EL TREN SELLADO
LENIN, 9 DE ABRIL DE 1917
EL HOMBRE QUE VIVE EN CASA
DEL ZAPATERO REMENDÓN
El pequeño remanso de paz de Suiza, por todas partes azotado por la marea viva de la guerra mundial, se convierte durante los años de 1915, 1916, 1917 y 1918, sin interrupción, en el escenario de una emocionante novela policíaca. En los hoteles de lujo, los enviados de las potencias enemigas, que hace un año jugaban amistosamente al bridge y se invitaban unos a otros a sus respectivas casas, se cruzan ahora fríamente y como si no se conocieran de nada. De sus habitaciones se escurre todo un enjambre de impenetrables figuras. Delegados, secretarios, agregados, comerciantes, damas cubiertas o descubiertas, todos ellos con encargos misteriosos. Delante de los hoteles estacionan lujosos automóviles con emblemas extranjeros, de los que se bajan industriales, reporteros, grandes músicos y turistas aparentemente ocasionales. Pero casi todos tienen una única misión: enterarse de algo, atisbar algo. Y tanto el mozo que les acompaña hasta las habitaciones como la chica que las limpia, son instigados a observar, a estar al acecho. Por todas partes, las organizaciones actúan unas contra otras. En las fondas, en las pensiones, en las oficinas de correos, en los cafés. Lo que se denomina propaganda es la mitad de las veces espionaje. Lo que adopta el aire del amor, traición. Y cada negocio al descubierto de cualquiera de esos apresurados forasteros encubre un segundo y un tercero. Todo es notificado. Todo, controlado. En cuanto un alemán de cierto rango entra en Zúrich, ya lo sabe la embajada rival en Berna. Y una hora después, la de París. Día tras día, los pequeños y grandes agentes envían volúmenes enteros de informes auténticos o falsos a los agregados. Y éstos los reexpiden. Todas las paredes son de cristal. Los teléfonos están intervenidos. Con el contenido de las papeleras y el de las hojas de papel secante se reconstruye cualquier correspondencia. Y al final la confusión llega hasta el absurdo de que muchos no saben ya lo que son: si cazadores o cazados, espías o espiados, traicionados o traidores.
Únicamente sobre un hombre hay pocos informes en aquellos días. Tal vez porque pasa desapercibido y porque no se aloja en los hoteles elegantes, ni se sienta en los cafés, ni asiste a las sesiones de propaganda, sino que con su mujer vive por completo retirado en casa de un zapatero remendón. Se aloja justo detrás del Limmat, en la estrecha, vieja y retorcida Spiegelgasse, en el segundo piso de una de esas sólidas casas de techos abovedados de la parte antigua de la ciudad, ahumada en parte por el tiempo, en parte por la pequeña fábrica de embutidos que se encuentra en el patio. La mujer de un panadero, un italiano y un actor austriaco son sus vecinos. Lo que saben de él los inquilinos de la casa es que no es muy hablador. Y poco más. Que es ruso y que su nombre resulta difícil de pronunciar. Que hace muchos años huyó de su patria y que no dispone de grandes riquezas, ni está metido en ningún negocio lucrativo, lo sabe la patrona por las frugales comidas y el gastado guardarropa de la pareja, que con todos sus enseres apenas llenan el pequeño cesto que traían consigo cuando llegaron.
Ese pequeño hombre bajo y corpulento es tan poco llamativo y vive tan discretamente como le es posible. Evita la sociedad. Rara vez se encuentran los vecinos con la mirada penetrante y oscura de sus estrechos ojos. Rara vez tiene visita. Pero con regularidad, día tras día, todas las mañanas hacia las nueve, va a la biblioteca y se queda allí hasta que dan las doce. Justo diez minutos después de las doce está otra vez en casa. Y diez minutos antes de que dé la una abandona la casa, para otra vez llegar el primero a la biblioteca, donde se queda hasta las seis de la tarde. Pero como las agencias de noticias sólo prestan atención a la gente que habla mucho y no saben que los hombres solitarios, que siempre están leyendo y aprendiendo, son los más peligrosos a la hora de revolucionar el mundo, nadie escribe un solo informe sobre ese hombre que pasa desapercibido y que vive en casa del zapatero remendón. En los círculos socialistas, por otra parte, se tiene puntual información sobre él. Que ha sido redactor en Londres de una pequeña y radical revista rusa de la emigración y que en San Petersburgo se le considera el líder de algún extraordinario partido de nombre impronunciable. Pero como habla con dureza y desdén de los más prestigiosos miembros del partido y declara que sus métodos son equivocados, como se muestra inabordable y por lo tanto inconciliable, no se preocupan demasiado por él. A las asambleas que organiza algunas noches en un café proletario asisten a lo sumo entre quince y veinte personas, en su mayoría jóvenes. Y así, se tolera a este hombre huraño como a todos los emigrantes rusos, que se calientan la cabeza con mucho té e infinitas discusiones. Nadie tiene al pequeño hombre de frente estrecha por influyente. Ni tres docenas de personas en Zúrich consideran importante aprenderse el nombre de ese tal Vladímir Ilich Uliánov, el hombre que vive donde el zapatero remendón. Y si entonces uno de esos flamantes automóviles que en muy poco tiempo corren a toda velocidad de una embajada a otra, hubiera atropellado a ese hombre en la calle, dejándole muerto, el mundo no lo conocería, ni bajo el nombre de Uliánov ni bajo aquel otro de Lenin.
CONSUMACIÓN…
Un día, el 15 de marzo de 1917, el encargado de la biblioteca de Zúrich se queda perplejo. Las agujas marcan las nueve y el lugar en el que todos los días se sienta el más puntual entre todos los que sacan libros en préstamo está vacío. Dan las nueve y media, las diez. El incansable lector no viene. Y no vendrá nunca más, pues en el camino hacia la biblioteca un amigo ruso le ha abordado, mejor dicho, le ha asaltado con la noticia de que en Rusia ha estallado la revolución.
Al principio, Lenin no puede creerlo. Está como aturdido por la noticia. Pero después con sus pequeños y precisos pasos corre al asalto del quiosco a la orilla del lago. Y tanto allí como ante la redacción del periódico espera hora tras hora, día tras día. Es cierto. La noticia es cierta, y cada día que pasa es para él más espléndidamente cierta. Al principio, sólo el rumor de una revolución palaciega y aparentemente sólo un cambio de ministros. Después, la deposición de los zares, la implantación de un gobierno provisional, la Duma, la libertad rusa, la amnistía de los presos políticos. Todo aquello con lo que ha soñado durante años. Todo aquello por lo que desde hace veinte años ha trabajado en una organización secreta, en el calabozo, en Siberia, en el exilio, se ha consumado por fin. Y por una vez le parece que los millones de muertos que esa guerra ha exigido no han muerto en vano. Ya no le parecen víctimas sin sentido, sino mártires del nuevo reino de la libertad, de la justicia y de la paz eterna que ahora despunta. Este visionario, por lo general sereno, frío y calculador, se siente como si estuviera bebido. Y cómo se estremecen y gritan de júbilo otros cientos de emigrantes en sus humildes viviendas de Ginebra, de Lausana y de Berna con la buena noticia. ¡Pueden volver a Rusia! Pueden volver sin pasaportes ni nombres falsos y sin poner en peligro su vida, como ciudadanos libres. Y no al imperio de los zares, sino a un país libre. Ya preparan su escaso equipaje, pues en los periódicos aparece este lacónico mensaje de Gorki: «¡Volved todos a casa!» De todas partes envían cartas y telegramas. ¡Volved a casa! ¡Volved a casa! ¡Agrupaos! ¡Uníos! Para empeñar de nuevo su vida en la obra a la que se han dedicado desde el momento en que tuvieron uso de razón: la revolución rusa.
… Y DECEPCIÓN
Pero al cabo de unos días tienen que reconocer consternados que la revolución rusa, cuya noticia ha elevado sus corazones como con aleteos de águila, no es la revolución con la que soñaban, ni tampoco una revolución rusa. Ha sido un motín palaciego contra los zares, urdido por diplomáticos ingleses y franceses para impedir que los zares firmaran la paz con Alemania. Tampoco se trata de la revolución del pueblo, que quiere esa paz y sus derechos. No es la revolución para la que han vivido y por la que están dispuestos a morir, sino una intriga de los partidos en guerra, de los imperialistas y de los generales que no quieren verse contrariados en sus planes. Lenin y los suyos pronto reconocen que aquella promesa de que todos tenían que regresar, no vale para quienes desean la verdadera, la radical revolución marxista. Miliukov y los otros liberales ya se han encargado de impedirles el regreso. Y mientras los moderados, los socialistas como Plejánov, útiles para una prolongación de las hostilidades, son trasladados de la manera más amable por Inglaterra con torpederos y con escolta de honor hasta San Petersburgo, Trotski es retenido en Halifax y los demás radicales, en la frontera. En las fronteras de todos los estados de la Entente hay listas negras con los nombres de todos aquellos que han participado en el Congreso de la III Internacional en Zimmerwald. Desesperado, Lenin envía telegrama tras telegrama a San Petersburgo, pero son interceptados o quedan sin despachar. Lo que no saben en Zúrich y prácticamente nadie en toda Europa, lo saben muy bien en Rusia: lo fuerte, lo enérgico, lo perseverante y mortalmente peligroso que resulta Vladímir Ilich Lenin para sus adversarios.
La desesperación de los que, impotentes, están retenidos no tiene límite. Desde hace años y años han proyectado estratégicamente su revolución rusa en incontables reuniones del alto Estado Mayor en Londres, París, Viena. Han evaluado, probado de antemano y discutido a fondo cada detalle de la organización. Durante decenios, en sus revistas han sopesado una por una las dificultades, los riesgos, las posibilidades, tanto desde el punto de vista teórico como práctico. Toda su vida este hombre ha meditado minuciosamente un complejo de ideas, revisándolo una y otra vez y llevándolo a las más terminantes formulaciones. Y ahora, como él está retenido aquí, en Suiza, quienes han puesto la idea sagrada de la liberación del pueblo al servicio de naciones e intereses extranjeros aguarán y echarán a perder su revolución. En una curiosa analogía, Lenin vive en esos momentos el mismo destino que Hindenburg durante los primeros días de la guerra, que estuvo durante cuarenta años operando y ejercitando a las tropas para la campaña rusa y que cuando estalló la guerra tuvo que quedarse en casa, vestido de civil, marcando con banderines en un mapa los progresos y errores de los generales movilizados. En esos días de desesperación, Lenin, por lo general un férreo realista, pondera y da vueltas a los más disparatados y fantásticos sueños. ¿No podría ir al aeropuerto y sobrevolar Alemania o Austria? Pero ya el primero que se ofrece a prestarle ayuda, se revela como un espía. Las ideas de fuga son cada vez más descabelladas y más confusas. Escribe a Suecia para que le faciliten un pasaporte sueco, pretendiendo hacerse pasar por mudo, para no tener que dar ninguna información. Claro está que a la mañana siguiente, tras todas esas noches de desvarío, Lenin se reconoce siempre a sí mismo que son alucinaciones irrealizables. Pero, esto lo sabe también a pleno día, tiene que regresar a Rusia, tiene que hacer su revolución, en lugar de la de los otros. La verdadera y justa, en lugar de la política. Tiene que regresar, y pronto, a Rusia. Regresar, ¡cueste lo que cueste!
A TRAVÉS DE ALEMANIA, ¿SÍ O NO?
Suiza está encajonada entre Italia, Francia, Alemania y Austria. Como revolucionario, Lenin tiene a través de los países aliados el camino cortado. Como súbdito ruso, miembro, por tanto, de una potencia enemiga, por Alemania y Austria. Pero se produce una situación absurda y es que a Lenin le cabe esperar más facilidades por parte del emperador alemán que del ruso Miliukov o del francés Poincaré. Alemania, en vísperas de la declaración de guerra por parte de Estados Unidos, necesita la paz con Rusia a cualquier precio. Así, un revolucionario, que crea allí dificultades a los representantes de Inglaterra y de Francia, no puede ser para ellos más que un oportuno colaborador.
Pero ese paso supone una enorme responsabilidad: entablar de repente negociaciones con la Alemania imperial, a la que en sus escritos ha denostado y amenazado cientos de veces. Pues hasta la fecha, poner el pie en un país rival y cruzarlo, en mitad de la guerra y con el consentimiento del Estado Mayor enemigo, desde el punto de vista moral es por supuesto alta traición. Y Lenin, sin duda alguna, tiene que saber que con ello primeramente compromete a su propio partido y a su causa; que será sospechoso, que será enviado a Rusia como agente contratado y pagado por el gobierno alemán y que, en caso de que pueda poner en práctica su programa de una paz inmediata, la Historia le cargará eternamente con la culpa de haber impedido que Rusia obtuviera la auténtica paz, la de la victoria. Naturalmente, no sólo los revolucionarios más moderados, también la mayor parte de los correligionarios de Lenin, se quedan horrorizados al ver cómo hace pública su disposición a recurrir en caso necesario a esa vía, la más peligrosa y la más comprometedora de todas. Estupefactos, insisten en que hace tiempo que se han establecido negociaciones con los socialdemócratas suizos para organizar la repatriación de los revolucionarios rusos por la vía legal y neutral del intercambio de prisioneros. Pero Lenin prevé lo tedioso de esa vía, con qué artificios y segundas intenciones el gobierno ruso retrasará su regreso hasta el infinito, cuando él sabe que cada día, cada minuto es decisivo. Sólo ve el objetivo, mientras que los demás, menos cínicos y menos audaces, no se atreven a cometer una acción que según todas las leyes vigentes y desde todos los puntos de vista es una traición. Pero Lenin, en el fondo de su alma, está decidido, y bajo su responsabilidad inicia personalmente las negociaciones con el gobierno alemán.
EL PACTO
Precisamente porque es consciente de lo sensacional y provocativo de su paso, Lenin procede con la mayor franqueza posible. A instancias suyas, el secretario del sindicato suizo Fritz Platten se presenta ante el representante diplomático alemán, que ya antes ha negociado con los emigrantes rusos en general, y le expone las condiciones de Lenin. Y es que ese insignificante y desconocido refugiado, como si pudiera presentir su autoridad futura, en modo alguno hace una petición al gobierno alemán, sino que presenta las condiciones bajo las cuales los viajeros estarían dispuestos a aceptar la amabilidad del gobierno alemán: que se reconozca al vehículo en el que viajen el derecho de extraterritorialidad; que ni a la entrada ni a la salida se podrán practicar controles de pasaporte o de personas; que ellos mismos pagarán su viaje según las tarifas normales; y que no se podrá ordenar, así como tampoco llevar a cabo por propia iniciativa, el abandono del vehículo. El ministro Romberg transmite estas noticias que llegan a manos de Ludendorff, quien sin duda alguna las apoya, si bien en sus memorias no se encuentra una sola palabra sobre esa decisión histórica, tal vez la más importante de su vida. En algunos detalles, el ministro trata de conseguir algunos cambios, pues Lenin ha redactado el expediente a propósito de un modo tan ambiguo que en el tren no sólo podrían viajar los rusos de manera incontrolada, sino también un austriaco como Radek. Pero, al igual que Lenin, también el gobierno alemán tiene prisa, pues ese mismo día, el 5 de abril, los Estados Unidos de América declaran la guerra a Alemania.
Y así, el 6 de abril al mediodía, Fritz Platten recibe esta curiosa respuesta: «Asunto dispuesto según lo deseado.» El 9 de abril de 1917, a las dos y media, desde el restaurante Zähringerhof una pequeña tropa de gente mal vestida y cargada de maletas se dirige a la estación de Zúrich. En total son treinta y dos personas, incluyendo mujeres y niños. De los hombres, sólo han quedado los nombres de Lenin, Sinoviev y Radek. Todos juntos han tomado un frugal almuerzo. Y juntos han firmado un documento en el que afirman conocer el comunicado del Petit Parisien, según el cual el gobierno provisional ruso tiene intención de tratar como reos de alta traición a las personas que viajen a través de Alemania. Con letra torpe y poco fluida han firmado que ellos mismos cargan con toda la responsabilidad de ese viaje y que han admitido las condiciones. En silencio, decididos, se preparan para el histórico viaje.
Su llegada a la estación apenas se nota. No han acudido reporteros ni fotógrafos, pues ¿quién conoce en Suiza a ese tal Uliánov, que con el sombrero aplastado, envuelto en un abrigo raído y con unas pesadas y ridículas botas de montaña —las lleva hasta Suecia—, en medio de una tropa de hombres y mujeres cargados con cajas y cestos, silencioso y sin llamar la atención, busca un asiento en el tren? Esas gentes no son muy distintas de los incontables emigrantes que, desde Yugoslavia, Rutenia o Rumanía, suelen sentarse aquí en Zúrich sobre sus baúles de madera, para descansar durante un par de horas, antes de que les obliguen a continuar viaje hasta el litoral francés y de allí a ultramar. El Partido Obrero Suizo, que desaprueba la salida de esos hombres, no ha enviado a ningún representante. Sólo han venido unos cuantos rusos para enviar saludos y algunos víveres a la patria. Otros, para, en el último momento, persuadir a Lenin para que no haga «el insensato y criminal viaje». Pero la decisión está tomada. A las tres y diez, el revisor da la señal. Y el tren se pone en marcha en dirección a Gottmadingen, la estación fronteriza alemana. Las tres y diez. Desde ese momento, el reloj del mundo da la hora con otro ritmo.
EL TREN PRECINTADO
Durante la guerra mundial millones de balas alcanzaron su objetivo. Los ingenieros idearon los proyectiles más violentos, más potentes y de más largo alcance. Pero ninguno lo tuvo mayor ni fue más decisivo para la historia reciente que ese tren que, cargado con los más peligrosos y más decididos revolucionarios del siglo y procedente de la frontera suiza, atraviesa silbando toda Alemania, para llegar a San Petersburgo y allí hacer que el orden de la época salte en pedazos.
Ese singular proyectil se encuentra en Gottmadingen, sobre los raíles. Un coche de segunda y de tercera, en el que las mujeres y los niños ocupan la segunda y los hombres la tercera. Una raya en el suelo hecha con tiza marca la zona neutral de soberanía rusa frente al compartimiento de los dos oficiales alemanes que acompañan a ese transporte de ecrasita viva. El tren avanza durante la noche sin contratiempos. Sólo en Frankfurt es asaltado de pronto por soldados alemanes que han oído hablar del paso de los revolucionarios rusos. En otra ocasión, se aborta un intento de los socialdemócratas alemanes de comunicarse con los viajeros. Lenin sabe las sospechas que infundirá si, estando en suelo alemán, intercambia una sola palabra con un ciudadano de ese país. En Suecia les dan una solemne bienvenida. Muertos de hambre, se abalanzan sobre la mesa del desayuno que les han preparado los suecos y cuyo smörgas les parece un increíble milagro. Y ahora Lenin tiene que dejar que le compren unos zapatos, en lugar de sus pesadas botas, y un par de trajes. Por fin han alcanzado la frontera rusa.
EL PROYECTIL ALCANZA SU OBJETIVO
El primer gesto de Lenin en suelo ruso es característico. No se fija en las personas, sino que antes que nada se lanza sobre los periódicos. Durante catorce años no ha pisado Rusia, no ha visto su tierra, ni la bandera, ni el uniforme de los soldados. Pero, a diferencia de los otros, a este inquebrantable ideólogo no se le saltan las lágrimas. No abraza, como las mujeres, a los desprevenidos soldados, a los que cogen por sorpresa. El periódico. Primero, el periódico, el Pravda, para comprobar si el diario, su diario, se atiene de modo suficientemente resuelto a la opinión internacional. Con rabia, arruga el periódico. No, aún no. Aún hay demasiada patriotería, demasiado patriotismo. Aún no hay, desde su punto de vista, suficiente revolución pura. Siente que es el momento de cambiar el rumbo y de hacer avanzar la idea de su vida para triunfar o sucumbir. Pero, ¿es el momento? Ultima preocupación, último temor. En Petrogrado —que así se llama aún la ciudad, aunque ya no por mucho tiempo—, ¿no hará Miliukov que le encierren enseguida? Los amigos, que han viajado con él en el tren, Kámenev y Stalin, muestran una singular y misteriosa sonrisa en el oscuro compartimiento de tercera clase, iluminado por un vacilante cabo de vela. No contestan. O no quieren contestar.
Pero la respuesta que entonces le da la realidad no tiene precedentes. Cuando el tren entra en la estación finlandesa, en la enorme explanada delantera hay cientos de miles de trabajadores. Guardias de honor de todos los batallones y regimientos aguardan al que regresa del exilio. Suena La Internacional. Y cuando aparece Vladímir Ilich Uliánov, el hombre que antes de ayer aún vivía en casa del zapatero remendón, es agarrado por cientos de manos y subido a un tanque. Desde las casas y desde la fortaleza, los proyectores le enfocan a él, que desde el carro blindado dirige su primer discurso al pueblo. Las calles tiemblan. Y pronto empiezan los «diez días que conmocionaron el mundo». El proyectil ha alcanzado y destruido un imperio, un mundo.