EPISODIO EN EL LAGO LEMAN
Cerca del pueblecito suizo de Villeneuve, a orillas del lago Leman, en una noche de verano del año 1918, un pescador que había salido con su bote de remos divisó un extraño objeto en medio del lago y descubrió al acercarse a él un artilugio fabricado con maderos ensamblados que un hombre desnudo intentaba hacer avanzar con movimientos torpes, utilizando un tablón gastado como remo. El pescador se acercó a la balsa, ayudó al agotado navegante a subir a su bote, cubrió provisionalmente su desnudez con redes y a continuación intentó hablar con el hombre, tímidamente acurrucado en un rincón y temblando de frío. Pero él contestó en una lengua extranjera de la que ni una sola palabra se parecía a la suya. El compasivo pescador desistió pronto de seguir preguntando, recogió sus redes y se dirigió con rápidos golpes de remo hacia la orilla.
A medida que los contornos de la orilla se iban aclarando con la primera luz del día, empezó también a iluminarse el rostro del hombre desnudo; una risa infantil se desprendió de su ancha boca cubierta por una embrollada barba, una de sus manos se levantó indicando el otro lado y, sin cesar de preguntar y ya medio seguro de la respuesta, balbuceó una palabra que sonaba como «Rosía» y cuyo sonido se hacía más y más feliz a medida que la quilla se aproximaba a la costa. Al fin la embarcación chirrió al dar contra la orilla; las parientes femeninas del pescador, que aguardaban impacientes el húmedo botín, se dispersaron chillando —como en otro tiempo las sirvientas de Nausica— cuando descubrieron al hombre desnudo entre las redes. Poco a poco, atraídos por la singular noticia, fueron congregándose varios hombres del lugar, a los que pronto se les unió el valiente alguacil del pueblo, consciente de su dignidad y celoso en el desempeño de su cargo. Gracias a su dilatada instrucción y a su rica experiencia en tiempos de guerra, en seguida dedujo con toda seguridad que se trataba de un desertor al que la corriente había arrastrado desde la orilla francesa y se preparó de inmediato a someterlo a un interrogatorio oficial, pero esta prolija tentativa perdió muy pronto dignidad y valor por el hecho de que el hombre desnudo (al que entretanto algunos vecinos habían prestado una chaqueta y unos pantalones de tela cruda) en respuesta a toda pregunta no repetía otra cosa que su grito en forma de interrogante «¿Rosía? ¿Rosía?», cada vez más angustiado e inseguro. Un poco enojado por su fracaso, el alguacil ordenó al forastero con gestos inequívocos que lo siguiera y, acompañado por el griterío de los jóvenes del pueblo, que mientras tanto se habían despertado, el hombre empapado y con los pies desnudos, metido en una chaqueta y unos pantalones holgados, fue conducido al ayuntamiento y puesto bajo custodia. El hombre no se resistió ni dijo palabra alguna, sólo sus ojos claros se habían ensombrecido de decepción y sus altos hombros se habían encogido como por temor a un golpe.
Mientras tanto la noticia de la pesca de un hombre se había divulgado hasta llegar a los hoteles cercanos, y hombres y mujeres, felices de vivir un episodio divertido dentro de la monotonía del día, acudieron a contemplar al salvaje. Una dama le regaló bombones, que él dejó a un lado, desconfiado como un simio; un caballero le hizo una fotografía; todo el mundo hablaba y parloteaba divertido a su alrededor, hasta que el director de un gran hotel, que había vivido mucho tiempo en el extranjero y dominaba varias lenguas, dirigió la palabra al ya amedrentado forastero sucesivamente en alemán, italiano, inglés y, finalmente, en ruso. Apenas hubo oído el primer sonido de su lengua natal, el asustado forastero se iluminó, una ancha sonrisa cruzó su mansa cara de oreja a oreja y, de repente seguro y locuaz, se puso a contar todas sus peripecias. Era larga y confusa, no siempre comprensible para el improvisado intérprete en sus detalles, pero en lo esencial he aquí la historia de aquel hombre: Había combatido en Rusia y, después, un día fue cargado en vagones con otros miles de hombres y llevado muy lejos; a continuación fue embarcado con los demás y mucho más tarde atravesó regiones tan cálidas que, como él lo expresó, los huesos se reblandecían hasta convertirse en carne. Finalmente habían desembarcado en algún otro lugar, habían sido cargados de nuevo en vagones y de improviso habían recibido la orden de tomar por asalto una colina, de lo cual no podía dar más detalles porque, justo al comienzo, una bala lo había herido en la pierna. Los oyentes, para los cuales el intérprete traducía relato y respuestas, vieron claro en seguida que aquel fugitivo pertenecía a una de las divisiones rusas en Francia que habían sido enviadas al frente francés a través de medio mundo, por Siberia y Vladivostok, y todos sintieron, a la vez que una cierta compasión, la curiosidad de saber cómo se las había arreglado para realizar tan singular fuga. Con una sonrisa entre bonachona y ladina, el ruso contó gustoso que, apenas restablecido, había preguntado a los enfermeros dónde quedaba Rusia y ellos le habían indicado la dirección, que él más o menos la había seguido teniendo en cuenta la posición del sol y de las estrellas, y así se había escapado a hurtadillas, caminando de noche y de día, escondiéndose de las patrullas en pajares. Había comido fruta y mendigado pan durante diez días hasta llegar finalmente a aquel lago. Su relato se hizo entonces más confuso, pareció que el hombre, que procedía de las proximidades del lago Baikal, se había imaginado que Rusia se encontraba en la orilla opuesta, cuya línea ondulada había divisado en el crepúsculo. Lo cierto es que había robado dos maderos de una cabaña y, echado boca abajo encima de ellos, había salido al lago ayudándose con una tabla como remo, y allí lo había encontrado el pescador. La angustiosa pregunta con que terminó su confuso relato, de si al día siguiente podría estar en casa, despertó primero, apenas traducida, sonoras carcajadas a causa de la desinformación de que hacía gala, pero luego cedió el paso a una sincera compasión y todos dieron unas monedas o algunos billetes al pobre náufrago, que miraba a su alrededor desorientado y lastimero.
Entretanto, tras una consulta por teléfono, se había presentado un oficial superior de la policía de Montreux que, no sin dificultades, levantó acta del caso. Pues no sólo resultó que el improvisado intérprete no daba para más, sino que también se vio claro que para los occidentales era inconcebible la incultura de aquel hombre, cuyo saber sobre sí mismo apenas iba más allá de su nombre de pila, Borís, y que de su pueblo natal sólo era capaz de ofrecer datos de lo más embrollado, por ejemplo que sus habitantes eran siervos del príncipe Mecherski (dijo siervos, aunque esta servidumbre había sido derogada hacía una generación) y que él vivía con su mujer y sus hijos a cincuenta verstas del gran lago. Entonces empezaron las deliberaciones sobre su destino: él en medio de los litigantes, con la cabeza baja y la mirada perdida; unos decían que había que transferirlo a la embajada rusa de Berna, otros temían que tal medida significara devolverlo a Francia; el oficial de policía explicó que toda la dificultad del asunto residía en saber si había que tratarlo como desertor o como extranjero indocumentado; el secretario del ayuntamiento rechazó desde el principio la posibilidad de alimentar y albergar allí al forastero. Un francés exasperado dijo a gritos que no debían andarse con tantas monsergas con el miserable fugitivo, que trabajara o que lo reexpidieran; dos mujeres objetaron que no tenía la culpa de su desgracia, que era un crimen enviar a la gente fuera de su patria, a un país extranjero. Aquel incidente fortuito ya amenazaba con originar una contienda política cuando, de repente, intervino un anciano danés para declarar enérgicamente que él pagaría la manutención de aquel hombre durante ocho días y que, en el ínterin, las autoridades deberían llegar a un acuerdo con la legación; una solución inesperada que satisfizo tanto a la parte oficial como a la privada.
Durante la discusión, cada vez más encendida, la tímida mirada del fugitivo se había ido levantando poco a poco del suelo y había quedado suspendida de los labios del director del hotel, el único de aquel tumulto que podía explicarle qué destino le esperaba. Aunque de modo confuso, parecía darse cuenta del revuelo que su presencia había levantado, y cuando decreció el alboroto de voces, sin pensarlo demasiado y en medio del silencio, levantó las manos hacia aquel hombre en actitud suplicante, como hacen las mujeres ante una imagen santa. Lo conmovedor de este gesto impresionó a todos los presentes. El director se le acercó cordial y lo tranquilizó diciéndole que no debía temer nada, que podía quedarse allí sin ser molestado, que en el hotel se ocuparían de él en adelante. El ruso quiso besarle la mano, pero el otro la retiró retrocediendo con prontitud. Luego le indicó la casa contigua, una pequeña fonda de pueblo, donde encontraría mesa y cama, lo tranquilizó de nuevo con palabras amables y, despidiéndolo amigablemente con la mano, se dirigió a su hotel calle arriba.
El fugitivo lo siguió inmóvil con la vista y, a medida que se alejaba el único que comprendía su lengua, su rostro, que ya se había animado un poco, se ensombrecía de nuevo. Con ojos desmayados lo siguió hasta verlo desaparecer en el elevado hotel sin prestar atención a los demás, que lo contemplaban con asombro y se reían de su extraño comportamiento. Después, cuando un alma compasiva lo tocó y le indicó el hostal, sus pesados hombros se desmoronaron como quien dice y cruzó el umbral con la cabeza gacha. Le abrieron el bar. Se arrimó a la mesa, donde la camarera, como saludo, depositó un vaso de aguardiente, y permaneció allí sentado toda la mañana, sin moverse y con la mirada velada. Los niños del pueblo no se cansaban de espiarlo a través de la ventana, riendo y gritándole cosas. Él no levantó la cabeza. Los clientes que entraban lo observaban con curiosidad; él permanecía sentado con la espalda encorvada y los ojos, como embelesados, fijos en la mesa, tímido y vergonzoso. Y al mediodía, cuando a la hora de comer un enjambre de clientes llenó el local con risas, cientos de voces que no comprendía zumbaron a su alrededor y él, percatándose con espanto de su condición de extranjero, se vio sordo y mudo en medio de aquella agitación general, sus manos empezaron a temblar de tal manera que apenas podía sostener la cuchara de la sopa. De pronto una gruesa lágrima se deslizó por su mejilla y cayó pesada sobre la mesa. Miró tímidamente a su alrededor. Los demás se habían dado cuenta y callaron de repente. Y él sintió vergüenza e inclinó aún más su pesada y desgreñada cabeza hacia la madera negra de la mesa.
Permaneció así sentado hasta el atardecer. La gente entraba y salía, pero él no se percataba de nadie ni nadie reparaba en él: era una sombra a la sombra de la estufa, con la manos apuntaladas con fuerza sobre la mesa. Todos lo olvidaron y nadie se dio cuenta cuando, en medio del crepúsculo, se levantó y, sigiloso como un animal, subió por el camino del hotel. Permaneció allí una o dos horas ante la puerta, sosteniendo respetuosamente la gorra en la mano, sin dirigir la mirada a nadie. Finalmente aquella singular figura que, rígida y negra, había echado raíces como un tronco de árbol ante la entrada iluminada del hotel llamó la atención de un botones, que fue a buscar al director. De nuevo una ligera claridad iluminó el sombrío rostro cuando lo saludó su lengua materna.
—¿Qué quieres, Borís? —preguntó el director.
—Os ruego que me disculpéis —balbuceó el fugitivo—, sólo querría saber si… se me permite irme a casa.
—Desde luego, Borís, claro que puedes irte a casa —sonrió el interpelado.
—¿Mañana mismo?
El otro se puso serio. La sonrisa se borró de su cara al oír aquellas palabras dichas en tono tan suplicante.
—No, Borís…, todavía no. No antes de que termine la guerra.
—¿Y cuándo? ¿Cuándo terminará la guerra?
—Sólo Dios lo sabe. Los humanos no lo sabemos.
—¿Y antes? ¿No puedo irme antes?
—No, Borís.
—¿Está muy lejos?
—Sí.
—¿Cuántos días?
—Muchos.
—Me iré igualmente, señor. Soy fuerte. No me canso.
—Pero no puedes, Borís. Hay una frontera de por medio.
—¿Una frontera? —miraba con expresión pasmada. Desconocía aquella palabra. Luego dijo con su singular obstinación: —La cruzaré a nado.
El director esbozó una sonrisa. Sin embargo, le dio pena y le aclaró afablemente:
—No, Borís, es imposible. Una frontera es un país extranjero. No te la dejarán cruzar.
—¡Pero si no les haré nada! He tirado el fusil. ¿Por qué no me van a dejar ir con mi mujer, si se lo pido por el amor de Cristo?
El director se iba poniendo cada vez más serio. Empezaba a sentir amargura.
—No —dijo—, no te dejarán pasar, Borís. Los hombres ya no escuchan la palabra de Cristo.
—Pero ¿qué voy a hacer, señor? ¡No puedo quedarme aquí! La gente no me entiende y yo no la entiendo a ella.
—Aprenderás la lengua, Borís.
—No, señor —dijo el ruso agachando aún más la cabeza—, soy incapaz de aprender nada. Sólo sé trabajar en el campo, nada más. ¿Qué voy a hacer aquí? ¡Quiero irme a casa! ¡Muéstreme el camino!
—Ahora no hay camino, Borís.
—Pero, señor, no pueden prohibirme volver a casa con mi mujer y mis hijos. ¡Ya no soy soldado!
—Sí pueden, Borís.
—¿Y el zar? —preguntó de pronto, temblando de esperanza y de respeto.
—Ya no hay zar, Borís. Lo han depuesto.
—¿Que no hay zar? —miró al otro con ojos atónitos. Una última luz se extinguió en su mirada y dijo con voz cansada: —¿Entonces no puedo volver a casa?
—Todavía no. Tienes que esperar, Borís.
—¿Mucho?
—No lo sé.
El rostro de Borís se iba ensombreciendo cada vez más en la oscuridad:
—¡Ya he esperado mucho! No puedo esperar más. ¡Muéstreme el camino! ¡Lo intentaré!
—No hay camino, Borís. En la frontera te arrestarán. Quédate aquí, te encontraremos un trabajo.
—La gente de aquí no me entiende y yo no la entiendo a ella —repitió obstinado—. ¡No puedo vivir aquí! ¡Ayúdeme, señor!
—No puedo, Borís.
—¡Por Cristo, ayúdeme, señor! ¡Ayúdeme, no lo soporto más!
—No puedo, Borís. Nadie puede ayudar a los demás ahora.
Permanecieron en silencio uno frente al otro. Borís daba vueltas a la gorra en las manos.
—Entonces, ¿por qué me han sacado de casa? Decían que debía defender a Rusia y al zar. Pero Rusia está lejos de aquí y usted dice que al zar lo han… ¿Qué ha dicho?
—Depuesto.
—Depuesto —repitió la palabra sin comprenderla—. ¿Qué voy a hacer ahora, señor? ¡Debo irme a casa! ¡No puedo vivir aquí! ¡Ayúdeme, señor! ¡Ayúdeme!
—No puedo, Borís.
—¿Y nadie puede ayudarme?
—Ahora no.
El ruso agachaba cada vez más la cabeza. De pronto dijo con voz apagada:
—Gracias, señor —y dio media vuelta.
Bajó por el camino lentamente. El director lo siguió un buen trecho con la mirada y le extrañó que no se dirigiera al hostal, sino que bajara los peldaños hacia el lago.
Quiso la casualidad que al día siguiente el mismo pescador descubriera el cuerpo desnudo del ahogado. Había dejado cuidadosamente doblados en la orilla la chaqueta y los pantalones que le habían prestado y había entrado en el agua tal como había salido de ella. Se levantó acta del suceso y, como nadie conocía el nombre del extranjero, colocaron una cruz barata en su tumba, una de aquellas crucecitas sobre un destino anónimo con las que está ahora cubierta Europa de un extremo al otro.