No eran las únicas personas que prescindían del médico. Según Medical World News: “Está conociendo rápidamente un gran auge la idea de que la gente debe confiar más en sus propios medios desde un punto de vista médico… A todo lo largo del país, personas corrientes están aprendiendo a manejar estetoscopios y tomarse la presión, practicarse análisis de mama y pruebas de Pap e incluso realizar sencillas intervenciones quirúrgicas.”
Las madres de hoy toman cultivos de garganta. Las escuelas ofrecen cursos sobre infinidad de cosas, desde el cuidado de los pies hasta “pediatría rápida”. Y la gente se toma la tensión en máquinas accionadas con monedas que se hallan instaladas en más de 1.300 centros comerciales, aeropuertos y grandes almacenes de los Estados Unidos.
Todavía en 1972 se vendían pocos instrumentos médicos a personas que no fuesen profesionales de la Medicina. En la actualidad, una parte cada vez mayor del mercado de instrumentos está destinada al hogar. Se está produciendo un auge extraordinario en la venta de otoscopios, aparatos para la limpieza del oído, irrigadores de nariz y garganta y productos especiales para convalecientes, a medida que los individuos van asumiendo más la responsabilidad de su propia salud, reduciendo el número de sus visitas al médico y acortando sus estancias en el hospital.
A primera vista, podría parecer que esto no es más que una moda pasajera. Pero este deseo de tratarse uno mismo sus propios problemas (en vez de pagar a alguien para que lo haga) refleja un cambio sustancial en nuestros valores, en nuestra definición de enfermedad y en nuestra percepción del cuerpo y del yo. No obstante, incluso esta explicación distrae la atención de un significado más amplio aún. Para apreciar toda la significación histórica de este fenómeno necesitamos volver por unos momentos la vista hacia atrás.
La economía invisible
Durante la primera ola, la mayoría de las personas consumían lo que ellas mismas producían. No eran ni productores ni consumidores en el sentido habitual. Eran, en su lugar, lo que podría denominarse “prosumidores”.
Fue la revolución industrial lo que, al introducir una cuña en la sociedad, separó estas dos funciones y dio con ella nacimiento a lo que ahora llamamos productores y consumidores. Esta escisión condujo a la rápida extensión del mercado o red de intercambio… ese dédalo de canales a cuyo través las mercancías o servicios producidos por usted llegan hasta mí, y viceversa.
He afirmado antes que, con la segunda ola, pasamos de una sociedad agrícola basada en la “producción para el uso” -una economía de prosumidores, como si dijésemos- a una sociedad industrial basada en la “producción para el intercambio”. Pero la situación real era más complicada. Pues así como durante la primera ola existía una pequeña cantidad de producción para el intercambio -es decir, para el mercado -, durante la segunda continuó existiendo una pequeña cantidad de producción para uso propio.
Por tanto, una forma más reveladora de considerar la economía es estimarla compuesta de dos sectores. El sector A comprende todo el trabajo no pagado que realizan directamente por sí mismas las personas, sus familiares o sus comunidades. El sector B comprende toda la producción de bienes o servicios para su venta o permuta a través de la red de intercambio, o mercado.
Vistas así las cosas, ahora podemos decir que durante la primera ola el sector A -basado en la producción para el uso- era enorme, mientras que el sector B era mínimo. Durante la segunda ola ocurría lo contrario. De hecho, la producción de bienes y servicios para el mercado se multiplicó en un grado tal, que los economistas de la segunda ola olvidaron virtualmente la existencia del sector A. La palabra misma de “economía” fue definida de manera que quedaban excluidas todas las formas de trabajo o producción no destinadas al mercado, y el prosumidor se hizo invisible.
Esto significaba, por ejemplo, que todo el trabajo no pagado realizado por las mujeres en el hogar, todas las labores de limpieza, fregado, crianza de los hijos y organización de la comunidad, era despectivamente ignorado como “no económico”, aun cuando el sector B – la economía visible- no habría podido existir sin los bienes y servicios producidos en el sector A, la economía invisible. Si no hubiera nadie en casa para ocuparse de los hijos, no habría una siguiente generación de trabajadores pagados para el sector B, y el sistema se derrumbaría por su propio peso.
¿Puede alguien imaginar una economía funcional, y mucho menos una economía productiva, sin trabajadores a los que se les haya enseñado desde niños a vestirse y a hablar y que hayan sido socializados en la cultura? ¿ Qué sería de la productividad del sector B si los trabajadores que llegaran a él careciesen incluso de estas mínimas habilidades? Aunque ignorado por los economistas de la segunda ola, el hecho es que la productividad de cada sector depende en gran medida del otro.
Hoy, mientras las sociedades de la segunda ola sufren su crisis final, políticos y expertos manejan todavía estadísticas basadas exclusivamente en transacciones operadas en el sector B. Se preocupan por el descenso del “crecimiento” y de la “productividad”. Sin embargo, mientras continúen pensando en categorías de la segunda ola, mientras ignoren el sector A y lo consideren ajeno a la economía -y mientras el prosumidor se mantenga invisible-, nunca serán capaces de dirigir nuestros asuntos económicos.
Pues si examinamos atentamente la cuestión, descubrimos los comienzos de un cambio fundamental en la relación existente entre estos dos sectores o formas de producción. Vemos un progresivo difuminarse de la línea que separa al productor del consumidor. Vemos la creciente importancia del prosumidor. Y, más allá de eso, vemos aproximarse un impresionante cambio que transformará incluso la función del mercado mismo en nuestras vidas y en el sistema mundial.
Todo esto nos lleva de nuevo a los millones de personas que están empezando a efectuar por sí mismas servicios que hasta ahora realizaban por ellas los médicos. Pues lo que esas personas hacen es desplazar parte de la producción desde el sector B hasta el sector A, desde la economía visible que los economistas vigilan, hasta la “economía fantasma que han olvidado. Están “prosumiendo”. Y no están solos.
Obesos y viudas
En 1970, en Gran Bretaña, un ama de casa de Manchester llamada Katherine Fisher, después de sufrir durante años un desesperado miedo a salir de su casa, fundó una organización para otras personas afectadas de fobias similares. La Phobics Society tiene muchas secciones y es uno de los miles de nuevos grupos que están surgiendo en numerosas naciones de alta tecnología para ayudar a la gente a enfrentarse directamente con sus propios problemas… psicológicos, médicos, sociales o sexuales.
En Detroit se han formado unos cincuenta “grupos dolientes” para ayudar a personas afligidas por la muerte de un pariente o un amigo. En Australia, una organización llamada GROW reúne a antiguos pacientes mentales y “personas nerviosas”. GROW tiene ahora secciones en las islas Hawai, Nueva Zelanda e Irlanda. En veintidós Estados se halla en formación una organización denominada “Padres de Gays y Lesbianas” para ayudar a los que tienen hijos homosexuales. En Gran Bretaña, “Depresivos Asociados” tiene unas sesenta secciones. Desde los “Adictos Anónimos” y la “Asociación del Pulmón Negro” hasta “Padres y Madres sin Hijos” y “Viuda con Viuda”, se están formando en todas partes nuevos grupos.
Naturalmente, no hay nada nuevo en que las personas con dificultades se reúnan para hablar de sus problemas y aprender unas de otras. Sin embargo, los historiadores pueden encontrar pocos precedentes de la fulgurante rapidez con que se está extendiendo en la actualidad el movimiento de autoayuda.
Frank Riessman y Alan Gartner, codirectores del Human Service Institute, estiman que sólo en los Estados Unidos existen en estos momentos más de medio millón de estas agrupaciones -aproximadamente, una por cada 435 habitantes-, y diariamente se están formando otras nuevas. Muchas tienen una corta vida, pero por cada una que desaparece, otras varias ocupan su lugar.
Estas organizaciones presentan una gran diversidad. Unas comparten el nuevo recelo hacia los especialistas e intentan trabajar sin ellos. Confían enteramente en lo que podría denominarse “interasesoramiento”… intercambio de consejos basados en la experiencia vital de cada una, frente al tradicional asesoramiento recibido de profesionales. Otras se consideran sustentadoras de un sistema de ayuda a personas en dificultades. Otras desempeñan un papel político, propugnando cambios en la legislación o regulaciones fiscales. Otras más tienen un carácter semirreligioso. Algunas son comunidades intencionales cuyos miembros no sólo se reúnen, sino que viven también juntos.
Estos grupos están formando ahora uniones regionales e incluso transnacionales. En la medida en que participan en ellos, psicólogos, asistentes sociales o médicos experimentan de manera paulatina un cambio de función, pasando de desempeñar el papel de experto impersonal que se supone poseedor de todos los conocimientos específicos necesarios en cada caso, al de oyente, maestro y guía que trabaja con el paciente o cliente. En la actualidad, grupos voluntarios O carentes de fines lucrativos -formados originariamente para ayudar a otros- están esforzándose de manera similar por ver cómo pueden encajar en un movimiento basado en el principio de ayudarse uno mismo.
El movimiento de autoayuda está, así, reestructurando la sociosfera. Fumadores, tartamudos, personas de tendencias suicidas, padres de gemelos, obesos y otras agrupaciones semejantes forman una densa red de organizaciones que se entrelazan con las incipientes estructuras familiares y empresariales de la tercera ola.
Pero cualquiera que sea su significado para la organización social, representan un cambio básico desde el papel de consumidor pasivo al de prosumidor activo, y, por consiguiente, poseen también significado económico. Aunque dependientes, en último término, del mercado y todavía interrelacionadas con él, están transfiriendo la actividad desde el sector B de la economía al sector A, desde el sector de intercambio al sector de prosumo. Y este floreciente movimiento no es tampoco la única fuerza de este tipo. Algunas de las corporaciones más ricas y más grandes del mundo están también -por sus propias razones tecnológicas y económicas- acelerando el auge del prosumidor.
Los practicantes del “hágalo-usted-mismo”
En 1956, la American Telephone & Telegraph Company, chirriando bajo la carga del fulminante aumento operado en la demanda de comunicaciones, empezó a introducir una nueva tecnología electrónica, que permitía a los usuarios marcar directamente el número para conferencias de larga distancia. Hoy es incluso posible establecer directamente la comunicación en conferencias con países de ultramar. Marcando los números apropiados, el consumidor realizaba una tarea que anteriormente llevaba a cabo la telefonista.
En 1973-74, la escasez de gasolina provocada por el embargo árabe hizo subir en flecha los precios. Las grandes compañías petrolíferas obtenían beneficios enormes, pero los propietarios de surtidores particulares tuvieron que librar una desesperada batalla por la supervivencia. Para reducir costes, muchos introdujeron un sistema de autoservicio en los surtidores. Al principio constituyeron una extravagancia y una curiosidad. Los periódicos publicaban divertidos artículos sobre el automovilista que intentaba enchufar la manguera en el radiador del coche. Pero no tardó en convertirse en habitual el espectáculo de los consumidores sirviéndose su propia gasolina.
En 1974, sólo el 8% de los surtidores de los Estados Unidos funcionaban en régimen de autoservicio. En 1977, el número ascendía casi al 50%. En Alemania Occidental, de un total de 33.500 surtidores de gasolina, alrededor del 15% habían pasado a funcionar en régimen de autoservicio para 1976, y ese 15% suministraba el 35% de toda la gasolina vendida. Los expertos en cuestiones industriales dicen que no tardará en ser el 70% del total. Una vez más, el consumidor está remplazando al productor y convirtiéndose en prosumidor.
El mismo período presenció la introducción de la Banca electrónica, que no sólo empezó a suprimir la pauta de las “horas de oficina”, sino que fue también eliminando progresivamente la figura del cajero, dejando que el cliente realizara operaciones que antes efectuaban los empleados del Banco.
Conseguir que el cliente haga parte del trabajo -lo que los economistas denominan “externalizar el costo de la mano de obra”- no constituye nada nuevo. Es lo que hacen los supermercados. El obsequioso dependiente que conocía las existencias de la tienda e iba a coger cada artículo para entregárselo al cliente, ha sido sustituido por el carrillo que éste debe empujar por sí mismo. Mientras algunos clientes añoraban los buenos viejos tiempos del servicio personal, a otros les agradó el nuevo sistema. Podían elegir personalmente y acababan pagando unos centavos menos. En realidad, se estaban pagando a sí mismos por hacer el trabajo que antes hacía el dependiente.
Esta misma forma de externalización se está realizando actualmente en muchos otros campos. El auge de las tiendas de precio rebajado, por ejemplo, representa un paso parcial en la misma dirección. Los dependientes son pocos y espaciados; el cliente paga un poco menos, pero trabaja un poco más. Incluso las zapaterías, en las que durante mucho tiempo se consideró necesario un dependiente supuestamente diestro, están pasándose al autoservicio, desplazando el trabajo al consumidor.
El mismo principio puede verse practicado también en otros lugares. Como ha escrito Caroline Bird en su perceptivo libro The Crowding Syndrome, “aumenta el número de cosas que se sirven en piezas para su montaje, supuestamente fácil, en casa… y en la época de Navidad los compradores de algunos de los establecimientos de más solera de Nueva York tienen que rellenarles las hojas de venta a dependientes que no saben o no quieren escribir”.
En enero de 1978, en Washington, un empleado del Gobierno, de treinta y ocho años, oyó unos extraños ruidos procedentes de su frigorífico. Antes, lo habitual en esos casos era llamar a un mecánico y pagarle para que lo arreglase. Dado el elevado precio y la dificultad de encontrar un reparador a una hora conveniente, Barry Nussbaum leyó el folleto de instrucciones que acompañaba a su frigorífico. Descubrió en él un número de teléfono que podía utilizar para llamar al fabricante -Whirlpool Corporation de Sentón Harbor, Michigan-, sin que ello le costase un céntimo.
Era la “línea fría” establecida por Whirlpool para ayudar a los clientes con problemas. Nussbaum llamó. El hombre que contestó al otro lado del hilo le “dictó” a Nussbaum la reparación, explicándole exactamente qué tornillos debía quitar, qué sonidos debía escuchar y, por último, qué pieza sería necesario reponer. “Aquel tipo -dice Nussbaum- resultó muy útil. No sólo sabía lo que yo tenía que hacer, sino que también sabía inspirar confianza.” El frigorífico quedó arreglado en un santiamén.
Whirlpool tiene un equipo de nueve asesores que trabajan a la jornada completa y otros varios con jornada parcial, algunos de ellos antiguos mecánicos de reparaciones, que tienen puestos unos auriculares y reciben las llamadas. Una pantalla situada ante ellos les muestra al instante el diagrama del producto de que se trate (Whirlpool fabrica congeladores, lavaplatos, acondicionadores de aire y otros aparatos, además de frigoríficos) y les permite orientar al cliente. Sólo en 1978, Whirlpool atendió 150.000 de estas llamadas.
La “línea fría” es un rudimentario modelo de un futuro sistema de mantenimiento que permite a los particulares hacer gran parte de lo que antes hacía un mecánico o un especialista cuyos servicios había que pagar. Posibilitado por los adelantos que han reducido el coste de las conferencias telefónicas, sugiere futuros sistemas que podrían mostrar paso a paso las instrucciones de reparación en la propia pantalla de televisión del cliente mientras habla el asesor. La difusión de esos sistemas reservaría al mecánico reparador sólo para tareas importantes, convertiría al mecánico (como al médico o al asistente social) en maestro, guía y gurú de los prosumidores.
Vemos, pues, una pauta repetida en muchas industrias -creciente externalización, creciente implicación del consumidor en tareas que antes realizaban otros para él- y una vez más, por tanto, una transferencia de actividad del sector B de la economía al sector A, desde el sector de intercambio al sector de prosumo.
Todo esto resulta pálido en comparación con lo que vemos cuando volvemos la vista a los dramáticos cambios que han afectado a otras partes de la industria del “hágalo-usted-mismo”. Siempre ha habido quienes se ocupan de pequeñas reparaciones, reponer cristales rotos, sustituir baldosas rajadas o realizar empalmes eléctricos. No hay nada nuevo en eso. Lo que ha cambiado -y cambiado asombrosamente- es la relación entre el aficionado y el profesional albañil, carpintero, electricista, fontanero, etcétera.
Hace nada más que diez años, en los Estados Unidos sólo el 30% de todas las herramientas eléctricas eran vendidas a aficionados; el 70% eran para carpinteros y otros profesionales. En el breve lapso de diez años, las cifras se han invertido. Hoy en día, sólo el 30% se vende a profesionales; el 70% son adquiridas por consumidores que, en número cada vez mayor, practican el “hágalo-usted-mismo”.
Un hito más importante aún, según Frost & Sullivan, destacada firma de investigación industrial, fue alcanzado en los Estados Unidos entre 1974 y 1976 Cuando, “por primera vez, más de la mitad de todos los materiales de construcción… fueron adquiridos directamente por particulares, en lugar de serlo por contratistas que trabajasen para ellos”. Y esto no incluía un total de 350 millones de dólares adicionales gastados por particulares para trabajos de un coste inferior a 25 dólares.
Mientras que los gastos totales en materiales de construcción aumentaron en un 31% durante la primera mitad de los años setenta, los realizados por particulares aumentaron en más del 65%… y con una rapidez más de dos veces superior. El cambio -declara el informe de F & S- es “a la vez espectacular y permanente”.
Otro estudio de Frost & Sullivan habla del “desbocado” crecimiento de tales gastos y subraya el cambio en la escala de valores, con un mayor aprecio de la autosuficiencia. “Allá donde el trabajar con las propias manos era mirado con menosprecio (al menos por la clase media), es ahora un signo de orgullo. Las personas que hacen su propio trabajo se enorgullecen de ello.”
Escuelas, Universidades y editoriales ofrecen una verdadera catarata de cursos y libros para enseñar las técnicas fundamentales de distintos oficios. Dice U.S. News & World Report: “El entusiasmo ha prendido en ricos y pobres por igual. En Cleveland, los proyectos de viviendas públicas ofrecen instrucciones sobre reparaciones caseras. En California se halla muy extendida la costumbre de que el mismo propietario instale sus saunas y baños.”
También en Europa se halla la llamada “revolución HUM”… con unas cuantas variantes basadas en el temperamento nacional. (Los alemanes y holandeses tienden a ponderar muy detenidamente sus proyectos, se fijan altos niveles y se equipan cuidadosamente. Los italianos, por el contrario, están empezando sólo a descubrir el movimiento HUM, ya que muchos maridos de cierta edad insisten en que es degradante hacer por sí mismos el trabajo.)
De nuevo las razones son múltiples. Inflación. La dificultad de conseguir un carpintero o un fontanero. Las chapuzas de los profesionales. Más tiempo libre. Todo influye. Pero una razón más poderosa es lo que se podría denominar Ley de la ineficacia relativa. Según ella, cuanto más automatizamos la producción de bienes y rebajamos su coste unitario, más aumentamos el coste relativo de los servicios artesanos y no automatizados. (Si un fontanero cobra 20 dólares por una hora de trabajo a domicilio y 20 dólares sirven para comprar una calculadora de bolsillo, el precio del fontanero se eleva en realidad sustancialmente cuando esos mismos 20 dólares pueden comprar varias calculadoras. En relación con el coste de otros bienes, su precio se ha multiplicado varias veces.)
Por ello, debemos esperar que el precio de muchos servicios continúe su disparada carrera en los años próximos. Y a medida que esos precios aumentan, podemos esperar que la gente vaya haciendo por sí misma cada vez más trabajos. En resumen, aun sin inflación, la Ley de la ineficacia relativa haría creciente “rentable” para la gente producir con destino a su propio consumo, transfiriendo así más actividad del sector B al sector A de la economía, de la producción de intercambio al prosumo.
Propios y extraños
Para vislumbrar el futuro a largo plazo de esta evolución, necesitamos considerar no sólo los servicios, sino también los bienes. Y cuando lo hacemos, nos encontramos con que también en este terreno el consumidor está siendo crecientemente arrastrado al proceso de producción.
Así, ambiciosos fabricantes reclutan actualmente -e incluso pagan- a clientes para que ayuden a diseñar productos. Y esto no sucede sólo en industrias que venden directamente al público, jabón, objetos de aseo, etc.-, sino también, e incluso más, en las industrias avanzadas como la electrónica, donde la desmasificación es más rápida.
“Hemos obtenido un gran éxito cuando hemos trabajado estrechamente con uno o dos clientes -dice el director del sistema de planificación de Texas Instruments-. El resultado ha sido peor cuando hemos estudiado una aplicación por nuestra propia cuenta y luego hemos intentado lanzar un producto al mercado.”
De hecho, Cyril H. Brown, de Analog Devices, Inc., divide todos los productos en dos clases: productos “de dentro afuera” y productos “de fuera Adentro”. Estos últimos son definidos no por el fabricante, sino por el cliente en potencia, y estos productos exteriores, según Brown, son ideales. Cuanto más nos encaminamos hacia la fabricación avanzada, y más desmasificamos e individualizamos la producción, mayor debe necesariamente ir siendo la participación del cliente en el proceso de producción.
En la actualidad, miembros de la Computeraided Manufacturing International (CAM-I) se esfuerzan por clasificar y cifrar partes y procesos que permitan la plena automación de la producción. La perspectiva no pasa todavía de ser una esperanza por parte de expertos tales como el profesor Inyong Ham, del Departamento de Estructuración de Sistemas Industriales y Fabriles de la Universidad de Pensilvania, pero, al fin, algún cliente podrá introducir directamente sus especificaciones en el computador de un fabricante.
El computador no sólo diseñará el producto que el cliente desea -explica el profesor Ham-, sino que seleccionará también los procesos de fabricación a utilizar. Asignará las máquinas. Escalonará los pasos necesarios desde, por ejemplo, el triturado o el laminado, hasta el pintado. Escribirá los programas necesarios para los subcomputadores o instrumentos de control numérico que dirigirán las máquinas. Y puede incluso que introduzca un “control adaptativo” que optimice los distintos procesos con fines a la vez económicos y ambientales. Al final, el consumidor, no simplemente suministrando las especificaciones, sino también oprimiendo el botón que pone en marcha todo este proceso, se convertirá en parte tan importante del proceso de producción como lo era el obrero de la cadena de montaje en el mundo que ahora agoniza. Si bien está todavía lejos un sistema así de fabricación activada por el cliente, parte de sus elementos integrantes existen ya. En tal sentido, el cañón de rayos láser dirigido por computador utilizado en la industria de confección y descrito en el capítulo XV podría, al menos en teoría y si se conectara por teléfono con un computador personal, permitir a un cliente suministrar sus medidas, seleccionar el tejido adecuado y, luego, activar, finalmente, el cortador de rayos láser… sin tener que salir de su casa.
Robert H. Anderson, jefe del Departamento de Servicios de Información de la Rand Corporation y destacado experto en el campo de la fabricación computadorizada, lo explica así: “La cosa más creativa que dentro de veinte años hará una persona consistirá en ser un consumidor muy creativo… Es decir, estará uno haciendo cosas, como diseñarse un juego de trajes o introduciendo modificaciones en un modelo dado, de tal modo que los computadores puedan cortarle uno por medio de rayos láser y cosérselo con una máquina numéricamente controlada…
“En realidad, uno podría, gracias a los computadores, diseñar el modelo de coche que le apeteciese. Naturalmente, los computadores tendrán programadas todas las normas federales de seguridad y toda la física de la situación, así que no le permitirán a uno salirse demasiado de los límites.”
Y si a esto añadimos ahora la posibilidad de que muchas personas se hallen, a no tardar mucho, trabajando ya en los hogares electrónicos del mañana, empezamos a imaginar un significativo cambio en las “herramientas” accesibles al consumidor. Muchos de los mismos artilugios electrónicos que utilizaremos en el hogar para trabajar harán también posible producir bienes o servicios para nuestro propio uso. En este sistema, el prosumidor, que dominó en las sociedades de la primera ola, vuelve a constituir el centro de la acción económica, pero sobre una base de alta tecnología, sobre una base de la tercera ola.
En resumen, ya volvamos la vista a los movimientos de autoayuda, a las tendencias del “hágalo-usted-mismo” o a las nuevas tecnologías de producción, encontramos el mismo cambio hacia una intervención mucho mayor del consumidor en la producción. En un mundo así se desvanecen las distinciones entre productor y consumidor. El “extraño” se convierte en “propio”, y una parte todavía mayor de la producción es desplazada desde el sector B de la economía hasta el sector A, donde reina el prosumidor.
Mientras esto ocurre, empezamos -glacialmente al principio, pero luego con acelerada rapidez quizás- a alterar la más fundamental de nuestras instituciones: el mercado.
Estilos de vida del prosumidor
La entrada voluntaria del consumidor en la producción tiene implicaciones extraordinarias. Para comprender por qué, debe recordarse que el mercado se fundamenta precisamente en la división entre productor y consumidor que ahora está desapareciendo. No era preciso un mercado organizado cuando la mayoría de las personas consumían lo que ellas mismas producían. Sólo se hizo necesario cuando la actividad de consumo quedó separada de la de producción.
Los autores convencionales definen estrictamente el mercado como un fenómeno capitalista basado en el dinero. Pero el mercado no es más que otra palabra para designar una red de intercambio, y han existido -y siguen existiendo- muchas clases diferentes de redes de intercambio. En Occidente, la que más familiar nos resulta es el mercado capitalista, basado en el beneficio. Pero también hay mercados socialistas, redes de intercambio a cuyo través los bienes o servicios producidos en Smolensko por Ivan Ivanovich son permutados por servicios realizados por Johann Schmidt en el Berlín Oriental. Hay mercados basados en el dinero, pero también mercados basados en el trueque. El mercado no es ni capitalista ni socialista. Es una consecuencia directa e ineludible del divorcio operado entre productor y consumidor. Siempre que ese divorcio tiene lugar, surge el mercado. Y siempre que se reduce la distancia entre consumidor y productor, se ven puestos en cuestión el papel, la función y el poder del mercado.
Por tanto, el actual resurgir del prosumo empieza a cambiar el papel que el mercado desempeña en nuestras vidas.
Es demasiado pronto para saber a dónde nos está llevando este sutil pero importante empuje. Ciertamente, el mercado no va a desaparecer. No vamos a volver a las economías anteriores a la aparición del mercado. Lo que he llamado sector B – el sector de intercambio- no va a dejar de existir. Durante mucho tiempo, seguiremos dependiendo del mercado.
No obstante, el incremento del prosumo apunta hacia un cambio fundamental en las relaciones entre el sector A y el sector B, un grupo de relaciones que los economistas de la segunda ola han ignorado virtualmente hasta ahora.
Pues el prosumo implica la “desmercatización” de por lo menos ciertas actividades y, por consiguiente, un papel profundamente modificado del mercado en la sociedad. Sugiere una economía del futuro distinta a cuanto hemos conocido, una economía que no está ya inclinada en favor del sector A ni del sector B. Señala el nacimiento de una economía que no se parecerá a la economía de la primera ola ni a la de la segunda, sino que refundirá las características de ambas en una nueva síntesis histórica.
El auge del prosumidor, fomentado por el creciente coste de muchos servicios pagados, por el derrumbamiento de las burocracias de servicios de la segunda ola, por la posibilidad de utilizar las tecnologías de la tercera ola, por los problemas de desempleo estructural y por muchos otros factores convergentes, conduce a nuevos estilos de trabajo y nuevas ordenaciones de la vida. Si nos permitimos especular, teniendo presentes algunos de los cambios antes descritos -tales como el avance hacia la desincronización y la jornada laboral parcial, la posible aparición del hogar electrónico o la cambiada estructura de la vida familiar-, podemos empezar a columbrar algunos de estos cambios de estilo de vida.
Así, nos estamos moviendo hacia una economía futura en la que gran número de personas no trabajan nunca a jornada completa, o en la que el concepto de “jornada completa” es objeto de redefinición, como lo ha sido en los últimos años, dándole el sentido de una semana o un año laborales más cortos cada vez. (En Suecia, donde una reciente ley garantizaba a todos los trabajadores cinco semanas de vacaciones pagadas con independencia de la edad o la antigüedad en la empresa, se consideraba que el año laboral normal constaba de 1.840 horas. De hecho, ha aumentado tanto el absentismo, que un promedio más realista por trabajador es el de 1.600 horas anuales.)
Gran número de trabajadores prestan ya sus servicios durante un promedio de sólo tres o cuatro días a la semana, o se toman seis meses de vacaciones al año para desarrollar objetivos educativos o de diversión. Esta pauta puede muy bien acentuarse a medida que se multiplican los hogares con dos sueldos. El aumento de personas en el mercado del trabajo -el aumento de las “tasas de participación en el trabajo”, como dicen los economistas- puede muy bien ir acompañado de una disminución en el número de horas por trabajador.
Esto sitúa bajo una nueva luz toda la cuestión del ocio. Cuando comprendemos que gran parte de nuestro llamado tiempo de ocio se invierte, en realidad, en producir bienes y servicios para nuestro propio uso -en prosumir-, cae por tierra la vieja distinción entre trabajo y ocio. La cuestión no es trabajo frente a ocio, sino trabajo pagado para el sector B, frente a trabajo no pagado, autodirigido y autocontrolado, para el sector A.
En el contexto de la tercera ola, adquieren carácter práctico nuevos estilos de vida basados, por una parte, en la producción para el intercambio, y por otra, en la producción para el uso. Tales estilos de vida eran, de hecho, comunes en los primeros tiempos de la revolución industrial entre las poblaciones agrícolas que iban siendo absorbidas lentamente en el proletariado urbano. Durante un largo período de transición, millones de personas trabajaban parte del tiempo en fábricas y parte del tiempo en la tierra, cultivando sus propios alimentos, comprando algunas de las cosas que necesitaban y haciendo el resto. Esta pauta prevalece aún en muchas partes del mundo, pero de ordinario, sobre una base tecnológicamente primitiva.
Imaginemos esta pauta de vida, pero con una tecnología del siglo XXI para la producción de bienes y alimentos, así como métodos de autoayuda inmensamente mejorados para la producción de muchos servicios. En vez de un modelo de vestido, por ejemplo, el prosumidor de mañana podría muy bien comprarse una cassette con un programa que accionaría una máquina de coser electrónica “inteligente”. Con una de esas cassettes, hasta el marido más torpe podría confeccionarse sus propias camisas a medida. Aficionados a la mecánica podrían hacer algo más que afinar sus automóviles. En realidad, podrían medio construirlos.
Hemos visto que el consumidor puede algún día tener a su alcance la posibilidad de programar sus propias especificaciones en el proceso de fabricación de automóviles a través del computador y el teléfono. Pero hay otra forma en la que, aun ahora, el consumidor puede participar en la producción de un coche.
Una Compañía llamada Bradley Automotive ofrece ya un “equipo Bradley GT” que le permite a uno “montar su propio coche deportivo de lujo”. El prosumidor que compra el equipo previa y parcialmente ensamblado monta la carrocería de fibra de vidrio sobre un chasis de “Volkswagen”, conecta los cables del motor, instala el sistema de dirección, coloca los asientos, etc.
Cabe fácilmente imaginar una generación que, educada en el trabajo asalariado a jornada parcial como norma, ansiosa de utilizar sus propias manos y con un hogar equipado con muchas y baratas minitecnologías, forme una parte considerable de la población. Situada a medias dentro del mercado y a medias fuera de él, trabajando intermitentemente en lugar de hacerlo de forma continuada durante todo el año, tomándose de vez en cuando un año de vacaciones, podría tal vez ganar menos, pero compensarlo aplicando su propio esfuerzo a muchas tareas que ahora cuestan dinero y mitigando así los efectos de la inflación. Los mormones de América ofrecen otro indicio de posibles futuros estilos de vida. Muchos postes mormones -un poste corresponde, por ejemplo, a una diócesis católica- poseen y trabajan sus propias granjas. Los miembros del poste, incluidos los miembros de las ciudades, pasan parte de su tiempo libre como granjeros voluntarios cultivando alimentos. La mayor parte de la producción no se destina a la venta, sino que es almacenada para casos de emergencia; o distribuida entre mormones necesitados. Hay plantas de enlatado, instalaciones embotelladoras y elevadores de cereales. Algunos mormones cultivan sus propios alimentos y los llevan a la conservería. Otros compran verduras frescas en el supermercado y las llevan a la conservería local.
Dice un mormón de Salt Lake City: “Mi madre comprará tomates y los envasará. Su “sociedad” de ayuda, la sociedad auxiliar de las mujeres, organizará un acto colectivo y todas irán a envasar tomates para su propio uso.” De manera similar, muchos mormones no sólo aportan dinero a su Iglesia, sino que realizan también trabajos voluntarios, obras de construcción, por ejemplo.
No quiere esto decir que vayamos todos a convertirnos en miembros de la Iglesia mormona, ni que sea posible en el futuro recrear a gran escala los lazos sociales y comunitarios en este grupo, altamente participativo pero teológicamente autocrático. Sin embargo, es probable que se extienda el principio de la producción para el propio uso, ya sea a cargo de grupos organizados, ya de individuos.
Dados los computadores caseros; dadas semillas genéticamente diseñadas para la agricultura urbana e, incluso, en los mismos apartamentos, dadas unas baratas herramientas para trabajar el plástico; dados nuevos materiales, adhesivos y membranas y dado un asesoramiento técnico gratuito suministrado por teléfono, con las correspondientes instrucciones parpadeando en la pantalla del computador o de la televisión, es posible crear estilos de vida que sean más plenos y variados, menos monótonos, más creativamente satisfactorios y menos influidos por el mercado que los que tipificó la civilización de la segunda ola.
Todavía es demasiado pronto para saber hasta dónde llegará este desplazamiento de actividad desde el intercambio en el sector B hasta el prosumo en el sector A; cómo variará de un país a otro el equilibrio entre estos sectores y qué concretos estilos de vida surgirán de él. Pero lo que resulta indudable es que cualquier cambio importante que se produzca en el equilibrio entre producción para el uso y producción para el intercambio, colocará también auténticas cargas de profundidad bajo nuestro sistema económico y nuestros valores.
Economías de la tercera ola
¿Es posible que la tan deplorada decadencia de la ética protestante del trabajo se halle relacionada con este cambio de la producción para otros a la producción para uno mismo? Por todas partes vemos la quiebra del espíritu industrial que preconizaba el trabajo duro. Los ejecutivos occidentales murmuran sombríamente acerca de este “mal inglés” que se supone nos reducirá a todos a la miseria si no lo curamos. “Sólo los japoneses trabajan todavía de firme”, dicen. Pero yo he oído a destacadas figuras de la industria japonesa decir que sus obreros padecen la misma infección. “Sólo los surcoreanos trabajan de firme”, dicen.
Sin embargo, las mismas personas que son supuestamente reacias a trabajar de firme en su empleo son las que están en realidad trabajando de firme en tareas ajenas a las de su puesto laboral… colocando los azulejos del cuarto de baño, tejiendo alfombras, prestando su tiempo y su capacidad personal a una campaña política, acudiendo a reuniones de autoayuda, cosiendo, cultivando verduras en su jardín, escribiendo relatos cortos o remodelando el dormitorio del ático. ¿Será que la motivación impulsora que potenció la expansión del sector B está siendo ahora canalizada al sector A, al prosumo?
La segunda ola trajo consigo algo más que máquinas de vapor y telares mecánicos. Trajo consigo un inmenso cambio caracterológico. En la actualidad, todavía podemos ver cómo se produce ese mismo cambio entre poblaciones que pasan de sociedades de la primera ola a sociedades de la segunda… como los coreanos, por ejemplo, que se hallan aún atareados expandiendo el sector B a expensas del sector A.
En contraste con ello, en las maduras sociedades de la segunda ola, que se tambalean bajo el impacto de la tercera ola -a medida que la producción retrocede al sector A y el consumidor es nuevamente arrastrado al proceso de producción-, comienza otro cambio caracterológico. Más adelante exploraremos este fascinante cambio. Bástenos tener presente por ahora la probabilidad de que la estructura misma de la personalidad se vea fuertemente influida por el auge del prosumo.
Pero, probablemente, los cambios forjados por el auge del prosumidor en ningún terreno serán más explosivos que en el de la economía. Los economistas, en lugar de centrar su atención en el sector B, tendrán que desarrollar una nueva y más totalista concepción de economía, tendrán que analizar también lo que sucede en el sector A y aprender cómo se relacionan una con otra las dos partes.
Al empezar la tercera ola a reestructurar la economía mundial, la profesión de economista se ha visto salvajemente atacada por su incapacidad para explicar lo que está sucediendo. Sus instrumentos más sofisticados, incluidos matrices y modelos computadorizados, parecen informarnos cada vez menos de cómo funciona realmente la economía. De hecho, muchos economistas están llegando a la conclusión de que el pensamiento económico, tanto occidental como marxista, se halla desconectado de una realidad rápidamente cambiante.
Una razón clave puede ser que, cada vez más, los cambios de gran importancia radican fuera del sector B, esto es, fuera de todo el proceso de cambio. Para volver a poner a la economía en contacto con la realidad, los economistas de la tercera ola necesitarán desarrollar nuevos modelos, medidas e índices para describir procesos que tienen lugar en el sector A y tendrán que reconsiderar muchas presunciones básicas a la luz de la aparición del prosumidor.
Una vez comprendemos que poderosas relaciones enlazan la producción medida (y la productividad) del sector B con la producción no medida (y la productividad) del sector A, la economía invisible, nos vemos obligados a redefinir estos términos. Ya a mediados de los años sesenta, el economista Víctor Fuchs, de la Oficina Nacional de Investigación Económica, percibió el problema y señaló que el aumento de los servicios tornaba anticuadas las tradicionales medidas de productividad. Declaraba Fuchs:
“Los conocimientos, la experiencia, la honradez y la motivación del consumidor afectan a la productividad de los servicios.”
Pero incluso en estas palabras, la “productividad” del consumidor se sigue viendo en términos del sector B, sólo como aportación a la producción para el intercambio. No se comprende aún que en el sector A existe también producción real, que los bienes y servicios producidos para uno mismo son completamente reales y que pueden desplazar o sustituir a bienes y servicios producidos en el sector B. Las cifras convencionales de producción, especialmente las cifras del PNB, irán teniendo cada vez menos sentido hasta que expresamente las ampliemos para incluir lo que sucede en el sector A.
La comprensión del auge del prosumidor ayuda también a centrar con más precisión el concepto del costo. Obtenemos así una mayor penetración cuando advertimos que la eficiencia del prosumidor en el sector A puede conducir a costos más altos o más bajos para las compañías o agencias oficiales que operan en el sector B.
Por ejemplo, las elevadas tasas de alcoholismo, absentismo, derrumbamientos nerviosos y trastornos mentales entre los componentes de la fuerza de trabajo contribuyen a formar el “costo comercial”, tal como se mide en el sector B. (Se ha estimado que sólo el alcoholismo cuesta a la industria americana veinte mil millones de dólares en tiempo de producción al año. En Polonia o la Unión Soviética, donde esta enfermedad se halla más extendida, las cifras relativas deben de ser más impresionantes aún.) En la medida en que alivian esos problemas en la fuerza de trabajo, los grupos de autoayuda reducen esos costos. La eficiencia del prosumo afecta, pues, a la eficiencia de la producción.
Factores más sutiles influyen también en el costo de la producción. ¿ Cuál es el grado de instrucción de los trabajadores? ¿Hablan todos el mismo idioma? ¿Están culturalmente preparados para su tarea? ¿Favorecen o perjudican su competencia las habilidades sociales aprendidas en la vida familiar? Todos estos rasgos de carácter, actitudes, valores, habilidades y motivaciones necesarios para una alta productividad en el sector B, el sector de intercambio, son producidos o, más exactamente, prosumidos en el sector A. El auge del prosumidor -la reintegración del consumidor a la producción- nos obligará a observar mucho más atentamente esas interrelaciones.
El mismo poderoso cambio nos forzará a redefinir la eficiencia. En la actualidad, para determinar la eficiencia, los economistas comparan formas alternativas de producir el mismo producto o servicio. Rara vez comparan la eficiencia de producirlo en el sector B en relación con la de prosumirlo en el sector A. Y, sin embargo, eso es precisamente lo que están haciendo millones de personas supuestamente ignorantes de teoría económica.
Están descubriendo que, una vez asegurado un cierto nivel de ingresos, prosumir puede ser más beneficioso, económica y psicológicamente, que ganar más dinero.
Ni economistas ni hombres de negocios siguen tampoco sistemáticamente la pista a los efectos negativos que sobre el sector A produce la eficiencia en el sector B… por ejemplo, cuando una Compañía exige a sus ejecutivos una movilidad extremadamente elevada y origina una oleada de enfermedades causadas por la tensión y el exceso de trabajo, rupturas familiares o una mayor ingestión de alcohol. Podemos muy bien llegar a descubrir que lo que parece ser ineficiente en los términos convencionales del sector B es, en realidad, tremendamente eficiente cuando tenemos en cuenta toda la economía y no sólo una parte de ella.
Para que tenga sentido, la “eficiencia” debe referirse a efectos secundarios, no sólo a los de primer orden, y a ambos sectores de la economía, no sólo a uno.
¿Qué hay de conceptos tales como “renta”, “beneficencia”, “pobreza” O desempleo? Si una persona vive en parte dentro y en parte fuera del sistema ¿e mercado, ¿qué productos, tangibles o intangibles, han de considerarse que forman parte de su renta? ¿Qué sentido tienen las cifras de renta en una sociedad en la que mucho de lo que el promedio de las personas tienen puede deberse al prosumo?
¿Cómo definimos la beneficencia en un sistema tal? El obrero sin trabajo que pone un tejado en su casa o repara su coche, ¿está desempleado en el mismo sentido que el que permanece ociosamente sentado en su casa viendo partidos de rugby por televisión? La aparición del prosumidor nos fuerza a poner en cuestión toda nuestra forma de enfocar los dos problemas gemelos del desempleo, por una parte, y del despilfarro burocrático, por otra.
Las Sociedades de la segunda ola han intentado resolver el desempleo, por ejemplo, presentando resistencia a la tecnología, impidiendo la inmigración, creando intercambios de mano de obra, aumentando las exportaciones, disminuyendo las importaciones, poniendo en marcha programas de obras públicas, reduciendo las horas de trabajo, procurando aumentar la movilidad de la mano de obra, deportando a poblaciones enteras e incluso sosteniendo guerras para estimular la economía. Sin embargo, el problema se torna cada día más difícil y complejo.
¿Será que los problemas del suministro de mano de obra -tanto por exceso como por defecto- nunca pueden ser satisfactoriamente resueltos dentro del marco de una sociedad de la segunda ola, sea capitalista o socialista? Enfocando la economía como un todo, en lugar de centrarnos exclusivamente en una parte de ella, ¿podemos enmarcar el problema de un nuevo modo que nos ayude a resolverlo?
Si existe producción en ambos sectores; si las personas se dedican a producir bienes y servicios para ellas mismas en un sector y para otras en un sector diferente, ¿cómo afecta esto a la discusión en torno a unos ingresos mínimos garantizados para todos? Típicamente, en las sociedades de la segunda ola, los ingresos han estado inextricablemente unidos al trabajo para la economía de intercambio. ¿Pero no están también “trabajando” los prosumidores, aunque no formen parte del mercado o estén en él sólo parcialmente? ¿No debe un hombre O una mujer que permanece en su casa y cría un hijo -y, por consiguiente, contribuye a la productividad del sector B mediante sus esfuerzos en el sector A- recibir algunos ingresos, aunque no ocupe un puesto de trabajo pagado en el sector B?
El auge del prosumidor alterará decisivamente todo nuestro pensamiento económico. Desplazará también la base del conflicto económico. La competencia entre obreros-productores y directores-productores continuará, sin duda. Pero su importancia disminuirá a medida que crezca el prosumo y nos adentremos más en la sociedad de la tercera ola. En su lugar, surgirán nuevos conflictos sociales.
Estallarán batallas en torno a qué necesidades serán satisfechas por qué sector de la economía. Se agudizarán las luchas en torno, por ejemplo, a la concesión de licencias, a los códigos de construcción y cosas semejantes, mientras las fuerzas de la segunda ola intentan aferrarse a puestos de trabajo y a beneficios, impidiendo que penetren en ellos los prosumidores. Los sindicatos de maestros luchan por mantener a los padres fuera de las aulas con todo el celo de comerciantes que pugnan por preservar anticuados códigos de construcción. Pero del mismo modo que gran número de problemas sanitarios -como los derivados del comer en exceso, de la falta de ejercicio o de fumar, por ejemplo- no pueden ser resueltos exclusivamente por los médicos, sino que requieren la participación activa del paciente, así también gran número de problemas educacionales no pueden ser resueltos sin el padre. El surgimiento del prosumidor cambia todo el paisaje económico.
Y todos estos efectos resultarán intensificados, y la economía mundial cambiada, por un masivo hecho histórico que ahora tenemos directamente ante nosotros y que parece haber pasado inadvertido a economistas y pensadores de la segunda ola. Este último e importante hecho sitúa en perspectiva todo lo que hasta ahora hemos leído en este capítulo.
El fin de la mercatización
Lo que ha pasado casi inadvertido no es simplemente un cambio en las pautas de participación en el mercado, sino, más fundamentalmente aún, la consumación de todo el proceso histórico de construcción de mercado. Este punto de inflexión es tan revolucionario en sus implicaciones y, sin embargo, tan sutil, que pensadores capitalistas y marxistas por igual, sumidos en sus polémicas de la segunda ola, apenas han reparado en sus signos. No encaja en ninguna de sus teorías, y por ello se les ha escapado casi por completo.
La especie humana se ha pasado por lo menos diez mil años construyendo una red de intercambio mundial, es decir, un mercado. Durante los últimos trescientos años, ya desde que comenzó la segunda ola, este proceso ha avanzado con acelerada velocidad. La civilización de la segunda ola “mercatizó” el mundo.
Hoy -en el momento mismo en que empezó a resurgir el prosumo- está fugando a su fin este proceso.
No se puede apreciar el inmenso significado histórico de esto si no comprendemos claramente qué es un mercado o red de intercambio. Resulta útil en tal sentido imaginarlo como un oleoducto. Cuando hizo su irrupción la revolución industrial, desencadenando la segunda ola, eran muy pocas las personas que en todo el Planeta se hallaban ligadas por el sistema monetario. Existía el comercio, pero sólo alcanzaba a las periferias de la sociedad. Las diversas redes de mercaderes, distribuidores, mayoristas, minoristas, banqueros y otros elementos de un sistema comercial, eran pequeñas y rudimentarias, proporcionando sólo unas pocas y estrechas cañerías a cuyo través podrían fluir el dinero y las mercancías.
Durante trescientos años hemos dedicado tremendas energías a la construcción de este oleoducto. Se consiguió realizar de tres maneras. Primero, los mercaderes y mercenarios de la civilización de la segunda ola se extendieron por el Globo, invitando o forzando a poblaciones enteras a ingresar en el mercado, “ producir más y presumir menos. Indígenas africanos autosuficientes, fueron inducidos u obligados a cultivar determinadas plantas y extraer cobre. Campesinos asiáticos que antes cultivaban sus propios alimentos fueron puestos a trabajar en plantaciones, sangrando árboles caucheros para poner neumáticos a los automóviles. Los latinoamericanos empezaron a cultivar café para su venta en Europa y en los Estados Unidos. En cada una de esas ocasiones se construía o, se perfeccionaba más la cañería, y más y más poblaciones fueron progresivamente dependiendo de ella.
La segunda forma en que se extendió el mercado fue a través de la creciente “comercialización” de la vida. No sólo quedaron inmersas en el mercado más poblaciones, sino que cada vez más bienes y servicios fueron concebidos para el mercado, lo cual requería una continua ampliación de la “capacidad canalizadora” del sistema, un ensanchamiento, como si dijéramos, del diámetro de las tuberías.
Finalmente, el mercado se expandió de otra manera. A medida que la economía y la sociedad fueron haciéndose más complejas, se multiplicó el número de transacciones necesarias para que, por ejemplo, una pastilla de jabón pasase del productor al consumidor. Al proliferar los intermediarios se incrementaron las ramificaciones del laberinto de canales o tuberías. Esta mayor complejidad del sistema constituyó por sí misma una forma de perfeccionamiento y desarrollo, como la adición de más tubos y válvulas a un oleoducto.
En la actualidad, todas estas formas de expansión del mercado están alcanzando sus límites exteriores. Pocas poblaciones quedan aún por introducir en el mercado. Sólo un puñado de remotísimas gentes se mantienen al margen de él. Incluso los cientos de millones de labradores que trabajan en régimen de mera supervivencia en los países pobres se hallan al menos parcialmente integrados en el mercado y en su concomitante sistema monetario.
Por tanto, lo que subsiste es, en el mejor de los casos, una operación de absorción de beneficios. El mercado no puede ya expandirse mediante la inclusión de nuevas poblaciones.
En cambio, continúa siendo posible -al menos teóricamente- la segunda forma de expansión. Con un poco de imaginación, aún podemos, sin duda, idear servicios o bienes adicionales que vender o permutar. Pero es precisamente aquí donde adquiere su importancia el auge del prosumidor. Las relaciones entre el sector A y el sector B son complejas, y muchas de las actividades de los prosumidores dependen de la adquisición de materiales o herramientas existentes en el mercado. Pero el aumento de la autoayuda, en particular, y la desmercatización de muchos bienes y servicios sugiere que también aquí puede hallarse próximo el fin del proceso de mercatización.
Por último, la creciente complicación del “oleoducto” -la creciente complejidad de la distribución, la interpolación de más intermediarios cada vez- parece estar llegando también a un punto sin retorno. Los costos del propio intercambio, aun medidos convencionalmente, están ya superando a los costos de la producción material en muchos campos. En algún punto, este proceso alcanza un límite. Mientras tanto, los computadores y la aparición de una tecnología activada por el prosumidor apuntan a catálogos más pequeños y cadenas de distribución simplificadas, en lugar de más complejas. Portante, una vez más, la evidencia apunta al final del proceso de mercatización, si no en nuestro tiempo, sí poco después.
Si nuestro “plan de oleoducto” se aproxima a su terminación, ¿qué podría esto significar para nuestro trabajo, nuestros valores y nuestra psiquis? Después de todo, un mercado no consiste en el acero, los zapatos, el algodón o los alimentos envasados que circulan a su través. El mercado es la estructura a cuyo través se encauzan los bienes y servicios. Además, no se trata de una estructura simplemente económica. Es una forma de organizar a las personas, una forma de pensar, un etos y un conjunto compartido de expectativas (por ejemplo, la expectativa de que los bienes comprados serán efectivamente entregados). El mercado es, pues, tanto una estructura psicosocial como una realidad económica. Y sus efectos transcienden con mucho la economía.
Interrelacionando sistemáticamente entre sí a miles de millones de personas, el mercado produjo un mundo en el que nadie poseía un control independiente sobre su destino… ninguna persona, ninguna nación, ninguna cultura. Trajo consigo la creencia de que la integración en el mercado era “progresiva”, mientras que la autosuficiencia era “retrógrada”. Difundió un vulgar materialismo y la creencia de que la economía y la motivación económica constituían las fuerzas primarias de la vida humana. Fomentó una concepción de la vida que consideraba ésta como una sucesión de transacciones contractuales y de la sociedad en cuanto ligada por el “contrato matrimonial” o el “contrato social”. La mercatización moldeó, así, los pensamientos y los valores, además de los actos, de miles de millones de personas, y dio el tono a la civilización de la segunda ola.
Fue precisa una enorme inversión de tiempo, energía, capital, cultura y materias primas para crear una situación en la que un agente de compras de Carolina del Sur pudiera cerrar un negocio con un desconocido empleado de Corea del Sur… cada uno con su propio abaco o computador, cada uno con una imagen internalizada del mercado, cada uno con un conjunto de expectativas acerca del otro, cada uno realizando ciertos actos predecibles porque ambos han sido adiestrados por la vida para desempeñar ciertos papeles previamente especificados, cada uno formando parte integrante de un gigantesco sistema mundial que afecta a millones -miles de millones, en realidad- de otros seres humanos.
Podría plausiblemente argüirse que la construcción de esta complicada estructura de relaciones humanas, y su explosiva difusión por el Planeta, constituyó el logro más impresionante de la civilización de la segunda ola, empequeñeciendo incluso sus espectaculares logros tecnológicos. La paulatina creación de esta estructura, esencialmente sociocultural y psicológica, de intercambio -con total independencia del torrente de bienes y servicios que circulaban a su través- puede compararse con la construcción de las pirámides egipcias, los acueductos romanos, la muralla china y las catedrales medievales, todo ello combinado y multiplicado por mil.
Este proyecto de construcción, el más grandioso de toda la Historia, la instalación de los conductos y canales a cuyo través latió y circuló gran parte de la vida económica de civilización, dio en todas partes a la civilización de la segunda ola su dinamismo interno y su empuje propulsor. De hecho, si se puede decir que esta civilización ahora agonizante tuvo alguna misión, fue mercatizar el mundo.
Hoy, esa misión está casi completamente cumplida.
Los tiempos heroicos de la construcción del mercado han terminado… para ser sustituidos por una nueva fase en la que nos limitemos a mantener, renovar y actualizar el sistema de conducción. Indudablemente, tendremos que remodelar importantes piezas para acoger corrientes de información radicalmente incrementadas. El sistema dependerá cada vez más de la electrónica, la Biología y de nuevas tecnologías sociales. También esto exigirá, sin duda, recursos, imaginación y capital. Pero, comparado con el agotador esfuerzo de la mercatización de la segunda ola, este programa de renovación absorberá una fracción mucho más pequeña de nuestro tiempo, nuestra energía, nuestro capital y nuestra imaginación. Utilizará menos material, no más, y menos personas, no más, que el proceso original de construcción. Por compleja que resulte ser la conversión, la mercatización no será ya el proyecto central de la civilización.
Por tanto, la tercera ola producirá la primera civilización de “transmercado” de la Historia.
Por “transmercado” no entiendo una civilización desprovista de redes de intercambio, un mundo relegado a pequeñas comunidades, aisladas y autosuficientes o reacias a comerciar entre ellas. No me refiero a un paso atrás. Por “transmercado” entiendo una civilización que depende del mercado, pero que no se ve consumida ya por la necesidad de construir, ampliar, refinar e integrar esta estructura. Una civilización capaz de avanzar a una nueva agenda… precisamente porque el mercado se ha establecido ya.
Y, así como nadie que viviera en el siglo XVI hubiera podido imaginar cómo cambiaría el crecimiento del mercado la agenda del mundo en términos de tecnología, política, religión, arte, vida social, derecho, matrimonio o desarrollo de la personalidad, así también nos resulta hoy sumamente difícil imaginar los efectos a largo plazo del fin de la mercatización.
Sin embargo, es posible que esos efectos penetren en todos los resquicios de las vidas de nuestros hijos, si no en la nuestra propia. El proyecto de mercatización se cobró un precio. Aun en términos económicos, ese precio fue enorme. Al ir aumentando la productividad de la especie humana durante los últimos trescientos años, una gran parte de esa productividad -en ambos sectores- fue puesta a un lado y adscrita al proyecto de construcción del mercado.
Virtualmente concluida ya esa tarea de construcción, las enormes energías anteriormente volcadas en la creación del sistema de mercado mundial quedan libres para su aplicación a otros propósitos humanos. Sólo de ello se derivará ya una ilimitada serie de cambios referentes a la civilización. Nacerán nuevas religiones. Obras de arte a una escala inimaginada hasta el momento. Fantásticos avances científicos. Y, sobre todo, especies totalmente nuevas de instituciones sociales y políticas.
Lo que actualmente está en juego es algo más que capitalismo o socialismo, algo más que energía, alimentación, población, capital, materias primas o puestos de trabajo; lo que está en juego es el papel que el mercado ha de desempeñar en nuestras vidas y el futuro de la civilización misma.
Esto, básicamente, es lo que resulta afectado por el auge del prosumidor.
El cambio operado en la estructura íntima de la economía forma parte de la misma ola de interrelacionados cambios que actualmente bate contra nuestra base energética, nuestra tecnología, nuestro sistema de información y nuestras instituciones familiares y comerciales. Estos se hallan, a su vez, interconectados con la forma en que concebimos el mundo. Y también en esta esfera estamos experimentando una conmoción histórica. Pues está siendo revolucionada la concepción entera del mundo sostenida por la civilización industrial… la indust-realidad.
Cada día trae algún nuevo y fugaz descubrimiento científico, movimiento, manifiesto o religión. Culto a la Naturaleza, ESP, medicina totalista, sociobiología, anarquismo, estructuralismo, neomarxismo, la nueva física, misticismo oriental, tecnofilia, tecnofobia y mil otras corrientes y contracorrientes atraviesan el cedazo de la consciencia, cada una con su sacerdocio científico o su pasajero gurú.
Vemos un creciente ataque a la ciencia oficial. Vemos un ardiente renacimiento de la religión fundamentalista y una búsqueda desesperada de algo -casi cualquier cosa- en que creer.
Gran parte de esta confusión es, en realidad, el resultado de una cada vez más intensa guerra cultural, la colisión de una emergente cultura de la tercera ola con las atrincheradas ideas y presunciones de la sociedad industrial. Pues, así como la segunda ola engulló concepciones tradicionales y difundió el sistema de creencias que yo denomino indusrealidad, así también estamos presenciando en la actualidad los comienzos de una rebelión filosófica dirigida a derrocar las presunciones imperantes de los últimos trescientos años. Las ideas fundamentales del período industrial están siendo desacreditadas, menospreciadas, abandonadas o subsumidas en teorías mucho más amplias y más poderosas.
La aceptación, durante los tres últimos siglos, de las creencias centrales de la civilización de la segunda ola no se logró sin encarnizada lucha. En ciencia, en educación, en religión, en otros mil campos, los pensadores “progresistas” del industrialismo lucharon contra los pensadores “reaccionarios” que reflejaban y racionalizaban las sociedades agrícolas. Hoy son los defensores del industrialismo quienes se ven acorralados, mientras empieza a tomar forma una nueva cultura, una cultura de la tercera ola.
La nueva imagen de la Naturaleza
Nada ilustra más claramente este choque de ideas que nuestra cambiante imagen de la Naturaleza.
Durante la última década ha surgido un movimiento ecologista de amplitud mundial en respuesta a cambios fundamentales y potencialmente peligrosos operados en la bioesfera de la Tierra. Y este movimiento ha hecho algo más que combatir la contaminación, los aditivos alimenticios, los reactores nucleares, las autopistas y los aerosoles. Nos ha forzado también a reconsiderar nuestra dependencia de la Naturaleza. Como consecuencia, en lugar de concebirnos a nosotros mismos como empeñados en una sangrienta guerra contra la Naturaleza, estamos avanzando hacia una nueva concepción que hace hincapié en la simbiosis o armonía con la Tierra. Estamos pasando de una postura antagonista a una postura no antagonista.
En el plano científico, esto ha dado lugar a miles de estudios dirigidos a comprender las relaciones ecológicas, a fin de que podamos amortiguar nuestros impactos sobre la Naturaleza o canalizarlos de modos constructivos. No hemos hecho sino empezar a apreciar la complejidad y el dinamismo de estas relaciones y a reconceptualizar la sociedad misma en términos de reciclaje, renovabilidad y de la capacidad transportadora de los sistemas naturales.
Todo esto queda reflejado en un correlativo cambio de las actitudes populares hacia la Naturaleza. Ya examinemos las encuestas de opinión o la letra de las canciones pop, la imaginería visual de la publicidad o el contenido de los sermones, encontramos pruebas de una mayor, aunque a menudo romántica, atención a la Naturaleza.
Millones de habitantes de las ciudades suspiran por el campo, y el Urban Land Institute informa de un significativo desplazamiento de población hacia zonas rurales. En los últimos años se ha intensificado de forma extraordinaria el interés por los alimentos naturales y el parto natural, por la lactancia materna, los biorritmos o el cuidado corporal. Y se halla tan extendido el recelo hacia la tecnología, que hasta los más acérrimos defensores del PNB se muestran, al menos de labios para afuera, favorables a la idea de que la naturaleza debe ser protegida, no violada, de que es preciso anticipar y prevenir, no simplemente ignorar, los efectos secundarios adversos de la tecnología sobre la Naturaleza.
Debido al aumento experimentado por nuestro poder para causar daño, la Tierra es ahora considerada mucho más frágil de lo que sospechaba la civilización de la segunda ola. Al mismo tiempo, se la ve como una mota cada vez más pequeña en un Universo que va haciéndose más grande y más complejo a cada “instante que pasa.
Desde que comenzó la tercera ola, hace unos veinticinco años, los científicos han desarrollado toda una batería de nuevos instrumentos para explorar las más remotas distancias de la Naturaleza. A su vez, estos láseres, cohetes, aceleradores, plasmas, fantásticas posibilidades fotográficas, computadores y aparatos de rayos en colisión, han hecho estallar nuestra concepción de lo que nos rodea.
Estamos ahora examinando fenómenos que son más grandes, más pequeños y más rápidos por órdenes de magnitud que cualquiera de los considerados durante el pasado de la segunda ola. Actualmente, estamos explicando fenómenos que son tan diminutos como 1/1.000.000.000.000.000 de centímetro en un Universo explorable cuyos límites se encuentran por lo menos a 100.000.000.000.000.000.000.000 de millas de distancia. Estamos estudiando fenómenos tan fugaces que tienen lugar en 1/10.000.000.000.000.000.000.000 de segundo. En contraste con ello, nuestros astrónomos y cosmólogos nos dicen que el Universo tiene unos 20.000.000.000 de años de edad. La escala de la Naturaleza explorable se ha expandido más allá de las más atrevidas suposiciones de ayer.
Además -se nos dice- puede que la Tierra no sea la única esfera habitada en esta arremolinada inmensidad. Dice el astrónomo Otto Struve que “el vasto número de estrellas que deben de poseer planetas, las conclusiones de muchos biólogos de que la vida es una propiedad inherente a ciertos tipos de complicadas moléculas o agregados de moléculas, la uniformidad de los elementos químicos a todo lo largo del Universo, la luz y el calor emitidos por estrellas de tipo solar y la presencia de agua no sólo en la Tierra, sino también en Marte y Venus, nos obligan a revisar nuestro pensamiento” y a considerar la posibilidad de vida extraterrestre.
No se refiere esto a la existencia de hombrecillos verdes. Ni se refiere tampoco a OVNIS. Pero la sugerencia de que la vida no es exclusiva de la Tierra altera más aún nuestra percepción de la Naturaleza y de nuestro lugar en ella. Desde 1960, los científicos han estado escuchando en la oscuridad, esperando detectar cuales procedentes de alguna distante inteligencia. El Congreso de los Estados Unidos ha celebrado sesiones sobre “la posibilidad de vida inteligente en otros lugares del Universo”. Y la nave espacial Pioneer X llevaba consigo, mientras surcaba los espacios interestelares, un saludo gráfico para los extraterrestres.
En el amanecer de la tercera ola, nuestro propio planeta parece mucho más pequeño y más vulnerable. Nuestro lugar en el Universo parece menos grandioso. E incluso nos hace vacilar la remota posibilidad de que no estamos solos.
Nuestra imagen de la Naturaleza no es la misma que antes.
Diseñando la evolución
Y tampoco lo es nuestra imagen de la evolución… ni, de hecho, la evolución misma.
Biólogos, arqueólogos y antropólogos, al intentar desentrañar los misterios de la evolución, se encuentran de manera similar en un mundo más grande y más complejo que el anteriormente imaginado y están descubriendo que leyes antaño consideradas de aplicación universal son, en realidad, casos especiales.
Dice el genético Francois Jacob, galardonado con el Premio Nobel: “Desde Darwin, los biólogos han desarrollado gradualmente un… mapa del mecanismo de la evolución, llamado selección natural. Sobre esa base se ha intentado con frecuencia representar toda evolución -cósmica, química, cultural, ideológica, social- como regida por un mecanismo similar de selección. Pero tales intentos parecen condenados al fracaso, en tanto en cuanto las reglas cambian en cada nivel.”
Aun en el plano biológico, se hallan en tela de juicio reglas que en otro tiempo se consideraron aplicables de forma general. Así, los científicos se están viendo obligados a preguntar si toda evolución biológica es una respuesta a la variación y la selección natural o si, al nivel molecular, puede, por el contrario, depender de una acumulación de variaciones que originen una “desviación genética” sin que intervenga la selección natural darviniana. Dice el doctor Motoo Kimura, del Instituto Nacional de Genética del Japón, que la evolución en el nivel molecular parece ser “completamente incompatible con las expectativas del neodarvinismo”.
Otras suposiciones mantenidas durante largo tiempo se están tambaleando también. Los biólogos nos han dicho que los eucariotes (los seres humanos y la mayoría de las demás formas de vida) descendían, en último término, de células más simples llamadas procariotes (entre las que figuran las bacterias y las algas). Recientes investigaciones están socavando ahora esa teoría, conduciendo a la inquietante noción de que las formas de vida más simples tal vez hayan descendido de las más complejas.
Además, se supone que la evolución favorece a adaptaciones que mejoran la supervivencia. Sin embargo, estamos encontrando sorprendentes ejemplos de desarrollos evolutivos que parecen resultar beneficiosos a largo plazo… a costa de perjuicios a plazo corto. ¿Qué es lo que favorece la evolución?
Están luego las extraordinarias noticias procedentes precisamente del Grant Park Zoo de Atlanta, donde el casual apareamiento de dos especies de mono con dos grupos completamente distintos de cromosomas ha producido el primer mono híbrido conocido. Aunque los investigadores no están seguros de que el híbrido vaya a ser fértil, su extraña genética apoya la idea de que la evolución puede producirse a saltos, así como mediante la progresiva acumulación de pequeños cambios.
De hecho, en lugar de considerar la evolución como un proceso paulatino, muchos de los arqueólogos y científicos de la vida actuales están estudiando la “teoría de las catástrofes” para explicar “huecos” y “saltos” en las múltiples pinas de la historia evolutiva. Otros están estudiando pequeños cambios que pueden haber sido amplificados mediante un proceso de realimentación, hasta convertirse en repentinas transformaciones estructurales. Acaloradas controversias dividen a la comunidad científica en torno a cada uno de estos temas.
Pero todas esas controversias quedan empequeñecidas ante un hecho singular que cambió toda la Historia.
Un día de 1953, en Cambridge (Inglaterra), un joven biólogo llamado James Watson se hallaba sentado en el pub “Eagle” cuando su colega Francis Crick entró excitadamente y anunció “a todos cuantos pudieran oírle que habíamos descubierto el secreto de la vida”. Watson y Crick habían desentrañado la estructura del ADN.
En 1957, cuando comenzaba a sentirse las primeras sacudidas de la tercera ola, el doctor Arthur Kornberg averiguó la forma en que se reproduce el ADN. Desde entonces, según un resumen popular, “hemos descifrado el código del ADN… Hemos averiguado cómo transmite el ADN sus instrucciones a la célula… Hemos analizado los cromosomas para determinar la función genética… Hemos sintetizado una célula… Hemos fusionado células de dos especies diferentes… Hemos aislado genes humanos puros… Hemos “trazado el mapa” de los genes… Hemos sintetizado un gen… Hemos cambiado la herencia de una célula.” En la actualidad, ingenieros genéticos que trabajan en laboratorios de todo el mundo son capaces de crear formas de vida enteramente nuevas. Han dominado la evolución misma.
Los pensadores de la segunda ola concebían la especie humana como la Culminación de un largo proceso evolutivo; los pensadores de la tercera ola deben ahora enfrentarse con el hecho de que estamos apunto de convertirnos en diseñadores de la evolución. La evolución nunca parecerá la misma., Como el concepto de Naturaleza, también la evolución se encuentra en el proceso de una drástica reconceptualización.
El árbol del progreso
Al estar cambiando las ideas de la segunda ola sobre la Naturaleza y la evolución, no es sorprendente que estemos también sometiendo a revisión las ideas de la segunda ola sobre el progreso. Como hemos visto, el período industrial se caracterizó por un fácil optimismo que veía, cada adelanto científico O cada “nuevo producto perfeccionado”, como prueba de un inevitable avance hacia la perfección humana. Desde mediados de los años cincuenta, en que la tercera ola empezó a batir contra la civilización de la segunda ola, pocas ideas han sufrido embates tan duros como este animoso credo.
Los beats de los años cincuenta y los hippies de los sesenta hicieron del pesimismo sobre la condición humana -no del optimismo- un tema cultural omnipresente. Estos movimientos hicieron mucho por sustituir el optimismo despreocupado por una despreocupada desesperación.
Pronto, el pesimismo se convirtió en algo positivamente elegante. Las películas de Hollywood de los años cincuenta y sesenta, por ejemplo, sustituyeron a los héroes de prominente mandíbula de los años treinta o cuarenta por alienados antihéroes… rebeldes sin causa, atildados pistoleros y vagabundos rudos y broncos (pero espirituales). La vida era un juego que nadie ganaba.
Ficción, drama y arte adquirieron también una desesperanza de cementerio en muchas naciones de la segunda ola. Para comienzos de los años cincuenta, Camus había definido ya los temas que después seguirían innumerables novelistas. Un crítico británico los resumió en las siguientes palabras: “El hombre es falible, las teorías políticas son relativas, el progreso automático es un espejismo.” Incluso la ciencia-ficción, en otro tiempo llena de utópicas aventuras, se tornó amarga y pesimista, engendrando innúmeras y malas imitaciones de Huxley y Orwell.
La tecnología, en vez de ser representada como el motor del progreso, aparecía como un dios sanguinario que destruía la libertad humana y, al mismo tiempo, el entorno físico. De hecho, para muchos ambientalistas, “progreso” se convirtió en una palabra obscena. Llovieron sobre las librerías sesudos volúmenes con títulos como La sociedad atascada, La inminente Edad Media, En peligro de progreso o La muerte del progreso.
Al comenzar a adentrarse en los años setenta la sociedad de la segunda ola, el informe del Club de Roma sobre Los límites del crecimiento dio un tono fúnebre a gran parte de la década siguiente, con sus previsiones de catástrofe para el mundo industrial. Agitaciones, desempleo e inflación, intensificados por el embargo petrolífero de 1973, contribuyeron a espesar el velo del pesimismo y a reforzar el rechazo de la idea de progreso humano inevitable. Henry Kissinger hablaba con acentos spenglerianos sobre la decadencia del Occidente… haciendo correr un nuevo estremecimiento de temor por muchas espinas dorsales.
Que cada lector decida si semejante desesperación está o no justificada. Sin embargo, una cosa queda clara: la noción de un inevitable progreso en una sola dirección, otro pilar de la indusrealidad, fue encontrando cada vez menos seguidores a medida que se aproximaba el fin de la civilización de la segunda ola.
Hoy se extiende rápidamente por el mundo la comprensión de que no es posible ya medir el progreso exclusivamente en términos de tecnología o de nivel material de vida, de que una sociedad que esté moral, estética, política o ambientalmente degradada, no es una sociedad avanzada, por rica o técnicamente sofisticada que pueda ser. En otras palabras: nos estamos moviendo hacia una noción de progreso mucho más amplia… un progreso que no se logra ya automáticamente y que no viene ya definido tan sólo por criterios materiales.
Nos hallamos también menos inclinados a pensar que las sociedades se mueven a lo largo de un único camino en el que cada sociedad va pasando automáticamente de una estación cultural a la siguiente, cada una más “avanzada” que la anterior. Puede haber muchas ramificaciones, en lugar de una línea única, y las sociedades pueden alcanzar de maneras diversas un desarrollo comprensivo.
Estamos empezando a pensar en el progreso como la floración de un árbol con muchas ramas proyectadas hacia el futuro en el que sirve de medida la misma variedad y riqueza de culturas humanas. A esta luz, el actual cambio hacia un mundo más diverso y desmasificado puede ser considerado como un importante salto adelante… análogo a la tendencia a la diferenciación y la complejidad tan frecuente en la evolución biológica.
Suceda después lo que suceda, es improbable que la cultura retorne jamás al ingenuo y unilineal progresivismo, parecido al de Pollyana, que caracterizó e inspiró a la Era de la segunda ola.
Por tanto, las últimas décadas han presenciado una forzada reconceptualización de la naturaleza la evolución y el progreso. Pero estos conceptos se hallaban a su vez, basados en ideas más elementales aún, nuestras presunciones sobre el tiempo, el espacio, la materia y la causalidad. Y la tercera ola está disolviendo incluso esas presunciones… el aglutinante intelectual que mantuvo unida la civilización de la segunda ola.
El futuro del tiempo
Cada nueva civilización trae consigo no sólo cambios en la forma en que la gente maneja el tiempo en su vida cotidiana, sino también cambios en sus mapas mentales del tiempo. La tercera ola está dando un nuevo trazado a esos mapas temporales.
La civilización de la segunda ola, desde Newton, dio por supuesto que el tiempo discurría a lo largo de una única línea desde las brumas del pasado hasta el más remoto futuro. Representaba el tiempo como absoluto, uniforme en todas las partes del Universo e independiente de la materia y del espacio. Presumía que cada momento o fracción de tiempo, era idéntico al siguiente.
Hoy, según John Gribbin, astrofísico convertido en escritor científico, “graves científicos, de credenciales académicas impecables y largos años de experiencia en el campo de la investigación, nos informan sosegadamente de que… el tiempo no es algo que fluya inexorablemente hacia delante al ritmo inalterable señalado por nuestros relojes y calendarios, sino que su naturaleza puede ser deformada y distorsionada, con un producto final diferente, según el lugar desde donde se le mida. En último extremo, objetos supercomprimidos -agujeros negros – pueden negar por completo el tiempo, haciéndolo permanecer inmóvil en su proximidad”.
A principios de este siglo, Einstein había demostrado ya que el tiempo podía ser comprimido y distendido, y había dinamitado la noción de que el tiempo es absoluto. Propuso el ejemplo, ya clásico, de los dos observadores y la vía férrea, que venía a decir, más o menos, lo siguiente:
Un hombre situado junto a una vía férrea ve fulgurar dos relámpagos al mismo tiempo, uno en el extremo Norte de la vía, el otro, en el Sur. El observador se encuentra en un punto equidistante de ambos. Una segunda persona se halla sentada en un tren que circula a gran velocidad en dirección Norte. Al pasar junto al observador, él también ve los relámpagos. Pero a él no se le aparecen simultáneos. Como el tren le está alejando de uno y acercando al otro, la luz de uno le llega antes que la luz del otro. Al hombre instalado en el tren en movimiento le parece que el resplandor del Norte se produce antes.
Aunque en la vida diaria las distancias son tan pequeñas y la velocidad de la luz tan grande que la diferencia sería imperceptible, el ejemplo dramatizaba la tesis de Einstein: que el orden cronológico de los acontecimientos -que es lo que sucede en primero, segundo o último lugar en el tiempo- depende de la velocidad del observador. El tiempo no es absoluto, sino relativo.
Ello está muy lejos de la clase de tiempo en que se basaron la física y la indusrealidad clásicas. Ambas daban por supuesto que “antes” o “después” tenían un significado fijo, independiente de cualquier observador.
Actualmente se está operando en la física una explosión y una implosión al mismo tiempo. Cada día, sus profesionales suponen -o encuentran- nuevas partículas elementales o fenómenos astrofísicos, desde cuarks hasta cuasares, con sorprendentes implicaciones, algunas de las cuales están imponiendo cambios adicionales en nuestras concepciones del tiempo.
En un extremo de la escala, por ejemplo, parecen puntear el cielo agujeros negros que lo absorben todo en su interior, incluida la propia luz, forzando -si no haciendo pedazos- las leyes de la física. Estos oscuros remolinos -se nos dice- terminan en “singularidades” en las que energía y materia simplemente se desvanecen. El físico Roger Penrose ha propuesto, incluso, la existencia de “agujeros helicoidales” y “agujeros blancos” a cuyo través la energía y la materia perdidas son arrojadas a otro Universo… cualquier cosa que eso pueda significar.
Se cree que un único momento en la proximidad de un agujero negro podría equivaler a eones en la Tierra. Así, si algún control de misión interestelar enviara una nave espacial para explorar un agujero negro, quizá tuviéramos que esperar un millón de años para que llegase la nave. Sin embargo, debido a la distorsión gravitacional en la vecindad del agujero negro, por no mencionar los efectos de la velocidad, el reloj de la nave indicaría el paso de unos pocos minutos o segundos solamente.
Cuando abandonamos la inmensidad de los cielos y entramos en el mundo de “partículas u hondas microscópicas, encontramos fenómenos similarmente desconcertantes. En la Universidad de Columbia, el doctor Gerald Feinberg ha formulado incluso la hipótesis de partículas llamadas taquiones, que se mueven a velocidad mayor que la de la luz y para las cuales -según algunos de sus colegas- el tiempo se mueve hacia atrás.
El físico británico J.G.Taylor nos dice: “la noción microscópica del tiempo es muy diferente de la macroscópica.” Otro físico, Fritjolf Capra, lo expresa en términos más sencillos. El tiempo -dice- “está fluyendo a velocidades diferentes en partes diferentes del Universo”. Por tanto, cada vez más, ni siquiera podemos hablar de “tiempo”, en singular; parece haber “tiempos”, alternativos y plurales que operan bajo reglas diferentes en partes diferentes del universo o universos que habitamos. Todo ello hace caer por su base la idea del tiempo lineal universal, propio de la segunda ola, sin sustituirla por antiguas nociones del tiempo cíclico.
Por tanto, exactamente en el mismo momento en que estamos reestructurando radicalmente nuestros usos sociales del tiempo -introduciendo el horario laboral flexible, independizando a los trabajadores del transportador mecánico y aplicando los demás medios descritos en el capítulo XIX- estamos también reformulando fundamentalmente nuestras imágenes teóricas del tiempo. Y, si bien estos descubrimientos teóricos parecen carecer por el momento de aplicaciones prácticas en la vida cotidiana, lo mismo ocurría con aquellos signos y cifras aparentemente especulativos que iban siendo trazados en la pizarra… las fórmulas que acabaron por conducir a la fragmentación del átomo.
Viajeros del espacio
Muchos de estos cambios en nuestra concepción del tiempo abren también agujeros en nuestro conocimiento teórico del espacio, ya que ambos se hallan íntimamente entrelazados. Pero también estamos alterando nuestra imagen del espacio de formas más inmediatas.
Estamos cambiando los espacios reales en que todos nosotros vivimos, trabajamos y jugamos. Cómo llegamos a nuestro lugar de trabajo, hasta qué distancia y con qué frecuencia viajamos, dónde vivimos… todo esto influye en Muestra experiencia del espacio. Y todo esto está cambiando. De hecho, a medida que llega la tercera ola, vamos entrando en una nueva fase de la relación de la Humanidad con el espacio.
Como hemos visto, la primera ola, que extendió la agricultura por el mundo, trajo consigo poblados agrícolas permanentes en los que la mayoría de la gente vivía toda su vida a pocas millas de su lugar de nacimiento. La agricultura introdujo una existencia estática, espacialmente intensiva, y fomentó sentimientos intensamente locales… la mentalidad aldeana.
Por el contrario, la civilización de la segunda ola concentró poblaciones enormes en grandes ciudades, y como necesitaba obtener recursos desde lugares remotos y distribuir bienes a grandes distancias, hizo surgir personas dotadas de una mayor movilidad. La cultura que produjo era espacialmente extensiva y centrada en la ciudad o en la nación, más que en la aldea.
La tercera ola altera nuestra experiencia espacial al dispersar la población en vez de concentrarla. Mientras millones de personas continúan afluyendo a zonas urbanas en las partes del mundo que aún se encuentran en proceso de industrialización, todos los países de elevada tecnología están ya experimentando una inversión de este flujo. Tokio, Londres, Zurich, Glasgow y docenas de otras grandes ciudades presentan una progresiva disminución de su población, mientras aumenta la de ciudades de tamaño medio o más pequeñas.
El American Council of Life Insurance declara: “Algunos expertos en urbanismo creen que la gran ciudad americana es cosa del pasado.” La revista Fortune informa que “la tecnología del transporte y las comunicaciones ha cortado las ligaduras que inmovilizaban a las grandes corporaciones en las ciudades en que tradicionalmente tenían su sede”. Y Business Week titula un artículo: “La perspectiva de una nación sin ciudades importantes.”
Esta redistribución y desconcentración de la población alterará con el tiempo nuestras presunciones y expectativas sobre el espacio personal, así como sobre el social, sobre distancias aceptables para los desplazamientos cotidianos, sobre la densidad de viviendas y otras muchas cosas.
Además de estos cambios, la tercera ola parece estar engendrando también una nueva perspectiva que es intensamente local y, sin embargo, global, incluso galáctica. Por todas partes encontramos una nueva atención a la “comunidad” y al “barrio”, a la política local y a los lazos locales, al mismo tiempo que gran número de personas -con frecuencia, las mismas que presentan una orientación más local- se interesan por asuntos mundiales y se preocupan por el hambre o la guerra que tienen lugar a diez mil millas de distancia.
A medida que proliferen las comunicaciones avanzadas y empecemos a desplazar el trabajo al hogar electrónico, estimularemos este nuevo foco dual de atención, fomentando la aparición de gran número de personas que viajarán más quizá por placer, pero mucho menos frecuentemente por obligación, mientras sus mentes y sus mensajes se proyectan a lo largo de todo el Planeta y hacia el espacio exterior. La mentalidad de la tercera ola combina el interés por lo próximo y por lo lejano.
Estamos también adoptando rápidamente imágenes del espacio más dinámicas y relativistas. Yo tengo en mi despacho varias ampliaciones de fotografías de la ciudad de Nueva York y zonas circundantes tomadas desde satélite y desde aviones “U-2”. Las fotografías desde satélite parecen abstracciones fantásticamente bellas, el mar de un verde intenso y el litoral recortándose nítidamente contra él. Las fotos desde un “U-2” muestran la ciudad en infrarrojos y con tan exquisito detalle, que se distinguen con toda claridad el Metropolitan Museum e, incluso, los aviones estacionados en las pistas del aeropuerto de La Guardia. Refiriéndome a los aviones de La Guardia, pregunté a un funcionario de la NASA si, ampliando aún más las fotos, se podría llegar a ver las franjas y símbolos pintados en las alas. Me miró con regocijada tolerancia y me corrigió. “Los remaches”, respondió.
Pero no nos hallamos ya limitados a fotografías fijas exquisitamente refinadas. El profesor Arthur H. Robinson, cartógrafo de la Universidad de Wisconsin, dice que dentro de una década, más o menos, los satélites nos permitirán contemplar un mapa viviente -una exhibición animada- de una ciudad o un país y presenciar las actividades que en él tengan lugar al mismo tiempo que se producen.
Cuando esto suceda, el mapa no será ya una representación estática, sino una película… en realidad, una radiografía en movimiento, ya que no solamente mostrará lo que hay sobre la superficie de la Tierra, sino que revelará también, capa por capa, lo que está bajo la superficie y por encima de ella en cada nivel de altitud. Proporcionará una imagen sensitiva y continuamente cambiante del terreno y de nuestras relaciones con él.
Mientras tanto, algunos cartógrafos se están rebelando contra el mapamundi convencional presente en todas las escuelas de la segunda ola. Desde la revolución industrial, el mapa del mundo más comúnmente usado ha estado basado en la proyección de Mercator. Este tipo de mapa, si bien es adecuado para la navegación oceánica, distorsiona gravemente la escala de las superficies terrestres. Una rápida mirada a su atlas manual mostrará -si se utiliza un mapa de Mercator- a Escandinavia tan grande como la India, cuando ésta es en realidad, casi tres veces mayor.
Existe una acalorada controversia entre los cartógrafos en torno a una nueva proyección desarrollada por Arno Peters, historiador alemán, para mostrar las superficies terrestres en adecuada proporción unas con otras. Peters culpa a las distorsiones del mapa de Mercator de haber fomentado la arrogancia de las naciones industriales y nos ha dificultado que veamos al mundo no industrializado en una adecuada perspectiva política, además de cartográfica.
“Los países en vías de desarrollo han sido engañados con respecto a su Superficie y a su importancia”, afirma Peters. Su mapa, extraño a ojos europeos O americanos, muestra una Europa encogida, unas Alaska, Canadá y Unión Soviética aplastadas y estiradas y unas Américas del Sur, África, Arabia e India muy alargadas. Sesenta mil ejemplares del mapa de Peters han sido distribuidos en los países no industriales por la Weltmission, una misión evangélica alemana, y otras organizaciones religiosas.
Lo que esta controversia pone de manifiesto es que no existe un único mapa “correcto”, sino tan sólo imágenes diferentes del espacio que sirven finalidades distintas. En el sentido más literal, la llegada de la tercera ola aporta una nueva forma de mirar al mundo.
Totalismo y mitadismo
Estos profundos cambios de nuestras concepciones de la Naturaleza, la evolución, el progreso, el tiempo y el espacio empiezan a combinarse a medida que pasamos de una cultura de la segunda ola, que cargaba el acento en el estudio de las cosas aisladamente consideradas, a una cultura de la tercera ola que recalca contextos, relaciones y todos.
A comienzos de los años cincuenta, casi exactamente al mismo tiempo que los biólogos descifraban el código genético, teóricos e ingenieros de comunicaciones de Bell Labs, especialistas en computadores de IBM, físicos del Post Office Laboratory de Gran Bretaña y especialistas del Centre National de Recherche Scientifique, en Francia, comenzaron también un período de intenso y excitante trabajo.
Basándose en la “investigación de operaciones” realizada durante la Segunda Guerra Mundial, pero yendo mucho más allá, este trabajo dio nacimiento a la revolución de la automatización y a todo un nuevo grupo o especie de tecnología que apuntala la producción de la tercera ola en la fábrica y la oficina. Pero junto con los elementos materiales, llegó una nueva forma de pensar. Pues un producto fundamental de la revolución de la automatización fue la “teoría de los sistemas”.
Mientras que los pensadores cartesianos hacían hincapié en el análisis de los componentes, con frecuencia a expensas del contexto, los pensadores de sistemas centraban el énfasis en lo que Simón Ramo, precoz defensor de la teoría de los sistemas, denominó “enfoque total, no fragmentario, de los problemas”. Al poner de relieve las relaciones de realimentación entre subsistemas y los todos más amplios formados por esas unidades, la teoría de los sistemas ha ejercido un penetrante impacto cultural desde mediados de los años cincuenta, en que por primera vez empezó a salir de los laboratorios. Su lenguaje y sus conceptos han sido empleados por científicos y psicólogos sociales, por filósofos y analistas de política exterior, por lógicos y lingüistas, por ingenieros y administradores. Pero los defensores de la teoría de sistemas no son los únicos que en los últimos diez o veinte años han instado a una forma más integradora de enfocar los problemas.
La rebelión contra la angosta superespecialización recibió también ayuda de las campañas ambientalistas de los años setenta, al ir descubriendo progresivamente los ecologistas la existencia de la “red” de la Naturaleza, el carácter interrelacionado de las especies y la totalidad de los ecosistemas. “Los no ambientalistas tienden a querer separar las cosas en elementos componentes y a resolver las cosas de una en una”, escribió Barry López en Environmental Action. Por el contrario, “los ambientalistas tienden a ver las cosas de modo completamente diferente… Su instinto es equilibrar el todo, no resolver una sola parte”. El enfoque ecológico y el enfoque de sistemas se superponían y compartían el mismo impulso hacia la síntesis y la integración del conocimiento.
Mientras tanto, en las Universidades se iban oyendo cada vez más voces en favor de un pensamiento interdisciplinar. Aunque en la mayor parte de las Universidades la Recíproca fertilización de ideas y la integración de la información continúan bloqueadas por barreras departamentales, esta demanda de trabajo ínter o multidisciplinario se halla ya tan extendida, que se ha convertido en una cualidad casi ritual.
Estos cambios en la vida intelectual se reflejaron también en otras esferas de la Cultura. Las religiones orientales, por ejemplo, tenían desde hacía tiempo un pequeño número de discípulos entre las clases medias europeas, pero hasta que no empezó en serio la desintegración de la sociedad industrial, no empezaron millares de jóvenes occidentales a venerar a los swamis indios, abarrotando el Astródomo para oír a un gurú de dieciséis años de edad, escuchando ragas, abriendo restaurantes vegetarianos de estilo hindú y danzando a lo largo de la Quinta Avenida. El mundo -cantaban de pronto-, no estaba quebrado en fragmentos cartesianos: era una “unidad”.
En el campo de la salud mental, los psicoterapeutas buscaron formas de curar a la “persona total” empleando la terapia Gestalt. Se produjo una auténtica explosión de terapia Gestalt, y su práctica se extendió por todos los puntos de los Estados Unidos. El objetivo de esta actividad era, según el psicoterapeuta Frederick S. Pearls, “incrementar el potencial humano mediante el proceso de integración” de la consciencia sensorial del individuo, sus percepciones y sus relaciones con el mundo exterior.
En Medicina ha surgido un movimiento de “salud totalista” basado en la idea de que el bienestar del individuo depende de una integración de lo físico, lo espiritual y lo mental. Mezclando la charlatanería con una auténtica innovación médica, el movimiento adquirió enorme fuerza a finales de los años setenta.
“Hace unos años -informa Science- habría sido inimaginable que el Gobierno Federal prestara su patrocinio a una conferencia sobre la salud que abordaba temas tales como curación por la fe, iridología, acupresión, meditación budista, y electromedicina.” Desde entonces se ha producido “una virtual explosión de interés por métodos y sistemas alternativos de curación”, todos los cuales quedan incluidos bajo la denominación de “salud totalista”.
Con tanta actividad, y a tantos niveles distintos, no es sorprendente que el término “totalismo” haya acabado por penetrar en el vocabulario popular. Un experto del Banco Mundial propugna “una concepción totalista de… la vivienda urbana”. Un grupo de investigación del Congreso de los Estados Unidos solicita estudios “totalistas” de gran alcance. Un experto en cuestiones educativas asegura emplear “lectura y puntuación totalistas” para enseñar a los escolares a escribir. Y un gimnasio de belleza de Beverly Hills ofrece “ejercicio totalistas”.
Cada uno de estos movimientos, modas y corrientes culturales, es diferente. Pero su elemento común está claro. Todos ellos representan un ataque a la presunción de que se puede comprender el todo estudiando aisladamente las partes. Su esencia queda resumida en las palabras del filósofo Ervin Laszlo, destacado teórico de sistemas: somos “parte de un sistema interconectado de la Naturaleza, y, a menos de que informados “generalistas” asuman el empeño de elaborar teorías sistemáticas de las pautas de interconexión, nuestros proyectos de corto alcance y nuestra limitada capacidad de control pueden conducirnos a nuestra propia destrucción”.
Ha adquirido tal virulencia este ataque a lo fragmentario, a lo parcial y analítico, que muchos fanáticos “totalistas” olvidan alegremente las partes en su búsqueda del todo. El resultado no es totalismo, sino una nueva fragmentación. Su totalismo es mitadismo.
No obstante, críticos más reflexivos tratan de equilibrar las dotes analíticas de la segunda ola con un énfasis mucho mayor en la síntesis. Quizá la más clara formulación de esta idea es la expresada por el ecólogo Eugene P. Odum al instar a sus colegas a combinar el totalismo con el reduccionismo, a contemplar sistemas enteros, además de sus partes. “A medida que… elementos componentes se combinan para producir todos funcionales más amplios -declaró cuando él y su, más famoso, hermano Howard ganaron conjuntamente el Premio del Institut de la Vie-, emergen nuevas propiedades que no existían o no se evidenciaban en el nivel inmediatamente inferior…
“No quiere esto decir que abandonemos la ciencia reduccionista, ya que de ella se han derivado grandes bienes para la Humanidad”, sino que ha llegado el momento de prestar igual apoyo a los estudios de “sistemas integrados a gran escala”.
Tomados en su conjunto, la teoría de los sistemas, la ecología y el generalizado énfasis sobre el pensamiento totalista -al igual que nuestras cambiantes concepciones del tiempo y el espacio- son parte del ataque cultural lanzado contra las premisas intelectuales de la civilización de la segunda ola. Pero ese ataque alcanza su culminación en la emergente nueva concepción de por qué las cosas suceden como suceden.
La sala de juego cósmica
La civilización de la segunda ola nos dio la confortable certeza de que Sabíamos -o, al menos, podíamos saber- cuáles eran las causas de las cosas. Nos dijo que las mismas condiciones producían siempre los mismos resultados. Nos dijo que el Universo entero se componía, por así decirlo, de tacos y bolas de billar, de causas y efectos.
Esta concepción mecanicista de la causalidad fue -y es todavía- extremadamente útil. Nos ayuda a curar la enfermedad, y a construir gigantescos rascacielos, a diseñar ingeniosas máquinas y a montar enormes organizaciones. Pero, aunque eficaz para explicar fenómenos que funcionan como simples máquinas, ha resultado mucho menos satisfactoria para explicar fenómenos como el desarrollo, la decadencia, súbitos pasos a nuevos niveles de complejidad, grandes cambios que quedan frustrados de pronto o, a la inversa, esos mínimos -a menudo, casuales- acontecimientos que acaban por convertirse a veces en gigantescas fuerzas explosivas.
La mesa de billar newtoniana está siendo actualmente apartada a un rincón de la sala de juego cósmica. Se considera la causalidad mecanicista como un caso especial aplicable a algunos fenómenos, pero no a todos, y estudiosos y científicos del mundo entero están elaborando una nueva concepción del cambio y la Causación más acorde con nuestras concepciones, rápidamente cambiantes, de naturaleza, evolución y progreso, de tiempo, espacio y materia.
El epistemólogo de origen japonés Magoroh Maruyama, el sociólogo francés Edgar Morin, teóricos de la información como Stafford Beer y Henri Laborit y muchos otros están proporcionando pistas de cómo actúa la causación en sistemas no mecánicos que viven, mueren, se desarrollan y experimentan evolución y revolución. El Premio Nobel belga Ilya Prigogine nos ofrece una sorprendente síntesis de las ideas de orden y caos, azar y necesidad, y de cómo se relacionan con la causación.
La nueva causalidad de la tercera ola deriva, en parte, de un concepto clave de la teoría de los sistemas: la idea de realimentación. Un ejemplo clásico utilizado para ilustrar esta noción es el termostato doméstico, que mantiene la temperatura a un nivel uniforme. El termostato enciende el horno y vigila luego el resultante aumento de temperatura. Cuando la habitación está suficientemente caliente, apaga el horno. Cuando la temperatura desciende, percibe este cambio ambiental y vuelve a encender el horno.
Lo que aquí vemos es un proceso de realimentación que preserva el equilibrio, conteniendo o suprimiendo el cambio cuando amenaza rebasar un nivel dado. Llamado “realimentación negativa”, su función es la de mantener la estabilidad.
Una vez definida y explorada la realimentación negativa por teóricos de la información y pensadores de sistemas a finales de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta, los científicos empezaron a buscar ejemplos o analogías. Y, con creciente excitación, hallaron similares procesos protectores de la estabilidad en todos los campos, desde la fisiología (por ejemplo, el proceso por el que el cuerpo mantiene su temperatura) hasta la política (como en la forma en que el “aparato” de una institución sofoca las discrepancias cuando éstas rebasan un nivel aceptable). La realimentación negativa parecía actuar por doquier a nuestro alrededor, haciendo que las cosas conservasen su equilibrio o estabilidad.
Pero a comienzos de los años sesenta, críticos como el profesor Maruyama empezaron a advertir que se estaba prestando demasiada atención a la estabilidad y no suficiente al cambio. Lo que se necesitaba -decía- era más investigación sobre la “realimentación positiva”, procesos que no suprimen el cambio, sino que lo amplifican, no mantienen la estabilidad, sino que la desafían, a veces, incluso, superándola. La realimentación positiva puede tomar una pequeña desviación del sistema y magnificarla hasta poner en peligro toda la estructura.
Si la primera clase de realimentación era reductora del cambio o “negativa”, aquí se manifestaba toda una clase de procesos amplificadores del cambio, o “positivos”, y ambas necesitaban igual atención. La realimentación positiva podía arrojar luz sobre la causación en muchos procesos que antes resultaban desconcertantes.
Como la realimentación positiva rompe la estabilidad y se alimenta de sí misma, ello ayuda a explicar los círculos viciosos… y los virtuosos. Imaginemos de nuevo el termostato, pero con su sensor o mecanismo disparador invertido. Cada vez que la habitación se calentase, el termostato, en vez de apagar el horno, accionaría el encendido, haciendo que la temperatura se elevase a niveles cada vez más ardientes. O imaginemos el juego del “Monopoly” (o, lo que viene a ser lo mismo, el juego de la economía en la vida real), en el que cuanto más dinero tiene un jugador, más propiedades puede comprar, lo cual significa percepción de mayores rentas y, por consiguiente, más dinero con el que comprar propiedades. Ambos casos constituyen ejemplos de realimentación positiva.
La realimentación positiva ayuda a explicar cualquier proceso que sea autoexcitativo, como la carrera de armamentos, por ejemplo, en la que cada vez que la URSS construye una nueva arma, los Estados Unidos construyen otra mayor, lo cual motiva entonces que la URSS construya otra más… hasta el punto de la locura mundial.
Y cuando situamos juntas la realimentación positiva y la negativa y vemos la riqueza con que estos dos procesos diferentes interactúan en organismos complejos, desde el cerebro humano hasta la economía, surgen sorprendentes comprensiones. De hecho, una vez que, como cultura, asumimos la probabilidad de que cualquier sistema verdaderamente complejo -sea un organismo biológico, una ciudad o el orden político internacional- contenga amplificadores de cambio y reductores de cambio, realimentación positiva además de negativa en mutua interacción, empezamos a vislumbrar todo un nuevo nivel de complejidad en el mundo con el que estamos tratando. Nuestro conocimiento de la causación se ve mejorado.
Y un nuevo avance de ese conocimiento se produce cuando comprendemos que estos reductores y amplificadores de cambio no se hallan insertos desde el principio en los sistemas biológicos o sociales; pueden estar ausentes al comienzo y surgir luego, a veces como consecuencia de algo que equivale al azar. Un suceso esporádico puede, así, poner en marcha una fantástica cadena de inesperadas consecuencias.
Esto nos dice por qué el cambio es con frecuencia tan difícil de observar y de extrapolar, tan lleno de sorpresas. Por eso es por lo que un proceso lento y constante puede convertirse de pronto en un cambio explosivo y viceversa. Y esto explica por qué condiciones iniciales similares pueden conducir a resultados totalmente distintos, una idea extraña a la mentalidad de la segunda ola.
La causalidad de la tercera ola está gradualmente tomando forma y presenta un mundo complejo de fuerzas mutuamente interactuantes, un mundo lleno de Asombro, con amplificadores del cambio, así como reductores y muchos otros elementos también… no sólo bolas de billar entrechocando predecible y continuamente una contra otra en la mesa de billar cósmica. Se trata de un mundo mucho más extraño de lo que sugería el sencillo mecanismo de la segunda ola.
¿Es todo predecible en principio, como implicaba la causalidad mecánica de la segunda ola? ¿O son las cosas intrínsecas y absolutamente impredecibles, como han insistido los críticos del mecanicismo? ¿Estamos regidos por el azar, o por la necesidad? La causalidad de la tercera ola tiene también nuevas y excitantes cosas que decir acerca de esta antigua contradicción. De hecho, nos ayuda a escapar, por fin, de la trampa constituida por la disyuntiva que durante tanto tiempo ha enfrentado a deterministas y antideterministas: necesidad o azar. Y ésta puede ser su innovación filosófica más importante.
La lección de las termitas
El doctor Ilya Prigogine y sus colaboradores de la Universidad Libre de Bruselas y de la Universidad de Texas, en Austin, han asestado un duro golpe a las presunciones de la segunda ola al mostrar cómo estructuras químicas y de otro tipo pasan a estadios más elevados de diferenciación y complejidad mediante una combinación de azar y necesidad. Fue por esto por lo que se le concedió a Prigogine el Premio Nobel.
Nacido en Moscú, llevado de niño a Bélgica y fascinado desde su juventud por los problemas del tiempo, Prigogine se sintió desconcertado por una aparente contradicción. Estaba, por una parte, la creencia del físico en la entropía, en que el Universo camina a su destrucción y que todas las pautas organizadas deben acabar desapareciendo. Por otra estaba el reconocimiento del biólogo de que la vida misma es organización y de que continuamente estamos creando organizaciones cada vez más elevadas y complejas. La entropía apuntaba en una dirección; la evolución en otra.
Esto llevó a Prigogine a preguntar cómo surgen formas superiores de organización, y a largos años de búsqueda en el campo de la química y en el de la física para encontrar la respuesta.
Hoy, Prigogine señala que en cualquier sistema complejo, desde las moléculas de un líquido hasta las neuronas de un cerebro o el tráfico de una ciudad, las partes del sistema están siempre experimentando cambios en pequeña escala, están en constante flujo. El interior de cualquier sistema se halla estremecido de fluctuaciones.
A veces, cuando entra en juego la realimentación negativa, estas fluctuaciones quedan amortiguadas o suprimidas, y mantenido el equilibrio del sistema. Pero cuando funciona la realimentación amplificadora, o positiva, alguna de estas fluctuaciones pueden resultar tremendamente magnificadas… hasta el punto de verse amenazado el equilibrio de todo el sistema. Las fluctuaciones que surgen en el entorno exterior pueden actuar en este momento y ampliar más la creciente vibración… hasta que el equilibrio del todo queda destruido y resulta destrozada la estructura existente1.
Ya sea consecuencia de desbocadas fluctuaciones internas o de fuerzas externas, o de ambas, esta quiebra del viejo equilibrio no termina muchas veces en caos o destrucción, sino en la creación de una estructura totalmente nueva en un nivel superior.
1. Resulta esclarecedor pensar en la economía de acuerdo con estos términos. Oferta y demanda se mantienen en equilibrio en virtud de diversos procesos de realimentación. El desempleo, si es intensificado por la realimentación positiva y no queda compensado por la realimentación negativa en otro lugar del sistema, puede amenazar del todo la estabilidad. Cabe la posibilidad de que converjan fluctuaciones exteriores -tales como aumentos del precio del petróleo- para intensificar las oscilaciones y fluctuaciones internas, hasta que salte en pedazos el equilibrio de todo el sistema.
Esta nueva estructura puede ser más diferenciada, internamente interactiva y compleja que la antigua, y necesita más energía y materia (y, quizás, información y otros recursos) para sostenerse. Refiriéndose principalmente a reacciones físicas y químicas, pero llamando ocasionalmente la atención sobre fenómenos sociales análogos, Prigogine denomina a estos sistemas nuevos y más complejos “estructuras disipadoras”.
Sugiere que se puede considerar la evolución misma como un proceso que conduce hacia organismos biológicos y sociales crecientemente complejos y diversificados a través del nacimiento de nuevas estructuras disipadoras de orden superior. Así, según Prigogine, cuyas ideas tienen resonancias políticas y filosóficas, además de un significado puramente científico, desarrollamos “orden a partir de la fluctuación” o, como expresa el título de una de sus conferencias, “orden a partir del caos”.
Pero esta evolución no puede planearse o predeterminarse de un modo mecanicista. Hasta la formulación de la teoría de los cuantos, muchos destacados pensadores de la segunda ola creían que el azar desempeñaba un escaso o nulo papel en el cambio. Las condiciones iniciales de un proceso predeterminaban su resultado. Hoy, en la física subatómica, por ejemplo, está generalizada la opinión de que el azar es lo que domina en el cambio. En los últimos años, muchos científicos, como Jacques Monod en Biología, Walter Buckley en Sociología, o Maruyama en Epistemología y Cibernética, han empezado a fusionar estos opuestos.
La obra de Prigogine no sólo combina el azar y la necesidad, sino que especifica realmente sus mutuas relaciones. En resumen, sugiere que, en el preciso momento en que una estructura “salta” a un nuevo estadio de complejidad, es imposible, en la práctica e incluso en el terreno de los principios, predecir cuál de muchas formas va a adoptar1. Pero una vez elegido un camino, una vez que ha nacido la nueva estructura, vuelve a dominar el determinismo.
En un sugestivo ejemplo, describe cómo crean las termitas sus altamente estructuradas madrigueras a partir de una actividad aparentemente desprovista de toda estructuración. Empiezan moviéndose en una superficie de forma casual, desorganizada, deteniéndose acá y allá para depositar sus secreciones. Estos depósitos quedan distribuidos al azar, pero la sustancia contiene un atrayente químico que impele a otras termitas a acudir.
De esta manera, las secreciones comienzan a acumularse en unos cuantos lugares y van formando gradualmente una columna o una pared. Si estas construcciones están aisladas, el trabajo se detiene. Pero si están próximas una de otra, resulta un arco, que se convierte luego en la base de la compleja arquitectura de la madriguera. Lo que empieza con una actividad casual acaba por convertirse en estructuras sumamente refinadas y organizadas. Vemos -como dice Prigogine- “la espontánea formación de estructuras coherentes”. El orden surgido del caos.
Todo esto ataca a la vieja causalidad. Prigogine lo resume del modo siguiente: “Las leyes de la estricta causalidad se nos aparecen hoy como situaciones limitativas, aplicables a casos altamente idealizados, casi como caricaturas de la descripción del cambio… La ciencia de la complejidad… conduce a una concepción completamente diferente.”
En lugar de permanecer apresados en un universo cerrado que funcionaba como un reloj mecánico, nos encontramos en un sistema mucho más flexible en el que -como dice Prigogine- “siempre existe la posibilidad de que alguna inestabilidad conduzca a algún nuevo mecanismo. Tenemos realmente un “universo abierto”.
A medida que avanzamos más allá del pensamiento causal de la segunda ola; a medida que empezamos a pensar en términos de influencia mutua, de amplificadores y reductores, de quiebras de sistemas y súbitos y revolucionarios cambios, de estructuras disipadoras y de fusión, de azar y necesi-
1 Presumiblemente, esto es válido para el paso de la civilización de la segunda ola a la de la tercera, así como para las reacciones químicas.
dad -en resumen, a medida que nos quitamos nuestras anteojeras de la segunda ola-, estamos emergiendo a una cultura totalmente nueva, la cultura de la tercera ola.
Esta nueva cultura -orientada al cambio y a una creciente diversidad- trata de integrar la nueva concepción de la Naturaleza, de la evolución y el progreso, las nuevas y más ricas concepciones del tiempo y el espacio y la fusión del reduccionismo y el totalismo, con una nueva causalidad.
La indusrealidad, que en otro tiempo pareció tan poderosa y completa, una explicación tan omnicomprensiva de cómo se ensamblaban el Universo y sus componentes, resulta ahora haber sido inmensamente útil. Pero se han frustrado sus pretensiones de universalidad. Desde la encumbrada atalaya del mañana se verá que la superideología de la segunda ola ha sido tan provinciana como exclusivamente servidora de sí misma.
La decadencia del sistema de pensamiento de la segunda ola deja a millones de personas buscando desesperadamente algo a lo que aferrarse… cualquier cosa, desde el taoísmo tejano, hasta el sufismo sueco; desde la curación por la fe de las islas Filipinas, hasta la brujería galesa. En vez de construir una nueva cultura adecuada al nuevo mundo, intentan importar e implantar viejas ideas apropiadas para otros tiempos y lugares, o revivir las fanáticas creencias de sus propios antepasados, que vivieron en condiciones radicalmente distintas.
Es precisamente el derrumbamiento de la estructura mental de la Era industrial, su creciente irrelevancia ante las nuevas realidades tecnológicas, sociales y políticas, lo que da lugar a la fácil búsqueda actual de viejas respuestas y al continuo torrente de modas seudointelectuales que surgen, fulguran y se consumen con extraordinaria rapidez.
En el centro mismo de este supermercado espiritual, con su deprimente heterogeneidad y su charlatanería religiosa, está siendo sembrada una nueva cultura positiva, una cultura apropiada a nuestro tiempo y nuestro lugar. Empiezan a hacer su aparición nuevas e integradoras percepciones, nuevas metáforas para comprender la realidad. Pueden vislumbrarse ya los primeros inicios de una nueva coherencia y elegancia, a medida que los restos culturales del industrialismo van siendo barridos por la tercera ola de cambio de la Historia.
La superideología de la civilización de la segunda ola que ahora se está desmoronando quedó reflejada en la forma en que el industrialismo organizó el mundo. La imagen de una naturaleza basada en partículas discontinuas plasmó en la idea de naciones-Estado soberanas y discontinuas. Hoy, al compás que cambia nuestra imagen de la Naturaleza y la materia, se está transformando también la nación-Estado, lo cual constituye un nuevo paso en el camino hacia una civilización de la tercera ola.
Mientras la tercera ola avanza pujante sobre la Tierra, la nación-Estado -la unidad política fundamental de la Era de la segunda ola- está siendo estrujada por tremendas presiones procedentes desde arriba y desde abajo.
Una serie de fuerzas tratan de transferir el poder político hacia abajo, desde la nación-Estado a regiones y grupos subnacionales. Las otras tratan de desplazar el poder hacia arriba, desde la nación a agencias y organizaciones transnacionales. Juntas, están conduciendo hacia un fraccionamiento de las naciones de alta tecnología en unidades más pequeñas y menos poderosas, como se ve al instante si se pasea la vista por el mundo.
Abjazianos y texicanos
Agosto de 1977. Tres hombres encapuchados se hallan sentados ante una improvisada mesa, con un farol en un extremo y una goteante vela en el otro, cubierta por una bandera. Sobre la bandera, el airado rostro de un hombre con la cabeza vendada y las letras FLNC. Mirando por los agujeros abiertos en sus capuchas, los hombres cuentan su historia a un grupo de periodistas que han sido conducidos con los ojos vendados a la cita. Los encapuchados anuncian que ellos son los responsables del atentado al repetidor de televisión de Serra-di-Pigno, el único transmisor corso de programas televisivos franceses. Quieren que Córcega se separe de Francia.
Furiosos porque París les había mirado tradicionalmente por encima del hombro y porque el Gobierno francés apenas si había hecho nada por desarrollar la economía de la isla, los corsos sintieron aumentar su irritación cuando, al término de la guerra de Argelia, varias unidades de la Legión Extranjera francesa fueron enviadas a bases establecidas en Córcega. Los locales se sintieron más ultrajados aún cuando el Gobierno concedió a los pieds noirs -ex colonos de Argelia- subvenciones y derechos especiales para asentarse en Córcega. Los colonos llegaron en hordas y no tardaron en comprar muchos de los viñedos de la isla (su principal industria, aparte el turismo), haciendo que los corsos se sintieran más extranjeros aún en su propia isla. En la actualidad, Francia tiene una Irlanda del Norte en pequeña escala fraguándose en su isla mediterránea.
También en el otro extremo del país, sentimientos separatistas durante largo tiempo latentes han acabado por estallar en los últimos años. En Bretaña, con un elevado desempleo y algunos de los salarios más bajos de Francia, el movimiento separatista goza de amplio apoyo popular. Se encuentra dividido en Partidos rivales y tiene una rama terrorista cuyos miembros han sido detenidos por la comisión de atentados con bomba contra edificios públicos, entre ellos, el palacio de Versalles. Mientras tanto, llueven sobre París demandas de autonomía cultural y regional para Alsacia y Lorena, partes del Languedoc y otras comarcas del país.
Al otro lado del Canal, Gran Bretaña se enfrenta con presiones comparables, aunque menos violentas, de los escoceses. A principios de 1970, Londres no se tomaba en serio el nacionalismo escocés. Hoy, con unos yacimientos petrolíferos en el mar del Norte que permitirían un desarrollo económico independiente de Escocia, la cuestión dista mucho de ser graciosa. Si bien fue derrotada en 1979 una propuesta para crear una asamblea escocesa separada, se intensifican las presiones en favor de la autonomía. Irritados durante mucho tiempo por la política gubernamental que favorecía el desarrollo económico del Sur, los nacionalistas escoceses consideran ahora que su propia economía está equilibrada para un despegue y que la inerte economía británica ejerce sobre ellos un efecto de rémora.
Exigen un mayor control sobre su petróleo. Intentan también sustituir sus deprimidas industrias del acero y de construcción de barcos por otras nuevas basadas en la electrónica y otras de carácter avanzado. De hecho, mientras que existe en Gran Bretaña una acalorada controversia sobre si llevar o no adelante los planes para una industria de semiconductores apoyada por el Estado, Escocia es ya, después de California y Massachusetts, el tercer montador de circuitos integrados del mundo.
En otros lugares de Gran Bretaña se manifiestan presiones separatistas de Gales y están apareciendo pequeños movimientos autonomistas en Cornualles y Wessex, donde los regionalistas locales exigen autonomía, creación de su propia asamblea legislativa y una transición desde su atrasada industria hasta una elevada tecnología.
Desde Bélgica (donde aumenta la tensión entre valones, flamencos y bruselenses) hasta Suiza (donde un grupo escindido ganó una batalla por el establecimiento de su propio cantón en el Jura), Alemania Occidental (donde los alemanes de los sudetes exigen el derecho a retornar a su primitiva patria en la próxima Checoslovaquia), los tiroleses del Sur en Italia, los eslovenos en Austria, los vascos y catalanes en España, los croatas en Yugoslavia y docenas de grupos menos conocidos, toda Europa está experimentando una continua intensificación de presiones centrífugas.
Al otro lado del Atlántico, no ha terminado aún la crisis interna del Canadá en torno a Quebec. La elección como Primer Ministro del separatista quebequés Rene Lévesque, la fuga de capitales e inversiones de Montreal, la creciente hostilidad entre canadienses francófonos y anglófonos, han creado la posibilidad real de desintegración nacional. El ex Primer Ministro Fierre Trudeau, luchando por mantener la unidad nacional, advirtió que “si ciertas tendencias centrífugas llegan a consumarse, habremos permitido que este país se rompa o que quede tan dividido que habrá perdido su capacidad de actuar como nación”. Y no es Quebec la única fuente de presiones secesionistas. Quizás igualmente importante, aunque menos conocido en el extranjero, es el creciente coro de voces separatistas o autonomistas surgido en la región de Alberta, rica en petróleo.
Tendencias similares se manifiestan a lo largo del Pacífico en naciones como Australia y Nueva Zelanda. En Perth, un magnate de la minería llamado Lang Hancock ha formulado la acusación de que la Australia Occidental, rica en minerales, está siendo forzada a pagar precios artificialmente altos por los objetos manufacturados en la Australia Oriental. Entre otras cosas, Australia Occidental afirma que está políticamente infrarrepresentada en Canberra, que, en un país de distancias enormes, las tarifas aéreas fijadas le son perjudiciales y que la política nacional desalienta la inversión en el Oeste. La placa de letras doradas colocada a la puerta del despacho de Lang Hancock dice: “Movimiento Secesionista de Australia Occidental.”
Mientras tanto, Nueva Zelanda atraviesa sus propias dificultades con los separatistas. La energía hidroeléctrica de Isla del Sur cubre gran parte de las necesidades energéticas de todo el país, pero, dicen los habitantes de la isla, – que constituyen aproximadamente la tercera parte de la población total-, reciben poco a cambio de ella, y la industria continúa yéndose al Norte. En una reciente reunión presidida por el alcalde de Dunedin se ha creado un movimiento para declarar la independencia de Isla del Sur.
Lo que se aprecia, de modo general, es la existencia de fisuras que van ensanchándose progresivamente y amenazando con disgregar a las naciones-Estado. Y esas presiones se dan también en los dos gigantes: la URSS y los Estados Unidos.
Nos resulta difícil imaginar la disgregación, por ejemplo, de la Unión Soviética, como en otro tiempo predijo el historiador disidente Andrei Amalrik.
Pero las autoridades soviéticas han encarcelado a nacionalistas armenios por un atentado con bomba realizado en 1977 contra el Metro de Moscú, y desde 1968, un clandestino Partido de Unificación Nacional ha lanzado una campaña en pro de la reunificación de las tierras armenias. Grupos similares existen en otras Repúblicas soviéticas. En Georgia, miles de manifestantes han obligado al Gobierno a declarar el georgiano como idioma oficial de la República y, en el aeropuerto de Tbilisi, viajeros extranjeros se han quedado sorprendidos al oír anunciar un vuelo a Moscú como un vuelo “a la Unión Soviética”.
De hecho, mientras los georgianos se manifestaban contra los rusos, los abjazianos -un grupo minoritario dentro de Georgia- se concentraban en su capital de Sujumi para pedir su propia independencia de los georgianos. Eran tan serias estas peticiones y tan masivas las concentraciones celebradas en tres ciudades, que rodaron cabezas entre los funcionarios del partido comunista, y Moscú, para aplacar a los abjazianos, anunció la puesta en marcha de un plan especial de desarrollo con una inversión de 750 millones de dólares.
Es imposible calibrar toda la inmensidad del sentimiento separatista en las distintas partes de la URSS. Pero la pesadilla de una multiplicidad de movimiento separatista debe de obsesionar a las autoridades. Si llegase a estallar una guerra con China, o brotasen súbitamente en la Europa oriental una serie de levantamientos populares, Moscú podría muy bien enfrentarse a abiertas rebeliones secesionistas o autonomistas en muchas de sus Repúblicas.
La mayoría de los americanos apenas pueden concebir circunstancias que llegaran a dividir los Estados Unidos. (Tampoco la mayoría de los canadienses hace nada más que una década.) Pero están aumentando las presiones regionalistas. En California, una novela underground de gran venta imagina la secesión de Norteamérica por parte de toda su región noroccidental, obtenida mediante la amenaza de hacer estallar minas nucleares en Nueva York y Washington. Existen también otros proyectos de secesión. Así, un informe preparado para Kissinger cuando todavía era consejero de seguridad nacional, examinaba la posible separación de California y el Sudoeste para formar entidades geográficas de habla española o bilingües, “Quebecs chicanos”. Cartas al director hablan de reincorporar Texas a México para formar una gran potencia petrolífera llamada Téxico.
En el puesto de periódicos de un hotel de Austin compré hace no mucho tiempo un ejemplar de Texas Monthly que criticaba duramente la política “gringa” de Washington hacia México y añadía: “En los últimos años parece que hemos tenido más en común con nuestros viejos enemigos de Ciudad de México que con nuestros dirigentes de Washington… Los yanquis nos han estado robando nuestro petróleo desde Spindletop… así que los texanos no deben sorprenderse por que México intente evitar la misma clase de imperialismo económico.”
En el mismo puesto de periódicos compré también un adhesivo para automóviles que se exhibía en lugar destacado. Consistía en la estrella texana y una sola palabra: Secesión.
Todo esto tal vez sea disparatado, pero el hecho es que a todo lo largo de los Estados Unidos, como en otros países de alta tecnología, la autoridad nacional está siendo cuestionada y aumentan las presiones regionales. Dejando a un lado el creciente potencial de separatismo que existe en Puerto Rico y Alaska, o las demandas de los nativos americanos de ser reconocidos como nación soberana, podemos detectar resquebrajamientos cada vez más grandes entre los propios Estados continentales. Según la Conferencia Nacional de Legislaturas Estatales, “se está produciendo en América una segunda guerra civil. El conflicto empuja los industrializados Nordeste y Medio Oeste contra los Estados del Sur y el Sudoeste”.
Una destacada publicación comercial habla de la “segunda guerra entre los Estados Unidos” y declara que “el desigual crecimiento económico está lanzando a las regiones hacia un violento conflicto”. El mismo belicoso lenguaje es utilizado por irritados gobernadores y funcionarios del Sur y el Oeste, que se refieren a lo que está sucediendo como el “equivalente económico de la guerra civil”. Enfurecidos por las propuestas formuladas por la Casa Blanca en el campo de la energía, estos funcionarios, según el New York Times, “se han comprometido nada menos que a la secesión, para reservar las provisiones de petróleo y gas natural con destino a la creciente base industrial de la región”.
Brechas cada vez más anchas dividen también a los propios Estados del Oeste. Dice Jeffrey Knight, director legislativo de “Amigos de la Tierra”: “Los mismos Estados occidentales se van viendo progresivamente a sí mismos como colonias energéticas de Estados como California.”
Estaban luego los adhesivos para automóviles que surgieron profusamente en Texas, Oklahoma y Luisiana durante la escasez de petróleo para calefacción que se produjo a mediados de la década de los setenta y que declaraban: “Que los bastardos se hielen en la oscuridad.” La tenuemente velada implicación de sección podía percibirse también en la redacción de un anuncio insertado en el New York Times por el Estado de Luisiana. Urgía al lector: “Piense en una América sin Luisiana.”
A los habitantes del Medio Oeste se les está aconsejando ahora que dejen de “perseguir chimeneas”, se orienten a una industria más avanzada y empiecen “ pensar como regionalistas, mientras que los gobernadores del Noroeste se tan organizando para defender los intereses de esa región. En un anuncio a toda plana publicado por una “coalición para salvar a Nueva York” se insinuaba el estado de ánimo general. El anuncio proclamaba que “Nueva York está siendo violada” por la política federal y que “los neoyorquinos pueden defenderse”.
¿Cuál es el resultado de todas estas beligerantes posturas por todo el mundo, por no mencionar las protestas y la violencia? La respuesta es inequívoca: tensiones internas potencialmente explosivas en las naciones engendradas por la revolución industrial.
Algunas de esas tensiones provienen, evidentemente, de la crisis energética y de la necesidad existente de pasar de una base energética de la segunda ola a otra de la tercera. El origen de otras tensiones puede estar en los conflictos surgidos en torno a la transición de una base industrial de la segunda ola a una base industrial de la tercera ola. En muchos lugares estamos presenciando también, como se sugirió en el capítulo XIX, el desarrollo de economías subnacionales o regionales, que son tan grandes, complejas e internamente diferenciadas como lo eran las economías nacionales hace una generación. Forman el impulso desencadenante de movimientos separatistas o de afanes de autonomía.
Pero ya adopten la forma de abierto secesionismo, de regionalismo, bilingüismo, autonomismo o descentralismo, estas fuerzas centrífugas obtienen también respaldo porque los Gobiernos nacionales son incapaces de reaccionar con flexibilidad a la rápida desmasificación de la sociedad.
A medida que la sociedad de masas de la Era industrial se desintegra bajo el impacto de la tercera ola, se van haciendo menos uniformes los grupos regionales, locales, étnicos, sociales y religiosos. Las condiciones y las necesidades divergen. Los individuos también descubren o reafirman sus diferencias.
Característicamente, las corporaciones hacen frente a este problema introduciendo más variedad en sus productos y siguiendo una política de agresiva “segmentación del mercado”.
Por el contrario, a los Gobiernos nacionales, les resulta difícil individualizar sus políticas. Encerrados en las estructuras políticas y burocráticas de la segunda ola, encuentran imposible tratar de forma diferente a cada región o ciudad, a cada uno de los grupos raciales, religiosos, sociales, sexuales o étnicos, cuanto más a tratar como individuo a cada ciudadano. Mientras las condiciones se diversifican, los que toman las decisiones a nivel nacional permanecen ignorantes de las cambiantes exigencias locales. Si intentan identificar estas necesidades altamente localizadas o especializadas, acaban sepultados bajo un diluvio de datos excesivamente detallados e indigeribles.
Pierre Trudeau, atrapado en la lucha contra el secesionismo canadiense, lo expresó claramente ya en 1967 cuando dijo: “No se puede tener un sistema operativo y operante de Gobierno federal si una parte de él, provincia o Estado, ostenta un status muy especial, si sostiene con el Gobierno central un conjunto de relaciones diferente al de otras provincias.”
En consecuencia, los Gobiernos nacionales de Washington, Londres, París O Moscú continúan, en general, imponiendo políticas uniformes destinadas “ una sociedad de masas sobre públicos cada vez más divergentes y segmentados. Se olvidan o ignoran las necesidades locales e individuales, haciendo que las llamas del resentimiento alcancen la temperatura del rojo blanco. A medida que progresa la desmasificación, podemos esperar que las fuerzas separatistas o centrífugas se intensifiquen dramáticamente y amenacen la unidad de muchas naciones-Estado.
La tercera ola ejerce enormes presiones desde abajo sobre la nación-Estado.
De arriba abajo
Al mismo tiempo, vemos dedos igualmente poderosos clavándose desde arriba en la nación-Estado. La tercera ola aporta nuevos problemas, una nueva estructura de comunicaciones y nuevos actores sobre el escenario del mundo, todo lo cual reduce drásticamente el poder de la nación-Estado individual.
Así como muchos problemas son demasiado pequeños o localizados para que los Gobiernos nacionales puedan encararlos eficazmente, están surgiendo rápidamente otros nuevos, que son demasiado grandes para que ninguna nación se enfrente por sí sola a ellos. “La nación-Estado, que se considera a sí misma Absolutamente soberana, es, evidentemente, demasiado pequeña para desempeñar un verdadero papel a nivel mundial -escribe el pensador político francés Denis de Rougement-. Ni uno solo de nuestros 28 Estados europeos puede ya asegurar por sí mismo su defensa militar y, su prosperidad, sus recursos tecnológicos… la prevención de guerras nucleares y de catástrofes ecológicas.” Ni pueden hacerlo tampoco los Estados Unidos, la Unión Soviética o Japón.
Los estrechos lazos económicos entre las naciones hacen virtualmente imposible en la actualidad que ningún Gobierno nacional concreto dirija independientemente su propia economía o ponga en cuarentena la inflación. La cada vez más grande burbuja de la euromoneda, por ejemplo, como se ha indicado antes, escapa por completo a la capacidad reguladora de cualquier nación individual. Los políticos nacionales que afirman que sus políticas interiores pueden “detener la inflación” o “suprimir el paro”, o son ingenuos o están mintiendo, ya que la mayor parte de las infecciones económicas son en la actualidad transmisibles a través de las fronteras nacionales. El caparazón económico de la nación-Estado se va tornando cada vez más permeable.
Además, las fronteras nacionales que no pueden ya contener las corrientes económicas resultan menos defendibles aún frente a fuerzas ambientales. Si las industrias químicas suizas realizan vertidos residuales al Rin, la contaminación fluye a través de Alemania y Holanda hasta acabar desembocando en el mar del Norte. Ni Holanda ni Alemania pueden garantizar por sí mismas la calidad de sus propias vías acuáticas. Los derrames de los petroleros, la contaminación del aire, modificaciones meteorológicas accidentales, la destrucción de bosques y otras actividades entrañan con frecuencia efectos secundarios que rebasan las fronteras nacionales. Las fronteras son ahora porosas.
El nuevo sistema mundial de comunicaciones aumenta, además, la susceptibilidad de cada nación a una penetración procedente del exterior. Los canadienses se muestran desde hace tiempo resentidos por el hecho de que unas setenta emisoras de televisión norteamericanas situadas a lo largo de la frontera transmiten programas para públicos canadienses. Pero esta forma de penetración cultural de la segunda ola es insignificante comparada con la que han hecho posible los sistemas de comunicaciones de la tercera ola, basados en satélites, computadores, teleimpresoras, sistemas por cable interactivos y emisoras terrestres.
“Una forma de “atacar” a una nación -escribe el senador de los Estados Unidos George S. McGovern- es restringir el flujo de información… cortando el contacto entre las oficinas centrales y las sucursales ultramarinas de una empresa multinacional… levantando muros informativos en torno a una nación. Una nueva expresión está haciendo su entrada en el léxico internacional, “soberanía informativa”.”
Sin embargo, es discutible con qué eficacia se pueden clausurar las fronteras nacionales… y por cuánto tiempo. Pues el cambio a una base industrial de tercera ola requiere el desarrollo de una “red nerviosa”, o sistema de información, altamente ramificada, sensitiva y completamente abierta, y los intentos de naciones individuales de obstruir los flujos de datos puede frenar, más que acelerar, su propio desarrollo económico. Además, cada avance tecnológico proporciona un nuevo camino para atravesar el caparazón exterior de la nación.
Todas estas evoluciones -los nuevos problemas económicos, los nuevos problemas ambientales y las nuevas tecnologías de comunicación- están convergiendo para socavar la posición de la nación-Estado en el esquema global de las cosas. Lo que es más, su convergencia se produce en el preciso momento en que nuevos y poderosos actores hacen su aparición en la escena mundial para desafiar el poderío nacional.
La corporación global
La más conocida y poderosa de estas nuevas fuerzas es la corporación transnacional, o, más comúnmente, la corporación multinacional.
Durante los últimos veinticinco años, hemos presenciado una extraordinaria globalización de la producción, basada no simplemente en la exportación de materias primas o bienes manufacturados en un país a otro, sino también en la organización de la producción a lo largo de líneas nacionales.
La corporación transnacional (o CTN) puede realizar tareas de investigación en un país, manufacturar componentes en otro, montarlos en un tercero, vender bienes manufacturados en un cuarto, depositar sus fondos excedentes en un quinto, etc. Puede tener filiales que operen en docenas de países. Las dimensiones, importancia y poder político de este nuevo participante en el juego global han aumentado extraordinariamente desde mediados de los años cincuenta. En la actualidad, por lo menos diez mil Compañías establecidas en las naciones de alta tecnología no comunistas tienen filiales fuera de sus propios países. Más de dos mil tienen filiales en seis o más países anfitriones.
… De 382 grandes firmas industriales con ventas superiores a mil millones de dólares, 242 tienen un 25% o más de “contenido extranjero” medido en términos de ventas, fondos, exportaciones, ganancias o empleo. Y aunque los economistas discrepan ampliamente acerca de cómo definir y evaluar (y, por consiguiente, clasificar y contar) estas corporaciones, es evidente que representan un nuevo y crucial factor en el sistema mundial… y un desafío a la nación-Estado.
Para tener un atisbo de sus dimensiones resulta útil saber que en un día determinado de 1971 poseían fondos líquidos a corto plazo por valor de 268.000 millones de dólares. Esto -según el Subcomité de Comercio Internacional del Senado de los Estados Unidos- suponía “más del doble del total de todas las instituciones monetarias del mundo en la misma fecha”. En comparación, el presupuesto total anual de las Naciones Unidas representaba menos de 1/268, 91,0,0037, de esa cifra.
A comienzos de los años setenta, la cuantía de los ingresos anuales de la General Motors por ventas era mayor que el Producto Nacional Bruto de Bélgica o Suiza. Estas comparaciones llevaron al economista Lester Brown, presidente del Worldwatch Institute, a observar que “se dijo en otro tiempo que el Sol nunca se ponía en el Imperio británico. Hoy, el Sol sí se pone en el Imperio británico, pero no en las decenas de imperios empresariales globales entre los que figuran los de IBM, Unilever, Volkswagen e Hitachi”.
Solamente Exxon tiene ya una flota de petroleros mayor en un 50% que la de la Unión Soviética. El especialista en cuestiones Oriente-Occidente Josef Vüczynski, economista del Royal Military College de Australia, señaló una vez que en 1973 “los beneficios de las ventas” de sólo diez de estas corporaciones transnacionales habría sido “suficiente para dar a los 58 millones de miembros de los partidos comunistas de los 14 países socialistas unas vacaciones de seis meses conforme al nivel de vida americano”. Aunque se las considera como típica invención capitalista, el hecho es que unas cincuenta “transnacionales socialista” operan en los países del COMECON, tendiendo oleoductos, fabricando productos químicos y cojinetes de bolas, extrayendo potasa y asbestos y dirigiendo Compañías navieras. Además, Bancos e instituciones financieras socialistas -que van desde el Moscow Narodny Bank hasta la Black Sea and Baltic General Insurance Company- realizan operaciones comerciales en Zurich, Viena, Londres, Francfort o París. Algunos teóricos marxistas consideran ahora la “internacionalización de la producción” como necesaria y “progresista”. Además, de las quinientas CTN de propiedad privada y con sede en Occidente cuyas ventas en 1973 rebasaron los quinientos millones de dólares, 140 tuvieron “tratos comerciales importantes” con uno o más países del COMECON.
Y tampoco se hallan establecidas sólo en las naciones ricas las CTN. Los 25 países del Sistema Económico Latinoamericano decidieron recientemente crear sus propias transnacionales en los campos de explotaciones agrícolas, viviendas baratas y bienes de capital. Compañías con sede en las Islas Filipinas están construyendo puertos en el golfo Pérsico, y transnacionales indias están creando instalaciones electrónicas en Yugoslavia, acerías en Libia y una industria de máquinas-herramientas en Argelia. El auge de las CTN altera la posición de la nación-Estado en el planeta.
Los marxistas tienden a considerar a los Gobiernos nacionales como serviles criadas del poder de las corporaciones y, por consiguiente, ponen de relieve la comunidad de intereses existentes entre ellos. Sin embargo, las CTN tienen con frecuencia sus propios intereses, contrapuestos a los de sus “patrias”, y viceversa.
CTN “británicas” han violado embargos británicos. CTN “americanas” han violado normas dictadas por los Estados Unidos con respecto al boicot árabe de empresas judías. Durante el embargo de la OPEP, las Compañías petrolíferas transnacionales racionaron las entregas entre países con arreglo a sus propias prioridades, no con arreglo a prioridades nacionales. Las lealtades nacionales se desvanecen rápidamente cuando se presentan oportunidades en otras partes, así que las CTN transfieren puestos de trabajo de un país a otro, escapan a las regulaciones ambientales y enfrentan entre sí a los países anfitriones.
“Durante los últimos siglos -ha escrito Lester Brown-, el mundo ha estado nítidamente dividido en un conjunto de naciones-Estado independientes y soberanas… Con la aparición de literalmente centenares de corporaciones multinacionales o globales, esta organización del mundo en entidades políticas mutuamente excluyentes está siendo ahora recubierta por una red de instituciones económicas.”
En esta matriz, el poder que en otro tiempo perteneció exclusivamente a la nación-Estado cuando ésta era la única fuerza importante que actuaba en la escena mundial se halla, al menos en términos relativos, drásticamente reducido.
De hecho, las transnacionales se han hecho tan grandes, que han asumido algunas de las características de la propia nación-Estado, incluyendo su propio cuerpo de cuasidiplomáticos y sus propios y sumamente eficaces servicios de espionaje.
“Las necesidades de servicios de espionaje por parte de las multinacionales… no son muy diferentes de las de los Estados Unidos, Francia o cualquier otro país… De hecho, todo examen de las luchas sostenidas en este campo entre la CÍA, la KGB y sus agencias satélites será incompleto si no describe los papeles cada vez más importantes desempeñados por los aparatos de Exxon, Chase Manhattan, Mitsubishi, Lockheed, Philips y otras”, escribe Jim Hougan en Spooks, un análisis de las agencias de espionaje privadas.
A veces cooperando con su nación “natal”, a veces explotándola, a veces ejecutando su política, a veces utilizándola para ejecutar la suya propia, las CTN UO son ni completamente buenas ni completamente malas. Pero, con su capacidad para desplazar instantáneamente miles de millones de dólares a través de las fronteras nacionales, con su poder para desplegar tecnología y actuar con relativa rapidez, han desbordado y rebasado con frecuencia a los Gobiernos nacionales.
“No es sólo, ni aun principalmente, cuestión de si las Compañías internacionales pueden burlar leyes y normas regionales concretas -escribe Hugh Stephenson en un estudio sobre el impacto de la CTN en la nación-Estado-. Es que todo nuestro entramado de pensamiento y reacción se halla fundado en el… concepto de la nación-Estado soberana (mientras) las corporaciones internacionales están invalidando esta noción.”
En términos del sistema de poder global, el auge de las grandes transnacionales ha reducido, más que fortalecido, el papel de la nación-Estado precisamente en el momento en que presiones centrífugas surgidas desde abajo amenazan con hacerla reventar.
La naciente “Red T”
Aunque son las más conocidas, las corporaciones transnacionales no son las únicas fuerzas nuevas de la escena mundial. Por ejemplo, estamos presenciando el nacimiento de agrupaciones sindicales transnacionales, la imagen reflejada, por así decirlo, de las corporaciones. Estamos viendo también el desarrollo de movimientos religiosos, culturales y étnicos que rebasan las líneas nacionales y enlazan unos con otros. Observamos un movimiento antinuclear cuyas manifestaciones en Europa atraen participantes de varios países a la vez. Estamos presenciando también la aparición de agrupaciones transnacionales de partidos políticos. Así, tanto cristianodemócratas como socialistas hablan de constituirse en “europartidos” que transciendan las fronteras nacionales, tendencia que ha sido acelerada por la creación del Parlamento Europeo.
Paralelamente a ello, existe, mientras tanto, una rápida proliferación de asociaciones transnacionales no gubernamentales. Estos grupos se dedican a todo: desde la educación, a la exploración oceánica; desde los deportes, a la ciencia; desde la horticultura, a la dispensa de ayudas en situaciones de calamidad. Van desde la Confederación de Fútbol de Oceanía o la Federación Odontológica Latinoamericana, hasta la Cruz Roja Internacional, la Federación Internacional de Pequeñas y Medianas Empresas y la Federación Internacional de Mujeres Abogados. En su conjunto, estas organizaciones o federaciones “sombrilla” representan millones de miembros y decenas de miles de ramas en muchos países. Reflejan todos los matices imaginables de interés, o falta de interés, político.
En 1963, unas 1.300 de estas organizaciones operaban por encima de las fronteras nacionales. Para mediados de los años setenta, el número se había duplicado hasta los 2.600. Se espera que el total ascienda hasta las 3.500 o 4.500 para 1985… con el nacimiento de una nueva cada tres días, aproximadamente.
Si las Naciones Unidas son la “organización mundial”, estos grupos menos visibles constituyen, de hecho, una “segunda organización mundial”. En 1975, el total de sus presupuestos era sólo de 1.500 millones de dólares… pero esto constituye nada más que una pequeña fracción de los recursos controlados por sus unidades subordinadas. Tienen su propia “asociación comercial”, la Unión de Asociaciones Internacionales, radicada en Bruselas. Se relacionan unas con otras verticalmente, con las agrupaciones locales, regionales, nacionales y de otro tipo, reuniéndose bajo las organizaciones transnacionales. También se relacionan horizontalmente a través de una tupida malla de consorcios, grupos de trabajo, comités interorganizativos y secciones especializadas.
Son tan tupidos estos lazos transnacionales que, según un estudio realizado por la Unión de Asociaciones Internacionales, en 1977 había un total estimado de 52.075 relaciones entremezcladas y superpuestas entre 1.857 de estos grupos. Y este número está aumentando. Literalmente miles de reuniones, conferencias y simposios transnacionales ponen en contacto unos con otros a los miembros de estas diferentes agrupaciones.
Aunque todavía relativamente poco desarrollada, esta red transnacional (o Red T) añade otra dimensión más al emergente sistema mundial de la tercera ola. Pero ni siquiera esto completa el cuadro.
El papel de la nación-Estado resulta más disminuido aún a medida que las propias naciones se ven obligadas a crear agencias supranacionales. Las naciones-Estado se esfuerzan por conservar toda la soberanía y libertad de acción que les sea posible. Pero están siendo empujadas, paso a paso, a aceptar nuevas limitaciones a su independencia.
Los países europeos, por ejemplo, se han visto obligados, a regañadientes, pero ineluctablemente, a crear un Mercado Común, un Parlamento Europeo, un sistema monetario europeo y agencias especializadas como la Organización Europea de Investigación Nuclear. Richard Burke, delegado fiscal del Mercado Común, ejerce presiones tendentes a que las naciones miembros modifiquen sus políticas fiscales interiores. Las políticas culturales e industriales, antes determinadas en Londres o París, son ahora forjadas en Bruselas. Los miembros del Parlamento Europeo han impuesto, de hecho, un aumento de 840 millones de dólares en el presupuesto de la CEE, pese a las objeciones de sus Gobiernos nacionales.
El Mercado Común constituye quizás el ejemplo más importante de gravitación del poder hacia una agencia internacional. Pero no es el único ejemplo. De hecho, estamos presenciando una explosión demográfica de este tipo de organizaciones intergubernamentales (u OIG), agrupaciones o consorcios de tres o más naciones. Van desde la Organización Meteorológica Mundial y la Agencia Internacional de Energía Atómica, hasta la Organización Internacional del Café o la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio, por no hablar de la OPEP. En la actualidad, este tipo de agencias necesitan coordinar transporte, Comunicaciones, patentes y trabajo a nivel mundial en docenas de campos, desde el arroz al caucho. Y el número de tales OIG se ha duplicado también, pasando de 139 en 1960, a 262 en 1977.
A través de estas OIG, la nación-Estado trata de enfrentarse con problemas de dimensión supranacional, conservando al mismo tiempo la máxima capacidad decisoria a nivel nacional. Sin embargo, poco a poco, se produce un constante desplazamiento gravitacional a medida que se transfieren más decisiones o estas entidades de dimensiones supranacionales o vienen determinadas por ellas.
Desde el nacimiento de la corporación transnacional hasta la explosión demográfica de asociaciones transnacionales y la creación de todas estas OIG, Vemos una línea evolutiva que se mueve en la misma constante dirección. Las naciones son cada vez menos capaces de emprender una acción independiente, están perdiendo gran parte de su soberanía.
Lo que estamos creando es un juego global múltiple en el que participan no simplemente naciones, sino también corporaciones y sindicatos, agrupaciones políticas, étnicas y culturales, asociaciones transnacionales y agencias supranacionales. La nación-Estado, ya amenazada por presiones procedentes de abajo, ve limitada su libertad de acción y desplazado o disminuido su poder a medida que va tomando forma un sistema global radicalmente nuevo.
Conciencia planetaria
El empequeñecimiento de la nación-Estado refleja la aparición de una economía global de nuevo estilo que ha surgido desde que la tercera ola comenzó su avance. Las naciones-Estado eran los contenedores políticos necesarios para las economías de dimensión nacional. En la actualidad, esos contenedores no solamente se han agrietado, sino que se han tornado anticuados a causa de su propio éxito. Está, en primer lugar, el crecimiento, dentro de ellos, de economías regionales que han alcanzado una escala que en otro tiempo se asociaba con las economías nacionales. En segundo lugar, la economía mundial a que dieron origen ha desbordado sus dimensiones y está tomando nuevas y extrañas formas.
La nueva economía global se ve, así, dominada por las grandes corporaciones transnacionales. Está mantenida por una ramificada industria bancaria y financiera, que opera a velocidades electrónicas. Engendra dinero y crédito, que ninguna nación puede regular. Avanza hacia monedas transnacionales, no una sola “moneda mundial”, sino una variedad de monedas o “metamonedas”, cada una de ellas basada en una “cesta de la compra” de monedas o divisas nacionales. Está desgarrada por un conflicto a escala mundial entre suministradores de recursos y usuarios. Está agujereada de deudas a una escala hasta ahora inimaginable. Es una economía mixta, con empresas capitalistas y socialistas de Estado abordando operaciones conjuntas y trabajando codo a codo. Y su ideología no es laissez faire ni marxismo, sino globalismo… la idea de que el nacionalismo se ha quedado anticuado.
Así como la segunda ola creó una sección de la población cuyos intereses tenían una dimensión más que local y que se convirtió en la base de las ideologías nacionalistas, así también la tercera ola da origen a grupos con intereses cuya amplitud rebasa los límites nacionales. Forman la base de la emergente ideología globalista a veces denominada “conciencia planetaria”.
Esta conciencia es compartida por ejecutivos multinacionales, melenudos organizadores de campañas ecologistas, financieros, revolucionarios, intelectuales, poetas y pintores, por no mencionar a los miembros de la Comisión Trilateral. Incluso un famoso general norteamericano de cuatro estrellas me ha asegurado que “la nación-Estado ha muerto”. El globalismo se presenta como algo más que una ideología servidora de los intereses de un grupo limitado. Exactamente del mismo modo que el nacionalismo pretendía hablar en nombre de la nación entera, el globalismo pretende hablar en nombre del mundo entero. Y se considera su aparición como una necesidad evolutiva, un paso más hacia una “conciencia cósmica”, que abarcaría también los cielos.
Por consiguiente, en resumen, a todos los niveles, desde la economía y la política hasta la organización y la ideología, estamos presenciando un devastador ataque, desde dentro y desde fuera, contra ese pilar de la civilización de la segunda ola que es la nación-Estado.
En el preciso momento histórico en que muchos países pobres luchan desesperadamente por establecer una identidad nacional porque la nacionalidad era necesaria en el pasado para lograr la industrialización, los países ricos, lanzados más allá del industrialismo, están disminuyendo, desplazando o anulando el papel de la nación.
Podemos esperar que en las próximas décadas se produzcan grandes esfuerzos para crear nuevas instituciones globales capaces de representar adecuadamente a los pueblos prenacionales, así como a los posnacionales, del mundo.
Mitos e invenciones
Hoy en día nadie, desde los expertos de la Casa Blanca o el Kremlin hasta el proverbial hombre de la calle, puede estar seguro de la forma que adoptará el nuevo sistema mundial, qué nuevas clases de instituciones surgirán para suministrar orden regional o global. Pero sí es posible disipar varios mitos populares.
El primero de ellos es el mito propagado por películas tales como Rollerball y Network en el que un villano de acerados ojos anuncia que el mundo está o estará repartido y gobernado por un grupo de corporaciones transnacionales. En su forma más común, este mito presenta una única Corporación de la Energía, una única Corporación de la Alimentación, una única Corporación de la Vivienda, una única Corporación del Ocio, etc., todas ellas a nivel mundial. En una variante, cada una de ellas constituye un mero departamento de una megacorporación aún mayor.
Esta simplista imagen se basa en extrapolaciones rectilíneas de las tendencias de la segunda ola: especialización, maximización y centralización.
Esta concepción no sólo pasa por alto la fantástica diversidad de las condiciones de la vida real, el choque de culturas, religiones y tradiciones existentes en el mundo, la rapidez del cambio y el impulso histórico que está llevando ahora a las naciones de alta tecnología hacia la desmasificación; no sólo presupone ingenuamente que se puedan compartimentar limpiamente necesidades tales como la energía, la vivienda o la alimentación; ignora los cambios fundamentales que actualmente están revolucionando la estructura y finalidad de la corporación misma. Se basa, en resumen, en una anticuada imagen, propia de la segunda ola, de qué es y cómo se estructura una corporación.
La otra fantasía, estrechamente relacionada con ésta, presenta un planeta dirigido por un único y centralizado Gobierno Mundial. Este es imaginado generalmente como la extensión de alguna institución o Gobierno ya existentes… un “Estados Unidos del Mundo”, un “Estado Proletario Planetario” o, simplemente, la ampliación de las Naciones Unidas. También en este caso la idea se basa en extensiones simplistas de principios de la segunda ola.
Lo que parece estar emergiendo no es un futuro dominado por la corporación ni un Gobierno global, sino un sistema mucho más complejo, similar a la organización en matrices que hemos visto surgir en ciertas industrias avanzadas. Más que una o unas cuantas burocracias globales piramidales, estamos tejiendo redes o matrices que enlazan diferentes clases de organizaciones con intereses comunes.
Por ejemplo, es posible que durante la próxima década veamos nacer una Matriz de los Océanos, compuesta no sólo de naciones-Estado, sino también de regiones, ciudades, corporaciones, organizaciones ambientales, grupos científicos y otros con interés en el mar. Al sucederse los cambios, surgirían nuevas agrupaciones, que se integrarían en la matriz, mientras otras se saldrían de ella. Estructuras organizativas similares pueden muy bien emerger -en cierto sentido, están ya emergiendo- para ocuparse de otros temas: una Matriz del Espacio, una Matriz de la Alimentación, una Matriz del Transporte, una Matriz de la Energía, etc., todas entremezclándose unas con otras, entrecruzándose y formando un sistema reticular abierto, en lugar de un sistema cerrado.
En otras palabras: caminamos hacia un sistema mundial compuesto de unidades densamente interrelacionadas como las neuronas de un cerebro, en lugar de organizadas como los departamentos de una burocracia.
Mientras esto sucede, podemos esperar que se produzca una tremenda lucha en el seno de las Naciones Unidas en torno a si esa organización debe seguir siendo una “asociación comercial de naciones-Estado” o si deben estar representadas en ella otros tipos de unidades… regiones, quizá religiones, incluso corporaciones o grupos étnicos.
Mientras las naciones se desgajan y reestructuran, mientras CTN y nuevos actores invaden la escena mundial, mientras estallan inestabilidades y amenazas de guerra, habremos de inventar formas políticas totalmente nuevas que traigan una apariencia de orden al mundo, un mundo en el que la nación-Estado se ha convertido, a casi todos los efectos, en un peligroso anacronismo.