Cuadro VIII
EL RETORNO
Deseo que Job sea probado hasta lo último.
Job 34:36
Una bóveda amplia, como un sótano, cuyos postigos están cerrados y sus puertas, atrancadas. Un gris húmedo llena la profundidad del espacio subterráneo. Como gusanos, sombríos y trabados, yacen o están de cuclillas sobre piedras unos prisioneros; algunos se han reunido en torno a un anciano quien lee con voz caduca en la Escritura; más atrás, cuidado por una mujer, yace un herido.
Apartado de los demás, sobre una piedra y él mismo inmóvil como entumecido y convertido en roca, permanece sentado e inclinado Jeremías, con la cara escondida entre las manos. Está apático. Su silencio pesa como una piedra sobre el murmullo ondeante y las disputas de los demás. Es el día siguiente al de la caída de Jerusalén; la hora después de la puesta del sol.
EL MÁS ANCIANO (lee en la Escritura, meciendo el cuerpo rítmicamente al compás de las palabras que pronuncia queda y monótonamente, profiriendo en voz alta sólo algunos gritos de desesperación y de entusiasmo. Los demás repiten murmurando el texto, en coro).— ¡Oye, oh, oye pastor de Israel que cuidas de José como de los corderos, aparece. Tú que estás sentado más alto que los querubines, aparece, despierta tu poder!
LOS DEMÁS (que lo rodean, en coro).— ¡Aparece, aparece, despierta tu poder!
EL MÁS ANCIANO.— Aparece, pastor, Dios, consuélanos, ilumina tu rostro, para que nos restablezcamos. ¿Hasta cuándo estarás enojado con el pueblo que reza, lo alimentarás con lágrimas, le darás lágrimas de beber? Señor, oh Señor, Dios Sabaot, ilumina tu rostro, a fin de que nos restablezcamos.
LOS DEMÁS.— Ilumina tu rostro, a fin de que nos restablezcamos.
EL MÁS ANCIANO.— Retiraste la vid de Egipto y la plantaste en el país de los paganos, dejaste que se arraigara con vigor, colinas y sierras cubrían su sombra, a vides en flor dieron sombra los cedros del valle, pero ay, los extranjeros desgarraron las vides, las bestias salvajes malograron su crecer, solemne era, y yermo yace ahora.
LOS DEMÁS.— Señor, oh, Señor Dios Sabaot, ilumina tu rostro a fin de que nos restablezcamos.
EL MÁS ANCIANO.— No pienses en los pecados que cometimos, ten piedad de nosotros antes de que perezcamos, pues ya nos hemos quedado flacos y débiles y la tempestad de tu ira nos arroja a la muerte; no pienses en los pecados que cometimos, recuerda el pacto, recuerda tu nombre, aparece pastor, conduce de regreso a tu rebaño. ¡Aparece! ¡Despierta tu poder!
LOS DEMÁS.— ¡Aparece! ¡Despierta tu poder!
OTROS (implorando).— Ilumina tu rostro, a fin de que nos restablezcamos.
EL HERIDO (desde el fondo, luego de haberse quejado quedamente, gritando ahora fuerte).— ¡Ay… ay… me quemo… pónganme agua, me quemo… ah… ah… ay… agua!…
LA MUJER (a su lado).— ¡Calla, querido, calla por amor de Dios! De lo contrario nos oirán.
EL MÁS ANCIANO.— ¡Calla! Estate quieto. ¡Domínate! Nos hundes a todos en la perdición.
OTROS.— Nos matan si nos descubren.
EL HERIDO.— ¡Que me maten… oh… ah… oh… no aguanto… oh… oh… ah… el fuego me consume… ah… ah… agua… agua… agua… me quemo… socorro… socorro!
UN HOMBRE.— Debemos hacerlo callar; nos delata.
LA MUJER.— No… apártense de su lado… es mi hermano… sobre mis hombros lo saqué de la muralla. (Se arrodilla junto al herido). Querido… querido… te suplico… trata de callar… voy a buscarte agua… toma, ten este lienzo, apriétalo entre los dientes… así… así…
(El herido ha metido el lienzo en su boca. Sus gritos se transforman en gemido ahogado).
(Los demás, que se habían levantado, vuelven a sentarse).
UNO.— Sigue leyendo, Pinjás. Hay mucho consuelo en la palabra.
OTRO.— Continúa leyendo. ¡Lee la promesa, la promesa lee!
OTRO.— Sí… lo del siervo… del brote del tronco de Isaías… la anunciación… oh, lee… apacigua mi corazón… lee lo del salvador… nuestros corazones están sedientos del rocío de la palabra…
(El más anciano ha recogido la Escritura y se dispone a leer. Alguien golpea a la puerta, desde afuera. Todos se estremecen).
UNA MUJER (tímidamente).— Han golpeado.
OTRA.— Están aquí. Acabaron por descubrirnos.
UN HOMBRE.— No es en la puerta. Tiene que ser uno de los nuestros. Sólo nosotros conocemos el pasillo. ¡Ábranle!
LA MUJER.— ¡No! ¡No! Puede ser una traición. Hay gente venal entre el pueblo. Dejen cerrado.
EL MÁS ANCIANO.— ¡Silencio! (Se aproxima cautelosamente a una puerta escondida detrás de una piedra). ¿Quién hay?
(Contesta una voz desde afuera).
EL MÁS ANCIANO.— Zefania es, el hijo de mi cuñado, a quien mandamos a espiar. (Corre el cerrojo y entra un hombre tocado de yelmo y vestido a la manera caldea. Todos lo rodean. Sólo Jeremías queda, como la piedra sobre la que descansa apoyando el brazo, inmóvil y apático).
TODOS (hablando a la vez).— ¿Qué ocurre? ¿Viste a Neter, mi hijo… a Tebia, mi mujer… mi casa?, ¿la incendiaron?… Cuenta… habla… ¿adónde está el rey? El templo… cuenta Zefania… ¿mi esposo, Ismael… adónde está?… habla… ¿adónde está el sacerdote?… ¿Qué pasa con nosotros?… ¡cuenta!…
EL MÁS ANCIANO.— ¡Silencio! Déjenlo hablar a él, pues sus ojos han visto el día y la ciudad.
ZEFANIA.— Mejor estar sentado en la oscuridad que ver esto; mejor aun que eso, llorar hasta quedar ciego, y lo mejor de todo, dormir muy hondo en lo oscuro, entre las raíces de los árboles y en las entrañas de la tierra. En campo de muertos se ha transformado la ciudad de David, en escombros y desechos, el templo de Salomón.
TODOS.— Ay… Jerusalén… pobre… ay…
ZEFANIA.— Como lodo están tirados los cadáveres de nuestros hermanos en las calles, y aun a los muertos les roban sus vestimentas. De las tumbas arrancaron la osamenta del rey de Judá, y a los dados han jugado la púrpura de Salomón, sacada de su ataúd. Han tomado los panes de la mesa sagrada, y arrancado los candelabros de las paredes.
EL MÁS ANCIANO (desgarrando su indumentaria).— No quiero vivir más. Oh, si pudiera desgarrar mis entrañas como éste mi atavío.
VOCES.— ¿Ay… adonde queda el poder de Dios… la alianza… la promisión… adonde quedan nuestros dirigentes… Nahum… dónde está Johanán… perdido… perdidos… Jerusalén… mi esposo… a quién viste?…
ZEFANIA.— Por muchos preguntan, y una contestación tengo para todos. Ninguno de los nobles de la ciudad ve ya la mañana de Dios.
TODOS.— ¿Todos… no es posible… qué hay con Abodamsar… Joacín, él también?… Hedasar… Imre… dime… Nahum…
ZEFANIA.— No me pregunten… su sufrimiento ya pasó y sus almas están con Dios.
TODOS (a la vez).— Y di, ¿Nahum también?… contesta… los hijos del rey… Absalón, mi cuñado…
ZEFANIA.— Ninguno está con vida. Al que no cayó en la muralla, lo ahorcaron los carniceros de Nabucodonosor. Ninguno vive ya, salvo Sedecías.
VOCES.— Sedecías vive… ¿por qué le guardaron consideración?… ¿Por qué a él precisamente?… Es un traidor… ¿Por qué gracia para él, y muerte para los demás?… ¿Por qué perdón para él?…
ZEFANIA.— ¡Respeto por el rey!… ¡Respeto por su sufrimiento!…
VOCES.— ¿Qué pasó con él?… ¿Está hecho prisionero?
ZEFANIA.— Sedecías se abrió pasó con sesenta de los más valientes para agruparse en la montaña y reanudar la lucha contra Asur. Pero los persiguieron con carros y lo aprehendieron y lo llevaron delante de Nabucodonosor.
VOCES.— Y éste… ¿qué hizo?
ZEFANIA.— Crucé el camino de su sufrimiento y estuve en la plaza donde lo mantenían con cadenas. Y delante de sus ojos derribaron a sus hijos, uno por uno, con la espada. Pero luego, cuando sus ojos estaban llenos de espanto y lágrimas… entonces, el ungido del Señor, Sedecías, fue cegado.
JEREMÍAS (incorporándose de repente de su inmovilidad absoluta, con espanto supremo).— ¿Cegado, dijiste cegado?…
ZEFANIA.— ¿Quién es éste?
VOCES.— No le hables… no lo mires… callen… no pronuncien el nombre del infame… maldición está sobre él… deja… no le hables…
ZEFANIA.— ¿Quién es ese que preguntó? Conozco esta voz.
VOCES.— No indagues… maldición sobre él… no es de los nuestros… un repudiado del Señor es…
UNA MUJER.— Maldición de Dios es, enviado sobre nosotros para tormento ardiente, látigo y bilis de Dios… ¡Jeremías, Jeremías!
ZEFANIA (con un grito penetrante, extendiendo los brazos).— ¡Jeremías!
JEREMÍAS.— ¿Por qué te espanto así? ¿Qué temes? Yo ya no soy de temer. Viento fue mi palabra, y lodo mi fuerza. Escúpeme, y prosigue tu camino.
ZEFANIA (estremecido).— No me maldigas, terrible, no me maldigas. No, no, yo no te hice nada. ¡No me maldigas!
JEREMÍAS.— Y aunque te maldijera, ¿qué daño te haría? Y si te bendijera, ¿qué provecho tendrías? ¿Quién soy, al fin y al cabo? Un balo sin palabra, una maldición sin fuerza, un profeta sin Dios. Escúpeme, pues lepra fue mi palabra, e impotencia, mi conducta.
ZEFANIA (más estremecido aún).— ¡No me maldigas! ¡No me maldigas! Nunca te fui adverso. Oh, protéjanme ¡Escóndanme de su faz! ¡Suplíquenle que no me maldiga! No puedo ver su ojo sin sobresaltarme, no puedo oír su nombre, sin temblar.
EL MÁS ANCIANO.— ¡Anímate! ¿Por qué te has de estremecer ante él? Viento son sus palabras, y la ignominia es su hogar.
ZEFANIA.— No… no… es terrible… él lo sabía… él lo sabía de antemano… él… él sólo… lo llamó… el rey… él… a él…
EL MÁS ANCIANO.— ¿Quién lo llamó?
ZEFANIA (completamente exaltado).— Él… él lo llamó… el rey. Lo habían prendido en sus cadenas y dieron vuelta a su cara, a fin de que viera cómo asesinaban a sus hijos… él se oponía… pero lo obligaron… Sus labios estaban entre los dientes, quería callar… y calló cuando prendieron al primero de sus hijos… pero cuando prendieron al segundo, temblaron sus labios, y cuando atravesaron al tercero, apartáronse torcidos; pero no gritó pidiendo perdón, gritó «¡Jeremías, Jeremías!».
(Todos retroceden espantados).
ZEFANIA.— Su nombre gritó en la tortura. Y cuando el acero candente destruyó sus ojos, volvió a gritar: «¡Jeremías… Jeremías…!, ¿adónde estás, profeta, adónde estás, mi hermano Jeremías?»… A él… a él lo llamó… Él lo sabía…
(Todos se apartan de Jeremías, como de una bestia peligrosa).
JEREMÍAS (luchando consigo mismo, en tormento confuso).— No es verdad… no lo quería… no quería nada de todo esto… no puede acusarme… no puede… La palabra me penetró tal como el fuego salta de la piedra… no es justo que me acuse… yo… yo quería marchar a su lado… no yo, Dios me transformó en mentiroso… yo me defendí contra él. No es verdad… yo no lo hice.
ZEFANIA.— ¿Qué dices?
UNA MUJER.— Presa es de su locura.
OTRO.— Está delirando.
UN HOMBRE.— No… él lo dijo… sabía todo… es un sabio… un profeta…
JEREMÍAS.— No debe… no puede… no puede acusarme… mi palabra no es mi voluntad… Poder hay sobre mí… Él… Él… El terrible… el inclemente… Su herramienta soy, nada más… su aliento… siervo de su maldición… Me persuadió y me dejé persuadir… pues más que poderoso fue, y en su esclavo me convirtió… Maldición puso en mi aliento… Él… Él… el terrible… la hiel, en mi palabra… y la amargura en mi saliva… Oh… ay, del puño de Dios… a aquel a quien agarra el terrible, a ese no lo suelta más… oh, que me libertara, a mí el maldecido de su palabra… yo… yo… no quiero pronunciar más su verbo… callar quiero… callar… yo… yo… no quiero más, Dios… no quiero más… maldigo tu maldición… aparta tu mano de mí, saca el fuego de mi boca… yo… yo no puedo más… no quiero más…
(Jeremías se desploma como abatido).
LAS VOCES.— ¡Miren… vean… la mano de Dios lo alcanzó… locura cayó sobre él… apártense de él… apártense!…
(Todos forman un grupo y se alejan de Jeremías, quien está tendido en el suelo, como un árbol derribado. Durante unos instantes reina un silencio consternado, perplejo. Luego se oye, desde afuera y de lejos, un toque de trompeta).
ZEFANIA.— Ay, ya se acercan, los anunciadores, los heraldos de la desgracia.
TODOS (en torno a Zefania).— ¿Qué es… qué ha sucedido… qué significa el llamado… deja al orate… habla, Zefania… qué mensaje?
ZEFANIA.— Mensaje de Nabucodonosor a los que quedan del pueblo.
VOCES.— Ay… ¿qué propósitos tiene… debemos ir a escucharlo?… ¿podemos atrevernos?… Habla, Zefania…
ZEFANIA.— No se den prisa, siempre es demasiado pronto para oír mala nueva.
VOCES.— No… habla… cuenta… ¿qué nos está destinado?
ZEFANIA.— Es voluntad de Nabucodonosor que la ciudad no siga viviendo sobre la Tierra.
(Gritos de horror).
ZEFANIA.— A monumento de espanto destinó el infame la ciudad de Dios. Nos arranca del suelo, debemos marchar, hermanos, como otrora, a la esclavitud. Una noche sola nos concede a los sobrevivientes para el descanso, para que inhumemos los muertos, y luego, todos, ancianos y niños, deben marcharse de aquí al país de los caldeos. Extraños campos debemos labrar, extrañas vides plantar, y extrañarnos a nosotros mismos y a nuestro Dios. Por última vez hollamos la tierra de Jerusalén, por última vez brillan estrellas patrias sobre nuestra cabeza. Éste es el mensaje de aquel. Ay del que apetece oírlo.
(Un toque de trompeta, de más cercad).
VOCES.— Debemos salir… dejar Sión… dejar Jerusalén.
EL MÁS ANCIANO.— Yo no voy… me quedo… me quedo.
ZEFANIA.— Caerá la espada sobre quienquiera que se oponga a la marcha. Que cada cual se prepare para el viaje, y que todos se reúnan en el mercado. Tres veces sonará la trompeta antes de la aurora. El que entonces se halle aún dentro del ámbito de la ciudad, caerá bajo la espada.
EL MÁS ANCIANO.— Que me abata, yo me quedo, me quedo. No quiero vivir sin Jerusalén. ¡Mejor en el ataúd que en lugar extraño!
UNA MUJER.— Mi hermano cayó, el hijo de mi hermano y mi esposo. Tumbas son mi heredad; las quiero cuidar.
UN HOMBRE.— Yo me quedo. Me quedo. Aquí está mi raíz y mi fuerza. Desfallecido quedaría mi brazo si hubiera de hundir el arado en tierra ajena, y ciegos quedarían mis ojos en un mundo extraño.
VOCES (entusiastas).— Nos quedamos… queremos morir… mejor la muerte que la casa de servidumbre… al destierro, no… morir por Dios… morir… preferible morir.
EL HERIDO (levantándose febril de su lecho, en el fondo).— No… no… no quiero morir… vivir, quiero vivir… quiero irme… lejos… con tal de no morir… ¿quién me llevará?… no me abandonen… no… morir, no… ¡vivir… vivir, vivir!…
LA MUJER (abalanzándose sobre el herido).— Sosiégate… yo te llevaré…
EL HERIDO (ardoroso).— Sí… lejos… lejos de los orates… todo, menos morir… con tal de no morir…
EL MÁS ANCIANO.— Delira… su cuerpo está quemado, su brazo roto… no sabe lo que dice…
EL HERIDO (con furia febril).— Sé… yo sé… yo he sentido la muerte… todo, menos morir… Antes quemarme, antes sufrir, pero sentir vida todavía, vida es esperanza, y estar muerto no es nada… morir, no… ¡vivir, vivir!…
UNA MUJER JOVEN.— Sí, yo también quiero vivir… Aún no he visto nada, ni sentido nada… mis miembros aún florecen… me siento… no quiero hundirme en lo frío… no quiero…, voy contigo… a cualquier parte… a cualquier lado…
OTRA MUJER.— So meretriz… perdida, tú… ¿quieres convertirte en ramera de los extranjeros?
LA MUJER JOVEN.— Todo… todo… con tal de vivir… vivir, nada más…
EL HERIDO.— Vivir… padecer todo, todos los sufrimientos… pero vivir…
UN HOMBRE (furioso).— No hay vida sin Dios… ni vida sin Jerusalén.
OTRAS VOCES (confundidas).— Es preferible morir… mejor es morir… con tal de no volver a la casa de esclavitud… no ser esclavo… no, morir no, todo menos morir.
(El trompetazo del heraldo suena ahora muy cerca).
UNO.— Déjenlos llamar. Yo no los oigo. La voz de la muerte suena dentro de mí fuerte como palabra de Dios. Muramos, muramos, no nos dejemos seducir. ¡Muramos con Jerusalén!
EL MÁS ANCIANO.— Te asgo, Jerusalén, ciudad santa, fuiste mi vida, sé, pues, también mi muerte. ¿Cómo pudiera respirar sin ti, cómo abrir a la mañana los ojos sin ver la casa de Salomón y el descanso terrenal de Dios? Prefiero estar inhumado en su suelo, a pasar sobre otra tierra; prefiero estar muerto con mis padres, a ser siervo de extraños. Jerusalén, Jerusalén, Jerusalén, acógeme en tu suelo; fuiste mi vida, ¡sé también mi muerte!
ZEFANIA.— Disiento de ti. No quiero morir. Demasiados muertos he visto en las calles; sus ojos miraban fijos en el cielo de la ciudad; sus puños estaban convulsivamente aferrados a la tierra de Israel, pero no hubo paz en sus rostros. Quiero sufrir sin medida, pero vivir. Que me martillen en las minas de Tiro donde el agua gotea hasta pudrirse las barbas y cegarse los ojos. Que me aherrojen con la espalda encorvada al anillo de sus barcos; que me mutilen y desfiguren para sus dioses; aun así gritará cada miembro en mí a Dios, pidiendo vida. Encadenado y martirizado, alabaré cada día, con tal de no ser muerto, con tal de no morir.
EL HERIDO (incorporándose).— Sí, vivir, nada más, sentir aún entre los dedos un grano de la arena del tiempo. Ver todavía las florecillas de los almendros, que se abren blancas en la noche, y la luna, cómo se derrite y redondea entre las estrellas. Oh, ya no gozar nada, estar retorcido y sordo, pero ver todavía las cosas deliciosas del mundo, aspirar el aire con la boca. Sentir el propio corazón, cómo late, y cómo la vena corre cálida en la mano. ¡Vivir, oh, vivir, vivir, nada más!
EL MÁS ANCIANO.— Vergüenza sobre ustedes, flojos. ¿Quieren vivir sin Dios? ¿Lo quieren dejar atrás, entre escombros y en ignominia?
UN HOMBRE.— Él marcha con nosotros, tal como marchó a través del desierto.
UNA MUJER.— Lo recordaremos en la oración.
EL MÁS ANCIANO.— ¿Adónde piensan orar si no junto al altar? Apóstatas son y traidores. ¿Quieren arrodillarse ante Baal y sacrificar a Astarot? Que viva quien quiera vivir sin Él. Yo le guardo fidelidad.
UN HOMBRE.— Una casa nueva le construiremos.
EL MÁS ANCIANO.— A ésta eligió. Sólo aquí está.
VOCES.— Él marcha con nosotros… en todas partes también seremos creyentes… bajo todos los cielos nos habla… en el éxodo también nos oirá… ahí está su palabra, su rostro sombrea todos los caminos…
EL MÁS ANCIANO.— No, el que abandone a Jerusalén, abandona también a Dios. Aquí está la casa de Yahvéh, sólo aquí. Idolatría es todo sacrificio fuera de su altar.
VOCES (discrepantes).— No… está en todas partes… aquí sólo está… en todas partes… en todas partes… en cualquier lugar… se nos manifestará en cualquier parte… sólo el templo es su hogar… en todas partes está… doquier… sólo aquí está… su faz…
JEREMÍAS (levantándose de pronto, con estallido tremendo).— En ninguna parte está. ¡En ningún lado! ¿Quién de los vivos lo ha visto, quién ha percibido su voz? No está en parte alguna. En ningún lado. El vacío miran quienes lo buscan; quien da fe de Él, es convertido en mentiroso a la faz de la humanidad. En ningún sitio está Dios, ni en el cielo ni sobre la tierra, ni en el alma de los hombres. ¡En ninguna, ninguna parte!
EL MÁS ANCIANO (perplejo, con la boca abierta, levanta por último los brazos temblorosos hacia el cielo).— ¡Blasfemia! ¡Blasfemia! ¡Alcánzalo con tus rayos!
JEREMÍAS (cada vez más ronco).— ¿Quién lo infamó si no Él mismo? Rompió su alianza, desconoció sus juramentos, derribó sus murallas y puso fuego a su propia casa. Él mismo se niega, Él mismo es blasfemo, infamador de Dios; Él mismo, sólo Él.
EL MÁS ANCIANO.— ¡No lo escuchen! ¡No le presten oídos! Un apóstata es, un expulsado, no lo escuchen, siervos del Todopoderoso.
JEREMÍAS (más y más exaltado).— ¿Quién le ha servido como yo, en Israel? ¿Quién fue siervo suyo tan fiel como yo dentro de los muros de Jerusalén? Dejé mi hogar por él en el odio, y a mi madre en la muerte; amigos sacrifiqué a su amor, y la dulzura de las mujeres, a sus celos. A su voluntad me entregué como una mujer al varón. La palabra entre mis dientes era suya, y la sangre en mi cuerpo: cada pensamiento era hijo de su voluntad lo mismo que los sueños en el fondo de mi reposo. Ofrecí mi espalda a quienes me golpeaban, y no escondí mi rostro ante el escarnio y el esputo. Y he servido, he servido, porque creía que apartaría la desgracia por mi intermedio; he maldecido porque pensaba que Él lo tornaría en bendición; anunciaba lo por venir porque creía que me convertiría en mentiroso y salvaría a Jerusalén. Pero anuncié la verdad, y sólo Él fue mentiroso de su palabra. Ay, ay por haber servido tan fielmente al infiel. Cuando mis hermanos reían, Él me enviaba para que escupiera en su alegría, ¡y ahora, que se amilanan y se retuercen en la convulsión de su desdicha, quiere que me ría de ellos! Pero no, no me río, Dios. No me río del martirio de mis hermanos, no me río. No puedo alegrarme como Tú viendo la miseria de los aterrados, y el hedor de los muertos no es fragancia para mí. Tu dureza es demasiado dura para mí, y demasiado pesada tu mano. No sirvo más a tu venganza furiosa, no te sirvo más. Rompo la alianza entre Tú y yo. La rompo. La rompo.
VOCES (simultáneas).— Está demente… insulta a Dios… Dios se enfurece en él… apártense, déjenlo… locura cayó sobre él…
JEREMÍAS (hablando al vacío, sin fijarse, en los presentes, en un éxtasis desesperado).— ¡Habla, pues, sombrío taciturno, habla! Así como yo depongo contra ti, ¡depón contra mí! ¿Di si alguna vez me resistí a mi juramento, si jamás protesté y reclamé? ¡Habla, pues, sombrío taciturno, habla! Tú me has buscado, y me encontraste aterrado de sospechas y encendido por sueños; y cuando mi alma en llamas ardía me enviaste como incendio contra mi pueblo. ¿Qué fue si no tu voluntad furiosa cuando como enemigo arremetí contra ellos? Yo fui la cuerda que los estrangulaba, el casco que a su paz pisoteaba, yo fui el serrucho que chillando los partía, el aguijón que en vida los descarnaba, yo fui el espanto que los aterró, la pesadilla que cada noche los despertaba, el fuego que a sus huesos devoraba, la espina fui, en su carne clavada, yo fui el pendenciero que los injuriaba y reprendía, el verdugo que a estacas los clavaba, y fui, además, la burla que luego se les reía. Oh, fui todo lo que tu desvarío de mí hacía, pues insensible cual fuego y bronco como animal, así te serví, así te servía. Sentía a los hermanos, cuya alma me buscaba, y, sin embargo, me aislé, maldecía e injuriaba, y aunque mi corazón se rebelaba y gritaba, lo dominaba, y los castigué.
VOCES.— Delira… ¿con quién habla?… está delirando… su cerebro se consume… dice locuras…
JEREMÍAS.— Pero yo me desdigo. No obro más tiempo según tu deseo, no pleiteo más, no sigo esclavizado. Mi corazón no es por más tiempo hogar y casa para Ti, te arrojo de tus cielos. Como Tú a tú pueblo, expulsé yo a Ti, por duro odiador, por impío, pues un Dios que escarnece en vez de ayudar no merece que se le proclame ni quiera. ¡Sólo el que aparta la pena, es Dios, sólo el que prodiga consuelo, puede ser Todopoderoso! Oh, lo sé, lo sé, sólo es profeta aquel cuya mano siembra el amor eterno, cuya alma es marea de gran misericordia, cuya alma es ardor de toda la cálida sangre inocentemente derramada, y cuyo corazón está consumido por amor inconmensurable. Oh, lo siento, lo siento, yo puedo ser uno, pues las voces que sin ser oídas hacia Ti se levantan, penetran como llamaradas en mis adentros. Me llama la ciudad que, iracundo, incendiaste. Me llama tu pueblo que, odiando, desterraste. Me llaman las viudas que Tú has creado, me llaman las madres que Tú doblegaste, me llama el rey que Tú cegaste, tu altar, al que Tú mismo ultrajaste; desde cuevas, desde el aire me han sido enviados mensajes resonantes de sufrimientos atroces, los vivos llaman, me llaman los muertos, mi alma los escucha —y se ha dado vuelta: apartóse de Ti que odias y eres inclemente, y entumeciste, convertido en ídolo de tu orgullo, y unióse a las hermanas, unióse a los hermanos vestidos de pena, humillados por sufrimiento. Sólo a ellos, a ellos sólo se abre mi corazón, se abren mis brazos, y ante su dolor me inclino, ante su sufrir doblo la rodilla, porque te odio, Dios, y sólo a ellos los amo.
EL MÁS ANCIANO.— Maldijo a Dios… derríbenlo a golpes…
VOCES.— Delira… está loco… desvarío es su palabra… sueña con los ojos abiertos… es peligroso oírlo… háganlo callar.
JEREMÍAS (cayendo repentinamente de rodillas, dirigiéndose a los demás).— ¡Oh; hermanos míos, perdonen, perdonen, perdonen mi vanidad perversa! Él, sólo él me cegó con sueños, tentome con palabras y me sedujo con signos, de modo que en la terquedad de mi egoísmo creí que había sido enviado para darles aviso. Creía que era grande cuando blandía su nombre contra ustedes, y enseñaba los dientes con sus maldiciones, pero yo me aparto por fuerza y lo expulso. Y si los he tratado con soberbia, hermanos míos, escúchenme con piedad. Si los he maldecido, no se enojen; por haberme tentado Él, no me expulsen; a sus plantas me arrojo: sientan, sientan, que estoy arrepentido.
(Los hombres y las mujeres retroceden espantados).
JEREMÍAS (siguiéndolos, arrastrándose de rodillas).— ¡Hermanos, perdonen, perdonen! ¡Oh, cómo siento ahora que son hermanos, y yo el menos, el más insignificante de todos! Oh, déjenme ahora, queridos, hablar de amor solamente y compartir, dichoso, el pan de su desventura. Oh, permitan, hermanos míos, graciosamente, que los quiera, que les pertenezca; nunca más mi palabra, lo juro, lo juro, tornarase contra ustedes insolente y advirtiendo. La peor, la más baja faena quiero cumplir que como castigo y tormento me impongan, quiero besar el polvo de sus plantas, ser el mísero siervo de sus esclavos. ¡Oh, hermanos en las tinieblas, hermanos en la desgracia, noten mi remordimiento, mi humildad, y perdónenme, hermanos, perdónenme, perdonen!
EL MÁS ANCIANO.— ¡Muerte sobre quién lo toque! Dios lo ha sentenciado.
VOCES.— ¡Maldito de Dios… vete… fuera… vete de nuestro lado… no nos apestes… renegado… vete… fuera!
JEREMÍAS (repudiado, con un grito sordo).— ¡La lepra sobre mí! ¡Lepra sobre mí y muerte! (Se desploma).
VOCES.— ¡Hay que sacarlo de aquí como carroña… su presencia apesta el aliento… presa está de locura… sáquenlo… mátenlo… abátanlo!…
EL MÁS ANCIANO.— Que nadie lo toque. La mano de Dios está sobre él, y es más fuerte que la nuestra.
(Golpes fuertes e imperiosos contra la puerta).
TODOS (a la vez).— Los heraldos… los caldeos… golpea como la mano de un mandatario… no es ninguno de los nuestros…
(Otros golpes, más recios y más seguidos).
TODOS (simultáneamente).— Cómo urge… está impaciente… no hay que irritarlo… dejen cerrado, son ladrones, caldeos… hay que abrir… de lo contrario, se enojará…
EL MÁS ANCIANO.— Voy a abrirle. ¿Acaso no nos acecha la muerte a cada hora?
(Abre titubeante una rendija de la puerta, que es imperiosamente empujada desde afuera).
BARUC (entra precipitadamente, con el rostro azorado).— Hermanos, ¿está Jeremías aquí?
EL MÁS ANCIANO.— No pronuncies su nombre, no lo digas.
BARUC.— ¿Está aquí? Así me lo han dicho.
EL MÁS ANCIANO.— Ay, que estuviera en otra parte, en las fauces del Gehena, y con los huesos triturados, en el matadero de los enemigos. Aquí yace alcanzado por la mano de Dios.
BARUC (precipitándose).— ¡Jeremías! ¡Jeremías!
JEREMÍAS (levantándose poco apoco de la postración, mirándolo de hito en hito, como a un extraño).— ¿Quién me busca todavía? ¿Quién me tienta aún?
BARUC.— Maestro, mi maestro, ¿no recuerdas ya mi cara, ya te es desconocida mi voz?
JEREMÍAS.— No quiero ver nada más, ni oír nada. Apártate, tú que aún conservas aliento en la boca. ¡Déjame tendido y descomponer!
BARUC.— ¡Jeremías, maestro, dechado, tú, de bondad! ¡Te imploro, levántate, te andan buscando, están cerca; vienen!
JEREMÍAS.— ¿Quién me busca todavía en este mundo?
BARUC.— Te han traicionado, se sabe dónde estás. Nabucodonosor envió corchetes para prenderte; te buscan y sólo me adelanté rápidamente a ellos.
JEREMÍAS.— Que vengan. Bienaventurados los matarifes, bienaventurada la muerte.
BARUC.— Jeremías, ¡reanima tus sentidos! El último eres de los nobles de la ciudad; todos han caído y han sido asesinados; sólo a ti te buscan aún para que sea extirpado todo lo que hubo de notable en Israel.
JEREMÍAS.— Déjalos que vengan. ¡Bienaventurados los carniceros, bienaventurada la muerte!
BARUC (zarandeándolo, desesperado).— ¡Jeremías! ¡Jeremías! ¡Despierta de tu sueño! Terrible es la ira de Nabucodonosor, y espantoso su cruel placer. Hasta la muerte la agrava con tormentos, y sus siervos saben martirizar más que nadie.
JEREMÍAS.— ¿Tú crees eso, niño? Oh, tú no lo viste a Él, el terrible, que dispone de tormentos y martirios que ningún ser humano conoce. Aquel, cuya alma sufrió los suplicios de Dios, ese ya no teme los sufrimientos del cuerpo ni el espanto de los esclavos. Que vengan, que vengan y se ensañen en mí cuyas entrañas Dios tocó, y yo me reiré de ellos. Porque yo conocí el tormento de Dios, y gloria es el martirio de la muerte comparado con el martirio de la vida; un placer es el sufrimiento humano, comparado con el padecimiento divino.
BARUC.— ¡Jeremías! ¡Jeremías! Si me quieres, huye, no abandono tu vida, no la dejo.
JEREMÍAS.— No amo más. A nadie más quiero, a nadie más.
BARUC (abrazándolo).— No, maestro, antes mi sangre que la tuya. Moriré contigo.
(Recios golpes de lanza contra la puerta).
TODOS (precipitándose hacia los rincones).— Ay… pobres de nosotros… los caldeos… ha llegado nuestra hora… él atrajo la desgracia sobre nosotros… ay… él… él… ¡entreguémoslo!…
BARUC (espantado).— Es demasiado tarde… están aquí…
JEREMÍAS.— ¡Ábreles, Baruc!
(Baruc titubea).
JEREMÍAS (levantándose, resuelto, con vozarrón sonoro, casi jubiloso).— Ábreles, para que los reciba erguido, pues sedienta se tornó mi alma de la muerte. ¡Oh, el que primero viene a cumplir mi palabra, bienvenido sea, bienvenido el fin! ¡Abre, Baruc! ¡Ábrele, Baruc, al redentor!
(Baruc va hacia la puerta, y vuelve a hesitar).
(Nuevos golpes fuertes desde afuera).
JEREMÍAS (imponente).— Abre, Baruc, si me quieres. ¡Te lo ordeno! ¡Ábrele!
(Baruc cubre su rostro y corre el cerrojo).
(El portón es abierto impetuosamente desde afuera, y penetra un reflejo de la última luz de la tarde, iluminando la escena ensombrecida. Entran los tres enviados del rey; detrás de ellos, la claridad ígnea del día que muere. Los fugitivos retroceden ante ellos, y sólo Jeremías permanece erguido frente a los recién vencidos).
EL ENVIADO (adelantándose a los otros dos).— ¿Está entre ustedes el que llaman Jeremías, hijo de Helcías de Anatot?
JEREMÍAS.— Yo soy el que buscas. Cumple en mí la orden que tienes.
(El enviado se echa cuan largo es en el suelo delante de Jeremías, y toca tres veces el suelo con la frente. Los otros hacen lo mismo).
(Jeremías da un paso atrás, sorprendido).
El enviado (levantándose).— ¡Salud y respeto al intérprete de los signos! ¡Honra y prez al profeta del acontecer, al visionario de lo oculto! (Nuevamente toca tres veces el suelo con la frente, siguiendo los otros dos todos sus movimientos).
(Jeremías se ha recobrado y lo mira sombrío).
EL ENVIADO.— Orden y mensaje te es enviado por conducto de mi boca vil por Nabucodonosor, mi señor, el rey de los reyes, el que rehará el país. Así dice a ti la palabra del poderoso. Informado fue Nabucodonosor de que tú has sido el único del pueblo que anunciaba derrota de los sublevados y vergüenza de los charlatanes. Como plomo se han derretido las palabras de los sacerdotes que hablaban contra su fuerza, pero la tuya de la advertencia se confirmó y probó ser como oro. Nabucodonosor se ha enterado de tu fama, su oído ha bebido tu nombre, y ahora su ojo anhela verte.
JEREMÍAS.— Que los enemigos, si tal les place, ponderen mi sabiduría; yo maldigo mi verbo.
EL ENVIADO.— Mas, ésta es orden del todo rey para ti. «Cegué a los que estaban cegados. Rompí las mandíbulas de los insurrectos, y arranqué la lengua de los que hablaron contra mí. Pero quiero honrar a los que honraban mi poder, y dar poder a los que sabían temer el mío». Indumento te manda como los príncipes de Caldea lo usan, y que seas tú el mayor de sus siervos en su mesa.
JEREMÍAS.— Yo no sirvo a nadie en el cielo ni en la tierra desde que serví a Dios y me cansé de Él. Rehuyo servir.
EL ENVIADO.— Equivocadamente interpretas la palabra. No a bajo servicio eres llamado, sino que has sido puesto sobre todos los que sirven al rey. El primero deberás ser de sus taumaturgos, le debes interpretar el destino y contar las estrellas que corresponden a sus años. No habrá ninguno superior a ti, y libre será tu entrada y salida del palacio.
JEREMÍAS.— Oigo tu palabra, oigo la palabra del rey en tus palabras, y las peso en la mano extendida. Grande es el llamado que Nabucodonosor me dirige, pero mayor aún la desgracia del pueblo al que pertenezco. Por eso, ¡oye! No quiero entrar en el palacio cuyos peldaños friegan las hijas de mi señor, hechas esclavas. No quiero romper el pan en la mesa como compañero de los individuos cuyas manos arrancaron las colgaduras del ocultamiento de Dios en Sión. No quiero merced del cruel, ni favor del impío; no los quiero.
EL ENVIADO.— Mensaje te traje, y tú lo oíste, y el mensaje de un rey requiere obediencia.
JEREMÍAS.— Claro es tu hablar, que sea claro también el mío. Ve y dile al que te envía, tal como yo te digo: «Así habla Jeremías a Nabucodonosor. Mi amargura no contiene dulzura para ti, ni contienen mis labios anuncio para tu orgullo. Y aunque llamaras con las voces de todos los ángeles, mi corazón no te oye, y aun cuando me pesaras con oro todas las piedras de Jerusalén, mi boca no hablará para tu dulzura. A pesar de que me honras, yo no te honro, y si bien tú me buscas, yo no quiero encontrarte».
EL ENVIADO.— Recuerda que es el rey de los reyes quien te llama a su presencia.
JEREMÍAS.— Yo me niego. Yo me rehuso.
EL ENVIADO.— Jamás se le ofreció negativa.
JEREMÍAS.— Yo se la ofrezco, yo, el último de Israel. ¿Quién es él para que yo le tema? Una brizna es su poder, y un soplo, su furia.
EL ENVIADO.— Atrevido, ¿a quién infamas? Pronuncias al desgaire el nombre sagrado del señor. ¡Cuida tu lengua, cuida tu vida!
JEREMÍAS (enardeciéndose).— ¿Quién es él para que yo tenga que temerlo? Muchos fueron los que en otro tiempo ostentaban tal frontal de oro y se llamaban faraón, y sin embargo, ya no queda quien pregunte por ellos y quien tome un cincel para anotar su memoria entre los libros del tiempo. Más poderosos hubo que él, y las generaciones de la tierra los olvidaron antes de que se pudrieran los árboles que ellos plantaron. ¿Quién es Nabucodonosor bajo las estrellas, para que yo tuviera que temerlo? ¿No es un gusano humano, y no aguarda muerte detrás de su sueño, y podredumbre en su cuerpo? ¿Ya se escapó a la mutación y al cambio de la hora? ¿Crees tú que ya conserva firme lo que tiene y que puede vanagloriarse del fin en medio del camino?
EL ENVIADO.— Eternamente dura el poder de Nabucodonosor, eternamente conserva el triunfo.
JEREMÍAS.— ¿Lo leíste tú en el libro del destino, abriéronle los magos los sellos del porvenir y se lo interpretaban los astrólogos? ¿Ya conoce él su término, puesto que empiezan a vanagloriarlo, y conoce su suerte, ya que se insolenta? Mas yo, Jeremías, te digo: fallada está sentencia sobre Nabucodonosor, y está hecha jirones la vestimenta de su poder. Profundamente esclavizó a Israel, pero él será esclavizado siete veces más profundamente. ¡Ya germina su caída, y su hora está cercana, ya llega, ya se levantó el vengador de Israel, el vengador de Israel ya existe!
(El enviado retrocede espantado).
EL MÁS ANCIANO (se ha levantado repentinamente en la penumbra y grita exaltado).— Cumple, cumple su palabra. ¡Óyelo, Dios, cúmplela!
JEREMÍAS (enardecido).— Ve hasta junto a tu rey, vete. Puesto que envió por un mensaje y reclamó lo oculto, ve, ve y dile el anuncio hasta que retumben sus oídos, ve, enviado, anda y dile como yo lo digo: «Ay del que trastorna, pues será trastornado, y ay del ladrón, porque será robado. El que bebió sangre por fanegas, en ella se ahogará; y el que se cebó en la carne de los pueblos, pronto será alimento de los gusanos. Oye, un recio viento se levanta contra Babel y una tormenta contra Nínive. Contados están los días de Asur, y desnuda está la espada… espada contra Babel, espada contra ti, espada sobre tus hombres, espada sobre pueblo y campos. ¡Desenvainada, desnuda está la espada, sangre quiere beber, desenvainada está, desnuda! ¡Sábelo, indiscreto, entérate, curioso; madura está Asur para la fosa, llenos están los lagares de tus crímenes y los barriles de tu delito, Nabucodonosor!».
(Los enviados se han retirado intimidados ante el estallido y extienden los brazos como en gesto de defensa).
EL MÁS ANCIANO (en éxtasis).— ¡Escúchalo, Señor! ¡Atiende su ruego! ¡Haz que sea verdad lo que dice, torna verdadera su lengua! ¡Sé tú, quién envía su palabra!
ALGUNOS HOMBRES Y MUJERES (se han atrevido a salir de la sombra y lo han rodeado. Con insistencia).— ¡Atiende su ruego, atiéndelo, Dios Sabaot! ¡Atiéndelo!
JEREMÍAS.— Ya está despierto el vengador, está despierto, pues el Señor del templo lo despertó y lo armó con fuerza. Y viene, se aproxima, está aquí, potentes son sus puños, estrujarán Babel como un nido de pájaros, y dispersarán su pueblo como granzas. Pon, anda, pon atalayas en las torres para que lo adviertan; arma a hombres en arneses para que se le opongan; afina los venablos, mas tal como no puedes ahuyentar la nube del cielo con tu aliento, así tampoco podrás ahuyentar su tempestad, pues como vengador viene aproximándose, y bendición está en su espada embriagada.
EL MÁS ANCIANO (extático).— Haz que así sea, Señor, ¡permite que así acontezca!
LOS DEMÁS (se han reunido en torno al anciano, presa a su vez, paulatinamente del mismo entusiasmo).— ¡Precipítate sobre ellos, según él habló, cumple, atiende su palabra… oh, promisión… envía al vengador… manda al vengador… destruye a Babel como él anunció… escúchalo, Dios… escúchalo!
(Los enviados se retiran perplejos hacia la puerta).
JEREMÍAS (en una mezcla bravía de júbilo y éxtasis).— Oh, tú, desvariado de los desvariados, ¿creíste en verdad que nos esclavizarías, creíste que Dios se olvidaría de nosotros, que Dios se olvidaría de Jerusalén? ¿No somos, acaso, sus hijos, y el legado de su nombre su primogénito y heredero?, ¿no está su espíritu sobre nosotros, y su bendición sobre la frente de Abraham? Él nos castigó por nuestros pecados, pero se compadeció de nosotros; destruyó, pero construirá; nos dispersó, mas su amor volverá a unirnos aunque estuviéramos diseminados hasta los confines de la Tierra. La que su siniestra tomó, su diestra nos lo devolverá mil veces, porque, ¡oh, hermanos, hermanos, antes se desplomarán las montañas y correrán hacia arriba los ríos y oscurecerá la tienda del cielo, que Dios se olvide de su alianza, que olvide a Israel, que descuide a Jerusalén!
(Los enviados se han marchado con gestos de perplejidad).
EL MÁS ANCIANO y los demás (se agolpan junto a Jeremías y acompañan sus palabras con gestos hímnicos).— ¡Bendición sobre tu palabra… bendición sobre tu frente… que Dios no olvide a Jerusalén… oh, anunciación, oh, mensaje bienaventurado, bendición sobre tu palabra… bendición sobre ti!
JEREMÍAS (cada vez más jubiloso, sin prestarles atención).— ¡Oh, cuán oscuros eran los días de la Tierra cuando amenazante se fruncía el ceño de Dios y su faz se escondía de su hijo! En penumbra nos habíamos consumido, ya creíamos morir en las mazmorras de los temores. Pero, hermanos míos, el fin de su ira ya fue el principio de su amor. Hecho una borrasca pasó sobre nuestra cabeza y nos abatió, como cañas rompió la fuerza de nuestro cuerpo, pero de nuevo brillará pronto el sol de su gracia. Arroja los rayos, manda callar a sus truenos, en un susurro suave suena su voz. Ah, suena, se levanta, dulce de percibir, sobre tierras y mares, suavemente empieza, y hablará a su hora y dirá: «Levántate, Jerusalén, levántate, ofendida, y no temas, pues me apiado de ti. Estaba encolerizado contra ti y por breve instante te abandoné, pero no siempre reñiré contigo, ni es mi enojo para la eternidad. Por eso, por haber sido tú la abandonada y repudiada por lo que dura un día, has de ser la esplendente para siempre y la ensalzada para toda la eternidad. Quiero adornarte con mi amor y ceñirte con mi paz, mi rostro volvióse hacia ti, y bajó mi bendición sobre tu frente. Levántate, pues Jerusalén, levántate, porque te redimí».
EL MÁS ANCIANO.— ¡Bendición sobre tu palabra y cumplimiento!
LOS DEMÁS.— ¡Atiéndelo, Dios… haz según sus palabras… escúchanos… libera a Jerusalén… salva a Jerusalén!…
JEREMÍAS.— Y mira, se levantó, la trastornada, al oír el llamado delicioso, y el Señor desata las cadenas de su cuello y alza el yugo de su nuca. Levanta a la doblada de sus rodillas, seca las lágrimas de sus mejillas, y la viuda y huérfana la elige para esposa. Y sonríe la ofendida, reverdece la agostada, se torna fértil la estéril y reclama sus hijos a fin de que la viesen en su dicha y celebrasen su renuevo. Pero ya los hijos de Israel han escuchado el llamado del Señor, y por muy lejos que estuvieron y dispersos en los confines del mundo y las islas del mar, vienen regresando a Sión. De Mañana y Mediodía, de Tarde y Medianoche, peregrinos bienaventurados, vienen caminando, los montes de Galaad cruzan rápidos sus pasos, Basán y el Carmelo dejan atrás su impaciencia por ver la ciudad de nuestro amor, la ciudad de nuestro padecimiento, el fuerte sagrado de Sión. Y resplandece Jerusalén, de júbilo grita la hija de Sión al ver a sus hijos acudiendo sinnúmero desde las cárceles del destierro; la secada florece, la oscuridad brilla, grita de alegría la enmudecida, resucitó la inhumada, resucitada está. Y las colinas las saludan como otrora, y le dan sombra las montañas, y cual rocío en los campos relumbra la paz sobre ella, paz del Señor, paz de Israel, la paz, ¡la paz de Jerusalén!
LOS DEMÁS.— ¡Oh, haz que ocurra como anuncia, Señor… haz según dice… paz para Israel… resucita a Jerusalén… déjanos resucitar!…
JEREMÍAS.— Y el día en que de nuevo en torno a Sión nos agrupemos quienes durante tiempo fuimos los siervos que se quejaban en la sombría casa tributaria del extranjero, ese día nos juntaremos devotos, hablaremos y oraremos: ¡Bendito seas, Dios Sabaot, que grande y piadosamente obraste con nosotros! Junto a las aguas de Babel estábamos sentados temerosos y rompíamos el agrio pan de la esclavitud, mezclamos con lágrimas el vino de las jarras, pues nuestra alma sentía nostalgias y fue nuestra servidumbre, diaria muerte. Ardientes llamábamos, llamábamos desde los abismos del anhelo quemante tu nombre, bondadoso, te invocábamos y no fue en vano, pues tú rompiste nuestras cadenas, tan duras, con el rocío de tu clemencia; con las aguas de la vida apagaste el incendio de nuestras almas sedientas, y con la vara sagrada de tu nombre tocaste nuestra esperanza, extenuada ya; a los perdidos, los vencidos, nos sacaste de la profundidad y nos guiaste de nuevo. ¡Oh, miren, véanlo, montañas, véanlo, campiñas, hemos retornado, hemos resucitado! ¡Oh, inclínense collados, inclínense montes, oh, ríos acompañen con su rumor nuestros rezos; envuélvanos con verdor, campos; reciban, jardines, con antorchas de flores a los que regresan! ¡Cíñanos coronas, florestas, con jubiloso son! ¡Esparce rosas, Sarón, una vez más, prodíganos sombra, Carmelo y Líbano, hemos vuelto, hemos regresado! ¡Y tú, ciudad venturosa, amada y perdida, soñada en vigilia, conjurada en sueños, prometida de nuestro amor, madre tú de nosotros todos, con címbalos llénate y música de flautas, despierta y haz retumbar tu júbilo, pues hemos retornado, Jerusalén!
LOS DEMÁS (rodeándole entusiastas, arrojándose a sus pies, y abrazando sus rodillas en éxtasis ilimitado).— ¡Retornado… resucitado… oh, promesa… Jerusalén… Jerusalén!
BARUC (a sus rodillas).— ¡Oh, mi maestro… maestro mío, cuán dulce es tu enseñanza a mi corazón, cuán dichosa tu inspiración!
EL MÁS ANCIANO.— Bendito el que trae promesas en horas de desgracia. ¡Bendición sobre tu consuelo! ¡Qué se cumpla, oh, que se realice!…
UNA MUJER.— Su rostro, miren, ¡cómo brilla! Como dos astros arden sus ojos e iluminan el espacio.
OTRA.— El espíritu divino descendió sobre él.
EL HERIDO.— Me levantó su palabra… erguido estoy… vivo, vuelvo a vivir… ¡oh, que yo retornara con ustedes!
ZEFANIA.— Mi alma resucitó y late para ti, Jeremías.
JEREMÍAS (sin oírlos, despierta lentamente de su éxtasis y mira azorado en torno de sí).— ¿Adónde se fueron aquellos a quienes hablé?… ¿Adónde se fueron? ¿No estuvieron aquí enviados del rey Nabucodonosor? ¿Soñé?… Creí que tres hombres habían venido y hablado… espléndidamente ataviados estaban… ¿Adónde fueron?…
EL MÁS ANCIANO.— La centella de tu mirada los espantó.
OTROS.— Tus palabras los pusieron en fuga… como espada cayó tu mirada sobre ellos…
JEREMÍAS (cada vez más perplejo).— ¿Qué dije? Tinieblas se tienden alrededor de mí, y sin embargo, algo me ilumina desde dentro… ¿Qué dije?… Oh, ¿y por qué levantan de repente la mirada hacia mí como sedientos?… ¿Por qué están agrupados en torno a mí?… Había sombra en sus frentes y ahora me irradian con sus miradas… ¿Qué sucedió conmigo, qué les ocurrió a ustedes?
EL MÁS ANCIANO.— ¡Tú, corazón ardiente de los corazones en quién Dios depositó su llama, desde ti irradia esa luz! ¡Qué promisión nos anunciaste, qué promesa!
UN HOMBRE.— ¡Ensanchaste mi alma, bueno, tú!
UNA MUJER.— ¡Alimentaste con maná mi corazón!
VOCES.— Oh, cuán dulces fueron tus palabras, querido… fue curación para nosotros tu anuncio… ahora ya el extranjero no es más amargura… regresaremos, ¡oh, palabra bienhechora!…
JEREMÍAS (emocionado).— Hermanos míos, mis hermanos, ¿qué ha pasado conmigo? ¿No hubo querella entre nosotros y maldición en mis labios cuando les hablé? Un vendaval me cogió y me llevó no sé adónde, y ahora que me precipita, me miran con cariño sus ojos, hermanos míos, siento su mano sobre mi rodilla, y su alma tiembla y vuela hacia mí como una mariposa. ¿Qué sucedió conmigo, qué me pasó?
EL MÁS ANCIANO.— ¡Oh, Jeremías, fuiste amargo para nuestra alegría, y cuán dulce es ahora tu hablar en nuestra desdicha! Tú nos consolaste, nos redimiste como jamás lo hizo otro antes.
UNO.— De la noche rescataste mi alma, hicísteme feliz, ¡bendito!
OTRO.— Las dudas descuajaste de mi pecho, y preparaste hogar eterno de Dios.
OTRO MÁS.— ¡Oh, consolador de consoladores! Aunque pena caiga sobre mí, mi alma ya no sucumbirá a ella.
UNA MUJER.— En la muerte estuvo mi corazón y resucitó por ti.
JEREMÍAS.— Queridos, amados, lo que hablan, ¿es verdad? ¿De mi labio, quemado de maldiciones, de mi alma, la más sombría de todas, ha partido una palabra de amor?
UNA MUJER.— Oh, ¡cómo decírtelo! Toca mis manos que como fruta se alzan. A nosotros, a todos nosotros venos, tú, bendito, animados por tu palabra.
EL HERIDO.— Miren, miren… camino, marcho… no siento más los dolores… de la muerte me despertó tu palabra… como Elías… hiciste un milagro en mí.
LA MUJER.— ¡Mírenlo!… Yacía, consumido por la fiebre… lo atestiguo, lo confirmo… un milagro realizó en él.
VOCES (extáticas).— Un milagro… un milagro… un milagro, como Elías… realizó un milagro… resurrección… inclínense ante el enviado de Dios… un milagro… un milagro… inclínense ante el taumaturgo.
JEREMÍAS (se ha erguido ante los demás; en voz muy baja).— Callen hermanos… no me elogien, no me hagan pasar vergüenza… no tengo parte en eso. Es cierto que se produjo un milagro, mas no fui yo quien lo realizó… en mí se realizó, hermanos míos. Hermanos, hermanos, yo les digo, cosa grande hizo Dios en mí en esta hora. Había maldecido a mi Dios y lo había exterminado en mi alma. Pero, hermanos míos, antes de que se enfriara el aliento en mi boca, resucitó para mí. Arrancome el corazón del cuerpo hasta creer yo que perecería de su golpe furioso, pero fue un corazón de piedra el que me arrancó, y otro de carne dejó en su lugar a fin de que sintiera todos los sufrimientos y el sentido del sufrimiento. Oh, hermanos, hermanos, vean el milagro que se realizó en mí; maldije a Dios y Él me bendijo; yo le he huido y Él me encontró, yo quería huirle y Él me alcanzó. Porque no hay escapatoria de su amor, ni triunfo sobre su fuerza. Él me venció, y nada hay más dulce, hermanos míos, que ser vencido por Él.
EL MÁS ANCIANO (en éxtasis).— ¡Jeremías!… ¡Oh, Jeremías… que haga igual cosa en todos nosotros!
JEREMÍAS.— ¡Ay, que tan tarde le haya reconocido, que tan tarde los haya encontrado, mis hermanos! Pero no quiero quejarme más. Yo no quiero sino agradecer, no quiero maldecir más, no quiero ya sino bendecir. Oscura se tiende ante nosotros la ciudad, sombrío, nuestro destino, pero, hermanos míos, confiemos, pues maravillosa es la vida, santa la tierra terrenal. Con amor quiero abrazar a los que en la ira pisoteé, y a los que escupí con mi maldición, les quiero dar de beber mis lágrimas. Toma, tierra humillada, bondadosamente mis rodillas humildes; toma, Dios, desconocido, bondadosamente mi creyente palabra:
(Se arrodilla y dice como en oración).
Gracias, Señor, por haberme tratado con tanta dulzura cuando me oponía a Ti y te daba la espalda, yo te maldije y Tú me bendijiste, así bendeciré mientras dure mi vida. Te bendigo porque pusiste en mi boca el pan sagrado de la palabra, a fin de que te alabe en la vida y en la muerte; te bendigo porque despertaste en mí el espíritu que alimenta y con amor esparce bondad por los mundos. Te bendigo porque me pusiste a dura prueba y en la ira me empujaste ante tu rostro; y te bendigo, don divino, sufrimiento, tú, porque penetras purificando en el alma de los hombres y llameando con tu omnímodo ser dominas en su tiempo su soledad, su destierro; y te bendigo, Dios, que en la tormenta nos la enviaste, quien en la borrasca comienzas y en bienaventuranzas terminas, quien guías a los que buscan y encuentras a los que huyen, de quien todos huyen y a quien ninguno se escapa, quien al más bajo se ofrece, como el más clemente y quien al más pecador ama por sus pecados; ¡bienaventurado quién en Ti se perdió, bienaventurado aquel a quien Tú elegiste, bienaventurado el cielo que rumoroso te rodea, bienaventurado tu atento espejo, el mundo, bienaventuradas las estrellas que radiantes se ciernen en torno a Ti, bienaventurada la muerte, bienaventurada la vida!
BARUC (arrodillándose junto al arrodillado).— ¡Jeremías, maestro mío, Jeremías! Tu palabra no solamente a nosotros nos ilumine. En el mercado espera el pueblo y se consume de temor, su alma se apaga en lamentos y desesperación. ¡Quieren morir y fallecer por amor de Jerusalén! ¡Maestro, mi maestro, devuélveles la vida, devuélveles a Dios! ¡Anima a los descorazonados, y a los sedientos, cálmalos con las aguas de la vida!
EL MÁS ANCIANO.— Sí, endereza la rodilla de los titubeantes, anima a los corazones indecisos. ¡Vierte tu palabra sobre los que languidecen, viértela!
UNA VOZ.— Adelante… hacia los hermanos… a nuestros hermanos… despiértalos… consuélalos como nos consolaste a nosotros… dales la buena nueva… bríndales el anuncio…
JEREMÍAS (levantándose).— Bien, pues, hermanos… condúzcanme hasta ellos. Consolado por Dios he sido; en adelante, quiero consolar. Vámonos, hermanos míos, tal vez el reprobado sea el elegido; vámonos hasta los hermanos para levantar el templo en sus corazones, para edificar la Jerusalén eterna.
(Se encamina con pasos resueltos hacia la salida).
LOS DEMÁS (le rodean jubilosos, algunos se le adelantan presurosamente, y sus voces se entremezclan extáticas).— ¡Jerusalén… oh, la Jerusalén eterna… anunciación… Adelante, constructor de Dios… Eternamente vivirá Jerusalén!…