus cando dos avales. En la carta dicen
también que está mejor de lo suyo y con ánimo, pero, ¿qué me van a
decir, sabiendo cómo estoy? Por lo menos se encuentra en Madrid,
pero, como cuenta mi hermana, ¿qué harán si le trasladan como están
trasladando a todo el mundo de un lado para otro? Así pueden
fusilarlos impunemente y a escondidas, para sujetar a la población
y engañar a las naciones y a los gobiernos, los cuales, salvo el de
México, no han tenido la vergüenza de mantenerse firmes y han
corrido a ponerse a los pies de Franco y de la
Falange.
No hace dos meses, todavía en Saint Cyprien, alguien pasó un
Paris Match en el que sacaban un reportaje
sobre Madrid. Salían fotografías de la Universitaria, de Argüelles,
de Vallecas, principalmente de los lugares del frente, declaradas
zonas devastadas, cómo quedaron, con la miseria, niños entre los
escombros, solos, buscando comida en la basura, junto a los perros,
con una frase de Yagüe, destacada, que dice estar orgulloso de lo
que ha hecho, y que volvería a hacerlo otras mil veces, mil perros
más, mil niños en la basura, y otras fotos también de Recoletos,
con señoritos paseando, galanes de la pantalla que llevan del brazo
a señoritas bien vestidas, con tacones, respirando la primavera
incipiente de Madrid, el perfume de sus acacias. A Madrid han
vuelto la miseria, el hambre y los sombreros de pelo de camello al
mismo tiempo. Pues allí estábamos pasando las hojas de esa revista.
Era de ver a más de siete hombres alrededor mirando aquellas fotos
recientes sin decir nada, serios, sin lágrimas ni siquiera para
poder llorar. Nos parece mentira que haya sucedido lo que ha
sucedido. Como el dolor es tan grande, a todos nos ocurre una cosa
curiosa, que ya he dicho otra vez, y es que creemos nos vamos a
despertar de un sueño, y que vamos a aparecer nosotros también
paseando por Recoletos. Pero despertamos, y lo hacemos siempre en
este dolor, que es ya como un padre para nosotros, pues cuida de
que no le falte nada para ser dolor.
Hace un rato se ha ido el médico. El doctor Galin, un buen
hombre, viejo, atento, siempre de buen humor. En cuanto entra por
la puerta ya me siento mejor, pero se va, y empiezo de nuevo a
encontrarme como siempre. A ver, Madame Barbizon, le ha dicho, ¿se
ha tomado la medicina este mozo?
Cuando el doctor está delante, Madame Barbizon es todo
zalemas, oui, monsieur, por aquí, oui monsieur, por allá, lo que usted diga, cómo no,
monsieur le docteur, au revoire, monsieur,
y puedo ver su sonrisa de hiena hipócrita despidiéndole en la
puerta. Pero en cuanto ésta se cierra, todo son gritos y
protestas.
Cuando llegó la carta de España amenazó con no entregármela
si antes no veía el dinero que le debía. Entró en la habitación. Ni
siquiera se molestó en llamar. Se quedó en la puerta, me dijo, ha
llegado esta carta de España, pero no se la daré hasta que no me
pague las dos semanas que me deben, y se puso a abanicarse la muy
asquerosa con ella como diciendo, ya sabes lo que tienes que
hacer.
A lo primero creí que lo estaba soñando, que era como un
delirio. Llevo en esta casa cuatro semanas y dos días. Los primeros
no me bajaba, treinta y nueve de fiebre, cuarenta, así todos los
días. Por eso pensé, estoy delirando. Noto las sábanas sudadas,
pegajosas y sucias. Madame Barbizon no las ha cambiado una sola vez
en todo este tiempo. Por las mañanas disfruta entrando y abriendo
de par en par la ventana, de modo que la chambre, de por sí heladora, un glaciar, se queda
fría para todo el día. Dice: aquí huele a lobo, abre y se-marcha.
No lo hace por higiene, porque luego la casa está llena de mierda,
y ella misma es una bruja guarra y pestilente. Tengo que taparme
bien y no enfriarme. El cuarto es pequeño, estrecho, con los techos
altos, pero sucios y ahumados. Creo que el papel de las paredes me
volverá loco si esta pleuresía no me mata. El otro día le dije que
había visto una cucaracha meterse debajo del papel y madame Barbízon me formó como se dice un expolio,
chillando como una corneja, si a ver qué me creía yo, que en su
casa jamás había habido cucarachas, que eso debía de ser que
deliraba por la fiebre, que si en España vivíamos en palacios, y
que si no me gustaba el hospedaje ya sabía dónde tenía la
puerta.
Madame Barbizon no sabe que he tenido tifus también, todavía
no vencido. Si lo supiera, no nos habría alojado. Le dijimos que
tenía una bronquitis, del frío de los campos. Lo arregló Thomas con
el doctor para que no se lo dijera a ella. Así que cuando madame abre cada mañana las ventanas, dice con sorna
que procure no vaya a resfriarme por si «me pasa
algo».
En cuanto me encuentre mejor he convenido con Lechner que
buscaremos otro sitio donde ir. Ya no es lo mismo que hace un mes.
Ahora conocemos el país y mal que bien entiende uno algo de lo que
le dicen.
No me acuerdo ni siquiera de las pensiones a las que llamamos
el primer día, después de dejar Sairit Cyprien. Se asustaban al
vernos, y aunque mostrábamos el dinero en la mano, se ponían
nerviosos y cerraban las puertas, como si fuésemos
apestados.
Lechner también consiguió, ignoro de qué modo, que se
hicieran cargo de nosotros los mormones. Ellos nos sacaron del
campo. Han resultado ser gente seria, encanta dora, muy tristes,
pero atentos y respetuosos con nuestro problema. A ellos no les
preocupa la política. Nos entrega ron a cada uno cincuenta francos,
seis papeles de cartas, seis sobres y seis sellos, siempre y cuando
pudiéramos certificar que teníamos un lugar de residencia en
Francia. Para eso nos daban las cartas, para que escribiéramos a
quien pudiera hacerse cargo de nosotros o si podíamos probar que
teníamos un trabajo en Francia. Pero, ¿cómo conseguir el
certificado de residencia o el trabajo si no nos dejaban salir del
campo, y aunque nos hubieran dejado salir, adónde íbamos a ir con
cincuenta francos, dónde querrían asistirnos? Los que tuvieron la
suerte de que se ocuparan de ellos las damas aristócratas
británicas han tenido mejor suerte, les han repartido doscientos
francos por cabeza y ropa nueva, zapatos y artículos de aseo, y les
han buscado domicilios particulares donde los acogerán gratis. En
cambio, los mormones, bien porque son más pobres, bien porque
querían abarcar más, apenas pudieron socorrernos. No me quejo, en
absoluto, y jamás olvidaré esto que han hecho por nosotros. No sé
qué religión es la suya ni por qué lo han hecho, pero han venido de
Norteamérica y del Canadá a resolver algo de lo que estos franceses
no han sido capaces, siendo su obligación, como demócratas que
dicen que son, que no son, y como vecinos que no les queda más
remedio que ser. Por eso no podría tener una sola queja de ellos.
Al contrario. Y tampoco los que todavía siguen en los campos, que
es la inmensa mayoría.
Cuando salimos, tomamos un tren para Toulouse. Fue el día 25
de marzo. Otra fecha más para la memoria. Esta guerra está hecha de
ellas. Todos nos acordamos al menos de cincuenta, cuando empezó la
guerra, el día que empuñamos el primer mosquetón, el día que
salimos de casa, el día que nos hirieron, el día que evacuamos tal
o tal pueblo, el día que tomamos tal o cual loma, el día que
entramos en tal pueblo, el día en que mataron a nuestro mejor
amigo, el día que pasamos a Francia, el día que nos llevaron al
campo, el día que pudimos salir, el día… 18 de julio del 36, 19 de
julio del 36, 26 de agosto del 36, 14 de noviembre del 36, 11 de
febrero del 37, 13 de febrero del 37…, del38,del39… Y siempre la
muerte detrás de cada una de esas fechas.
Abandonamos Saint Cyprien el día 25 de marzo último. Creo que
ya lo he dicho antes. Los gendarmes nos pararon más de diez veces.
En todas partes, Nos pedían los papeles, los leían, pero no podían
creer que no fuéramos vagos o maleantes. En realidad resultaba una
decepción para ellos, siendo como éramos españoles, y les habría
gustado detenernos y deportarnos o repatriarnos a la fuerza, que es
lo que hacen con todos los que viven escondidos y en situación
irregular. Ahora a los franceses les ha entrado la manía de que lo
nuestro no es un destierro, sino una invasión. La gente se volvía
para mirarnos. Yo no podía decir que estaba enfermo, porque no me
habrían dejado salir y me habrían devuelto a Saint Cyprien.
Aseguraban que los campos tenían ya suficiente atención sanitaria,
y que no podíamos dejarlos, porque propagaríamos las epidemias por
todo el sudeste francés. Así que iba con tiritonas, Lechner conmigo
y dos compañeros de la UGT, todos juntos, sin saber a dónde
dirigirnos, evitando las calles concurridas, como bandidos, con
nuestras maletillas. Se iba echando la noche y no encontrábamos
ningún lugar donde pasarla. Entramos a tomar un café en una
cantina, y resultó que era un burdel.
No habíamos probado bocado en todo el día; en realidad, en
los últimos tres meses no se podía decir que hubiésemos comido. Se
llamaba La Marseillaise. Había en ese
momento tres o cuatro de la vida, ni viejas ni jóvenes, todas
bastante feas, una gorda y las otras flacas, unas estaban como
derrotadas sobre los veladores y otra de pie, acodada en el
mostrador y hablando con el patrón.
Al entrar se nos quedaron mirando. Olía a cebollas podridas y
a maderas lavadas con lejía, olor que se mezclaba con el del
perfume de las mujeres, una mezcla extraña, jazmines al ajillo. El
local estaba por debajo del nivel de la calle, de modo que cuando
se estaba dentro se veían, a través de dos ventanucos, las piernas
de los transeúntes que pasaban por fuera. El patrón era un coloso,
con una calvicie tartárica, un tórax inabarcable y bigotes grandes,
como los que usan los forzudos en los circos. Al vernos inició un
movimiento de desconfianza y prevención. Pensaría que íbamos a
armar gresca.
Lechner se acercó a una de las chicas, que entendía el
español, y le dijo la verdad, quiénes éramos, de dónde veníamos y
en qué condiciones llegábamos, y si nos podían alquilar una
habitación para pasar la noche.
La mujer aquella se lo tradujo a todo el mundo. El patrón
puso mala cara y movió el mostacho de una manera nerviosa, pero una
de las presentes ordenó, venid con nosotras, y las demás se le
sumaron. Se lo tomaron como una cosa de honor, no podían comprender
que su país nos tratase de aquella manera. Qué vergüenza,
exclamaban, que vergüenza para la Francia. A continuación nos
sacaron de aquel cafetucho y nos llevaron a la casa donde
vivían.
Nos abrió la puerta una mujer fea, más flaca que las otras y
más vieja. Parecía como la alcahueta de las demás, tenía la cara
llena de lunares negros, de todos los tamaños. Vestía una bata de
color rojo, que le llegaba a los pies, y llevaba puesto un
turbante, pero todo en la casa estaba sucio y revuelto, con un olor
picante, lo mismo que la cantina. La casa era tenebrosa, las
ventanas no tenían visillos ni cortinas, daban en su mayoría a
patios angostos de muros negros cosidos por canalones y bajantes en
y griega. La vieja de los lunares y la bata roja, al vernos tan
sucios y barbados, se asustó; pensaría que nos habían sacado de un
penal.
Dejamos en una habitación lo poco que llevábamos y nos
preguntaron si teníamos dinero, porque, sugirieron, habría que
comprar algo de ropa. Le dimos todo lo que llevábamos encima y
salimos a la calle de nuevo. Era una calle ancha, pero sin luz,
porque todas las casas eran oscuras y tristes, hechas de ladrillos
ahumados con el tizne de las locomotoras, y por eso parecía que
aquella tristeza era ferroviaria. Se oían trenes cerca, pero no se
les veía. La estación no debía de encontrarse lejos. Nos llevaron a
una casa de baños y nos dejaron allí, mientras se marcharon ellas a
comprarnos la ropa.
Ese fue el primer baño para nosotros desde hacía más de seis
meses. Yo al principio no quería bañarme, pues me sentía mal, tenía
fiebre, y hacía como que estaba sano, me decía, debe de ser el
cansancio, los nervios, las emociones de verme en libertad, y no
quería reconocer que estaba enfermo, y menos aún decirlo, ya que
temía que me denunciaran a las autoridades.
Cuando me desnudé y me vi, casi me echo a llorar; podía
contarme las costillas, mis pies habían perdido su dibujo y eran un
amasijo sucio de huesos descoyuntados en medio de la porquería, mis
brazos, más blancos que la leche, eran los de un hombre enfermo y
no podían contener el esqueleto que desde dentro pujaba por romper
los cueros. Estuve metido en la tina lo menos media hora, el agua
quedó como de lavar carbón, pero tuvimos que volver a vestirnos con
nuestras viejas ropas, y eso fue horrible, como si no pudiésemos
librarnos de una pesadilla.
En cuanto terminamos, el dueño de los baños no nos dejó
esperar allí dentro la vuelta de las mujeres, y nos obligó a que lo
hiciésemos fuera. Cuando reconocimos que tardaban, temimos lo peor.
Nos dijimos, se han quedado con el dinero y se han ido. No era
mucho, pero era todo lo que teníamos. A medida que pasaba el
tiempo, el desánimo se fue apoderando de nosotros, y a la media
hora nos marchamos de allí, sin saber adónde, no queríamos volver a
la estación, por si nos pedían los papeles y nos devolvían a Saint
Cyprien.
Llevábamos andados unos doscientos metros, cuando nos
tropezamos de bruces con dos de las mujeres. Cargaban con un
abultado paquete cada una, envueltos en papeles viejos y arrugados.
Luego, pensamos todos que podríamos muy bien no habernos
encontrado, ¿y entonces? Se extrañaron de vernos en la calle y no
en los baños, como habíamos convenido. ¡Anda, dijo la que sabía
español, que si os perdéis, menuda!
Las que se habían quedado en la casa, con la alcahueta,
preparaban la cena. Nos esperaban también algunos amigos suyos,
gentes de edad indefinida, medio chulos, que nos observaron
curiosos y compasivos, aunque un poco recelosos de ver más gallos
en el corral.
En la sala principal, y entre angosturas, habían puesto dos
mesas unidas por un mantel y habían encendido unas velas, metidas
en unas botellas vacías. Las sillas resultaron insuficientes y tuvo
que ir una de las mujeres a pedir algunas más en el
vecindario.
Antes de ponernos a cenar nos afeitamos, y a continuación nos
repartimos las ropas que habían comprado. Venían de la tienda de un
judío que las vendía a las afueras de Toulouse. Las mudas y
calzoncillos estaban como nuevos, pero no así los trajes, con ese
olor característico que no se les ha vuelto a quitar, por más que
ya se hayan oreado, un olor de bodega y de bencina, que es
mareante. A mí me correspondió un pantalón de color gris con unas
rayas finas, y aunque la chaqueta ni es del mismo paño ni del mismo
gris, puede pasar por la suya, con lo que, sin serlo, parece que
tengo un traje. Estoy tan delgado que tuve que hacer otro agujero
en la correa, para poder sujetarme los pantalones, que me vienen
bastante grandes. Me tocó en suerte también un jersey blanco de
pico, de lana gruesa, que es lo que sustituye al abrigo, ya que es
impensable comprar uno. Si no fuese por las botas, que no he podido
cambiar todavía, y que volví a recomponer en el campo, creo que
podría pasar por un civil francés, o eso creo yo.
A pesar de que se esforzaban para que nada de aquello
pareciese un acto de caridad, yo creo que nosotros cuatro nos
sentíamos como esos pobres con los que se hace una obra de
misericordia, y al final Angelito, el compañero de la UGT, un buen
muchacho, por el vino, por ver lo bien que se estaban portando con
nosotros, porque se acordara de España o por lo que fuera, se echó
a llorar. Fue verle llorar una de las mujeres, y ella y después
todas las demás le siguieron. Los demás guardábamos silencio. Lo
que empezó bien, acabó como un entierro. Por suerte la vieja de los
lunares y el turbante cortó por lo sano, dijo, venga, alegría, y
trajo otras dos botellas de vino y una de anís. Las mujeres pasaron
del lloro a la juerga con facilidad, y se pusieron
contentas.
Al día siguiente nos separamos: los otros dos, Angelito y
Alfonso, se marcharon por su lado; éste, que era profesor de latín,
decía que conocía a alguien en el departamento de Bajos Pirineos y
que ése le podría buscar una colocación o algunas clases
particulares. Nosotros nos quedamos en Toulouse, sobre todo después
de que yo le dijera a Lechner que me sentía mal. Buscamos una
pensión. Vestidos y limpios, ya no nos costó mucho encontrarla. Fue
así como llegamos a Madame Barbizon.
Cuando ésta se enteró de que yo estaba enfermo, trató de
echarnos. Pero Lechner la convenció, llamó a un médico y vino el
doctor Galin. Lo primero que le pregunta todo el mundo a Lechner es
si es francés. Él, que lo es, dice, sin embargo, que no. Lo que más
odia ser es, precisamente, francés, y en estos momentos más que
nunca, pues la vergüenza de todos los agravios que están haciendo
al pueblo español es como si recayera sólo sobre
él.
Todo esto que acabo de contar más arriba sucedió hace un mes;
cuatro semanas y dos días, para ser exactos.
He estado muy mal, pero el médico dice que he logrado salir
adelante gracias a mi constitución, aunque yo creo que habría que
decir que ha sido gracias a Lechner, que es quien ha pagado sus
minutas, si bien las últimas ya no ha querido cobrarlas, por eso no
se pueden decir las mismas cosas de todos los franceses, porque no
todos se están portando con nosotros de la misma
manera.
Lechner ha seguido viendo a nuestras amigas de La Marseillaise. No cuenta mucho. A veces pasa la
noche fuera de casa. Cuando llega no da ninguna explicación. Alguna
noche ha traído algo de comida extra. Madame Barbizon me contó que
los tres primeros días los pasé delirando, y Lechner estuvo al pie
de la cama sin separarse un instante de mí. La bruja quería que me
llevaran al hospital, pero Lechner se negó, y en cuanto me encontré
mejor, tuvo que salir a buscar trabajo.
Creo que nadie se ha portado conmigo como lo está haciendo
él. Aquí lo normal es que cada cual se preocupe sólo de sí mismo;
cada uno tiene bastante con lo suyo. Cuando tarda en venir, temo
que le ha pasado algo, si le han detenido y le han deportado o le
han enviado a un batallón de trabajo, como hacen con tantos, ya que
ninguno de nosotros tiene permiso de libre circulación. Lleva cinco
días sin aparecer, esa es la razón por la que Madame Barbizon está
rabiosa y exige el pago de lo que le debemos.
Yo le digo que debajo de la cama está su maleta con sus
cosas, y que no las habría dejado si no pensara volver a
recogerlas. A esta bruja este razonamiento le hizo reírse de una
manera sarcástica, y replicó que todo junto, lo de Lechner y lo
mío, no valía ni dos céntimos de mierda, así me lo dijo, que si
pensaba yo que ella se chupaba el dedo.
Fue entonces cuando salió de mi habitación y volvió con la
carta. Se quedó apoyada en el quicio, también como una golfa, y
empezó a abanicarse con ella y a amenazarme que como no le diera
algo de dinero, no me la entregaba.
Me entró como una congestión, empecé a toser, la mujer se
asustó de veras, la arrojó encima de la cama y salió dando un
portazo, pensando que la tos me iba a ahogar.
Dejaremos esta casa en cuanto Lechner
regrese.
La semana pasada estuvo en París. Tardó en ir y volver tres
días. Me lo dijo cuando ya había vuelto. Se dice que están fletando
barcos para sacarnos de aquí y llevarnos a América. Hay que echar
las solicitudes.
Desde hace tres días sólo tengo unas décimas a la caída del
sol. Estoy curado, supongo, pero el doctor Galin recela y no
permite que me levante. Los días se hacen largos. Los duermo casi
enteros. Esta enfermedad me está ayudando a reponerme, pero al
mismo tiempo noto como si me debilitara, y cuando me incorporo y
tengo que caminar hasta el retrete he de apoyarme en las paredes
para no venirme al suelo.
Madame Barbizon sólo tiene esta habitación para alquilar. Es
viuda. Su marido murió hace tres años. Durante dos se comió los
pocos ahorros que tenían. Me repite a cada paso que para ella no es
una diversión aceptar huéspedes, y asegura que está de españoles
hasta el pelo, y entonces hace siempre el mismo gesto, se lleva el
pulgar y el índice a la cabeza, como si quisiera atrapar un piojo,
y a continuación exhala un suspiro hondísimo, que le estremece las
ubres.
Es una mujer avinagrada y odiosa. Debe de andar por los
cuarenta años, es alta, fuerte, mantecosa pero de carnes recias, de
tez muy blanca, la cara como una torta, sonrosada y redonda, con su
papada y todo. Se peina siempre de la misma manera, hacia arriba,
un peinado que recuerda mucho los bollos de monja. Tiene los ojos
pequeños, claros y fríos. Va siempre remangada hasta el codo, con
las manos enrojecidas. Son brazos fuertes, de una mujer del campo;
se empeña en que tiene la espalda rota de tanto trabajar, pero lo
cierto es que siempre se la puede encontrar sentada en la cocina, o
fuera de casa, corriendo las calles.
En un mes no he oído de ella una sola palabra amable, siempre
gritando, gruñendo, desgañitándose con todo el mundo, con sus
vecinas, conmigo, con sus hijos. Tiene dos. Un chico y una niña. La
mayor es la niña, y tiene más de diez años. El niño es
completamente idiota, ha salido a la madre. Ésta lo lleva peinadito
y engominado, y cuando mira da miedo, porque adivina uno en él a un
monstruo. Tan pequeño. Se llama Marcel. Marcel para arriba, Marcel
para abajo, se sabe el rey de la casa, el que va a heredar el trono
de su padre mucho antes de la mayoría de edad, en cuanto la regente
le pase los trastos de gobernar, que será en breve. A cada paso
está quejándose a la madre de lo que su hermana le hace, le quita,
le estorba. La madre es feliz con esa clase de delaciones, porque
le permite un nuevo estallido de cólera, la oigo correr por el
pasillo en busca de la hija, que, sabedora de lo que le espera, ha
huido a esconderse para ponerse a salvo. La madre acaba
encontrándola siempre, y entonces la trastea en medio de gritos
apoteósicos. Mientras le propina estas tundas, madame la bruja siempre le dice lo mismo, la mitad
por lo que le has hecho a tu hermano, y la otra mitad por haberte
escondido y haberme hecho perder el tiempo; se refiere a que ha
perdido el tiempo buscándola para endosarle la otra mitad, si acaso
no dobla la ración por haberse hecho daño en la mano con que le
pega, cosa que la enfurece aún más. Esto se repite a lo largo del
día no menos de tres o cuatro veces.
Madame les tiene prohibido hablar
conmigo. No obstante, la niña, Hélène, viene a hacerme compañía
cuando su madre está fuera. No le entiendo gran cosa, habla que
parece una ametralladora, pero soy la única persona de esta casa
que no le pega. Todo lo que el chico tiene de relamidito lo tiene
ella de desastrada. Casi siempre va sucia, con las rodillas
costrosas o despellejadas, pero sólo por verle los ojos valdría la
pena recorrer mil kilómetros. Es menuda, morena de tez, con un pelo
rubianco que su madre le recoge en una odiosa coleta que le nace de
lo más alto de su pequeña cabeza, a modo de surtidor capiloso.
Tiene una lengua graciosísima, no para de hablar, siempre muy
seria, cosas de su colegio, de sus amigas, de los vecinos. Nunca se
queja de su hermano. Creo que para ella ni existe. Al contrario que
su madre, nunca habla de ella misma. A veces Marcel se asoma a la
habitación y amenaza con delatarla a su madre. Por esa razón no
suele permanecer mucho rato conmigo; en cuanto oye que su madre
está subiendo la escalera, sale corriendo.
No tengo nada que hacer. Había una radio en la casa, pero se
le han fundido unas lámparas y está reparándose, lo que le permite
a madame recordarme una vez más que, de
haberle pagado el alquiler, ya habría pasado a recoger la radio,
pero no es verdad, porque cuando nosotros llegamos tampoco
funcionaba. Entiendo algo el francés, pero de corrido muy poco, es
una lengua endiablada, y no sé leerlo y, por tanto, no puedo
distraerme ni con periódicos ni con libros, que tampoco he visto
que haya en la casa. Así que sólo dispongo de este cuaderno.
Aprovecho las horas del día, porque a partir de las diez, madame controla el gasto de luz, y si ve iluminado
el montante, entra directamente en la habitación y, sin mediar una
palabra, me apaga la lámpara. Es lo último que veo cada día, la
cara de Madame Barbizon que entra en la habitación con una sonrisa
hipócrita, y me ordena, hay que dormir, monsieur, buenas noches. Y luego el portazo. Ni
siquiera tiene la educación de cerrar la puerta con
delicadeza.
Como duermo mucho por el día, tardo en conciliar el sueño y
me desvelo. De la calle entra ahora una luz, turbia y mortecina,
del farol de la esquina. Por esta calle no circula nadie en toda la
noche. A veces, al amanecer, se oye venir un carro y el ruido
metálico de las llantas de hierro sobre los adoquines pasa a mi
lado con una lentitud de minutero; luego, lo oigo alejarse, el
ruido de las llantas desaparece y queda en el aire únicamente el
eco de los cascos del caballo llamando en la puerta del sueño, y de
nuevo el silencio gravita como un cuerpo sólido. Si tengo los ojos
cerrados, todos esos ruidos me golpean el hueso de la cabeza por
dentro. Es agradable, y entonces noto cómo se apoderan de mí más
alucinaciones extrañas, porque no acabo de estar dormido del todo.
De una iglesia o de un convento que no debe de estar muy lejos se
oyen también las campanadas, las cuales no me sirven demasiado para
saber la hora, porque suenan siempre caprichosamente. A partir de
las seis y media de la mañana es cuando se oyen los primeros pasos
de gente que va a trabajar. La taberna que hay enfrente abre a las
seis y media. La panadería también. Puedo oír desde la cama que
entran unos y salen otros, pero nadie se dirige la palabra. A lo
más que llegan es a decirse bonjour, que
significa buenos días en francés. A esa hora más o menos se apaga
el alumbrado, que no da para leer, pero sí para escribir. Si fuera
a lápiz no lo vería, pero en el campo cambié cigarrillos de mi
ración por una estilográfica en muy buen estado, que es ésta, como
las que a mí me gustan, de plumín de platino y trazo fino. La tinta
la fabrico a mi gusto, que no puede decirse que es negra, pero
tampoco que sea azul, y cuando se seca, si le da la luz de lado, se
descubren en ella destellos verdes de escarabajo. Este es el
secreto de que sea tan bonita. Es muy fácil de hacer, pero lo
explico otro día. No veo lo que escribo, pero sí lo suficiente para
no hacer la letra demasiado mala ni torcer las líneas. El reflejo
pasa a través de la ventana y los visillos, y se triangula, como si
atravesara un prisma, en el techo. Podría ver la hora que es si
tuviera reloj, pero me quedé sin él el mismo día que cruzamos la
frontera.
Eso fue gracioso, yo me entiendo. No me pesa haberme quedado
sin él. Me duele haberme quedado sin él de qué manera y en qué
circunstancias. Aunque creo que eso es mejor contarlo mañana,
porque es largo.
Lo único que nos quedará de esta guerra son los recuerdos y
las heridas, que, con suerte, unos y otras, acabarán cicatrizando.
Porque lo demás lo hemos perdido todo, No hace falta que nadie nos
refresque la memoria. Para eso está la realidad, para recordarnos
que no tenemos argent, que no tenemos papiers ni dónde caernos muertos.
La última noche en España la pasamos como pudimos en el
ayuntamiento.
Estuve parte de esa noche en compañía de aquella muchacha,
Clara, que tampoco durmió gran cosa. Dormía y se despertaba, dormía
y se despertaba, como la mayoría.
Era una chica preciosa. ¿Qué habrá sido de ella? Quedamos en
que nos escribiríamos. Qué ingenuidad. Tenía veintidós años. Era
alta, delgada, morena, con la piel aceitunada. Con un cuello muy
largo, de garza. Movía las manos con mucho salero, parecía que
hablaba más con ellas que con la boca. Justo a un lado, un poco más
arriba del labio, tenía un lunar que le hacía muy bien. Era
simpática. Lo que no entiendo es por qué me dijo que tenía novio.
Cuando una chica te dice que tiene novio no sabes nunca si lo que
te está diciendo es, no lo intentes, o, al contrario, inténtalo,
porque las cosas con el otro no marchan bien. Si hubiese tenido
tiempo, quién sabe, dos o tres horas más, en otro lugar, me habría
declarado a ella. Al tenerla a mi lado me di cuenta de lo solo que
estaba, y me miré con lástima, que es lo último que un hombre debe
darse a sí mismo.
De no haber estado solo, no me habría quedado, hubiera
seguido mi camino. Fue ella quien me dijo con aquella voz tan dulce
y seria, quédate. Y lo hice, porque tampoco tenía donde ir, aunque
yo no congeniara en aquel ambiente. Todos eran hombres con
estudios, lo mismo que ellas, casi todos catalanes, hablando en
catalán todo el tiempo. Fue una atención llevarme hasta donde
guardaban las conservas, que serían digo yo para los del Estado
Mayor, y dejarme que cogiera dos latas. Cuando desperté, se había
ido, aunque la volví a encontrar al poco, metiendo sus cosas en una
maleta.
A la mañana siguiente, hacia las nueve, tiramos ya a pie
hacia la frontera. Fuimos los últimos en pasarla. Detrás de
nosotros no quedó nadie, y si quedaron, no cabe otra cosa que
compadecerles.
Era una carreterucha llena de vueltas y revueltas, que subía
penosamente, todos los árboles por allí pelados, sin hojas, daba
frío sólo mirarlos, y nieve en las cunetas, y mucho hielo, había
que pisar con cuidado para no caerse al suelo, eso nos retrasó
mucho, y nevaba un poco y se paraba, y cuanto más subíamos, los
copos de nieve más grandes se hacían, como mariposas que
revolotearan alrededor nuestro.
Al coronar el col d'Arés era ya media mañana. El espectáculo
desde la cumbre sobrecogía. Por el lado español se veían muchas
montañas, encrespadas, como olas negras. Por el lado francés, todo
se adivinaba dulce y tendido con praderas ensabanadas por la nieve
y las lindes negras.
Nos encontramos a más gente de la que pensábamos, parados
todos como en una explanada que hay allí. No sabíamos de dónde
podían haber salido. Permanecían en silencio, envueltos en las
mantas, todos de pie, no había dónde sentarse, algunos lo hacían
sobre las maletas, los hombres, incluso los que estaban con traje y
con abrigos, que eran de ciudad, llevaban sin afeitarse días.
Apenas había mujeres, y niños vimos muy pocos. Casi todos éramos
unidades rotas del Ejército.
El estado de las tropas era deplorable y la desmoralización
completa. El grado de deterioro físico, lo mismo. Parecíamos
desahuciados de todas las muertes, de todas las
derrotas.
No sentía los pies, se me estaban congelando, y la manta era
insuficiente. Clara me regaló un gorro. Supongo que sería el de un
muerto. Se lo dejé a uno cuando salimos de Saint
Cyprien.
Lo peor no fue el frío, ni siquiera la nieve, sino que se
levantó una ventisca asesina. Fue como si de pronto a todos
aquellos copos les hubiera entrado la rabia, se lanzaban contra
nosotros, notábamos los picotazos que nos mordían en las manos, en
la cara, en los párpados, picotazos tan fríos que parecían de
fuego. Teníamos los ojos enrojecidos, lloraban sin cesar, lo mismo
que las narices moquiteaban, pero la temperatura era tan extrema
que se quedaba helada esa agüilla sobre el bigote. Hasta los
malditos gendarmes daban pataditas para no congelarse, mientras
esperábamos que abrieran la frontera.
Clara llevaba una petaca con coñac, pero se nos acabó pronto,
y la última de las latas de leche condensada la encontramos helada
al abrirla, llena de agujas de hielo, que hacía daño en los dientes
al comerla.
Muchos venían heridos, estábamos al límite de nuestras
fuerzas, pero nadie se quejaba. A muchos los piojos les abrasaban
literalmente, y era una pena verles rascarse sin parar. Nos
congregamos delante de la barrera. A lo primero no éramos más que
unas trescientas o cuatrocientas personas, pero llegamos a
juntarnos dos o tres mil. Del otro lado aguardaban los gendarmes,
parados, fumando, con sus buenos capotes y sus guantes forrados de
piel de borrego, daban pataditas al suelo, impacientes, haciéndonos
ver que todo aquello que suponía para nosotros el destierro, para
ellos no era en realidad más que un fastidio que esperaban resolver
en cuanto finalizase su turno de trabajo. Nadie comprendía cómo
aquel paso había estado abierto, sin guardias, durante una semana,
y lo habían cerrado de repente. Cuando los gendarmes se quedaban
fríos, entraban por turno en un barracón que habían improvisado,
con una estufa de cuyo tubo no dejó de salir humo
nunca.
Nos aconsejaron que lo tomáramos con tranquilidad, porque
iban a tardar en abrirla. Como si las guerras tuvieran un horario
de oficina. Fue creciendo el nerviosismo, y hubo quienes amenazaron
con abrirse paso a tiros. Se formó una comisión de políticos y
militares que, al tiempo que trataron de calmar a la gente,
hablaron con los gendarmes, pero la obstinación de éstos estaba en
proporción inversa a la cada vez más creciente indignación nuestra.
Decían que dependían de la prefectura, y la prefectura, de París,
pero como en el alto del col d'Arés no había teléfono, tenía que
montarse un gendarme en un sidecar y bajar a Prats de Molló, donde
había línea, y luego regresar.
Dieron las once y la barrera seguía tumbada.
Se acabó; los campos están completos, nos han desbordado,
c’est fini, decían los muy cabrones, y
movían en el aire las manos de adentro afuera, como dos cuchillas.
Y algunos soltaban por lo bajo sus risitas de conejos, mientras
fumaban con una indiferencia repulsiva.
Insistimos para que dejasen pasar a las mujeres y a los
niños, porque veíamos que podían pillar una pulmonía o morir
congelados. Ce n'est pas possible,
messieurs, repetían una y otra vez, y nos daban la espalda por
la vergüenza de no poder sostener nuestras miradas. Tres años de
guerra revolucionaria para que al final un gendarme hecho de hígado
de pato, sonrosadito y perfumado, nos dijera, c'est pas notre problème.
Hacia las doce vimos venir por la carretera de Camprodón una
columna de hombres. Se habían echado encima unas nubes negras que
lo ensombrecieron todo, más que mediodía parecía que fuese a
anochecer en cualquier momento. ¡Qué sobresalto! A lo primero
creímos que se trataba de los fascistas. La gente corrió a pasar la
frontera, si fuese preciso por la fuerza, los gendarmes y una
compañía de soldados franceses montaron el arma, todos gritaban,
unos pedían calma, las mujeres estaban con el rostro desencajado
por el miedo… Aquello tenía todo el aspecto de que iba a terminar
mal, nosotros entre dos fuegos. Pero no. No eran más que quince o
veinte milicianos que traían cuarenta o cincuenta prisioneros en
una columna. Algunos de éstos venían vestidos con uniformes
alemanes, dos más con uniformes italianos, y el resto eran civiles,
de entre ellos uno que dijeron luego que era obispo, y los demás
curas y frailes.
Llegaron a donde estábamos, y volvieron a desaparecer por
donde habían venido. Al rato oímos, no lejos de allí, una descarga
cerrada y sostenida de una ametralladora, y volvimos a verlos sin
prisioneros, que dijeron habían dejado en
libertad.
Hacia la una aparecieron los últimos milicianos. Caminaban
despacio. En cuanto les reconocí, corrí a ayudarles. La mayoría
venían heridos. Estaba Agustín con una herida en la cabeza, pero
vivo, Julito sano, Portales sano, dentro de lo que cabe, Lechner
sano también, los dos hermanos Escudero, uno con una herida en el
cuello, de metralla, que le sangraba y le impedía hablar… Es
chistoso, sí, habría dicho Pichón: todos los que yo dije que se
salvarían. Sólo yo debería haber muerto. El capitán y los demás,
con el grupo de Saturnino, todos muertos también, según contaron,
ni siquiera pudieron replegarse y les embolsaron junto a la
estación.
¿Por qué sigo vivo yo?
A las dos levantaron la barrera. Nos convocaron con un
megáfono y uno de los gendarmes, que sabía español, fue enumerando:
primero, había que depositar todas las armas, incluso las blancas,
y que aquel al que se le sorprendiera con un arma sería conducido a
prisión y deportado, después, a un regimiento disciplinario en las
colonias; segundo, que a las mujeres se les conduciría a un lugar y
a los hombres a otro.
Las débiles protestas que levantó entre las mujeres este
punto quedaron apagadas cuando anunció que en Prats de Molló nos
esperaban camiones con comida caliente y ropa para
todos.
La gente sólo quería pasar de una vez y dejar atrás la
pesadilla de la guerra. Empezamos a cruzar, pero todo eso resultó
desesperadamente lento. Uno, que me acuerde ahora, llevaba en un
carrillo de albañil una cómoda de sacristía, tan grande como un
catafalco. ¡Y tuvo que subirla todo el puerto! ¿A quién se le puede
ocurrir marcharse al destierro con una cómoda, sacarla de casa,
bajarla, ponerla en un carrillo y arrastrarla durante kilómetros? A
su lado iba un tipejo de corta estatura pero musculoso que llevaba
al hombro, como si fuese el cuarto de un buey, un reloj de pared
tan grande como él. Tenía una patena dorada, que durante unos
instantes reflejó toda aquella escena, como un espejo. ¿Adónde iría
con aquel reloj? La gente tiene algo con los relojes, si se piensa.
Yo me llevé uno en Tarancón. Pichón, aquel despertador, antes de
que lo mataran; luego el del col d'Arés… Es todo muy misterioso. En
mi caso por lo menos el reloj era de pulsera, pero los otros dos,
un despertador, uno de pared…
Y a eso venía todo esto que acabo de contar ahora, porque fue
ahí donde perdí el mío.
Ayer lo dejé aquí, porque iba a ser largo, y me entró el
sueño. Ya es otro día. Sigo. Fuimos pasando de uno en uno. Los que
llevaban armas tenían que dejarlas en unos
montones
que se habían ido haciendo a mano izquierda, al pie mismo de
la barrera.
La mayor parte eran fusiles, pero también pistolas, y el
armamento semipesado, ametralladoras y morteros, se puso al otro
lado. No se oía una mosca, sólo el ruido de las botas en el suelo
helado, y la gente pasando en fila, sin detenerse, sin echar la
vista atrás para no ver España por última vez. Estábamos con el
corazón encogido, fue un momento en el que a todos nos embargó la
emoción, pero los gendarmes decían, allez,
allez, igual que si fuésemos ocas, y no respondíamos nada, pero
allí se quedaba como quien dice, en aquel montón de armas viejas,
muchas orinecidas ya, todo lo más sagrado por lo que habíamos
luchado.
A algunos de los gendarmes se les escapaba una risita,
parecían decirnos, ¿qué pensabais, estúpidos, que las revoluciones
se ganan así como así?
Entonces ocurrió una cosa imprevista. Cuando aún quedábamos
más de la mitad por cruzar la frontera, vimos asomar en el último
repecho los camiones fascistas.
Fueron minutos de angustia e incertidumbre. Los que faltaban
por pasar, corrieron a pasarse, los gendarmes trataron de
contenerlos, porque no querían que nadie se pasara con las armas.
Los fascistas se pararon a unos cien metros. Apagaron los motores.
El silencio de las montañas cayó sobre nosotros como una losa de
piedra. Comprendimos que todo iba a acabar ahí. De los camiones
descendió una compañía de hombres que formó allí mismo. Algunos de
los nuestros, que habían pasado ya, volvieron sobre sus pasos,
cogieron de nuevo el arma y se pusieron a proteger a los últimos.
Yo mismo tomé una pistola y dos granadas, y me uní a
ellos.
¿Por qué no dispararon? Se limitaron a vernos pasar. Lo
hicimos reculando, despacio.
Uno de los guardias, viendo que yo no me desprendía de la
pistola, me chucheó como a un perro, y me dijo, eh, tú, tiga el
agma.
Le pedí disculpas, y allí quedaron la pistola y las granadas,
pero no satisfecho con esto, me cacheó y se puso furioso cuando su
mano palpó en el bolsillo una de las latas de carne. ¿Qué pensó que
era? ¿Otra granada? Lo mismo hizo con Lechner, que iba detrás de
mí. Le cacheó, y a él sí le encontró la pistola. Yo creo que se le
olvidó también, con el nerviosismo de tener a los fascistas detrás.
El gendarme puso mala cara y habló con un sargento, un tipo mal
encarado que nos vio a los dos y ordenó que nos llevaran a la
caseta.
El sargento era un hombre corpulento de unos cincuenta años,
de semblante sonrosado y una boca pequeña y colorada, como si se la
pintara con carmín. Nos trató como a criminales. ¿Para qué
queríamos pasar una pistola a Francia?, preguntó. Para asaltar
bancos, le respondió Lechner muy serio.
No hizo el menor gesto, se sentó tras un improvisado
escritorio, en el que metió un emparedado de cuartillas y calcos de
papel carbón. Pero luego se quedó extrañado, porque Lechner le
había hablado en un francés impecable.
A nuestro lado esperaba también un periodista. Le habían
incautado unos prismáticos porque eso se consideraba material de
guerra, y la máquina de escribir, porque era instrumento para la
propaganda política. No hacía falta ser un lince para descubrir en
los ojos de los gendarmes el brillo de la codicia, los destellos de
la rapiña y el botín.
Cuando acabó con el periodista, nos quedamos a solas con el
sargento.
Volvieron a registrar a Lechner. Luego me cachearon a mí. Lo
único que llevaba de valor era la lata de carne, este cuaderno, los
dos lápices que me había regalado la muchacha del Cuartel General,
las cartas que me había entregado Almada… Y, claro, el
reloj.
Hizo que me lo quitara. Lo examinó concienzudamente, como un
perista. Lo sopesó, se lo acercó a la oreja para comprobar si
funcionaba, se lo metió en el ojo, como los joyeros, y lo
inspeccionó por todas partes. Cuando dio con los contrastes, me
reclamó la factura de compra.
Eso era absurdo, porque a ver qué francés lleva encima las
facturas de su reloj, pero aseguraron que se estaba produciendo un
gran número de robos y que iban a tener que quedárselo en depósito,
hasta que se le presentase una factura o documento que probase que
aquel reloj era mío… o, en su defecto, una fianza, en metálico,
allí mismo. Desde luego, nada de dinero
republicano.
Sinvergüenzas, ladrones, salimos del docker con la seguridad
de que acababan de robarnos y con un resguardo en el que sólo
figura un número, el 128765 y el membrete y el sello de la
prefectura, que ahora me sirve para señalar la página de este libro
y donde no dice nada de un reloj; además, hace quince días lo
presentó Lechner en la prefectura de Toulouse, para recuperarlo y
venderlo, pero le dijeron que tendría que ir con esa papeleta a Le
Boulou, y que ellos no tienen nada que ver en ello. Cuánto
cinismo.
A mí lo del reloj no me preocupa, se ha ido como había
venido; la suerte me lo dio y la suerte me lo quitó. Pero fue sobre
todo la manera en que me lo quitaron lo que me encocora
todavía.
Cuando salimos del barracón vimos que se habían acercado los
fascistas y confraternizaban con los gendarmes, y brindaban con
ellos mientras izaban la bandera monárquica. Fue una cosa
repugnante. En ese momento llegó de la parte española un coche del
que descendió un tío tieso, un figurín, se movía sin doblar la
cintura, como si fuera un general con tortícolis, y no era más que
un teniente coronel. Cesaron los cánticos, se depusieron las
botellas de coñac, y todo el mundo se le cuadró y se quedó tieso
como una vela. Aquello era disciplina. Venía a reclamar las armas y
demás material militar a los franceses, cosa que me parece bien. Se
lo he dicho alguna vez a Lechner, después de ver cómo nos tratan
los franceses, prefiero que se queden con ellas los fascistas antes
que los franceses, por lo menos son españoles, y los franceses son
igual de fascistas.
Mientras nos alejábamos de la frontera, oímos que cantaban, y
nos preguntaban a voces que de qué teníamos miedo y de qué salíamos
huyendo y si no había huevos para quedarse…
He oído ruido en la puerta. Podría ser Lechner. No. Era
madame Blanche, la vecina, se ha marchado hace un rato. Cuando se
enteró de que estábamos aquí dos milicianos españoles se puso a
nuestra disposición para lo que necesitásemos. Madame Barbizon no
la puede soportar, y menos que me ofrezca de vez en cuando alguna
golosina, como ahora, que me traía en un plato un poco de flan que
ha hecho esta mañana. Si por mi patrona fuese, me dejaría morir de
hambre. Me lo ha dejado encima de la mesilla, para que me lo coma
cuando me entren ganas. Como madame Blanche hay mucha gente del
pueblo que está con nosotros, pero las autoridades están con los
fascistas. Han llegado a acuerdos secretos, y acabarán
deportándonos a todos, de eso no hay la menor
duda.
El marido de madame Blanche es también socialista, empleado
de los ferrocarriles, pero él raramente puede venir a verme; tiene
el turno de noche. Es una mujer de aspecto frágil, por lo flaca que
está, pero es animosa, emprendedora, todo lo contrario que la
bruja; siempre amable, me pregunta cómo estoy, qué necesito,
incluso se disculpó por no podernos recoger en su casa, demasiado
pequeña; en fin, cuando está uno necesitado como lo estamos
nosotros, se trata a gente bonísima que de otra manera no habríamos
conocido. Tiene ese lado bueno esta desgracia nuestra, y esa es la
parte que yo quiero ver ahora.
Madame Blanche me ha contado que ha oído por la radio que el
gobierno de Franco está haciendo ofrecimientos para que nos
volvamos a España. Ella, por un lado, pensaba que si se puede
volver, lo mejor sería que nos volviésemos, pero en cuanto le he
hecho ver que Franco miente, y miente el gobierno francés, ha
cambiado de opinión. En cambio, Madame Barbizon fue enterarse de
eso y empezó a gritar y decir que era una vergüenza lo que estaba
pasando en Francia, y que nos íbamos a quedar con todos los puestos
de trabajo y con todo, y que lo mejor era que nos expulsasen de
aquí de una vez, porque habíamos llenado la Francia de malhechores,
asesinos y mangantes.
Mis planes son reponerme en primer lugar y luego marcharme a
América. Cuba me gustaría, quién sabe, las cosas que uno ha oído
decir, las mulatas, el clima, no hacer nada, bueno, me da la risa a
mí mismo. Es como meterme en la boca un trozo de nada y figurarme
que estoy chupando un caramelo. Se me ha llenado el alma de saliva.
Pero no sé cómo voy a salir de Francia; tendría que trabajar lo
menos diez años, y tal vez a fuerza de economías espartanas llegara
a poder pagarme un pasaje.
Esta noche vino a verme Faustíno, el Fausto. Va a hacer un
año que le mataron.
La primera vez que vino a visitarme fue en Prats de Molló,
junto al río, con aquella nevada horrible, creyendo que nos
moriríamos, nada más pasarnos. Al principio no sabía si era el
Fausto o yo mismo, ya muerto. Pero en Saint Cyprien empezó a
hacerse una cosa habitual; apenas me dormía, allí estaba el Fausto,
y a veces no necesitaba dormirme, me quedaba mirando las olas y él
salía del mar para estar un rato conmigo. Lo primero que pensé es
que me estaba volviendo loco. Ha enloquecido tanta gente… Cuando
Fausto viene a encontrarse conmigo, no le veo como un muerto, no
aparecen cementerios ni iglesias, ni escenas sombrías y tristes. No
salen ciudades vacías ni siniestras, por la noche, ni sombras en
las paredes, ni faroles con la llama culebreando sobre el mechero.
Viene siempre a plena luz del día. La gente le trata lo mismo que
me trata a mí. No hay distingos para él, que está muerto, y para mí
que estoy vivo. Es todo de lo más habitual. Un día estamos en Las
Vistillas, en un baile. Otro nos sentamos los dos a comer un poco
de longaniza con un vaso de vino en una taberna de Curtidores. Ayer
estábamos juntos en Cuba, llegábamos en un barco y cuando íbamos a
enfilar el Morro vinieron a recibirnos los indígenas, montados en
canoas y con collares de flores en el pescuezo. En la aduana del
puerto nos esperaba un misionero y el gobernador, que era don Juan
Negrín, que nos llevaba a unas plantaciones de cocos, que nos
entregaba para que las explotáramos, así como un montón de mulatas
para que nos casásemos con ellas; venían cantando aquel cuplé,
«como en el Congo se suda tanto… Al Congo, al Congo quiero ir»;
Negrín vestía un traje blanco, de hilo, impoluto, con un sombrero
panamá. Nosotros en cambio llegábamos como náufragos, con las ropas
del frente, sucios, yo con mis botas descosidas, Fausto con las
alpargatas azules, las mismas que llevaba el día que le mataron
cuando fue a por vino.
Por eso digo que me gustaría ir a Cuba. Cuando alguien como
Fausto viene a verte y te insinúa que Cuba mejor que Puerto Rico o
que México, pongo por caso, es por algo.
También juego con Faustino todos los días, después del
almuerzo, con una baraja que me ha dejado madame Blanche. Jugamos a
las siete y media. Me gana casi siempre. Madame Barbizon, que me ha
visto que le doy cartas a un muerto, cree también que me he vuelto
loco. Pero yo doy las cartas por los dos, y vueltas las suyas, pido
por él y por él me planto, y así, mientras dura ese rato, Fausto
está conmigo y no enterrado en Tejar del Duque.
Hoy Hélène ha venido a hablarme a cada rato. Su madre se
había ido al mercado y tardaba más de la cuenta. Me pregunta si voy
a quedarme mucho tiempo. Desde luego que no, pero no se lo he
dicho, porque sé que eso le apenaría, sin contar con que si su
madre se entera de nuestros planes, lo mismo cree que quiero
marcharme sin pagar lo que le debemos. Como Lechner no venga
pronto, no sé cómo voy a arreglármelas. En Toulouse funcionan
varios centros de acogida al refugiado, donde dicen que se reparte
dinero, ropa y comida, pero no pueden hacer mucho, dado el número
infinito que somos.
Nadie que no haya pasado por esto puede figurárselo. Nos
prometen cosas, ayudas, pasajes, ropas, y nadie lo
cumple.
Después de lo que nos pasó en la frontera, que nos robaron
vilmente, nos dejaron allí tirados. Nos habían asegurado que
vendrían camiones por nosotros para llevarnos a unos campos con
barracones, y que nos iban a dar una comida caliente. ¿Llegaron los
camiones? ¿Nos dieron comida caliente? La primera comida caliente
que tomé en Francia fue a los cuatro días, en Saint Cyprien, un
plato de tapioca sin sal y un pedazo de pan, negro y podrido. Yo no
había visto que el pan se pudiera pudrir, pero aquél lo estaba, con
unos gusanos negros y duros que había que quitar con el dedo, para
no comértelos, aunque había quienes decían que no estaban mal, que
eran crujientes, como si te comieras garbanzos tostados. Eso lo
decían para ver si se te despertaba el asco y se lo dabas a
ellos.
¿Y los camiones? Nadie sabía nada, no había camiones para
llevarnos a ninguna parte, no había alojamientos ni barracones’
como nos habían prometido. Pero el día que nos pasamos no pudimos
ir a ninguna parte, porque no sabíamos dónde estaba eso. Los
gendarmes acabaron por marcharse, vinieron a buscarles en camiones,
a ellos sí, y se los llevaron. Les dijimos, qué hacemos nosotros
aquí, llévennos. Dejarnos allí era como decidir que nos muriéramos.
En cuanto empezó a hacerse de noche, las temperaturas bajaron a
quince bajo cero, a veinte bajo cero, a mil bajo cero. Nunca había
hecho tanto frío. Estábamos arrecidos, no podíamos ni sujetarnos el
barboquejo, porque los dedos se quedaban helados, como carámbanos,
y te dolían las uñas, como si nos las arrancaran.
Nos juntamos con unos que estaban igual que nosotros. Uno de
ellos iba enfermo, le dolían los brazos y las piernas, y decía que
tenía un dolor agudo que se le clavaba en la espalda. Se llamaba
Lorenzo. Nos turnamos entre todos para bajarle a Prats de Molló,
confiados en que allí habría comida, barracones, médicos, como nos
habían asegurado los franceses.
Pero en ese pueblo la confusión era total. Cuando llegamos,
hacia las tres, nos encontramos a diez o quince mil refugiados como
nosotros que erraban como locos por las estrechas calles sin
decidirse a nada, esperando un milagro. Los paisanos franceses no
se atrevían a salir de sus casas, y cerraban puertas y ventanas, y
no las abrían por nada del mundo, atemorizados de que pudiésemos
saquearlas.
Algunos nos preguntábamos, qué hacemos aquí, vámonos a otro
pueblo, en alguna parte habrá un lugar donde quieran dejarnos pasar
la noche, pero era ya demasiado tarde para asomarse, porque a las
cuatro empezó a anochecer. Se estaba consumando en nosotros un
crimen, el más antiguo de todos: el de la traición. Los franceses
nos traicionaron.
En nuestro grupo éramos ocho. No se sabe cómo se forman los
grupos, pero se forman. Te metes en uno y le sigues. Los demás
hacen lo mismo, y si alguien se pierde, los del grupo le buscan, y
si quiere entrar uno nuevo los del grupo lo deciden. Pero cuando el
grupo se forma, se forma porque sí, sin que nadie diga nada. Eres
un desconocido los primeros cinco minutos; a los diez, ya eres un
camarada por el que seguramente se dejarían matar los otros, lo
mismo que tú por ellos, si fuese preciso.
No teníamos nada. El reloj nos hubiera sacado de un apuro,
porque los mismos vecinos que se cerraban a cal y a canto, y no
abrían sus puertas, aparecían por ensalmo en cuanto vislumbraban el
destello del oro. Fueron momentos para algunos cambios ventajosos,
una pulsera de oro por cuatro huevos y un paquete de sémola, un
reloj también de oro por media libra de chocolate, un pan y un
salchichón, un solitario con un brillante por medio pollo, y una
pitillera por treinta francos, lo que costaba un billete de tren
para Toulouse…
Al lado del pueblo había unos prados, junto al río. Así que
decidimos, pasamos aquí la noche y mañana vendrán a por
nosotros.
Nevaba mucho. Hacía tanto frío que la nieve se posaba en los
párpados, en los labios, sobre las manos, y no se derretía.
Llevábamos nieve en los hombros, encima de la cabeza, sobre las
botas, como sí fuésemos espantapájaros.
Se nos amorataron los labios, los párpados se pusieron de
color azul, las mejillas se quedaron lívidas, la nieve hizo que
pareciésemos los muertos de un campo de batalla.
Lorenzo, el chico enfermo, se sentía cada vez peor. Fuimos a
ver al cura de Prats.
Resultó como todos los curas, parecía vivir aquellos momentos
tan dolorosos para nosotros como una apoteosis, jubiloso de que el
Señor hubiese querido ponerle a prueba con aquel extraordinario
cataclismo de dimensiones bíblicas, el éxodo de Moisés al lado del
nuestro era nada, el maná no sólo no nos daba vida, sino que en
forma de nieve nos la quitaba, fue para él como una distinción
señaladísima del Altísimo reunir en su iglesia un rebaño tan grande
de almas descarriadas. La iglesia era de mediano tamaño, había
mandado retirar los bancos y estrados, y en batería, sobre el
suelo, había metido lo menos a doscientas personas, ayudado por un
pequeño ejército de mujeres del mismo Prats que le obedecían
solícitas. En cambio, no consintió que se hiciese fuego dentro, lo
cual era casi peor, porque la iglesia, con las paredes de piedra
negra y desnuda, era como una sepultura fría y húmeda. Era un cura
bajito, casi enano, llevaba un jersey de lana encima de la sotana,
para abrigarse. Nos explicó que no podía hacerse cargo de ningún
herido más, porque ya veíamos cómo se encontraba la iglesia. Se
daba mucha importancia, yo diría incluso que se sentía feliz con
aquella cruz que Dios había tenido el buen acuerdo de mandarle, una
cruz sobre todo tan liviana, porque los que nos moríamos éramos
nosotros, nosotros éramos los que estábamos heridos y hambrientos.
Él en cambio iba repartiendo bendiciones a uno y otro lado,
conforme los heridos se nos iban muriendo. De modo que nos dijo que
no le molestáramos más, que no podía hacer nada ni por Lorenzo ni
por nadie y que… ¡qué gran desgracia, hermanos!, y que los caminos
de Dios son inescrutables.
Cuando comprendimos que el cura no nos ayudarla, nos
dirigimos a un lugar que llaman Vallespir, junto a la carretera, en
un campo extenso que había junto al río Tech, que bajaba más
crecido que nunca, con aguas verdes que daba miedo mirarlas,
rompiéndose entre pedruscos gigantescos.
La noche se echaba encima con sus ansias, así que cortamos
unas ramas de árboles, las clavamos en el suelo como se pudo, las
sujetamos con unas piedras, y con eso y unas mantas que pusimos por
encima fabricamos dos tiendas para pasar la noche, cuatro en cada
una.
Tratamos de hacer una hoguera, añascando de aquí y de allí
leña, pero la que había y en abundancia, era verde, estaba mojada,
y no ardía. Todo estaba tan negro, que no nos veíamos ni siquiera
nuestras propias manos. Lechner, que sabía que tenía este cuaderno,
me pidió que arrancara unas hojas, para hacer la lumbre. Yo me
acordé de las cartas de Almada. Así que fuimos quemándolas una a
una. ¿De la novia?, me preguntó uno. Y yo dije que sí, pero no de
quién. Gracias a las cartas pudimos hacer un fuego mediano.
Quemamos todas menos dos, que siguen en mi poder. No creo que
Almada viva todavía, de vivir no creo que volviera a encontrar a su
novia y no creo tampoco que yo mismo vaya a quedarme en esta vida
para hacer de cartero, así que, Almada, siento lo de tus cartas. No
será lo único que perderá esa mujer. Por lo menos sirvieron para
transmitir algo del calor que llevaban dentro. Esa noche pusimos en
común lo que teníamos para comer, yo la lata de carne y lo que me
quedaba de la de leche, y ellos unas cortezas de pan, la golosina
de unas aceitunas, que aunque sin aliño estaban buenas, y, en fin,
lo que pudimos juntar. Mezclamos la leche con agua, la calentamos
en unos botes y esa fue la cena de Lorenzo, y lo que sobró de ella,
la de los otros siete.
Al enfermo lo acomodamos en la tienda y le arropamos lo mejor
que pudimos con nuestras mantas y capotes, pero el suelo estaba
empapado y, pese a tejer una alfombra de ramas, la humedad subía de
todos modos y se nos clavaba en los pies, en las piernas, en la
espalda. Tampoco podíamos movernos, porque el espacio era tan
reducido y la estructura tan endeble, que temíamos dar con todo en
el suelo al menor movimiento brusco.
Como gallinas que duermen a la intemperie un día de invierno,
apiñadas para darse calor, nos pegamos unos con otros, y a Lorenzo,
cada vez peor, lo dejamos en el centro. Le castañeteaban los
dientes. Le decíamos, tranquilo, mañana te llevan al hospital. El
hombre no respondía, ni siquiera se quejaba. De cuando en cuando
gemía un poco, como un gatito, ay, ay, ay, pero con una voz tan
apagada que parecía una hoja seca.
A eso de las dos de la madrugada se levantó un aire fuerte.
No sé cómo, se encajonaba en el río y nos traía bayonetas de acero
frío, que se clavaban en el pecho y nos hacían toser de dolor. Eran
dos fríos, apoyados uno en otro, el que hacía y el que se redoblaba
cuando soplaba el viento. Éste es peor que la nieve, que el hielo,
que la lluvia. Entraba por todas las rendijas, las mantas que
habíamos puesto encima de los palos a veces se volteaban y dejaban
al descubierto una vía de aire, entonces el que estaba más cerca
tenía que levantarse y recomponer el desperfecto, como náufragos
condenados toda la vida a achicar agua. Así y todo, logramos dormir
algo. Poco, a trozos, diez minutos, otros cinco, un minuto. Cada
minuto de descanso era como una bendición. Yo pensaba, sólo un
minuto. Pero en ese mismo momento, cuando acababa de pensar eso, me
preguntaba, ¿cuánto he dormido?, y preguntaba alguien, compañero,
¿falta mucho? Y no sabíamos si preguntaba si faltaba mucho para
morir o para que amaneciera.
El viento dejó de soplar al amanecer. Fue ese momento. Yo
creo que fue gracias a Lorenzo y que él tenía fiebre y nos daba
algo de su calor, por lo que no morimos esa no che. Pero cuando nos
dimos cuenta, el que se nos murió fue Lorenzo. A las dos, cuando se
levantó el airón, Yo le puse la mano en la frente y la tenía
caliente. Hay gentes que se mueren ayudando hasta el final. Otro y
yo le teníamos abrazado, y no sé cómo, de repente, el otro me dijo,
tú, creo que éste se ha muerto. Y estaba muerto.
Di la noticia a los demás. No había amanecido todavía. Junto
a la nuestra, había unas docenas de tiendas a lo largo del río.
Algunos encendían las primeras fogatas. Había caído una gran nevada
durante la noche, y aún revolotea han en el aire sombrío unos
cuantos copos, errantes y sin sosiego, como nosotros. Los mismos
troncos que se quemaban en las hogueras tenían posada la nieve
encima; parecían halcones. La sombra de las montañas se espesaba en
un silencio mortal que no conseguía destruir el estruendo del río,
rompiéndose entre las rocas.
Sacamos el cuerpo del pobre Lorenzo fuera, lo dejamos así y
nosotros esperamos a que se hiciese de día. Pedimos unas brasas, y
encendimos una lumbre propia.
En cuanto se rompió el cielo con las primeras luces, llevamos
el cuerpo de Lorenzo a la iglesia, que distaba de donde estábamos
lo menos un kilómetro. Encontramos al cura enano diciendo
misa.
Eran las siete y media de la mañana. Nos ordenó que dejáramos
a nuestro camarada en el cementerio, y a nosotros nos dio un poco
de dinero, para que comprásemos algo de comer. Después de todo, no
era lo que parecía.
El cementerio de Prats es pequeño. Habían llevado unos
cuantos muertos más, así, los habían dejado a un lado, vestidos
como habían venido, estaban tiesos, parecían las traviesas del
tren, rígidos, arrumbados unos contra otros, con los brazos sobre
el pecho doblados, como cuando se ponen de pie las liebres. Dos,
que yo recuerde, eran niños de no más de siete años. A los dos los
habían cubierto con la misma manta, pero llegó una mujer con una
criatura en brazos y pidió a los padres de uno de los chicos
muertos si podía llevársela, y se la dieron.
El amanecer nos sorprendió a la salida de Prats de Molló, una
claridad sucia y cenicienta que fue bajando de las montañas hasta
manchar por completo los caminos y las masías que íbamos
encontrando.
Seguimos juntos los del grupo. En el grupo basta con que uno
diga vamos, para que le sigan todos. En el dolor ocurre lo mismo:
sufre uno, y al momento tiene junto a sí a otro que
sufre.
No teníamos ganas de nada. Lo de la muerte de Lorenzo nos
impresionó a todos. Mira que hemos visto muertos. Piensa uno, me
acostumbraré. Pues no. No se acostumbra uno jamás. Cada vez que se
muere uno, eres tú el que te mueres también, y empiezan a venirte
pensamientos malsanos, piensas en casa, en los tuyos, en cosas de
antes, de cuando eras chico, y los pensamientos tristes, porque son
tristes, y los que son alegres, porque te recuerdan tiempos pasados
mejores…
Empezamos a caminar, sólo para sobrevivir, sin que supiéramos
adónde dirigirnos. Detrás de nosotros fueron sumándose todos, a
cientos, se nos pegaban en los pueblos por los que pasábamos, y nos
mezclábamos con otros que venían ya por el carril de su órbita
oscura. Muchos eran reclutas emboscados, procedentes de los
infinitos destinos de retaguardia, desertores amnistiados, ex
prisioneros y movilizados de quintas antiguas y sin ninguna moral
de combate, todos desconocidos entre sí, sin coherencia ni
confianza mutua. No sabíamos adónde llevaba aquella carretera, pero
sabíamos que no podía ser peor que lo que dejábamos atrás.
Llevábamos lo puesto, lo mismo el miliciano que el que había sido
ministro, la muchacha de servir que la señora. Nadie nos dijo nada,
no había gendarmes y las autoridades francesas no aparecieron por
ninguna parte.
Los primeros gendarmes hicieron acto de presencia en un cruce
de carreteras, para impedir que tomáramos ninguna otra que no
condujese a los campos.
Igualmente nos tropezamos con coches o camionetas de paisanos
franceses, que se detenían con curiosidad para vernos marchar.
Algunos de éstos, compadecidos, nos dieron dinero; otros,
conociendo nuestras penalidades, trajeron víveres, huevos duros,
pan, aunque aquellos socorros se diluyeron en la inmensa penuria
como una gota de agua en el océano. Cuento esto porque sé que
ocurrió, pero ni a mí ni a ninguno de los que íbamos juntos ese día
nos amparó ni nos socorrió nadie. Así que estuvimos todo el día sin
probar bocado.
En Amelie-les-Bains estaba previsto que nos montaran en un
tren, pero nos obligaron a recorrer a pie los veinticinco
kilómetros que aún nos faltaban hasta un pueblecito que se llama
Argelés, donde nos aseguraron habían sido levantados barracones de
madera.
Gracias a tales promesas se nos hicieron menos penosos los
últimos kilómetros. A medida que llegábamos a nuestro destino
fuimos añadiéndonos a una corriente general. No hay palabras para
explicarlo. Como no se haya vivido, no se puede uno hacer una idea
de lo que nos encontrarnos. Éramos miles, decenas de miles,
centenares de miles. Milicianos, civiles, mujeres, niños, ancianos,
gente del pueblo, pero muchos también hombres de cultura,
intelectuales, sabios, médicos, ingenieros… Todos mezclados, no nos
atrevíamos ni siquiera a mirarnos a la cara, por no descubrir en
los demás nuestro propio desastre. Íbamos a la deriva, era como si
flotáramos después del naufragio en un mar helado y negro. Las
mujeres atendían a los viejos y a los niños, los hombres cargaban
con los bultos de la familia. A veces un hombre llevaba en brazos a
una vieja, o un viejo conducía de la mano a un niño, o era el niño
quien conducía al abuelo. Las criaturas con los pantaloncitos
cortos y las falditas cortas enseñaban las carnes desnutridas y
amoratadas, en las que sobresalían los huesos de las rodillas con
sus curvas picudas. Nos preguntábamos, ¿por qué hemos dejado las
armas? Creo que lo que más nos hundió fue el reconocimiento del
error: no deberíamos haber pasado a Francia. Fue una humillación,
de la que no hemos salido. Claro que después, sobre todo a raíz de
que cayera Madrid, se han levantado voces que aseguran que hemos
luchado al límite de nuestras posibilidades. Sí, pero lo que me
pasa a mí le pasa también a otros muchos: no teníamos que haber
tirado las armas, no teníamos que haber salido. Esto es lo que ha
volteado el entendimiento a tantos y les ha destruido para siempre.
No fue lo peor el cansancio, el frío y el hambre. Lo más inhumano
fue y es, en mi modesta opinión, nuestra propia desmoralización,
pues a nadie le cabe en la cabeza que, siendo nosotros los mejores
y los más numerosos, hayamos perdido la guerra. Ellos tuvieron a
Italia y Alernania. Cierto. Pero nosotros teníamos la razón y
detrás a todo el pueblo, y nos han destruido. Nos desayunarnos con
el amargo aguardiente de la verdad, y eso es lo que nos espera de
cena. No nos atrevíamos a mirarnos unos a otros a los ojos, para no
encontrar en los demás los reproches que nacían sólo de nosotros
mismos. Las enfermedades del otro eran las tuyas, su angustia, la
tuya, sus desgracias eran tuyas, a todos nos habían matado a
alguien, todos dejábamos atrás todo, fue horrible, pero más que
nada la culpa. Nos vemos aquí, y ninguno se siente merecedor de lo
que nos está pasando. Son dos cosas extrañas al mismo tiempo: uno
siente sobre sí la quemadura de la culpa por algo de lo que no es
culpable. Es como el viento de aquellos días primeros en el campo.
El frío era una cosa, y el viento, otra, que venía a redoblar el
frío. Nosotros tenemos dos culpas, la nuestra, y la de sentir esa
culpa como una cruz, pues ninguno de nosotros es culpable de nada,
ya que no hicimos otra cosa que defendernos del fascismo. Le he
dado a eso vueltas y más vueltas en la cabeza, y no acabo de
entenderlo. Nos han combatido con las peores armas, la traición,
los mercenarios, la iglesia, y las potencias, unas por fascistas y
otras por cobardes, nos dieron la espalda, y por tanto estamos aquí
por todas esas causas. Nos obligaron a hacer una guerra que no
queríamos y que ellos empezaron. Eso es así. Pero al mismo tiempo
se siente uno culpable por no haberlo dado todo. Y no lo hemos dado
todo, puesto que seguimos vivos. Eso se lo oímos al Campesino. Y
tenía razón. Es el mayor dolor que nos queda. Bueno, pero me he ido
por las ramas. Ya habrá tiempo de hablar de esto.
Madame Barbizon acaba de llevarse los platos de la comida.
Otra vez me ha recordado que ella no es una enfermera. Siempre
comemos lo mismo. Yo no había dicho nada, pero cuando he visto que
eran otra vez lentejas, me ha preguntado algo que no he entendido,
pero que sonaba a: ¿El señorito querría seguramente pato a la
naranja? Lo mejor es no responderle nada, que es lo que hago yo. Le
sonrío de una manera imprecisa, que no me
compromete.
Dentro de dos horas vuelven los chicos de la escuela, y en la
casa se acaba la paz.
Estaba en el momento en que íbamos ya hacia Argelés y Saint
Cyprien.
El tiempo en absoluto mejoraba, si acaso, empeoró, la nieve
se convirtió en aguanieve a medida que nos acercábamos al mar, y
las bajas temperaturas, movidas por un viento constante que se
impregnaba de humedad, descendieron más todavía.
No pudo ser. Me cogió el sueño, y me acabo de despertar.
Deben de faltar unos minutos para que los chicos regresen de la
escuela.
He preguntado si había venido Lechner, pero no hay nadie en
casa. Estoy con la puerta cerrada. Se hace duro guardar cama, sin
poder moverte. Piensas mucho, te acuerdas de cosas, no haces más
que darles vueltas y vueltas.
Ya es otro día y Lechner tampoco vino por la noche. Voy a
poner en orden mis recuerdos, y de paso me ocupo en
algo.
Mis botas, con aquella marcha, acabaron por desarmarse, lo
que no parecía importarles, porque las suelas le sacaban la lengua
a todo. Me refiero a cuando nos dirigíamos de Amelie-les-Bains a
Saint Cyprien. En una guerra lo más importante, tanto o más que el
arma, son las botas. Yo intenté quedarme con las de Lorenzo, pero
no eran de mi número, y ésas se las llevó otro, y los muertos que
estaban en el cementerio de Molló estaban descalzos, porque otros
se las habían llevado antes.
Con el frío los piojos se amotinaron y tomaron por asalto el
palacio de invierno. De eso hacíamos incluso chistes. Yo notaba en
las ingles sus incesantes paradas militares, que festejaban la
conquista, y en las axilas, sobre todo, donde estaban de
guarnición, vivaqueaban y rancheaban a placer, parecían haber
levantado una carpa donde se banqueteaban a todas horas en un
festín ininterrumpido. Mientras marchaba, lo cierto es que apenas
los sentía, pero en el momento en que parábamos un rato al borde de
la carretera para descansar, se ponían de acuerdo y era como si me
vertiesen un ácido sobre la piel desnuda que me abrasaba, sin que
pudiera exterminarlos del todo, porque por más que el escrutinio
era severo, cada noche me dejaban el cuerpo sembrado de liendres y
ronchas exageradas, y hasta que no herví todas las ropas en Saint
Cyprien, y eso fue ya tres semanas después, padecí los piojos como
un suplicio.
Al principio nos habían dicho que nos recogerían en Argelés,
pero de Argelés nos mandaron a otro lugar que llaman Saint Cyprien.
Diez kilómetros más. Hubo gente que, desesperada, quería quedarse a
dormir en la carretera, quienes decían, ya no podemos más, nos
paramos aquí, seguid vosotros, que os alcanzaremos. Habían decidido
morirse allí mismo. Había que quedarse con ellos y preguntarles,
compañero, ¿qué tal todo?, ¿todo bien? Y hablabas un rato con
ellos. Les animábamos, les levantábamos del suelo y tratábamos de
distraerles con un poco de conversación. Nosotros hicimos sesenta y
cinco kilómetros en dieciséis horas, sin detenernos. ¿Cómo? No se
me pregunte, pero los hicimos.
La gente de los pueblos y aldeas se asomaba a las ventanas
para vernos pasar. Si hablaban, lo hacían en un susurro, por
respeto, como si fuésemos de una procesión de cristos sangrantes.
Las mujeres daban algo de comida a sus hijos pequeños, para que
éstos nos la entregaran. Lo hacían, yo creo, para no humillarnos,
pues parece que lo que te da un niño es menos limosna que lo que te
da un hombre como tú o una mujer. Repito que esos pequeños socorros
no sirvieron de mucho, porque no creo que alcanzaran ni a un uno
por ciento del elemento refugiado, y lo cuento no porque lo viera,
sino porque me lo contaron.
Llegamos a Saint Cyprien de noche. La impresión que nos causó
el campo fue grande, temimos habernos equivocado, porque no creo
que el infierno pueda tener un aspecto diferente. A las mujeres
antes de llegar a Saint Cyprien las desviaron a otro lugar. Pasamos
las primeras alambradas. A la puerta habían levantado dos
barracones provisionales, uno a cada lado, para los gendarmes, no
más grandes que unas letrinas, en los que había espacio únicamente
para una estufa, una silla y una pequeña mesa sobre la que brillaba
pobremente un candil de petróleo, como el de los ferroviarios.
Nadie nos preguntó nada. Allí se podía entrar, pero no salir. Al
pasar entre los primeros grupos, a todos se nos encogió el corazón,
porque creíamos que ya estábamos muertos, aunque no lo supiéramos.
La alegría primera de encontrarnos con tantos compatriotas y
hacernos la flusión de que España estaba allí más presente y viva
que en lugar alguno, dio paso a un sordo sentimiento de acabamiento
y final. Era como un gigantesco depósito de cadáveres, sólo que los
cadáveres estaban en pie, parados en el aire helado, mirándonos a
los que llegábamos. Algunos preguntaban de dónde salíamos, si
traíamos noticias nuevas, si por un milagro las cosas detrás de
nosotros habían cambiado y podríamos volver ya. Pero nadie
respondía. Se nos quedaban mirando, nosotros les mirábamos a ellos,
no se movían ni siquiera para dejarnos paso, les costaba desplazar
un brazo, arrastrar el pie unos centímetros sobre la arena era un
esfuerzo ímprobo para todos.
Eran muchos los que creían que íbamos a volver en una o dos
semanas. ¿Cómo podrían figurarse una cosa tan absurda? Pues lo
creían. Para sobrevivir y no tener que morirse en una tierra
extraña.
Habían alambrado una gran extensión de la playa, no sé, uno o
dos kilómetros, con doble fila de alambres, los muy perros, y allá
nos metieron. Pero antes nos vacunaron en una de aquellas letrinas,
salió un médico con una bata blanca sucia, nos ordenó que nos
levantáramos la manga, llevaba una jeringuilla como yo no había
visto jamás, grande como la de los churreros, lo menos para un
litro de vacuna. La gente se dejaba clavar la aguja sin soltar la
maleta, y cuando preguntamos dónde repartían la comida, nos
respondieron que se distribuiría por la mañana. Les informamos, no
hemos probado bocado desde ayer y llevamos todo el día caminando.
No sabían nada. Decían, mañana, mañana todo solucionado, y nos
empujaban para que fuésemos metiéndonos en el
campo.
Avanzamos entre la gente, que permanecía de pie o sentada
sobre maletas y atillos, porque el suelo estaba tan húmedo que no
se podía uno sentar. No eran más que manchas sombrías, agazapadas
contra la inmensidad negra del cielo. El hecho de que estuviesen
todos de pie impresionaba más todavía. Al avanzar entre ellos, te
tropezabas con sus ojos. Cómo brillaban. Era lo único que tenía
brillo en aquella masa de restos humanos. Bolas de acero, destellos
de ascuas negras, duros carbones, encendidos de fiebre, cuevas
donde esperaba el monstruo insomne del miedo.
Al rato la oscuridad fue completa, hasta los ojos se
apagaron. Únicamente brillaban los candiles vacilantes y remotos,
como astros muertos. Éramos miles, todos varones, si te tropezabas
con alguien, nadie se molestaba, pedías perdón, decías, perdón
compañero, y la gente se agitaba con lentitud, como animales de un
matadero que presagiaran la proximidad de su muerte, nadie daba
crédito que nos hubieran encerrado en una pocilga como aquélla,
peor que cerdos, a quienes no falta nunca su rancho diario. El
aspecto de la gente era penoso, muchos, más de la mitad de los que
estaban allí, qué se yo, veinte o treinta mil, estaban enfermos,
con fiebre, con diarreas, con infecciones, con pulmonías. El que
estaba como yo, sólo con piojos, podía darse por contento. ¿Tenéis
algo de comer?, preguntamos a los que estaban cerca de nosotros. Y
la gente negaba con la cabeza. Algunos nos preguntaron de dónde
veníamos, por si tenían ellos a alguien conocido en nuestras
unidades. Otros se echaban a un lado en silencio para que
pudiéramos pasar, pero la mayoría estaban como en lo más hondo de
un pozo, y no decían nada porque habían muerto ya, y lo sabían.
Allí estábamos cien mil personas o más, qué sé yo, todos en
silencio. Creo que no se habrá conseguido nunca algo así, poner a
tanta gente junta y que nadie quiera hablar. Se oían las olas,
chas, chas, llegando sobre la arena. Y la gente quieta o moviéndose
de un lado a otro muy despacio, como larvas de un pudridero. Era el
cuerpo muerto de España, y nosotros no éramos más que pobres
gusanos.
Los primeros habían llegado hacía cuatro y cinco días, la
mayoría procedentes de Barcelona. Nosotros fuimos los últimos que
llegábamos del frente de Aragón. Nos costó escoger un lugar donde
pasar la noche y aún tuvimos que recorrer un trecho hasta encontrar
un sitio donde quedarnos.
La gente se embozaba en las mantas, se apretaban unos contra
otros, en grupo se echaban una manta por la cabeza y entre todos
trataban de calentar con su aliento el aire que respiraban.
Preguntamos, ¿por qué no se encienden fuegos? Pero no había nada
que quemar.
Por detrás teníamos los alambres de espino, y por delante el
mar.
Yo llegué tan cansado que sólo tenía ganas de dejar de andar,
y, sin embargo, podía haber seguido caminando horas y horas, las
piernas ya no obedecían mis órdenes, sino que parecían marchar
solas, como apéndices de un muñeco mecánico. Creo que hubiera
podido reventar, como un caballo, caminando hasta el último segundo
de vida.
Conseguimos al fin, en lo cimero del campo, encontrar un
sitio donde caernos muertos. Enfrente estaba el mar inmenso. La
noche no dejaba ver nada más que el sombrío encaje de las olas, en
el momento en que rompían sobre la arena, como una inmensa plancha
de bronce que se oscurecía aún más con el reflejo de unos
nubarrones que como hoscos bueyes bajaran a abrevar al
horizonte.
El mar, el mar… Esa fue la primera vez que lo vi. Mejor
dicho, no lo vi, pues que nada se veía, pero lo sentí, y lo sentí
desde dentro, desde mí hacia afuera, no al revés. En Barcelona me
habían llevado a ver los barcos del puerto, pero aquel mar y el de
Saint Cyprien no se parecían en nada. Lo que yo había visto era un
puerto, nada más, no conocía las olas, no había pisado las arenas
de la playa, no había olido el olor puro de las algas y del
yodo…
Me gustaría ser poeta para contar lo que sentí. Estaba como
extasiado. Hacía mucho viento y las olas negras venían a romperse a
mis pies, con un luto de espuma. Quizá la poesía es esto. El mar es
lo más grande, porque le hace poeta a todo el mundo, buenos, malos,
grandes, chicos, amigos, enemigos. Era el mar hasta el infinito,
fundiéndose con la oscuridad del cielo. En mi casa sólo conoce el
mar mi padre, que sirvió en África. Ni mi madre ni mis hermanas lo
han visto. Mi padre siempre decía, el año que viene os llevaré al
mar, pero, un año por una cosa y otros por otra, nunca pudimos
ir.
En ese momento pensé en ellas y en mi padre. Es muy difícil
expresar lo que se siente cuando se ve una cosa así la primera vez,
lo mismo que cuando se fue uno por primera vez con una
mujer…
Qué inmensidad, recuerdo que dije, qué
hermoso…
No sé qué tiene de bonito, me replicó uno que estaba a mi
lado, un chaval de los que venía con nosotros desde Prats. Le dije
que quizá a él, que era de Cartagena, le impresionaba poco, porque
estaba acostumbrado, pero que yo llevaba desde que tenía uso de
razón tratando de imaginar cómo sería el mar. A lo primero mi padre
me llevaba al estanque del Retiro y me decía: el mar es como un
millón de veces el estanque. Yo trataba de imaginar cómo sería un
millón de veces e iba añadiendo estanques al que tenía delante, y
lo que resultaba de la suma siempre era un mar rodeado de árboles,
con el monumento de Alfonso XII al fondo, y aunque había visto
fotografías de barcos y todo eso, no lograba hacer que
desapareciera de «mi» mar ni el paseo de coches ni los barquilleros
ni las barcas pastueñas…
Aquel mar no tenía nada que ver con el que me explicaba mi
padre. Era otra cosa. Era el de verdad. Fue lo primero que les dije
a los demás, me voy allí. Estaba atraído, imantado por las olas. A
pesar de que estaba lloviendo, era grandioso. Incluso el hecho de
que lloviera lo hacía más misterioso, porque se oía la lluvia sobre
las olas, y era como una canción sobre otra, que no se estorbaban.
¿Cómo diría mi pobre viejo que es como un millón de veces el
estanque del Retiro? Si alguna vez tuviera un hijo, sería lo último
que le diría, si no conociera el mar. Es como decirle a un chico
que todavía no se ha ido con una mujer que eso es como un millón de
pirulís de azúcar quemado.
Fui hasta la orilla y me quité las botas. El de Cartagena,
que venía detrás de mí, me dijo, tú estás loco, se te van a helar.
Era verdad. La lluvia era medio aguanieve, y el viento que salía
del mar no dejaba tranquilos a los copos que subían y bajaban como
en una noria cuadrada, y los fundía antes de que tocaran el
agua.
Venía una ola suave a lo largo de la playa que fue a morir
justo donde tenía yo los pies. Era como si quisiese ponerles unos
calcetines de algodón, porque me los bañó de espuma. Estaba muy
fría, en efecto, y la sal hizo que me escocieran las heridas. Pero
fue providencial, pues gracias a que me los bañé nada más llegar
creo que no se me infectaron, como les ocurrió a
otros.
Esa primera noche descendieron las temperaturas por debajo
del cero, y lo que al principio era una lluvia fina, se convirtió
en copos de agujas heladas. A la mañana siguiente la playa apareció
moteada y oscura, talmente la piel de un lince. La gente te miraba
con ojos desorbitados. Todos parecíamos preguntarnos: ¿Qué es esto?
¿Qué hacemos aquí? ¿Hemos muerto al fin?
En cuanto me puse en pie me acerqué al mar, y verlo a mis
anchas, grande, todo hondura, todo altura, infinito, me conmovió.
Recordé los versos de la escuela, nuestras
vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir. Y
así lo vi yo, que aquello era muy justo, parecía escrito pensando
en nosotros, pues no sabíamos cómo, pero allí estábamos, frente a
la inmensidad y el misterio de nuestro futuro, que también es el
morir…
Sentí que el mar era un abrazo, más hospitalario que el
cielo, un camino hecho de mil caminos, sin montañas ni fronteras,
sin amo, patria ni destierros. A aquella playa llegaba el agua que
bañó también los pies de César, de Alejandro, de Napoleón, todos
ellos invictos, como, pese a todo, nos sentimos muchos de los que
allí estuvimos, como nos seguimos sintiendo.
A mediodía sirvieron una comida caliente, la trajeron de dos
camiones, ollas en las que se podría haber cocido a un misionero,
pero no hubo para todos y apenas se podía comer; no era más que
agua caliente, un caldo sucio con tres lentejas y seis alubias,
nada más, desaborida e insustanciosa, y no valieron protestas. De
los pueblos de los alrededores venían con comida, que vendían a
través de las alambradas al que tenía dinero francés, o cambiaban
por objetos personales. Se consumaban pequeños cambalaches, medio a
escondidas, como en un verdadero mercado negro en el que se trocara
rapiña por miseria. Lo que a uno le era superfluo, por lo que creía
que iba a serle imprescindible para sobrevivir, y a la semana ya
había allí un Rastro, igual, la gente se olvidaba del dolor que les
obligaba a aquel trapicheo y descubría en cambio el placer de
regatear, y en menos de tres días ya había profesionales allí del
trato y del comercio, como si estuvieran en la Ribera de
Curtidores, enzarzados en el regateo, felices en la ganancia
miserable, maestros del engaño con gracia.
Durante el día no hacíamos otra cosa que esperar, y eso era
en sí mismo desesperante. Noticias, ayuda, papeles. A las primeras
sólo se les podía llamar, en la mayor parte de los casos, rumores;
a la segunda, caridad, si acaso; y a los últimos, nada, una
ilusión, Ese atardecer y todos los que le siguieron fueron los
peores momentos. Mientras había luz, los hombres se animaban en
conversaciones, planes y discusiones (¡todavía!, ¡y cuánta pasión
para una política que no nos había salvado del desastre! ¡Divididos
como siempre, más que nunca! ¡Arrojándonos unos a otros a la cabeza
esa palabra vacía: unidad, unidad, unidad!), cada uno convencido de
tener la razón y la verdad, pero sin poder levantar la voz, por la
prohibición expresa de hablar de política dentro del campo, que
cursaron las autoridades francesas, con amenaza de deportación.
Imbéciles. ¡Prohibirle a un español hablar de política! ¡Prohibirle
a un hombre hablar de su derrota!
Esos primeros días, más que el hambre, que el cansancio, que
la derrota, fue el viento. A nadie que los haya vivido podrán
olvidársele nunca. Se nos metía en el cuerpo como el torno de un
dentista en el nervio, haciéndonos enloquecer. Era bronco,
ululante, rasero, demasiado frío y demasiado constante. Nos
envolvíamos la cara en trapos, en las mantas, con los pasamontañas,
pero acababa colándose por todos los resquicios como una fría
culebra. Durante el día nos movíamos de un sitio para otro, pero en
cuanto te detenías, te clavaba su cuchillo de acero. No había nada
para levantar unas tiendas, pero, aunque hubiésemos podido
levantarlas, el viento se lo llevaba todo, y quienes se empeñaron
en fabricarse unos toldos con unas cañas tuvieron que desistir. Se
hinchaban como las velas de una caravela y apenas podían mantenerse
en pie unos pocos minutos.
¡La infamia que han cometido con nosotros las naciones, y
concretamente el gobierno cómplice de Daladier! ¡Dejarnos en
aquellas playas fue lo mismo que llevarnos al
matadero!
Ha vuelto Lechner. Le acompaña una de las chicas de La Marseillaise. Por la voz parece Marie. Seguiré
mañana.
Volvió con una gran noticia y con dinero, pagó a madame
Barbizon, pagó al médico las medicinas y a mí me ha traído víveres
ricos que ha comprado en la tienda de ultramarinos, chicharrones,
pan de almendras, café, dos botellas de vino, incluso ha
descubierto un dulce de castañas exquisito. Pero eso no ha bastado
a madame. En cuanto Lechner volvió a
marcharse aprovechó para armarme una gran tremolina, pues le
parecía indecente que Lechner hubiese venido a verme con «una de
ésas», y que «ésa» u otra «cualquiera», gritó, era la última vez
que ponía los pies en una casa tan decente como la suya.
Etcétera.
Estuvieron muy simpáticos conmigo. La amiga de Lechner, que
en efecto era Marie, me puso la mano en la frente para ver si tenía
fiebre, y ella misma buscó su propio perfume y dejó caer unas gotas
sobre la cama.
Delante de Marie no me atreví a preguntarle a Lechner dónde y
cómo había conseguido el dinero. Me ha hablado de un trabajo que le
ha salido como mecánico, llevando piedra en una cantera cercana. Su
patrón le deja un lugar donde pasar la noche, cosa que le conviene
más que regresar a la ciudad.
El trabajo lo ha conseguido de casualidad después de haberlo
buscado infructuosamente en las fábricas de Bréguet, que son, al
parecer, las más célebres de aquí; al pasar delante de una
panadería vio un papel pegado en el cristal donde se pedía un
mecánico.
Tampoco me he atrevido a preguntarle qué hacía con
Marie.
La noticia es ésta: se ha formado en París un organismo
español para facilitar la salida de Francia de todos los exiliados,
sobre todo desde que se habla de que el traidor Daladier anda en
conversaciones con Franco y la Falange para entregarles a «los
rojos» por las buenas o por las malas, persuadiéndoles de que nada
les va a pasar si regresan o, si no transigen, amenazándoles con
deportaciones a las colonias o a pelotones
disciplinarios.
Lo primero que tenemos que hacer es enviar una solicitud a
París, y allí nos asignarán el barco que nos sacará de aquí; hay
que hacerlo con celeridad, pues se habla de que habrá miles de
aspirantes.
Me he pasado el día redactando ese informe, no se habrá visto
nada más difícil que formular una instancia. Luego, he dado un poco
de dinero a Hélène para que me subiera de la tienda papel de barba
y más polvos para hacer tinta, pues con la manía de escribir llevo
gastado lo menos un litro.
He industriado la tinta delante de ella, en la cocina, en una
jarra de cristal, y le han gustado las irisaciones que quedaban
flotando, como lagunas de mercurio dentro del
agua.
Incluyo aquí el informe, que me ha llevado casi dos días
escribirlo, y una mañana ponerlo a limpio.
«1936. Procedente del Sindicato U.G.T, sección Artes
Gráficas, causa alta como voluntario en las milicias del mismo
nombre en la revista de comisario del mes de septiembre del año
marginal [lo digo porque he puesto en el margen el año, como un
pinito de tipógrafo; eso, la limpieza y el orden, causan siempre
buena impresión] permaneciendo en período de instrucción hasta el
15 del citado mes, que es destinado a la 3.’ Compañía, destacada en
el frente de Extremadura, sector de Navalcarnero, donde en calidad
de soldado queda prestando sus servicios. Interviene en las
operaciones de dicho pueblo hasta que fue evacuado del mismo por
las tropas republicanas. En el mes de octubre pasa a prestar sus
servicios en calidad de enlace en la Comandancia Militar del
Sector, tomando parte en las operaciones que los días 20 se
desarrollan en Móstoles y el 27 en Alcorcón, evacuando estos
pueblos en unión del resto de las fuerzas de la República. Días más
tarde actúa en Cuatro Vientos, Campamento y Carretera de
Extremadura, desde donde se incorpora a su Unidad en el frente de
Madrid, sector de la Ciudad Universitaria, donde interviene en
operaciones de conjunto con una columna internacional. El día 5 de
noviembre, después de sufrir intenso bombardeo de aviación y
artillería, es evacuado el edificio de la Escuela de Ingenieros
Agrónomos, pasando al pabellón Vitivinícola, donde permanece en
unión de su compañía hasta el día 11 por la mañana, que es relevada
por las milicias socialistas. Por la tarde del citado día es
trasladado a la Casa de Campo, subiendo a las posiciones del
Embarcadero la noche siguiente. Toma parte en varias descubiertas y
contraataques. El día 12 es relevada la compañía de la mencionada
posición, relevando a su vez al Bon.
Balas Rojas, posición de la Exposición, donde permanece hasta el
día 20, que vuelven al Embarcadero, de donde son relevados el día
23 por pasar a formar parte de las brigadas de carabineros. Desde
el citado día y en espera de la orden para la incorporación a
dichas fuerzas en el cuartel de Madrid, en cuya situación finó el
año.
»1937. En igual situación que finó el año anterior. El día 13
de enero, en unión de su Cía. se incorpora en Valencia al 20
Batallón Móvil de Carabineros, siendo destinado a la 1.ª
Cía. del mismo, de donde parte al
frente de Teruel, con sede en Alcañiz, hasta el 30 de octubre, en
que de nuevo su
Bon
. es destinado a Valencia’ para ser trasladado a Barcelona el
3 de noviembre, donde queda prestando los servicios propios del
Cuerpo, en cuya situación y destino finó el año.
»1938. En igual situación y destino que finó el año anterior.
En la revista de comisario del mes de julio es promovido al empleo
de cabo con antigüedad de febrero del año anterior por méritos de
guerra (D. O. n.º X) pasando a prestar sus servicios en la P. M.
del Bon. donde continúa hasta el mes de
septiembre del año marginal, que causa baja en el citado 20
Batallón de Carabineros por alta en el 52 Bon., donde causa alta en
la revista de octubre en la Plana Mayor del mismo. En servicios de
su clase los presta en la Oficina de Ayudantía. El día 18 de
noviembre es trasladado al frente del Este (Pirineos). En espera de
órdenes queda acantonado el Bon. en las
inmediaciones de La Seo de Urgell (Lérida), donde permanece hasta
el día 23 en que se les ordena la marcha por sus propios medios a
Ripoll, donde se instala la P. M. y el 45 Bon.; adonde se le destina, quedando con ésta
cubriendo 40 kilómetros y dedicados al transporte de víveres desde
esa plaza, al objeto de formar un almacén de intendencia con
destino a las diferentes fuerzas de aquel sector, siendo
incorporados al Décimo Cuerpo de Ejército, Base 8., en cuya
situación y des tino finó el año.
»1939. En igual situación y destino que finó el año anterior,
el día 1.º de enero marginal es trasladado con el 45 Bon . de Carabineros al pueblo de San Joan de les
Abadesses, donde toma residencia igualmente la P. M. del mismo. Por
méritos en la campaña es propuesto para el empleo de sargento,
desempeñando desde aquel día los cometidos del subayudante del
batallón. El día 7 del citado mes es trasladado el B-. al frente
del Este, sector Pirenaico, posición de Piedras de Soto, donde se
efectúa el relevo de la 72 Brigada, ocupando el Monte Tres, Sector
G, H, F, y cota 526. Esta última posición en unión de una
Cía,. de Asalto. El día 26 del
precitado enero, y en virtud de órdenes recibidas del jefe del
sector, se inicia la retirada hacia Francia, donde, después de
veinte días y efectuar un recorrido entre hielos, nieves y demás
dificultades del tiempo y naturaleza, de 250 kilómetros bordeando
la línea fronteriza de Andorra primero y después de Francia
llegamos al pueblo de Ripoll el
4 de febrero, quedando acantonados en las afueras del mismo,
hasta la madrugada del siguiente, que tomamos contacto con las
fuerzas enemigas aéreas y terrestres para facilitar la salida de la
7 y de la 38 Brigadas y la 45.ª Compañía del B011.; consiguiendo el
objetivo, alcanzando el pueblo de Camprodón y entrando en el pueblo
de Prats de Molló (Francia) en unión de lo que quedaba de su
batallón el día 11 de febrero del año marginal. Una vez efectuados
los repetidos escrutinios es trasladado con su unidad a un campo de
concentración de las afueras del citado pueblo, donde, a la
intemperie y entre nieves permaneció hasta marchar, al día
siguiente de dicho mes, hacia el campo de Saint Cyprien Plage,
donde se dedica a tareas de construcción de una conducción de agua,
estallada por las temperaturas y el mal estado, y subsiguientes
barracones, hasta que el 25 de marzo del año marginal abandona el
precitado campo y obtiene permiso de trabajo, como conductor de
camiones, en la cantera de piedra de Roc Paradet, localidad próxima
a Toulouse, ciudad en la que para todos los efectos vive, 12,
rue Émile Zola (madame Dorothée Barbizon).»
Salvo el principio, Lechner me ha pedido que avíe también su
informe, que he copiado del mío letra por letra. Presentado, creo,
ha quedado mejor el suyo. Y otro más, cambiando la letra, a nombre
del hijo de los viejos aquellos de Ogassa, Joaquín Esteve, cuya
documentación le apareció a Lechner en la chaqueta del traje. No
creo que perjudiquemos a nadie. Hemos procedido de ese modo por si
acaso a alguno de nosotros no nos dieren el visado, y a él sí. Como
jugar a la lotería, cuantos más números mejor. Y no es aprovecharse
de un muerto, porque en este punto allá nos vamos
todos.
Lechner y yo hemos convenido en eso, que ponga que trabajo en
esa cantera. Sabemos que para México buscan obreros cualificados,
no quieren albañiles ni braceros, sino mecánicos, médicos,
ingenieros, maquinistas… En Venezuela, en Cuba, en Argentina, a
donde quiera que nos lleven, para qué van a necesitar un tipógrafo.
Primero, porque allí habrá, digo yo, mucho más salvajismo, y en
segundo lugar, necesitarán más un mecánico o un maquinista, porque
donde esté la industria o el transporte, como fuente de riqueza y
progreso, que se quiten las artes gráficas… Si mi padre oyera esto,
pobre, le darían los siete males. Pero así lo pienso. De modo que
he puesto donde dice profesión: mecánico. En realidad no miento a
nadie, pues de máquinas me ocupaba, ¿o es que una Heildelberg no es
una máquina?, y quien hace funcionar una Heildelberg malo tendría
que darse para no saber de todas las otras máquinas. Es lo mismo
que ser relojero. Si se sabe componer relojes, no hay máquina que
se resista, todas se reducen a ruedas, ejes,
volantes.
Desde hace un par de días no tengo fiebre. Una semana más en
esta situación y el doctor Galin me ha asegurado que podría salir a
la calle. Todavía me encuentro débil. Madame Barbizon está más
aplacada, porque Lechner le ha pagado una semana por adelantado. Es
una mujer odiosa. Como ahora tengo que hacer las comidas con ellos
a la mesa, no la puedo sufrir, no hace otra cosa que repetir que si
su marido viviera de qué iba a tener ella que trabajar como lo
hace, y para qué iba ella a tener metidos en su casa unos
huéspedes. Cómo será de impertinente que yo, que entiendo poco de
esta lengua, me entero de todo lo que ella quiere que me entere,
porque entonces la condenada chapurrea un español que no sé de
dónde lo ha sacado. La comida es muy mala y no me acostumbro a los
sabores, todo me sabe a apios y a pimienta. Carne no la catamos
nunca. Almuerzo con ellos y me vuelvo a mi cuarto y me meto en la
cama porque no hay otro sitio donde poder estar, y me pongo a
escribir. A casa he circulado ya tres cartas, pero después de la
primera no han vuelto a contestarme, y saldría a pasear si no fuese
porque aún me encuentro flojo. Tantas horas en el cuarto se me
hacen eternas.
Hay en él una sola cama de matrimonio, de barrotes de hierro;
me siento a veces en una cárcel cuando estoy tumbado; una
palangana, un perchero y una cómoda vieja con los cajones
derrengados, que ni entran ni salen si no es dándoles una patada, y
aun así jamás cierran del todo, completan el mobiliario. Parece que
este moblaje y el resto del ajuar lo hubieran encontrado en una
almoneda; la cama, con la pintura saltada por un trasteo
indiscriminado, a poco que te muevas cruje de tal manera que es un
escándalo. La palangana está tan desportillada que los bordes
parecen el repulgo de una empanadilla. Del papel con el que están
forradas las paredes creo que ya hablé en otra ocasión. Es de un
color rojo amarillento, mezclado con tonos cálidos de hojas secas,
y representa una jungla de plantas inverosímiles, que bien podrían
ser tropicales y carnívoras, de hojas tan grandes que por la noche,
cuando entra la claridad de la calle, puedes sugestionarte y creer
que estás en un manglar. Por si fuese poco, la tropa de cucarachas
que anda por la habitación da a la figuración botánica un temblor
que lleva la verosimilitud a extremos insospechados. Encima de la
cómoda está la palangana y el trapo al que llamamos toalla, y
colgada en la pared hay una estampa de colores con una vista de los
Alpes nevados en su marquito de cinco francos, y detrás de la
puerta un espejo pequeño, roto de arriba abajo, lo que hace que
cada vez que se mira uno se lleve un pequeño susto, pues no te
reconoces y cuando te reconoces parece que te han hecho un chirlo.
El retrete está fuera de la casa, siempre sucio, lo limpia una
portera, que no lo limpia, y lo utilizamos cinco o seis vecinos. A
veces hay que esperar y hacer cola, pues coincidimos varios, aunque
yo procuro ir por la noche, para no tener que ver a nadie, y sobre
todo para que nadie me vea. No obstante, he conocido a varios,
sobre todo a una tal Chantal, una chica de una fealdad insuperable
que dibuja unos contoneos lúbricos indescriptibles con las caderas,
mueve las pestañas a toda velocidad, sonríe siempre y se perfuma
mucho, tanto que resulta mareante el aire que desaloja su paso;
ésta no hace nada, se pasa el día en casa. También he conocido a
una mujer enferma y con las piernas hinchadas que anda con
dificultad, madame Salabero; un viejo consumido como un pajarito,
que no es más que cuatro huesos forrados de un pellejo blanco, fino
y deslucido… En fin, y algunas más. No he intimado con ninguno de
ellos, pero conmigo, en general, se muestran reservados, no sé si
por respeto o porque consideran que los republicanos somos
forajidos que hemos pasado a cuchillo a poblaciones enteras. Eso
fue lo que me dijo una vez, al principio, monsieur Bartolet, cuando
supo que era soldado de la República. Me dijo, en esta guerra se
han cometido crímenes en los dos bandos, todos habéis asesinado,
todos habéis cometido tropelías, las guerras son así. Le mandé a la
mierda. Le dije que tropelías las había cometido el fascismo y que
crímenes los había cometido Francia, negándose no ya a ayudarnos,
sino impidiendo que otros nos ayudaran. Menudas ideas. Y que el
salvajismo había sido levantarse en armas contra un gobierno del
pueblo legalmente constituido, eso sí que era una degollina, eso sí
que clamaba al cielo. ¿Qué crímenes he cometido yo en esta guerra?
¿A quién le he metido el cuchillo? ¿Cuántos Guernicas hemos
bombardeado? Crímenes los de Madrid, bombardeando cada tarde la
población civil, y crímenes los de Valencia, por lo mismo y… No te
fastidia. Es un viejo terco, pero no es mala persona, porque desde
que se enteró de mi enfermedad deja en la puerta el periódico del
día anterior, para que lo lea. Aunque no puedo leerlo, se lo
agradezco igual, y a él le debo esta estilográfica con la que estoy
escribiendo, que me prestó (la otra se la he dado a Hélène para que
la llevase a componer, se había despuntado el
plumín).
Tengo ya ganas de salir de aquí. Creo que me ha venido bien
no haber visto a nadie durante todo este tiempo. Lo peor fue
aquello, en Saint Cyprien. Allí era imposible no hundirte, porque
tú podías ir librando, pero al lado te tocaba una u otra tragedia,
al lado mismo, una, dos, sesenta mil tragedias. Mil historias. Ya
contaré, si tengo ocasión, algunas, como la de aquellos dos
anarquistas de los que se decía que habían robado con otro en
Barcelona la caja del Sindicato, casi todo en oro y en joyas, y que
al otro lo habían ahogado para quedarse con el botín, pero que
cuando fueron a por las joyas no las encontraron, porque el otro
las había depositado en un banco de Marsella a su nombre, así que
habían matado a alguien por unas joyas que tenía un banco. Eso se
contaba en el campo. Yo los
vi. Estaban siempre solos. Nadie se quería juntar con ellos.
Nos miraban al resto de una manera torva.
Sin embargo, aquí, en ese aspecto, he estado en la gloria. Me
está mal decirlo, pero ojos que no ven, corazón que no siente. Es
una gran verdad. Durante veinte días la fiebre me habrá atontado,
pero abro los ojos y no me encuentro en el campo.
Lo peor era el viento. Soplaba a todas horas, era horrible,
se te metía en los huesos, te zumbaba en los oídos y te devoraba
los sesos, no parecía acabarse nunca, te daba vueltas por dentro
del cráneo hasta volverte loco. Cuando llegamos, ya he dicho que no
pudimos hacer una jaima, como la que habíamos levantado en los
Pirineos; entonces cavamos un hoyo en la arena, pero tuvimos que
desistir cuando vimos que a los pocos centímetros manaba el agua.
Nos enterraremos como los cangrejos, sugirieron unos, así resisten
ellos las mareas. Pero no podía ser. Apenas metíamos las manos en
la arena, empezaba a filtrase el agua del mar. Pensamos, más atrás,
más lejos de la playa… Era inútil, a donde quiera que fuésemos, el
viento nos perseguía. A alguien se le ocurrió levantar en paralelo
con el mar a modo de taludes de arena. Nos tiramos detrás,
agazapados, en batería. Esos taludes detenían malamente el viento,
que silbaba por encima de nuestras cabezas y nos arrojaba la arena
a la cara. Notabas como alfilerazos helados, se te metía en la
boca, crujía entre los dientes. Los que disponían de una maleta
tenían más suerte, la clavaban en la arena y se escudaban detrás.
Parecíamos muertos, tras de aquellos montones de arena, soldados
que hubiesen caído en sus trincheras ante un enemigo fantasmal. Ese
era el viento. No había modo de vencerle nunca. Alguien sentenció,
hasta el viento es fascista, y tenía razón.
Esa y todas las demás noches dormimos abrazados unos con
otros, apiñados, debajo de las mantas y los capotes, a veces no
eran más que andrajos malolientes llenos de barro, arracimados como
los piojos que, enloquecidos también por el frío, se entregaban a
frenéticas galopadas. Yo los sentía entre los pelos del pecho.
Algunas veces tuve piojos en la guerra, pero aquéllas eran hordas,
notaba cómo mordían con sus mandíbulas de acero las terminaciones
nerviosas de la piel, y eso también nos hacía
enloquecer.
El viento duró días, semanas. En realidad no dejó de soplar
nunca, día y noche. Por la noche pensabas, pensaba, amanecerá y
amainará, alguna vez remitirá. Era música de una sola nota
perforándote el tímpano y luego el cerebro.
La primera noche de todas creí que cambiaba de dirección y se
envolvía en las olas, tenía la apariencia de alaridos humanos, de
náufragos. Me decía, son voces que llegan de alta mar. Y, sin
embargo, estaban a mi lado, porque lo que yo creía que era la
despedida de los náufragos, no era en realidad más que los lamentos
de los heridos tendidos junto a nosotros. Eran hombres a quienes se
les gangrenaban las piernas, los brazos, envueltos en vendas
sucias, sanguinolentas, llenas de pegajosa arena. Otros habían
perdido un ojo, y gritaban espantados por las visiones que les
torturaban desde esa cueva negra. ¡A cuántos les supuraban pus los
oídos! Se sujetaban la cabeza con las manos y buscaban una roca
donde partírsela, pero no encontraban más que informe arena por
todas partes. Y las voces del dolor se sumaban a la carcajada
siniestra del viento, y éste gemía por todos. Cada noche, cuando ya
los cuerpos de aquellos cien mil hombres habían caído inermes y no
eran más que una sombra, se oía de pronto un grito aún más
desgarrador. Y al rato, otro. Y una hora después, otro, como un
quebranto. Sabíamos que era el viento que había venido a cobrarse
otra presa. El que estaba más cerca de la víctima sabía lo que
tenía que hacer, iba a buscarlo, lo calmaba y volvía a tenderlo en
el suelo, le tranquilizaba y le hablaba cariñosamente, como a los
niños, pero todos sabíamos lo que ese grito en medio de la noche
significaba, conocíamos su alcance. Al amanecer esa persona ya no
volvía a ser la misma. Todos sabíamos que el viento había llegado
por la noche y lo había elegido a él. Y ellos lo percibían
claramente, sabían cuándo les estaba siendo arrancada el alma de la
cordura, como si les vaciasen por dentro con tenazas de hierro… Al
día siguiente esos pobres hombres estaban locos por completo,
miraban como locos, andaban como los locos, arrastrando los pies y,
sobre todo, guardaban silencio como los locos…
Quienes sabían rezar, rezaban para que el viento no les
visitase, y los que no, trataban de pasar inadvertidos. Los
primeros días fueron tan inhumanos que nadie se atrevía a hablar de
ello. Había entre nosotros un acuerdo, pensar que la conformidad y
la resignación eran el principio de la supervivencia, pero lo
cierto es que muchos empezaron a no querer vivir.
Los locos, amparados en la noche, convencidos de que el
viento aventaba sus palabras, gemían sordamente, me quiero morir,
me quiero morir. Eso lo escuchábamos todos, cien, doscientas veces
cada noche a cien, a doscientos bravos soldados, hombres hechos y
derechos, intelectuales, sabios, grandes políticos… Les decíamos,
no le des más vueltas, compañero, y duerme, tenemos que dormir,
para seguir vivos hay que dormir, para vivir hay que morirse un
poco, y olvida, no pienses. Mañana será otro día.
El enemigo de todo, según se mire, es siempre el pensamiento,
el darle vueltas a la cabeza. Pero, ¿quién podía dormir con aquel
viento galopando sobre nuestros cadáveres? Nos despertábamos a
medianoche, y al ver aquellos miles de cuerpos tirados sobre la
arena, pensábamos que ya habríamos muerto. A algunos su grito
desesperado les era escuchado, y por la mañana aparecían muertos.
Entonces les sacábamos del campo, y entregábamos el cadáver a los
gendarmes y ellos los ponían todos juntos detrás de la barraca, y
se los llevaban con celeridad, en el mismo camión que traía los
pocos víveres que repartían. Dejaban los cascotes de pan duro y se
llevaban los fardos humanos. A diario. No preguntábamos, los íbamos
sacando, si alguien conocía a la familia se quedaba con los objetos
personales para hacérselos llegar; si no, nos repartíamos las
cosas.
Uno puede morir por una bala, por un trozo de metralla, eso
es lógico, pero, ¿quién puede permanecer con el ánimo entero
delante de un hombre que va a morir y te mira sin comprender la
razón? Un hombre que desprende un olor pestilente porque lleva
vistiendo las mismas ropas desde hace tres meses, cuatro meses, sin
haberse lavado una sola vez, en las que se ha orinado incluso una
noche, una noche que temió morir helado de frío y pensó que podía
soltar un poco de orina sobre sus piernas para sentir algo humano
sobre sí, aunque sólo fuese orina, algo caliente, y comprendió a
tiempo que se estaba volviendo loco, aunque lo comprendió dos
segundos después, cuando ya se había meado los pantalones. Un
hombre que, no obstante, aún recurre a una frase para soportar todo
el dolor y dice, esto es un sueño, despertaré y será un sueño,
estaré limpio, sin piojos, habré comido, me habré lavado, un hombre
que no será éste que está aquí, que se quiere morir, pero que suena
que va a despertarse de esa muerte. Mirad bien a ese hombre. Allí,
en aquella playa, frente al mar helado, había no uno, sino miles
como él, todos iguales a él, envueltos en mantas, tiritando de
frío, dando patadas contra el suelo para evitar la congelación de
los pies, todos con el mismo rostro, todos mirábamos nada desde los
mismos ojos, todos pedíamos al cielo la muerte, aunque no lo
dijéramos, unos lloraban y otros no, pero pensábamos que esto se
acabaría de una vez, antes de que el frío y el viento acabaran con
nosotros, antes de que volviera a nevar…
Han muerto muchos, cierto, pero muchos menos de los que lo
pedían a gritos.
Nos organizamos bien, tampoco hubo gran cosa que organizar:
cincuenta gramos de pan por hombre y día. A mediodía nos servían
dos cucharadas de un arroz cocido, un engrudo repulsivo. Lo más
chistoso, que diría el Pichón, es que estaba soso… ¡con toda el
agua salada al lado!
Otros días había más suerte: veinte lentejas, diez garbanzos,
farinetas, guijas y un cubito de caldolla.
A los pocos días empezaron las enfermedades
intestinales.
Había en el campo dos fuentes, pero como se cavaron las
letrinas cerca, que en un día rebosaron de heces y se convirtieron
en un lodazal de orines retestinados, aquellas aguas acabaron
contaminándose, así que era un agua podrida, olía mal y sabía peor.
Primero fueron colitis. Las autoridades sanitarias lo sabían, pero
miraban a otra parte. Una enfermera a la que fui a pedir algo para
la colitis, me respondió, no beban ustedes agua o hiérvanla. Eran
siempre sus contestaciones. ¿En qué fuego? Nos hicieron unas
hornillas, cuatro hornillas para cien mil personas. Estos franceses
no sabe uno si son idiotas o es que se lo hacen. Por favor, se
quejaban algunos, pasamos frío. Entonces un guardia decía,
abríguense. O tengo fiebre, se quejaba otro, y le decían, pues hará
bien no enfriándose. El aire del campo era hediondo. Veíamos a
muchos que salían corriendo para cumplir con sus necesidades, y no
llegar al lugar donde podíamos hacerlas, junto a la alambrada, la
mezquita llamábamos a ese lugar, y emporcarse todos los pantalones,
los pobres, y luego quitárselos y lavarlos en la playa, tapadas
malamente sus piernas flacas y blancas con la manta, y luego
permanecer horas y horas de pie, junto al pantalón lavado con agua
de mar y tendido en los alambres de espino, esperando a que se
secase con aquel viento frío y húmedo, en permanente guarda, porque
de no ser así, era seguro que alguien se los llevaría… ¿No me
robaron a mí mis calzoncillos? Los había lavado, y los colgué para
que secaran. Al volver, no estaban. Eran los únicos que tenía. No
le conté nada a nadie, y cuando vi que otro dejaba los suyos en el
alambre, se los robé. Unos calzoncillos que no eran más que una
piltrafa de tela, no valían nada, no eran más que un harapo. Es
como para echarse a llorar. Ha sido lo peor, sorprenderte
cometiendo esa clase de acciones viles… Robando unos calzoncillos…
Si mi padre, amigo de Pablo Iglesias, supiera que a eso hemos
llegado… Los gendarmes experimentaban una alegría inmoral al
vejarnos de aquella manera en que lo hacían, con sistema, y
nosotros nos vejábamos de contino. Era como la carrera de la
degradación. Cada día bajábamos un peldaño más. Sabía que estaba
mal robarle a nadie unos calzoncillos. Naturalmente que lo sabía,
pero sin calzoncillos mis ingles, en carne viva por los piojos y
las liendres, se escocían de tal modo que no podía dar un solo
paso. No pensé en los piojos del dueño de aquellos calzoncillos,
como no pensó en los míos propios quien me los robara a mí primero.
Lo mismo que cuando pasaron algunos españoles a recoger las sobras
que tiraba el destacamento de soldados franceses detrás de sus
barracones. Salieron algunos predicando, el orgullo español, ¿dónde
está?, clamaban. Y decíamos, ya nos lo hemos comido, y seguimos con
hambre.
Eso es lo peor de las guerras, terminas haciendo cosas
innobles, degradándote, perdiéndote el respeto, porque cuando robas
unos calzoncillos viejos de un alambre es porque crees que ya no
vales nada y que estás muerto, y que a los muertos les está
permitido todo.
Ayer volvió madame Blanche. Es muy buena. Me preguntó si
tenía alguna ropa para lavar, porque ella me la lavaría. Se porta
como una madre. Es hija de catalán y francesa. Tiene dos hijas, ya
casadas. Habla de ellas a menudo. También lo hace de sus nietos,
que no ve, porque las hijas viven fuera, una cerca de París y otra
en Lille, y eso la apena. Para ella la familia lo es todo. Se
acuerda de cuando vivían juntos. Después se mudaron a esta casa,
donde tienen alquilados dos cuartos. Por eso no ha podido tenernos
a nosotros, no hay sitio. Me lo ha repetido una docena de veces, en
cuanto ve cómo nos tiene Madame Barbizon. Se pasa por la mañana,
por la tarde, a última hora, aunque sólo sea un momento, pasa,
pregunta cómo estoy y se marcha. Otros días aprovecha y se queda un
rato haciéndome compañía, ahí sentada sobre la cama, a falta de
otro sitio donde hacerlo. Cuando me trae una golosina, como el flan
del otro día, espera a que me lo tome, y se lleva el plato, pues no
le gusta que Madame Barbizon lo lave y se lo entregue limpio, pues
en ese caso adopta una actitud de superioridad insufrible, como si
acabara de hacerle un gran favor. No creo que Madame Barbizon sepa
que son socialistas, pues en ese caso ésta, que sí es fascista, le
cerraría las puertas.
Hemos hablado otra vez de volver a España. Madame Blanche se
pone en el lugar de mi madre, me ha dicho. Se están repatriando
muchos. Hay opiniones para todos los gustos. Algunos compañeros de
la UGT dicen de volver, porque alguien tendrá que continuar la
lucha allí. Y en eso tienen razón. Pero no voy a ser yo quien lo
haga. Para mí, con la guerra se ha acabado todo.
A los dos o tres días de estar en Saint Cyprien sucedió algo
curioso, vino el jefe de campo, un coronel francés; ordenó, llamen
a todo el mundo. Le acompañaban emisarios de Franco. Nos congregó a
los cien mil. Nos habló por la megafonía. Fue una alocución soez y
mostró, pese a todas las habilidades, el doble carácter de su
gobierno, como lo demostraron durante la guerra. A lo primero nos
informó con muy buenas palabras de que en España nos esperaban con
los brazos abiertos, uno el de la justicia, otro el de la
clemencia, para añadir a continuación que el pan que estábamos
comiendo era producto del sudor del trabajo de los franceses, él,
que seguramente no ha trabajado en su vida, como todos los
militares, parásitos, y aseguró también que tendríamos que
permanecer durante tres años en batallones de trabajo, y que era lo
mejor volver a la patria, porque allí iban a necesitar brazos
fuertes para reconstruirla.
«No debéis olvidar jamás que el pan que coméis es un pan
ganado honradamente por el pueblo francés, fruto de su sudor, de
sus penalidades y de su trabajo, lejos de cualquier aventura,
desoyendo cualquier cántico de sirenas políticas o de utopías
ingenuas e infantiles. No debéis olvidar esto jamás, para no
despilfarrar, maldecir o ultrajar un pan que no es vuestro, una
tierra que os ha querido acoger y una bandera que a partir de ahora
defiende vuestros derechos, pero que al tiempo exige vuestros
deberes para con ella, que son muchos.» El muy cerdo. Y todo porque
las autoridades francesas han prometido a Franco y a la Falange
devolverles los bienes depositados por la República en la Banca de
Mont-de-Marsan, si repatrían al elemento refugiado.
Bastardos.
Fue una arenga de una bajeza indescriptible, y aquel tipo,
delgado, fino, con un bigote recortadito de apache, sin dejar de
fumar en una boquilla negra y enfundado en un abrigo con el cuello
de piel, aún tuvo la desvergüenza de ir, grupo por grupo, haciendo
personalmente una propaganda asquerosa a favor de Franco, y
animándonos a que regresáramos.
La gente al principio se contuvo, pero alguien le lanzó al
coronel una porquería. ¿Para eso hemos hecho la guerra?, protestaba
la gente. Se organizó un motín. Querían darles una lección. Los
oficiales franceses mandaron cargar a los guardias, que eran
spahis senegaleses. Éstos nos metieron en
la cara las culatas de los fusiles a todo el mundo, y nos empujaron
contra las alambradas de espinos.
Lo de los negros es un capítulo aparte. Se veía felices a los
asquerosos bambulás. Era la primera vez que se les permitió pegar a
unos blancos. En aquellos ojos amarillos se podía leer todo el odio
que sentían por los franceses, pero se vengaron con el elemento
refugiado.
Hubo protestas por parte española, pero no nos hicieron caso;
es una vergüenza que un spahis nos dé
órdenes, y no oficiales franceses, como pedimos. Valiente basura.
En cambio, con los gendarmes franceses eran unos perros lacayos,
les lustraban las botas, les besaban el culo, y se echaban a
temblar cuando un gendarme les dirigía la palabra.
Muchos de los nuestros se han vuelto ya. ¿Por qué? Todo son
silencios. Unos se vuelven porque se acuerdan de su novia, o de su
mujer y de sus hijos, otros porque han dejado allá a padres
enfermos, sin sostén, en la estrecheza; lo natural, pero, ¿qué se
encuentran? Campos de concentración, cárceles, penas de muerte. Lo
sabemos, y, sin embargo, hay quienes se arriesgan.
Si volviese, les rompería el corazón de verme cómo me meten
en la cárcel a mí también. Padre está en Porlier desde hace un mes,
y de nada va a ayudarle el que yo regrese. Para salir adelante
están mis hermanas. Conchita estudió para mecanógrafa y a Consuelo
se le ha dado siempre de maravilla coser. Lo pasarán mal, pero no
lo pasarían mejor si estuviese en Madrid, aunque me gustaría que
vieran mis conchas.
Me gustaba buscarlas en la playa. No tenía otra cosa que
hacer durante el día. La gente se reía de mí, me decía, como un
chiquillo, No era cierto. También las buscaban otros. Luego, nos
juntábamos y hacíamos intercambios. Me he quedado con una por cada
día que pasé en el campo. Tengo cuarenta y seis. El resto se las di
al salir a un muchacho de Rute que era también la primera vez que
veía el mar. Las mías son bonitas y singulares. Me he quedado con
una grande y cuarenta y cinco pequeñas. En la grande se oye el mar
y no me canso de escucharlo en esta habitación. Cuando me aburro la
saco de debajo de la almohada. Es una cosa prodigiosa, se pueden
oír incluso las olas, cómo llegan una detrás de otra, chas, chas, y
me han asegurado que, aunque me aleje de la costa, se oirán lo
mismo, siempre esas olas de allí, esas concretamente, las de Saint
Cyprien.
Tuve tiempo de sobra para buscarlas. Luego, el campo se
organizó algo más, Hubo que construir tres barracones para los
enfermos y los heridos. Todo fue haciéndose con cierto orden. A
esos barracones siguieron otros. Se levantaban conforme a unas
normas. A la calle principal, más ancha que las demás, se la llamó
Avenida La Libertad. Qué escarnio. Yo no sé cómo la gente conserva
el humor para jugar con esas cosas. No quieres caldo, pues dos
tazas, calle Lenin, calle Durruti, calle Guadalajara, calle Ciudad
Universitaria… Se conoce que la guerra nos ha vuelto idiotas,
porque llamar a nada allí dentro libertad, a quién se le
ocurre.
Anoche daban las dos y no me había dormido. Desde el jueves
que llegó con Marie, no ha vuelto Lechner.
Queda un día para que expire el crédito, y Madame Barbizon,
de pasada, deja caer las indirectas. Sólo le importa el dinero. No
sabe hablar de otra cosa, lo que gasta, lo que le cuestan las
cosas, el capital que le cuestan sus hijos, el que le cuesta mi
manutención… Yo estoy mejor. Lo he decidido; en el momento en que
el doctor Galin me diga ya, aprovecho una hora en que los chicos
estén en la escuela y Madame Barbizon en el mercado, me despido de
madame Blanche y tomo las del humo, dejándole a deber lo que se le
deba, por asquerosa y fascista.
Ayer, mientras estaba tendido en la cama, empezó a llover.
Percutían las gotas en el cristal. Me he jurado a mí mismo no
volver a acordarme de nada de la guerra ni de lo pasado en el
campo. Pero no siempre lo consigo. Cuando es en sueños, puede
decirse que yo no tengo la culpa, pues nadie gobierna en esas
baterías. Pero cuando es despierto como ayer, no hago sino que a
manotazos me espanto los murciélagos de la pesadilla, sombras de mí
amargura y mi pena, porque no puede ser que también yo me volviera
loco.
Decía que ayer empezó a llover. Me despertó la lluvia
aporreando los cristales de la ventana. Oí el reloj que daba dos
campanadas. Y la lluvia me llevó a acordarme de los que aún estarán
en los campos. Una cosa es que uno se regodee en su desgracia y
otra muy diferente pensar en la de los demás. Y yo ayer me acordé
de los que siguen en el campo, y me entró una pena inmensa, y
estuve llorando más de una hora, yo solo con un ahogo traidor, por
ellos y por mí, porque no tenemos a nadie que vaya a llorar nuestra
suerte.
No les habían construido todavía barracones suficientes, más
de la mitad seguían durmiendo al aire libre. Se mueren cada día una
docena, los que siguen vivos están enfermos, y los que están sanos
se han vuelto locos y han empezado a quitarse la vida, de eso nadie
quiere contar nada, pero lo sabemos todos, en cuanto los perros
spahis se descuidan, salen de la alambrada,
corren hacía las vías y se arrojan al tren.
Por esa razón han tirado una nueva alambrada, a dos metros de
la anterior, zurcida y rezurcida, con el fin de que no pueda salir
nadie. A las visitas hay que atenderlas a través de los alambres.
Las mujeres no pueden ni siquiera acariciar las manos de sus
maridos, ni éstos a sus hijos. Se hablan de alambrada a alambrada,
todos gritan, lloran, se vuelven más locos aún. Cuando yo estaba,
los gendarmes y los balubas presenciaban muy complacidos cómo nos
pasaban por debajo de los alambres ropas viejas y lo que buenamente
podían darnos nuestras mujeres y la poca población francesa que se
compadecía de nosotros, y teníamos que acercárnoslo con palos o
desgarrándonos el brazo, y los guardias, con el cigarro en la
comisura de los labios, y las manos en los bolsillos, sosteniéndose
la barriga.
Me acuerdo de los amigos del campo. Los he hecho allí muy
buenos, más incluso que los de la guerra, porque mientras estás
luchando tiene uno puesta la cabeza en otra cosa. Allí tuvimos, por
el contrario, todo el tiempo para conocernos y ayudarnos. He aquí
sus nombres: Luisito Cervantes, de Cabra; Albano, andaluz; don
Antonio Torrelles y su hermano don Sito, de Valencia; Helios
Hermosilla; Florentíno; Agustín Calvó; don Minervino, un maestro de
Barcelona…; de todos ellos soy y seré amigo para toda la vida.
Algunos estaban mal cuando salimos de allí. Don Sito estaba enfermo
de los pulmones, todo el día tosiendo, cambió lo que tenía por
conseguir un poco de tabaco, el reloj, una cadena con unas medallas
de otro, un par de zapatos… Pobre hombre.
Yo quedé en que cuando pudiera le escribiría, pero no le he
escrito. Cuando se está dentro se prometen cosas que uno luego no
cumple. Les habría escrito, pero no tengo ánimos, ni siquiera sé si
no les desmoralizaría más aún, viéndome a mí fuera… Son ya viejos
los dos, si no con setenta años, muy cerca le andan, son como dos
tías solteras, relimpios, amañados, cuidadosos para con su ropa, no
sé cómo lo lograban, pero cuando todos estábamos con unos harapos,
ellos seguían sin perder la raya de los pantalones, siempre con su
corbata puesta. Los dos ponen al hablar las manos de la misma
manera, como sí bordaran y tirasen del hilo hacia arriba. También
los dos votaban a Izquierda Republicana. Una vez estábamos en la
chabola. Habíamos organizado un campeonato de ajedrez. Jugaba don
Antonio con Lechner, y don Sito y otros mirábamos. Fuera llovía. El
ambiente era muy bueno entre nosotros. Alguien les preguntó,
¿ustedes por qué han salido? Lo que preguntaba es que era raro
verles entre nosotros, porque se les veía ricos, de posición… Don
Antonio no dijo nada. Era más serio. Casi siempre el que hablaba
era don Sito, dijo, huy hijo, ésos a los que primero buscan es a
los que son como nosotros. Lo dijo medio en broma, pero se veía que
llevaba una carga de amargura por dentro.
En todo el tiempo que yo permanecí en el campo, don Sito no
se quitó una bufanda blanca ni unos guantes de color vino. Don
Antonio es más sobrio, con otro empaque, su bufanda era negra.
Pobres, lo que sufrían para lavarse la ropa y adecentarse. En el
campo les empezaron a llamar los marqueses. No les importaba, al
contrario, se reían. Lo poco que tenían lo fueron repartiendo entre
unos y otros. Hablaron alguna vez de una hermana, casada, pero
fascista perdida, de la que no esperaban la menor ayuda. Les
escribiré, porque me caían bien.
Todo esto venía a que a veces me acuerdo de las seis semanas
de Saint Cypríen. Si puedo evitarlo, me avento de la frente tales
pensamientos, pero a veces como ayer por la noche, no puedo, y les
doy vueltas y vueltas. O me despierto en medio de una pesadilla, y
es que he vuelto allí, sigo haciendo cola delante de las hornillas,
o junto con los dedos las migas de sebo helado que nos dan para que
la mezclemos con la sopa, y me las llevo a la boca, o veo cómo se
va uno, las espaldas hundidas, con la maletilla en la mano, con el
capote o la manta echada sobre la cabeza, en silencio… No quiero
pensar más en ello. Fuera, murciélagos, atrás, vampiros, lejos,
moscas de sepultura. Estoy sano. Muy débil, pero sano. Fue el
primer día en salir. Se me doblan las piernas. Tuve que ir
despacio. El aire de la calle como que me mareaba, lo notaba tan
limpio, tan puro, que se me subía a la cabeza; iba un poco
borracho.
Al pasar frente a un almacén de semillas vi una báscula,
entré y pregunté si me podían pesar en ella. Sesenta y tres kilos.
Hasta ochenta y dos que pesaba hace seis meses, diecinueve son los
que he adelgazado. El doctor me ha dicho que es muy importante que
coma bien, carne todos los días. Yo estoy de acuerdo, y un jamón y
naranjas de la China. De momento no tengo más dinero que el que
trae Lechner. A Madame Barbizon le debemos una semana y media,
siempre vamos por detrás, y está la mujer que bufa por el pasillo.
Ahora va a ser mi venganza, porque con no aparecer por casa está
todo solucionado.
Fuimos a un café del mismo Toulouse, donde suelen reunirse
los refugiados, Chez Manolo, que no sé si se llamaba antes así o es
que lo ha puesto alguien con aguda visión comercial. Es un café
como los de Madrid, grande, con columnas de hierro, espejos
amplios, paredes grasientas y suelos sucios, atufado por el humo de
los cigarros y ruidoso.
A todo el mundo le llegan noticias de todas partes, porque es
el centro de reunión del elemento refugiado, con preponderancia del
sindicato anarquista, aunque va mucha gente de la nuestra. Los
comunistas suelen aportar, creo, en otro local, Uldéal. Las
novedades circulan a gran velocidad. Hay planes de evacuación
general. A mí me da igual adónde nos lleven, pero se impone dejar
Francia, la Indeseable.
Para celebrar mi alta, me llevaron Lechner, Marle y una amiga
de ésta a merendar, pues ambas, después de recoger su certificado
de sanidad, se tomaron la tarde libre. Resultó completa. Son muy
buenas chicas, lástima que tengan que ser lo que son. Nos han
tomado mucho cariño, como si nos hubiesen amadrinado. Yo me recogí
temprano, porque al final me fallaban las fuerzas.
14 de abril. Día de la República. Las autoridades nos han
prohibido al elemento refugiado toda celebración. Nada de banderas
ni mítines, nada de manifestaciones. ¿Qué vamos a celebrar
entonces, el fascismo?
Por la mañana cayeron dos o tres chubascos y estaba el tiempo
revuelto y frío. Por la tarde salió el sol, nos juntamos unos mil
con las banderas y marchamos al centro de Toulouse, a la plaza del
Capitolio, junto a los partidos y sindicatos hermanos. Había lo
menos doscientos gendarmes, que no intervinieron. Se repartieron
pasquines y periódicos, pero no hubo mítines, y a las nueve o así
volvimos a casa, yo me he quedado y Lechner se fue a acompañar a
las chicas, y hace un rato que también él ha
vuelto.
Hoy ha sido un poco de susto, pues volví a tener fiebre, y
decidí quedarme en casa. También porque no me siento seguro. Nadie
lo está. Los gendarmes piden los papeles a cada paso a todo aquel
al que vean con aspecto de refugiado o hablando español, y al que
le encuentran una irregularidad o lo devuelven a un campo de la
costa o va directamente a un batallón de trabajo, a las colonias
francesas, de tres a cinco años, medio franco de salario al día. A
los franceses que esconden a españoles, grandes multas. En cierto
modo están encantados. Nunca han tenido tanta mano de obra y tan
barata ni han hecho tantos negocios con la
desgracia.
Por suerte no tenía fiebre, pero sí los síntomas. Fui a
tomarme la temperatura a casa de madame Blanche, porque no quería
que Madame Barbizon se enterara de que estaba otra vez metido en
esas danzas. Luego, noté que me dolía un poco la garganta. Quizá me
enfrié cuando salí ayer con Lechner y las chicas. Eso tiene que
ser. Sería una muy mala noticia que me pusiera enfermo de nuevo,
porque los planes de evacuación se vendrían abajo, sin contar con
que no sabría qué hacer. ¿Cómo seguiría pagando a Madame Barbizon?
Lechner se irá.
Me han contado que hay dos o tres organizaciones, como las
que nos sacaron del campo, que se ocupan del refugiado y le pasan
dinero. Está también la ayuda del gobierno español, pero es
insuficiente, pues no llega a un franco diario. Dos francos y medio
diarios es lo que cobra Madame Barbizon por la habitación a cada
uno, o sea, cinco francos al día, sin contar la comida y el lavado
de la ropa, que son otros dos. En total, cuatro y medio, lo que
hacen ciento treinta y cinco al mes, una cantidad a todas luces
desorbitada para nosotros.
A través de madame Blanche le he pedido si podía ella
enterarse de algún trabajo para mí, me da igual, cualquier cosa. Es
una temeridad, lo sé, y ni siquiera lo he consultado con el doctor
Galin, que se pasó esta mañana por casa para ver cómo seguía. Él me
ha ordenado reposo absoluto durante al menos un mes. Pero, ¿de qué
voy a vivir este tiempo?
Lechner siempre me aconseja que no me preocupe. Nos vemos
poco. Es quien paga a madame Barbízon, lo
cual ha sido una razón más para que ésta haya acabado por ignorarme
del todo. Incluso he visto cómo ha ido cobrando interés por mi
amigo. Las primeras sonrisas que le he sorprendido se las ha
destinado a él. Se lo comenté, y se echó a reír. Desde entonces,
Lechner la trata a la baqueta, lo que no ha hecho sino almibararla
más y soltar todo el suero agrio que tenía con él, como la
mantequilla a la que se azota con la pala. Se ve a la legua que es
una cosa sexual y repugnante. También le he pedido a Lechner que me
busque algo, que podría ayudarle en la cantera, pero a todo me
replica que no me preocupe.
Es algo mayor que yo, tiene seis años más, yo, veintidós, él
veintinueve recién cumplidos; yo los cumplo en
mayo.
Llegué a pensar que Marie le tenía recogido, pero no era eso.
Va de cuando en cuando a La Marseillaise,
está un rato con ellas y vuelve a casa.
Me habla bien de su patrón. Asegura que es una buena persona.
Será de las pocas, porque al refugiado, si pueden, le roban. A él
le paga 20 francos al día, lo que da una buena suma, yo creo que no
hay nadie de los nuestros que gane tanto, y la mujer del patrón le
da también algo de comida, porque sabe que Lechner me tiene a mí a
su cargo, mantequilla, carne, que sabe que tengo que comer, y
verduras, y también alguna camisa de su marido.
Ayer, que fue domingo, resultó un día completo, el mejor de
todos después de muchos meses. Qué digo meses, desde antes de la
guerra no había conocido un domingo igual, lo que declaro en voz
baja, pues tengo comprobado que basta con que las cosas empiecen a
marchar mejor para que se tuerzan. Lechner me llevó a conocer a su
patrón. Cuando éste se enteró de que yo ya estaba repuesto, lo
primero que hizo fue invitarnos a pasar el día con su
familia.
Nos levantamos a las siete de la mañana, y eso que la Gare
Matabiau está a dos minutos de la casa. El tren iba lleno. Luego,
por la tarde, de regreso, nos los encontramos a casi todos, volvían
con cestas de comida y víveres para el resto de la semana, metidos
en tarros de cristal o envueltos en grandes pañuelos de hierbas. La
gente venía satisfecha. Unos excursionistas, jóvenes, se metieron a
cantar y, como lo hacían bien, les escuchamos con
gusto…
Su patrón se llama monsieur Bouchon,
y su mujer, Ma deleine. A él se le llama monsieur Bouchon, pero en cambio a su mujer no se le
llama madame Bouchon, sino
Madeleine.
Nos estaban esperando en la estación para llevarnos a la
iglesia a oír la misa. No nos lo esperábamos, y yo pasé una gran
vergüenza, pues no sabía cuándo había que ponerse de pie o
sentarse, y Lechner allá se andaba conmigo. Los bouchoncitos se
desternillaban de la risa con nosotros, viéndonos tan patosos, pero
luego de misa nadie nos dijo nada.
Viven en una casa con el tejado de pizarra, a las afueras del
pueblo, vieja y de piedra, de dos pisos y con ventanas altas,
pintadas de blanco.
Antes de nada: ha venido con gran sigilo madame Blanche. Trae
un recado de su marido. Dice que debemos estar advertidos, pues ha
sabido que se disponen a dispersar al elemento refugiado, con el
objeto de debilitarlo y poder repatriarlo sin escándalo. Es mejor
salir cuanto antes de aquí. Cada día los rumores, promovidos por el
gobierno, resultan más inquietantes. Buscan provocar una estampida,
quieren que nosotros mismos nos precipitemos al vacío. No sé. Lo
hablaré con Lechner. De momento, sigo con lo que estaba
contando.
El matrimonio, me refiero a los Bouchon, es un contraste, él
con las espaldas anchas, ella en cambio es una ardilla, la nariz
pequeña y fina y la barbilla retraída; él parece que tendrá
cincuenta años, y a ella no se le echarían ni veinte. Él conserva
en la cabezota todo su pelo, que es de color negro, y es velludo en
brazos y pecho; ella en cambio tiene como un una cabellera de rata,
escasa y floja, de color colorado. Tienen ya siete hijos, todos
pequeños. Madame Bouchon está muy orgullosa
de haberlos criado a todos ellos.
Lechner habla el francés como un francés. A monsieur Bouchon le interesa la política. Apenas
sabía lo que había sucedido en España, creía que había sido un
asunto como una pelea de familia, en la que no debía intervenir
nadie, porque las dos partes llevaban algo de razón. Lechner aún
protestó. Yo, ¿para qué? Que se desengañen solos.
La comida fue abundante y con ese sabor que tienen aquí las
cosas, que está bien, pero no es el nuestro, un plato de coliflor,
como estofada, y un conejo en una salsa de tomate, con muchas
hierbas, y todo el vino que quisimos beber, y un postre de queso
fresco y confitura de grosellas, recogidas en un bosque cercano a
la factoría Bouchon.
A las cuatro menos diez el propio monsieur Bouchon nos acompañó a la gare para tomar
de vuelta el tren de Toulouse.
Creo que Lechner se podría quedar a vivir aquí. Tiene un
trabajo y un buen patrón, gana tanto como un obrero francés, no
puede pedir más, aunque con su sueldo tendría que esperar más de
ocho años para poder pagarse un pasaje a América.
He decidido buscar a partir de mañana un trabajo. Si lo
encuentro, nos mudaremos de esta casa y buscaremos otro lugar donde
podamos al menos tener una cama para cada uno.
Todo lo bueno que fue el domingo, ha sido malo hoy el
lunes.
En Toulouse hay doce imprentas y tres periódicos. Hoy visité
seis de las imprentas y dos de los periódicos, El Independiente y El
Popular, pero no necesitan tipógrafos ni en las unas ni en los
otros. Todos saben de nuestro problema, y muchos son socialistas
como nosotros, pero hay el trabajo que hay, y eso tenemos que
comprenderlo.
A mediodía estaba citado con Lechner para comer en el Refugio
Español, un centro que han habilitado las damas inglesas, donde se
da de comer a los refugiados españoles, ciento cincuenta comidas
por día. Los vagabundos y pobres franceses, que se han enterado de
que se da comida allí, se presentaron también. Parece que lo hacen
todos los días, y reclaman que a ellos se les dé de comer, y si es
que van a comer antes en su país los extranjeros que ellos. Aunque
se les dice que esa comida no la paga el gobierno francés, sino la
organización de las damas inglesas, no lo entienden. Lo que les
dije yo., a buena hora iba el gobierno francés a gastarse un solo
franco en nosotros. Se organizó una buena. Por poco se llega a las
manos. Y eso es todos los días. Había dos gendarmes presentes, pero
no intervinieron. Al contrario, están esperando el altercado, para
poder proceder con la repatriación o mejor aún para ellos, con la
deportación, que tan buena mano de obra les reporta
gratis.
Después de almorzar dejé a Lechner, con el día libre, en Chez
Manolo, más concurrido que nunca, pues son muchos los que van
consiguiendo salir de los campos, bien con papeles buenos, bien con
papeles falsos, bien sin papeles, sobornando a los
gendarmes.
Nada que consignar. He pasado el día solo. Lechner está en la
cantera y dormirá allí. Procuro llegar a casa pasadas las doce de
la noche para no tener que cruzarme con la patrona, y salgo de casa
aprovechando que ella se va al mercado. He buscado trabajo en todas
partes. Hoy fui a una droguería en la que madame Blanche me dijo
que precisaban un mancebo. Se encontraba en ella un par de mujeres.
Esperaba a que se marcharan para quedarme a solas con el patrón,
pero entró una señora empingorotada. Se me quedó mirando de una
manera oblicua. Llevamos en la cara el estigma de haber hecho una
guerra y haberla perdido. Procuró quedarse lo más lejos de mí, como
si fuese un bandolero. En los periódicos siempre que se produce un
altercado con un español lo sacan en primera página, con grandes
titulares. Ha habido algunos robos, cierto, pero hay que tener en
cuenta esto: la gente se está muriendo de hambre con raciones de
diez gramos de café por persona y día, cincuenta de pan por persona
y día, y cincuenta de sebo nauseabundo por semana, nada de carne,
media libra de arroz por semana, y otro tanto de sueño de carne,
sueño de leche y sueño de pescado, porque de estas tres cosas sólo
las garantizaban en sueños. ¿Que ha habido algunos robos? Lo
extraño es que no haya habido asesinatos.
Así que cuando entramos los españoles en las tiendas, nos
miran con recelo, suponen que vamos a robarles y miran nerviosos
hacia la puerta, para saber si los cómplices esperan fuera, y las
mujeres temen que las violemos, como si fuésemos de las
cabilas.
El droguero me abordó, monsieur, y puso cara de impaciencia.
Así que tuve que decirle en mi mal francés que venía por el
trabajo.
Sin inmutarse me replicó que él buscaba un francés y no un
español. Me hirió, pero ¿qué podemos hacer? As¡ que el droguero
miserable, en cuanto vio que me iba a marchar, se creció y empezó a
echarme un sermón, para lucirse ante la mujer de los collares, que
si la Francia se había llenado de forajidos, que si en realidad no
éramos más que unos vagos (¡a mí, que le estaba pidiendo un trabajo
que no quiso darme!) y que si haríamos mejor volviendo a España
para arreglar todo lo que hemos estropeado allí; en fin, todo lo
que repite una y otra vez el gobierno fascista de
Daladier.
Por la tarde me di una vuelta por los salones que la CGT, en
su sede del Arsenal, ha puesto al servicio de los españoles. Es más
barato que el café y podemos pasar la tarde entera, y aunque tienen
que cerrar a las doce de la noche, hacen de cuando en cuando la
vista gorda para que se queden a dormir los que no tienen
dónde.
Se habla de inminentes levas y emigraciones, los rumores que
trajo la otra tarde madame Blanche se confirman. Ya han salido de
Francia, con dinero del gobierno español, muchos refugiados, en su
mayor parte peces gordos. Encuentro eso injusto. Hasta que perdimos
la guerra era natural que existieran las jerarquías y los grados.
No todos podíamos ser iguales. No es lo mismo un sargento que un
coronel. Pero hemos perdido la guerra. El general y el miliciano,
el ministro y el obrero, el secretario general y el último de los
afiliados son ya lo mismo; entonces, ¿por qué nuestro gobierno en
el exilio favorece a unos más que a otros? Los comunistas son los
que mejor parados están saliendo, no se sabe cómo lo consiguen
siempre. A muchos de ellos se los llevan a Rusia, Se dice que allí
les dan una casa y trabajo, y que viven como los rusos, con los
mismos derechos a hospitales, educación y todo lo demás. Cuando se
corrió la voz de que en Rusia nos acogían a los españoles así,
muchos han querido ir allí, pero los rusos no son tontos y,
primero, no se han llevado más que a los que eran comunistas, y
segundo, únicamente a unos POCOS, peces gordos también y algún
obrero para hacerse la foto…
Una vez más se constata que el que tiene posición e
influencias sobrevive, y el que no, perece. Contra esto luchamos en
España, pero hemos retrocedido. Ojalá estuviéramos en el punto de
partida. Antes, al menos, vivíamos en España. Si queríamos
cambiarla, estábamos allí. Pero ahora, ¿desde dónde vamos a
cambiarla?
Cuando salí del centro eran ya las once de la noche. La mayor
parte de las noches no ceno nada. Madame Barbizon nos ha apretado
las tuercas, y ha soltado que el precio que le pagábamos era
insuficiente, así que ahora abonamos por cama y desayuno lo que
antes nos costaba la habitación y tres comidas, y que si no nos
gusta la reforma, ya sabemos dónde está la puerta.
Siempre decimos que nos vamos a cambiar, pero luego nos
conformamos, pues todo el mundo está poco más o
menos.
Toulouse es una ciudad con mucho empaque. Se parece mucho a
Barcelona y Valencia, aunque con avenidas más pomposas, como lo
hacen todo los franceses. Las casas son en su mayoría de un
ladrillo especial, color café con leche, lo cual le da al conjunto
un aire apastelado. Pero a mí me parece una ciudad triste, no sé
por qué. Hay luz eléctrica, y esto, saliendo de tres años en que
los pueblos y las ciudades españolas estaban a oscuras, se nos hace
raro, pero, pese al suministro, la ciudad resulta oscura y muerta.
Esto no es como España, no hay cafés por la noche ni casinos, no
hay teatros. La última sesión del cine es a las ocho, y a las diez
la ciudad se vacía. Yo procuro no volver a casa hasta pasadas las
once y media o las doce.
Lechner es una persona reservada. Tiene algo de alimaña del
monte, con ese pelo cortado a cepillo, de punta. Se parece en eso
al lince. Está en permanente estudio de las personas, las mira, se
ve que las está sopesando por dentro, pero con un desapego
paradójico. Casi nunca habla como no sea para decir algo que tiene
ya pensado.
Hoy le dije que si no encontraba trabajo quizá me volviera a
España. Lo dije por decirlo, por engañarme a mí mismo creyendo que
tengo una solución, sin tener nada. Marcharía a Biarritz y entraría
por San Sebastián, donde los controles son menos estrictos que en
Port Bou.
Hablábamos a oscuras. Ni siquiera me había desnudado para
meterme en la cama. No nos veíamos la cara…
No sé por qué dije aquello, en el fondo sé que nunca
regresaré a España mientras los fascistas estén en el gobierno… Fue
entonces cuando me atajó y me dijo que yo no me iba a volver a
ninguna parte, porque nos iríamos a París.
La sorpresa mía fue grande, puede suponerse, y le pregunté si
sabía cuándo nos íbamos a París, y me respondió que había pensado
que nos marchásemos mañana, por hoy, pero que esperaríamos hasta
pasado mañana; antes tenía que resolver algunas cosas
aquí.
Dentro de un rato he quedado citado con Lechner en La Marseillaise, para despedirnos de Marie y las
demás chicas, en la casa que tienen en la rue Gazan, la misma donde nos agasajaron la primera
vez. La verdad es que se portaron con nosotros como no se ha
portado nadie. Luego, nos volveremos a casa, dormiremos, y cuando
Madame Barbizon se vaya al mercado, tomaremos como se dice las del
humo y un tren para París. Ni Lechner ni yo tenemos papeles para la
libre circulación. ¡Qué más da! ¡A París!
¡A París! En qué tono tan diferente estaban escritas estas
palabras ayer. Ayer eran todo esperanza y alegría… ¡A París! Sí,
pero de qué manera tan diferente.
Tengo miedo. Todo el miedo que no he tenido en la guerra lo
tengo ahora. No es lo mismo cuando las cosas suceden en una guerra
y en tu país que cuando suceden en un país que no es el tuyo, en
tiempos de paz.
Estamos en el tren. Mañana llegaremos a París, después de
dieciséis horas. ¡París!
No hace ni media hora que pasaron dos inspectores que venían
pidiendo la documentación. Miraron los papeles sin demasiada
atención, mientras Lechner habló con ellos. Le preguntaron si era
francés, porque lo habla como si fuese el español. Les respondió
que sí, que su madre era francesa. Yo me quedé tonto, porque hasta
hace media hora no me había dicho nada de eso. Y, ¿por qué, si
puede saberse? Ni lo sospecho. Así que les mostró también otro
papel, como una carta. Nos han dejado en paz.
Delante tengo a Lechner, que se ha dormido. ¿Qué sé de él en
realidad? Nada. A su lado, aunque dejando un asiento vacío entre
los dos, hay una mujer con su aspecto triste, que lleva puesto un
traje negro y en la solapa una joya que es una lagartija de oro con
rubíes, con el rabo haciendo una ese. Lleva el bolso, de charol
negro, sobre las rodillas, que mantiene firmes, como si se las
hubieran pegado con un clavo. Esta mujer no ha cambiado de posición
desde que salimos de Toulouse, y por el aspecto se diría que va a
llegar así a París, mañana. Yo estoy junto a la ventana, pero hace
más de tres horas que se ha hecho de noche y no se ve nada. Dentro
del vagón hay una luz turbia e insuficiente.
No tengo sueño. Son las once y treinta y cinco minutos de la
noche, según el reloj de la Gare Matabiau. No lo he dicho aún.
Vuelvo a tener el mío de pulsera, el de Tarancón. El mío de
siempre. Y yo me explico.