3

Acamparon esa noche en la entrada del paso. Con las montañas arriba. Toda la noche avanzaron forzando la marcha y los caballos estaban ya extenuados. Con la cola hacia el viento, pasaban ahora entre el pasto seco de invierno.

Mbejane hizo una fogata bajo la protección de la saliente de roca rojiza y todos se acurrucaron allí a beber café, tratando de resguardarse del viento helado de las cumbres cubiertas de nieve, pero no cesaba de soplar y de hacer saltar chispas. Comieron algo y en seguida Mbejane se envolvió en su manta, cubriéndose la cabeza, y no se movió hasta la mañana siguiente.

–¿Cuánto falta? – preguntó Sean.

–No lo sé -reconoció Duff-. Pasaremos por el abra mañana, recorreremos unos setenta y ochenta kilómetros y después estaremos en la meseta alta. Una semana de caballo, tal vez.

–¿Estaremos detrás de una quimera? – preguntó Sean y volvió a llenar los jarros.

–Te lo diré cuando lleguemos -Duff apretó el jarro con las dos manos.

–Hay algo que es cierto. Esta muestra contenía oro. Si hay tanto en la región alguien va a ser muy rico.

–¿Nosotros, tal vez?

–Tengo experiencia de otras corridas hacia el oro. Los que llegan primero son los que se enriquecen. Puede que hallemos todo en setenta kilómetros a la redonda tan erizado de títulos de propiedad como de púas un puercoespín. En cambio -dijo Duff, sorbiendo con ruido el café-, nosotros tenemos dinero. Es nuestra carta valiosa. Si obtenemos un permiso de explotación, contaremos con capital para trabajar. Si llegamos demasiado tarde, podremos comprar un permiso a los especuladores. Si no lo conseguimos… Bien, hay otras formas de llenarse de oro, aparte de excavar como topos: un comercio, una taberna, una compañía de transportes, lo que prefieras.

Duff arrojó lejos los restos del café y prosiguió:

–Con dinero en el bolsillo eres alguien. Sin dinero, cualquiera te patea los dientes. – Dicho esto, sacó un largo cigarro del bolsillo y se lo ofreció a Sean. Como éste lo rechazara, le mordió la punta, que arrojó al fuego y, tomando una ramita encendida, lo encendió, aspirando con aire de placer.

–¿Dónde aprendiste minería, Duff?

–En el Canadá. – El viento soplaba sobre las bocanadas de humo que brotaban de la boca de Duff.

–Conoces el mundo.

–Te lo juro, muchacho. Hace demasiado frío para dormir. Hablemos. Por una guinea de oro, te contaré mi vida.

–Primero me la cuentas, y luego veré si vale eso -dijo Sean y arrebujándose en su manta, se dispuso a escuchar.

–Tienes buen crédito -dijo Duff. Después de una pausa dramática, comenzó:

–Nací hace treinta y un años, el cuarto y último hijo de lord Roxby, es decir, sin contar los que no llegaron a la pubertad.

–Sangre azul -observó Sean.

–Claro, mírame la nariz. Pero, no me interrumpas. Muy temprano en este juego que es la vida, mi padre, decimosexto barón del título, destruyó con un látigo el afecto natural que pudiésemos haber sentido por él. Como a Enrique VIII, le gustaban los chicos en abstracto. Nosotros nos manteníamos fuera de su vista y todos nos arreglábamos muy bien. En una especie de paz armada.

"Mi querido padre tenía dos pasiones en la vida, los caballos y las mujeres. En sus sesenta y dos años de vida adquirió una magnífica colección de ambos. Mi prima de quince años, muchacha muy bonita, según recuerdo, fue su última pasión no realizada. La llevaba a pasear a caballo todos lo días y la toqueteaba todo lo que podía al ayudarla a montar y desmontar. Ella me lo contó con muchas risitas.

"El caso es que el caballo de mi padre, que tenía un encomiable sentido moral, puso fin a este pasatiempo dándole una patada en la cabeza, según parece, en mitad de una de estas tiernas escenitas. El pobre papá nunca volvió a ser el mismo. La verdad es que tanto lo cambió la experiencia que a los dos días, con el plañidero toque de campanas y un suspiro de alivio de sus hijos y de los vecinos que tenían hijas, lo enterraron.

Dufford se inclinó para atizar el fuego.

–Fue una triste ocasión. Yo, o cualquiera de mis hermanos, podría haberíe dicho a m¡ padre que mi prima era no sólo bonita, sino que además tenía en alto grado el espíritu de una yegua de raza. Quién podía saberlo mejor que nosotros. Después de todo, éramos primos y tú sabes bien… Los primos siempre son primos. La verdad es que papá nunca se enteró y hasta el día de hoy me siento culpable. Debí habérselo dicho… Habría muerto más feliz. ¿Te aburro?

–No, no, sigue. Te has ganado ya media guinea -dijo Sean riendo.

–La inoportuna muerte de papá no produjo cambios milagrosos en mi vida. El decimoséptimo barón, mi hermano Tom, se volvió, una vez que heredó el título, tan avaro y antipático como mi padre. Allí estaba yo con mis diecinueve años, sin poder practicar los deportes familiares, juntando moho en un castillo tétrico a sesenta kilómetros de Londres, inhibido en el desenvolvimiento de mi espíritu sensible por la compañía constante de mis bárbaros hermanos.

"Partí con un adelanto de tres cuotas de mensualidad aferrados en una palma sudorosa y los adioses de mis hermanos reseñándome en los oídos. El más afectuoso de ellos fue: "Ni te molestes en escribir".

"Todo el mundo partía al Canadá. Parecía buena idea y allá fui. Gané dinero y lo gasté. Gané mujeres y también las gasté. Al final comencé a sentir el frío.

Se le había apagado el cigarro. Volvió a encenderlo y miró a Sean.

–Hacía tanto frío que no podías mear sin que se te congelara el equipo. Por ello comencé a pensar en los trópicos, en playas de arena blanca y sol, en frutas exóticas y en mujeres más exóticas aún. Las circunstancias especiales que me llevaron a irme son demasiado dolorosas para recordarlas aquí y no quiero detenerme en ellas. Me fui, digamos, en medio de una nube. Y aquí me tienes, helándome poco a poco, con un bandido barbudo por toda compañía y sin una doncella exótica en muchos kilómetros a la redonda.

–Historia apasionante… y muy bien contada.

–Una buena historia merece otra. Oigamos la tuya.

Sean dejó de sonreír.

–Nací y me crié aquí, en Natal. Partí de casa hace una semana, también en circunstancias dolorosas.

–¿Una mujer? – preguntó Duff con tono compasivo.

–Una mujer.

–Perras deliciosas -dijo Duff, suspirando-. Las adoro.

4

El abra serpenteaba como una tripa retorcida por el Drakensberg. A los costados se levantaban las montañas escarpadas y negras, de manera que cabalgaban en la oscuridad y vieron el sol sólo durante unas pocas horas hacia mediodía. Después las montañas desaparecieron y se encontraron en terreno abierto.

"Abierto" era el calificativo adecuado para describir la llanura alta, el veld. La meseta se extendía llana y desierta y el pasto verde y pardusco iba esfumándose hasta confundirse con el cielo pálido y vacío. La soledad, no obstante, no les quitó el entusiasmo que sentían. Cada kilómetro cubierto, cada campamento sucesivo a lo largo de la cinta de camino lo intensificaba, hasta que por fin vieron el nombre escrito por primera vez. Melancólico como un espantapájaros en un terreno arado, señalaba hacia la derecha y decía. "Pretoria", Otra flecha señalaba hacia la izquierda. "Witwatersrand".

–La cadena de las aguas blancas -murmuró Sean. Era melodioso. La música era la de cien millones de oro.

–No somos los primeros -rezongó Duff. El sector izquierdo de la encrucijada estaba surcado por las hondas huellas de muchas carretas.

–No hay tiempo para preocuparse por eso -le dijo Sean. Era presa ya de la fiebre del oro-. Estos jamelgos tienen muy poco aliento. Hay que aprovecharlo.

Surgió en el horizonte como una línea baja sobre el desierto, una serie de colinas como centenares de otras que habían atravesado. Cuando llegaron a la cima, miraron hacia abajo. Las dos cadenas corrían paralelas de norte a sur, con unos seis kilómetros de separación. En el valle poco profundo vieron el sol reflejado en las lagunas pantanosas que daban su nombre a las colinas.

–Míralas -se lamentó Sean.

Las tiendas y las carretas estaban dispersas a lo largo del valle y entre ellas las zanjas de exploración parecían heridas abiertas entre el pasto. Todas estaban concentradas en una hilera en el centro del valle.

–Han localizado la veta -dijo Duff- y llegamos demasiado tarde… está todo marcado.

–¿Cómo lo sabes?

–Usa los ojos, chico. No queda nada.

–Puede que haya puntos que no vieron.

–Estos muchachos ven todo. Bajemos y te mostraré., – Duff hundió los talones en los flancos del caballo e iniciaron el descenso. Entretanto Duff hablaba por sobre el hombro-. Mira allá, cerca del arroyo… no pierden el tiempo, tienen ya instalado un molino. Por lo que veo, es una torre de cuatro niveles.

Se dirigieron a un grupo de tiendas y carretas algo más numeroso que los otros, donde estaban las mujeres cuidando el fuego. El olor a comida hizo agua la boca de Sean. También había hombres sentados entre las carretas, esperando su cena.

–Preguntaré a uno de esos individuos qué pasa aquí -dijo Sean y, desmontando, entregó las riendas a Mbejane. Duff lo miraba con una sonrisa escéptica, mientras Sean trataba en vano de entablar conversación sucesivamente con tres hombres diferentes. Cada vez el interrogado apartaba los ojos, murmuraba unas palabras vagas y se alejaba. Por fin Sean renunció a toda tentativa y volvió.

–Qué les pasa -se quejó-. ¿Tendré una venérea contagiosa?

Duff se echó a reír.

–Sí, están enfermos. De fiebre del oro. Tu eres un rival en potencia. Podrías morir de sed y nadie te ofrecería una triste escupida, por si acaso pudiese darte fuerzas para arrastrarte y marcar algo que ellos no vieron. – Cambiando de tono, dijo con gran seriedad:- Perdemos el tiempo. Nos queda una hora antes de que anochezca y tenemos que hacer nuestra propia búsqueda.

Partieron al trote por un sector de tierra removida. Los hombres trabajaban con picos y palas en las zanjas, algunos de ellos delgados y con aspecto recio, ayudados por una docena de nativos. Otros en cambio, estaban gordos y tenían aspecto de empleados de oficina y sudaban y apretaban los dientes a causa de las ampollas de sus manos y del ardor de sus brazos y caras enrojecidas por el sol. Todos miraron a Sean y a Duff con la misma hostilidad llena de suspicacia.

Marcharon despacio hacia el norte y cada cien metros, con una regularidad decepcionante, descubrían una estaca de propiedad sostenida por piedras y con un trapo pegado al tope. En torpes letras de imprenta figuraba el nombre y el número de permiso de explotación del propietario.

Muchos de estos puntos estaban todavía sin excavar y entre éstos Duff desmontó y estudió minuciosamente el suelo, recogiendo piedras y examinándolas bien antes de volverlas a arrojar al pasto. Hecho esto, reanudaron la marcha, bastante desanimados y con una fatiga cada vez mayor. Anochecido ya, acamparon sobre la colina azotada por el viento y mientras se calentaba el café conversaron.

–Demasiado tarde -murmuró Sean, mirando melancólico el fuego.

–Tenemos dinero, chico, no lo olvides. La mayoría de esta gente está arruinada. Vive de esperanzas y no de carne y papas. Mírales la cara y verás cómo empieza a notárseles el desaliento. Se necesita capital para explotar roca aurífera, maquinaria y dinero para salarios. Hay que traer el agua por caños y hacer pilas de material rocoso, hacen falta carretas y tiempo.

–El dinero no sirve si no tenemos un permiso -dijo Sean.

–Quédate a mi lado, chico. ¿Notaste cuántos de estos permisos no han sido explotados todavía? Pertenecen a los especuladores y yo sospecho que están en venta. En las próximas semanas verás quiénes son hombres y quiénes niños aquí…

–Tengo ganas de seguir. No es lo que esperaba.

–Estás cansado. Duerme bien esta noche y mañana veremos hasta dónde llega esta vena rocosa. Hecho esto trazaremos nuestro plan.

Duff encendió uno de sus cigarros y comenzó a fumar. Su rostro, a la luz de la fogata, era anguloso como el de un pielrroja. Se quedaron callados un rato y por fin habló Sean.

–¿Qué es ese ruido? – Era el batir sordo de tambores nativos en la oscuridad.

–Te acostumbrarás si te quedas aquí un tiempo. Son las ruedas dentadas del molino que vimos desde la cima hoy. Está a un kilómetro y medio valle arriba. Por la mañana lo veremos.

Antes del amanecer estaban ya en marcha y llegaron al molino bajo la luz incierta del alba. El molino estaba clavado, negro y feo, sobre la suave curva de la vena, desafiante como un monstruo quijotesco. Sus mandíbulas chocaban con un ruido áspero al masticar la roca. Echaba además nubes de vapor y de vez en cuando dejaba escapar un carraspeo metálico.

–No imaginé que fuese tan grande -dijo Sean.

–Vaya si es grande. Además cuesta mucho dinero. No los regalan. No hay muchos aquí que puedan contar con una instalación como ésa.

Alrededor del molino había hombres ocupados en atenderlo con esmero, alimentándolo con roca y vigilando las mesas de cobre sobre las cuales caían las heces «cargadas de oro. Uno de ellos se acercó a brindarles la hospitalidad de rigor.

–Esto es terreno privado dijo-. No queremos turistas aquí. Prosigan.

Era un hombrecito bien vestido con un rostro curtido y redondeado y un bombín metido hasta las orejas. Los bigotes se le erizaron como los de un fox-terrier.

–Oye, François, gusano de porquería, si vuelves a hablarme así te incrustaré la cara en la nuca -le dijo Duff. El hombrecito parpadeó y se acercó para verlos mejor.

–¿Quién eres? ¿Te conozco?

Duff se echó hacia atrás el sombrero.

–¡Duff! – exclamó el hombre encantado-. ¡Es mi viejo Duff! y corrió a tomar de la mano a Duff, cuando éste desmontó. Sean contemplaba divertido la exuberancia del encuentro. Las efusiones duraron hasta que Duff logró calmar al otro y traer al menudo afrikánder junto a Sean para presentarlos.

–Sean, te presento a François du Toit. Es un viejo amigo de las minas de diamantes de Kimberley.

François saludó a Sean y volvió a reanudar las entusiastas expresiones de alegría:

¡Gott, qué bueno es verte, Duff! – Seguía palmeándole la espalda a pesar de los esfuerzos de Duff por esquivar los golpes. Transcurrieron varios minutos antes de que François se calmase lo suficiente para hablar con coherencia

–Mira, Duff -dijo entonces- estoy en plena limpieza de las mesas. Ve con tu amigo a mi tienda. Los veré allí dentro de media hora. Dile a mi sirviente que les prepare el desayuno. No tardaré, viejo. ¡Gott, qué bueno es verte!

–¿Antiguo amante? – preguntó Sean.

Duff se echó a reír.

–Estuvimos juntos en las minas de diamantes. Una vez le hice un favor… lo saqué de abajo de una caverna desmoronada cuando él estaba con las piernas fracturadas. Es un buen hombrecito y el haberlo encontrado es, como dicen en general, la respuesta a mis plegarias. Lo que él no pueda decirnos sobre este terreno aurífero, nadie podrá.

François entró, lleno de entusiasmo en la tienda, mientras estaban tomando el desayuno. Sean se sentía fuera de la conversación, entre los "¿Recuerdos…? " y "¿Qué fue de Fulano de Tal? "

Cuando se vaciaron los platos y los jarros volvieron a llenarse de café, Duff preguntó:

–¿Y qué estas haciendo aquí, Franz? ¿Es tu propio equipo?

–No, sigo con la compañía.

–¡No con el canalla de Hradsky! – Duff fingió estar horrorizado.– E-s-s-o es te-te-terrible -dijo, remedando a un tartamudo.

–Calla, Duff -dijo François, nervioso-. No hagas eso. ¿Quieres que pierda el empleo?

Duff se volvió hacia Sean para explicarle.

–Norman Hradsky y Dios son iguales, pero en esta parte del mundo Dios recibe órdenes de Hradsky.

–Calla- dijo François, escandalizado, pero Duff prosiguió, imperturbable.

–La organización por medio de la cual Hradsky despliega sus poderes divinos es aquella a la que se alude con el nombre reverente de "La Compañía". En realidad el nombre completo y resonante es Compañía Sudafricana de Minas y Tierras. ¿Comprendes ahora la situación?

Sean hizo un gesto afirmativo y Duff, como si se le ocurriera en ese instante, añadió:

–Hradsky es un canalla y además es tartamudo.

Fue demasiado para François. Inclinado sobre Duff, lo tomó de un brazo.

–Por favor, hombre. Mi sirviente comprende el inglés. Basta, Duff.

–De modo que la Compañía se ha metido en estas tierras, ¿eh? ¡Bien, bien! Debe ser algo importante -murmuró Duff. François siguió de inmediato este tema más inofensivo.

–¡Sin duda! Espera y verás. ¡Esto hará que las minas de diamantes parezcan una muestra de caridad!

–Cuéntame -le dijo Duff.

–Lo llaman la Veta Podrida, o el Banquete, o el Heidelberg, pero el hecho es que existen tres vetas, no una. Corren paralelas, como las capas de un sandwich triple.

–¿Y las tres tienen oro que valga la pena extraer? – Duff formuló la pregunta y François respondió con un gesto negativo. Le brillaban los ojos y estaba feliz de hablar de oro y de minería.

–No. Olvídate de la veta exterior. Allí no hay más que rastros. Después está la principal. Es un poco mejor, pero en algunos puntos tiene un metro ochenta de espesor y si bien da un buen rendimiento, es despareja.

François se inclinó sobre la mesa. Su entusiasmo era tal que su acento de afrikánder era obvio.

–La mina de oro en el sentido literal de la expresión es la tercera, la que llamamos Líder. Tiene unos pocos centímetros y en algunos puntos desaparece del todo, pero está llena. Tiene oro como ciruelas en una torta. Es un tesoro, Duff. ¡Te juro que no lo creerás hasta que la veas!

–Te creeré -repuso Duff-. Ahora, dime dónde puedo conseguir un poco de esta veta para mí.

De inmediato François se puso serio. Fue como si cayese una cortina sobre sus ojos y ocultase el brillo de unos minutos antes.

–No hay ya. No hay nada -dijo. Estaba a la defensiva.– La han ocupado totalmente. Vinieron demasiado tarde.

–Bien, no hablemos más -dijo Duff y hubo un gran silencio. François se agitaba en su asiento, mordiéndose las puntas del bigote y mirando muy preocupado el interior de su jarro. Duff y Sean aguardaban, sin decir nada. Era evidente que François luchaba consigo mismo, que luchaba contra los dos objetos de su lealtad. En un momento abrió la boca y volvió a cerrarla. Sopló entonces su café para enfriarlo.

–¿Tienen dinero? – Hizo la pregunta con inusitada vehemencia.

–Sí -repuso Duff.

–El señor Hradsky fue a Capetown a juntar fondos. Tiene una lista de ciento cuarenta permisos de explotación que adquirirá cuando vuelva -François añadió con aire culpable-. Te digo esto, Duff, sólo por lo que te debo.

–Lo sé -dijo Duff en voz baja. François dejó escapar un fuerte suspiro y prosiguió:

–En el principio de la lista de Hradsky hay una serie de permisos que pertenecen a una mujer. Está dispuesta a vender y son los puntos más promisorios de todo el terreno.

–¿Sí? – dijo Duff, con aire de expectativa.

–Esta mujer ha abierto una fonda a unos cuatro kilómetros de aquí, en la orilla del Natal Spruit. Se llama señora Rautenbach y sirve muy buena comida. Deberían ir a comer allí.

–Gracias, François.

–Te lo debía -dijo François con tono áspero. Después cambió de estado de ánimo y dijo, riendo-: Te gustará, Duff, es un montón de mujer.

Sean y Duff fueron a almorzar a casa de la señora Rautenbach. Tenía un edificio de chapa acanalada sin pintar sobre armazón de madera y el cartel sobre la galería decía, con letras rojas y doradas: "Hotel de Candy" Alta cocina. Comodidades higiénicas. No se admiten borrachos ni caballos. Propietaria, Candella Rautenbach.

Se lavaron el polvo en una palangana de hierro esmaltado, en la galería, se secaron con la toalla ofrecida en forma gratuita y se peinaron delante del espejo también gratuito sobre la pared.

–¿Cómo estoy? – preguntó Duff.

–Cautivante -dijo Sean-. Pero no hueles tan bien. ¿Cuándo te bañaste por última vez?

El comedor estaba casi lleno, pero encontraron una mesa disponible en el extremo más distante. El cuarto estaba caldeado por el humo de tabaco y el fuerte aroma a repollo. Los hombres barbudos y cubiertos de polvo reían y gritaban, o bien comían con gran apetito y sin decir ni una palabra. Cuando se sentaron se les acercó una camarera de color.

–¿Señores? – preguntó. Tenía el vestido mojado de sudor debajo de las axilas.

–El menú, por favor.

La muchacha miró a Duff divertida.

–Hoy tenemos bifes con puré y flan como postre -dijo.

–Muy bien -aceptó Duff.

–Y les juro que no comerán otra cosa -dijo la muchacha y se alejó hacia la cocina.

–La atención es buena -dijo Duff entusiasmado-. Esperemos que la comida y la patrona alcancen el mismo nivel.

La carne era dura, pero sabrosa y el café, fuerte y perfumado. Comieron con gusto hasta que Sean, que veía la puerta de la cocina, se interrumpió de pronto con el tenedor en el aire. Se hizo un silencio en el comedor.

–Allí viene -dijo.

Candy Rautenbach era una rubia alta, vigorosa, resplandeciente, con una tez nórdica cuya perfección no había sufrido todavía los efectos del sol. Las curvas debajo de su blusa y en la parte posterior de la falda eran gratamente abundantes. Ella lo sabía, pero no parecía desconcertarle el hecho de que todos los ojos del comedor estaban posados en esas regiones de su persona. Esgrimía un gran cucharón que agitaba con aire amenazador ante la primera mano que se extendiese para pellizcarla. Con una dulce sonrisa, Candy seguía circulando entre las mesas. De vez en cuando se detenía a conversar con sus parroquianos y resultaba obvio que muchos de aquellos hombres solitarios no venían al restaurante tan sólo a comer. La miraban con avidez, y reían de placer cuando ella les hablaba. Por fin, cuando llegó a la mesa de Sean y Duff, ellos se pusieron de pie. Candy parpadeó de sorpresa.

–Siéntense, por favor -dijo. El gesto de cortesía le había conmovido.

" ¿Son nuevos aquí?

–Llegamos ayer -repuso Duff sonriéndole-. Y la forma en que usted cocina un bife me hace sentir como en mi casa.

–¿De dónde vienen? – Candy miró a los dos con algo más, tal vez, que interés profesional.

–Vinimos desde Natal para mirar un poco. Mi amigo, el señor Courteney, tiene interés en hacer nuevas inversiones y pensó que algunos de estos yacimientos podrían proporcionarle una buena manera de invertir parte de su capital.

Apenas pudo Sean dejar de quedarse boquiabierto, pero de inmediato adoptó el aire de superioridad de un gran financiero, mientras Duff seguía hablando.

–Yo me llamo Charleywood. Soy el asesor en minería del señor Courteney.

–Encantada, Candy Rautenbach.– Era evidente que la habían impresionado.

–¿No nos acompañaría unos minutos, señora? – Ofreció Duff, separando una silla para ella. Candy vaciló.

–Tengo que volver a la cocina. Tal vez más tarde.

–¿Siempre mientes con tanta facilidad? – preguntó Sean a Duff, lleno de admiración, cuando ella se alejó.

–No dije nada que no fuera verdad -se defendió Duff.

–No, pero tu manera de decir la verdad. ¿Cómo diablos voy a representar el papel que me has asignado?

–Aprenderás a vivirlo, no te preocupes. Pon cara de inteligente y calla -le aconsejó Duff-. ¿Qué piensas de ella?

–Apetitosa.

–Decididamente apetitosa -convino Duff.

Una vez de regreso la señora Rautenbach, Duff mantuvo la conversación sobre un plano de temas generales y alegres durante unos minutos, pero cuando Candy hizo varias preguntas perspicaces, resultó evidente que conocía bastante más que las personas comunes sobre geología y minería. Duff mencionó esto.

–Sí, mi marido estaba en esta actividad. Lo aprendí de él. Candy metió la mano en un bolsillo de su falda de cuadros azules y blancos y sacó un puñado de minerales, que puso delante de Duff.

–¿Sabe identificarlos? – preguntó. Era la prueba directa, destinada a examinarse a sí misma a través de las preguntas que le hacía.

–Kimberlita, Serpentina, Feldespato. – Cuando Duff identificó todos los fragmentos sin vacilar, Candy se mostró más confiada.

–Da la casualidad -dijo- que tengo una serie de puntos de explotación a lo largo de la veta de Heidelberg. Tal vez al señor Courteney le interese verlas. En este momento estoy en tratos con la Compañía Sudafricana de Minas y Tierras y están interesados.

Sean hizo una única pero valiosa contribución.

–Buena persona, Norman -dijo.

Candy se mostró impresionada. No muchos conocían el primer nombre del señor Hradsky.

–¿Les vendrá bien mañana por la mañana? – preguntó.

5

Esa tarde compraron una tienda a un minero desilusionado que después de abandonar su empleo en los ferrocarriles de Natal hizo la peregrinación a Wítwatersrand y ahora necesitaba dinero para volver a casa. La instalaron cerca del hotel y se dirigieron después al Natal Spruit a darse un baño, ya impostergable. La misma noche se entregaron a un pequeño festejo con la media botella de coñac que extrajo Duff de entre su ropa y al día siguiente, fueron con Candy a recorrer las parcelas de su propiedad. Tenía veinte, con toda la longitud de la cuenca aurífera. Se separó de ellos en un punto donde sobresalía la veta.

–Los dejo aquí para que miren bien todo. Si les interesa, podemos hablar cuando vengan al hotel. Tengo que volver ahora, pues me esperan bocas abiertas de hambre.

Duff la acompañó hasta su caballo, ofreciéndole el brazo y ayudándola luego a montar con la cortesía que seguramente aprendió de su padre. Después de verla alejarse, volvió junto a Sean. Estaba entusiasmado.

–Pisa con cuidado, Courteney, pues bajo tus pies tienes nuestra fortuna.

Recorrieron el terreno juntos, Sean como un perro de caza retozón y Duff, volviendo sobre sus pasos en círculo, como un tiburón. Revisaron bien los carteles con los nombres de los titulares, midieron los límites entre cada uno y se llenaron los bolsillo de material rocoso. Cuando volvieron a la tienda, Duff sacó su mortero y su cedazo. Con estos elementos se dirigieron al Natal Spruit y toda la tarde molieron roca y la pasaron por el cedazo. Terminada de moler la última muestra, Duff dio su opinión.

–La verdad es que contienen oro y yo diría que es oro rentable. No es tan rico como el material que pasamos en Dundee pero sospecho que aquella era una pieza seleccionada de la veta líder. – Duff calló y después miró muy serio a Sean-. Creo que vale la pena intentar. Si la veta líder está cerca, la encontraremos y entretanto, no perderemos dinero explotando la veta principal.

Sean tomó un guijarro y lo arrojó al arroyo. Por primera vez descubría el entusiasmo y la depresión alternados de la fiebre del oro, cuando durante un instante se está en el cielo y en el siguiente se cae en lo más hondo del infierno. Las fibras doradas en el fondo del cedazo le parecían patéticas por lo finas y desnutridas.

–Supongamos que tienes razón y que persuadimos a Candy de que nos venda sus títulos, ¿cómo lo encaramos? Ese molino de cuatro plataformas tenía un aspecto bien complicado y además, costoso. No es lo que uno pueda comprar en cualquier comercio pasando un poco de dinero por encima del mostrador.

Duff le golpeó en un hombro y con una sonrisa astuta le recordó:

–Olvidas que tienes a tu tío Duff trabajando contigo. Candy venderá sus títulos. Tiembla cuando la toco y en uno o dos días más la tendré conquistada. En cuanto al molino… Cuando vine a este país conocí a un rico chacarero del Cabo cuya ambición de toda la vida era contar con su propia mina de oro. Eligió una veta que según su indisputable experiencia como viñatero era el lugar ideal para su mina. Me contrató para dirigirla, compró un molino de último modelo y, además, el más caro de todos y se preparó a inundar de oro el mercado. Después de seis meses, cuando hubimos procesado cantidades inmensas de cuarzo, piedra esquistosa y tierra, y hallamos oro suficiente como para rellenar una oreja de ratón, aunque sólo la parte interna, el entusiasmo de mi patrón disminuyó un poco. En vista de ello, se privó de mis valiosos servicios y cerró el negocio. Yo partí para las minas de diamantes y dentro de mi conocimiento la maquinaria sigue allá, esperando al primer comprador con un par de centenares de libras que se la lleve. – Duff se levantó y se encaminaron hacia la tienda-. Pero lo primero es lo primero. ¿Estás de acuerdo en -que prosiga las negociaciones con la señora Rautenbach?

–Pienso que sí. – Sean se sentía más optimista.– Pero, ¿estás seguro de que tu interés en la señora Rautenbach es estrictamente profesional?

Duff se mostró escandalizado.

–Ni se te ocurra por un instante que mis intenciones son otras que las de concertar un negocio. ¡No supondrás que mis apetencias animales puedan tener nada que ver con lo que pienso hacer!

–No, desde luego que no. Espero, con todo, que juntes el valor para sobrellevarlo.

Duff se echó a reír.

–Ya que hablamos de esto, creo que es oportuno que te aparezca un malestar de estómago y te retires a la soledad de tu lecho. Desde este momento, hasta tener el acuerdo firmado, tu juvenil apostura no nos servirá para nada. Diré a Candy que me has autorizado a actuar en tu nombre.

Duff se peinó los rizos, se puso la ropa lavada por Mbejane y se alejó en dirección al hotel de Candy. El tiempo transcurría, con lentitud para Sean. Se sentó a charlar con Mbejane, bebió café y al anochecer se retiró a su tienda. Leyó uno de los libros de Duff a la luz de la lámpara, pero no podía concentrarse. Cuando oyó que arañaban la lona se levantó de un salto, con la vaga esperanza de que Candy hubiese decidido concertar el negocio directamente con él. Era sólo la muchacha de color del hotel, cuyo pelo motoso y renegrido poco tenía que ver con sus propios fantaseos.

–Madame dice que lamenta su enfermedad y que tiene que tomar dos cucharadas de esto -dijo, entregándole una botella de aceite de ricino.

–Dígale a su patrona que muchas gracias. – Sean hizo un gesto de cerrar el borde de la tienda, pero la muchacha no se movió.

–Madame me dijo que lo mire mientras toma el remedio. Tengo que volver con el frasco y mostrarle cuánto tomó.

Sean sintió que se le revolvía el estómago. La muchacha estaba decidida a cumplir sus instrucciones. Pensó entonces en el pobre Duff, cumpliendo con su deber como un hombre. No podía ser menos. Bebió, pues, las dos cucharadas del pegajoso aceite con los ojos cerrados y reanudó la lectura. Durmió inquieto, incorporándose a veces para mirar la cama vacía junto a la suya. Los efectos del remedio lo obligaron a salir, con todo el frío, a las dos de la madrugada. Mbejane estaba acurrucado junto al fuego y Sean lo miró con rencor. Los ronquidos rítmicos y satisfechos eran como una afrenta deliberada. Un chacal lanzó su triste alarido en la cima, y con ello logró expresar ni más ni menos los sentimientos de Sean, con las nalgas desnudas acariciadas por el manto de la noche.

Duff volvió al amanecer, Sean estaba completamente despierto.

–¿Y qué pasó? – le preguntó éste.

Con un bostezo, Duff repuso.

–En un momento comencé a dudar de mi virilidad. Al final, por suerte, las cosas salieron en forma satisfactoria para todo. ¡Qué mujer! – comentó quitándose la ropa. Sean pudo ver, entonces, los rasguños que tenía en la espalda.

–¿No te dio aceite de castor? – le preguntó Sean con sarcasmo.

–Lamento eso -le dijo Duff con una sonrisa comprensiva-. Traté de disuadirla. En serio. Pero es una mujer muy maternal. Estaba sumamente preocupada por tus tripas.

–No respondiste a mi pregunta. ¿Adelantaste algo en el asunto de los títulos?

–¡Ah, te referías a eso! – Duff se cubrió hasta el mentón con la manta.– Eso quedó terminado en los comienzos del proceso. Aceptará un pago inicial de diez libras por título y nos dará opción a comprarlos todos en cualquier momento durante los próximos dos años, por diez mil libras. Lo decidimos durante la cena. El resto del tiempo fue dedicado, por así decir, a celebrar el cierre del negocio con un apretón de manos. Mañana por la tarde, o mejor dicho, esta tarde, iremos juntos a Pretoria y conseguiremos un abogado para que prepare el contrato, que ella deberá firmar. En este momento, te diré que necesito dormir. Despiértame a mediodía. Buenas noches, chico.

Volvieron con el contrato redactado en Pretoria la tarde siguiente. Era un impresionante documento de cuatro páginas, lleno de términos legales. Candy los llevó a su dormitorio y allí debieron esperar, llenos de ansiedad, mientras ella leía el contrato detenidamente dos veces. Por fin levantó la vista y dijo:

–Parece correcto, pero hay una cosa más.

Sean tuvo un sobresalto de aprensión y aun la sonrisa de Duff se volvió algo forzada. Todo había sido demasiado fácil hasta entonces.

Candy titubeó y le sorprendió a Sean ver que se ruborizaba. Ambos disfrutaron del espectáculo de una piel de durazno transformada en piel de manzana y al mirarla, llenos de interés, la tensión disminuyó visiblemente.

–Quiero que la mina lleve mi nombre.

Por poco no dieron gritos de alivio.

–¡Excelente! ¿Cómo suena, "Mina de la Veta Rautenbach"?

–Prefiero no recordarlo. No lo incluyamos en esto.

–Muy bien. La llamaremos "Candy Deep". Es algo prematuro diría, ya que por ahora estamos en el nivel de superficie, pero el pesimismo nunca dio frutos -dijo Duff.

–Es un nombre perfecto -dijo Candy y volvió a ruborizarse, pero esta vez, de alegría. Puso su firma al pie del documento, mientras Sean hacía saltar el corcho de la botella de champaña comprada por Duff en Pretoria. Al chocar las copas, Duff brindó:

–Por Candy y por Candy Deep. Que la una sea más dulce cada día y la otra más honda.

6

–Necesitaremos mano de obra, por lo menos diez nativos, para comenzar. Dejo esto a tu cargo, Sean. – Estaba desayunándose a la mañana siguiente delante de la tienda. Sean hizo un gesto afirmativo, pero no intentó responder hasta haber tragado, su tocino.

–Encargaré dé esto a Mbejane ya mismo. El conseguirá los zulúes, aunque tenga que empujarlos hasta aquí a punta de lanza.

–Muy bien. Entretanto tú y yo volveremos a Pretoria a comprar el equipo básico. Picos, palas, dinamita y otros elementos. – Duff se enjugó la boca y llenó su taza de café-. Te mostraré cómo comenzar a mover el material inútil y cómo depositar el aurífero en una pila especial. Elegiremos un punto para ubicar el molino y después te dejaré para que hagas todo esto mientras yo voy al sur, a la región del Cabo, a buscar a mi amigo el chacarero. Si Dios y el tiempo lo permiten, el nuestro será el segundo molino en actividad en estos yacimientos.

Trajeron las compras hechas en Pretoria en una pequeña carreta tirada por bueyes. Entretanto, Mbejane había trabajado bien y cuando Sean volvió había doce zulúes formados junto a la tienda para que los inspeccionara, con Mbejane de guardia junto a ellos como un alegre perro ovejero. Sean recorrió la fila, deteniéndose a preguntar el nombre de cada hombre y a hacerle bromas en su propio idioma. Por fin llegó al último.

–¿Cómo te llamas? – le preguntó.

–Me llamo Hlubi, Nkosi.

Sean señaló el gran abdomen que sobresalía por sobre su taparrabo.

–Si trabajas para mí, no tardarás en parir ese chico._ Todos rieron a carcajadas y Sean les sonrió con afecto. Amaba a estos hombres simples, orgullosos, altos y con músculos fuertes, completamente indefensos frente a un chiste oportuno. Pasó por su mente la imagen de una colina en Zululandia, del campo de batalla al pie y de los grandes moscardones arrastrándose en el hueco de un abdomen vaciado. Se apresuró entonces a desechar tal imagen y sus carcajadas sobresalieron sobre las de los hombres.

–Muy bien, entonces. Seis peniques por día y toda la comida que sean capaces de engullir. ¿Están dispuestos a engancharse conmigo?

El grito de asentimiento fue unánime. Seguidamente treparon a la parte posterior de la carreta y Sean y Duff los llevaron a la Candy Deep. Reían y charlaban todos como niños a quienes llevan a un picnic.

Llevó otra semana a Duff enseñar a Sean a hacer uso de la dinamita, explicarle cómo quería que se cavasen las zanjas y cómo marcar la ubicación para el molino y para el material aurífero. Trasladaron entonces su propia tienda y comenzaron a trabajar doce horas diarias. Por la noche iban a caballo al hotel de Candy a comer una cena completa, pero Sean volvía siempre solo. Por la noche se sentía cansado y no envidiaba mucho a Duff las comodidades del dormitorio de Candy. Lo que admiraba, en cambio, era el vigor de su amigo. Cada mañana buscaba señales de fatiga en él, pero a pesar de tener la cara delgada y algo pálida de siempre, tenía en cambio la misma mirada límpida y la eterna sonrisa algo torcida.

–Cómo lo logras es algo que no alcanzo a comprender -le dijo el día que terminaron de marcar la ubicación del molino.

Duff le guiño el ojo.

–Años de práctica, chico, pero entre nosotros, el paseo, al Cabo será un buen descanso.

–¿Cuándo irás?

–Francamente, creo que cada día que permanezco aquí aumenta el riesgo de que alguien se nos anticipe. Desde este momento la maquinaria de minería será muy buscada. Las cosas marchan bien ya… ¿Qué opinas?

–Estaba comenzando a pensar en lo mismo -le dijo Sean. Volvieron a la tienda y se sentaron en las banquetas plegables, desde donde podían ver el valle en toda su longitud. La semana anterior habían visto unas dos docenas de carretas alrededor del hotel de Candy, pero ahora había, por lo menos, doscientas y desde aquel lugar veían asimismo ocho o nueve campamentos nuevos, algunos más grandes aun que el que rodeaba el hotel de Candy. Las construcciones de madera y de chapa acanalada comenzaban a reemplazar las carretas de lona y todo el veld estaba surcado por huellas por las que circulaban jinetes y carretas sin dirección aparente.

El movimiento incesante, las nubes de polvo levantadas por el paso de hombres y animales y el ruido aislado de las explosiones de dinamita en las obras a lo largo de la cuenca, todo ello intensificaba la atmósfera de entusiasmo, de expectativa casi anhelante que pesaba sobre todo el yacimiento.

–Saldré mañana al amanecer -decidió Duff-. Diez días a caballo hasta la terminal ferroviaria en Colesberg y cuatro días más de viaje en tren me llevarán hasta allá. Si tengo suerte, volveré dentro de menos de dos meses. – Duff hizo un leve movimiento en su asiento y miró de frente a Sean.– Después de haberle pagado a Candy sus doscientas libras y con lo que gasté en Pretoria, no me quedan más que unas ciento cincuenta. Cuando llegue a Paarl tendré que pagar trescientas o cuatrocientas por el molino y después, alquilar veinte o treinta carretas para traerlo hasta aquí. Digamos… unas ochocientas libras en total, para no correr riesgos.

Sean lo miró. Hacía pocas semanas que conocía a Duff. Ochocientas libras eran las ganancias medias de un hombre en tres años. África era vasta y cualquiera podía desaparecer con toda facilidad. Se quitó entonces el cinturón y lo dejó caer sobre la mesa. Allí desprendió de él la bolsa del dinero.

–Ayúdame a contarlo -dijo a Duff.

–Gracias -le dijo Duff. No se refería tan sólo al dinero. Frente a la confianza solicitada y acordada con tanta sencillez, cayeron las últimas reservas de la amistad de ambos.

7

Después de la partida de Duff, Sean comenzó a trabajar y a hacer trabajar a sus hombres sin piedad. No tardaron en excavar el material que recubría la veta, hasta dejarla expuesta en todo el largo de los terrenos de Candy. Seguidamente iniciaron el fraccionamiento del material aurífero y lo apilaron junto al lugar donde se levantaría el molino. Con cada jornada de doce horas, aumentaba el volumen de la pila. No había aún indicios de la Veta Líder, pero Sean no tenía tiempo para preocuparse por ello. Por la noche se arrastraba hasta su cama y dormía, extenuado, hasta la mañana siguiente, cuando volvía a la obra. Los domingos iba a visitar a François en su tienda y conversaban sobre minería y sobre medicamentos. François tenía un enorme botiquín lleno de remedios de marca y un volumen titulado El médico en casa. El tema predilecto de François era la propia salud y estaba tratándose en forma simultánea por tres enfermedades de cierta importancia. Pero si bien de vez en cuando incurría en infidelidad, el gran amor de su vida era la diabetes. La página de El médico en casa referente a este mal estaba arrugada y sucia a causa de sus constantes consultas. Conocía de memoria todos los síntomas y él mismo padecía de todos. El otro mal de su predilección era la tuberculosis ósea. Esta enfermedad se le desplazaba por todo el cuerpo con una rapidez asombrosa y de una semana a la siguiente pasaba de la cadera a la muñeca. A pesar de esta mala salud, sin embargo, era experto en minería y Sean le extraía conocimientos sin piedad. La diabetes no impedía a François compartir una botella de coñac los domingos por la noche. Sean se abstenía de ir al hotel de Candy. Aquella rubia deslumbrante, con su piel de durazno maduro, habría sido demasiada tentación y no confiaba en su fuerza de voluntad lo suficiente como para no arriesgar su nueva amistad con Duff mediante una relación indiscreta. Se limitaba, pues, a descargar toda su energía en las excavaciones de Candy Deep.

Todas las mañanas fijaba a sus zulúes una tarea a cumplir, siempre algo mayor que la del día anterior. Los negros cantaban mientras trabajaban y era muy raro que no hubiesen completado su trabajo hacia la noche. Los días se confundían los unos con los otros y se convertían en semanas, que a su vez se cuadriplicaban para convertirse en meses. Sean comenzó a imaginar a Duff divirtiéndose con las muchachas de Ciudad del Cabo merced a sus propias ochocientas libras. Una noche cabalgó muchos kilómetros hacia el sur por el camino al Cabo, deteniéndose a interrogar a cada jinete que pasaba. Por fin renunció a proseguir y volvió a los yacimientos, donde se dirigió directamente a una de las tabernas en busca de una pelea. Encontró a un minero alemán rubio y de gran talla dispuesto a darle el gusto. Salieron juntos afuera y durante una hora se castigaron mutuamente bajo el cielo de la fresca noche de Transvaal, rodeados por un círculo de expectadores entusiastas. Después su contrincante y él entraron juntos en la taberna, se estrecharon las manos ensangrentadas, juraron amistad recíproca bebiendo y terminada la ceremonia, Sean volvió a Candy Deep libre de su demomo por el momento.

La tarde siguiente estaba trabajando cerca del extremo norte de los terrenos, junto en el que habían excavado unos cinco metros para no perder contacto con la veta. Sean acababa de marcar los puntos donde debían hundirse las cargas de dinamita para la próxima explosión y los zulúes estaban ociosos, aspirando rapé y escupiéndose las palmas de las manos antes de recomenzar el trabajo.

–Vaya, vagabundos motosos. ¿Qué hay aquí, una reunión sindical?

La voz familiar les llegaba desde arriba, y allí estaba Duff, mirándolos. Sean trepó corriendo hasta el borde de la zanja y lo estrechó en un abrazo de oso. Duff estaba más delgado, tenía una barba rubia de varios días y el pelo rizado blanco de polvo. Cuando terminaron las efusividades Sean le preguntó:

–Vamos, ¿dónde está el regalo que fuiste a comprarme? Duff rió.

–No muy lejos. Veintiocho carretas llenas con tu regalo.

–¿Lo conseguiste? – preguntó Sean a gritos.

–¡Por supuesto! Ven y te lo mostraré.

El convoy de Duff se extendía a través de unos seis kilómetros por el veld y la mayoría de las carretas iban tiradas por dos yuntas de bueyes a causa del enorme peso de la maquinaria. Duff le mostró el cilindro manchado de herrumbre que ocupaba una de las primeras carretas.

–Esa es mi propia cruz y martirio, siete toneladas de la caldera más malvada, caprichosa y perversa del mundo. Si no me rompió los ejes una vez, los rompió por lo menos diez desde que salimos de Colesberg, para no hablar ya de las dos veces en que se hundió, una en el medio de un río.

Cabalgaron juntos, siguiendo la procesión de carretas.

–¡Mi Dios! Nunca supuse que fuesen tantas -dijo Sean, agitando la cabeza sin poder creerlo-. ¿Estás seguro de que sabrás cómo volver a armarlo?

–Déjalo por cuenta de tu tío Duff. Claro que será necesario arreglarlo un poco, ya que estuvo a la intemperie unos dos años. Parte del material tenía una capa espesa de herrumbre, pero el uso sabio de grasa, pintura y yeso de Charleywood velará por que la planta de Candy Deep esté moliendo roca y escupiendo oro en menos de un mes.

Duff se interrumpió al ver acercarse a un jinete.

–Te presento al contratista de las carretas -dijo-. Frikkie Malan, el señor Courteney, mi socio.

El contratista se detuvo y saludó a Sean. Después se limpió el polvo de la cara con una manga.

-Gott, señor Charleywood, no tengo inconveniente en decirle que nunca me costó tanto trabajo ganarme el dinero como en este transporte. No es por nada personal, pero estaré vragtig, encantado, de ver por última vez esta carga.

8

Duff se equivocaba. Les llevó mucho más de un mes. El óxido había corroído partes de la maquinaria y cada tuerca que separaban estaba roja y áspera. Trabajaban las doce horas habituales cortando y raspando, limando y aceitando, con los nudillos pelados por el contacto con el acero y las palmas húmedas y enrojecidas en los puntos donde se habían abierto las ampollas. Y un día, en forma milagrosa, inesperada, terminaron la tarea de reparación. A lo largo de la mina Candy Deep, elegante y perfumado con su pintura reciente, lleno de grasa dorada y esperando tan sólo que lo armasen en una pieza, se encontraron delante del molino desmembrado.

–¿Cuánto tiempo nos llevó hasta hoy? – preguntó Duff.

–Se diría que un siglo.

–¿Nada más? – preguntó Duff, sorprendido-. En tal caso, declaro que estoy de vacaciones. Dos días para meditar.

–Medita tú, hermano. Yo me voy de juerga.

–Excelente alternativa. ¡Vamos!

Comenzaron en el hotel de Candy, pero Candy los expulsó después de la tercera trifulca y por tal motivo iniciaron el recorrido de las tabernas. Había por lo menos una docena, y las visitaron todas. Había otra gente festejando el hecho de que el viejo Kruger, presidente de la república, había reconocido oficialmente los yacimientos auríferos. Esto tenía por único efecto hacer pasar el pago de los permisos de explotación del bolsillo de los chacareros propietarios de las tierras a los cofres del gobierno. A nadie le preocupaba esto, salvo, quizá, a los chacareros. Era, en cambio, un buen pretexto para una fiesta. Las tabernas estaban repletas de hombres vociferantes y sudorosos. Sean y Duff bebieron con ellos.

Las marcas populares de bebida procuraban pingües ganancias a sus accionistas en todas las barras de tabernas y los hombres amontonados junto a ellas conformaban la nueva población de los yacimientos de oro. Mineros desnudos hasta la cintura y cubiertos de suciedad, viajantes con ropas chillonas y voces más chillonas aún, vendiendo de todo, desde dinamita hasta remedios contra la disentería, una evangelista vendiendo la salvación, tahúres excavando los bolsillos de sus víctimas, caballeros empeñados en impedir que les salpicaran las botas al escupir el jugo del tabaco, jóvenes recién llegados de la casa paterna y llenos de nostalgia por volver a ella, bóers con barba y trajes de color oliva, parcos en la bebida, pero con ojos vigilantes, fijos sobre los invasores de su tierra. Estaban después los otros, los empleados y los chacareros, los bandidos y los contratistas, oyendo con expresión de codicia las leyendas sobre el oro.

La muchacha de color, Martha, fue a buscarlos la tarde del segundo día. Los encontró en una choza de adobe con techo de paja llamada Taberna de los Ángeles Radiantes. Duff bailaba un solo de un tema popular con una silla por compañera, mientras Sean y otros cincuenta parroquianos marcaban el ritmo sobre el mostrador con vasos y botellas vacías.

Martha corrió de prisa hacia Sean, después de haber golpeado varias manos que intentaron levantarle las faldas, y dando chillidos cada vez que le pellizcaban las nalgas. Llegó al lado de Sean por fin, arrebatada y sin aliento.

–Dice madame que deben volver al instante. Hay dificultades-dijo y de inmediato se alejó corriendo, entre las manos que se extendían para tocarla. Alguien le levantó el vestido y el rugido masculino que brotó indicó la aprobación general por el hecho de que no llevase nada debajo.

Duff estaba tan absorto en su baile, que Sean tuvo que levantarlo en vilo hasta sacarlo del salón y una vez afuera, hundirle la cabeza en un bebedero para los caballos, antes de lograr hacerse escuchar.

–¿Por qué demonios hiciste esto? – gritó Duff, medio ahogado e intentó dar un puñetazo a la cabeza de Sean. Este esquivó el golpe y lo aferró del tronco para que no cayese de espaldas.

–Candy nos necesita… parece que hay dificultades serias.

Duff reflexionó sobre esto unos segundos, con el ceño muy fruncido, y después echó atrás la cabeza y comenzó a cantar con la melodía de "Londres Arde":

Candy llama, Candy llama.

No la queremos, queremos coñac.

Se soltó entonces de las manos de Sean e intentó volver a la taberna. Sean volvió a asirlo, a la vez que le señalaba la dirección del hotel. Candy estaba en su cuarto. Cuando aparecieron los dos tomados del brazo, los miró con fijeza.

–¿Disfrutaron de la fiesta? – preguntó con fingida suavidad. Duff murmuró algo y trató de arreglarse el saco. Sean trataba de mantenerlo derecho, pues estaba bailando una jiga involuntaria con los pies hacia un costado.

–¿Qué le pasó a tu ojo? – preguntó ella a Sean, quien se lo palpó con cautela. Estaba hinchado y de color violáceo. Candy no esperó la respuesta, sino que prosiguió, siempre con el tono suave:

–Bien, si ustedes dos, buenos mozos, quieren tener una mina mañana, será mejor que se pongan sobrios ya mismo.

Los dos se quedaron mirándola y Sean, no obstante hablar con gran cuidado, no logró que sus palabras fuesen del todo inteligibles.

–¿Por qué, qué sucede?

–Están por despojarnos de los títulos, eso es todo. Esta nueva reclamación de un yacimiento aurífero como propiedad del Estado da a los bandidos la excusa que esperaban. Alrededor de un centenar de ellos ha formado un sindicato, que afirma que los antiguos títulos de propiedad no tienen ya validez. Están por arrancar las estacas y reemplazarlas por las propias.

Duff se dirigió con paso firme al lavabo junto a la cama de Candy. Allí se echó mucha agua en la cara y se la secó con energía. Hecho esto, se inclinó a besarla.

–Gracias, mi amor -le dijo.

–Duff, por favor, tengan cuidado -les gritó cuando se alejaban.

–Veamos si podemos contratar a unos cuantos mercenarios -propuso Sean.

–Buena idea. Trataremos de localizar a unos cuantos que estén sobrios. Puede que los haya en el comedor de Candy.

De regreso a la mina dieron un pequeño rodeo para detenerse en el campamento de François. Había oscurecido para entonces y François apareció en un camisón recién planchado. Al ver a los cinco hombres armados que acompañaban a Duff y a Sean levantó una ceja.

–¿Van de caza? – preguntó.

Duff le contó rápidamente lo que sucedía y cuando hubo terminado, François estaba saltando de agitación.

–¡Robarme mis títulos, malditos! ¡Que malditos! – dijo y después de meterse corriendo en su tienda reapareció con una escopeta de dos caños.

–Veremos, hombre, veremos cómo quedan perforados de municiones.

–François, escucha -le dijo a gritos Sean-. No sabemos qué terrenos ocuparán primero. Prepara a tus hombres y si oyes disparos, ven para ese punto y danos una mano. Nosotros te la daremos a ti.

-Ja, Ja, te aseguro que iremos. Qué canallas. – Con los faldones del camisón entre las piernas François corrió al trote a reunir a sus hombres.

Mbejane y los otros zulúes estaban preparando la cena, sentados en cuclillas alrededor de la gran olla de tres patas. Sean se acercó a caballo.

–Traigan sus lanzas -les dijo. Los hombres corrieron a sus chozas y volvieron casi de inmediato.

–¿Dónde hay pelea, Nkosi? – preguntaban todos con gran ansiedad. Habían olvidado la comida.

–Vengan, los llevaré.

Distribuyeron a los hombres contratados entre la maquinaria del molino, desde donde cubrirían bien el sendero que llevaba hasta la mina. Escondieron después a los zulúes en una de las zanjas de exploración. Si llegase a producirse una gresca, les esperaba una sorpresa a los hombres del sindicato. Duff y Sean se apartaron un poco por la pendiente para verificar si todos sus defensores estaban bien ocultos.

–¿Cuánta dinamita tenemos? – preguntó Sean, pensativo. Duff lo miró con sorpresa, pero casi en seguida, sonrió.

–Nos alcanza, diría yo. Esta noche tienes una serie de ideas brillantes -dicho esto lo precedió al cobertizo que utilizaban como depósito.

En el medio del sendero y a unos centenares de metros, pendiente abajo, enterraron una caja llena de explosivos y sobre ella dejaron una lata vieja para marcar el lugar. Volvieron al cobertizo y pasaron la hora siguiente fabricando granadas con cargas de dinamita, cada una de ellas provista de detonador y de una mecha corta. Cuando terminaron, permanecieron quietos, arrebujados en sus abrigos de piel de carnero, con sus rifles en las rodillas, esperando.

Desde su posición alcanzaban a ver las luces dispersas de los campamentos en el valle y a oír cantos aislados desde las tabernas, pero el sendero bañado por la luz de la luna seguía desierto. Continuaron sentados el uno junto al otro, con la espalda apoyada contra la caldera recientemente pintada.

–¿Cómo se enteró Candy, me pregunto yo? – preguntó Sean.

–Sabe todo. Ese hotel que tiene es el centro del yacimiento y ella mantiene el oído bien abierto.

Volvieron a callar y entonces Sean formuló su pregunta siguiente.

–Esta Candy nuestra… qué muchacha, ¿no?

–Sí.

–¿Piensas casarte con ella, Duff?

–¡Por Dios! – Duff se irguió como si le hubiesen dado una puñalada-. Debes de estar loco, chico, o bien acabas de hacer una broma de pésimo gusto.

–Te adora y por lo que he visto, le tienes bastante simpatía. Sean sentía alivio, en el fondo, al ver la negativa de Duff. Sentía celos, pero no de la mujer.

–La verdad es que tenemos un interés común. No lo niego. ¡Pero… casarse! – Duff se estremeció ligeramente y no fue a causa del frío-. Sólo un tonto comete dos veces el mismo error.

Sean se volvió hacia su amigo, sorprendido.

–¿Estuviste casado ya? – preguntó.

–Y bien casado. Era mitad española y el resto noruega. Una mezcla ardiente y tormentosa de fuego glacial y hielo ardiente. – La voz de Duff se volvió nostálgica.– El recuerdo se ha enfriado lo suficiente como para que sea capaz de recordarlo con un poco de pesar.

–¿Qué sucedió?

–La abandoné.

–¿Por qué?

–Sólo hacíamos bien dos cosas y una de ellas era reñir. Cuando cierro los ojos, sigo viendo cómo sonreía con un mohín de esos labios hermosos y me los acercaba bien a la oreja para murmurar alguna palabrota y después… vuelta a la cama para hacer las paces.

–Tal vez no elegiste bien. Si miras a tu alrededor, verás a mucha gente felizmente casada.

–Menciona a una sola -lo desafió Duff-. El silencio se prolongó mientras Sean reflexionaba. Duff prosiguió.– Hay una sola razón válida para casarse y es los hijos.

–Y la compañía, otra buena razón.

–¿Compañía de una mujer? – le interrumpió Duff con incredulidad-. Es como hablar del perfume del ajo. No tienen capacidad para ello. Supongo que se debe a la educación que reciben de sus madres, quienes son, después de todo, también mujeres. Pero, cómo puedes ser amigo de alguien que sospecha de cada uno de tus movimientos, que considera cada uno de tus actos y lo juzga sobre la base de "¿Me quieres, no me quieres? " -Duff agitó la cabeza con aire melancólico-. ¿Cuánto puede durar una amistad cuando requiere cada hora una declaración de amor para sustentarla? El catecismo del matrimonio, "¿Me quieres querido? " "Sí, desde luego te quiero, mi amor". Y tiene que sonar convincente, pues de lo contrario, tenemos lágrimas.

Sean rió.

–Muy bien, te hace gracia, mucha gracia, mientras no tienes que vivirlo -se lamentó Duff-. ¿Trataste alguna vez de hablar con una mujer de algo que no sea amor? Las cosas que te interesan a tí no les provoca el menor entusiasmo. Es un verdadero choque la primera vez que intentas hablarles de algo sensato, y de pronto adviertes que no cuentas con su atención. Los ojos adquieren una expresión fija y entonces sabes que están pensando en el vestido nuevo o bien en si deberán invitar o no a la señora Van der Hum a la fiesta. Entonces dejas de hablar y este es otro error. Es una señal. El matrimonio está lleno de señales que sólo la esposa sabe leer.

–Por mi parte, no soy gran partidario del matrimonio, Duff, pero, ¿no eres un poco injusto al juzgar todo según tu propia experiencia desgraciada?

–Eliges a cualquier mujer, le metes un anillo en el anular y la transformas en esposa. Primero te permite introducirte en su cuerpo cálido y suave, lo cual es agradable, y después, en su mente cálida y suave, que no lo es tanto. No comparte, posee, se aferra y por último te asfixia. La relación entre hombre y mujer tiene poco interés, en el sentido de que se ajusta a una fórmula inalterable. Y la naturaleza lo ha dictado así, por la excelente razón de que debemos multiplicarnos. Pero para obtener tal resultado, sin exceptuar de la regla a Romeo y Julieta ni a Bonaparte y Josefina, todo amor debe conducir a la realización de una simple función biológica. Es tan trivial, una experiencia tan breve y tan trivial. Aparte de esto, el hombre y la mujer sienten de diferente manera, piensan de diferente manera y se interesan por diferentes cosas. ¿Llamarías a todo esto compañerismo?

–No, pero me pregunto si estás pintando las cosas como son. ¿Es esto todo lo que hay entre ellos? – preguntó Sean.

–Algún día lo verás. La naturaleza, en su preocupación por la reproducción, ha colocado una barrera en la mente del hombre. Lo ha aislado de los consejos y la experiencia de sus semejantes, lo ha inoculado contra ella. Cuando te llegue el momento irás al cadalso cantando.

–Me asustas.

–Es la monotonía lo que me deprime… la maldita monotonía de la experiencia. – Inquieto, Duff se agitó y después volvió a apoyarse contra la caldera.– Las relaciones interesantes son aquellas en las que el nivelador sexual no tiene participación, las de hermanos, enemigos, amo y servidor, padre e hijo, hombre y hombre.

–¿Los homosexuales?

–No, eso es sólo sexualidad que no marcha al mismo paso y estamos otra vez en la dificultad original. Cuando un hombre entabla una amistad, no lo hace obedeciendo a una compulsión incontenible, sino por su libre voluntad. No hay cadenas, rituales ni contratos escritos. No se plantea el abandono de otros, ni la obligación de hablar de dicha amistad, de charlar y jactarse todo el tiempo. – Duff se levantó y se quedó inmóvil-. Es una de las cosas hermosas de la vida. ¿Qué hora es?

Sean sacó su reloj y lo inclinó para iluminarlo con la luz de la luna.

–Es más de medianoche. Parece que no vendrán.

–Vendrán. Hay oro aquí, otra compulsión incontenible. Vendrán. El problema es, cuándo.

Las luces a lo largo del valle se apagaron una por una, las voces profundas y cadenciosas de los zulúes callaron y se levantó un leve viento fresco que agitó el pasto en los bordes de Candy Deep. Sentados juntos, dormitando a ratos, conversando a veces en voz baja, esperaron toda la noche. El cielo palideció y luego adquirió bonitos tintes sonrosados. Un perro ladró cerca del Hospital Hill y otro se unió al coro. Sean se levantó para desperezarse y cuando miró el valle, los vio. Una mancha negra de jinetes al galope, llenando la senda, sin levantar polvo en la tierra humedecida por el rocío, desplegándose para atravesar el Natal Spruit y luego uniéndose en la margen más próxima antes de avanzar.

–Señor Charleywood, tenemos visitas.

Duff se levantó de un salto.

–Puede que pasen de largo junto a nuestro lote y comiencen por la Jack y la Whistle.

–Veremos qué camino toman cuando lleguen a la horqueta. Entretanto, debemos prepararnos. Mbejane -llamó Sean. La cabeza renegrida apareció por arriba del borde de la zanja.

–¿Nkosi?

–¿Estás despierto? Vienen.

La negrura se hendió con una sonrisa blanca.

–Estamos despiertos.

–Entonces, inclinénse bien y quédense así hasta que yo dé la orden.

Los cinco mercenarios estaban tendidos de bruces en el pasto, cada uno de ellos con un paquete de balas abierto cerca de la mano. Sean volvió corriendo junto a Duff y ambos se agazaparon junto a la caldera.

–La lata se ve con claridad desde aquí. ¿Crees que puedes dar en ella?

–Con los ojos cerrados -repuso Sean.

Los jinetes llegaron a la bifurcación y se volvieron sin vacilar hacia la Candy Deep, apurando el paso al aproximarse por el borde. Sean apoyó el rifle contra la parte superior de la caldera y ubicó la mancha plateada con la mira.

–¿Cuál es la posición jurídica, Duff? – preguntó entre dientes.

–Acaban de cruzar nuestro límite. En este momento son oficialmente intrusos -dijo Duff con gran solemnidad.

Uno de los primeros caballos pateó la lata y Sean disparó al punto donde había estado. El disparo resonó intensamente en el silencio del amanecer y las cabezas de cada miembro del sindicato se volvieron llenas de alarma, hacia el borde de la mina, pero en ese instante la tierra que pisaban se levantó en una nube pardusca para subir al encuentro del cielo. Cuando se disipó el polvo pudo verse la masa desordenada de caballos y hombres derribados. los gritos llegaban con toda claridad hasta la cima de la elevación.

–Mi Dios -dijo Sean, horrorizado al ver la masacre,.

–¿Los terminamos, patrón? – preguntó uno de los mercenarios.

–No -dijo Duff-. Tienen ya suficiente.

Comenzó entonces la huida de caballos sin jinete, de hombres montados y de otros a pie, corriendo en todas direcciones por el valle. Sean sintió alivio al comprobar que quedaban sólo una media docena de hombres y unos pocos caballos tendidos en el camino.

–Bien, ésas son las cinco libras más fácilmente ganadas de su vida -dijo Duff a uno de los mercenarios-. Creo que pueden irse a casa y tomar un buen desayuno.

–Espera, Duff -indicó Sean. Los sobrevivientes de la explosión estaban en la bifurcación y allí se detuvieron delante de otros dos jinetes.

–Esos dos están tratando de reagruparlos.

–Cambiarán de idea. Todavía están a tiro.

–No están ya dentro de nuestra propiedad -insistió Sean-. ¿Tienes ganas de llevar un collar hecho de cuerda?

Se quedaron entonces observando a los miembros del sindicato, que consideraban haber luchado lo suficiente por ese día, mientras desaparecían camino abajo hacia los campamentos, y el resto se conglomeraba en una mancha sólida en la bifurcación.

–Debimos haber disparado bien sobre ellos mientras tuvimos la ocasión -rezongó uno de los mercenarios con aire aprensivo-. Ahora volverán. Miren a ese bandido hablándoles como si fuera un abuelo.

Desmontaron y luego se desplegaron, para comenzar entonces a desplazarse con cautela colina arriba. Al alcanzar casi la línea de estacas que delimitaban los títulos de propiedad de los lotes, se detuvieron un instante y en seguida arrancaron los palos que encontraban a su paso.

–Todos juntos, señores, por favor -dijo Duff con gran urbanidad. Los siete rifles dispararon a la vez. La distancia era grande y los treinta o más incursores comenzaron a avanzar inclinados y en zigzag. Al principio las balas no los alcanzaron, pero a medida que se acortaba la distancia, comenzaron a caer. Había una grieta de poca profundidad que surcaba diagonalmente la ladera, y a medida que llegaban a ella los atacantes saltaban dentro y desde aquel resguardo; comenzaron a responder con entusiasmo al fuego de los hombres de Sean. Las balas rebotaban en la maquinaria, dejando puntos metálicos donde hacían impacto. Los zulúes de Mbejane añadían ahora sus gritos al tumulto general.

–Vayamos contra ellos ahora, Nkosi.

–Están cerca. Vayamos.

–Quietos, locos, no avanzarán ni cien pasos frente a esos rifles -les gritó Sean con violencia.

–Sean, cúbreme -susurró Duff-. Voy a avanzar por detrás de la cresta, los atacaré por el flanco y echaré unos cuantos palitos de dinamita dentro de esa grieta.

Sean lo aferró de un brazo y le hundió los dedos con tanta fuerza que Duff hizo un gesto de dolor.

–Das un paso y te rompo la culata de este rifle en la cabeza. Eres igual a esos negros. Ahora, sigue disparando y déjame pensar. – Al mirar por arriba de la caldera debió bajar de inmediato la cabeza al pasar una bala con un fuerte silbido y a pocos centímetros de su oreja. Se quedó mirando la pintura reciente que tenía delante de la nariz y luego se apoyó con fuerza contra la caldera. Esta se movió un poco. Al levantar la vista vio que Duff lo miraba.

–Caminaremos juntos y arrojaremos esa dinamita -le dijo-. Mbejane y sus sanguinarios salvajes harán rodar la caldera delante de nosotros. Estos otros señores nos cubrirán. Haremos todo en gran estilo hoy.

Llamó a los zulúes y cuando salieron de la zanja les explicó todo. Los hombres aprobaron en coro el plan y comenzaron a empujarse para tener un lugar donde empujar la caldera. Sean y Duff se llenaron el frente de la camisa de granadas de dinamita y encendieron en cada una la corta mecha embreada.

Hecho esto Sean hizo un gesto al zulú.

–Dónde están los hijos de Zulú -cantó Mbejane, adoptando una voz chillona al formular la antiquísima pregunta retórica.

–Aquí -dijeron los guerreros, prontos a hacer fuerza contra la caldera-. Aquí.

–¿Qué brillo tienen las lanzas de Zulú?

–Más brillo que el sol.

–¿Cuánta hambre tienen las lanzas de Zulú?

–Más hambre que la langosta.

–Llevémoslas, pues, a comer.

-Yeh-ho. -Explosivas afirmaciones, seguidas per el lento movimiento de la caldera ante el impulso de los hombros de los negros.

Yeh-ho. -Otra vuelta reacia.

Yeh-ho. -La caldera rodó con mayor rapidez.

Yeo-ho. -En ese instante la gravedad comenzó a intervenir. La caldera avanzó pesadamente cuesta abajo y todos corrieron tras ella. El fuego desde la zanja se intensificó y resonaba como granizo contra el enorme cilindro de metal. El canto de los zulúes cambió asimismo de tono. El canto profundo se volvió más ágil y al aumentar de volumen adquirió matices de tal furor que hacía hervir la sangre. Los chillidos demenciales, horrorosos, ponían piel de gallina a Sean y le provocaban escalofríos por la columna vertebral al posarle en ella los dedos glaciales del recuerdo, pero al mismo tiempo lo llenaron de fervor. Por fin abrió la boca y comenzó a gritar con ellos. Tocó la primera granada con la punta de la soga encendida y la arrojó en un gran arco chisporroteante y ruidoso, que estalló en el aire arriba de la grieta. Volvió a arrojar otra y en el mismo instante oyó el ruido de la que lanzó Duff. La caldera pasó por encima del borde de la grieta y se detuvo en medio de una nube de polvo. Los zulúes fueron detrás de ella, desplegándose, sin dejar de chillar. Desde aquel momento sus lanzas no descansaron. Los blancos rompieron filas, treparon desesperados para salir de la zanja y huyeron, tratando de escapar a los golpes de los zulúes.

Cuando llegó François con cincuenta mineros armados, la lucha había terminado.

–Lleva a tu gente a los campamentos. Revísalos bien. Queremos a cada uno de los que lograron escapar -le dijo Duff-. Es hora ya de que sepan qué significa un poco de orden y de legalidad en este yacimiento.

–¿Cómo podremos identificar a los que participaron? – preguntó

–Por las caras blancas y por el sudor de sus camisas -repuso Duff.

François y sus hombres se alejaron y quedó para Sean y Duff la tarea de despejar el campo de batalla. Fue bastante ingrata, a causa de la obra de las lanzas. Mataron a los caballos que vivían aún después de la explosión y extrajeron más de una docena de cadáveres de la grieta y de la pendiente debajo de ella. Dos eran zulúes. Los heridos, que eran muchos, fueron depositados en carretas y trasladados al hotel de Candy.

Comenzaba la tarde cuando llegaron. Metieron la carreta entre la multitud y se detuvieron delante del hotel. Daba la impresión de que estaba allí toda la población del yacimiento, amontonada en el reducido espacio donde François tenía a sus prisioneros.

François no cabía en sí de entusiasmo, y agitaba su escopeta en peligrosos arcos mientras arengaba a todos. Después hundió los dos caños de la escopeta en la espalda de uno de los prisioneros.

–Bandidos -gritaba-. Robarnos los títulos. ¿Oyeron? Querían robarnos los títulos.

En ese momento vio llegar a Duff y a Sean en la carreta abriéndose paso entre la gente.

–Duff, Duff. Los tenemos a todos.

La multitud retrocedió, respetuosa, ante esos movimientos de la escopeta y Sean se estremeció cuando durante un instante la vio apuntándole,

–Los veo, François -le aseguró Duff.– En realidad nunca vi a nadie tener tan bien a otros.

Los prisioneros de François estaban atados con varias vueltas de cuerda y podían mover sólo la cabeza. Como garantía adicional tenían a un minero con un rifle cargado junto a cada uno de ellos. Duff bajó de la carreta.

–¿No crees que habría que aflojar un poco esas cuerdas? – preguntó a François con aire de duda.

–¿Para que se me escapen? – repuso éste escandalizado.

–¿Crees que llegarían muy lejos?

–No, probablemente, no.

–Bien, una media hora más y tendrán gangrena. Mírale la mano a ése. Qué hermoso tono azulado.

De mala gana François aceptó aflojarles las cuerdas. Duff se abrió paso a través de la multitud y subió los escalones del hotel. Desde allí levantó una mano, pidiendo silencio.

–Hoy murieron muchos hombres. No queremos que vuelva a suceder. Una manera de impedirlo es asegurarnos de que este grupo tenga su merecido.

François inició la ovación.

–Pero debemos hacer las cosas como es debido. Propongo que elijamos una comisión que se ocupe de este asunto y de cualquier otro problema que surja en estos yacimientos. Diez miembros, digamos, y un presidente.

La ovación se repitió.

–Que se llame la Comisión de Mineros -gritó alguien y todo aplaudieron con entusiasmo.

–Muy bien, la Comisión de Mineros. Ahora, queremos un presidente. Propongan nombres.

–El señor Charleywood -gritó François.

–Sí, Duff. Será excelente.

–Sí, Duff Charleywood.

–¿Otros nombres?

–No -exclamaron todos.

–Gracias, señores -les dijo Duff con una sonrisa-. Aprecio el gran honor que me hacen. Y ahora, diez miembros.

–Jock y Trevor Heyns.

–Karl Lochtkamper.

–François Du Toit.

–Sean Courteney.

Se propusieron cincuenta nombres. Duff se resistía a contar los votos y por lo tanto se eligió la comisión por aclamación. Duff nombraba a los candidatos uno por uno y aguardaba después hasta obtener la reacción general. Sean y François se encontraron entre los electos. De inmediato se sacaron sillas y una mesa a la galería y Duff ocupó su lugar. Pidió silencio, golpeando la mesa con una jarra de agua, declaró abierta la primera sesión de la Comisión de Mineros y acto seguido impuso multas de diez libras a tres personas entre la concurrencia por disparar armas durante una reunión, o por grave desacato a la Comisión. Con el pago de las multas se logró un clima apropiado de solemnidad.

–Pediré al señor Courteney que presente el caso de la acusación. Sean se levantó e hizo una breve descripción de la batalla librada en la mañana. Sus últimas palabras fueron:

–Usted estaba presente, de modo que está enterado de todo.

–Es verdad -convino Duff-. Gracias, señor Courteney. Creo que presentó la situación en términos bien objetivos. Ahora -dijo, dirigiéndose a los prisioneros-, ¿quién será el defensor de ustedes?

Hubo un momento de inquietud y de susurros, hasta que por fin obligaron a un hombre a adelantarse. Al descubrirse, se sonrojó intensamente.

–Su Alteza -dijo y aquí se detuvo, agitándose de timidez.

"Su Alteza.

Ya lo dijo

–No sé por dónde empezar, señor Charleywood… Quiero decir señor juez.

Duff volvió a dirigirse a los prisioneros.

–Tal vez querrían proponer a otro

El primer defensor se retiró entonces, muy avergonzado y apareció otro a encararse con la Comisión Éste tenía más audacia.

–Ustedes, bandidos, no tienen derecho a hacernos esto -dijo. Duff le impuso una multa de diez libras. Sus palabras siguientes fueron mas corteses.

–Señor Juez, no puede hacernos esto. Teníamos nuestros derechos, le diré, me refiero a la nueva disposición y todo eso, quiero decir que los títulos no tenían ya validez, ¿no? Vinimos llenos de amistad, ya que los viejos títulos no eran legales y entonces tenemos derecho a hacer lo que hicimos. Entonces ustedes, grandes canallas, quiero decir, usted, señor Juez, nos lanzaron dinamita y digo que teníamos derecho a defendernos, después de todo. ¿O no, señor Juez?

–Defensa brillante, llevada, con la mayor competencia. Sus compañeros deben quedarle agradecidos. – Lo elogió Duff y se volvió hacia la Comisión.– Ahora bien gentiles caballeros, ¿qué dicen ustedes? ¿Culpables, o inocentes?

–Culpables. – Todos hablaron a la vez, y para enfatizar el voto, François añadió:-Canallas del diablo.

–Consideraremos ahora la sentencia.

–Ahorcarlos -gritó alguien y al instante el estado de ánimo general cambió. Dejó de ser cordial. La multitud gruñó.

–Soy carpintero, puedo levantar una hilera de horcas en pocos minutos.

–No gastaremos madera en ellos. Usemos los árboles.

–Traigan las cuerdas.

–A colgarlos.

La multitud se adelantaba, enloquecida de ansias de lincharlos. Sean arrebató la escopeta a François y saltó sobre la mesa.

–Les juro por Dios que mataré al primero de ustedes que toque a uno solo de ellos antes de que la Comisión lo autorice. – Todos se quedaron inmóviles y Sean aprovechó su ventaja: -A esta distancia no erraré. Vamos, vamos, prueben mi puntería. Tengo dos cargas en esta escopeta. Alguien saldrá partido en dos. – La gente retrocedió, murmurando.

"Tal vez hayan- olvidado que en este país existe una fuerza policial y una ley contra el asesinato. Los cuelgan hoy y mañana les tocará a ustedes.

–Tiene razón, señor Courteney, sería asesinato cruel y a sangre fría -se lamentó el defensor.

–Calla, tonto -le dijo Duff con brusquedad y alguien entre la gente lanzó una carcajada. La risa se comunicó a otros y Duff dejó escapar un suspiro de alivio. El peligro había estado muy cerca.

–Pongámosles alquitrán y plumas.

Duff sonrió.

–Ahora sí que oigo algo sensato -dijo-. ¿Quién tiene unos cuantos barriles de alquitrán para vender? – preguntó, mirando a su alrededor-. ¿Cómo, no hay ofertas? En tal caso, tendremos que pensar en otra cosa.

–Yo tengo treinta tambores de pintura roja, a treinta chelines cada uno y es buena pintura importada. – Duff reconoció en quien habló a un comerciante que había abierto un comercio de ramos generales en Ferrieras Camp.

–El señor Tarry propone pintura. ¿Qué opinan?

–No, se quita con demasiada facilidad. No sirve.

–Se la vendo barata. Veinticinco chelines el tambor.

–No. Métete tu maldita pintura en… -rugió la multitud.

–Démosles una vuelta en la ruleta del Diablo -gritó otra voz. Todos expresaron su acuerdo a gritos.

–Bien, bien. La ruleta.

–Gira, gira, gira. Nadie sabe dónde para -dijo un minero de barba negra desde el techo de una choza en el lado opuesto del camino. La multitud volvió a gritar.

Sean observaba la expresión de Duff. No sonreía, sino que pesaba la situación. Si volvía a detenerlos, perderían la paciencia y correrían el riesgo de que los matase la escopeta. No podía correr tal riesgo.

–Muy bien. Si ustedes quieren -dijo, mirando al grupo de prisioneros aterrados-. La sentencia de esta corte es que jueguen a la ruleta del Diablo durante una hora y después se retiren de este yacimiento. Si llegamos a sorprenderlos aquí, jugarán una hora más. Se perdonará a los heridos la primera parte de la sentencia. Creo que ya han sufrido bastante. El señor Du Toit dirigirá el castigo.

–Preferiríamos la pintura, señor Charleywood -volvió a suplicar el vocero.

–Con toda seguridad -dijo Duff en voz baja, pero la gente se los llevaba ya en dirección al veld abierto detrás del hotel. La mayoría tenía títulos propios y no le agradaba este tipo de usurpadores. Sean bajó de la mesa.

–Vamos a beber algo -le dijo Duff.

–¿No piensas ir a mirar?

–Vi cómo lo hacían una vez en la región del Cabo. Fue suficiente.

–¿Qué les hacen?

–Ve a mirar, si quieres. Te esperaré en los Angeles Radiantes. Me sorprenderá si te quedas allá la hora completa.

Cuando llegó Sean, la mayoría de las carretas habían sido trasladadas desde los campamentos y dispuestas en hilera. Los hombres se amontonaban alrededor de ellas para colocar soportes debajo de los ejes que levantaban las ruedas hasta separarlas del suelo. Después se empujaba a los prisioneros, destinándose uno a cada rueda. Muchas manos impacientes los levantaban para atarlos de pies y manos al borde de la rueda, con la taza en el medio de la espalda y brazos y piernas extendidos hasta formar una gran "X". Fraçois corrió de prisa a lo largo de la hilera, para revisar las cuerdas que aseguraban a los hombres y en cada una de las ruedas puso a cuatro mineros: dos para ponerla en movimiento y otros dos para reemplazarlos cuando el primer par se fatigase. Llegó al final, volvió al centro, sacó el reloj de bolsillo, verificó la hora y gritó:

–Muy bien. A hacerlas girar, kerels.

Las ruedas comenzaron a moverse, primero despacio, luego, cada vez más rápido a medida que cobraban impulso. La velocidad era tal que los cuerpos atados a ella adquirieron contornos sinuosos

–Gira, gira, gira, gira, gira, gira la rueda -cantaban todos alborozados.

A los pocos minutos alguien lanzó una ruidosa carcajada en un extremo de la hilera de carretas. Alguien había empezado a vomitar y el vómito partía de su boca como las chispas amarillas de una rueda de juegos artificiales. Después empezaron a vomitar otros más. Sean los oía hacer arcadas y jadear al arrojarles la fuerza centrífuga los vómitos hacia el fondo de la garganta y luego hacia la nariz. Esperó unos minutos más, pero cuando también comenzaron a vaciarse los intestinos de los castigados se apartó, presa de náuseas, y huyó hacia Los Ángeles Radiantes.

–¿Te gustó? – le preguntó Duff.

–Dame un coñac -susurró.

9

Después de la justicia hecha por la Comisión de Mineros hubo en los campamentos algo semejante al orden. El presidente Kruger no deseaba colaborar en la tarea de utilizar su policía contra los focos de rufianes y de ladrones que comenzaban a crecer en las inmediaciones de su capital y se conformaba con destacar espías entre ellos mientras que los dejaba librados a sus propios recursos. Después de todo, los campos auríferos no habían probado aún su rendimiento y lo probable era que al cabo de un año el veld volviese a quedar tan desierto como lo había estado nueve años antes. Podía permitirse esperar. Entretanto, la Comisión de Mineros contaba con su aprobación tácita.

Mientras las hormigas trabajaban cortando la roca con pico y con dinamita, las langostas aguardaban en tabernas y chozas. Hasta el momento, sólo el molino llamado Jack and Whistle estaba produciendo oro y sólo Hradsky y Du Toit sabían cuanto. Hradsky estaba todavía en Ciudad del Cabo, luchando por obtener capital, y François no se confiaba a nadie, ni siquiera a Duff, en cuanto a la capacidad de producción de la mina.

–Los rumores volaban como la arena en un ciclón. Un día se decía que la veta se había estrechado a quince metros de la superficie y al siguiente las cantinas hervían de rumores de que los hermanos Heyns habían bajado más de treinta metros y estaba extrayendo pepitas del tamaño de balas de mosquete. Nadie sabía nada, pero todos estaban dispuestos a adivinar.

En la Candy Deep, Duff y Sean trabajaban sin descanso. El molino se asentó por fin en su plataforma de cemento, las fauces abiertas para recibir el producto del primer mordiscón de la roca. La caldera se ubicó sobre su base, mediante la labor de veinte zulúes sudorosos que no cesaron de cantar un instante. Se instalaron las mesas de cobre para cubrirlas luego de mercurio. No había tiempo para preocuparse por la venta o por la cantidad de dinero cada vez menor en el cinturón de Sean. Trabajaban y dormían. No había otra cosa. Duff comenzó a compartir otra vez la tienda de Sean sobre la cresta y Candy recuperó el uso exclusivo de su cama con colchón de plumas.

El veinte de noviembre encendieron la caldera por primera vez. Cansados y con las manos callosas, los cuerpos delgados y endurecidos por el duro trabajo, estaban allí juntos, contemplando la aguja que marcaba la presión, hasta que ésta llegó a la línea roja superior.

–Bien, por lo menos tenemos fuerza motriz, ahora -murmuró Duff y golpeó con un puño el hombro de Sean-. ¿Oye, qué diablos haces aquí, parado? ¿Crees que es domingo y salimos de picnic? Hay mucho trabajo que hacer, chico.

El dos de diciembre dieron al molino su primera ración y vieron cómo fluía la roca pulverizada por la superficie de las mesas de amalgama. Sean abrazó a Duff en una afectuosa toma de lucha y Duff le dio un puñetazo en el estómago, después de haberle metido el sombrero hasta los ojos. Durante la cena bebieron un vaso de coñac cada uno y rieron un poco, pero eso fue todo. Estaban demasiado fatigados para festejar nada. Desde aquel momento, uno u otro de ellos tendría que estar vigilando en forma constante al monstruo de hierro. Duff tomó el primer turno y cuando Sean fue al molino al día siguiente por la mañana, lo encontró caminando sobre pies inseguros y con los ojos hundidos dentro de ojeras inmensas.

–Según mis cálculos, hemos pasado unas diez toneladas de roca por la máquina. Es hora de limpiar las mesas y ver cuánto oro tenemos.

–Ve a dormir un poco -le dijo Sean, pero Duff fingió no haber oído.

–Mbejane, trae a un par de tus compañeros. Vamos a cambiar las mesas.

–Mira, Duff, puede esperar una o dos horas. Ve y pon la cabeza sobre la almohada.

–¿Quieres dejar de arrullarme? Eres peor que una esposa.

–Sean se encogió de hombros.

–Como quieras. En ese caso, muéstrame qué debo hacer.

Pasaron la roca molida a la segunda mesa ya preparada. Con una ancha espátula, Duff raspó el mercurio de la superficie de cobre de la primera mesa y llegó a formar una bola del tamaño de un coco.

–El mercurio recoge las partículas de oro -explicó a Sean mientras trabajaba- y deja que las de roca se deslicen por la mesa y caigan en el pozo de desechos. Claro es que no recoge todo, sino que parte del material se pierde.

–¿Cómo vuelves a extraer el oro?

–Pones todo el material en una retorta y evaporas el mercurio. El oro queda.

–Desperdicio horroroso de mercurio.

–No, lo atrapas cuando se condensa y vuelves a utilizarlo. Ven, te mostraré.

Duff llevó la bola de amalgama al cobertizo, la metió en la retorta y encendió el mechero. Con la acción del calor, la bolsa se fundió y el material comenzó a formar borbotones. Ambos la miraban absortos. Bajó el nivel en la retorta.

–¿Y dónde está el oro? – preguntó por fin Sean.

–Calla, ¿quieres? – le dijo Duff con aspereza, para añadir, arrepentido-: Perdona, chico. Me siento un poco fatigado esta mañana.

Se evaporó por fin todo el mercurio y allí lo vieron, reluciente, brillante, amarillo fundido. Una gota de oro del tamaño de una arveja. Duff apagó el mechero y ninguno de los dos habló por un rato. Pasado éste, Sean preguntó:

–¿Eso es todo?

–Eso, amigo mío, es todo -dijo Duff, desalentado-. ¿Qué quieres hacer con él? ¿Obturarte un diente?

Cuando se dirigió hacia la puerta, todo su cuerpo parecía haberse encogido.

–Que siga marchando el molino. Por lo menos, debemos hundirnos con la enseña flameando.

10

Fue una cena de Navidad sumamente melancólica. La comieron en el hotel de Candy, por contar allí con crédito. Candy regaló a Duff un anillo de sello y a Sean una caja de cigarros. Sean nunca había fumado antes, pero el ardor del humo en los pulmones le provocó un placer rayano en el masoquismo. El comedor resonaba con las voces de los hombres y el tintineo de cubiertos y el ambiente estaba espeso con el aroma de la comida y del humo de tabaco. Y en un rincón, como náufragos en una isla de depresión estaban sentados Duff, Sean y Candy.

En un momento Sean levantó la copa y habló con la voz de un empleado de pompas fúnebres.

–Feliz Navidad -dijo.

Los labios de Duff se curvaron en el rictus de un muerto.

–Lo mismo digo -repuso.

Bebieron, entonces. Por fin Duff se dispuso a hablar.

–Dime otra vez. ¿Cuánto dinero nos queda? Me gusta oírtelo repetir. Tienes una hermosa voz y debiste haber sido actor shakespeariano.

–Tres libras con dieciséis chelines.

–Ah, sí, esta vez lo dijiste bien. Tres libras con dieciséis chelines… ahora, para que me sienta realmente en un estado de ánimo festivo, dime cuánto debemos.

–Bebe otra copa -dijo Sean, para cambiar de tema.

–Sí, por favor. Muchas gracias.

–Por favor, los dos, olvidemos el asunto, aunque sea por esta noche -les suplicó Candy-. ¡Yo tenía planeada una fiesta tan bonita! Miren, allí llega François. ¡Allá!

El elegante Du Toit llegó con paso rápido hasta la mesa.

–Feliz Navidad, kerels, déjenme convidarlos con una copa.

–Qué gusto verte -dijo Candy y lo besó-. ¿Cómo estás? Tienes muy buen aspecto.

François se puso serio al instante.

–Es raro que digas eso, Candy. La verdad es que estoy un poco preocupado -dijo y golpeándose el pecho, se dejó caer pesadamente en una silla-. Es el corazón, sabes, y hacía tiempo que esperaba que sucediera. Ayer, cuando estaba allá, comprendes, en la mina, de pronto fue como si me hubiesen aplicado unas tenazas al pecho. No podía respirar… por lo menos, no muy bien. Como era lógico, fui corriendo a mi tienda y consulté mi libro. La página ochenta y dos. Bajo "enfermedades del corazón". – Du Toit agitó la cabeza tristemente-. Me preocupa muchísimo. Ya saben que no era un hombre muy sano antes de ocurrir esto.

–Ay, no -se quejó Candy-. No lo soporto. ¡Tú, también!

–Perdona. ¿Dije algo que está mal?

–No está completamente a tono con el ambiente festivo de esta

mesa. – Candy señaló a Duff y a Sean-. Mírales las caras felices que

tienen. Si me perdonan, iré a ver algo en la cocina. – Dicho esto, se

alejó.

–¿Qué pasa, Duff, viejo?

Duff le obsequió una de sus sonrisas de muerto y luego se dirigió a Sean.

–El hombre quiere saber qué sucede. Cuéntaselo.

–Tres libras con dieciséis chelines -le explicó Sean. François lo miró, intrigado.

–No comprendo.

–Quiere decir que estamos arruinados. Completamente arruinados.

-Gott, cuánto lo siento. Creía que les iba muy bien, Duff. Todo el mes oí el ruido del molino, pensé que a esta altura ya eran ricos.

–El molino funcionó muy bien, sin duda, y cosechamos oro suficiente para llenar una oreja de pulga.

–Pero, ¿por qué, hombre? Están trabajando la veta líder, ¿no?

–Estoy empezando a creer que esa veta líder de que hablaste es un cuento de hadas.

François contempló su copa pensativo.

–¿Hasta cuánto llegaron? – preguntó.

–Tenemos un túnel oblicuo hasta unos doce metros.

–¿Y no hay señales de la líder? – Como Duff moviera la cabeza en sentido negativo, François prosiguió:- Les diré que la primera vez que hablé con ustedes no hice más que formular conjeturas.

Duff asintió.

–Bien, ahora sé algo más y lo que les diré es confidencial. Si llega a saberse, perderé el empleo. Duff volvió a asentir.

–Hasta ahora, la líder ha sido localizada en dos puntos. La tenemos en la Jack and Whistle y sé que los hermanos Heyns han llegado a ella en la mina Cousin Jock. Les haré un dibujito.

François tomó un cuchillo y con él trazó unos surcos en el fondo cubierto de salsa del plato de Sean.

–Esta es la cresta principal que corre más o menos en línea recta. Yo estoy aquí, aquí está la Cousin Jock y ustedes están entre nosotros dos. Los dos hemos encontrado la líder y ustedes, no. Yo diría que está allí, pero que no han sabido dónde buscarla.

"En el extremo mas distante de la Jack and Whistle la cresta principal y la veta líder corren paralelas con una separación de medio metro, pero cuando alcanzan el límite más próximo a Candy Deep han vuelto a separarse y hay unos veinte metros de distancia entre ellas. Ahora bien, en el límite de la Cousin Jock están otra vez con una separación de quince metros. Yo diría que las dos crestas tienen la forma de un gran arco, en esta forma. – François hizo el correspondiente dibujo-. La veta principal es la cuerda del arco y la líder, la madera. Te digo, Duff, que si cortas la trinchera en ángulo recto con la cresta principal, encontrarás la veta y cuando la encuentres, no olvides convidarme con un trago.

Lo escucharon muy serios y cuando François terminó de hablar, Duff se apoyó en el respaldo de su silla.

–¡De haber sabido esto hace un mes! ¿Cómo haremos ahora para conseguir el dinero necesario para cavar la nueva zanja y mantener en funcionamiento el molino?

–Podríamos vender parte del equipo -propuso Sean.

"Necesitamos todo lo que tenemos y, además, si vendiésemos una sola pala, los acreedores caerían sobre nosotros como una manada de lobos, aullando por su dinero.

–Yo les haría un préstamo si tuviera el dinero, pero con lo que me paga Hradsky… -François se encogió de hombros-. Necesitarán unas doscientas libras. No las tengo.

Candy volvió a la mesa a tiempo para oír el último comentario de François.

–¿De qué hablaban? – preguntó.

–Se lo puedes decir, François.

–Si crees que servirá para algo.

Candy escuchó y se quedó pensativa.

–Bien, acabo de comprar diez lotes de terreno en Johannesburg, esa nueva población del gobierno, valle abajo. Por ello ando escasa de fondos. Pero podría prestarles cincuenta libras, si tienen alguna utilidad.

–Nunca pedí prestado dinero a una dama. Será una experiencia nueva. Candy, eres un tesoro.

–Me encantaría poder creer que me quieres -dijo Candy, pero por suerte para Duff, no alcanzó a oír bien estas palabras. Siguió hablando muy de prisa.

–Necesitaremos unas ciento cincuenta más. Veamos qué se les ocurre, señores

Hubo un largo silencio, al cabo del cual Duff, con una gran sonrisa, se dirigió a Sean, pero éste se le anticipó.

–No me digas nada, déjame adivinar -dijo-. ¿Piensas alquilarme como reproductor?

–Casi, pero no exactamente, chico. ¿Cómo te sientes?

–Muy bien, gracias.

–¿Fuerte?

–Sí.

–¿Valiente?

–Vamos, Duff, habla. No me mires con esa expresión.

Duff sacó una libreta de un bolsillo y escribió algo en ella con un trozo de lápiz. Hecho esto, arrancó la hoja y se la pasó a Sean. La hoja decía:

Haremos colgar anuncios como éste en todas las tabernas de la región.

EL DÍA DE AÑO NUEVO EL SEÑOR SEAN COURTENEY, CAMPEÓN DE PESO PESADO DE LA REPÚBLICA DE TRANSVAAL ACEPTARA DESAFÍOS DE QUIENQUIERA SE PRESENTE DELANTE DEE HOTEL DE CANDY. PELEARÁ POR UNA BOLSA DE CINCUENTA LIBRAS.

Entrada de expectadores, 2 chelines. Bienvenidos todos.

Candy, quien leía por sobre el hombro de Sean, dejó escapar un chillido.

–¡Magnífico! Tendré que contratar más camareros para servir bebidas y ofreceré un almuerzo de tipo "Buffet". Supongo que podré cobrar dos chelines por cabeza, ¿no?

–Y yo armaré los carteles -dijo François, que no quería ser menos- y enviaré a un par de mis muchachos a instalar el ring.

–Cerraremos el molino hasta Año Nuevo. Sean tendrá que descansar mucho. Pero lo someteremos a un entrenamiento muy liviano. Nada de beber, desde luego, y dormir mucho -dijo Duff.

–Está todo arreglado, ¿eh? – preguntó Sean-. Todo lo que tengo que hacer es subir al ring y dejar que me hagan papilla.

–Lo hacemos por ti, chico, para que seas rico y famoso.

–Gracias, muchísimas gracias.

–Te gusta pelear, ¿no?

–Cuando tengo ganas.

–No te preocupes, se me ocurrirán unos buenos insultos para ti. Te sacaré de casillas en segundos.

11

–¿Cómo te sientes? – preguntó Duff por séptima vez esa mañana.

–Igual que hace cinco minutos -le informó Sean.

Duff sacó el reloj, miró la hora, se lo acercó a la oreja y se sorprendió al comprobar que marchaba.

–Tenemos tus contrincantes dispuestos en fila en la galería. Le dije a Candy que les sirva bebidas sin cargo, todas las que quieran. Cada minuto que esperemos aquí les da más tiempo para llenarse de alcohol. François está recolectando el dinero de las entradas en un maletín. A medida que ganes cada vuelta, las apuestas irán allí también. Tengo a Mbejane destacado en la boca del callejón detrás del hotel. Si llega a armarse una trifulca, le arrojaremos el maletín y él huirá hacia los pastizales.

Sean estaba tendido en la cama de Candy con las manos bajo la nuca. Al oír esto se echó a reír.

–La verdad es que no encuentro defecto alguno en tus planes. Y ahora, por favor, cálmate, pues me pones nervioso.

De pronto la puerta se abrió y al oír el ruido inesperado, Duff se levantó de un salto. Era François, quien parado en la puerta, se apretaba el pecho.

–El corazón -dijo jadeante-. No le hace nada bien todo esto.

–¿Qué pasa afuera? – preguntó Duff.

–He recolectado más de cincuenta libras de entradas ya. En el tejado hay una cantidad de gente que no pagó, pero cada vez que me acerco me arrojan botellas.

François inclinó la cabeza hacia un lado.

–Óyelos -dijo-. El ruido de la gente apenas disminuía a través de las finas paredes del hotel.– No esperarán mucho más. Será mejor que salgas antes de que vengan a buscarte.

Sean se puso de pie.

–Estoy listo -dijo. François titubeó.

–Duff, ¿recuerdas a Fernandes, ese portugés de Kimberley?

–¡No! ¡No me digas que está aquí!

François hizo un gesto afirmativo.

–No quería alarmarte, pero algunos de los muchachos del lugar se combinaron para mandarle un telegrama al sur. Llegó en la diligencia rápida hace media hora. Tenía esperanzas de que no llegase a tiempo, pero… – François se encogió de hombros.

Duff miró a Sean con tristeza.

–Mala suerte, chico.

François intentó suavizar las tintas.

–Le dije que el que llegase antes pelearía primero. Es sexto en la serie, de modo que Sean podrá ganarse doscientas libras, por lo menos. Después podremos decir que está cansado y dar por terminado el match.

Sean lo miraba, lleno de interés.

–Este Fernandes… ¿Es peligroso?

–Cuando inventaron esa palabra, la inventaron pensando en él -repuso Duff.

–Vamos a echarle una ojeada.

Sean los precedió por el pasaje.

–¿Conseguiste una báscula para que se pesen? – preguntó Duff a François mientras seguían a Sean a toda prisa.

–No, pero no hay nadie en el valle que pase de los setenta y cinco kilos. Además, tengo a Gideon Barnard afuera.

–¿Qué tiene que ver?

–Es comerciante de ganado. Toda su vida ha debido juzgar el peso de animales en pie. Nos dará el peso de todos con una exactitud de gramos.

–Nos arreglaremos, entonces -dijo Duff satisfecho-. Además, dudo que estemos buscando el título mundial.

Para entonces estaban ya en la galería, parpadeando a causa de la intensidad de la luz y oyendo el ruido atronador de las voces.

–¿Cual es el portugués? – susurró Sean. No había mucha necesidad de preguntarlo. El hombre estaba entre todos, como un gorila en una jaula de monos. El vello espeso comenzaba en los hombros y bajaba por la espalda y el pecho, ocultando totalmente las tetillas y destacando el bulto de su enorme abdomen.

La concurrencia dejó pasar a Sean y a Duff hasta que llegaron al ring. Muchas manos palmeaban a Sean en la espalda, pero los buenos deseos se perdían en ese oleaje de sonidos. Jock Heyns era el árbitro y ayudó a Sean a saltar las cuerdas. En seguida le palpó los bolsillos.

–Sólo quiero controlar -se disculpó-. No queremos hierros contundentes en el ring. – Llamó entonces a un hombre alto de tez curtida que estaba apoyado en las cuerdas, masticando tabaco.

–El señor Barnard. Encargado del pesaje. ¿Qué dices, Gideon? El encargado lanzó un fino chorro de jugo de tabaco por una comisura.

–Cien kilos.

–Gracias. – Jock levantó los brazos y al cabo de unos minutos consiguió imponer un silencio relativo.

–¡Señoras y señores!

–¿A quiénes habla, jefe?

–Tenemos el honor de contar entre nosotros hoy a… al señor Sean Courteney.

–Despiértate, Boet, hace meses que está entre nosotros.

–Campeón de peso pesado de la república.

–Por qué no del mundo, viejo. Tendría igual derecho a ese título.

–Quien peleará seis vueltas…

–Si llega a durar tanto.

–… Por su título y por una bolsa de cincuenta libras por vuelta. Se oyeron aplausos prolongados.

–El primer retador, de cien kilos de peso, es el señor Anthony…

–Vamos -gritó Sean-. ¿Quién dice que es el primero? Jock Heyns había inspirado hondamente para lanzar el nombre, pero terminó de decirlo en una especie de silbido.

–Así lo dispuso el señor Du Toit.

–Si yo peleo, yo los elijo. Quiero al portu… La mano de Duff se cerró contra la boca de Sean en un susurro desesperado.

–No seas tonto. Reta a los más fáciles primero. Piensa con la cabeza… No hacemos esto para divertirnos. Estamos tratando de financiar la mina. ¿Recuerdas?

Sean se arrancó la mano de Duff de la boca.

–¡Quiero al portugués! – vociferó.

–Lo dice en broma -dijo Duff a la multitud. Luego se volvió hacia Sean, furioso-. ¿Estás loco? Ese gringo es un asesino. Antes de empezar, habremos perdido ya cincuenta libras.

–Quiero al portugués -repitió Sean, con la lógica del niño que pide el juguete más caro de la juguetería.

–Que pelee con el portugués -gritaron los caballeros ubicados en el tejado. Jock Heyns los miró con aprensión. Era obvio que estaban dispuestos a apoyar el pedido con unos cuantos botellazos.

–Muy bien -dijo en seguida-. El primer retador… -cuando hubo mirado a Barnard, repitió la cifra que éste le dio-. Con ciento veinticinco kilos, el señor Felezardo da Silva Fernandes.

En medio de una salva de gritos hostiles y de aplausos el portugués avanzó con paso pesado desde la galería y subió al ring. Sean había visto a Candy en la ventana del comedor y le envió un saludo con la mano. Ella le envió un beso con las dos manos y en el mismo instante Trevor Heyns, el encargado de contar los tiempos, golpeó el balde que servía de campana y Sean oyó el grito de Duff. Instintivamente ladeó la cabeza. Sintió como si un rayo le hubiese atravesado el cráneo y se encontró sentado entre las piernas de la primera fila de expectadores.

–Ese canalla me golpeó -se quejó Sean. Agitaba la cabeza, sorprendido de tenerla todavía pegada al cuerpo. Alguien le arrojó una cantidad de cerveza y trató de calmarlo. En aquel momento sentía la ola de ira subirle por el cuerpo.

–Seis -contó Jock Heyns.

El portugués estaba apoyado contra las cuerdas.

–Ven, mierdita -dijo el portugués-, ven, que tengo más para ti. La furia de Sean le llegó a la garganta.

–Siete, ocho…

Estaba disponiéndose a levantarse de un salto.

–Esto, para tu madre -Fernandes frunció los labios y se los besó-. Y esto, para tu hermana -añadió, ilustrando todo con los gestos correspondientes.

Sean cargó. Con todo el peso de su salto detrás, el puño se le hundió en la boca del portugués y en seguida las sogas contra las que chocó actuaron como catapulta para volver a arrojarlo entre la gente.

–Si ni siquiera estabas dentro del ring, ¿cómo podías pretender pegarle? – protestó uno de los espectadores que había contenido la caída de Sean. Tenía dinero apostado por Fernandes.

–¡Así! – contestó Sean… El hombre cayó sentado y no tuvo más que decir. Sean salvó las cuerdas de un salto. Jock Heyns estaba en la mitad de su segundo recuento cuando Sean lo interrumpió al levantar al portugués en vilo y obligarlo a ponerse de pie, utilizando como manija la cabellera hirsuta. Sostuvo entonces al hombre sobre un par de piernas inseguras y volvió a golpear.

–Uno, dos, tres… -Con aire resignado, Jock Heyns comenzó a contar por tercera vez y en esta oportunidad llegó a diez.

Hubo un rugido de protestas entre la gente y Jock Heyns trató de hacerse oír.

–¿Hay alguien que quiera formular una objeción formal?

Según parecía, había unos cuantos.

–Muy bien, sírvanse subir al ring. No puedo aceptar comentarios expresados a gritos. – La actitud de Jock era comprensible. Perdería una suma importante si se revocaba la decisión. El caso era que Sean se paseaba junto a las cuerdas como un león a la hora de la comida. Jock esperó un plazo discreto y luego levantó el brazo derecho de Sean.

–El ganador. Diez minutos para tomar algo, antes de la próxima vuelta. Rogamos a los guardianes que se lleven a su animal -dijo, haciendo un gesto hacia el portugués.

–Bien, chico. Poco ortodoxo, quizá, pero un hermoso espectáculo. Duff tomó a Sean del brazo y lo llevó hasta una silla en la galería.

–Tres encuentros más y nos ganamos el día -dijo ofreciendo un vaso a Sean.

–¿Qué es esto?

–Jugo de naranja.

–Preferiría algo más fuerte.

–Más tarde, chico.

Duff cobró la bolsa correspondiente al encuentro con el portugués y la metió en el maletín, mientras se llevaban al señor de marras del ring con gran esfuerzo y lo depositaban en el extremo más alejado de la galería.

El siguiente fue Anthony Blair. Blair no peleaba con muchas ganas. Se desplazaba con mucha gracia, pero siempre en una dirección calculada para mantenerse lejos de los puños de Sean.

–El muchacho es un campeón innato de larga distancia.

–Cuidado, Courteney, te dejará sin aliento de tanto correr.

–Última vuelta, Blair, una vuelta más alrededor del rng y habrás corrido las cinco millas.

La carrera terminó cuando Sean, que estaba en este punto sudando copiosamente, lo arrinconó en una esquina y una vez allí no tardó en despacharlo.

El tercer retador tenía para entonces dolor de pecho.

–Me duele tanto que no lo creerán -anunció con los dientes apretados.

–¿Sientes gorgoritos en la garganta cuando respiras? – le preguntó François.

–Sí, ni más ni menos. Unos gorgoritos increíbles.

–Pleuresía -diagnosticó Du Toit con un dejo de envidia.

–¿Es grave eso? – preguntó el hombre, ansioso.

–Gravísimo. Página ciento dieciséis. El tratamiento consiste en…

–En tal caso no podré pelear. Qué diablos, qué mala suerte -dijo el inválido, no sin cierta satisfacción.

–Es una suerte pésima -convino Duff-. Significa que deberá renunciar a la bolsa.

–¡No me diga que se aprovechará de un pobre enfermo!

–Pruebe y verá -repuso Duff, muy cortés.

El cuarto candidato era un alemán. Alto, rubio, y con cara de hombre feliz. Trastabilló tres o cuatro veces al dirigirse al ring, pasó, entre las cuerdas con gran dificultad y se arrastró a su rincón sobre manos y rodillas. Una vez allí, pudo levantarse con algo de ayuda del poste. Jock se le acercó para olerle el aliento y antes de que pudiera eludir al hombre, éste le dio un abrazo de oso y lo guió en varios pasos de vals. Los expectadores se divertían muchísimo y nadie opuso objeciones cuando, terminado el baile, Jock declaró ganador a Sean por knockout técnico. Habría sido más justo, en realidad, pasarle la bolsa a Candy, ya que ella había provisto la bebida.

–Podemos cerrar ya el circo, si quieres, ¿eh, chico? – dijo Duff a Sean-. Ganamos lo suficiente como para mantener la Candy Deep a flote durante otro par de meses.

–No pude actuar en una sola pelea que valiese la pena. Pero me gustó la cara del último. Los otros fueron trabajo y a éste lo tomé sólo por diversión.

–Estuviste magnífico. Mereces divertirte, en realidad -le dijo Duff.

–El señor Martin Curtís. Campeón de peso pesado de Georgia, Estados Unidos -lo presentó Jock.

Gideon Barnard calculó el peso de Curtis en cien kilos, el mismo que el de Sean. Cuando Sean le estrechó la mano, supo que no sería defraudado.

–Encantado. – La voz del norteamericano era tan suave como recia su mano.

–Servidor, señor -dijo Sean y dio un golpe en el espacio ocupado un segundo antes por la cabeza del hombre. Dejó escapar un gruñido, al sentir un puño en el pecho, bajo su propio brazo levantado y retrocedió con cautela. Entre la concurrencia circuló un suspiro colectivo y todos se quedaron inmóviles, con actitud satisfecha. Esto era lo que habían venido a ver.

La sangre brotó desde el principio. Volaba en gotitas cada vez que se propinaba y se recibía un puñetazo. La pelea se desenvolvía sin tropiezos sobre el cuadrado de pasto pisoteado. El ruido de huesos al chocar con carne era seguido de inmediato por el murmullo de los expectadores y los segundos entre ellos por la respiración ronca de los dos hombres y por el rumor de los pies al deslizarse.

¡Yaaaa! -El tenso silencio fue rasgado por un rugido como el de un león mortalmente herido. Sean y el norteamericano se apartaron, sorprendidos, y como todo el mundo se volviera para mirar el hotel de Candy, Fernandes estaba junto a ellos otra vez. Su hirsuta mole parecía llenar como una montaña toda la galería. De pronto tomó una de las mejores mesas de Candy y aproyándosela contra el pecho, le arrancó dos patas como si fueran patas de pollo asado.

–¡François, el maletín! – exclamó Sean. François lo tomó y lo arrojó muy alto sobre las cabezas de la concurrencia. Sean contuvo la respiración al seguir la trayectoria, pero volvió a respirar con alivio al ver que Mbejane lo recogía en vuelo y desaparecía detrás de la esquina del hotel.

-¡Yaaaa! -repitió Fernandes. Con una pata de mesa en cada mano cargó contra la gente que estaba entre él y Sean. Todos se dispersaron.

–¿Te importa si terminamos esto otro día? – preguntó Sean al norteamericano.

–Claro que no. Cuando quieras. Estaba con ganas de descansar. Duff extendió una mano entre las cuerdas y le tocó el brazo a Sean.

–Hay alguien que te busca. ¿O no lo notaste?

–Puede que sea su manera de mostrarse amigable.

–No apostaría a que es eso. ¿Vienes?

Fernandes se detuvo, se apoyó bien sobre ambos pies y arrojó su proyectil. La pata de mesa voló chirriando como un faisán a un par de centímetros de la cabeza de Sean y la ráfaga a su paso le agitó el pelo.

–Vamos, Duff -dijo Sean. Sentía que Fernandes volvía a avanzar hacia él, siempre armado con un gran garrote de roble y que las tres delgadas cuerdas eran todo lo que los separaba. La velocidad con que Duff y él se largaron a la carrera hizo que la exhibición hecha por Blair antes quedase reducida a la de un hombre corriendo con las piernas enyesadas. Fernandes, por su exceso de peso en la parte superior, nunca podría alcanzarlos.

François llegó a la Candy Deep poco después de mediodía con la noticia de que el portugués, después de haber golpeado a tres de sus promotores hasta dejarlos desmayados, se había ido en la diligencia de la tarde de regreso a Kimberley.

Duff volvió a ponerle el seguro a su rifle.

–Gracias, Franz. Te esperábamos a almorzar. Pensamos que quizá nos harías una visita.

–¿Contaron las ganancias?

–Sí, tu comisión está en una bolsa de papel, sobre la mesa.

–Gracias, hombre. Vamos a festejar.

–Ve tú y bebe en nuestro nombre.

–Pero, Duff, prometiste que… -se quejó Sean.

–Dije que más adelante… dentro de tres o cuatro semanas. Ahora tenemos que trabajar un poco. Por ejemplo, excavar una zanja de quince metros de profundidad y trescientos de largo.

–Podríamos empezar mañana a primera hora.

–¿Quieres ser rico, o no? – le preguntó Duff.

–Claro que sí, pero…

–Quieres cosas buenas, como ropa inglesa, champaña francés y…

–Sí, pero…

–Bien, levanta ese culo de la silla y acompáñame.

12

Los chinos utilizan fuegos artificiales para mantener alejados a los demonios. Duff y Sean aplicaron el mismo principio. Mantenían el molino en actividad. Mientras se oyera el ruido en todo el valle, también sus acreedores lo oirían. Todos aceptaban el hecho de que estaban trabajando una veta rentable y los dejaban en paz, pero el dinero que metían en las fauces del molino había perdido la mitad de su valor al aparecer por el lado opuesto en aquellas pepitas amarillas de tamaño patético.

Entretanto, seguían cavando la zanja, cortándola en la tierra, en una especie de carrera con el día del Arreglo de Cuentas. Hacían explotar la dinamita y cuando las últimas piedras volvían a caer del espacio, seguían trabajando, tosiendo aún a causa de la humareda, apartando la roca suelta y perforando la serie de orificios siguientes. Era verano, los días eran largos y mientras había luz trabajaban. Algunas noches encendían las mechas a la luz de las linternas.

El tiempo se deslizaba con mucho mayor rapidez de lo previsto, el dinero se les agotaba y para el quince de febrero, Duff se afeitó, se cambió la camisa y fue a pedir a Candy otro préstamo. Una semana antes habían vendido los caballos y por primera vez en años Duff rezó un poco.

Volvió hacia el fin de la mañana. De pie junto al borde de la zanja se quedó contemplando a Sean, quien preparaba las cargas para la explosión siguiente. Sean tenía la espalda empapada de sudor y cada uno de sus músculos aparecía marcado en relieve, agitándose y hundiéndose con todos sus movimientos.

–Muy bien, chico, sigue así.

Sean lo miró. Tenía los ojos enrojecidos por el polvo.

–¿Cuánto? – preguntó.

–Otras. cincuenta y son las últimas o, por lo menos, es su amenaza.

De pronto Sean advirtió el paquete debajo del brazo de Duff.

–¿Qué es eso? – preguntó.

Alcanzaba a ver las manchas en el papel marrón y sintió que se le hacía agua la boca.

–Costillas de vaca de primera. Basta de cocido de mijo para el almuerzo. – Duff sonreía.

–Carne…-La voz de Sean acarició la palabra.– Crudita, sangrando un poco cuando uno la muerde, con un poquito de ajo, y sal, la suficiente, nada más.

–Y tú conmigo cantando en el desierto -sugirió Duff-. Deja la poesía, enciende esas mechas y vayamos a comer.

Una hora más tarde iban caminando el uno junto al otro por el fondo de la zanja, seguidos por Mbejane y sus zulúes. Sean eructó.

–Grato recuerdo -dijo-. Nunca podré mirar otro plato de mijo cocido.

Llegaron al extremo, donde estaba la tierra recién removida y la roca fragmentada. Sean tuvo la sensación primero en las manos, pero luego se le extendió por los brazos y por poco no lo ahoga. En el mismo instante los dedos de Duff se le hundieron en un hombro. Eran dedos temblorosos.

Era como una serpiente, como una pitón gruesa y grisácea que bajaba por una pared de la zanja y desaparecía bajo la pila de escombros, para reaparecer por el otro lado.

Duff avanzó primero, se arrodilló y recogió un fragmento de la veta, un trozo de gran tamaño, gris con manchas oscuras. Le implantó un gran beso.

–Tiene que ser, ¿no, Duff? Tiene que ser la Líder, ¿no?

–Es la punta del arco iris.

–Se acabaron las comidas de mijo -dijo Sean en voz baja. Duff lanzó una carcajada. La siguió otra de Sean. El triunfo se manifestó en gritos desaforados, gritos de locos.

13

–Déjame tenerla otra vez -dijo Sean. Duff se la pasó.

–¡Qué pesada es!

–No hay nada más pesado.

–Tiene que pesar veinticinco kilos, por lo menos. Sean sostenía la barra con las dos manos. Era del tamaño de una caja de cigarros.

–Más -dijo.

–Hemos recuperado nuestras pérdidas en dos días de trabajo.

–Y con creces, diría yo.

Sean puso la barra de oro sobre la mesa entre ambos. Brillaba con radiantes sonrisitas doradas bajo la luz de la linterna y Duff se inclinó y la acarició. La superficie era áspera a causa del moldado primitivo..

–La verdad es que no puedo dejar de tocarla -dijo.

–¡Yo, tampoco! – Sean extendió una mano para tocarla-. Podremos pagarle a Candy por el total de los títulos dentro de una o dos semanas.

Duff se sobresaltó.

–¿Qué dijiste? – preguntó.

–Dije que podríamos pagarle a Candy.

–Imaginé estar oyendo cosas -comentó Duff y le dio unas palmaditas indulgentes-. Escucha, chico trataré de formularlo en términos sencillos. ¿Por cuánto tiempo tenemos la opción por esos títulos?

–Tres años.

–Ni más ni menos. Ahora, la pregunta siguiente. ¿Cuántos en estos yacimientos tienen dinero? Sean lo miró intrigado.

–Bien… Lo tenemos nosotros, ahora, y…

–Nadie más, por lo menos, hasta que vuelva Hradsky -Duff terminó lo que pensaba decir Sean.

–¿Y los Heyn? Han abierto la veta líder,

–Sin duda, pero de nada les servirá hasta que les llegue la maquinaria de Inglaterra.

–¡Sigue! – Sean no estaba seguro de adonde se dirigía Duff.

–En lugar de pagarle a Candy ahora utilizaremos esto -dijo, señalando el lingote de oro- y todos sus hermanitos para comprarnos cuanto título podamos obtener en este valle. Para comenzar, están los del doctor Sutherland entre los nuestros y la Jack and Whistle. Después vamos a encargar dos molinos grandes de diez bocas y cuando estemos ya vomitando oro, compraremos tierras, financiaremos hornos de ladrillos, talleres de ingeniería, compañías de transportes y cosas por el estilo.

Sean lo miraba mudo.

–¿Tienes buena cabeza para soportar las alturas? – le preguntó Duff.

Sean hizo un gesto afirmativo.

–La necesitarás, porque estamos por remontarnos con las águilas. Participarás en el milagro financiero más grande que haya presenciado este país hasta ahora.

Sean encendió unos de los cigarros de Candy. Le temblaban un poco las manos.

–¿No crees que sería mejor… quiero decir…no ir demasiado rápido? Qué diablos, Duff, no hace más de dos días que estamos trabajando la líder…

–Y sacamos mil libras -lo interrumpió Duff.– Oye, Sean, toda mi vida esperé la oportunidad. Somos los primeros en este yacimiento y la veta está tan abierta como las piernas de una puta. Vamos a meternos y sacar el oro.

Al día siguiente Duff tuvo la buena suerte de encontrar al doctor Sutherland a una hora suficientemente temprana como para conversar con él, antes de que iniciara la borrachera del día. Una hora más tarde, habría sido inútil. Aún a esa hora el doctor dejó caer su vaso y se cayó también él de la silla antes de entregar, por fin, veinticinco títulos de su propiedad a Sean y a Duff. Apenas se secó la tinta sobre el acuerdo de compra-venta cuando Duff estaba ya en camino a Ferrieras Camp, en busca de Ted Reneche, quien tenía sus títulos en el otro lado de la Cousin Jock. En la Candy Deep, Sean esperaba cuidando el molino y mordiéndose las uñas. Dentro de la semana Duff adquirió cien títulos y tuvo metidos a ambos en deudas de cuarenta mil libras.

–Duff, estás loco -se quejó Sean-. Volveremos a perder todo.

–¿Cuánto sacamos de la Candy Deep hasta ahora?

–Cuatro mil.

–Diez por ciento de lo que debemos, y en diez días y con un mísero molino de cuatro bocas como éste. Mantén bien puesto tu sombrero, chico, porque mañana firmaremos la compra de los cuarenta títulos en el otro lado de la Jack and Whistle. Los habría obtenido hoy, pero ese maldito griego insiste en mil libras cada uno. Sospecho que tendré que dárselos. Sean se apretó las sienes.

–Duff… por favor, hombre, estamos ya hasta el cuello.

–Apártate, chico, y mira cómo trabaja el mago.

–Voy a acostarme. Seguramente tendré que hacerme cargo de tu turno otra vez mañana por la mañana, ya que te empeñas en pasarla en arruinarnos a los dos.

–No hace falta. Contraté a ese norteamericano, Curtis. ¿Recuerdas? Tu adversario. Resulta que es minero y está dispuesto a trabajar por treinta libras al mes. Puedes venir al pueblo conmigo, pues, y ver cómo te hago rico. Tengo que encontrarme con el griego en el hotel de Candy a las nueve.

14

A las nueve de la mañana Duff se encontraba conversando con Sean quien estaba sentado en silencio en el borde de su silla. A las diez el griego no había aparecido. Duff estaba deprimido y Sean, locuaz a causa del alivio que sentía. A las once Sean expresó deseos de volver a la mina.

–Es un presagio, Duff. Dios nos vio sentados aquí, listos para cometer un lamentable error. Seguramente decidió que no nos permitiría hacerlo y que el griego se quebrase una pierna. No podía sucederles semejante desastre a dos muchachos tan buenos como nosotros.

–¿Por qué no te metes en un monasterio trapense? – le propuso Duff, mirando su reloj- ¡Vamos ya!

–¡Sí, señor! – Sean se levantó vivamente-. Llegaremos con tiempo de sobra para limpiar las mesas antes del almuerzo.

–No vamos a casa, vamos a buscar al griego.

–Oye, Duff…

–Te escucharé después. Vamos.

Se dirigieron a caballo hasta los Angeles Radiantes, dejaron los animales junto a la puerta y entraron. La taberna estaba en la penumbra, después del resplandor del sol afuera, pero aun con la escasa luz les llamó la atención de inmediato una mesa con un grupo de hombres. El griego estaba de espaldas a ellos. La raya del pelo parecía dibujada con tinta blanca entre las ondas aceitosas. Los ojos de Sean pasaron del hombre a otros dos sentados frente a él. Ambos eran, sin duda, judíos, pero era todo lo que tenían en común. El más joven era delgado, con una tez lisa y aceitunada, muy tensa sobre los rasgos angulosos. Tenía labios muy sonrosados y los ojos, con pestañas largas como los de una muchacha, eran de color castaño claro y muy expresivos. Junto a él estaba sentado un hombre cuyo cuerpo parecía haber sido tallado en cera para luego ser puesto junto a una llama. Los hombros eran tan redondeados que resultaban casi deformes y caían hacia un cuerpo en forma de pera. Todo ello sostenía con gran dificultad la cabeza, cuya forma recordaba la cúpula del Taj Mahal. Llevaba el pelo en el estilo del Fraile Tuck, abundante tan sólo sobre las orejas. Los ojos, en cambio, amarillos y vigilantes, no tenían nada de cómico.

–Hradsky -murmuró a Duff y cambió de expresión. Con una sonrisa se acercó a la mesa.

–Hola, Nikky, creía que debíamos encontrarnos.

El griego se volvió rápidamente en su silla.

–Lo lamento, señor Charleywood, pero tuve una demora.

–Ya veo. Los caminos están llenos de asaltantes. Sean vio el rubor que aparecía arriba del cuello de Hradsky y que en seguida volvió a desaparecer.

–¿Vendiste? – preguntó Duff.

El griego hizo un gesto afirmativo, nervioso.

–Lo siento, señor Charleywood, pero el señor Hradsky pagó mi precio sin regatear. ¡Y, además, en efectivo! Duff paseó la mirada por la mesa.

–Hola, Norman, ¿Cómo está tu hija?

Esta vez el sonrojo escapó de debajo del cuello de Hradsky y le inundó la cara. Abrió la boca, hizo un ruido con ella y volvió a cerrarla.

Duff sonrió y se dirigió al judío menor.

–Habla por él, Max.

Los ojos de color caramelo se fijaron en la mesa.

–La hija del señor Hradsky está muy bien -dijo.

–Entiendo que se casó poco después de mi partida involuntaria de Kimberley.

–Es verdad.

–Muy sensato, Norman. Mucho más que enviar a tus matones a que me sacaran de la ciudad. No fue muy cortés de tu parte. Nadie dijo nada.

–Tenemos que vernos en algún momento y charlar sobre esos tiempos. Hasta entonces, ¡adio-o-o-s, adio-o-s!

Cuando volvieron a la mina Sean le preguntó.

–¿Tiene una hija? Si se le parece, tuviste suerte en escapar.

–No se le parecía. Era como un racimo de uvas maduras.

–Me cuesta creerlo.

–También a mí me costó, entonces. La única conclusión que pude alcanzar fue que Max también le hizo ese trabajito.

–¿Qué hay de Max?

–Es el Bufón del Rey. Los rumores dicen que cuando Hradsky ha terminado de enarbolarlo, Max se lo sacude. Sean se echó a reír y Duff prosiguió.

–Pero no subestimes a Hradsky. El tartamudeo es la única debilidad que tiene y, gracias a que Max habla por él, ha dejado de ser una desventaja. Debajo de ese cráneo monumental hay un cerebro rápido e implacable como una guillotina. Ahora que llegó a estos yacimientos, habrá acción aquí. Tendremos que correr al galope para mantenemos a la par de él.

Sean reflexionó unos instantes y después dijo:

–Hablando de acción, Duff, ahora que perdimos los títulos del griego y no tendremos que emplear todo ese dinero en efectivo en pagarle, ¿por qué no pensamos en pedir maquinaria nueva para trabajar los terrenos que tenemos?

Duff respondió con una sonrisa.

–Envié un telegrama la semana pasada. Habrá un par de molinos flamantes de diez bocas en alta mar antes de fin de mes.

–Vaya, ¿por qué no me lo dijiste?

–Estabas ya bastante preocupado. No quería destrozarte el corazón.

Sean abrió la boca para insultar a Duff de arriba abajo, pero Duff le guiñó un ojo. No dijo nada, entonces, pues la risa le temblaba en los labios y no pudo contenerla ya.

–¿Cuánto nos costará? – preguntó a gritos, en medio de sus carcajadas.

–Si vuelves a hacer esa pregunta, te estrangularé -dijo Duff, riendo también-. Confórmate con la certeza de que si queremos tener dinero para pagar nuestras cuentas cuando lleguen esos molinos a Puerto Natal, tendremos que pasar una montaña de trozos de la veta líder por nuestra maquinita antes del fin de las próximas semanas.

–¿Y los pagos sobre los nuevos títulos?

–De eso me ocupo yo. Me corresponde.

Así fue como cristalizó la sociedad entre ambos. La amistad se afianzó en las semanas subsiguientes. Duff, con su pico de oro y su encantadora sonrisa maliciosa era quien negociaba y vertía aceite en aguas tormentosas agitadas por los acreedores impacientes. Era la fuente de experiencia en minería a la cual recurría a diario Sean, el creador de planes, algunos descabellados, otros, brillantes. Sin embargo, toda esa energía nerviosa y volátil no estaba destinada a llevarlas a cabo. No tardaba en perder el interés y era Sean quien, en definitiva, rechazaba las acciones menos factibles de Charleywood y adoptaba las más sensatas. Una vez asumido su papel de padrastro de estas creaciones, las criaba como si fueran hijas propias. Duff era el teórico y Sean, el práctico. Era fácil para Sean comprender ahora por qué Duff nunca alcanzó el éxito antes, pero al mismo tiempo admitía que sin él se habría encontrado atado de pies y manos. Observaba con profunda admiración la forma en que Duff aprovechaba la producción de oro, apenas suficiente, de la Candy Deep, para mantener el molino en actividad, pagar a los proveedores, hacer frente a las cuotas de los títulos a medida que llegaban las fechas de pago y economizar, en fin, lo suficiente para la nueva maquinaria. Era un hombre que hacía juegos malabares con brasas ardientes. De tener en la mano una sola de ellas demasiado tiempo quemaría, y si dejaba caer una, todo caería. Y Duff, ese Duff en el fondo inseguro de sí mismo, contaba con un muro contra el cual apoyarse. Sus palabras nunca lo expresaban, pero los ojos lo delataban cada vez que miraba a Sean. A veces se sentía pequeño, junto al cuerpo macizo y a la fuerza de voluntad más firme aún de Sean, pero el sentimiento era grato. Era como estar sobre una montaña acogedora.

Levantaron nuevas construcciones alrededor del molino. Depósitos, fundición y cabañas para Sean y para Curtis. Duff había vuelto a dormir en el hotel. Las viviendas para los nativos estaban dispersas al azar en la pendiente de la cresta y se retiraba un tramo cada semana a medida que la mole blanca de material excavado aumentaba y las hacían retroceder. Los nuevos molinos de Hradsky llegaron y se levantaron al pie de la cresta, altos y orgullosos, hasta que las propias moles de material desechado los transformaron en enanos. Johannesburg, al principio un simple diseño formado por los palos de los agrimensores, absorbió los campamentos dispersos en su propio damero cubierto de pasto y los dispuso en algo semejante a un orden a lo largo de sus calles.

Cansados ya los miembros de la Comisión de Mineros de tener que limpiarse el barro de las botas cada vez que entraban en una casa, decretaron la construcción de letrinas públicas. Más tarde, animados por su propia audacia, construyeron un puente sobre el Natal Spuir, compraron un carro aguatero para asentar el polvo de las calles de Johannesburg y aprobaron una ley que prohibía el entierro de nadie a menos de dos kilómetros de la ciudad. Sean y Duff, en calidad de miembros de la Comisión, consideraban su deber demostrar su fe en los yacimientos auríferos y para ello compraron veinticinco lotes de terrenos en Johannesburg, al precio de cinco libras cada uno y a pagar dentro de los seis meses. Candy reclutó a todos sus clientes y en una semana de trabajo febril, demolieron el edificio del hotel, cargaron todos los tablones y planchas de hierro en sus carretas y llevaron todo un kilómetro y medio valle abajo para volver a levantarlo en el centro de la tierra de Candy, y también el centro de la población. Durante la fiesta que ofreció ese domingo por la noche, por poco no le demolieron este segundo hotel otra vez. Día tras día las carreteras desde Natal y desde el Cabo llevaban más carretas, más hombres hacia los yacimientos auríferos del Witwatersrand. La sugerencia de Duff de que la Comisión de Mineros impusiese una contribución de una libra de oro a todos los recién venidos, con el fin de financiar las obras públicas fue rechazada con gran sentimiento, por cuanto se temió que si conducía a una revuelta civil significaba que había más recién llegados que miembros de la Comisión y nadie le interesaba encontrarse dentro de la fracción derrotada.

Una mañana, al llegar de la mina, Duff traía consigo un telegrama. Sean lo leyó. Había llegado la maquinaria.

–Mi Dios, con tres semanas de anticipación.

–Seguramente tuvieron viento a favor o lo que sea que hace avanzar con mayor velocidad a los barcos -murmuró Duff.

–¿Tenemos dinero suficiente para pagar la factura?

–No.

–¿Que vamos a hacer?

–Iré a visitar al hombrecito del Banco.

–Te echará a la calle.

–Conseguiré que me haga un préstamo sobre los títulos.

–Cómo diablos vas a conseguir eso… Todavía no los hemos pagado.

–Es lo que se llama genio para las finanzas. Me limitaré a señalarle que valen cinco veces más de lo que valían cuando los compramos. – Duff sonrió-. ¿Pueden arreglarse solos, tú y Curtis, durante el día de hoy, mientras arreglo esto?

–Arréglalo y te daré, encantado, un mes de vacaciones.

Cuando regresó Duff esa tarde traía un documento. En la esquina inferior tenía un sello rojo y en la parte superior rezaba: "Carta de Crédito" en grandes caracteres que se destacaban del resto de la escritura apretada y había en el centro una cifra que terminaba con una serie impresionante de ceros.

–Eres increíble -comentó Sean.

–La verdad es que sí, ¿no? – repuso Duff.

15