ESCENA III
Una sala en el castillo.
(Entran el Rey, Rosencrantz y Guildenstern.)
REY.—No me gusta su actitud, ni conviene a mi seguridad dejar tan libre su locura. Así que preparaos: os expido el nombramiento y él parte a Inglaterra con vosotros. Mi condición no puede tolerar un peligro tan cercano como el que engendra de hora en hora su delirio.
GUILDENSTERN.—Estaremos aprestados. Es un desvelo sagrado y piadoso proteger al sinnúmero de súbditos que viven y se nutren de Vuestra Majestad.
ROSENCRANTZ.—La vida personal está obligada a preservarse de los daños con la fuerza y las armas de la mente; con más razón un espíritu de cuyo bienestar dependen tantas vidas. Cuando muere un rey no muere solo, sino que, cual remolino, arrastra cuanto le rodea. Es una rueda ingente, colocada en la cima del monte más alto, en cuyos radios enormes se entallan diez mil piezas menudas, de modo tal que, cuando cae, todo aditamento, todo apéndice acompaña a su ruina estrepitosa. Pues jamás gimió un rey sin lamento general.
REY.—Preparaos para la inminente travesía. Le pondremos cadenas al peligro que se mueve con tanta libertad.
ROSENCRANTZ y GUILDENSTERN.—Nos apresuraremos. (Salen.)
(Entra Polonio.)
POLONIO.—Señor, se dirige al aposento de su madre. Yo me esconderé tras los tapices para oírlo. Seguro que le riñe a fondo. Y, como dijisteis, y dijisteis sabiamente, conviene que alguien más que una madre, pues ellas son parciales por naturaleza, escuche la plática a escondidas. Adiós, Majestad. Antes que os acostéis, pasaré a veros y contaros lo que sepa.
REY.—Gracias, señor.
(Sale Polonio.)
¡Ah, inmundo es mi delito, su hedor llega hasta el cielo! Lleva la primera y primitiva maldición el fratricidio. Rezar no puedo. Fuertes son inclinación y voluntad, pero más fuerte es la culpa, y las derrota. Como un hombre enfrentado a un doble objeto, dudo por cuál he de empezar y no emprendo ninguno. ¿Y si esta mano maldita se agrandara con la sangre de un hermano, no habría lluvia en los cielos piadosos para dejarla más blanca que la nieve? ¿Para qué sirve la gracia si no es para mirar al pecado cara a cara? ¿Y qué hay en la oración sino el doble poder de impedirnos obrar mal o perdonarnos si caemos? Tendré ánimo. El daño está hecho, mas, ¿qué suerte de oración me serviría? ¿«Perdona mi inmundo asesinato»? Imposible, pues aún gozo de los frutos por los que cometí el asesinato: la corona, la reina, mi ambición. ¿Nos pueden perdonar sin quitarnos el provecho? En la usanza corrupta de este mundo la mano dadivosa del culpable desplaza a la justicia; y es sabido que el propio botín compra a la ley. Mas no en el cielo: allí no hay fraude, allí el acto muestra su color verdadero, y nos obligan, habiendo de hacer frente a nuestras faltas, a declarar contra nosotros. Entonces, ¿qué me resta? Ver qué puede el arrepentimiento. ¿Qué no podrá? Mas, ¿qué puede cuando uno ya no puede arrepentirse? ¡Mísero estado! ¡Corazón más negro que la muerte! ¡Oh, alma atrapada, que luchando por librarse más se enreda! ¡Amparadme, ángeles, queredlo! Doblaos, rígidas rodillas, y tú, pecho de acero, sé tierno como un recién nacido. Tal vez sea posible. (Se arrodilla.)
(Entra Hamlet.)
HAMLET.—Ahora es buen momento, está rezando; voy a hacerlo ya.
(Desenvaina.)
Entonces sube al cielo y esa es mi venganza. Esto hay que razonarlo. Un ruin mata a mi padre, y yo, su único hijo, por ello mando al cielo a ese ruin. Ah, esto es paga y recompensa, no venganza. Mató a mi padre en la impureza, saciado, en la flor de sus culpas, en plena lozanía. ¿Quién sabe cómo están sus cuentas, salvo el cielo? Mas, según nuestro saber y modo de pensar, su caso es grave. ¿Me habré vengado matándole mientras él purga su alma, cuando está preparado para el tránsito? No. Adentro, espada, y conoce sazón más horrorosa. Cuando duerma borracho o esté ardiente, o en el lecho del placer incestuoso, blasfemando en el juego o en un acto que no tenga señal de salvación, entonces le derribas; que dé coces al cielo y su alma sea más negra y más maldita que el infierno adonde va. Mi madre aguarda. Tu rezo los días enfermos te alarga.
(Sale.)
REY.—Vuelan mis palabras, queda el pensamiento. Palabras vacías no suben al cielo.