Cuadro III
EL RUMOR

Por cuanto decís esto; he aquí, yo hago que mis palabras en tu boca sean el fuego, y este pueblo la leña, para que los devore.

Jeremías 5:14

La misma plaza delante del templo y del palacio real. Sobre los estrados están sentados y descansan grupos indolentes de hombres y mujeres. En las callejuelas y el pórtico, el habitual y constante vaivén de gente entregada a sus negocios y conversaciones.

UNO (del gran grupo formado sobre la escalinata).— Y yo les digo que es cierto: una batalla grandiosa se entabló entre Nabucodonosor y el faraón.

OTRO.— Sí, yo también le oí decir… Ha llegado un mensajero…

UNA VOZ.— Llegan sin cesar mensajeros al palacio… esto no significa nada.

EL SEGUNDO.— Pero yo le hablé, lo sé de cierto.

LA VOZ.— ¿Tú hablaste con el mensajero?

EL SEGUNDO.— No… hablé con Apitor, es escribiente del rey… él también dijo que había comenzado una batalla… una batalla grande…

EL PRIMERO.— Una batalla grandiosa, como nunca hubo otra desde que tienen memoria los hombres, entre Egipto y Nabucodonosor…

VOCES.— Que el cielo lo triture al maldito… Egipto es poderoso… Intervienen también guerreros nuestros en la acción… ellos castigarán al orgulloso…

UNO.— Harán trizas de él, porque Dios está con nosotros.

OTRO.— Fuerte es Egipto, no podrá vencerlo.

OTRO MÁS.— También es fuerte Nabucodonosor. Dicen que…

OTRO.— ¡Deja hablar a los pusilánimes! ¡Déjalos hablar!

EL PRIMERO.— Dicen que sus guerreros son numerosos como manga de langosta.

UNO.— ¡Guerreros! ¡Esos no son guerreros! Pequeños son de estatura, como niños, e ignoran el manejo de la espada. Mi cuñado ha visto a muchos de ellos; son hombres en las casas públicas, pero no en el campo de batalla.

OTRO.— Se acuestan de noche con mancebos y los transforman en hembras.

(Algunos se ríen).

UNO.— El faraón los exterminará.

VOCES.— Como granzas los barrerá de la era… ¡viva muchos años el faraón, nuestro amigo… viva el faraón victorioso… viva largos años el faraón!… no podrán contra él… ¡viva el faraón!…

OTROS (atraídos por los gritos, engrosando el grupo).— ¿Qué dicen del faraón, qué ocurre con el faraón Necao?

UNO.— Está librando una gran batalla contra Nabucodonosor.

VOCES.— Lo vencerá… correrán delante de él como perros con el rabo entre las piernas… sí, lo oí decir, una lucha tremenda se inició… triunfará sobre ellos… nos libertará… ¡viva el faraón… loor eterno al faraón… que graben una placa de oro para su recuerdo… viva el faraón, vencedor de Asur!…

NUEVOS CURIOSOS (llegando de prisa).— ¿Qué hay?… ¿Qué ocurrió?…

UNO DE LOS RECIÉN LLEGADOS.— El faraón venció a Nabucodonosor.

VOCES.— Viva el faraón Necao… es verdad… debo volver a mi casa, a dar la nueva a mi mujer… ¡viva el faraón Necao!…

UNO.— Pero no es seguro todavía.

OTROS.— ¿Cómo que no es seguro todavía?… ¿Te atreves a dudar?… ¿Cómo podría Baal contra nuestro Dios?… Dios está con nosotros.

UNO.— Yo siempre lo supe. Dios estará con nuestras armas. Adonde Él lucha, está la victoria… Nadie puede vencernos… nadie…

OTRO (sale gritando a otros).— Hemos vencido… el faraón derrotó a Nabucodonosor…

(A consecuencia de ese grito, los indolentes de la plaza corren a reunirse con el grupo).

VOCES.— Hablan de un triunfo… ¿es verdad que venció a Nabucodonosor? Sí, es cierto… nada es cierto todavía… sí, es verdad… ¿Quién lo dice?… todos lo dicen… él lo oyó decir… lo dijo el escribiente del rey… el rey lo ha dicho… él mismo lo oyó de labios del rey… ¡Viva el faraón… viva nuestro amigo… el fin de la esclavitud… viva Sedecías, el redentor del templo!…

UNO.— ¿No dije yo que era una ignominia pagar tributo a ese petulante?

VOCES.— Una ignominia… ahora que nos paguen a nosotros… hay que renovar la casa de Yahvéh… otra nueva debemos levantarle… ellos deben pagarla como expiación… el palacio de Salomón debe elevarse… la casa de Salomón…

UN HOMBRE.— Triunfo, por fin la victoria, viva el faraón… debo llevar la noticia a casa… esperan ansiosos la nueva… (saliendo rápidamente) triunfo… ¡triunfo sobre Asur!

LA MULTITUD (acude ahora rumorosa, entusiasmándose cada vez más; los gritos se vuelven más y más fuertes).— Fue mandamiento de Dios el que iniciáramos esta guerra… viva Sedecías… ahora debemos vencerlos a todos… Israel debe estar por encima de todos los pueblos… un sacrificio sobre el altar… agradezcan al Señor por haber abatido a nuestros enemigos… sí, sí, den gracias a Dios, aleluya… ¡triunfo sobre Asur… al templo… al rey!… oh, si supiéramos algo más, mi alma se consume de impaciencia… de Dios vino esa iluminación sobre Sedecías… Ananías lo predijo… sí, Ananías… Ananías… suyo fue el grito… ahora debemos ir contra Babel… sí, derribemos sus murallas… hay que ir a buscar los enseres de oro… Tienen que transformarse en esclavos, nuestros esclavos… mi corazón estaba sediento de esta hora…

UNO.— Un mensajero viene desde la puerta…

TODOS (precipitándose incontenibles en esa dirección).— Un mensajero… un mensajero… ¿quién lo dijo?… viene del campo de batalla… ¿qué hay?… ¿qué pasa?… ¿qué trae?… Él nos informará… ¿Adónde está?… ¿Adónde?…

(Un mensajero, empapado en sudor, jadeante a consecuencia de la corrida, se abre trabajosamente camino por entre la multitud).

VOCES.— ¡Cuenta!… ¿Ganó?… ¿Qué hay con Nabucodonosor?… ¿Cuántos muertos hay?…

EL MENSAJERO.— Vamos… déjenme… apártense… el mensaje va dirigido al rey…

VOCES.— No seas grosero… una sola palabra… una palabra… ¿Huyó?… Cuenta… déjenlo pasar… tiene que ir a ver al rey… ¡una sola palabra!…

EL MENSAJERO (librándose de la masa).— ¡Déjenme pasar! Abran paso… pronto lo sabrán… al rey… mi mensaje es urgente.

VOCES.— ¿Qué dijo?… ¿Qué hay?… El mensaje es urgente… ¿qué dijo?…

UNO.— Dijo que pronto lo sabremos, que tiene prisa para llegar junto al rey.

OTRO.— Buena señal.

UN TERCERO.— ¿Por qué es buena señal?

EL SEGUNDO.— Si no trajera buenas noticias, ¿vendría con tanta prisa?

VOCES.— Sí, sí… esto es cierto… el rey gratificará cada palabra suya con una moneda de plata… sí… corre para ganar la recompensa de mensajero… anuncia la victoria… triunfo… triunfo… buena nueva… victoria.

VOCES (desde atrás, de parte de gente que no puede haber visto al mensajero).— Triunfo… anuncia la victoria… el mensajero trae la noticia del triunfo… Asur quedó aniquilado… victoria… triunfo…

ALGUNA GENTE (que acude en este momento).— ¿Qué hay?… ¿Qué pasa?… ¿Por qué prorrumpen en júbilo?

VOCES.— Triunfo… triunfo… llegó un mensajero… trajo la noticia del triunfo… Nabucodonosor está derrotado… hemos obtenido un gran triunfo… una victoria inmensa… agradezcan a Dios… aleluya… ahora es seguro… victoria… victoria…

UNO.— Debe ser un triunfo grandioso.

EL SEGUNDO.— De lo contrario, no se habría procedido tan cautelosamente.

EL TERCERO.— Nos regatean la noticia.

VOCES.— Sí… un triunfo grandioso… pronto lo oiremos… deben de haber caído miles… quizás el propio Nabucodonosor… miles… decenas de miles tienen que haber sido… siempre lo dije… ¡Viva Sedecías!… es un rey sabio… Salomón…

UNO (abriéndose paso).— Es verdad, Nabucodonosor cayó, lo cuentan en todas las callejuelas.

VOCES.— Sí… está muerto el opresor… no… aún no es seguro… sí… él lo dijo… el mensajero… lo ultimaron en medio de su tienda de campaña… a decenas de miles con él… alaben a Dios… sí, sí… canten loores a Dios… den gracias al Señor… ha caído el opresor… aleluya.

UN HOMBRE DE EDAD.— Pero el mensajero sólo dijo…

VOCES.— Anunció la victoria, ¿de qué dudas todavía?… habría que exterminar a los pusilánimes… yo lo oí… yo también… yo también… dijo que abatieron a Nabucodonosor… en medio de su tienda de campaña, dijo… sí… no… pero anunció el triunfo… libre está Israel… libre…

UN HOMBRE DE EDAD.— Pero si yo estuve a su lado y oí…

VOCES.— Sordos están tu corazón y tus oídos, habría que matar a golpes a esos estranguladores de la alegría… vengan, vistan trajes de fiesta… fuera de aquí, charlatán…

(Un nuevo grupo llega desde la callejuela).

VOCES.— Triunfo… victoria… Cayó Nabucodonosor… ¿lo han oído?… por toda la ciudad… llegó un mensajero y lo contó… sí, aquí… aquí lo contó… hace rato que lo sabemos… más tiempo que ustedes… a nosotros nos lo dijo primero… no… no, a nosotros… fuimos los primeros en saberlo…

UNO.— Ananías lo anunció él primero, por vidente, por profeta… Oh, cuán sabios fuimos cuando le prestamos oídos y no escuchamos a los timoratos que gemían y lloriqueaban anunciando que el templo se desplomaría.

OTRO.—… que Asur vencería a Sión…

TERCERO.—… que nuestras vírgenes serían desfloradas por los caldeos…

EL PRIMERO.— ¡Al templo! ¡Al templo! Debemos darlas gracias a Dios y a Ananías, su profeta.

VOCES.— Sí, sí… no, esperemos… la alegría y la impaciencia consumen a nuestras almas… el rey aparecerá… sí, sí… ¿quién lo dijo?… siempre han aparecido los reyes después de los triunfos… se dirigirá al templo… sí… a él le corresponde el primer sacrificio de gratitud y no a nosotros… sí… sí… quedémonos… pero preparemos címbalos y platillos para la victoria… bailaremos como David delante del arca… oh, Dios fue clemente otra vez con Jerusalén… preparen la ronda… la ronda… vayan a buscar a las mujeres… a los tocadores de laúd y de los instrumentos de viento… sí… sí… hagamos eso… den a todos la buena nueva del triunfo… preparemos una fiesta, una fiesta en honor del rey de los reyes… sí, vamos… yo me quedo…

(La multitud se mueve en alegre vaivén como una tempestad agitada, formándose y deshaciéndose los grupos en expectación e impaciencia).

(Jeremías y Baruc vienen de una callejuela adyacente para seguir su camino a través de la multitud).

UNO (riéndose).— Aquí… aquí viene… mírenlo… Jeremías.

OTROS (impertinentes).— ¡Salud, oh augur!… Viene el profeta, déjenos reverenciar al destructor de Jerusalén… aquí está el charlatán de la callejuela… vengan… vengan con nosotros…

(Algunas personas rodean a Jeremías y a Baruc e impiden que prosigan su camino, reverenciándolos con intención burlona).

UNO (inclinándose profundamente).— ¡Bienvenido, ungido del Señor!

LOS DEMÁS.— Bienvenido seas, Elías… salve, oh profeta… salud, valeroso… ¡viva Jeremías, el profeta!

JEREMÍAS (deteniéndose, sombrío).— ¿Qué pretenden de mí?

BARUC (arrimándose a Jeremías).— No hables con ellos, no les digas nada. Hay burla en sus labios y escarnio en su mirada.

UNO.— Sabiduría pretendemos de ti y profecía.

EL SEGUNDO.— Queremos preguntarte si les será dado a nuestras doncellas permanecer vírgenes.

EL TERCERO.— Queremos rogarte que tengas paciencia y permitas que sigan en pie los muros de Jerusalén.

JEREMÍAS (duro).— ¿Qué quieren de mí? No es tiempo de bromear ahora que corre sangre y la guerra se cierne sobre Israel.

EL PRIMERO.— La guerra pasó y ahora ya debemos de nuevo hacer bromas…

EL SEGUNDO.—… y tomar de la barba a los sabios y de los pelos a los charlatanes.

EL TERCERO.— ¿Adónde está tu rey de Medianoche, adónde está, augur?

EL CUARTO.— ¿Adónde están sus esclavos, adonde sus caballos?

JEREMÍAS.— ¿Qué es lo que confunde sus sentidos? ¿Se han vuelto dementes? ¿Qué andan diciendo? ¿Que la guerra ya pasó, ahora que apenas ha comenzado?

BARUC.— No les hables, no les digas nada. Escarnecerán al que habla con dementes.

EL PRIMERO.— No lo sabe todavía. ¡Aún lo ignora, el profeta!

EL SEGUNDO.— ¡Miren, miren! No sabe lo que aconteció ayer y pretende anticipar lo que ocurrirá mañana.

JEREMÍAS.— ¿Qué es lo que no sé todavía? ¿Qué es lo que los pone tan contentos, oh ingeniosos? Algo malo debe ser.

EL PRIMERO.— Algo malo lo llama. Malo, por cierto, para sus deseos.

EL SEGUNDO.— Tu rey ha caído, se ha ahogado en su sangre.

JEREMÍAS.— ¿Nabucodonosor habría caído? ¿Asur estaría vencido?

EL PRIMERO.— Sí, sabelotodo. La palabra de Ananías quedó confirmada.

EL SEGUNDO.— Haz jirones tu vestido y afeita tu barba; Israel venció.

EL TERCERO.— Entiérrate, profeta, corta tu lengua. Nabucodonosor está muerto. Jerusalén perdurará eternamente.

JEREMÍAS (conmovido).— ¿Nabucodonosor habría muerto? ¿Es cierto, es verdad, están seguros? ¡Hablen… no bromeen con cosa tan grandiosa!.

EL PRIMERO.— Aún duda. ¡Llora, llora, profeta!

EL SEGUNDO.— Sí, lo silbo en tu oído: Nabucodonosor está muerto, roto su carruaje, dispersos y perseguidos huyen sus guerreros. Salvado, salvado está Israel.

JEREMÍAS (permanece un instante como petrificado. Luego alarga los brazos como en un éxtasis de alegría. De repente los deja caer, y las palabras le brotan casi jubilosas del pecho).— ¡Bendito sea Dios! Oh, gracias todo bondadoso por haber malogrado mis sueños y por haber conservado Jerusalén. Más vale que yo sea burla de mi error, que la ciudad presa del enemigo. ¡Bendito seas, Dios, bendito!

EL PRIMERO.— Sí, omnisciente, Dios es más clemente que tú. Nos quiere y recrea nuestro corazón.

EL SEGUNDO.— ¿Qué nos auguras ahora? ¿En qué rincón te esconderás, topo? ¿A quién irás a confundir ahora, confuso, tú?

EL TERCERO.— ¿A quién engañarás de aquí en adelante, embaucador?

EL CUARTO (simulando indignación).— ¡Oh, cuán mal hablan con el mensajero del Señor! ¡Oh, déjenme besar su vestimenta y honrar sus sueños!

VOCES (riendo confusas).— Sí, cuéntanos, Elías… enséñanos otra vez, sabelotodo… dichoso el que te confía… aun tu muchacho… si le engendras la sabiduría… ¿Adónde encontraste ese pollito que pía detrás de ti?… anda, Jeremías… augúranos desgracia, Jeremías, mucha desgracia, montañas de desgracias…

JEREMÍAS (exclama repentinamente).— Un milagro te sobrevino, pueblo venal de Jerusalén, un milagro que te libró de la muerte, y en vez de sentir temor a su vista, haces escarnio en tu soberbia. Ha pasado apenas una hora desde que se hallaban en las fauces del miedo, aún tiemblan las rodillas de sus almas, aún tiemblan los corazones de sus corazones, y ya vuelve a ladrar su boca. ¡Ay de ustedes, porque su primer grito desde que se rompió la cuerda que anudó su garganta, fue grito de burla y de jactancia!

BARUC (acercándose).— No les hables. Necio el que habla a necios.

UNO.— Cúbrote con escarnio como con basura porque tú hundiste el miedo en nuestras almas cuando nos aprestábamos para la lucha.

EL SEGUNDO.— Ahora quisieras que calláramos, pero a nosotros nos toca ahora hablar, y a ti, callar.

EL TERCERO.— No quieres oírlo, pero aunque te hagas de oídos sordos como un búho, desde mi alegría te lo grito. ¡Hemos vencido, hemos triunfado!

JEREMÍAS (asiendo a uno).— ¿Dónde triunfaste tú? ¡Cuéntalo aquí! ¿A quién venciste tú, para así envanecerte?, no veo sangre en tu espada, y tú ¡muestra la cicatriz que te dejó la lucha! En la feria han estado sentados, todos juntos, y acostados estaban junto a sus mujeres. ¿Qué fornican con el triunfo de los egipcios, qué andan galanteando con hazaña ajena? Doblen las rodillas y no hinchen sus cuellos, pues no fueron ustedes quienes vencieron.

VOCES.— La victoria de Egipto es el triunfo de Israel… nosotros somos Israel… hubo también de los nuestros entre ellos… hemos triunfado, porque Israel quedó liberado… es lo mismo… sólo quiere burlarse de nosotros… miren cómo rabia porque ganamos.

JEREMÍAS.— Pero ni tú, ni tú, ni tú, que ahora hinchan los carrillos, ninguno de ustedes que se ceban en la acción ajena. Ellos vencieron, los guerreros, más no ustedes. Humildemente salieron a sembrar la muerte y a sufrir la muerte, con la espada curvada jadearon bajo el peso de las armas, y la muerte se abalanzó sobre ellos y dobló las rodillas de los debilitados. ¡En donde ellos labraron la tierra con su osamenta desnuda, ustedes quieren recoger orgullo, con su sangre pretenden abrevar su petulancia, oh pueblo abandonado! ¡Ay, han triunfado por ustedes y para su orgullo hediondo!

VOCES.— Ay, han triunfado… ¿lo oyeron?… está loco… tiene ansias de Nabucodonosor… llora la muerte de Asur… ay, porque han triunfado… llora anhelando la caída de Jerusalén… deleite para el oído es su ira.

JEREMÍAS.— Ay por haber vencido, digo, ay por haber vencido, pues el triunfo los ha vuelto dementes, y a los mentecatos les espera mal fin. Cuando la espada de Josías aniquiló a los enemigos, su boca callaba y él se dejó caer ante el altar y dio las gracias a Dios. Inclinose en silencio, su alma resonaba en Dios y fue, sin embargo, señor de la guerra como ninguno de los suyos. Mas ustedes, sobre cuyas cabezas la victoria cayó como lluvia del cielo, ¿a quién agradecieron, a quién sacrificaron desde el silencio del corazón? Llenaron de arrogancia sus panzas, con orgullo se embriagaron hasta quedar tambaleantes; vomitan palabras insolentes y escupen impurezas como la víbora su veneno. En verdad merecen ser castigados y por grande que sea la magnanimidad de Dios, ha de estrellarse en la frente prostituta de ustedes.

VOCES.— Vengan… vengan, aquí… desgarren sus vestiduras, porque hemos triunfado… esparzan ceniza sobre su cabeza, porque cayó Nabucodonosor… lloren, giman, hijos de Israel, pues Sión quedó liberada… aflíjanse, justos, porque Dios nos dio la victoria… ¡oh, sabiduría… oh, Jeremías!

JEREMÍAS (enardeciéndose cada vez más).— En verdad, oh pueblo, vivir entre ustedes significa estar entre escorpiones; porque les digo, atrevidos, que su risa será de más corta duración que la flor de la vid. Dios les hizo merced; una vez más salvó a Jerusalén, pero no por amor de la risa de ustedes sino de la humildad. No quieren reconocerlo en la bondad, bien pues, réprobos, pronto lo reconocerán en su ira. Les desgarrará la risa en el rostro como una cortina, y fijas como piedras mirarán sus ojos en el terror. De espaldas caerá su alegría, pues cercana está la hora de tu expiación, Jerusalén, terribles cosas te están preparadas…

VOCES.— Caerán las murallas… llorarán las vírgenes… ya lo sabemos… Sión se hundirá… oh, Jeremías, sabiduría de los necios… cómo le quema nuestra alegría… ¿oyen tambalear las murallas?

JEREMÍAS.— ¡Oigan al que se los advierte! Así como ustedes ríen, rio Sodoma. Y así se burló Gomorra, pues Dios también perdonó por dos veces a Sodoma. Pero ya está armado el vengador que barrerá su orgullo pestilente, ya está desenvainada la espada que desgarrará a su insolencia; el mensajero ya viene corriendo para traerles aflicción, se da prisa, ya dirige sus pasos apresurados hacia Jerusalén para que se confundan. Ya se acerca el mensajero del terror, ya se avecina el mensajero del espanto para que sus palabras caigan sobre ustedes como martillazos, ya se aproxima el mensajero…

VOCES.— Vete a tu casa, Jeremías… hártate de tu bilis y no escupas en nuestra alegría… no, escúchenlo, alegra al corazón… sigue hablando… termina de vomitar, profeta.

UNA VOZ (desde el fondo).— Un mensajero. Viene desde Moriá.

LA MULTITUD (desperdigándose y precipitándose en dirección de la voz).— Un mensajero… ¿adónde está?… trae noticias del triunfo… tráiganlo aquí… de la victoria trae novedades.

JEREMÍAS (temblando de espanto).— El mensajero… el mensajero.

UNA VOZ.— Viene corriendo desde la puerta… como un beodo tambalea, de tanta prisa…

VOCES.— ¿En dónde está?… acá… acá… ¿qué ocurre?… cuenta… cuándo cayó… aquí…

(La multitud rodea al mensajero quien quiere proseguir a toda prisa y que jadea, agotado).

VOCES.— Viva el mensajero del triunfo… viva… bienvenido… viva… cuenta…

EL MENSAJERO.— ¿Hizo presa de ustedes la locura? ¿Qué significa tanto júbilo en Jerusalén? Ármense, ármense… Déjenme llegar hasta el rey.

VOCES.— Pero ¿qué pasa?… ¿Acaso no está muerto Nabucodonosor? El faraón lo abatió… ¿Para qué hemos de armarnos?

EL MENSAJERO.— Se acerca con todo su poderío… Nabucodonosor… Apenas logré burlar sus jinetes. Ármense… ármense… ¡Guardas a la muralla!… yo… debo…

VOCES.— ¿Cómo… qué dice… quién está vencido?… ¿Adónde está el faraón?… Estás confundido… denle agua… viva… no es posible… ¿qué pasó con Egipto?…

EL MENSAJERO.— Agua… No puedo más… Egipto está vencido… Necao hizo las paces… tributo… tributo… ahora se aproxima… Nabucodonosor… guíenme… no puedo más… detrás de mí, sus jinetes… a presencia del rey.

(Algunos llevan al mensajero, que de tan excitado ya casi no puede caminar, hacia el palacio).

VOCES (desde el fondo).— ¿Qué dijo?… ¿Están derrotados los caldeos?… ¿qué hay… por qué callan… qué ocurrió?…

(Poco a poco, la multitud se siente presa de un temor horrible. Se apagó el gran tumulto ruidoso. Un silencio grandioso del pasmo cede paulatinamente él lugar a las voces que tímidas y atemorizadas se levantan bruscamente de entre el mutismo).

VOCES.— No puede ser… no debe ser cierto… ¿qué… qué dijo?… nos engaña… no, estaba agotado… los jinetes detrás de él, dijo… no puede ser… ¿acaso no han sido?… miente… no, no eran de mentirosos sus ademanes… ¿qué es?… ¿qué ha ocurrido… qué dijo?… no es posible… Dios no puede querer eso…

UNA VOZ (recia).— El faraón nos traicionó.

VOCES (elevándose de repente con furia y creciendo con rápido ímpetu).— Sí… el faraón nos traicionó… sí, sí… maldito sea el faraón… contraído una alianza… maldición sobre Egipto… traidores egipcios… nos han vendido… maldito sea el faraón…

UNA VOZ.— Siempre lo dije: nada de alianzas con Egipto.

VOCES.— Yo también… yo también… yo igual… todos nosotros… también yo… una caña es Egipto… ay, porque confiaba en ellos el rey… yo disuadí… yo también… nosotros todos… maldición sobre el faraón… ¿qué será ahora de nosotros?… ay de Israel… mi mujer, mis hijos… yo advertí… yo también…

UN HOMBRE (llegando precipitadamente).— ¡A las armas! ¡A las armas! ¡Cierren los portones! Nabucodonosor viene acercándose con sus tropas. Sus jinetes están ya cerca de Hebrón…

VOCES.— Ay… cerca de Hebrón… dentro de dos días rodearán a la ciudad… estamos perdidos… no… ¡a las murallas!… ¿dónde está el rey?… que hagan las paces… no… es demasiado tarde… ¿acaso estamos vencidos?… los sacerdotes, ¿adónde están?… cerca de Hebrón, dijo… ¡a las armas!… no… paz… paz… marchen contra él… estamos perdidos… siempre advertí…

UNO (señalando repentinamente a Jeremías, quien se recuesta como un beodo contra una columna y cubre su rostro).— Aquí… miren aquí.

VOCES.— ¿Qué hay… qué ocurre… quién es… qué quiere decir?…

UNO.— Allá… miren allá… de él parte… él los llamó… él anunció al mensajero… él nos maldijo…

VOCES.— ¿Quién?… Jeremías… ¿quién es?… Jeremía… él nos maldijo… sí, él los llamó… rezó por el triunfo de Nabucodonosor… es un vendido… háganlo pedazos… no, no lo toquen… él lo anunció… es un profeta… es un venal… miren cómo medita.

UNO.— Esconde su risa detrás del lienzo… Pero se alegra demasiado pronto… Aún Jerusalén está de pie, y durará eternamente.

VOCES.— Sí, sí, Jerusalén durará eternamente… mátenlo a pisotones… no, apártense de él… poder le es dado… ay, nos maldijo… tiene la culpa de toda nuestra desgracia… arránquenle la lengua… no, déjenlo estar…

(Un heraldo sale precipitadamente del palacio real).

VOCES.— Un heraldo… un mensajero del rey… mensaje del rey… cállense… silencio… escúchenlo… un mensajero…

(La multitud guarda silencio absoluto y se agolpa junto a la escalinata).

EL HERALDO.— Mensaje del rey: El enemigo marcha sobre Jerusalén. Caldea está en armas contra nosotros. Cada varón adulto tome la espada, y que las hembras preparen flechas y hondas. Cada cual saque de la ciudad a sus enfermos y débiles, guarde cada cual provisiones en su casa para que no nos rinda el hambre. A las armas resisten nuestras murallas, nada puede Baal contra Yahvéh, nada Asur contra Jerusalén.

LA MULTITUD.— Sí… Dios está con Israel… Nos armaremos… sí… Dios está con nosotros… ¡adelante!… ¡a las armas!…

EL HERALDO.— Que nadie quede atrás, que ninguno carezca de valor. Quien hable en son de pusilanimidad, a ese deben golpearlo con la espada, al que hable de fuga, a ese lo deben echar de lo alto de las murallas. No deben agruparse en las calles; que cada cual cuide de su casa y se arme contra el enemigo. Adelante, pueblo de Jerusalén, agiganta tu fuerza y no te desanimes, pues eternamente durará Jerusalén.

LA MULTITUD (nuevamente embriagada).— Eternamente durará Jerusalén… A las armas… Voy en busca de mi espada… adelante, contra Asur… seamos valientes… dense prisa… a las fosas… a las casas… destrozaremos su poderío… eternamente durará Jerusalén…

(La multitud se dispersa tumultuosamente hacia todos lados, de modo que de repente la plaza queda vacía, y a la exaltación estruendosa sigue una calma terrible).

(Jeremías se ha incorporado lentamente y asciende con el rostro cubierto las gradas del templo).

BARUC (le sigue).— ¿A dónde vas, maestro? ¡No dejes al fiel!

JEREMÍAS.— Sólo debo… debo… a Él, para que me ilumine. Hízome realizar una señal ante el pueblo; sin embargo, no le creo, Baruc, pues… no quiero creer que sean de Dios las visiones que tengo, que sea de Dios esa ilusión espantosa… quisiera que fuese defecto nada más de mi cerebro y no mensaje de su espíritu… Pero ¡ay, si yo resultase elegido para mensajero y hubiesen sido verdad mis sueños… ay!

BARUC.— Tú eres elegido, maestro, lo vislumbré en esta hora. Un signo dio testimonio por ti, un signo divino. El espíritu de los profetas está sobre ti, y su poder.

JEREMÍAS (ascendiendo las escalas, como huyendo delante de Baruc, con gestos defensivos de sus manos).— ¡No digas que soy elegido, no tientes mi corazón! No debe llegar a ser cierta mi palabra, no debe llegar a ser verdad por amor de Israel, por amor de Jerusalén. ¡Oh, mejor es ser burlado y escarnecido por el pueblo que augur cierto de tal espanto! Mejor es ser mentiroso y necio que profeta de tal verdad. ¡Mejor que sea yo, y no la ciudad víctima tuya, Señor! ¡Que yo caiga en las tinieblas de lo perecedero, con tal que brillen tus almenas, Jerusalén! Que se diluyan mis palabras como humo, con tal que tú perdures, ciudad eterna; que Dios se olvide de mí, con tal que te recuerde a ti. Oh, quiero arrodillarme ante su altar a que destroce la palabra en mi boca, quiero rezar sobre las rodillas de mi corazón para que repudie mi anuncio y, Baruc… reza, reza conmigo para que yo sea tenido por mentiroso a la faz de Jerusalén.

(Jeremías asciende humildemente los últimos peldaños y penetra, con la cabeza inclinada, en el vestíbulo del templo. Baruc permanece inmóvil y le sigue con la vista hasta que desaparece).