WILSON FRACASA

15 DE ABRIL DE 1919

El 13 de diciembre de 1918, el George Washington, un imponente vapor, pone rumbo a la costa europea con el presidente Woodrow Wilson a bordo. Jamás, desde el comienzo de los tiempos, a un solo barco, a un solo hombre, le han esperado tantos millones de personas con tanta ilusión y tanta confianza. Durante cuatro años las naciones europeas se han devastado unas a otras. Con ametralladoras y cañones, con lanzallamas y gases tóxicos, han asesinado a cientos de miles de entre sus mejores jóvenes, en la flor de la edad. Durante cuatro años no se han dirigido ni escrito más que palabras llenas de odio y de veneno. Pero toda esa enconada irritación no pudo acallar una voz interior, según la cual lo que hacían, lo que decían, era, además de absurdo, una deshonra para nuestro siglo. Esos millones de seres humanos, consciente o inconscientemente, tenían la oscura sensación de que la humanidad había retrocedido a los confusos siglos de barbarie que hacía tiempo se consideraban olvidados.

Entonces, del otro extremo del mundo, desde América, había llegado esa voz que con claridad y por encima de los campos de batalla aún humeantes había exigido: «Nunca más una guerra.» Nunca más la discordia. Nunca más la vieja y criminal diplomacia secreta —que sin su conocimiento y sin contar con su voluntad empujó a los pueblos al matadero— sino un nuevo orden del mundo, uno mejor, basado en el dominio de la ley fundada en el consentimiento de los gobernados y apoyada por la opinión organizada de la humanidad («the reign of law, based upon the consent of the governed and sustained by the organised opinion of mankind»). Y es prodigioso, en todos los países, en todas las lenguas, esa voz es comprendida de inmediato. La guerra, aún ayer una rencilla sin sentido en torno a unas cuantas comarcas, en torno a unas fronteras, en torno a materias primas, minas o campos de petróleo, ha cobrado de pronto un sentido más elevado, un sentido casi religioso: la paz eterna, el mesiánico reino de la justicia y del humanitarismo. De pronto la sangre de millones de personas ya no parece haber sido derramada en vano. Esa generación ha sufrido únicamente para que nunca más en nuestra Tierra sobrevenga semejante sufrimiento. Cientos de miles, millones de voces, arrastradas por el delirio de la confianza, llaman a ese hombre. Él, Wilson, tiene que establecer la paz entre vencedores y vencidos, para que sea una paz justa. Él, Wilson, como un nuevo Moisés, ha de traer las tablas de una nueva alianza entre los pueblos descarriados. En pocas semanas, el nombre de Woodrow Wilson adquiere un poder religioso, mesiánico. A muchas calles y edificios, a muchos niños, se les pone su nombre. Cualquier pueblo que se siente en apuros o se considera perjudicado, le envía sus delegados. Las cartas, los telegramas con propuestas, peticiones, súplicas, venidos desde los cinco continentes, se amontonan a millares. El barco que se dirige a Europa lleva cajas enteras. Todo un continente, toda la Tierra al unísono, reclama a ese hombre para que actúe como árbitro de su última contienda antes de la reconciliación con la que sueñan, antes de la reconciliación definitiva.

Y Wilson no puede resistirse a la llamada. Sus amigos en América le desaconsejan que viaje para asistir en persona a la conferencia de paz. Como presidente de los Estados Unidos tiene la obligación de no abandonar su país y dirigir las negociaciones preferiblemente desde lejos. Pero Woodrow Wilson no se deja convencer. Hasta la más alta dignidad en su país, la presidencia de los Estados Unidos, le parece poco comparada con la misión que se solicita de él. No quiere servir a un país, a un continente, sino a la humanidad entera. No a ese instante, sino a un futuro mejor. No quiere representar egoístamente los intereses de América, sino el beneficio de todos, pues el interés no une a los hombres, el interés los separa («interest does not bind men together, interest separates men»). Él mismo, así lo siente, tiene que velar para que una vez más los militares y los diplomáticos, para cuyo funesto oficio la unidad de la humanidad supondría una sentencia de muerte, no se apoderen de los ánimos nacionales. Él mismo en persona tiene que erigirse en garante para que se imponga la voluntad del pueblo, antes que la de sus líderes («the will of the people rather than of their leaders»). Y cada palabra en ese congreso de paz, el último, el definitivo para la humanidad, debe expresarse con las puertas y las ventanas abiertas, ante el mundo entero.

Y así Wilson se encuentra en el barco, contemplando la costa europea que, inestable y deforme como su propio sueño de una futura hermandad entre los pueblos, surge de entre la niebla. Está de pie, un hombre espigado, de rostro imperturbable. La mirada, tras las gafas, es penetrante y serena. La barbilla prominente, con una energía típicamente americana, aunque los labios, carnosos, permanecen cerrados. Hijo y nieto de pastores presbiterianos, tiene la severidad y la rigidez de esos hombres para los que no existe más que una verdad y que están seguros de conocerla. Lleva en la sangre el ardor de todos sus piadosos antepasados escoceses e irlandeses y el celo de la fe calvinista, que impone al jefe y al maestro la tarea de salvar a la humanidad pecadora. Inquebrantable, actúa en él la obstinación de los herejes y de los mártires, que preferían ser quemados por sus convicciones antes que apartarse lo más mínimo de la Biblia. Para él, el demócrata, el instruido, los términos «compasión», «humanidad», «libertad», «paz», «derechos humanos», no son palabras frías, sino lo que para sus padres el gospel. No se trata para él de términos ideológicos, vagos, representan artículos de fe, que está decidido a defender sílaba por sílaba, como sus antepasados el Evangelio. Ha participado en muchas luchas, pero ésta, y él lo percibe en cuanto contempla el continente europeo que se aclara cada vez más ante su vista, será la definitiva. Instintivamente, sus músculos se tensan para luchar por el nuevo orden, de común acuerdo si es posible, por las malas si es necesario («to fight for the new order, agreeably if we can, disagreeably if we must»).

Pero pronto se afloja la severidad de su mirada. Los cañones, las banderas que le dan la bienvenida en el puerto de Brest, no hacen más que honrar según lo prescrito al presidente de la república aliada, pero el clamor que llega hasta él desde la orilla no es, se da cuenta, un recibimiento dispuesto, organizado, no se trata de un júbilo arreglado de antemano, sino del ardiente entusiasmo de todo un pueblo. Por donde pasa la comitiva, en cada pueblo, en cada caserío, en cada casa, se agitan las banderas, las llamas de la esperanza. Las manos se extienden hacia él; las voces rugen en torno a él. Y cuando recorre los Campos Elíseos en París, por las paredes que parecen cobrar vida se derraman cascadas de entusiasmo. El pueblo de París, el pueblo de Francia, símbolo de todos los remotos pueblos de Europa, grita regocijado, sale a su encuentro lleno de expectación. Su rostro se relaja cada vez más. Una sonrisa franca, dichosa, de embriaguez casi, descubre sus dientes, y él agita el sombrero hacia la derecha, hacia la izquierda, como si quisiera saludarlos a todos, al mundo entero. Sí, ha hecho bien viniendo en persona. Sólo una voluntad activa puede triunfar sobre la rígida ley. ¿No es posible, no es un deber crear para siempre y para todos los hombres ciudades tan dichosas como ésta, una humanidad tan llena de esperanza? Sólo una noche de tranquilidad y descanso, y después, mañana mismo, manos a la obra, para dar al mundo la paz con la que ha soñado desde hace miles de años, y con ello realizar la hazaña más grande que un mortal haya llevado a cabo jamás.

Ante el palacio que le ha asignado el gobierno francés, en las galerías del Ministerio de Asuntos Exteriores, ante el Hotel de Crillon, el cuartel general de la delegación americana, se agolpan nerviosos los periodistas, por sí solos un ejército público. Sólo de Norteamérica han venido ciento cincuenta. Cada país, cada ciudad ha enviado sus corresponsales, y todos ellos reclaman tarjetas de entrada para todas las sesiones. ¡Para todas! Pues expresamente se ha prometido al mundo una completa transparencia, «complete publicity». Esta vez no debe haber ninguna sesión o acuerdo secreto. Palabra por palabra, el primer párrafo del punto catorce dice lo siguiente: Convenios de paz abiertos, alcanzados abiertamente, después de los cuales no deberán realizarse acuerdos internacionales secretos de ningún tipo («Open covenants of Peace, openly arrived at, after which there shall be no private international understandings of any kind.»). La peste de la diplomacia secreta, que ha causado más muertos que todas las demás epidemias, debe suprimirse definitivamente por medio del nuevo suero de la negociación abierta, la «open diplomacy» de Wilson.

Para su decepción, los impacientes periodistas tropiezan con desconcertantes pretextos. Es seguro que se les admitirá a todos en las sesiones plenarias, y que las conclusiones y protocolos de esas reuniones —en realidad, resultado de una alquimia que los depura de cualquier tensión— se transmitirán íntegramente al mundo entero, pero de momento no pueden darles ninguna información, ya que lo primero es establecer el modus procedendi, el orden de las negociaciones. De inmediato, intuyen que está ocurriendo algo que vulnera lo acordado, aunque ignoran qué es lo que se trama. Ya en su primera discusión sobre los cuatro grandes, los «big four», Wilson percibe la resistencia de los aliados. No quieren transparencia, y con razón. En los mapas y en los archivos de todas las naciones beligerantes quedan testimonios de que la diplomacia secreta ha garantizado a cada uno su parte y su botín, de esos trapos sucios que uno sólo querría airear in camera caritatis, entre los íntimos. Por eso, para no comprometer la conferencia, hay que tratar y aclarar antes algunos asuntos a puerta cerrada. Pero no sólo no se alcanza un acuerdo en cuanto al modus procedendi, sino tampoco en un plano más profundo. En el fondo, la situación está del todo clara en ambos grupos, el americano y el europeo. Una postura clara a la derecha. Una postura clara a la izquierda. En esta conferencia no hay que firmar una paz, sino dos paces, dos tratados completamente distintos. Una de ellas, la paz inmediata, debe poner fin a la guerra con Alemania, que se ha rendido. La otra, la paz del futuro, debe imposibilitar para siempre la guerra. Por un lado, la paz al estilo antiguo, rigurosa. Por otro, la paz de nuevo cuño, el Covenant de Wilson, el convenio, que trata de fundar la Liga de Naciones. ¿Cuál de las dos ha de negociarse primero?

Aquí ambas visiones chocan fuertemente. Wilson no muestra demasiado interés en una paz temporal. La determinación de las fronteras, el pago de las indemnizaciones de guerra, las reparaciones, a su modo de ver, tienen que ser analizadas por los expertos y comisiones sobre la base de los principios establecidos en los catorce puntos. Se trata de un trabajo menor, complementario, de un trabajo para especialistas. En cambio, la misión de los estadistas de primer orden de todas las naciones es y debe ser establecer lo nuevo, lo que ha de venir, la unidad de naciones, la paz eterna. Para cada grupo lo prioritario es su modo de pensar. Los aliados europeos reclaman, con razón, que a un mundo agotado y descompuesto tras cuatro años de guerra no se le debería hacer esperar durante meses para alcanzar la paz. Si no, el caos estallaría en Europa. Primero hay que poner en orden los asuntos prácticos, las fronteras, las indemnizaciones, enviar a los hombres, aún armados, de vuelta a sus hogares, con sus mujeres e hijos, estabilizar las monedas, reactivar el comercio y el tráfico, y sólo entonces, sobre un terreno consolidado, dejar que resplandezca la Fata Morgana de los proyectos de Wilson. Y al igual que él en el fondo de su alma no está interesado en la paz del momento, Clémenceau, Lloyd George o Sonnino, como expertos tácticos y prácticos, se muestran harto indiferentes a su demanda. Por cálculo político y en parte también por verdadera simpatía han rendido un aplauso a sus reclamaciones e ideas humanitarias, porque consciente o inconscientemente perciben la fuerza irresistible e irrefutable que un principio no egoísta ha de tener sobre sus pueblos. Por ello están dispuestos a discutir su proyecto, introduciendo ciertas reducciones y restricciones. Pero primero, la paz con Alemania para poner fin a la guerra. Después, el Covenant.

Wilson, por su parte, es lo suficientemente práctico para saber cómo una reclamación vital puede agotarse y desangrarse por culpa de las demoras. Bien sabe él cómo con dilatorias se hacen a un lado las interpelaciones molestas. No se llega a presidente de los Estados Unidos sólo gracias al idealismo. Por eso, inflexible, persiste en su tesis de que primero hay que redactar el Covenant e incluso exige que sea expresamente incluido en el tratado de paz con Alemania. A partir de esta demanda cristaliza un segundo conflicto, pues para los aliados implantar esos principios supone otorgar de antemano el inmerecido premio de los futuros principios humanitarios a una Alemania culpable, que con la invasión de Bélgica ha violado brutalmente el derecho público y que con el golpe del general Hoffmann en Brest-Litovsk ha dado el peor ejemplo de imposición por la fuerza. Primero, reclaman el ajuste de cuentas en la vieja y rígida moneda, sólo después se implantarán los nuevos métodos. Aún están los campos devastados y hay ciudades enteras destruidas. Para impresionar a Wilson, se le obliga a que los inspeccione en persona. Pero ese hombre poco práctico, el «impracticable man», consciente, ve más allá de las ruinas. Sólo mira al futuro. Y en lugar de edificios destruidos, ve la construcción eterna. Su misión consiste en abolir el antiguo orden y establecer uno nuevo («to do away with an old order and establish a new one»). Imperturbable y rígido, a pesar de la protesta de sus propios asesores Lansing y House, se mantiene firme en su reclamación. Primero el Covenant. Primero la causa que afecta a la humanidad entera y sólo después los intereses de los distintos pueblos.

La lucha va a ser encarnizada y, lo que se revelará como funesto, se desperdicia mucho tiempo. Woodrow Wilson, por desgracia, se ha olvidado de otorgar a su sueño unos perfiles bien definidos. El proyecto del Covenant que él aporta en modo alguno ha sido formulado definitivamente, sino que es sólo un primer borrador, un «first draft», que hay que discutir, modificar, mejorar, fortalecer o reducir en incontables sesiones. Además, las reglas de cortesía exigen que después de París visite también las demás capitales de sus aliados. Wilson viaja por tanto a Londres, pronuncia un discurso en Manchester, viaja a Roma, y como en su ausencia los demás estadistas no llevan adelante su proyecto con verdadero entusiasmo, se pierde más de un mes entero antes de que se llegue a la primera sesión plenaria, un mes durante el cual en Hungría, en Rumania, en Polonia, en el Báltico y en la frontera dálmata las tropas regulares y las de voluntarios luchan, ocupando países, mientras el hambre crece en Viena, y en Rusia la situación se agrava.

Pero incluso en esa primera sesión plenaria del 18 de enero sólo se dispone teóricamente que el Covenant debe ser una parte esencial del tratado de paz general («integral part of the general treaty of peace»). Una vez más no se redacta el documento. Una vez más circula de mano en mano provocando interminables discusiones y una redacción tras otra. Nuevamente transcurre un mes, un mes durante el cual Europa, que cada vez más impaciente desea una paz verdadera, una paz de hecho, sigue sumida en la más terrible inquietud. Sólo el 14 de febrero de 1919, tres meses después del armisticio, Wilson puede presentar el Covenant en su forma definitiva, la forma en la que también es aprobada unánimemente.

Una vez más, el mundo grita de júbilo. Ha triunfado la causa de Wilson: en el futuro la paz no habrá de ser garantizada por la fuerza de las armas y por el terror, sino a través del acuerdo y de la fe en una justicia superior. Wilson es aclamado ardientemente cuando abandona el palacio. Una vez más, por última, contempla con una sonrisa de orgullo, la sonrisa agradecida de la felicidad, a la multitud que se apiña a su alrededor. Tras ese pueblo percibe a los otros; tras esa generación que tanto ha padecido percibe a las futuras generaciones que, gracias a su empeño por asegurar definitivamente la paz, no conocerán jamás el azote del autoritarismo, de la guerra, ni la humillación de una paz impuesta por la fuerza. Es su día más grande y a la vez su último día de felicidad, pues Wilson echó a perder su victoria al abandonar triunfalmente y antes de tiempo el campo de batalla. Al día siguiente, el 15 de febrero, regresa a América, para allí presentar a sus electores y compatriotas la Carta Magna de la paz eterna. Después debe volver para firmar la otra, la paz de la última guerra.

De nuevo los cañones retumban en señal de saludo cuando el George Washington zarpa de Brest, pero la multitud que allí se agolpa ya está más relajada y se muestra más indiferente. Cuando Wilson abandona Europa, la ferviente expectación, la esperanza mesiánica de los pueblos ha cedido ya en parte. También en Nueva York le espera un recibimiento más frío: no hay aviones revoloteando en torno al barco que regresa, no se escuchan impetuosos gritos de júbilo, y la acogida que le dispensan los propios ministerios, el Senado, el Congreso, el propio partido, el propio pueblo, es más bien recelosa. Europa está descontenta de que Wilson no haya ido lo bastante lejos. América lo está por todo lo contrario. Europa no parece estar lo suficientemente madura como para unir sus intereses contradictorios en un único interés común a la humanidad. En América sus adversarios políticos hacen campaña, con los ojos puestos ya en las próximas elecciones presidenciales, acusándole de haber unido políticamente el nuevo continente al europeo, agitado e impredecible, de un modo demasiado estrecho y sin autorización, y de haber infringido con ello el principio fundamental de la política nacional, la doctrina Monroe. Se le exhorta a que no olvide que no es el fundador de un futuro reino imaginario y que no tiene que pensar para las naciones extranjeras, sino en primer término en los americanos, que le han elegido por voluntad propia como su representante. De modo que Wilson, aún agotado por las negociaciones europeas, inicia nuevas discusiones tanto con los miembros de su propio partido como con sus adversarios políticos. Y ante todo, en el soberbio edificio del Covenant, que él creía inviolable e inexpugnable, tiene que cerrar una puerta trasera: la peligrosa cláusula para la retirada de América de la alianza, por la que llegado el momento podría abandonarla («provision for withdrawal of America from the League»). Con ello se ha quitado la primera piedra del edificio de la Liga de Naciones, proyectado para toda la eternidad. Se ha abierto la primera grieta en el muro, una hendidura funesta, que será la causante de su derrumbamiento definitivo.

Como en Europa, Wilson impone ahora también en América su nueva Carta Magna de la humanidad, aun cuando con limitaciones y correcciones. Pero se trata sólo de una victoria a medias. Para cumplir con la segunda parte de su misión, Wilson regresa a Europa, aunque ya no tan libre, ni tan seguro de sí mismo como cuando salió de allí. De nuevo el barco pone rumbo al puerto de Brest. Ya no contempla la orilla con la misma mirada satisfecha y esperanzada. Está mayor y más cansado, porque en esas pocas semanas el desencanto le ha contraído el rostro, que aparece adusto, rígido. En torno a la boca comienza a perfilarse una expresión dura y obstinada. De vez en cuando, una contracción recorre la mejilla izquierda, presagio de la enfermedad que se cierne sobre él. El médico que le acompaña no pierde ocasión para recordarle que debe cuidarse. Le espera una nueva lucha, una lucha tal vez más dura. Sabe que es más difícil imponer principios que formularlos, pero está decidido a no sacrificar un solo punto de su programa. Todo o nada. La paz eterna o ninguna.

Ninguna muestra de júbilo, ni cuando desembarca, ni por las calles de París. Los periódicos se mantienen a la expectativa, fríos. Los hombres, prudentes y desconfiados. Una vez más las palabras de Goethe se han hecho realidad: «El entusiasmo no es un producto que se pueda conservar en salmuera por muchos años.» En lugar de aprovechar el momento mientras le es favorable, en lugar de forjar según su voluntad el hierro cuando aún está al rojo, blando y maleable, Wilson deja que la disposición de Europa al idealismo se congele. El mes que ha estado ausente lo ha cambiado todo. Al mismo tiempo que él, Lloyd George se ha tomado unas vacaciones, abandonando la conferencia. Clémenceau, herido de bala en un atentado, ha permanecido inactivo durante dos semanas. Y ese intervalo de descuido lo han aprovechado quienes representan intereses privados para introducirse en las salas de juntas de las comisiones. Los que han trabajado con más energía y de modo más peligroso son los militares. Todos los mariscales y generales, que durante cuatro años han ocupado el primer plano, cuyas palabras, cuyas decisiones, cuya arbitrariedad han obedecido cientos de miles de personas durante cuatro años, no están en ningún caso dispuestos a retirarse humildemente. Un Covenant que pretende arrebatarles el único medio que tienen para imponer su autoridad, los ejércitos, puesto que exige abolir el servicio activo y cualquier otra forma de servicio militar obligatorio («to abolish conscription and all other forms of compulsory military Service»), pone su existencia en peligro. Por eso, ese disparate de la paz eterna, que haría que su profesión no tuviera ningún sentido, ha de ser eliminado sin falta o desviado a una vía muerta. Amenazadores, exigen el rearme en lugar del desarme de Wilson, nuevas fronteras y garantías nacionales en lugar de la solución internacional. Con catorce puntos trazados en el aire no se puede asegurar el bienestar de un país. La única manera de hacerlo es armando el propio ejército y desarmando el del adversario. Tras los militaristas apremian los representantes de los grupos industriales, que mantienen en marcha sus empresas bélicas; los intermediarios, que quieren hacer dinero con las reparaciones de guerra. Los diplomáticos se muestran cada vez más indecisos. Cada uno de ellos, amenazado por la espalda por los partidos de la oposición, quiere ampliar su país añadiéndole un fértil pedazo de tierra. Un par de expertos toques en el teclado de la opinión pública y todos los periódicos europeos, secundados por los americanos, componen en todos los idiomas variaciones sobre un mismo tema: que Wilson con sus fantasías está aplazando la paz. Las utopías, en sí dignas de elogio y seguramente inspiradas en el espíritu del idealismo, impiden la consolidación de Europa. ¡No hay que perder más tiempo con reflexiones morales y consideraciones supramorales! Si no se firma la paz de inmediato, en Europa va a estallar el caos.

Por desgracia, esos reproches no son del todo injustificados. Wilson, que espera que su proyecto dure siglos, mide el tiempo de un modo distinto a como lo hacen los pueblos de Europa. Cuatro o cinco meses le parecen poco para una misión que debe hacer realidad un sueño de miles de años. Pero entre tanto, por el Este de Europa avanzan cuerpos de voluntarios organizados por oscuros poderes, ocupando territorios. Comarcas enteras no saben aún a qué país pertenecen, ni a cual habrán de pertenecer. Las delegaciones alemanas y austriacas, tras cuatro semanas, aún no han sido recibidas. Tras las fronteras aún sin trazar, los pueblos se inquietan. Hay indicios claros de que por desesperación mañana Hungría, pasado mañana Alemania, se pondrán en manos de los bolcheviques. De modo que —apremian los diplomáticos— tienen que llegar rápidamente a algún resultado, a un acuerdo, justo o injusto, y antes que nada apartar a un lado todo aquello que se interpone en su camino. En primer lugar, el funesto Covenant.

La primera hora que Wilson pasa en París le basta para darse cuenta de que durante el mes que ha estado ausente todo lo que construyera en tres ha sido minado y amenaza con venirse abajo. El mariscal Foch casi ha conseguido que el Covenant desaparezca del tratado de paz. Los tres primeros meses parecen malgastados sin sentido, pero cuando se trata de algo decisivo, Wilson está resuelto a no retroceder ni un paso. Al día siguiente, el 15 de marzo, anuncia a través de la prensa que la resolución del 25 de enero sigue estando en vigor, que ese convenio será parte esencial del tratado de paz («that covenant is to be an integral part of the treaty of peace»). Esa declaración es el primer golpe contra el intento de concluir el tratado de paz con Alemania, no sobre la base de un nuevo Covenant, sino sobre la de los viejos acuerdos secretos entre los aliados. Ahora el presidente Wilson sabe muy bien qué es lo que los mismos poderes que han jurado respetar la autodeterminación de los pueblos, tienen intención de reclamar. Francia, Renania y el Sarre. Italia, Fiume y Dalmacia. Y Rumanía, Polonia y Checoslovaquia, su parte en el botín. Si él no se opone, una vez más la paz se pactará siguiendo los métodos de Napoleón, de Talleyrand y de Metternich que él ha censurado, y no según los principios propuestos por él y solemnemente aceptados.

Transcurren catorce días en una lucha exasperante. El propio Wilson no quiere conceder el Sarre a Francia, porque considera esa primera ruptura de la autodeterminación, la «self-determination», como un mal ejemplo para todas las demás pretensiones. De hecho, Italia, que siente todas sus reclamaciones ligadas a esa primera ruptura, amenaza ya con abandonar la conferencia. La prensa francesa refuerza su fuego graneado, alertando de que el bolchevismo se abre paso desde Hungría y de que pronto, argumentan los aliados, arrasará el mundo. Incluso entre sus asesores más próximos, el coronel House y Robert Lansing, surge una oposición cada vez más palpable. Incluso ellos, sus antiguos amigos, le aconsejan que, en vista de la situación caótica en la que se encuentra el mundo, concierte rápidamente la paz y sacrifique un par de pretensiones idealistas. Contra Wilson se forma un frente unánime. Y desde América la opinión pública, atizada por sus enemigos y rivales políticos, le martillea por la espalda. En algunos momentos, Wilson se siente al borde de sus fuerzas y confiesa a un amigo que no puede resistir mucho tiempo solo frente a todos y que, en el caso de que no pueda imponer su voluntad, está decidido a abandonar la conferencia.

En medio de esta lucha contra todos le asalta aún un último enemigo, y desde dentro, desde su propio cuerpo. El 3 de abril, justo cuando la lucha entre la brutal realidad y el ideal aún sin desarrollar ha llegado al punto decisivo, Wilson no es capaz de mantenerse en pie. Un ataque de gripe obliga a este hombre de sesenta y tres años a permanecer en cama. Pero el tiempo apremia de modo aún más impetuoso que su sangre febril y no permite descansar al enfermo. Las catastróficas noticias caen como rayos desde un cielo oscurecido. El 5 de abril el comunismo llega al poder en Baviera. En Múnich se proclama la república soviética; y en cualquier momento Austria, hambrienta y rodeada por una Baviera y una Hungría bolcheviques, puede ser anexionada. Cada hora de resistencia aumenta la responsabilidad de ese único individuo frente a todo. Hasta en la cama se apremia y acosa al enfermo. En la habitación contigua deliberan Clémenceau, Lloyd George y el coronel House. Todos ellos están decididos. Hay que llegar a un acuerdo a cualquier precio. Y ese precio ha de pagarlo Wilson con sus reclamaciones, con sus ideales. Su paz duradera, su «lasting peace», debe —eso reclaman ahora todos unánimemente— posponerse, porque dificulta el camino para la paz real, la militar, la material.

Pero Wilson, cansado, rendido, minado por la enfermedad, por los ataques en la prensa que le culpan de retrasar la paz, irritado, abandonado por sus propios asesores, asediado por los representantes de otros gobiernos, aún no se rinde. Siente que no puede desmentir sus propias palabras y que sólo luchará verdaderamente por esa paz cuando la haga coincidir con la paz no militar, la paz duradera, futura, cuando haya intentado hasta el extremo alcanzar para toda Europa un orden salvador, la «world federation». Recién salido de la cama, da el golpe decisivo. El 7 de abril envía un telegrama al departamento de marina en Washington: «Cuál es la fecha más temprana en la que el U.S.S. George Washington puede zarpar hacia Brest, Francia, y cuál la fecha más temprana de su posible arribo a Brest. El presidente desea su inmediata partida.» Ese mismo día se anuncia al mundo que el presidente Wilson ha ordenado que su barco sea enviado a Europa para llevarle de vuelta a los Estados Unidos.

La noticia tiene el efecto de un rayo y es comprendida de inmediato. La tierra entera sabe que el presidente rehúsa cualquier paz que vulnere aunque sea en un solo punto los principios del Covenant y que está decidido a abandonar la conferencia, antes que a transigir. Ha llegado un momento histórico, que durante décadas, durante siglos, determinará el destino de Europa, el destino del mundo. Si Wilson abandona la mesa de la conferencia, entonces el viejo orden del mundo se derrumbará, comenzará el caos, aunque tal vez se trate de uno de esos que alumbran la nueva estrella. Europa se estremece de impaciencia. ¿Aceptarán los demás participantes en la conferencia esa responsabilidad? ¿La aceptará él? Es un momento crítico.

Un momento crítico. Por ahora, Woodrow Wilson aún está férreamente decidido. Ningún compromiso, ninguna condescendencia, no una paz aplastante, no una «hard peace», sino la paz justa, la «just peace». Ni a los franceses el Sarre, ni a los italianos Fiume, ni la división de Turquía, ningún trueque de pueblos, ningún «bartering of peoples». La justicia debe triunfar sobre el poder, el ideal sobre la realidad, el futuro sobre el presente. Fiat justitia, pereat mundus. La justicia debe seguir su curso, aun cuando con ello se hunda el mundo. Esta hora escasa será el momento más grande, el más humano, el más heroico en la vida de Wilson. Si tiene la fuerza necesaria para resistir, su nombre perdurará entre los pocos que han sido los verdaderos benefactores de la humanidad y se habrá logrado una hazaña sin precedentes. Pero a esa hora, a ese instante, le sigue una semana. Y por todas partes le atacan. La prensa francesa, la inglesa, la italiana, le acusan a él, al eirenopoieis, al creador de la paz, de destruirla con su obstinación teórico-teológica y de sacrificar el mundo real en favor de una utopía privada. Incluso Alemania, que lo espera todo de él, pero que ahora está trastornada por la irrupción del bolchevismo en Baviera, se vuelve contra él. Y sus propios compatriotas, el coronel House y Lansing, no le instan menos a que desista de su decisión. El propio secretario de Estado, Tumulty, que hace pocos días aún telegrafiara desde Washington animándole —«Sólo un audaz golpe por parte del presidente salvará a Europa y tal vez al mundo»—, le pone ahora un cable, sobresaltado, desde la misma ciudad: «Retirada muy imprudente y de peligrosas consecuencias aquí y en el extranjero… El presidente debería… responsabilizar de la ruptura de la conferencia a quien corresponde… A estas alturas una retirada supondría una deserción.»

Trastornado, desesperado y minado en su seguridad por ese unánime embate, Wilson mira a su alrededor. Nadie está de su parte, todos en la sala de la conferencia, también sus colaboradores, están contra él. Y las voces de los millones y millones que, invisibles, le suplican desde la distancia que persevere y se mantenga firme, no llegan hasta él. No se da cuenta de que si hiciera realidad su amenaza y se levantara, inmortalizaría su nombre, que sólo manteniéndose fiel a sí mismo dejaría inmaculada su idea del futuro como un postulado que habría de ser renovado una y otra vez. No se da cuenta de lo fecundo que es el poder que emana de esa negativa dirigida contra la codicia, el odio y la incomprensión. Únicamente siente que está solo y que es demasiado débil para cargar con la última responsabilidad. Y así —fatalmente— Wilson va cediendo poco a poco. Y afloja su rigidez. El coronel House construye el puente. Se harán concesiones. Ocho días dura la negociación en torno a las fronteras. Al fin —un oscuro día en la historia—, el 15 de abril, Wilson, sintiendo un peso en el corazón y con la conciencia alterada, acepta las pretensiones militares de Clémenceau ya sensiblemente rebajadas: el Sarre no será entregado para siempre, sino sólo durante quince años. El primer compromiso por parte de quien hasta ahora no estaba dispuesto a llegar a ninguno, ya se ha concertado. Y como por arte de magia, el ánimo de la prensa de París cambia a la mañana siguiente. Los periódicos, que aún ayer le acusaban de entorpecer la paz, de destruir el mundo, le ensalzan ahora como el estadista más sabio del mundo. Pero ese panegírico arde como un reproche en lo más profundo de su alma. Wilson sabe que tal vez de hecho haya salvado la paz, la paz del momento, pero la paz duradera en el espíritu de la reconciliación, la única verdaderamente salvadora, se ha perdido, se ha disipado. El absurdo ha triunfado frente al sentido común, la pasión frente a la razón. El mundo ha retrocedido en la conquista de un ideal más allá de la época. Y él, el mentor, el abanderado, ha perdido la batalla decisiva, la batalla contra sí mismo.

En ese fatal instante, ¿actuó Wilson correcta o incorrectamente? ¿Quién podría decirlo? En cualquier caso, sobre ese día histórico e irrecuperable recae una decisión que va mucho más allá, a través de los siglos, y cuya culpa una vez más pagaremos nosotros con nuestra sangre, con nuestra desesperación, con nuestra impotencia y nuestro sufrimiento. Desde ese día, el poder de Wilson, una fuerza moral sin precedentes en su época, ha quedado hecho pedazos. Se acabó su prestigio. Y con él, toda su fuerza. Quien hace una concesión, ya no puede evitar la siguiente. Los compromisos conducen inevitablemente a nuevos compromisos.

La deslealtad produce deslealtad. La violencia engendra violencia. La paz, soñada por Wilson como unidad y de duración eterna, no es más que una obra imperfecta, porque no ha sido formulada pensando en el futuro, ni ha sido creada a partir del espíritu del humanitarismo y de la materia pura de la razón. Una ocasión única, tal vez la más decisiva de la Historia, se ha malgastado de una manera lamentable. Y el mundo, desilusionado, de nuevo sin dioses en los que creer, lo percibe de un modo sordo y confuso. El hombre que regresa a casa, en otro tiempo recibido como el salvador del mundo, para nadie es ya un redentor, sino simplemente un hombre cansado, enfermo, alcanzado por la muerte. Ya no le acompaña ningún grito de júbilo. Ninguna bandera se agita a su paso. Cuando el barco zarpa de la costa europea, el vencido aparta la mirada. Sus ojos se niegan a mirar atrás, a nuestra desdichada tierra que desde hace siglos anhela la paz y la unidad y que aún no las ha conseguido. Una vez más, en medio de la niebla, se desvanece en lontananza la eterna quimera de un mundo humanizado.