HISTORIA DE UN OCASO
Cuando Madame de Prie regresó de su paseo matinal el día en que el rey retiró a su amante, el duque de Bourbon, la dirección de los asuntos de Estado, advirtió en los dos porteros, junto a la reverencia obsequiosa, una sonrisa reprimida que la molestó. De momento no dejó traslucir nada, pasó tranquilamente por delante de ellos y subió las escaleras, pero al llegar al primer descansillo, volvió de repente la cabeza y vio que los lenguaraces labios de ambos criados prorrumpían en una sonora carcajada, la cual en seguida cedió el paso a una nueva y atemorizada reverencia.
Ahora ya sabía lo suficiente. Y arriba, en su salón, donde un oficial con galones de la guardia real la esperaba con una carta en la mano, ella mostró un aire desenvuelto y casi arrogante, como si se encontrara de visita de cortesía en casa de unos amigos. Aunque advirtió el sello real en la carta y el porte un poco desconcertado del oficial, consciente de su penosa misión, no reveló ni curiosidad ni inquietud. Sin abrir la carta, sin examinarla de cerca siquiera, charló con el joven y aristócrata soldado y, al reconocer que era bretón por su acento, le habló de una dama que no podía ver a los bretones ni en pintura, porque en una ocasión uno de ellos se había convertido en su amante en contra de su voluntad. Era frívola y arrogante, en parte por cálculo, para hacer patente su despreocupación, en parte por costumbre, pues su olvidadiza e irreflexiva ligereza solía tornar natural cualquiera de sus artificios, e incluso les confería una apariencia de sinceridad. Habló tanto rato que llegó realmente a olvidarse de la carta del rey que estrujaba en la mano. Pero finalmente rompió el sello.
La carta contenía —en pocas palabras y con un tono de cortesía sospechosamente exiguo— la orden real de abandonar la corte sin demora y de retirarse a su finca de Courbépine, en Normandía. Había caído en desgracia, a la postre sus enemigos habían vencido: lo supo ya al ver la sonrisa de los porteros, antes de que llegara el mensaje real. Pero no lo dejó entrever. El oficial observó con atención sus ojos mientras seguían las líneas de la carta de arriba abajo. No pestañearon y, cuando se volvió de nuevo hacia él, centellearon sonrientes:
—Su majestad está muy preocupado por mi salud y desea que abandone el calor de la ciudad para retirarme a mi castillo. Comunique a su majestad que satisfaré su deseo sin tardanza.
Sonrió al pronunciar estas palabras, como si contuvieran un sentido oculto. El oficial ejecutó un largo saludo con el sombrero y se retiró con una reverencia.
Pero apenas la puerta se cerró tras él, la sonrisa cayó de sus labios como una hoja marchita. Arrugó la carta con cólera. ¡Cuántas cartas parecidas, cada una sellando un destino, había escrito de su propio puño y letra y habían sido enviadas al mundo con la firma del rey! Y ahora con uno de esos papeles tenían la osadía de expulsarla de la corte, a ella, que durante dos años había gobernado Francia entera: no había esperado tanto atrevimiento de sus enemigos. Cierto que el joven rey no la había amado nunca, ni mostraba buena disposición hacia ella, pero ¿había ella convertido a María Leszczyríska en reina de Francia para que la exiliaran, sólo porque un tropel de gente la había abucheado ante su ventana y el país padecía hambre? Reflexionó un momento si debía resistirse: el regente de Francia, el duque de Orleans, había sido su amante, todo aquel que hoy poseía poder y posición en la corte se lo debía sólo a ella. No le faltaban amistades. Pero era demasiado orgullosa para presentarse como una mendiga allí donde la conocían como soberana; nadie en Francia debía verla sino sonriente. Además, el exilio podía durar sólo unos días, hasta que los ánimos se calmaran, después sus amigos conseguirían que se revocase la orden. Se complacía de antemano ante la idea de la venganza, engañando así su enojo.
Madame de Prie preparó su partida en el mayor de los secretos. No dio ocasión a nadie de compadecerla y no recibió a nadie para no tener que anunciarle su marcha. Quería desaparecer de golpe, de manera misteriosa y novelesca, unir su ausencia a un enigma duradero que desconcertara a toda la corte, pues ella poseía la notable cualidad de querer engañar siempre, de extender siempre una mentira sobre sus actos reales. La única persona a la que visitó fue el conde de Belle-Isle, su enemigo mortal, el mismo que había conseguido su exilio. Lo visitó para exhibir ante él su sonrisa, su despreocupación, su seguridad. Le contó lo agradable que le resultaba poder descansar por fin de las fatigas de la vida cortesana, mintió y con una mentira tan obvia le mostró todo su odio y su desprecio. El conde se limitó a dedicarle una sonrisa fría y comentó que le costaría soportar tan larga soledad, acentuando la palabra «larga» de un modo tan singular que ella se asustó. Pero se controló y lo invitó cortésmente a cazar en su propiedad. Por la tarde se reunió con uno de sus amantes en su casita de la calle Apolline y le encargó que en todo momento la tuviera al corriente de cuanto ocurriese en la corte. Partió por la noche. No quería cruzar la ciudad de día en su calesa descubierta, porque el pueblo le era hostil desde la revuelta que tantas vidas humanas había costado y también porque se obstinaba en mantener en secreto el misterio de su desaparición. Quería viajar de noche para regresar de día. Dejó su casa tal como estaba, como si se ausentara sólo por un par de días, y en el momento en que el vehículo se puso en marcha dijo clara y perceptiblemente —a sabiendas de que sus palabras llegarían a la corte— que se proponía realizar un pequeño viaje para reponerse y que no tardaría en volver. Y tan bien había aprendido el arte del disimulo, que, realmente tranquilizada por su propia mentira, pronto se sumergió en un plácido sueño a pesar del traqueteo del coche, y no se despertó sino ya muy lejos de París, en la primera posta, sorprendida de encontrarse en un coche y yendo al encuentro de un nuevo destino del cual no sabía aún si le sería favorable o aciago. Notaba tan sólo que las ruedas corrían bajo sus pies sin que pudiese gobernarlas, se daba cuenta de que se deslizaban hacia algo desconocido, pero se sentía demasiado liviana para preocuparse de cosas serias y no tardó en dormirse de nuevo.
El viaje a Normandía había sido largo y pesado, pero ya el primer día en Courbépine le devolvió la apacibilidad de su ser. Su espíritu inquieto, juguetón y siempre ávido de cosas nuevas descubrió un aliciente inusual en abandonarse a la pureza cristalina de un día de verano en el campo. Se perdía en mil locuras, se divertía corriendo por las alamedas, saltando setos y persiguiendo mariposas juguetonas, ataviada con un vestido de un blanco radiante y una cinta descolorida en el pelo, como la niñita que un día fue y que ella creía ya muerta en su interior. Iba y venía, y por primera vez en muchos años experimentaba el placer que se escondía en distender los miembros caminando rítmicamente, en volver a descubrir extasiada todas las cosas de la vida primitiva que había olvidado en sus días en la corte. Echada sobre la hierba esmeralda, contemplaba las nubes. Por raro que parezca, desde hacía años no había vuelto a ver una nube y se preguntaba si las que se deslizaban por encima de las casas de París también estaban tan bellamente ribeteadas y si eran tan esponjosas, blancas, limpias y flotantes. Por primera vez contempló el cielo como algo real y su bóveda salpicada de manchas blancas le recordaba los maravillosos jarrones chinos que un príncipe alemán le había regalado recientemente, sólo que aquel cielo era todavía más hermoso, más redondo y azul, y estaba lleno de un aire más liviano y perfumado, suave al tacto como la seda. La ociosidad la deleitaba, a ella que en París corría tras toda clase de divertissements, y el silencio a su alrededor le era tan precioso como una bebida fresca. Ahora, por primera vez, tuvo conciencia de que todas las personas que la rodeaban en Versalles le eran indiferentes, de que no amaba ni odiaba a ninguna, le importaban tan poco como los campesinos que encontraba en la linde del bosque con sus grandes y resplandecientes guadañas, y que de vez en cuando dirigían hacia ella sus miradas curiosas y sombrías. Desbordaba siempre alegría: jugaba alocadamente con los árboles jóvenes, pegaba grandes saltos hasta agarrar sus ramas más bajas, las soltaba de golpe y se reía a grandes carcajadas cuando algunas flores blancas le caían, como tocadas por un dardo, en su pronta mano, en su cabello por primera vez suelto desde hacía años. Con aquella maravillosa facilidad de olvido que poseen las mujeres livianas en cada momento de su vida, perdió el recuerdo de que estaba proscrita y de que en otro tiempo había sido soberana de Francia y que había podido jugar con los destinos con tanta indolencia como ahora con las mariposas y los trémulos árboles; perdió cinco, diez, quince años y no era más que mademoiselle Pleuneuf, hija de un banquero de Ginebra, una muchachita delgada y traviesa de quince años que jugaba en el jardín del convento y nada sabía de París ni del mundo entero.
Por la tarde ayudaba a las criadas a transportar el trigo: le divertía enormemente que le dejaran atar las gavillas y luego cargarlas en el carro con un violento impulso. Y se sentaba, arriba de todo, sobre el carro cargado hasta los topes, en medio de las demás, que al principio se sentían apocadas y temerosas, balanceando las piernas, riendo con los mozalbetes y luego, cuando empezaba el baile, se ponía a dar vueltas entre ellos. Lo tomaba todo como un gran juego de máscaras palaciego y ya anticipaba el placer de poder contar en París lo divinamente que pasaba los días, cómo había bailado en corro con flores silvestres en el cabello y había bebido de la misma jarra con los campesinos. De que todo aquello fuera realidad se apercibía tan poco como cuando en Versalles tomaba a engaño la poesía bucólica. Su corazón se perdía siempre en el momento, mentía diciendo la verdad y era sincero cuando quería engañar: ella sólo sabía lo que sentía. Y ahora sentía en todas sus venas dicha y alegría desbordante; la idea de que estaba en desgracia le hubiera provocado risa.
Ya a la mañana siguiente una oscura gota de mal humor se deslizó en la serenidad cristalina de sus horas. El mero despertar ya le dolió: salió de la oscura noche sin sueños y se zambulló en el día como quien se precipita en el agua helada desde un ambiente bochornoso. No sabía qué la había despertado. No había sido la luz, pues el lluvioso día despuntaba pálido ante las ventanas llorosas. Y tampoco había sido el ruido, pues allí no había voces, sólo los muertos de la pared miraban desde los cuadros con ojos fijos y penetrantes. Estaba despierta y no sabía por qué ni para qué: nada la llamaba ni la atraía.
Y pensó en lo diferente que era despertarse en París. Por la noche había bailado, charlado, pasado media velada con amigos y luego llegaba el prodigioso sueño del agotamiento, en el que los sentidos excitados seguían creando temblorosas imágenes de color. Y por la mañana, con los ojos cerrados, aún oía, como en sueños, voces ahogadas en las antesalas que se precipitaban dentro tan pronto como empezaba su lever: aseo y audiencia matutina. Los duques de Francia, los peticionarios, los amantes y los amigos, todos trataban de granjearse su favor y le traían la ofrenda del cortejador: alegría obsequiosa. Todos contaban cosas, reían, parloteaban, le llevaban hasta la cama las habladurías y las últimas noticias, y ella, salida de los sueños de colores, llevaba el despertar en medio del flujo de la vida; la sonrisa que en sueños tenía en la boca no desaparecía, sino que quedaba suspendida en la comisura de los labios y se balanceaba traviesa como un pájaro en la jaula.
De las imágenes de la gente, el día pasaba a la gente misma, y la gente se quedaba a su lado, mientras se vestía, paseaba en coche o comía, hasta la noche. Se sentía constantemente llevada en un murmullo por ese flujo embravecido sin descanso, como olas que mecían la florida barca de su vida bailando a un ritmo incesante.
Pero hoy el despertar chocó con una roca, quedó encallado, inmóvil e inútil en la orilla de las horas. Nada la incitaba a levantarse. Los inocentes placeres de ayer ya no tenían encanto alguno, su exigente curiosidad era de las que se agotan rápidamente. La habitación estaba vacía, como sin aire, y vacía se sentía ella misma en esta soledad en que nadie la reclamaba: vacía, inútil, mayor, gastada; primero tenía que acordarse de por qué estaba allí y cómo había llegado. ¿Qué esperaba del día, ella que tenía los ojos tan fijos en el reloj, que con sus pasos temblorosos, apagados, recorría sin cesar el silencio?
Finalmente se acordó. Había pedido al príncipe de Alincourt, el único de sus antiguos amantes con el que la unía un afecto más íntimo, que le transmitiera a diario las noticias de la corte por medio de un mensajero a caballo. Durante toda la víspera había olvidado que con su desaparición había dejado París en estado de agitación y ahora deseaba saborear este triunfo. El mensajero cumplió ciertamente su cometido, pero no el mensaje. Alincourt le escribía algunos floreos, algunas noticias sobre el estado de salud del rey; relataba la visita de príncipes extranjeros y dejaba que la carta se desvaneciera en amables deseos de buena salud. Ni una sola palabra sobre ella y su desaparición. Se enfureció. ¿Acaso la noticia no era de dominio público? ¿O habían dado crédito realmente a la mentira de que se había retirado a aquel aburrido rincón para descansar?
El mensajero, un mozo de caballerías simple y cogotudo, se encogió de hombros. No sabía nada. Ella disimuló su cólera y contestó la carta de Alincourt sin mostrarle su enfado: le daba las gracias por las noticias y le pedía encarecidamente que la mantuviera cabalmente informada. Confiaba en no tener que permanecer mucho tiempo allí, aunque de todos modos le encantaba el lugar. No dejaba traslucir que le engañaba.
Pero ¡qué largo se hacía el día allí! Las horas, como las personas, parecían transcurrir con paso más lento, y ella no conocía medio alguno para apresurarlo. No sabía qué hacer consigo misma; todo estaba mudo en su interior, toda la chispeante música de su corazón estaba muerta como un reloj musical cuya llave se ha perdido. Probó toda suerte de cosas, se hizo traer libros, pero aun los más inspirados sólo le parecían hojas impresas. La asaltó el desasosiego, le faltaban las muchas personas con las que había vivido durante años. Hacía andar sin cesar a los criados de aquí para allá con órdenes caprichosas: quería oír crujir pasos en las escaleras, ver gente, crear artificialmente ese zumbido de los mensajes; quería engañarse, pero no lo conseguía, fracasaba como en todos sus planes. La comida le repugnaba tanto como la habitación, el cielo y los criados; sólo quería una cosa: noche, un sueño negro y profundo, sin soñar, hasta la mañana, cuando llegaría un mensaje mejor.
Al fin llegó la noche. Pero ¡qué triste era aquí! Sólo un oscurecer, un desaparecer de todas las cosas, un entenebrecimiento de la luz. Aquí era un final lo que en París no era sino el principio de todas las diversiones. Aquí el atardecer derramaba noche; allí encendía las velas bordeadas de oro en los salones reales, hacía centellear el aire en los ojos, inflamaba, calentaba, embriagaba, estimulaba los corazones. Aquí los hacía todavía más miedosos. Anduvo errante de habitación en habitación: en todas acechaba el silencio acurrucado como un animal maligno, cebado durante muchos años puesto que nadie había venido a turbarlo, y ella temía que le saltara encima. La madera de los suelos crujía, los libros suspiraban en sus encuadernaciones en cuanto alguien los tocaba; en la espineta, algo gimió horriblemente como un niño apaleado cuando ella tocó las teclas, arrancándoles un sonido lastimero. Todo se defendía de la intrusa, se hacía fuerte en la oscuridad.
Entonces, sobrecogida de miedo, mandó encender todas las luces de la casa. Trataba de quedarse en una habitación, pero siempre pasaba a la siguiente, huía de una para refugiarse en otra, como si en ella hubiera sosiego. Pero en todas chocaba con la invisible pared del silencio, que desde hacía años poseía aquí el señorío y no quería dejárselo arrebatar. Incluso las luces parecían notarlo, siseaban apenas perceptibles y lloraban gotas calientes.
Desde fuera, sin embargo, el castillo fulguraba con sus treinta ventanas iluminadas, como si dentro se celebrara una fiesta. Las gentes del pueblo se apiñaban delante, llenas de asombro y comentando de dónde habían llegado de repente tantas personas. Pero la figura que veían andar errante como una sombra, ora detrás de un cristal ora detrás de otro, era siempre la misma: Madame de Prie, que vagaba arriba y abajo como una fiera salvaje en la prisión de su soledad interior y que a través de las ventanas acechaba algo que no venía.
Al tercer día, su impaciencia perdió toda compostura y se tornó violenta. La soledad la abrumaba, necesitaba gente o cuando menos noticias de gente, de la corte —donde todo su ser se ramificaba en mil fibras—, de sus amigos, de cualquier cosa que la estimulara o al menos le interesara. No podía esperar al mensajero y salió a su encuentro a caballo a las tres de la madrugada. Llovía y el viento soplaba con ímpetu: el pelo empapado le echaba hacia atrás la cabeza, sus ojos no veían nada, de lo fuerte que la tempestad azotaba la lluvia contra su rostro; tenía las manos entumecidas y apenas podía sujetar las riendas. Finalmente regresó a galope tendido, se hizo quitar las ropas mojadas y de nuevo se refugió en la cama. Esperó como presa de la fiebre, la colcha estrujada entre los dientes. Ahora comprendió la amenazadora sonrisa del conde de Belle-Isle cuando dijo que le sería difícil soportar tan larga soledad. ¡Y sólo habían pasado tres días!
Finalmente llegó el correo. No disimuló por más tiempo, sino que arrancó ansiosa el sello con las uñas, como un hambriento la piel de una fruta. La carta contenía muchas noticias de la corte: sus ojos la recorrieron en un santiamén, buscaba su nombre. Nada, nada. Pero otro nombre la quemó por dentro: su lugar en la corte había sido adjudicado a Madame de Calaincourt.
Tuvo un breve estremecimiento y se sintió flaquear. Ya no se trataba pues de una desavenencia momentánea, sino de un destierro permanente: era su sentencia de muerte y ella amaba la vida. Se levantó de la cama de un salto, sin avergonzarse ante el mensajero, y medio desnuda y temblando de frío, presa de un arrebatado frenesí, se puso a escribir. Abandonó la comedia de su orgullo. Escribió al rey, aun a sabiendas de que él la aborrecía; con las palabras más sumisas y lamentablemente serviles prometía no volver a inmiscuirse en los asuntos de Estado. Escribió a Leszczyríska, le recordó que sólo gracias a su mediación se había convertido en reina de Francia; escribió a los ministros, pidiéndoles dinero; acudió a sus amigos. Suplicó a Voltaire, a quien había salvado de la Bastilla, que escribiera y leyera una elegía a su partida. Ordenó a su secretario que contratara libelistas contra sus enemigos y difundiera copias de los panfletos. Veinte cartas salieron de su mano febril, todas ellas implorando una sola cosa: París, el mundo, la salvación de su soledad. Ya no eran cartas, sino gritos. Luego metió la mano en un cofrecillo y entregó al mensajero un puñado de monedas de oro para que hiciera correr el caballo hasta matarlo si era necesario, pero que estuviera en París por la noche. Aquí había aprendido lo que era realmente una hora. El hombre, asustado, quiso darle las gracias, pero ella lo echó fuera.
Luego volvió a refugiarse en la cama. Tenía frío. Una tos áspera sacudía su cuerpo enflaquecido. Yacía inmóvil, con la mirada perdida, simplemente esperando, hasta que por fin el reloj de la repisa se puso a dar la hora. Pero las horas eran obstinadas, no se las podía azuzar con imprecaciones, con ruegos ni con oro; lentas y adormecidas hacían su circuito. Entraron los criados, pero los echó fuera; no quería mostrar a nadie su desesperación, no quería comer, no quería palabras, no quería nada de nadie. La lluvia seguía susurrando fuera y ella tiritaba de frío como si se hallara en el exterior, estremeciéndose como los matorrales, con los brazos extendidos en suplicante actitud de desamparo. Una pregunta le daba vueltas en la cabeza, dos palabras iban y venían como un péndulo: ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué? ¿Por qué Dios le había hecho esto? ¿Tanto había pecado?
Tiró de la campanilla: que fueran a buscar al cura del pueblo. Le tranquilizaba la idea de que vivía allí una persona con la que poder hablar y a quien confiar sus ansias.
El sacerdote no se hizo esperar, tanto más cuanto que le habían informado de que madame estaba enferma. Ella no pudo reprimir una sonrisa cuando lo vio entrar. Le recordó a su abbé de París, con sus manos finas y delicadas y una mirada resplandeciente que casi la rozaba a una, con su conversación mundana, que hacía olvidar que la estaba oyendo en confesión. El abbé de Courbépine era corpulento y ancho de espaldas; se acercó a la puerta con paso torpe, haciendo crujir los puños almidonados. Todo en él era rojo: sus toscas manos, el rostro, que el viento había curtido, y las grandes orejas; aun así, su aspecto desprendió afabilidad cuando le ofreció la manaza para saludarla, luego se sentó en una butaca. El horror de la habitación parecía tener miedo de su imponente presencia y se acurrucó en un rincón: el aposento, que la voz potente del cura llenaba por completo, pareció haberse vuelto más cálido, más vivo, y Madame de Prie era como si respirase más libremente ante aquel hombre, que no sabía muy bien para qué lo había llamado. Empezó una conversación desmañada, hablando de su parroquia y de París, que sólo conocía de oídas, exhibió su vasta erudición, habló de Descartes y de las peligrosas obras del señor de Montaigne. Ella soltó alguna palabra aquí y allá, sin pensar demasiado: sus pensamientos zumbaban como un enjambre de mosquitos, sólo quería oír, escuchar una voz humana, alzarla como un dique contra el mar de soledad en que estaba a punto de ahogarse. Cada vez que él, temiendo molestarla, iba a interrumpirse, ella lo lisonjeaba con una apasionada gentileza que no era sino temor; prometía al reverendo ir a visitarlo, lo invitaba a venir a menudo; la seducción de su ser, que en París había hechizado, manaba profusamente de su meditabundo silencio.
Y el abbé se quedó hasta el anochecer.
Pero en cuanto se fue, a ella le pareció como si el peso del silencio le cayera encima con saña redoblada, como si debiera sostener ella sola el alto techo, apartar ella sola la agobiante oscuridad. Nunca había sabido cuánto puede importar una persona para otra, porque nunca había estado sola. Había estimado a las personas sólo como el aire, que no se siente, pero ahora que la soledad le apretaba la garganta, advertía por primera vez hasta qué punto las necesitaba, reconocía cuánto valían; aun cuando mentían y engañaban, admitía que ella misma lo recibía todo de su presencia: ligereza, seguridad y alegría. Durante años había nadado en compañía, sin saber que esta marea la alimentaba y sostenía, pero ahora, arrojada como un pez a la playa de la soledad, se estremecía en la desesperación y en un furibundo dolor. Temblaba de frío y de fiebre a la vez. Se palpó el cuerpo y se asustó de lo frío que estaba, parecía haberse extinguido en él todo calor corpóreo, como si la sangre corriese viscosa como gelatina por sus venas; tenía la sensación de yacer en su propio cadáver amortajado en aquel silencio. Y de pronto sintió un estallido de calor dentro de sí y prorrumpió en desesperados sollozos. Primero se asustó y quiso combatirlos. Pero allí no había nadie, no tenía que disimular, por primera vez estaba sola consigo misma. Y con gusto se entregó a la dolorosa dulzura, para sentir correr las cálidas lágrimas por sus heladas mejillas y oír sus propios sollozos en medio del aterrador silencio.
Se apresuró a devolver la visita al abbé. El palacio estaba desierto, las cartas no llegaban (desde luego sabía muy bien que en París no se tenía tiempo para peticionarios y suplicantes) y quería hacer algo, cualquier cosa, aunque fuera jugar a trictrac o charlotear o simplemente ver a otro hablando, burlar con algo el tedio cada vez más amenazador y mortal que abrumaba su corazón. Atravesó el pueblo a toda prisa, pues le repugnaba todo lo que de alguna manera formaba parte del nombre de Courbépine, todo lo que le recordaba su destierro. La casita del abbé estaba situada al final de la calle del pueblo, ya en pleno campo. Apenas era más alta que un granero, las flores enmarcaban las diminutas ventanas y colgaban por encima de la puerta formando embrollados arabescos, de modo que ella tuvo que agacharse para no quedar presa en su encantadora red.
El abbé no estaba solo. A su lado, en su pupitre, estaba sentado un joven que él, turbadísimo por una visita tan ilustre, presentó como su sobrino. El abbé lo preparaba para la ciencia; desde luego no sería sacerdote: uno se perdía demasiadas cosas en esta vocación. Pretendía ser una broma galante. Madame de Prie, sin embargo, no sonrió tanto por este cumplido un tanto torpe como por el gracioso apocamiento del joven, que se sonrojó profundamente y no sabía dónde mirar. Era un zagal alto y delgado, de rostro huesudo y rubicundo, mechones rubios y ojos algo ingenuos: causaba un efecto tosco y bruto con sus desmañados miembros, pero ahora su grandísimo respeto domeñó su rusticidad y le confirió un aire de infantil desamparo. Apenas se atrevía a responder a las preguntas de la señora, balbuceaba, tartamudeaba, escondía las manos en los bolsillos, las volvía a sacar, y Madame de Prie, deleitada con la turbación del joven, seguía dirigiéndole una pregunta tras otra; la aliviaba volver a encontrar a alguien a quien perturbara su presencia, que se sintiera ante ella pequeño, suplicante, sumiso. El abbé habló por él, ponderó su pasión por el noble estudio, sus preferencias, y contó que su anhelo mayor era poder terminar la carrera en la Universidad de París. Claro que él era pobre y apenas podía ayudar al sobrino, asimismo le faltaba valimiento, único camino en París para llegar a puestos oficiales, y encarecidamente encomendó al chico a la bondad de la señora. Pues ella era todopoderosa en la corte, una sola palabra suya bastaría para hacer realidad los sueños más osados del joven estudiante.
Madame de Prie sonrió amargamente a la oscuridad: era omnipotente en la corte y ni siquiera podía arrancar una respuesta a una sola carta, a un solo ruego. Pero ahora era un alivio para ella que aquí no supieran de su impotencia, de su caída; ahora la sola apariencia de fuerza ya la hacía feliz. Se contuvo: claro que recomendaría al joven, el cual, a juzgar por las palabras de un estimable intercesor, a buen seguro era digno de todo favor. Que fuera a verla al día siguiente para que ella pudiera examinar sus cualidades. Lo recomendaría en la corte, le daría una carta de presentación para su amiga, la reina, y los señores de la Academia (y recordó, mientras lo decía, que ninguno de ellos había respondido con una sola línea a sus cartas).
El anciano abbé se estremeció de alegría, las lágrimas rodaron por sus mofletes. Besó las manos de la señora, anduvo arriba y abajo como ebrio, mientras el muchacho permanecía inmóvil y sin saber qué decir, con una expresión de estupor. Cuando Madame de Prie decidió partir, el chico no se movió, se quedó en su sitio como si allí hubiera echado raíces, hasta que el abbé le indicó a hurtadillas con un gesto enérgico que acompañara a su protectora de vuelta al castillo. Caminaba a su lado, balbuceando palabras de agradecimiento y atropellándose al hablar cada vez que ella lo miraba. Madame estaba encantada. Por primera vez volvía a sentir ese placer voluptuoso, mezclado con un deje de desdén, de ver a alguien que perdía el dominio en su presencia; se despertó de nuevo en su interior el capricho de jugar con los otros, que en los años de poder se había convertido para ella en una necesidad vital. El muchacho se detuvo ante la puerta del castillo, hizo una desmañada reverencia y se alejó rápidamente con sus lerdos pasos de campesino, de modo que ella apenas tuvo tiempo de recordarle lo de su visita.
Lo siguió con la mirada, sonriendo para sus adentros. Era tosco e ingenuo: sin embargo, era un ser vivo y apasionado, no muerto como todo lo que tenía a su alrededor. Él era fuego y ella tenía frío. También su cuerpo, acostumbrado a caricias y abrazos, estaba hambriento aquí, su mirada necesitaba para mantener vivo su brillo el reflejo de chispeantes anhelos de juventud, ese reflejo radiante que en París le salía diariamente al encuentro. Lo siguió largo rato con la mirada: podía ser un juguete, hecho ciertamente de madera dura, tosco y simple, pero un juguete al fin y al cabo para engañar el tiempo.
A la mañana siguiente se presentó el joven. Madame de Prie, que, fatigada por la inactividad y por la desgana de empezar el día, no solía levantarse hasta mediodía, decidió recibirlo en la cama. Primero se hizo vestir con todo esmero por la doncella y poner un poco de arrebol en las mejillas, cada vez más pálidas. Después le ordenó que hiciera pasar al visitante.
La puerta se abrió despacio y con leves crujidos. El joven se introdujo en la habitación lenta y torpemente. Llevaba sus mejores ropas, que eran las propias del domingo aldeano, y olía exageradamente a toda suerte de ungüentos grasientos. Su mirada vagó rastreando desde el suelo hasta las vigas de la oscurecida alcoba y ya se daba por tranquilizado al no haber encontrado a nadie cuando de la cama, de debajo de la nube rosa del baldaquín, le llegó un saludo alentador. Se sobresaltó, porque no sabía, o había olvidado, que las damas distinguidas de París recibían de mañana durante el lever. Hizo un movimiento hacia atrás, como si hubiera entrado en aguas profundas, y un rojo intenso inundó sus mejillas, una turbación en la que ella se deleitó y extasió. Con voz lisonjera lo invitó a acercársele: le divertía mostrarse más cortés de lo debido con él.
Él se le acercó con tiento, como si caminara por una tabla estrecha y a ambos lados se abrieran abismos espumantes. Ella le tendió la pequeña, delgada y pálida mano, que él rodeó cuidadosamente con sus rudos dedos, como si temiera romperla, y se la llevó respetuoso a los labios. Con un afable gesto de la mano le indicó que se sentase en un cómodo sillón junto a la cama y él se dejó caer allí como si de repente se le hubieran roto las rodillas.
Una vez sentado, se sintió un poco más seguro. Ahora la habitación entera ya no daría más vueltas delirantes a su alrededor y el suelo dejaría de balancearse onduloso. Sin embargo, seguía turbándole la inusual escena, el laxo tejido de seda de la colcha parecía reproducir las formas desnudas del cuerpo femenino y la nube rosa del baldaquín descender planeando como la niebla: no se atrevía a mirar y, sin embargo, sentía que no podía fijar la vista indefinidamente en el suelo. Sus manos, sus inútiles y rojas manazas, palpaban los brazos del sillón arriba y abajo, como si tuviera que agarrarse a ellos, luego se sobresaltaron de nuevo de su propio desasosiego y fueron a detenerse en su regazo yertas como pesados grumos. Tenía en los ojos una sensación ardiente, casi lacrimosa, un temor se apoderaba de todos sus músculos y en la garganta no encontraba fuerza alguna ni para emitir una palabra.
A ella le fascinaba el azoramiento del muchacho. Le causaba placer prolongar despiadadamente el silencio, observar sonriendo cómo él se afanaba por encontrar la primera palabra y cómo, a pesar de todo, sólo conseguía balbucear de nuevo; ver cómo aquel hombre fuerte como un roble temblaba y buscaba con desamparo dónde agarrarse. Finalmente se apiadó de él y empezó a preguntarle acerca de sus proyectos, por los cuales fingió sentir un gran interés, de modo que poco a poco el zagal fue recuperando el ánimo. Habló de sus estudios, de los padres de la Iglesia y de los filósofos, ella intervino, sin saber gran cosa del tema. Y como la prolija y árida objetividad con que él presentaba y discutía sus ideas empezaba a aburrirla, se divirtió haciéndole perder la compostura con toda suerte de movimientos. Tiró varias veces de la colcha, como si quisiera deslizarse fuera de la cama, sacó de repente un blanco brazo de la escabrosa seda en un brusco gesto, agitó los pies debajo de la colcha. Y él cada vez se detenía, se atropellaba, tragaba palabras o las soltaba a borbotones, su rostro iba adquiriendo una expresión cada vez más afligida y tensa, y ella veía de vez en cuando cómo una vena le cruzaba la frente, veloz como una serpiente. El juego la divertía. El muchacho le gustaba más en esta turbación pueril que en su elegante retórica.
Y ahora intentaba perturbarlo también con palabras.
—¡No piense tanto en sus estudios y méritos! En París deciden las destrezas. Tiene que aprender a abrirse paso. Usted es un hombre guapo, sea listo y saque provecho de su juventud, sobre todo no olvide a las mujeres, que lo significan todo en París, nuestra debilidad ha de ser su fuerza. Aprenda a escoger bien y a utilizar a sus amantes. ¿Ha tenido ya a alguna amante aquí?
El joven se sobresaltó. De golpe su rostro se había vuelto de color de sangre oscura. Sintió dentro de sí que la situación se hacía demasiado insoportable, le impulsaba a precipitarse hacia la puerta, pero también sentía un peso en su interior, estaba como aturdido por el perfume y el aliento de aquella mujer. Todos sus músculos se convulsionaban, notaba una opresión en el pecho, se sentía desbocado e insensato.
Entonces algo crujió. Sus dedos convulsos habían roto el respaldo de la butaca. Despavorido, se levantó de un salto, aquel percance lo había avergonzado lo indecible, pero ella, que estaba encantada con la elemental vehemencia del muchacho, se limitó a sonreír y decir:
—No debe asustarse tanto cuando se le hacen preguntas poco habituales. Eso le sucederá a menudo en París. Todavía tiene que aprender a comportarse un poco y yo le ayudaré. Me resulta difícil vivir privada de mi secretario; si usted quiere ocupar su puesto, me haría un favor.
Con los ojos radiantes balbuceó él un gracias entusiástico y le apretó la mano con tanta fuerza que le hizo daño. Ella sonreía, pero su sonrisa estaba empañada: otra vez el viejo engaño de creerse amada, cuando uno pensaba en la posición, otro en la vanidad y el tercero en la carrera. Sin embargo, era estupendo olvidarse una y otra vez de ello. Además, aquí no tenía que engañar a nadie salvo a sí misma.
Tres días más tarde el muchacho se convirtió en su amante.
Pero el peligroso tedio sólo había sido ahuyentado, no herido de muerte, seguía arrastrándose por las salas desiertas y acechaba tras las puertas. De París llegaban sólo noticias desagradables. El rey no contestaba en absoluto, Leszczyríska envió cuatro líneas gélidas interesándose por su salud, pero evitando escrupulosamente cualquier alusión a sentimientos amistosos. Los libelos le parecían sucios y de mal gusto, traicionaban además claramente a quien los había escrito, y esto era lo más idóneo para empeorar su posición en la corte, si es que todavía había alguien allí que conservara algún recuerdo de ella. Tampoco en la carta de su amigo Alincourt se encontraba una sola palabra que hablara de su retorno, ni siquiera un viso de esperanza. Se sentía como una muerta aparente que se despierta en un ataúd bajo tierra, grita y vocifera, y martillea las paredes: pero arriba nadie la oye, los hombres andan con paso ligero sobre la tierra y su voz se ahoga en la soledad. Madame de Prie escribió aún algunas cartas, pero con el mismo sentimiento con que gritan los sepultados, plenamente consciente de que nadie la oiría, de que golpeaba impotente contra las barreras de su soledad. Pero con ello engañaba el tiempo y el tiempo era aquí, en Courbépine, su peor enemigo.
También el juego con el muchachito empezaba a aburrirle. Nunca había demostrado constancia en sus inclinaciones (cosa, por lo demás, que precipitó su caída) y no podían llenarla las cuatro palabras de amor ni la torpeza pronto olvidada de este chico, al que primero había tenido que regalar buenos vestidos, medias de seda y hebillas. Su ser había estado tan saciado de gente, que una persona sola en seguida le resultaba aburrida, y ella misma, en cuanto estaba sola, se veía repugnante y hambrienta. Había sido un bonito juego seducir a aquel tímido campesino, educar sus torpes caricias, hacer bailar al oso; poseerlo era cargante y poco a poco se le hizo penoso.
Y luego dejó de gustarle. Lo que la había cautivado tanto era la veneración que él le había profesado, su devoción y su desconcierto. Pero el muchacho pronto abandonó tales sentimientos y se permitió una familiaridad que a ella le repugnaba; su mirada, al principio tan humilde, ahora rebosaba satisfacción y amor propio; andaba estirado en sus nuevas ropas y ella tenía la impresión de que alardeaba de ellas en el pueblo. Poco a poco, nació en ella un sentimiento de odio, porque él había conseguido todo eso gracias a su infortunio, a su soledad, porque él era un muchacho sano que devoraba la comida con verdadero placer, mientras que ella, que comía cada vez menos por la cólera y la humillación, adelgazó y se demacró. Huelga decir que él, ese muchacho patán, la aceptó como amante, se repanchingó harto satisfecho en la poltrona de su posesión y, en vez de sentir en todo momento el escalofrío del regalo, se volvió indolente y perezoso.
Y ella, quemada por la desdicha y la deshonra, odiaba con amarga envidia el repulsivo contento de él, su codicia de campesino y su vulgar orgullo. Y se odiaba a sí misma por haber caído tan bajo y haber tenido que tender la mano a una gente tan burda para no caer en el fango de la soledad.
Comenzó a provocarlo, a torturarlo. En realidad nunca había sido mala, pero en su interior sentía la necesidad de vengarse en alguien de todo, del triunfo de sus enemigos, del destierro lejos de París, de las cartas no contestadas, de Courbépine. Y no tenía a nadie más. Quería aguijonearlo para sacarlo de su satisfecha comodidad, hacerlo pequeño de nuevo, sumiso y menos feliz. Despiadada, le reprochó sus manazas rojizas, su incultura, sus malos modos, pero él, que con el sano instinto del hombre ya no respetaba a la mujer que un día lo había llamado, se reía y rechazaba con enojo las palabras burlonas. De todos modos, ella no cejaba: provocar a alguien era un juego agradable dentro del aburrimiento. Trataba de ponerlo celoso, le hablaba a la mínima ocasión de sus amantes de París y los contaba con los dedos. Le mostraba regalos que había recibido, exagerando y mintiendo. Pero todo eso no hacía sino halagarlo, pues el hecho era que lo había escogido después de príncipes y duques. Chasqueaba con la lengua complacido y no perdía la calma, lo cual todavía la irritaba más. Le contaba otras cosas peores, le mentía acerca de los escuderos y ayudas de cámara. Finalmente la frente del muchacho se ensombreció. Ella lo advirtió, se rió y siguió contando. De repente él pegó un puñetazo.
—¡Basta! ¿Por qué me cuentas todo esto?
Ella puso cara de inocente.
—Porque me gusta.
—¡Pero yo no quiero!
—Pero yo sí, querido, de lo contrario no lo haría.
Él calló y se mordió los labios. Ella hablaba en un tono tan imperioso, tan naturalmente imperioso, que él se sentía como un criado. Cerró los puños. Se encoleriza como una fiera, pensó ella, y siente una mezcla de asco y miedo. Percibía el peligro en la atmósfera. Pero había almacenado demasiada cólera en su interior, tenía que seguir torturándolo. Empezó de nuevo.
—Qué idea tienes de la vida, hijo mío. ¿Crees que en París se vive como en esta perrera de aquí, donde una se aburre mortalmente?
El muchacho resoplaba de tal forma que las aletas de su nariz se agitaban violentamente. Luego dijo:
—Si tan aburrido es, nadie debería venir aquí.
Ella sintió la punzada en lo más profundo. Así que también él estaba enterado de su destierro. Seguramente lo había propalado el ayuda de cámara. Se sintió más débil desde ese momento y su miedo arrancó una sonrisa al muchacho.
—Querido, existen motivos que no se entienden ni siquiera con un poco de latín que se haya aprendido. Quizás hubieran sido más útiles mejores modales.
Él permanecía en silencio. Pero ella le oía resoplar de cólera. Esto la excitaba aún más, le causaba tanto placer hacerle daño.
—Qué facha, te pavoneas como un gallo en el estiércol. ¿Y por qué resoplas de ese modo? ¡Te comportas como un grosero!
—No todo el mundo puede ser un príncipe, un duque o un escudero.
Su rostro estaba encendido y sus puños cerrados. Pero ella, emponzoñada por todos sus infortunios, saltó:
—¡Silencio! Olvidas quién soy. ¡No tolero semejantes palabras de un paleto!
Él hizo un gesto.
—¡Calla! Si no…
—Si no, ¿qué?
El porte del muchacho era insolente. Y entonces ella se dio cuenta de que no tenía otro «si no». Ya no podía mandar a nadie a la Bastilla, degradarlo, expulsarlo, no podía dar órdenes ni prohibir nada a nadie. No era nada, una mujer indefensa, como otras cientos de miles en Francia, entregada a cualquier insulto, a cualquier iniquidad.
—Si no —respiraba con dificultad—, ordenaré a los criados que te echen.
Él se encogió de hombros y se volvió. Se disponía a marcharse.
Pero ella no se lo permitió. No, no podía abandonarla, nadie podía deshacerse de ella y menos ese. De pronto se desataron toda su cólera y su amargura de días, lo acometió casi como una borracha.
—¡Fuera de aquí! ¿Crees que te necesito, patán estúpido, porque me compadecí de ti? ¡Fuera! No me ensucies por más tiempo los suelos, vete adonde quieras, pero no a París, no a mi casa. ¡Fuera! Me asustas, me da miedo tu codicia, tu simpleza, tu estúpida satisfacción, me repugnas. ¡Vete!
Entonces ocurrió lo inesperado. El muchacho, cuando ella lo atacó tan de súbito con su odio, había colocado los puños ante sí como sosteniendo un escudo invisible, pero ahora cayeron de golpe sobre ella como piedras arrojadas. Ella gritó y lo miró de hito en hito, pero él siguió golpeándola ciego de venganza, embriagado, consciente de su fuerza; soltó contra ella toda la envidia que como campesino tenía de la rica, distinguida e inteligente aristócrata, el odio del hombre desdeñado hacia la mujer, lo soltó todo en el débil cuerpo de ella, que se rebelaba entre espasmos. Primero gritó, luego gimió y finalmente quedó callada. La deshonra le dolía más que los golpes. Algo murió en ella en aquel momento. Callaba, sentía la cólera del muchacho, callaba y callaba.
Él se detuvo, agotado y asustado de su propio acto. Un estremecimiento recorrió el cuerpo de la mujer. Él creyó que iba a levantarse, tenía miedo de sus ojos y huyó. Pero fue sólo el llanto de la humillación lo que rasgó finalmente su cuerpo como un espasmo.
Así había roto ella misma su último juguete.
La puerta hacía rato que se había cerrado de golpe tras el muchacho y la mujer seguía sin moverse. Permanecía tendida como un animal perseguido a muerte, resollando apenas y ya sin miedo, sin sentir nada ni tener conciencia de dolor ni de vergüenza. Una lasitud indescriptible la poseía, ya no sentía deseos de venganza ni indignación, sólo lasitud, una lasitud indescriptible, como si con las lágrimas se hubiera derramado toda su sangre y ahí yaciera sólo su cuerpo sin vida, inmovilizado por su propio peso. Ni siquiera intentó levantarse; después de aquella experiencia ya no sabía qué hacer consigo misma.
El anochecer penetró lentamente en la habitación y ella no se percató. Porque el anochecer no es ruidoso. No mira atrevido por la ventana como el mediodía, brota de las paredes como agua oscura, levanta el techo hacia la nada, lo arrastra todo despacio en su silencioso torrente. Cuando levantó la vista, todo era oscuridad y silencio a su alrededor, sólo en algún lugar el pequeño reloj caminaba a pasitos hacia el infinito. Las cortinas colgaban en lúgubres pliegues como si tras ellas se escondiera algo terrible, las puertas parecían hundidas en la pared, de modo que todo tenía aire de habitación negra y cerrada, como un ataúd tapado con clavos. No había entrada ni salida en lugar alguno, todo era ilimitado y, sin embargo, estaba encerrado, todo parecía cernerse y el aire era tan opresivo que sólo se podía resollar, pero no respirar.
Sólo a sus espaldas se distinguía un camino hacia lo incierto: el alto espejo que resplandecía levemente en la oscuridad como la superficie nocturna de un cenagoso estanque y del cual, cuando ella se incorporó, se desprendió algo blanco y burbujeante. Se puso de pie, se acercó; algo parecido al humo salió de aquello y fue acrecentándose, un ser fantasmal: era ella misma, que se acercaba y volvía a retroceder rápidamente.
Tenía miedo. Algo en su interior gritó pidiendo luz. Pero no quería llamar a nadie, ella misma prendió fuego a la yesca y luego fue encendiendo una tras otra las velas del candelabro que se encontraba sobre el mármol de la repisa. Las llamas se estremecían, tanteaban temblorosas la oscuridad, como personas acaloradas que quieren tomar un baño frío, retroceden y vuelven a poner la mano en el agua. Finalmente una trémula nube de luz se formó redonda sobre el candelabro y subió flotando hasta el techo en círculos cada vez más grandes. Allá arriba, donde tiernos amorcillos con alas nubosas se columpiaban en el azul, se extendía una sombra de niebla gris, agitada por los tenues rayos de las centelleantes llamas que la penetraban. Las cosas de alrededor parecían despertar de un sueño, permanecían inmóviles, por encima de ellas se arrastraban las sombras como viles sabandijas y las volvían asustadizas.
Pero el espejo atraía y atraía. Algo se agitaba en él cada vez que ella lo miraba. Aparte de eso, a su alrededor todo permanecía mudo y hostil, los objetos estaban adormecidos y la gente los apartaba a un lado. No podía preguntar a nadie, quejarse a nadie: sin embargo, aún había ahí algo que daba respuestas, que no permanecía indolente; se movía y la miraba significativamente. Pero ¿qué podía preguntarle? Raras veces había preguntado en París si era hermosa. Su espejo era los centelleantes ojos de los hombres que la deseaban. Sabía que era hermosa por sus victorias, por las ardientes noches, lo sabía ya por la admiración de los hombres cuando se dirigía en coche a Versalles. Ella los había creído, aun cuando mintiesen, pues su fuerza consistía precisamente en que creyeran en su poder. Pero ahora, ¿qué era ella ahora que había sido humillada?
Miró angustiada al cristal, que emitía trémulos rayos, como si su destino radicara en él y le devolviera la mirada. Se sobresaltó: ¿aquello era realmente ella? Sus mejillas parecían enjutas y sin frescor, una perversa mueca alrededor de la boca la escarnecía, los ojos aparecían hundidos en las órbitas y miraban asustados, como buscando ayuda. Se estremeció. Era un espectro. Sonrió al espejo. Pero el cristal le devolvió una sonrisa helada y sarcástica. Se palpó el cuerpo: sí, el espejo no mentía, había adelgazado, como una niña, y los anillos le iban holgados. Notaba que la sangre circulaba más fría en sus venas. Sintió miedo. Así pues, ¿todo había terminado, también su juventud? Un furor secreto la empujó a burlarse de sí misma, la agasajada, la soberana de Francia, y como en sueños recitó los versos de Voltaire con los que él le había dedicado su drama, esos versos que sus aduladores tanto gustaban de repetir:
Vous qui possedez la beauté
Sans être vaine et coquette
Et l'extrème vivacité
Sans être jamais indiscrète,
Vous a qui donnerent les Dieux
Tant de lumières naturelles.
Un esprit juste, gracieux,
Solide dans le sérieux
Et charmant dans les bagatelles.
Cada palabra parecía expresar su escarnio y ella miraba, miraba fijamente el espejo para descubrir si la mujer de ahí la escarnecía.
Levantó el candelabro para verse mejor. Y cuanto más cerca lo tenía, más parecía haber envejecido. Cada minuto que se miraba en el espejo parecía consumir años de su vida, se veía cada vez más pálida, más macilenta, enfermiza, cada vez más decrépita; se sentía envejecer, toda su vida parecía desvanecerse. Temblaba. Vio con espanto en el espejo todo su destino, todo su decaimiento, y no se cansaba de mirarse y tenía los ojos fijos en la blanca máscara desfigurada de aquella anciana que era ella misma.
Entonces, de pronto, las velas se estremecieron todas a la vez como sobresaltadas, las llamas azules trataron de huir de las mechas. Había en el espejo una figura oscura que tendía la mano hacia ella.
Dio un grito agudo y arrojó el candelabro de bronce contra el espejo para defenderse, con tanta vehemencia que saltaron mil chispas. Las velas cayeron y se apagaron. La oscuridad la envolvió por fuera y por dentro, y la mujer se desplomó sin sentido. Había visto su destino.
El mensajero, que había entrado para traerle las noticias de París y cuya repentina aparición en escena tanto había asustado a Madame de Prie, sólo vio los fulgurantes relámpagos de los fragmentos del espejo esparcidos y oyó en la oscuridad el ruido sordo de un cuerpo al caer. Salió como un rayo a buscar a los criados. Encontraron a Madame de Prie tendida inmóvil en el suelo entre los relucientes pedazos de cristal y las velas apagadas, con los ojos cerrados. Sólo sus azulados labios temblaban levemente y denotaban un vestigio de vida. La llevaron a la cama. Uno de los criados se puso en camino a caballo hacia Amfreville, en busca del médico.
Pero la enferma se despertó pronto y a duras penas logró comprender dónde estaba, en medio de aquellos rostros asustados. No sabía muy bien cómo había llegado hasta allí, pero dominó su miedo y su cansancio en presencia de los demás, esbozó con labios exangües su sonrisa siempre pronta, aunque ahora convertida ya en una máscara helada, y con voz que se esforzaba en parecer despreocupada y casi alegre preguntó qué le había ocurrido. Temerosos, los criados la informaron con evasivas. Ella no respondió, sonrió y extendió la mano para coger la carta.
Pero le costaba conservar la sonrisa. Su amigo le contaba que finalmente había logrado hablar con el rey. El rey seguía enojado con ella, porque había arruinado la hacienda pública e irritado al pueblo, pero existía la esperanza de obtener el permiso para regresar a París dentro de dos o tres años. La hoja de papel temblaba en sus manos. Debería vivir dos años alejada de París, sin gente, sin poder: no era lo bastante fuerte para soportar tanta soledad. Era su sentencia de muerte. Sabía que era incapaz de respirar sin felicidad, sin riqueza, sin poder, sin juventud, sin amor, que no podía convertirse en campesina después de haber sido soberana de Francia.
Y de golpe comprendió la figura del espejo que le tendía la mano y la extinción de las llamas: debía poner fin antes de envejecer del todo, de volverse completamente fea y desdichada. No recibió al médico, que entretanto había llegado: sólo el rey habría podido ayudarla. Como él no quería, tenía que ayudarse a sí misma. Esta idea ya no le causaba daño, porque de hecho había muerto hacía tiempo, cuando aquel oficial se presentó en su habitación para arrebatarle todo cuanto le daba vida: el aire de París, el único que podía respirar; el poder, que era su juguete; la admiración y el triunfo, a los que debía su fuerza. La mujer que se arrastraba sola, aburrida y envilecida por aquella habitación vacía ya no era Madame de Prie, sino un ser feo e infeliz que envejecía y al que ella debía matar para que no deshonrara por más tiempo el nombre que antaño había fulgurado por toda Francia.
Desde que la proscrita había tomado la decisión de poner fin a todo, había desaparecido de ella la tensión, la pesadez, la apremiante angustia. De nuevo tenía una meta, una ocupación, algo que no le dejaba un momento de respiro, que la mantenía en tensión y la estimulaba con mil posibilidades. Porque no quería morir allí como un animal que agoniza en un rincón, concebía algo secreto, místico, que se cerniera en torno a su muerte. Quería morir de modo heroico, legendario, como las reinas de la antigüedad. Su vida había sido fulgurante: también su muerte debía serlo, debía despertar una vez más la admiración soñolienta de miles. Nadie en París debía sospechar que ella perecía allí entre tormentos, sofocada por la soledad y la impiedad, abrasada por un ansia de poder no satisfecha; quería engañar a todos con una comedia de la muerte. El placer de su vida, el engaño, enardecía de nuevo su corazón. Quería terminar en un delirante arrebato de júbilo, como casual, no apagarse convulsivamente como una vela tirada al suelo que se tuerce y es aplastada con el pie por piedad. Quería bajar al abismo bailando.
Al día siguiente salió volando de su escritorio una gran cantidad de esquelas: líneas cariñosas, suplicantes, seductoras, autoritarias, prometedoras, impregnadas con un suave perfume. Propagó sus invitaciones por París y la provincia, atraía a todos con sus particulares aficiones, prometía caza a uno, juego a otro, un baile de máscaras al tercero. Por medio de sus agentes de París contrató a comediantes, cantantes y bailarines, encargó vestidos suntuosos, anunció una segunda corte en Francia con los mismos refinamientos y diversiones que Versalles. Atrajo e invitó a amigos y conocidos, a nobles y vasallos, sólo le interesaba tener allí a personas, muchas personas, muchos espectadores para la comedia de la dicha y la satisfacción que quería representar antes de que llegara el fin.
Y pronto una nueva vida comenzó en Courbépine. La sociedad de París, siempre ávida de placeres, buscaba la novedad. Y, además, sentía la secreta y un poco maliciosa curiosidad de ver cómo se las ingeniaba la caída soberana de Francia en su exilio. Una fiesta seguía a otra. Llegaban las carrozas con sus nobles blasones, espaciosas calesas llenas hasta los topes de gente alegre, oficiales a caballo; todos los días acudía gente en masa, entre ella un ejército de gorrones y criados. Algunos se llevaban ropajes de pastor, como si fueran a una fiesta campestre, otros acudían con gran pompa: el pueblecito parecía un campamento.
Y el palacio se despertó, brillaba ahora orgulloso con sus ventanas encendidas, pues estaba animado por risas y conversaciones, juegos y música. La gente subía y bajaba, las parejas susurraban en los rincones donde antes sólo se acurrucaba el gris silencio. En las sombras del bosquecillo brillaban los tonos claros de los abigarrados vestidos femeninos, las mandolinas arrojaban a la noche atrevidas canciones con trémulos y alegres rasgueos. Los criados corrían por los pasillos, había flores ribeteando las ventanas, lámparas de colores brillaban como rayos desde los arbustos. Se llevaba la vida ligera de Versalles, la ligera elegancia de la despreocupación. Ciertamente la ausencia de la corte disminuía un poco el brillo, sin embargo, aumentaba la loca alegría, la cual, libre de toda etiqueta, incitaba a todo el mundo a bailar.
Madame de Prie sentía cómo en medio de este torbellino su sangre entumecida empezaba de nuevo a circular ardiente. Era una de aquellas no raras mujeres que se mueven de acuerdo con el estado de ánimo de los demás.
Era hermosa cuando la deseaban, ingeniosa con las personas inteligentes, arrogante cuando la adulaban, enamorada cuando la amaban. Cuanto más se le pedía, más daba. Pero como en la soledad nadie la veía, le hablaba, la oía o la reclamaba, se había vuelto fea, boba, desvalida e infeliz. Estaba viva sólo en medio de la vida, en la soledad, en cambio, se derrumbaba y se convertía en sombra.
Y ahora que un destello de su vida anterior revoloteaba a su alrededor, resplandecía de nuevo todo su contento, todo su encanto, volvía a ser ingeniosa, complaciente, embelesaba, entretenía, se avivaba con el fuego de las miradas que quedaban apresadas en ella. Olvidaba que quería engañar a aquellas gentes con su alegría y desbordaba realmente alegría, tomaba cualquier sonrisa como una dicha, cualquier palabra como una verdad; se arrojaba febril al placer de la compañía de la que había carecido largo tiempo como a los brazos de un amante.
Permitía que estas fiestas se volvieran cada vez más desenfrenadas, llamaba cada vez a más gente, la atraía. Y cada vez acudía más. Aunque entonces, después de la bancarrota de Law, el país se había empobrecido, ella tiraba a manos llenas los millones que había obtenido por extorsión durante su regencia. El dinero rodaba por las mesas de juego, se derrochaba en costosos fuegos artificiales, se fundía en caprichos exóticos, y ella seguía tirándolo como loca. Los invitados se admiraban, sorprendidos por el derroche y la magnificencia de esas fiestas: nadie sabía en honor de quién se daban realmente. Y, en medio del delirante torbellino, ella misma casi lo olvidó.
Durante todo el mes de agosto atronaron las fiestas. Llegó septiembre con las frutas multicolor en la cabellera de los árboles y las nubes del atardecer bordadas en oro. Los invitados empezaban ya a disminuir, el tiempo apremiaba.
Pero, en medio de las diversiones, Madame de Prie casi había olvidado su propósito. Quería engañar a los demás con lujo y pompa, y se engañó a sí misma, su frivolidad se perdió tanto en ese reflejo de su vida anterior, que lo tomó por real e incluso llegó a creer que poseía belleza, poder y alegría de vivir.
Algo había cambiado, por supuesto, y eso le dolía. La gente era más amable con ella desde que ya no era nada, más cordial y, sin embargo, más fría a la vez. Las mujeres ya no la envidiaban, no la zaherían con pequeñas maldades, los hombres ya no se apretujaban a su alrededor. Reían con ella, la aceptaban como buenos camaradas, pero ya no se fingía amor, no se mendigaba, no se andaba tras él con lisonjas ni hostilidades. Y en esto notaba ella que había perdido todo su poder. Una vida sin envidia, sin odio y sin mentira no era digna de ser vivida. Reconoció con horror que en realidad ya se habían olvidado de ella: el torbellino seguía dando vueltas tan impetuoso como antes, pero ella había dejado de ser el centro de atención. Los hombres reían con las otras mujeres, cuya juventud y frescor ella observó por primera vez: había llegado la hora de volver a recordar al mundo que ella existía, antes de que se volviera vieja y extraña a sus ojos.
Vacilaba de día en día en su decisión. En su interior se agitaba un sentimiento, mitad miedo mitad esperanza: la sensación de que aún podía retener algo, rescatarlo del salto desesperado hacia lo irrevocable. Entre todas las manos que se tendían hacia su mesa, que rodeaban a las mujeres en el baile y hacían rodar el oro sobre la mesa de juego, ¿no había siquiera una que pudiera o quisiera sostenerla, nadie que la amara tanto que ella pudiera prescindir sin temor del juego polícromo de las gentes, canjearlo por la resbaladiza posesión del poder real? Sin saberlo, buscaba pasión, la solicitaba a todos los hombres y a cambio ofrecía su vida. Pero todos pasaban de largo.
Pero he aquí que un día, ya al anochecer, encontró en el parque a un joven capitán de la guardia real, un mozo guapo y alegre que ya antes le había gustado, vagando por entre los árboles con el semblante descompuesto y los dientes apretados en actitud obstinada, y de vez en cuando golpeando los troncos con el puño. Ella le dirigió la palabra. Desconcertado —observó ella—, contestó diciendo que un secreto lo atormentaba y estaba analizando su desesperación. Finalmente confesó que había perdido en el juego cien luises de oro que el regimiento le había confiado. Era un ladrón y debía hacerse justicia él mismo. Qué extrañamente admonitorio le pareció a ella que allí, en medio del alborozo, alguien más diera vueltas a la misma oscura determinación. Claro que este era joven, tenía las mejillas sonrosadas y era capaz de volver a reír: todavía se le podía ayudar. Lo invitó a su habitación y le dio cien luises de oro. El joven temblaba de felicidad y le besó las manos. Lo retuvo largo rato, pero él no deseaba nada de ella, ni con la mirada ni con ningún gesto. Se estremeció: ni siquiera podía comprarse ya el amor. Esto alentó de nuevo su determinación.
Lo despachó y volvió rápidamente al salón. Cuando abrió la puerta, la saludaron grandes risotadas, una nube de voces alegres y gentes abigarradas llenaba la estancia.
Y de pronto sintió odio hacia todos los que tanto se divertían allí, que bailaban y se reían sobre su tumba. Se apoderó de ella un sentimiento de envidia, porque todos aquellos vivirían y estarían contentos.
La consumía el pérfido placer de turbar a aquellas gentes, asustarlas, confundirlas, borrarles la risa de los rostros. Y de pronto, cuando por un instante disminuyó la desbordante alegría, dando cabida al silencio, dijo inesperadamente:
—¿No os dais cuenta de que hay un muerto en la casa? Hubo un instante de confusión, pues incluso a los ebrios la palabra muerte les cae como un martillo en el corazón. Todos se hacían preguntas entrecruzadas en un absoluto caos. Pero Madame de Prie dijo fríamente, sin inmutarse:
—Soy yo. No veré el próximo invierno.
Lo dijo tan seria y sombría, que todos se miraron los unos a los otros en silencio. Aunque sólo por un segundo. En seguida alguien lanzó una palabra chistosa desde un rincón como una pelota de colores, otro se la devolvió y, como reanimada por esta extraña ocurrencia, la ola de júbilo se encrespó de nuevo espumante y sepultó el primer desconcierto.
Madame de Prie permanecía muy tranquila. Se daba cuenta de que ahora ya no había vuelta atrás. Pero la seducía la idea de dar una forma todavía más clamorosa a su profecía. Se acercó a una de las mesas redondas en las que se jugaba al faraón y esperó a que se descubriera la próxima carta. Era un siete negro.
—Será el siete de octubre, pues.
Sin querer lo había dicho a media voz.
—¿Qué será el siete de octubre? —preguntó a su lado uno de los mirones.
Ella lo miró tranquila:
—El día de mi muerte.
Todos se rieron. El chiste pasaba de boca en boca. Y Madame de Prie sentía un placer irrefrenable al ver que nadie la creía. Pues si ya nadie la creía capaz de nada en vida, en la muerte verían con qué ruindad había hecho comedia con ellos. Un maravilloso sentimiento de superioridad, de placer, de alivio, recorrió todo su cuerpo como un estremecimiento, era como si estuviera a punto de lanzar gritos de alegría y de escarnio.
Cerca resonaba la música. Había empezado un baile. Se incorporó a las filas y bailó mejor que nunca.
A partir de ese momento su vida volvió a tener sentido. Sabía que estaba preparando una acción que la haría inmortal. Se imaginó el asombro del rey y el espanto de los invitados cuando el día señalado llevara a cabo el anuncio de su muerte. Y preparaba la comedia de su muerte con el mayor esmero, invitaba constantemente a nuevos huéspedes, multiplicaba la ostentación, trabajaba como en una obra de arte en el variado esplendor de los últimos días para hacer más notable la súbita caída. Aprovechaba cualquier ocasión para manifestar de nuevo la promesa de su muerte, pero a la vez no dejaba de poner delante la resplandeciente cortina del júbilo y la diversión; quería que todo el mundo estuviera enterado de la noticia y que, sin embargo, nadie lo creyera. La muerte debía elevar de nuevo su nombre al rango de lo inolvidable, del que el rey la había depuesto.
Dos días antes de llevar a cabo su irrevocable propósito, dio la última fiesta, la más fastuosa de todas. En Francia, desde que la legación persa y otras islámicas se habían presentado por primera vez en París, lo oriental se había puesto de moda, se escribían libros revestidos de Oriente, se traducían sus cuentos y leyendas, la gente se vestía a lo árabe e imitaba el estilo florido del modo de hablar de allá. A un coste enorme, Madame de Prie mandó convertir todo el edificio en un palacio oriental. Preciosas alfombras cubrían los suelos, papagayos graznadores y cacatúas de plumaje blanco, atados con cadenas de plata, se columpiaban en las barras de las ventanas, los criados se apresuraban en silencio por los pasillos con anchos turbantes de seda, llevando a los invitados deslumbrados por un lujo tan extravagante dulces y refrigerios todavía desconocidos. En el jardín se habían instalado tiendas de colores, muchachos con grandes abanicos procuraban frescor, llegaba música desde la negrura de los bosquecillos, se habían movilizado todos los recursos para convertir aquella velada en una fiesta fantástica e inolvidable y la media luna, que aquella noche colgaba plateada en un cielo sembrado de estrellas, contribuía a aumentar la magia del premeditado juego de la fantasía y de la atmósfera enigmática y cargada de la noche.
La auténtica sorpresa, sin embargo, la proporcionaba una tienda especialmente espaciosa que tapaba un escenario con cortinas de terciopelo rojo. Madame de Prie, a fin de aparecer ante sus invitados en todo el esplendor de su fama y de su belleza, había decidido representar ella misma una comedia: su último y más hermoso engaño consistiría en irradiar de nuevo sobre la gente toda la algazara y ligereza de su vida antes de morir. En los pocos días que aún le quedaban había encargado a un joven escritor que escribiera una obra dramática de acuerdo con sus instrucciones. El plazo era corto y los alejandrinos malos, pero eso no era lo más importante. La tragedia se desarrollaba en Oriente y ella se había reservado el papel de Zengane, una joven reina a la que sus enemigos arrebatan el reino y que va orgullosa a la muerte, a pesar de que el magnánimo vencedor le ofrece compartir con él, como esposa, todos sus dominios. Así lo había estipulado: quería representar su muerte voluntaria ante los desprevenidos invitados antes de hacerla real. Y también quería, aunque sólo fuera teatro, revivir una vez más su pasado, ser reina de nuevo, demostrar que había nacido para ello y que debía morir tan pronto como la despojaran del poder.
Su ambición era aparecer hermosa y como una reina la última noche en que la vieran los hombres; quería adornar su imagen del pasado con una corona invisible, asegurar para su nombre aquel escalofrío de profundo respeto que rodea como un hálito todo lo sublime. Los afeites sepultaban la palidez de sus hundidas mejillas, su delgadez se perdía en las ondeantes ropas orientales, sus fatigados ojos resplandecían con el brillo deslumbrante de las piedras preciosas que refulgían en su cabello como el rocío de una húmeda mañana en una flor oscura. Y cuando se abrió crujiendo la cortina y apareció ella en el escenario, envuelta en el brillo infinitamente acentuado por su pasión interior, rodeada por los criados de rodillas —el pueblo respetuosamente admirado—, un murmullo recorrió las filas de los invitados. El corazón le palpitaba: por primera vez desde aquellas amargas semanas sintió que se levantaba hacia ella la hermosa y rugiente ola de admiración que durante tantos años había sostenido su vida y una extraña sensación la embargó, una dulce melancolía, mezclada con un apesadumbrado deseo, una aflicción que refluía constantemente en una sensación de gran dicha. Se dejaba engañar por la ilusión del oleaje que rompía ante ella, ya no veía a individuos, sino sólo a una masa, quizás eran sus invitados, quizá toda Francia, quizá la eternidad. Y, en su felicidad, una sola cosa apercibía: que ella estaba ahí arriba, otra vez en lo alto, envidiada, admirada, contemplada por la centelleante curiosidad de todas aquellas miradas anónimas; y ahora por fin, al fin, volvía a tener conciencia de vivir, de estar viva. Y este segundo de vida lo había comprado con la muerte a un precio no demasiado caro.
Actuaba admirablemente, ella, que nunca lo había intentado. Porque de todo lo que impide a los demás representar sentimientos delante de los otros, miedo, angustia, pudor, timidez, de todo esto ella se había desprendido, en verdad sólo jugaba con las cosas. Quería ser reina y durante una hora lo era de nuevo. Sólo una vez le faltó el aliento, cuando recitó este fragmento de su papel:
—Je vais mourir, oh ne me plaignez pas!
Pues sentía que en estas palabras expresaba su más profundo deseo de vivir y temía que el público no se dejara engañar, que la comprendiera, la advirtiera y la disuadiera. Pero precisamente la pausa después de este grito pareció tan irresistiblemente creíble a los demás, que un estremecimiento recorrió las filas de los especiadores. Y cuando con un brusco gesto blandió la daga contra su corazón, cayó al suelo y pareció morir con una sonrisa en los labios, cuando la función había terminado, pese a que en realidad sólo ahora empezaba, se precipitaron hacia el escenario, la rodearon gritando de júbilo y la aclamaron con un entusiasmo que ni ella misma había conocido en los días de mayor gloria.
Pero ella sólo respondía con una sonrisa a todo aquel alboroto. Y cuando la felicitaron por lo soberbio de su interpretación de la muerte de Zengane, dijo con toda tranquilidad:
—¿Acaso no sabría yo hoy cómo se muere una? Pues la muerte reside ya en mí, pasado mañana todo habrá terminado.
Volvieron a reírse. Pero ahora ya no le dolía. La invadía ahora una serenidad tan exultante y desprovista de dolor, una alegría tan infantil y desbordante por haber engañado a todos aquellos invitados llenos de entusiasmo, que sin querer se unió a las trepidantes risas. Antes se había limitado a jugar con las personas y el poder: ahora se daba cuenta de que no existía ningún juguete más divertido que la muerte.
Al día siguiente, el último completo de su vida, desaparecieron los invitados: quería recibir a la muerte sola. Las carrozas levantaban nubes de polvo blanco en la lejanía, los jinetes se alejaban al trote, las salas se vaciaban de risas y luz, en la chimenea silbaba el viento como un fantasma inquieto. A ella le parecía como si con aquella gente se le escapara lentamente la sangre de las venas, se sentía cada vez más fría, más débil, indefensa y angustiada. La muerte, que la víspera le parecía tan fácil de tomar a broma, mostraba de repente su horror y su fuerza a la mujer de nuevo solitaria.
Y volvió a despertarse todo lo que ella creía reprimido y aplastado. Llegó la última noche y otra vez las sombras que, ahuyentadas por la luz se habían escondido tras los objetos, se deslizaron silbando como serpientes de sus escondrijos. El horror, ahogado por las risas, disimulado por las imágenes multicolores de tanta gente, penetró de nuevo omnipotente en todas las desiertas estancias. El silencio tan sólo se había agachado bajo el torrente de voces: ahora se extendía otra vez como la niebla, llenaba las habitaciones, las salas, las escaleras, los pasillos y también su acongojado corazón.
Hubiera preferido poner fin de inmediato. Pero había elegido el siete de octubre y no debía estropear el engaño, destruir por un antojo este edificio artificial de su triunfo, reluciente de mil mentiras. Debía esperar. Pero más duro que estar muerta era ese esperar la hora de la muerte; mientras, afuera, el viento se reía, y allí dentro las oscuras sombras se alargaban hacia su corazón. ¿Cómo podía soportar aquello, esta larga noche antes de la muerte, este tiempo infinito hasta la aurora? Los oscuros objetos se iban acercando y agolpando como fantasmas, todas las sombras de su vida anterior iban saliendo de las criptas: huía de ellas de habitación en habitación, pero la miraban desde los cuadros, reían sarcásticamente desde el otro lado de las ventanas, se agachaban detrás de los armarios. Los muertos ya tendían las manos hacia la que aún estaba viva y deseaba gente, gente para una sola noche. Anhelaba a alguien, como quien anhela un abrigo para protegerse del frío helado, hasta que amaneciera.
De pronto tiró de la campanilla, que resonó como el grito estridente de un animal herido. Apareció un criado soñoliento. Le ordenó que fuera a casa del sobrino del párroco, que lo despertara y que lo trajera. Tenía una importante noticia que darle.
El criado se la quedó mirando como a una loca. Pero ella no se daba cuenta, en realidad no se daba cuenta de nada, se había extinguido en ella toda sensación. No se avergonzaba de llamar a alguien que la había apaleado, no se avergonzaba ante el criado de mandar llamar a un hombre a su alcoba. En su interior no anidaba sino vacío y frío, sentía que su pobre cuerpo, que se estremecía, necesitaba calor para no helarse. Su alma ya estaba muerta: tan sólo debía matar el cuerpo.
Al cabo de un rato se abrió la puerta. Su antiguo amante entró en el aposento. Su mirada era fría y burlona, era una persona indeciblemente extraña para ella. Y, sin embargo, el horror se acurrucó un poco debajo de los objetos desde el momento en que él abrió la puerta y ella ya no estaba sola con ellos.
Él se esforzó en aparecer firme y no traicionar su asombro interior, pues aquella llamada había sido completamente inesperada. Durante días, mientras el palacio palpitaba con las fiestas, había vagado a hurtadillas alrededor de la reja del parque con el rostro amargado de rabia, se había cansado de reprocharse a sí mismo el no haber podido estar en medio de aquel esplendor. Se había consumido de ira por haberla humillado tanto antes, pues en aquellos suntuosos festines había comprendido de pronto cuánto poder tenía la riqueza que no había sabido aprovechar. Y luego, las horas pasadas con Madame de Prie le habían despertado el deseo de aquella mujer elegante, perfumada y perdida, de miembros delicados y frágiles, de una voluptuosidad extrañamente excitadora, con vestidos de crujiente seda. Y él se había recluido de nuevo en la miserable rectoría, donde todo le pareció de pronto burdo, sucio y vetusto. Su impetuoso deseo, una vez estimulado, buscaba con la mirada a todas las mujeres que venían de París, pero ninguna se fijaba en él, sus carrozas pasaban por su lado salpicándolo con el barro de las ruedas y los augustos señores ni siquiera reparaban en él cuando se quitaba respetuosamente el sombrero. Cien veces había sentido el impulso de entrar en el palacio y caer de rodillas ante Madame de Prie, pero siempre lo retenía el miedo.
Pero ahora era ella quien lo llamaba y eso lo hacía arrogante. En su interior se creció: era el momento más glorioso de su vida por el hecho de que ella lo necesitara de nuevo.
Se miraron durante un rato. Apenas podían ocultar el odio mutuo en sus miradas. En ese momento se despreciaban, porque cada uno quería utilizar al otro. Madame de Prie se contuvo. Su voz era fría como nunca.
—El duque de Berlington me preguntó ayer si podía recomendarle un secretario. Si quieres el puesto, mañana te mandaré a su casa en París con una carta.
El muchacho se estremeció. Había adoptado ya un porte altanero, quería ser condescendiente, benévolo, si ella solicitaba sus favores. Pero ahora se desmoronaba. Lo vencía la codicia. Ante sus ojos rutilaba París.
—Si madame quisiera ser tan bondadosa, para mí…, para mí no habría felicidad mayor —balbuceó. Sus ojos tenían la expresión suplicante de un perro azotado.
Ella asintió. Después lo miró: altiva, pero de nuevo benigna. Él comprendió. Todo volvería a ser como antes…
Y ella no olvidó ni por un solo segundo aquella ardorosa noche en que lo odió, lo despreció y engañó —pues no existía ningún duque de Berlington—. Sabía cuán despreciable era ella misma, que tenía que comprar con una mentira las caricias de un hombre; con todo, era vida, vida viva, lo que sentía en los miembros del joven y bebía de sus labios, y no la oscuridad y el silencio que estaban a punto de envolverla. Sentía cómo el calor del muchacho repelía a la muerte y sabía, a la vez, que sólo quería engañar a la muerte, que cada vez se acercaba más y más, y cuyo poder ahora presentía por primera vez con un escalofrío.
La mañana del siete de octubre era diáfana, el sol titilaba sobre los campos e incluso las sombras eran transparentes y límpidas. Madame de Prie se vistió esmeradamente como para una fiesta, puso en orden sus cosas, quemó cartas. Sus joyas, que eran sumamente valiosas, las guardó en un cofrecillo de ébano, rompió todos los pagarés y contratos. En su interior todo volvió a ser claro y sólido desde que había amanecido, y ella quería que todas las cosas fueran diáfanas.
Entró su amante. Ella le habló afectuosamente y sin rencor: le dolía engañar tan mezquinamente a esta última persona que había significado algo para ella, aunque sólo un poco. No quería que nadie pudiera hablar de ella con resentimiento, quería que todo el mundo lo hiciera con admiración y gratitud. Y deseaba colmarlo con todas sus joyas por aquella noche: era una fortuna.
Pero él estaba soñoliento y perezoso. En su campesina avidez por las posesiones, no pensaba en otra cosa que en el puesto que ocuparía, en su futuro. Y el recuerdo del ardor apasionado de las caricias de ella lo hacían todavía más desvergonzado. Dijo de mal humor que debía ir a París de inmediato, que si no, quizá llegaría demasiado tarde y exigió más que pidió la carta de recomendación. Algo se heló en el alma de ella. Lo había alquilado: ahora él reclamaba el pago.
Escribió la carta, la carta a alguien que no existía, al que él nunca encontraría. Pero todavía vaciló en entregársela. Una vez más demoró la decisión. Le preguntó si quería quedarse un día más, lo deseaba tanto… Y al propio tiempo mecía el cofrecillo en la mano. Pensaba que quizás aún podría salvarse, si él consentía. Pero cualquier decisión le daba lo mismo. Él tenía prisa. No quería. Si no lo hubiera dicho con tanta acritud, si no hubiera dado a entender con tanta aspereza que se había dejado comprar por una sola noche, ella le hubiera regalado las joyas, que valían cien mil libras. Pero él era brusco, su mirada era desvergonzada y sin amor. Entonces ella tomó una sola piedra preciosa, muy pequeña, que brillaba con un tono mate —mate como los ojos del muchacho— y se la dio como propina para que llevara el cofrecillo, cuyo contenido él no sospechaba, al convento de ursulinas de París. Lo acompañó de una carta que pedía decir misas por su alma. Luego mandó al impaciente al duque de Berlington.
Él se fue sin entretenerse demasiado en dar las gracias y sin sospechar el gran valor de la carga que llevaba consigo. Así, después de haber representado ante todos una comedia acerca de sus sentimientos, Madame de Prie engañó a la última persona que se había cruzado en su camino.
Luego cerró la puerta y se apresuró a coger un frasquito del baúl. Era de hermosa porcelana china, con unos fantásticos y enormes dragones pintados de azul que se retorcían y se enroscaban. Lo contempló con curiosidad y se puso a jugar con él con la misma despreocupación con que había jugado con la gente, con los príncipes, con Francia, con el amor y la muerte. Desenroscó el tapón y vertió el transparente líquido en una pequeña copa. Vaciló un momento, en realidad sólo por el temor infantil de que pudiera ser amargo. Con cautela, como un gatito que olisquea leche caliente, metió la lengua dentro: no, no sabía mal. Y se bebió de un trago todo su contenido.
En aquel momento, le pareció más bien cómico y sumamente ridículo el hecho de que bastara un solo sorbo para que al día siguiente uno ya no volviera a ver nubes ni campos ni bosques, los mensajeros corrieran, el rey se asustara y Francia entera se asombrara. He aquí, pues, la gran hazaña que tanto había temido. Pensó en el pasmo de sus invitados, en las leyendas que se referirían a ella, por ejemplo, que ella había predicho el día de su muerte, y no comprendía sólo una cosa: que en el fondo se hubiera dado muerte sólo porque le faltaba gente, la misma gente simple y estúpida a la que se podía engañar con una comedieta. El mismo hecho de morir le parecía sencillo, incluso se podía sonreír, de veras —ella lo intentó—, se podía sonreír sin ninguna dificultad, y no era nada difícil poner cara apacible y hermosa en la muerte, radiante de felicidad sobrenatural. Realmente, incluso más allá de la muerte, se podía continuar representando la comedia de la felicidad, cosa que ella no sabía. De pronto, todo, las gentes, el mundo, la muerte y la vida, le pareció tan enormemente divertido que, sin querer, la sonrisa ensayada se hizo auténtica en sus irreflexivos labios. Se irguió, como si en algún lugar delante de ella hubiera un espejo, esperó a la muerte y sonrió, sonrió, sonrió.
Pero la muerte no se dejó engañar y quebró la sonrisa. Cuando hallaron a Madame de Prie, su rostro se había contorsionado en una horrible mueca: unos rasgos furibundos mostraban todo lo que había sufrido realmente durante las últimas semanas: odio, congoja, miedo absurdo, dolor delirante y desesperado. La engañosa sonrisa por la que con tanto afán había luchado se había desvanecido, inerme. Los pies se habían dislocado, retorcidos por el dolor; las manos se habían aferrado con tanta fuerza a una cortina, que entre los dedos habían quedado jirones, y la boca estaba abierta como a punto de prorrumpir en un grito estridente.
Y la gran función de alegría aparente, el anuncio místico del día de su muerte, fue también en vano. La noticia de su suicidio llegó a París por la noche, precisamente cuando un prestidigitador italiano hacía gala de su arte en la corte. Hacía desaparecer conejos en un sombrero, por arte de magia hacía salir gansos de cáscaras de huevo. Cuando llegó la noticia, la gente se emocionó un poco, se asombró y susurró; el nombre de Madame de Prie circuló unos minutos, pero el mago estaba realizando otro sorprendente juego de manos y los presentes se olvidaron de Madame de Prie del mismo modo que ella se hubiera olvidado del destino de otro en aquel momento. El interés de Francia por aquel extravagante final no duró mucho y el esfuerzo desesperado de aquella mujer por representar una comedia inolvidable fue baldío. La fama que anhelaba, la inmortalidad que quería conseguir con su muerte, pasó sin hacer caso de su nombre: el polvo y las cenizas de hechos intrascendentes sepultaron su destino. Pues la historia universal no tolera intrusos, ella escoge a sus héroes y rechaza sin compasión a los que no han sido llamados, por más empeño que pongan en ello; quien cae una vez del carro del destino, ya no vuelve a alcanzarlo. Y del singular final de Madame de Prie, de su vida real y del engaño tan artificialmente tramado, no quedaron sino algunas áridas líneas en algún libro de memorias que permiten entrever tan poco la apasionada fiebre de su pasado talento como una flor aprisionada entre las páginas de un libro permite adivinar el prodigio de aroma de su largo tiempo perdida primavera.