Anna y Garrick recorrieron el sendero pavimentado y entraron en la penumbra de la catedral. La ventana de vitraux dejaba pasar los rayos del sol, los que daban extraños reflejos al interior. A causa de estar ambos nerviosos, tal vez, iban de la mano cuando llegaron a la nave.
–No hay nadie -susurró Garrick.
–Tiene que haber alguien -murmuró ella-. Prueba esa puerta.
–¿Qué debo decir?
–Di que queremos casarnos. Garrick titubeó.
–Ve -insistió Anna, empujándolo con suavidad hacia la puerta de la sacristía.
–Ven conmigo -le dijo él-. No sabré qué decir.
El sacerdote era un hombre delgado con anteojos de metal. Miró por arriba de ellos a la pareja, de pie con aire aprensivo, junto a la puerta y cerró el libro que tenía sobre el escritorio.
–Queremos casarnos -dijo Garrick y se puso rojo.
–Vaya -dijo el sacerdote lacónicamente-. La dirección es ésta. Entre.
Mostró sorpresa por la prisa que tenían y después de conversar un poco con ellos, los envió a casa del Magistrado para que obtuviesen un permiso especial. Después los casó, pero la ceremonia fue hueca e irreal. La voz monótona del sacerdote se perdía, casi, en la inmensa vastedad de la catedral. Se sentían pequeños y amedrentados. Dos ancianas que entraron a rezar se quedaron encantadas de actuar como testigos. Terminada la ceremonia, ambas besaron a Anna y el sacerdote estrechó la mano a Garrick. Volvieron a salir a la luz del sol. Las palomas seguían pavoneándose por el césped. Una carreta tirada por mulas pasó por Church Street, con su cochero negro cantando y haciendo chasquear su látigo. Era como si nada hubiese pasado.
–Estamos casados -dijo Garrick con aire de duda.
–Sí -convino Anna, pero no sonaba su tono como si lo creyera.
Volvieron al hotel el uno al lado del otro, pero sin tocarse ni cambiar una palabra. Les habían subido ya el equipaje al cuarto y los caballos estaban en el establo. Garrick firmó el registro y el empleado le dirigió una ancha sonrisa.
–Los ubiqué en la habitación número doce, señor. Es nuestra habitación ''nupcial". – Al decir esto le hizo un guiño apenas perceptible, pero Garrick se puso incómodo ai verlo.
Después de la cena, una cena excelente, Anna subió al cuarto y Garrick permaneció en el salón tomando café. Sólo al cabo de una hora reunió valor suficiente como para subir. Después de atravesar una pequeña salita que formaba parte de sus habitaciones, se detuvo fíente a la puerta del dormitorio y entró. Anna estaba acostada, con las sábanas levantadas hasta el mentón. Lo miraba con sus ojos inescrutables de gata.
–Te puse el camisón en el cuarto de baño, sobre la mesa -le
dijo.
–Gracias.
Al cruzar el cuarto tropezó con una silla. Cerró la puerta tras de sí, se desnudó con rapidez y una vez desnudo se inclinó sobre el lavatorio y se echó agua fría en la cara. Se secó luego y se puso el camisón. Cuando volvió al dormitorio, halló a Anna vuelta de espaldas hacia él. Tenía el pelo suelto sobre la almohada y brillaba a la luz de la lámpara.
Garrick se sentó en el borde de una silla, se levantó el borde del camisón hasta la rodilla y aflojó las correas de su pierna de madera, dejándola cuidadosamente apoyada contra la silla. Después se frotó el muñón, pues lo tenía entumecido. Oyó crujir la cama. Anna lo miraba fijamente, miraba la pierna. Se bajó con rapidez el camisón para ocultar el muñón con su piel cicatrizada. Se levantó entonces, y saltando en una pierna llegó junto a la cama. Otra vez sentía que se había ruborizado.
Cuando apartó las ropas y se metió dentro de la cama, Anna se apartó con violencia de él.
–No me toques -le dijo con voz ronca.
–Anna, por favor. No tengas miedo.
–Estoy embarazada. No me toques.
–No te tocaré. Te lo juro.
Anna respiraba afanosamente, sin intentar disimular su aversión.
–¿Quieres que duerma en la sala? Dormiré allí, si quieres.
–Sí. Duerme en la sala.
Recogió su bata de la silla, tomo la pierna de madera y al llegar a la puerta, se volvió para mirar a su mujer.
–Perdóname, Anna – dijo-. No quise asustarte… -Anna no repuso-. Te quiero -prosiguió-. Sería incapaz de hacerte mal y tú lo sabes. Sabes bien que nunca podría hacerte mal.
Como ella no respondiera, hizo un leve gesto de súplica. Tenía la pierna de madera aferrada en una mano y los ojos se le llenaron de lágrimas.
–Anna. Antes que hacerte mal, me mataría.
Rápidamente pasó por la puerta y la cerró tras de sí. Anna bajó de la cama de un salto y, corriendo hacia la puerta, la cerró con llave.
–¿Qué haremos hoy, Garry?
Garrick la miró perplejo. No había pensando en nada.
–Supongo que convendrá tomar el tren de la tarde y volver a Ladyburg.
–Vamos, Garry -le dijo ella, haciendo un mohín-. ¿No me quieres lo suficiente como para ofrecerme una luna de miel?
–Supongo que… -Garry seguía titubeando, pero en seguida dijo-: Claro, no se me ocurrió, pero… -y con una sonrisa llena de entusiasmo, preguntó-: ¿Adonde podríamos ir?
–Podríamos tomar el barco costero hasta Ciudad del Cabo -propuso Anna.
–Vamos -dijo Garry sin vacilar-. Será divertido.
–Pero, Garry… -El entusiasmo de Anna se apagó un poco-… No traje más que dos vestidos. – Al decir esto se tocó la ropa. Garry se puso serio, pero también halló que podía manejar este problema.
–¡Te compraremos más!
–¿Garry, en serio? ¿Podemos comprar más vestidos?
–Compraremos todos los que quieras, y más de los que quieras. Vamos, termina tu café. Iremos a ver qué tienen en las tiendas.
Ya terminé. Anna estaba de pie, lista para partir.
Al principio Garrick se conformaba con permanecer cerca de Anna. Estaba siempre allí para sostenerle el abrigo, traerle un libro o llevarle una manta de viaje. La contemplaba lleno de cariño, feliz con el éxito de ella, sin reparar en que ella solía desaparecer casi detrás de un cerco de jóvenes solícitos, sin que le irritase el sofá donde dormía algo incómodo, en la sala junto al camarote.
Después, los compañeros de viaje comenzaron a advertir, poco a poco, que Garrick era quien siempre pagaba por todos los resfrescos u otros gastos que surgieran a bordo. Repararon en su presencia y en el hecho de que parecía ser el más rico de todos. Desde este punto no hubo mucho camino que recorrer hasta admitirlo dentro del círculo. Los hombres entablaban conversación con él y las muchachas lo provocaban abiertamente y le hacían pequeños encargos. Garrick se sintió a la vez sorprendido y encantado de estas atenciones, ya que era incapaz de encarar con éxito la vertiginosa ola de bromas que se agitaba a su alrededor y ante la cual reaccionaba con sonrojos y tartamudeos. De pronto Garrick descubrió que la solución era fácil.
–¿Tomas un trago, viejo?
–No, en realidad, no bebo, ¿sabes?
–Qué disparate, todos bebemos. Camarero, traiga whisky para el señor.
–No, en serio, no bebo.
Desde luego, bebió. Tenía un gusto horrible y derramó un poco en el vestido de Anna. Mientras se lo limpiaba con el pañuelo, ella le susurró una broma llena de ponzoña y en seguida lanzó una carcajada al oír un comentario del hombre de bigotes a su derecha. Garrick se hundió con aire melancólico en su sillón y se obligó a beber el resto del whisky. Poco a poco, en forma deliciosa, sintió una tibieza en su interior, algo que partía de lo más hondo de su ser y le llegaba hasta las puntas de los dedos.
–¿Otro, señor Courteney?
–Sí, por favor. Lo mismo, pero esta vuelta es mía. – Bebió, pues, un segundo vaso. Estaban todos sentados en sillas plegables en la cubierta superior, había luna y la noche era cálida. Alguien estaba hablando de la campaña de Chelmsford contra los zulúes.
–Se equivocan en cuanto a ese punto -dijo de pronto Garrick con gran aplomo. Se produjo un breve silencio.
–¿Qué? – dijo el que había hablado, lleno de sorpresa. Garrick se inclinó hacia adelante y comenzó a hablar. Al principio, su tono era forzado, pero no tardó en hacer uno o dos comentarios jocosos y las mujeres los festejaron con risas. La voz de Garrick se hizo más firme. Seguidamente presentó un resumen rápido y profundo de las causas y efectos de la guerra. Uno de los hombres hizo una pregunta aguda, pero Garrick, rápido en captar su esencia, repuso sin vacilar. Todo resultaba claro e hilvanaba las palabras sin el menor esfuerzo.
–Usted tiene que haber estado allá -aventuró una de las mujeres.
–Mi marido estuvo en Rorkes Drift -dijo Anna en voz baja y lo miró como si fuera un extraño-. Lord Chelmsford lo ha recomendado para la "Victoria Cross." Estamos esperando noticias de Londres.
El grupo volvió a callar, pero esta vez, movido por el respeto.
–Creo que me toca a mí, señor Courteney. Toma whisky, ¿no?
–Sí, por favor.
El sabor seco y aromático del whisky le resultó menos desagradable esta vez. Lo bebió en pequeños sorbos y descubrió que tenía una ligera dulzura dentro de su sabor seco.
Cuando se dirigían al camarote esa noche, tomó a Anna de la cintura.
–Qué divertido estuviste esta noche -le dijo ella.
–Sólo el reflejo de tu encanto, mi amor. Soy tu espejo -dijo él y la besó en la mejilla. Anna se apartó algo, pero no con violencia.
–Estás provocándome, Garry Courteney.
Durmió de espaldas en el sofá, con una sonrisa en los labios y sin tener pesadillas, pero por la mañana tenía una sensación de sequedad y tirantez en la piel y un dolor detrás de los ojos. Entró en el cuarto de baño y se lavó los dientes. Se sintió algo mejor, pero el dolor persistía. De regreso en la sala, llamó al camarero.
–Buenos días, señor.
–¿Quiere traerme un whisky con soda?
–Como no, señor.
No lo mezcló con la soda, sino que lo bebió puro, como si fuera un remedio. Y como por un milagro, volvió a sentir la tibieza, el bienestar en todo su ser. No había creído que se repetiría.
En el camarote, Anna estaba sonrosada después de haber dormido y el pelo le caía en alegre desorden sobre la almohada.
–Buenos días, mi amor -Garrick se inclinó sobre ella, la besó y le cubrió con una mano uno de los senos por sobre él camisón.
–Garry, atrevido -le dijo ella y le dio una leve palmadita, pero con aire de broma.
Había otra pareja en viaje de luna de miel a bordo, que volvía a su chacra cerca de Ciudad del Cabo. Según decía el marido, tenía cuarenta hectáreas de los mejores viñedos en toda la península del Cabo. Ante la insistencia de ellos, Anna y Garrick debieron aceptar la invitación a pasar unos días en su casa.
Peter y Jane Hugo eran una pareja encantadora: muy enamorados, ricos, con gran popularidad en los círculos de la sociedad de Ciudad de Cabo. Junto a ellos Anna y Garrick pasaron seis semanas inolvidables.
Asistieron a las carreras de Milnerton.
Nadaron en Muizemberg, en las aguas tibias del océano Indico. Hicieron picnics en Clifton y comieron cangrejos recién pescados y asados sobre carbón. Cazaron a caballo con un grupo local y atraparon dos chacales después de un día de cabalgar en forma alocada por Hottento's Holland. Cenaron en la Fortaleza y Anna bailó con el gobernador.
Hicieron compras en los bazares orientales, repletos de curiosidades de la India y del Oriente. Todo lo que Anna deseaba, lo obtenía. Garrick también se compró algo, un frasco de plata para whisky, hermosamente trabajado y con adornos de cornalinas. Podía llevarlo en el bolsillo interior del saco sin que abultara en forma visible. Con la ayuda del frasco, Garrick lograba mantenerse a la par del grupo.
Llegó el momento de separarse. La última noche las dos parejas cenaron a solas, con la tristeza de la separación inminente, pero también el recuerdo de tantos días de alegría compartida.
Jane Hugo lloró un poco al dar las buenas noches a Anna. Garry y Peter permanecieron en la planta baja hasta terminar una botella, hecho lo cual subieron juntos y se dieron la mano junto a la puerta del dormitorio de Garry. Peter habló con aparente displicencia:
–Lamentamos que se vayan. Nos hemos acostumbrado a tenerlos como amigos. Te despertaré temprano para que salgamos a caballo por última vez antes de que parta el barco.
Garry se cambió sin hacer ruido en el cuarto de baño y volvió al dormitorio. Su pierna de madera no hizo ruido alguno sobre la alfombra mullida. Sentado en su propia cama, comenzó a quitarse la pierna.
–Garry -susurró Anna.
–Hola, creí que dormías ya.
Oyó un movimiento y,al mirar a Anna, vio que le tendía una mano.
–Te esperé para darte las buenas noches.
De pronto Garry volvió a sentirse torpe, pero se acercó a la cama de ella.
–Siéntate -le dijo Anna. Garry obedeció y se sentó en el borde-. Garry, no sabes cuánto me divertí estas últimas semanas. Fueron los días más felices de toda mi vida. Gracias, marido mío.
Al decir esto, le acarició una mejilla. Se le veía menuda y cálida, acurrucada en la cama.
–Dame un beso, Garry.
Garry se inclinó para besarla en la frente, pero con un rápido movimiento ella recibió el beso en la boca.
–Puedes venir, si quieres – susurró Anna, la boca aún junto a la de él y con una mano, apartó las frazadas.
Garry se acostó, pues, con ella, en la cama tibia, y como Anna sentía todavía los efectos del vino, estaba llena de deseo, con el deseo característico de una mujer en los comienzos de su embarazo. Debió de haber sido maravilloso.
Impaciente ya, dispuesta a tomar la iniciativa. Anna lo palpó y de pronto, apartó la mano, sin poder creerlo. En lugar de rigidez, de arrogancia de virilidad, sólo halló flaccidez e incertidumbre.
Lanzó una carcajada. Ni el disparo del rifle dolió tanto a Garrick como esa carcajada.
–Vete- le dijo ella, riendo aún -, duerme en tu propia cama.
Tomaron el camino que daba un rodeo por el pueblo y cruzaron el puente sobre el Baboon Stroom. En la cima de la pendiente Garry tiró de las riendas hasta detener los caballos y ambos contemplaron la chacra.
–No comprendo por qué mamá se mudó a la ciudad dijo Garrick-. No tenía por qué. Hay muchísimo lugar para todos en Theunis Kraal.
Anna estaba sentada junto a él, silenciosa y satisfecha. Sintió alivio cuando Ada les escribió a Puerto Natal después de haber recibido el telegrama con la noticia de su matrimonio. A pesar de su juventud, Anna era bastante femenina como para reconocer el hecho de que Ada nunca le había tenido simpatía. Sin duda se mostraba amable cuando se veían, pero Anna hallaba desconcertantes esos grandes ojos que la miraban con demasiada profundidad, que adivinaban todo lo que ella trataba de ocultar.
–Tendremos que ir a verla tan pronto como podamos. Debe volver a la chacra. Después de todo, Theunis Kraal es también su casa – prosiguió Garrick. Anna se agitó en el asiento. Que se quede en Ladyburg, que se pudra allá. Su tono no cambió, sin embargo, cuando repuso con suavidad:
–Theunis Kraal es tuyo ahora, Garry, y yo soy tu mujer. Seguramente tu madrastra sabe qué es lo mejor. – Le tocó entonces el brazo y le sonrió.– De todos modos, tenemos tiempo para conversar de esto más adelante. Vamos, ya. Éste ha sido un viaje largo y estoy muy cansada.
Muy preocupado, Garrick se volvió hacia ella.
–Perdóname, querida. Soy un desconsiderado. – Con un golpe de látigo a los caballos descendieron por la pendiente hacia la casa.
El césped de Theunis Kraal estaba muy verde y los lirios, en flor: rojos, rosados, amarillos.
Qué hermosura, pensó Anna. Y es mío. No soy pobre ya. Miró entonces los tejados en varios planos y los gruesos postigos de madera dorada en las ventanas, mientras el coche avanzaba por el sendero.
Había un hombre de pie bajo la sombra de la galería. Anna y Garrick lo vieron al mismo tiempo. Era alto y de espaldas tan anchas y rectas como la vara transversal de una horca. El hombre avanzó de las sombras y después de bajar los escalones se detuvo bajo la luz del sol. Sonreía con dientes blanquísimos en un rostro bronceado. Era la sonrisa irresistible de siempre.
–Sean -susurró Anna.
El hombre tomó las riendas de Sean.
–Le cuidaré el caballo mientras usted bebe..-Tenía una voz tan sonora que de inmediato despertó el interés de Sean. Lo miró a la cara y el hombre le resultó simpático de inmediato. El blanco de los ojos no tenía nada de amarillo y la nariz era más árabe que negroide. Su tez era de un tono ámbar oscuro y brillaba de tan aceitosa.
'Sean asintió con un gesto. No hay palabra en zulú para decir "gracias", como no hay palabras para "lo siento".
Arrodillado junto al arroyo, bebió. Estaba tan sediento que el agua le resultó deliciosa. Cuando se levantó tenía las rodillas mojadas y el agua le corría por el mentón.
Miró otra vez al hombre que le tenía el caballo. Vestía tan sólo una falda hecha de colas de gato salvaje. No llevaba cascabeles, ni manto, ni tocado. Su escudo era de cuero crudo negro y llevaba dos lanzas cortas.
–¿Cómo te llamas? – le preguntó Sean, al ver la anchura del pecho del hombre y la musculatura del abdomen que se destacaba como las ondas de una playa azotada por el viento.
–Mbejane. Rinoceronte.
–¿Por el cuerno grande que tienes? – El hombre rió, encantado, lleno de vanidad masculina.
–¿Cómo se llama usted, Nkosi?
–Sean Courteney.
Los labios de Mbejane formaron lentamente las palabras y después agitó la cabeza con aire de duda.
–Es un nombre difícil. – Nunca pronunció el nombre de Sean en todos los años que siguieron.
–Monten -gritó Steff-. Vamos ya.
Montaron, tomaron las riendas y retiraron los rifles de sus estuches. El nongaai que había estado descansando tendido en la orilla se levantó a su vez.
–Vamos -dijo Steff y comenzó a vadear el arroyo. Cuando tocó la orilla opuesta el resto de los hombres lo siguieron. Avanzaban formando una sola línea, a través del pasto alto, el cuerpo flojo sobre la montura, el paso regular.
Junto al estribo derecho de Sean marchaba al trote el enorme zulú y sus trancos eran tan largos que se mantenía con toda comodidad a la par del caballo. De vez en cuando Sean dejaba de mirar el horizonte para observar a Mbejane. Era extraño, pero lo reconfortaba verlo a su lado.
Acamparon esa noche en una extensión de pasto más despejada. No encendieron fuego para cocinar, sino que comieron biltong, las largas tiras de carne salada y secada, acompañadas por agua fría.
–Perdemos el tiempo. No hemos visto un rastro de zulúes en dos días de marcha -rezongó Bester Klein, uno de los jinetes.
–Yo digo que debemos volver y unirnos a la columna. Cada vez nos alejamos más del centro de la acción. Perderemos la diversión cuando comience.
Steff Erasmus se arrebujó en su manta. Sentían ya el frío de la noche.
–Diversión, ¿eh? – dijo escupiendo con energía en la oscuridad-. Que ellos se diviertan, si nosotros encontramos el ganado.
–¿No le importa perderse la lucha?
–Oye, hijo. Yo cacé pigmeos en el Karroo y en el Kalahari. Luché contra los khosas y los fingos a lo largo de río Fish, me interné en las montañas a la caza de Moshesh y sus basutos. Matabeles, zulúes, bechuanas… Con todos me divertí mucho. Ahora, cuatrocientas o quinientas cabezas de excelente ganado serán un buen pago por la diversión que podamos perdernos.
Steff se tendió y apoyó la cabeza en su montura.
–De todos modos -prosiguió-, ¿qué les hace suponer que las manadas no estarán custodiadas cuando las encontremos? Te divertirás… Te lo prometo.
–¿Cómo sabes que tienen el ganado en este sector? -le preguntó Sean.
–Lo tienen aquí -repuso Steff- y lo encontraremos. – Dirigiéndose a Sean, le dijo:- Tú harás la primera guardia. Y manten bien abiertos los ojos. – Dicho esto, se echó el sombrero sobre los ojos, buscó a tientas con la derecha para asegurarse de que tenía el rifle al alcance de la mano y por último dijo por debajo del sombrero: – Buenas noches.
Los otros se tendieron sobre sus mantas, completamente vestidos, con las botas puestas, el rifle junto a la mano. Sean se alejó en la oscuridad a inspeccionar el grupo de Nongaai.
No había luna, pero las estrellas eran grandes y parecían estar muy cerca de la tierra. Despedían tanta luz que los caballos se veían como manchones oscuros sobre el pasto claro. Sean dio la vuelta al campamento y comprobó que dos de sus centinelas estaban despiertos y alertas. Había destacado a Mbejane en el sector norte y se dirigió hacia allí. A unos cuarenta metros de distancia percibió la silueta del matorral bajo, junto al cual había dejado a Mbejane. De pronto sonrió y se inclinó sobre las manos y las rodillas y con el rifle atravesado en el hueco de los codos, comenzó a arrastrarse. Sin hacer el menor ruido y aplastado contra el pasto, avanzaba muy despacio hacia el matorral. A unos diez pasos de él se detuvo y levantó la cabeza, cuidándose de no moverse demasiado rápido. Miró con atención, tratando de distinguir la silueta del zulú entre los espinos y manojos de hojas. La punta de una lanza corta lo pinchó debajo de la oreja, en la parte blanda del cuello, debajo de la mandíbula. Sean se quedó inmóvil, pero al volver los ojos hacia el costado, la luz de las estrellas le permitió ver a Mbejane arrodillado junto a él con la lanza en la mano.
–¿Me buscaba, Nkosi? – le preguntó Mbejane con tono solemne. Había risa, no obstante, en su voz profunda. Sean se sentó y se frotó el punto donde le habían apoyado la lanza.
–Sólo los monos ven de noche -rezongó.
–Y sólo los bagres recién pescados se arrastran sobre la panza -dijo Mbejane riendo.
–Eres zulú -dijo Sean, al reconocer la arrogancia. Se había dado cuenta de inmediato, no obstante, por el rostro y el cuerpo del hombre, que no pertenecía a una de las tribus mezcladas de Natal que hablaban el idioma zulú, pero eran tan zulúes como puede serlo un gato barcino comparado con un leopardo.
–De la sangre de Chaka -dijo Mbejane con tono reverente, al mencionar el nombre del viejo rey.
–¿Y ahora marchas con tu lanza contra Cetewayo, tu rey?
–¿Mi rey? – Mbejane no reía ahora-. ¿Mi rey? – repitió con desdén.
Hubo un silencio y Sean esperó. En la oscuridad se oyó el ladrido repetido de un chacal y uno de los caballos relinchó apenas.
–Había otro que debía ser rey, pero murió con un palo afilado metido en la abertura secreta del cuerpo, hasta que le perforó las tripas y se le metió en el corazón. Ese hombre era mi padre -dijo Mbejane. Se levantó, entonces, y se alejó hacia la protección del matorral. Sean lo siguió y se sentaron juntos en cuclillas, callados, pero vigilantes. Los chacales volvieron a ladrar arriba del campamento y Mbejane volvió la cabeza en la dirección de los ladridos.
–Algunos chacales tienen dos patas -dijo, pensativo. Sean sintió un cosquilleo en los antebrazos.
–¿Zulúes?
Mbejane se encogió de hombros, en un pequeño movimiento en la oscuridad.
–Aunque sean zulúes, no nos atacarán durante la noche. Al amanecer, sí, pero de noche, nunca. – Mbejane cambió de posición la lanza que tenía sobre las rodillas.– El viejo con el sombrero como un tubo y la barba gris lo sabe. Los años lo han hecho sabio y por eso duerme tan bien ahora, pero monta y avanza en la oscuridad, antes de amanecer.
Sean se tranquilizó un poco y miró de reojo a Mbejane.
–El viejo cree que algunas de las manadas están escondidas aquí.
–Los años lo han hecho sabio -repitió Mbejane-. Mañana estaremos en terreno más quebrado, con colinas y matas espinosas. El ganado estará oculto allá.
–¿Crees que lo encontraremos?
–Es difícil ocultar ganado a los ojos de quien sabe buscar.
–¿Habrá muchos guardianes?
–Espero que sí. – La voz de Mbejane parecía el ronroneo de un felino y la mano acarició la lanza.– Espero que haya muchos.
–¿Y matarías a tu propia gente, tus hermanos, tus primos?
–Los mataría como mataron a mi padre. – La voz de Mbejane estaba cargada de odio.– No son mi gente. No tengo gente. No tengo hermanos. No tengo a nadie.
Volvió a haber silencio entre ellos, pero poco a poco la furia de Mbejane se disipó, para ser reemplazada por una sensación de camaradería mutua. Cada uno se sentía reconfortado por la compañía del otro. Así permanecieron, el uno junto al otro, el resto de la noche.
Mbejane se había adelantado unos cincuenta metros y ahora retrocedía muy despacio hacia ellos. Al detenerse, inspeccionó minuciosamente una pila de estiércol húmedo.
-Hiersdie Kaffir verstaan wat hy doen -opinó Steff Erasmus con aire de aprobación, pero nadie más dijo nada. Bester Klein jugueteaba con el percutor de su carabina. Tenía el rostro rubicundo empapado ya de sudor con el calor creciente.
Mbejane tenía razón. Estaban en terreno de colinas. No eran las colinas suaves y redondeadas de Natal, sino colinas con cimas rocosas y profundas grietas y gargantas entre ellas. La maleza espinosa y la euforbia cubrían las laderas con un enrejado de troncos de un tono grisáceo de reptil y el pasto era áspero y alto.
–Me vendría bien un trago -dijo Frikkie Van Essen, pasándose los nudillos por los labios.
Se oyó el chillido característico de un pájaro entre las ramas del árbol cafre bajo el cual aguardaban. Sean levantó la vista. El pájaro era pardo y rojo entre las flores también rojas que cubrían el árbol.
–¿Cuántos? – preguntó Steff cuando Mbejane estuvo junto a la cabeza de su caballo.
–Cincuenta. Más no.
–¿Cuándo?
–Ayer, después del calor del día avanzaron despacio desde el valle. Estuvieron pastando. No pueden estar a más de una hora de marcha a caballo de nosotros.
Steff hizo un gesto afirmativo. Cincuenta cabezas solamente. Ya encontrarían más.
–¿Cuántos hombres con ellas?
Con aire disgustado, Mbejane hizo chasquear la lengua.
-Dos umfaans -dijo señalando con su lanza un lugar en el polvo donde se veía con claridad la huella de un pie de muchacho-. No hay hombres.
–Bien -dijo Steff-. Sigúelos.
–Nos dijeron que si encontrábamos algo teníamos que volver e informar -señaló Bester Klein-. Dijeron que no debemos hacer nada por cuenta propia.
Steff se volvió en su montura.
–¿Tienes miedo de dos umfaans? -preguntó con frialdad.
–No tengo miedo de nada. Menciono lo que nos dijeron. – El rostro de Klein se puso más rojo aún.
–Sé muy bien lo que nos dijeron, gracias -dijo Steff-. No pienso iniciar nada. Sólo quiero echar una ojeada.
–Te conozco muy bien -dijo Klein-. Tan pronto como veas al ganado, te enloquecerás. Todos ustedes tienen tanta codicia de ganado como otros ansian la bebida. Una vez que lo vean, nada los detendrá. – Klein era peón del ferrocarril.
Steff le volvió la espalda.
–Vamos, sigamos -dijo.
Mientras se apartaban de la sombra del árbol cafre, Klein murmuraba algo en voz baja. Mbejane los guiaba hacia el valle.
El fondo de éste descendía gradualmente y a los costados el terreno se levantaba en un ángulo empinado y rocoso. Se desplazaban con rapidez, con Mbejane y los otros nongaai abriendo la marcha como un escudo y los jinetes formando una hilera detrás, con estribos que casi se tocaban.
Sean abrió su rifle y retiró el cartucho, cambiándolo por otro de la bandolera que le cruzaba el pecho.
–Cincuenta cabezas, son sólo diez para cada uno -se quejó Frikkie.
–Son cien libras. Tanto como ganas en seis meses -dijo Sean, lanzando una carcajada de entusiasmo. Frikkie rió a su vez.
–Ustedes dos, callen. Cierren la boca y abran los ojos -dijo Steff con voz tranquila. Con todo, no pudo disimular la chispa de expectativa que le brillaba en los ojos.
–Sabía que iban a tomar ganado -dijo Klein, malhumorado-. Estaba seguro.
–Tú también calla -le dijo Steff y dirigió una sonrisa a Sean.
Cabalgaron durante diez minutos, al cabo de los cuales Steff llamó en voz baja a los nongaai. Toda la patrulla se detuvo. Nadie hablaba y cada hombre estaba alerta, escuchando con atención.
–Nada -dijo Steff por fin-. ¿A qué distancia estamos?
–Muy cerca -repuso Mbejane-, tendríamos que oírlos desde aquí.
El cuerpo de magnífica musculatura de Mbejane brillaba de sudor y su porte era tan arrogante que se destacaba entre los otros nongaai. Había en él un entusiasmo contenido, sin duda trasmitido por los otros.
–Muy bien, síguelos -le dijo Steff. Mbejane se puso el escudo sobre la espalda, lo aseguró y reanudó la marcha.
Dos veces volvieron a detenerse a escuchar y cada vez Sean y Frikkie mostraban mayor inquietud e impaciencia.
–Quietos- les dijo bruscamente Steff-. ¿Cómo podemos oír nada con ustedes saltando en la montura?
Sean iba a abrir la boca, pero antes de que respondiera a Steff oyeron un melancólico mugido entre los árboles.
–¡Allí están!
–¡Los tenemos!
–¡Vamos!
–No, esperen -ordenó Steff-. Sean, toma mis binoculares y trepa a ese árbol. Dime lo que ves.
–Es perder tiempo-objetó Sean-. Deberíamos…
–Deberíamos aprender a cumplir órdenes. Trepa a ese árbol.
Con los binoculares colgados del cuello, Sean trepó con rapidez hasta llegar a una horqueta formada por dos ramas. Con una mano apartó una ramita que le impedía ver e inmediatamente exclamó:
–¡Allá están, delante de nosotros!
–¿Cuántos? – le preguntó Steff.
–Son pocos. Hay dos chicos con ellos.
–¿Están entre los árboles?
–No, en campo abierto. Parecería ser un sector pantanoso.
–Verifica si no hay otros zulúes con ellos.
–No… -comenzó a decir Sean, pero Steff lo interrumpió.
–Maldición, usa los anteojos. Si están allí, estarán escondidos.
Sean tomó los anteojos y los enfocó a lo lejos… El ganado era gordo y de cuero reluciente, con grandes cuernos y manchado de negro y blanco. Sobre ellos revoloteaba una bandada de pájaros en busca de garrapatas. Los dos chicos estaban completamente desnudos y tenían las piernas delgadas y los genitales desproporcionadamente grandes de los africanos. Sean miraba muy despacio a uno y otro lado del pantano y hacia la maleza que lo rodeaba. Por fin bajó los binoculares.
–Sólo dos chicos -dijo.
–Baja, entonces -le ordenó Steff.
Los chicos huyeron tan pronto como vieron aparecer la patrulla, desapareciendo entre los árboles del sector más alejado del pantano.
–Que corran -dijo Sean riendo-. Los pobres pasarán cosas mucho peores que esto.
Espoleó el caballo y entró en el pasto de color verde vivo que cubría el área pantanosa. Era tan espeso y alto que le llegaba hasta la base de la montura.
Los otros lo siguieron con un ruido de barro aplastado por los cascos. El lomo de los animales era ya visible por encima del pasto, a unos cien metros de donde estaban. Los pájaros seguían volando sobre ellos.
–Sean, tú y Frikkie den un rodeo por la izquierda y…-Steff habló por sobre el hombro, pero antes de que completara la frase toda la maleza a su alrededor- estuvo llena de zulúes, por lo menos un centenar de ellos, con vestimenta de guerra.
–¡Emboscada! – gritó-. No intenten pelear. Son demasiados. ¡Huyan!
En ese mismo instante lo desmontaron.
Los caballos se espantaron en medio del barro y se encabritaron, relinchando de terror. El disparo del rifle de Klein apenas se oyó en medio del rugido de triunfo de los guerreros. Mbejane dio un salto y tomó la rienda del caballo de Sean, obligándolo a dar media vuelta.
–Corra, Nkosi, corra. No espere.
Klein estaba muerto con una lanza en la garganta y sangre que brotaba a chorros de la boca cuando cayó de espaldas de su cabalgadura.
–Tómate del estribo -dijo Sean. Se sentía inusitadamente tranquilo. Se le acercó un zulú por el otro costado. Sean, cuyo rifle estaba atravesado sobre sus muslos, disparó con la boca del caño apoyada casi contra la cara del hombre. Le voló la parte superior del cráneo. Inmediatamente quitó el cartucho vacío y volvió a cargar el arma.
–¡Corra, Nkosi! – volvió a gritarle Mbejane. No pensó en obedecer a Sean. Con el escudo bien levantado, saltó sobre los cuerpos y atacó a dos hombres, derribándolos sobre el barro. La lanza se levantó y cayó, se levantó y cayó.
-Ngi Dhla -gritó-. He comido. – Poseído de la locura de la lucha, saltó sobre los dos cuerpos y volvió a cargar. Un hombre se levantó para hacerle frente. Mbejane enganchó el borde de su escudo en el del hombre y al caer el escudo, el flanco de su dueño quedó expuesto a la lanza de Mbejane.
-Ngi Dhla -vociferó otra vez.
Había logrado abrir una brecha en el círculo de atacantes y Sean se lanzó por ella, los cascos del caballo chasqueando en el barro. Un zulú aferró la rienda y Sean disparó sobre él con la boca del caño apoyada en su pecho. El zulú lanzó un alarido.
–Mbejane -gritó Sean-. ¡Tómate de mi estribo!
Frikkie Van Essen había sido derribado junto con su caballo y los zulúes lo rodeaban con sus lanzas en ristre.
Inclinado sobre la montura, Sean rodeó con un brazo la cintura de Mbejane y lo levantó del barro. Mbejane se resistió pero Sean no lo soltó. El suelo era ahora más firme bajo los cascos del caballo y avanzaban más rápido. Otro zulú los esperaba con la lanza preparada. Con Mbejane dando de puntapiés, indignado, y el rifle descargado en la otra mano, Sean no podía defenderse. Gritó al zulú un insulto al pasar junto a él. El zulú se apartó y volvió a cargar. Sean sintió la punta de la lanza en una pantorrilla y luego la sacudida cuando la lanza se hundió en el pecho de su caballo. Había pasado, no obstante, y salido del pantano para internarse entre los árboles.
El caballo lo llevó más de un kilómetro antes de caer. El lanzazo era profundo. Cayó pesadamente, pero Sean pudo apartar las piernas a tiempo y saltar. Se quedaron con Mbejane contemplando al animal muerto. Los dos estaban sin aliento.
–¿Puede correr con esas botas? – le dijo Mbejane, muy ansioso.
–Sí, son botas livianas, especiales para este terreno.
–Pero esos pantalones lo trabarán. – Sin titubear, Mbejane se arrodilló y con su lanza rasgó la tela hasta que las piernas de Sean quedaron desnudas desde los muslos. Después se levantó y escuchó. No oyó ningún ruido de persecución.
–Deje su rifle. Es demasiado pesado. Y también el sombrero y la bandolera.
–Tengo que llevar mi rifle -dijo Sean.
–Llévelo, entonces -repuso Mbejane, impaciente-. Llévelo, si quiere morir. Si lo lleva, lo atraparán antes de mediodía.
Sean vaciló un segundo más y cambió la toma del rifle, asiéndolo por el caño como si fuera un hacha. Lo dejó caer contra el árbol más próximo. La culata se destrozó y solamente entonces lo arrojó lejos.
–Y ahora debemos irnos -le dijo Mbejane.
Sean dirigió una rápida mirada a su caballo muerto con las correas que sostenían su saco de piel de carnero sobre la montura. Todo el trabajo de Anna malgastado. Seguidamente echó a correr detrás de Mbejane.
La primera hora fue difícil. Tenía gran dificultad en adaptar su paso al de Mbejane. Corría con el cuerpo rígido, y no tardó en sentir un fuerte dolor en el costado. Al notarlo, Mbejane se detuvo y en unos minutos le enseñó a correr con el cuerpo flojo. El resto de la marcha no tuvo dificultades. Pasó una hora y Sean seguía corriendo.
–¿Cuánto tiempo nos llevará unirnos al grueso de las fuerzas? – preguntó.
–Dos días, quiza… No hable -repuso Mbejane.
El terreno iba cambiando en forma gradual a medida que avanzaban. Las colinas no eran ya tan empinadas y ásperas, había menos árboles y otra vez estaban en una llanura cubierta de pasto.
–Parece que no nos siguen -dijo Sean. Hacía media hora que no hablaba.
–Puede ser -repuso Mbejane con cierta reserva-. Es demasiado pronto para saberlo.
Corrían a la par, de tal manera que sus pies caían al mismo tiempo sobre el suelo de tierra dura.
–Qué sed tengo -comentó Sean.
–Agua, no -dijo Mbejane-, pero nos detendremos a descansar en la cima de la próxima pendiente.
Desde allí miraron hacia atrás. La camisa de Sean estaba empapada en sudor y si bien respiraba muy hondo, lo hacía sin dificultad.
–No nos siguen -dijo y su tono fue de alivio-. Podemos ir más despacio ahora.
Mbejane no repuso. También sudaba copiosamente, pero sus movimientos y su forma de sostener la cabeza indicaban que distaba mucho de estar cansado. Llevaba el escudo sobre un hombro y la lanza que sostenía en la otra mano estaba llena de sangre negruzca y seca ya. Contempló largamente el camino recorrido, durante cerca de cinco minutos, antes de lanzar un gruñido de ira y señalar con la lanza.
–¡Allí! ¡Cerca de ese grupo de árbolesí ¿Los ve?
–¡Diablos! – Sean los vio entonces, a algo más de cinco kilómetros de distancia, en el borde de la selva, donde ésta era menos espesa, como un fino trazo de lápiz negro sobre el pergamino amarillento del terreno. La línea del lápiz se movía, no obstante.
–¿Cuántos? – preguntó.
–Cincuenta -calculó Mbejane-. Demasiados.
–Quisiera haber tenido mi rifle -murmuró Sean.
–De haberlo traído, estarían mucho más cerca de nosotros y un rifle contra cincuenta… -Mbejane calló.
–Muy bien, sigamos -dijo Sean.
–Tenemos que descansar un poco más. Es la última vez que podremos detenernos antes de la noche.
Respiraban con más calma ahora. Sean pensó en su estado físico. Le dolían algo las piernas, pero pasarían horas antes de que sintiese verdadera fatiga. Sentía la propia saliva espesa en la boca y escupió lejos. Quería beber, pero comprendía que sería una insensatez.
–¡Ah! – exclamó Mbejane-. ¡Nos vieron!
–¿Cómo lo sabes?
–Mire, están mandando sus exploradores. – De la cabeza del grupo se habían separado tres manchitas que corrían adelante.
–¿Qué quieres decir? – preguntó Sean y se rascó el costado de la nariz, preocupado. Por primera vez experimentaba el temor de quien es cazado, el temor de quien es vulnerable y está desarmado, con la jauría cerca.
–Mandan sus mejores corredores adelante para obligarnos a correr más rápido y agotar nuestras fuerzas. Saben que si nos acosan, aun cuando ellos se fatiguen, caeremos fácilmente en poder de quienes nos siguen.
–¡Mi Dios! – exclamó Sean. En verdad estaba alarmado-. ¿Qué haremos?
–Para cada treta de ellos, nosotros tenemos otra -dijo Mbejane-. Pero ahora que hemos descansado ya, partamos.
Sean corrió colina abajo como un duiker espantado, pero Mbejane lo detuvo con aspereza.
–Es lo que quieren. Corra como antes. – Otra vez corrieron por la pendiente a la misma velocidad moderada y tratando de no perder el aliento.
–Están más cerca -dijo Sean cuando alcanzaron la cima de la colina siguiente. Se veían ahora las tres manchas muy adelante de los otros.
–Sí -Mbejane habló sin expresión. Bajaron por la cima y en la pendiente hacia abajo se siguió oyendo el ruido de los pies al pisar al unísono y la respiración acompasada de ambos.
En el fondo del valle había un arroyuelo, cuyas aguas puras serpenteaban sobre la arena blanca. Sean lo salvó de un salto después de echarle una breve mirada de anhelo y prosiguieron el ascenso de otra pendiente. Estaban por llegar a la cima cuando oyeron a sus espaldas gritos agudos y lejanos. Él y Mbejane se volvieron y a poca distancia, a menos de un kilómetro vieron a los tres corredores zulúes. Sean alcanzó a verlos, a su vez, en el instante en que bajaban la pendiente y se aproximaban agitando los tocados de plumas y los taparrabos de colas de leopardo. Habían arrojado lejos los escudos, pero cada hombre llevaba una lanza.
–Míreles las piernas -dijo Mbejane. Sean vio entonces que corrían con el paso flojo y vacilante de quienes están extenuados-. No pueden más. Corrieron demasiado rápido. Ahora les mostraremos el miedo que les tenemos. Correremos como el viento, como si nos persiguieran respirándonos sobre la nuca cien tokolosche.
Sean reconoció el nombre de una quimera de la mitología zulú. No había más de veinte pasos hasta la cima de esta pendiente y no tardaron en llegar hasta allí con fingido pánico e iniciar el descenso por el lado opuesto. Sin embargo, tan pronto como estuvieron ocultos a la vista de sus perseguidores, Mbejane tomó a Sean de un brazo y lo contuvo.
–Al suelo -susurró. Cayeron en medio del pasto y se arrastraron sobre el abdomen hasta detenerse apenas debajo de la cima.
Mbejane sostenía la lanza con la punta hacia el frente y mientras mantenía las rodillas fiexionadas, sonreía.
Sean buscó entre el pasto y encontró una piedra del tamaño de una naranja. Le cabía perfectamente en la palma de la mano.
Oyeron acercarse a los zulúes con un ruido de plantas callosas sobre el suelo y después, la respiración ronca y afanosa, cada vez más cerca de ellos, hasta que aparecieron por sobre la cima. El impulso los hizo avanzar hasta el punto mismo donde los aguardaban Sean y Mbejane. En los rostros grisáceos de fatiga aparecieron expresiones de total incredulidad. No esperaban tomar contacto con su presa en un kilómetro más, por lo menos. Mbejane mató a uno con su lanza. El hombre no levantó, siquiera, los brazos para defenderse. La lanza de Mbejane apareció por su espalda.
Sean arrojó la piedra a la cara del segundo. Se oyó un ruido como el de un zapallo maduro al caer al suelo. Cayó de espaldas, dejando escapar su lanza.
El tercero intentó huir, pero Mbejane saltó sobre sus espaldas, lo derribó y montado sobre él, le levantó el mentón y lo degolló.
Sean miró al hombre que había golpeado. No tenía ya su tocado de plumas y la cara había cambiado de forma, pues la mandíbula estaba torcida. Todavía se movía un poco.
Hoy maté a tres hombres y fue tan fácil, pensó.
Sin ninguna emoción especial, vio a Mbejane acercarse a su víctima e inclinarse sobre ella. El hombre dejó escapar un ruido ahogado y dejó de moverse.
–Ahora no podrán alcanzarnos antes de la noche -dijp Mbejane.
–Y sólo los monos ven de noche -comentó Sean. Al recordar el chiste, Mbejane sonrió. La sonrisa le dio una apariencia más juvenil. Con un manojo de pasto se enjugó las manos.
Anocheció en el momento oportuno para salvarlos. Sean había corrido todo el día y por fin sentía que el cuerpo comenzaba a ponérsele rígido. Respiraba con dificultad y había dejado de sudar.
–Un poco más, un poco más -lo animaba Mbejane, corriendo a su lado.
La jauría se había desplegado y los mejores corredores estaban a menos de dos kilómetros de ellos, mientras que el resto iba rezagado a mayor distancia.
–El sol está poniéndose. Pronto podrá descansar.
Con una mano extendida, Mbejane le tocó el hombro y este breve contacto físico pareció dar fuerzas a Sean. Sintió las piernas algo más firmes y no tropezaba tan a menudo cuando descendieron por la pendiente siguiente. Hinchado y rojo, el sol se puso detrás de la llanura y los valles se llenaron de sombras.
–Muy pronto ya, muy pronto.
La voz de Mbejane era como una canción de cuna. Sean miró hacia atrás. Las siluetas de los zulúes eran borrosas. De pronto se torció un tobillo y cayó pesadamente. Sintió el roce del pasto en el mentón y permaneció de bruces, con la cabeza hundida en la maleza.
–Levántese. – La voz de Mbejane era desesperada. Sean hizo una arcada y vomitó una bocanada de bilis. – Levántese- le decía Mbejane sacudiéndolo, tirando de él para que se pusiera de rodillas-. Levántese o bien muérase aquí -dijo por fin con aire amenazador y asiendo a Sean del pelo, se lo retorció sin piedad.
Los ojos de Sean se llenaron de lágrimas y con una imprecación intentó golpear a Mbejane.
–Arriba -insistió Mbejane. Sean se levantó. Corra. – Ante esta orden, las piernas de Sean comenzaron a moverse corno las de un autómata. Mbejane miró otra vez hacia atrás. El zulú más próximo estaba muy cerca, pero apenas se lo distinguía en la penumbra cada vez mayor. Siguieron su carrera y cada vez que Sean trastabillaba, Mbejane lo sostenía. Con cada paso Sean gruñía desde lo hondo de la garganta, la boca abierta, respiraba por encima de la lengua hinchada.
En forma súbita, en la rápida transición africana del día a la noche, todo el color se borró del paisaje y las tinieblas cayeron en un círculo cerrado a su alrededor. Los ojos de Mbejane se movían sin cesar, percibiendo formas en la oscuridad, juzgando la intensidad de la luz. Sean avanzaba como un ciego a su lado.
–Ahora probaremos -decidió de pronto Mbejane. Hizo detenerse, entonces, a Sean y girar en un ángulo agudo sobre el camino que había seguido. Corrían ahora en dirección a los perseguidores, pero en una tangente que les haría pasar cerca de ellos sin ser vistos en la oscuridad.
Comenzaron a caminar, tomando Mbejane un brazo de Sean y pasándolo por sobre sus hombros. Llevaba la lanza en ristre, lista para atacar, en la otra mano. Sean caminaba maquinalmente, con la cabeza baja.
Oyeron pasar a los primeros perseguidores a unos cincuenta pasos de donde estaban y una voz gritó en zulú:
–¿Los ves?
–¡Aibo! -repuso otra.
–Despliégúense, pues puede que vuelvan hacia atrás en la oscuridad.
–¡Yeh-ho! -Afirmativa.
Pasaron las voces y el silencio y la noche volvieron a cerrarse sobre ellos. Mbejane obligaba a Sean a seguir caminando. Salió una luna débil que les alumbró algo el camino, hasta que Mbejane tomó poco a poco la dirección sudeste. Por fin llegaron a un arroyo con árboles sobre la orilla. Sean bebió con dificultad, pues tenía la garganta inflamada y dolorida. Después se acurrucaron en la alfombra de hojas bajo los árboles y durmieron.
–Se fueron hace dos días. – Declaró Mbejane. Sean hizo un gesto sin dudar un instante la exactitud de la afirmación.
–¿Hacia dónde fueron? – preguntó.
–Regresaron hacia el campamento principal en Isandhlwana. Sean se mostró intrigado.
–Me pregunto por qué volvieron.
Mbejane se encogió de hombros antes de responder:
–Partieron de prisa y la caballería avanzó antes que la infantería.
–Los seguiremos -dijo Sean.
La huella era un gran camino, pues habían pasado por ella mil hombres y las carretas y cureñas habían dejado profundos surcos.
Muertos de frío y de hambre durmieron junto a la huella, y a la mañana siguiente vieron escarcha en los puntos más bajos del terreno.
Poco antes de mediodía avistaron la cúpula de granito de Isandhlwana dibujada contra el cielo, y, sin pensarlo, apuraron el paso. Isandhlwana, la Colina de la Manita. Sean rengueaba, pues la bota le había rozado la piel en un talón hasta deshollársela. Tenía el pelo pegado por el sudor y la cara cubierta de polvo.
–Hasta la carne envasada del ejército me resultará sabrosa después de este ayuno -dijo Sean en inglés. Mbejane no repuso, porque no comprendía, sino que siguió mirando hacia adelante con una expresión algo preocupada.
–Nkosi, en dos días de marcha no hemos visto a nadie. Se me ocurre que deberíamos haber encontrado patrullas del campamento hace tiempo.
–Quizá no los vimos -dijo Sean, sin mucho interés, pero Mbejane agitó la cabeza. Reanudaron la marcha en silencio. La colina estaba cercana y alcanzaban a distinguir los detalles del borde y de las fisuras que cubrían la cúpula en un diseño semejante al de un encaje.
–No hay humo en el campamento -dijo Mbejane. De pronto levantó los ojos y se sobresaltó en forma visible.
–¿Qué pasa? – preguntó Sean, alarmado por primera vez.
-N'yoni -dijo Mbejane en voz baja y Sean los vio entonces. Una bandada oscura, girando como una gran rueda, muy despacio, sobre la colina de Isandhlwana, tan lejos que no llegaban a distinguir todavía los pájaros aislados. Eran sólo una sombra, una sombra tenue y oscura en el cielo. Al verla, Sean sintió de pronto frío en medio del sol de mediodía y echó a correr.
En la llanura debajo había movimiento. La lona rasgada de una carreta volcada se agitaba como el ala de un ave herida, oyó el ruido ahogado de pasos de chacales y más alto, en la pendiente, el trote de la hiena.
–¡Ay, mi Dios! – susurró Sean. Mbejane se apoyó en su lanza. Tenía una expresión serena, pero sus ojos se desplazaron muy despacio por todo el terreno.
–¿Todos muertos? ¿Murieron todos?
La pregunta no requería respuesta. Vio a los muertos tendidos sobre el pasto, amontonados junto a las carretas y luego, más dispersos, en la ladera. Tenían un aspecto insignificante, sin importancia. Mbejane esperaba en silencio. Un gran buitre negro planeó delante de ellos, las plumas en los extremos de las alas abiertas como los dedos de una mano. Bajó las patas, tocó tierra y avanzó pesadamente entre los muertos, en una repentina transformación de ave airosa en pájaro obsceno. Movía la cabeza, ahuecaba el plumaje y hundía luego el pico en un cadáver que vestía los colores escoceses de tonos verdes de los Cordón.
–¿Dónde está Chelmsford? ¿Lo sorprendieron también aquí? Mbejane movió la cabeza.
–Llegó demasiado tarde -dijo.
Mbejane señaló la ancha huella que rodeaba el campo de batalla y pasaba por el borde de Isandhlwana en dirección al Tugela.
–Volvió al río -dijo-. Ni siquiera se detuvo a enterrar a sus muertos.
Caminaron hacia el campo. En sus límites debieron abrirse camino entre restos de armas zulúes y escudos. En las lanzas había ya herrumbre. El pasto estaba aplastado y manchado donde habían yacido los muertos, pero los muertos zulúes no estaban, signo inequívoco de su victoria.
Cuando llegaron a las líneas inglesas, Sean estuvo a punto de vomitar al ver lo que les habían hecho. Los habían apilado a todos de espaldas. Los rostros estaban ennegrecidos ya y todos estaban destripados. Las moscas se arrastraban por las cavidades abdominales vacías.
–¿Por qué hacen esto? – preguntó-. ¿Por qué tuvieron que vaciarlos así?
Con paso vacilante pasó junto a las carretas. Habían destrozado los cajones de alimentos y desparramado todo su contenido, además de las ropas, papeles y cajas de cartuchos que estaban diseminadas entre los cadáveres. No había, en cambio, un solo rifle. El olor a putrefacción era tan intenso que impregnaba la garganta y la lengua como aceite de ricino.
–Tengo que encontrar a mi padre -dijo Sean en voz baja. Mbejane lo siguió a pocos pasos. Llegaron a las líneas donde habían acampado los voluntarios. Las tiendas estaban cortadas en tiras y pisoteadas en el polvo. Los caballos muertos a cuchilladas estaban aún atados a sus postes, todos hinchados ya. Sean reconoció a Gypsy, la yegua de su padre. Se aproximó a ella.
–Hola, chica -dijo. Los pájaros le habían vaciado los ojos y tenía el vientre tan hinchado que llegaba a la cintura de Sean. Después de pasar junto a ella vio a los primeros hombres de Ladyburg. Reconoció a quince de ellos, a pesar de estar mutilados por las aves de rapiña. Formaban un círculo y todos miraban hacia afuera. Poco después encontró una fila irregular de cadáveres en la dirección de la ladera de la montaña. Imaginó los esfuerzos de los voluntarios por replegarse hacia el Tugela. Era como seguir una huella de fantasmas. A lo largo de la huella el pasto estaba muy aplastado, donde habían caído los zulúes.
–Por lo menos veinte de ellos por cada uno de nosotros -murmuró Sean, con un dejo de orgullo. Siguió subiendo la pendiente y arriba, en lo alto de la ladera, muy cerca de la roca de Isandhlwana, donde caía verticalmente, encontró a su padre.
Eran cuatro, los últimos cuatro: Waite Courteney, Tom Hope-Brown, Hans y Nils Erasmus. Estaban muy juntos. Waite estaba de espaldas, con los brazos abiertos. Los pájaros le habían devorado toda la cara, pero la barba estaba intacta y se agitaba suavemente sobre su pecho al soplar la brisa en ella. Las moscas, enormes y de un color verde metálico, circulaban espesas como un enjambre de abejas por su abdomen vaciado.
Se sentó junto a su padre. Tomó entonces un sombrero de fieltro que había cerca y le cubrió el rostro mutilado. La escarapela verde y amarilla del sombrero resultaba inusitadamente alegre en medio de tanta muerte. Las moscas se quejaron con un zumbido y algunas se posaron en la cara de Sean, quien se las apartó con una mano.
–¿Conoces a este hombre? – le preguntó Mbejane.
–Es mi padre -dijo Sean, sin levantar los ojos.
–A ti, también -Lleno de compasión y simpatía, Mbejane se volvió y lo dejó solo.
"No tengo nada", le había dicho Mbejane en una ocasión. Sean tampoco tenía nada ahora. Sentía un vacío, sin ira, sin pesar, sin realidad, siquiera. Al contemplar esos depojos, no podía convencerse de que fuesen los de un hombre. Carne, tan sólo. El hombre no estaba ya.
Más tarde Mbejane volvió, con un trozo de lona cortado de una de las tiendas. Juntos envolvieron en ella a Waite y excavaron su tumba. Fue difícil, pues el suelo tenía muchas piedras y material semejante a la pizarra. Lo depositaron en la fosa con los brazos abiertos, pues Sean no pudo resolverse a quebrárselos. Lo cubrieron con mucha suavidad y por último apilaron unas piedras sobre la tumba. Estaban ambos de pie al lado de la fosa cerrada.
–Bien, papá -dijo Sean, pero la voz no era la suya. No podía creer que estuviese dirigiéndose a su padre-. Bien, papá… -volvió a decir-. Querría darte las gracias por todo lo que hiciste por mí. – En este punto calló y tosió.– Supongo que tendré que cuidar a mamá y a la chacra como mejor pueda, y… y también a Garry.
La voz calló en un murmullo y Sean se volvió hacia Mbejane.
–No hay nada que decir. – El tono de Sean era sorprendido, dolorido.
–No -dijo Mbejane-. No hay nada que decir..
Durante unos minutos más permaneció allí, luchando por hacer frente a la enormidad que es la muerte, tratando de aceptar su carácter definitivo y por fin, se volvió y comenzó a caminar hacia el Tugela. Mbejane marchaba un poco hacia un costado y detrás de él." Será de noche antes de que lleguemos al rio, pensó Sean. Estaba sumamente fatigado y rengueaba a causa de la ampolla en el talón.
–No -murmuró Sean. Le irritaba esta expresión de lo obvio. Cuando se emerge de Mahoba's Kloof y se ve el Baboon Stroom junto a la carretera y a la izquierda de uno, hay siete kilómetros a Ladyburg. Como había dicho Dennis, no faltaba mucho.
Dennis tosió en medio del polvo.
–Esa primera cerveza se me convertirá en vapor en la garganta -dijo.
–Creo que podemos seguir ahora -dijo Sean, enjugándose la cara sucia de polvo-. Mbejane y los otros peones pueden arrearlos el resto del trayecto.
–Estaba por sugerirlo -dijo Dennis con alivio. Tenía casi mil cabezas de ganado atascadas en la carretera delante de ellos y levantando todo ese polvo que se veían obligados a respirar. Habían cabalgado durante dos días desde Rorkes Drift, donde se había dispersado el comando.
–Los mantendremos en los corrales de la feria esta noche y mañana los despacharemos. Le avisaré a Mbejane.
Partió entonces al galope hacia donde estaba el alto zulú, trotando detrás de la hacienda. Al cabo de unos minutos de conversación con él, hizo una señal a Dennis. Ambos dieron un rodeo por los flancos y se encontraron otra vez delante.
–Han perdido peso y calidad -rezongó Dennis al mirarlos en conjunto.
–Era inevitable -repuso Sean. Los hemos obligado a marchar sin tregua durante dos días.
Mil cabezas de ganado, el botín para cinco hombres de los animales de Cetewayo: Dennis y su padre, Waite, Sean y Garrick, ya que hasta los muertos recibían su parte entera.
–¿Cuánta delantera crees que llevamos a los otros? – preguntó Dennis.
–No sé -dijo Sean. No tenía importancia y cualquier respuesta no habría sido más que una conjetura. Las preguntas inútiles eran tan irritantes como las frases obvias. Se le ocurrió de inmediato que pocos meses atrás una pregunta como la de Dennis habría desencadenado un debate de media hora, quizá. ¿Qué significaba el cambio? El había cambiado. Dada la respuesta a su propia pregunta, Sean sonrió sardónicamente.
–¿De qué te ríes? – le preguntó Dennis.
–Estaba pensando en todo lo que ha cambiado en los últimos meses.
-Ja -dijo Dermis. Siguió a esto un silencio, interrumpido tan sólo por el ruido de los cascos-. Será extraño sin papá -dijo por fin con nostalgia. Petersen había participado en Isandhlwana-. Será rarísimo estar en la chacra con mamá y mis hermanas, solamente.
No volvieron a hablar durante un rato. Ambos evocaban los pocos meses transcurridos y los cambios en su vida.
Ninguno de los dos había cumplido veinte años, pero ambos eran jefes de familia, propietarios de tierras y haciendas, iniciados ya en el dolor y en matar a otros. Sean era más adulto y sus rasgos mostraban nuevas líneas. La barba que llevaba era ahora cuadrada, en forma de pala. Volvían de marchar con los comandos, que quemaron y robaron para vengar Isandhlwana. En Ulundi cabalgaron detras de la infantería de Chelmsford bajo el sol ardiente, esperando en silencio hasta que Cetewayo reagrupara a sus guerreros y los lanzara sobre el terreno abierto para avasallar la frágil escuadra de hombres blancos. Aguardaron a través del estruendo de las salvas regulares y periódicas y vieron cómo el gran toro de la formación zulú se desgarraba literalmente en trizas contra la escuadra. Hacia el final las filas de la infantería se abrieron y avanzaron ellos, dos mil hombres a caballo, para destruir para siempre el poder del imperio zulú. Persiguieron y cazaron hasta que la oscuridad les impidió seguir y perdieron la cuenta de la matanza.
–Allí está la cúpula de la iglesia -dijo Dennis.
Sean volvió lentamente del pasado. Estaban en Ladyburg.
–¿Está tu madrastra en Theunis Kraal? – le preguntó Dennis.
–No, se mudó a la ciudad. Tiene una casita en la calle, Protea.
–Supongo que no querrá estar allí ahora que Anna y Garrick se casaron.
Sean frunció el ceño.
–¿Qué opinas de que Garry haya ganado a Anna? – dijo Dennis riendo y moviendo la cabeza-. Yo diría que había veinte probabilidades contra una de que tú la conquistaras.
El ceño de Sean se volvió más adusto aún. Garry lo había dejado en una posición falsa, ya que él no había terminado con Anna.
–¿Tienes noticias de ellos? ¿Cuándo vuelven?
–La última noticia que tuvimos fue de Pietermaritzburg. Mandaron un telegrama a mamá para decirle que se habían casado. Máma lo recibió dos días antes de volver yo a casa de Isandhlwana. Hace dos meses de eso. Dentro de lo que yo sé. No se han recibido más noticias.
–Supongo que Garry está tan metido en el nido que no se podrá desprenderlo, salvo con una cuña -dijo Dennis riendo otra vez con malicia. De pronto Sean tuvo la imagen de Garrick sobre Anna. Anna, con las rodillas levantadas, la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados, haciendo esos ruidos de gata.
–Calla, idiota -dijo.
–Perdón, fue una broma -dijo Dennis, parpadeando.
–No hagas bromas sobre mi familia. Garry es mi hermano.
–Y ella era tu novia, ¿no? – murmuró Dennis.
–¿Quieres un puñetazo?
–Cálmate, hombre, fue una broma.
–No me gustan esas bromas, ¿oyes?
–Muy bien, muy bien, cálmate.
–Son porquerías, porquerías -dijo Sean. Trataba con todas sus fuerzas de borrar la imagen de Anna en uno de sus orgasmos, aferrada a la espalda de Garrick.
–¿Vaya, desde cuándo te has vuelto un santo? – dijo Dennis y sin esperar respuesta, lanzó su caballo al galope adelante de Sean, por la calle principal y en dirección al hotel. Sean pensó en llamarlo, pero cambió de idea.
Dobló a la derecha por una calle lateral arbolada. La casita era la tercera, adquirida tres años antes por Waite como inversión. Era encantadora, ubicada entre árboles en un jardincito lleno de flores. Tenía un tejado de paja, paredes blanqueadas y un cerco de varillas de madera. Sean ató su caballo y avanzó por el sendero.
Cuando entró en la sala, halló a dos mujeres allí. Ambas se levantaron sorprendidas y de inmediato se mostraron encantadas al reconocerlo. Qué alegría le daba verlas. Le hacía bien recibir tal acogida.
–Ah, Sean, no te esperábamos -dijo Ada y corrió hacia él. Al besarla, Sean advirtió las señales del dolor sufrido. Sintió a la vez una sensación de vaga culpa por no haber cambiado él mismo a causa de la muerte de Waite. Apartó algo a Ada para mirarla bien.
–Estás muy bonita – le dijo. Ada estaba delgada y los ojos eran demasiado grandes para el rostro aparte del pesar que había en ellos. Ada sonrió, a pesar de todo.
–Pensamos que volverías el viernes. Me alegro tanto de que hayas vuelto antes. Sean miró detrás de Ada.
–Hola, Frutilla -dijo. Estaba en actitud impaciente, esperando que reparase en ella.
–Hola, Sean. – Se ruborizó un poco al sentir los ojos de Sean fijos en ella, pero no bajó los propios.
–Pareces mayor -dijo, sin advertir el polvo que lo cubría de pies a cabeza, cara, pelo y pestañas, ni en los ojos enrojecidos.
–Olvidaste cómo era antes -dijo él, volviéndose hacia Ada.
–No, no te olvidaría -susurró Audrey en voz tan baja que ninguno de los dos la oyó. Tenía una sensación de ahogo.
–Siéntate -le dijo Ada, señalándole el gran sillón junto a la chimenea. Sobre la repisa había un daguerrotipo de Waite.
–Te traeré una taza de té.
–¿Por qué no una cerveza, mamá? – propuso Sean, hundiéndose en el sillón.
–Desde luego. Te la traeré.
–No -dijo Audrey, corriendo hacia la cocina-. La traeré yo.
–Está en la antecocina, Audrey -le dijo Ada y, dirigiéndose a Sean, comentó-: ¡Es tan buena esta niña!
–Mírala bien -le dijo Sean sonriendo-. No es tan niña.
–Ojalá Garry… -Ada calló de pronto.
–¿Qué ibas a decir? – preguntó Sean. Ada no repuso. Pensaba en cuánto habría deseado que Garrick hubiese encontrado una muchacha como ésa, en lugar de Anna.
–Nada -dijo por fin.
–¿Tuviste más noticias de Garry?
–No, todavía no, pero el señor Pye dice que le llegó un cheque cobrado en Ciudad del Cabo.
–¿Ciudad del Cabo? – repitió Sean, arqueando una ceja-. El muchacho vive la vida intensamente.
–Sí -dijo Ada, al recordar el monto del cheque-. Es verdad.
Volvió Audrey con una botella grande y un vaso en una bandeja. Se detuvo frente al sillón de Sean. Éste tocó la botella: estaba bien fría.
–Rápido, chica -dijo a Audrey-.Me muero de sed.
Terminado el primer vaso en dos sorbos, Audrey volvió a llenárselo, y sólo entonces Sean se arrellanó cómodamente en el sillón, con el vaso lleno en la mano.
–Ahora -le dijo Ada-. Cuéntanos todo.
En el calor de esa bienvenida, con un dolor grato en los músculos y un vaso lleno en la mano, era agradable hablar. No había advertido que tenía tanto que contar. Tan pronto como dejaba de hablar con animación, Ada, o bien Audrey le hacían alguna pregunta para que siguiera contando sus peripecias.
–¡Qué horror! – dijo de pronto Audrey-., Es de noche ya. Tengo que irme.
–Sean -le dijo Ada, levantándose-. ¿Quieres acompañarla a casa?
Caminaron en silencio en la semioscuridad, bajo los árboles. No hablaron hasta que Audrey dijo:
–Sean. ¿Estabas enamorado de Anna? – La pregunta brotó en forma inesperada y Sean experimentó la reacción habitual, irritación. Estaba por abrir la boca para replicar con violencia, cuando se contuvo. No era mala la pregunta. ¿Había estado enamorado de Anna? Por primera vez pensó en ello, formulando la pregunta con cuidado en su interior, como para poder responder con la verdad; tuvo una súbita sensación de alivio entonces y, dirigiendo una sonrisa a Frutilla, repuso:
–No, nunca estuve enamorado de Anna.
El tono era sincero, no mentía. Audrey siguió caminando, feliz, a su lado.
–No te preocupes por llevarme hasta casa -dijo. Por primera vez reparó en la ropa sucia y polvorienta de Sean que podría hacerle sentirse incómodo en presencia de sus padres. Quería hacer las cosas bien desde el principio.
–Esperaré hasta que llegues a la puerta -le dijo Sean.
–Supongo que irás a Theunis Kraal, mañana -dijo ella.
–A primera hora en la mañana. Hay muchísimo trabajo allá.
–Pero, ¿vendrás alguna vez a la tienda?
–Sí.
La mirada de Sean la hizo ruborizarse y detestar una vez más su piel de pelirroja que la delataba con tanta facilidad. Se alejó a paso rápido por el sendero y al llegar junto a la puerta, se volvió.
–Sean, no me llames Frutilla, por favor.
Sean se echó a reír.
–Muy bien, Audrey. Trataré de recordarlo.
Seis semanas demasiado llenas para cavilar sobre su pena y su nostalgia, si bien por la noche, cuando se sentaba en el estudio, rodeado del recuerdo de Waite, el dolor estaba siempre presente.
Los días pasaban casi en seguida de haber comenzado. Había tres chacras ahora: Theunis Kraal y las dos que arrendaba al viejo Pye. Las tenía llenas con el ganado saqueado y con el adquirido desde su vuelta. El precio de la carne de primera calidad había llegado a su nivel mínimo, con cerca de cien mil cabezas traídas de Zululandia. Sean podía permitirse ser selectivo en sus compras. También podía permitirse esperar hasta que el precio volviera a subir.
Saltó de la cama y se acercó a la mesa donde estaba la palangana y la jarra. Después de verter agua de ésta la probó con un dedo. Estaba tan fría que ardía. Permaneció un minuto, dudando, con su camisón ridiculamente femenino, el vello negro asomando del frente lleno de bordados. En seguida reunió valor y hundió la cara en la palangana, recogiendo el agua con las manos y echándosela por la nuca, frotándose el cuero cabelludo con los dedos arqueados, hasta que, resoplando, se arrancó el camisón empapado. Se secó con una toalla y permaneció de pie, desnudo, mirando por la ventana. Había bastante luz como para ver la niebla de una llovizna espesa detrás de los vidrios.
–Día infernal -rezongó, pero el tono no era muy convincente. Sentía un gran entusiasmo por el día que le esperaba, lleno de trabajo. Sus sentidos estaban bien despiertos, preparados para cualquier cosa. Impaciente por desayunar y por comenzar, pues había mucho que hacer.
Se vistió, se puso los pantalones, se metió los faldones de la camisa dentro y se sentó en la cama para ponerse las botas. Estaba pensando en Audrey. Debería ir a la ciudad al día siguiente y la vería.
Estaba pensando en casarse. Tenía tres buenas razones para ello. Había descubierto que era más fácil meterse dentro de los depósitos del Banco de Inglaterra que debajo de las faldas de Audrey sin casarse con ella antes. Y cuando Sean deseaba algo, ningún precio era demasiado elevado.
Al vivir en Theunis Kraal con Garrick y Anna, decidió asimismo que sería agradable tener su propia mujer que le cocinase, le remendase la ropa y escuchara sus anécdotas, ya que en la chacra se sentía un poco apartado del resto.
La tercera consideración, y no la más trivial, era las relaciones de Audrey con el Banco local. Audrey era uno de los puntos débiles en la armadura del viejo Pye. Aun podría contribuir a la felicidad de su hija con Mahoba's Kloof Farm como regalo de bodas, a pesar de que dentro de su optimismo, Sean hallaba que la esperanza era algo exagerada. Pye y su dinero no se separaban con facilidad.
Sí, tendría que encontrar tiempo para ir a la ciudad y decirle a Audrey. En la mente de Sean no se planteaba jamás la idea de preguntar. Se peinó, se arregló la barba, se guiñó el ojo en el espejo, y salió al pasillo. Al oler el aroma del desayuno, se le hizo agua la boca.
Anna estaba en la cocina, con el rostro arrebatado por el calor del fuego.
–¿Qué hay para el desayuno, hermanita?
Anna se volvió hacia él y rápidamente se apartó el pelo de la frente con el dorso de la mano.
–No soy tu hermanita -dijo-. No me llames así.
–¿Donde está Garry? – preguntó Sean, como si no hubiese oído nada.
–No se levantó aún.
–El pobre está agotado, sin duda -dijo Sean, sonriendo. Ella se volvió, llena de confusión. Sean le miró las caderas, sin sentir deseo alguno. Era extraño que el casamiento de Garry con ella le hubiese matado del todo el propio deseo. Hasta el recuerdo de lo que habían hecho juntos le resultaba vagamehte obsceno, incestuoso.
–Estás engordando -observó al reparar en las formas opulentas de su cuerpo. Anna movió la cabeza, pero no repuso y Sean prosiguió-. Quiero cuatro huevos, por favor, y dile a Joseph que no me los sirva duros.
Cuando entraba en el comedor, vio aparecer a Garry por una puerta lateral. Tenía una expresión somnolienta y Sean percibió el olor a alcohol en su aliento.
–Buen día, Romeo -dijo. Garry sonrió con timidez. Tenía los ojos inflamados y no se había afeitado.
–Hola, Sean. ¿Cómo dormiste?
–Perfectamente, gracias. Veo que tú, también -dijo Sean y después de sentarse, se sirvió cereal cocido de la sopera.
–¿Quieres? – ofreció a Garry.
–Gracias -Sean le pasó el plato. Notó que la mano de Garry temblaba. Tendré que decirle que se aparte un poco de la botella.
–Qué hambre tengo.
La conversación era la habitual en la mesa del desayuno, cortada, sin ilación. Entró Anna y se sentó con ellos. Por último apareció Joseph con el café.
–¿Se lo dijiste ya a Sean, Garry? – preguntó Anna de pronto, con claridad, con aire decidido.
–No. – Tomado por sorpresa, Garry se atragantó con el café.
–¿Decirme qué? – preguntó Sean. Todos callaron y Garrick movió las manos, nervioso. Era el momento que había estado temiendo. Qué ocurriría si Sean adivinaba que el hijo era suyo y se llevaba a los dos, a Anna y al niño, dejándolo a él, Garry, sin nada. Asaltado por temores intensos, irrazonables, Garrick miraba con fijeza a su hermano.
–Díselo, Garry -le ordenó Anna.
–Anna va a tener un hijo -dijo y a la vez observó el rostro de Sean, la sorpresa que poco a poco se transformó en alegría. Sintió entonces el brazo de Sean sobre sus hombros en un doloroso abrazo que por poco no lo aplastó.
–Espléndido -exclamó Sean-. Espléndido. Muy pronto tendremos la casa repleta de chicos, Garry, si sigues así. Estoy orgulloso, hombre.
Con una sonrisa tonta, llena de alivio, Garrick vio cómo Sean abrazaba a Anna con mayor suavidad y la besaba en la frente.
–Muy bien, Anna, que sea un varón. Necesitamos mano de obra barata en la chacra.
No adivinó. No lo sabe y entonces será mío. Nadie podrá quitármelo ahora.
Ese día trabajaron en el sector sur. No se separaron y Garry reía, feliz, al oír las bromas de Sean. Era maravilloso ser objeto de tanta atención de parte del hermano. Termirtaron temprano. Por excepción, Sean no tenía ganas de trabajar.
–Mi hermanito, el reproductor, con todas sus baterías cargadas -dijo Sean, golpeándole un hombro.– Basta de trabajar. Vayamos a la ciudad, a beber unos tragos y festejar el suceso en el hotel. Después iremos a decírselo a Ada.
Sean se apoyó en los estribos y gritó sobre los mugidos y ruidos de la hacienda.
–Mbejane, trae esos cuatro animales enfermos a la casa y no olvides que mañana tenemos que arrear hacienda de los corrales de la feria.
Mbejane le hizo un gesto y Sean se volvió hacía Garrick.
–Vamos, salgamos ya mismo de aquí.
Cabalgaban el uno al lado del otro, con los impermeables de hule cubiertos de gotitas de humedad, que relucían también en la barba de Sean. Hacía frío aún y el acantilado estaba cubierto de niebla.
–Tiempo especial para beber coñac -comentó Sean. Garrick no repuso. Sentía miedo otra vez. No quería decírselo a Ada. Ada adivinaría. Adivinaba todo. Sabía que era el hijo de Sean. No era posible mentirle nunca.
Los cascos golpeaban con un chasquido el barro blanco. Cuando llegaron a la encrucijada treparon por la colina en dirección a Ladyburg.
–A Ada le encantará ser abuela -dijo Sean riendo. En el mismo momento su caballo tropezó y después de perder el ritmo comenzó a renguear. Sean desmontó, levantó la mano del animal y vio la astilla incrustada en el casco.
–¡Que calamidad! – exclamó. Con la cabeza inclinada, tomó con los dientes la astilla y la arrancó.
–No podremos ir a Ladyburg ya -dijo Garrick. Estará manco unos cuantos días. – Que alivio era para él no tener que decírselo a Ada por el momento.
–Tu caballo no está manco. Ve tú, hombre y dale mis cariños, – le dijo Sean, levantando los ojos.
–Se lo diremos otro día. Volvamos a casa -pidió Garrick.
–Vamos, Garry, es tu hijo. Ve y díselo.
Garrick puso pretextos hasta que vio que Sean estaba por enojarse. Con un suspiro de resignación se alejó, entonces, mientras Sean volvía con su caballo a Theunis Kraal. Ahora que marchaba a pie, el impermeable le resultaba incómodo, de modo que se lo quitó y lo puso sobre la montura.
Anna estaba esperando en el stoep cuando Sean llegó a la chacra.
–¿Dónde está Garry? – le preguntó desde lejos.
–No te preocupes. Fue a la ciudad a ver a Ada. Volverá para la cena. – Uno de los peones tomó su caballo. Conversaron un poco y Sean se inclinó a examinar la mano del animal. Al inclinarse los pantalones se ajustaron sobre sus nalgas y realzaron la longitud de sus piernas musculosas. Anna lo observaba. Cuando Sean volvió a erguirse, pudo admirar los hombros anchos debajo de la camisa húmeda de sudor. Al llegar junto a ella por los escalones del stoep, le dirigió una gran sonrisa. Tenía la barba crespa a causa de la humedad y su aspecto recordaba el de un pirata audaz.
–Debes cuidarte, ahora -dijo a Anna, tomándola del brazo para llevarla a la casa-. No puedes tomar frío, como antes. – Pasaron las puertas de cristales. La cabeza de Anna llegaba al hombro de Sean.
–Eres una mujer magnífica, Anna y estoy seguro de que harás un chico espléndido. – Fue un error, ya que al decir estas palabras, su mirada se volvió afectuosa y, al mismo tiempo, la mano se le deslizó por el brazo de ella.
–¡Sean!
Anna pronunció su nombre como si fuera un grito de dolor. De pronto se metió dentro del círculo de su brazo arqueado y con el cuerpo apretado contra el de él, levantó los brazos para asirlo del pelo espeso de la nuca. Le atrajo la cabeza hacia abajo y posó la boca húmeda y entreabierta sobre sus labios. Tenía la espalda arqueada y trataba de empujar sus muslos entre las piernas de Sean. Durante un segundo, él se sintió prisionero en el abrazo, pero de inmediato se apartó.
–¿Estás loca?
Intentó rechazarla, pero Anna se resistía. Tenía los brazos enlazados detrás del cuerpo de Sean y la cabeza contra su pecho.
–Te quiero. Por favor, Sean. Te quiero. Déjame abrazarte, nada más. Sólo quiero abrazarte. – La voz de Anna era ahogada, pues hablaba contra la tela húmeda de la camisa. Temblaba.
–Déjame. – De pronto Sean logró apartarse y por poco no la hizo caer en el sofá junto a la chimenea.
–Eres la mujer de Garry y pronto serás la madre de su hijo. Guarda ese cuerpito ardiente para él. – Estaba ahora lejos de ella y sentía una furia creciente.
–Pero yo te quiero, Sean. Ay, si sólo pudiera hacerte comprender cuánto sufrí, al vivir aquí tan cerca de tí, sin poder tocarte siquiera.
Sean avanzó unos pasos hacia ella.
–Escucha -le dijo con violencia-. Yo no te quiero. Nunca te quise, pero ahora no podría tocarte, como no podría tocar a mi propia madre. – La aversión era visible en su rostro.– Eres la mujer de Garry. Si alguna vez vuelves a mirar a otro hombre, te mataré. – Tenía las manos crispadas ahora.– Te mataré con estas manos.
Sean tenía el rostro muy cerca del de ella. La expresión de sus ojos era insoportable. Anna se lanzó sobre él, pero Sean se apartó a tiempo para protegerse los ojos. Las uñas de Anna, no obstante, dejaron dos surcos sangrientos en las mejillas y en los lados de la nariz. La aferró de las manos, mientras la sangre le caía sobre la barba. Anna luchaba, sacudiéndose, gritándole:
–Canalla, canalla. La mujer de Garry, dices, el hijo de Garry, dices. – Las carcajadas histéricas de Anna se podían oír entre sus gritos.– Te diré la verdad. Lo que llevo dentro me lo diste tú. ¡Es tuyo, no de Garry!
De pronto Sean la soltó y retrocedió.
–No puede ser -dijo en voz baja-. Mientes. – Anna lo siguió.
–¿No recuerdas cómo nos despedimos la noche que partiste para la guerra? ¿No recuerdas la noche en la carreta? ¿No recuerdas… ¿No recuerdas nada? – Hablaba en voz baja, eligiendo las palabras para herirlo.
–Eso fue hace meses. No puede ser verdad. – Sean seguía alejándose de ella y tartamudeaba.
–Seis meses y medio -le recordó Anna-. El hijo de tu hermano será prematuro. Pero hay muchas mujeres que tienen hijos prematuros…-La voz de Anna era ahora opaca y no cesaba de estremecerse. Estaba mortalmente pálida. Sean no pudo soportar más y dijo:
–Déjame, déjame tranquilo. Tengo que pensar. No sabía.
Pasó junto a ella rozándola, casi, y salió al pasillo. La puerta dei estudio de Waite se cerró con un golpe. Anna permaneció inmóvil en el centro del cuarto. Poco a poco su respiración se hizo más pausada y las olas de furia se disiparon, para dejar tan sólo el odio negro debajo. Atravesó entonces el cuarto y se alejó por el pasillo. Una vez en su propio cuarto, se detuvo delante del espejo.
–Lo odio -dijo a su propia imagen. Seguía muy pálida-. Y hay algo que puedo quitarle. Garry es mío ahora, no de Sean.
Se quitó las horquillas hasta que el pelo le cayó sobre la espalda. Con las dos manos se lo revolvió. Luego se clavó los dientes en los labios hasta que sangraron.
–Lo odio, lo odio -repetía en medio del dolor. Se aferró el frente del vestido y se lo abrió, contemplando con desinterés los pezones oscuros por el embarazo. Se quitó los zapatos. – Lo odio -repitió. Inclinada, hundió las manos entre sus enaguas y se aflojó los calzones hasta que cayeron al suelo. Los recogió, no obstante, para desgarrarlos con las manos, antes de arrojarlos junto a la cama. Con un brazo arrasó todo lo que había sobre la mesa de tocador. Uno de los frascos cayó al suelo y estalló con una nube de polvos y de intenso perfume de esencia derramada de otro frasco. Después se tendió en la cama, levantó las rodillas y sus enaguas se levantaron como los pétalos de una flor, dejando ver sus piernas blancas.
Poco antes de anochecer golpearon a la puerta.
–¿Quién es? – preguntó.
–La Nkosikazi no me ha dicho qué debo preparar para la cena. Era la voz respetuosa de Joseph.
–No habrá cena esta noche. Pueden retirarse todos, tú y los otros.
–Muy bien, Nkosikazi.
Garrick volvió a casa anochecido ya. Había estado bebiendo y Anna lo oyó trastabillar cuando cruzó la galería y después llamar con palabras confusas.
–Hola, ¿no hay nadie? ¡Anna! ¡Anna! Volví. – Hubo un silencio mientras Garrick encendía una de las lámparas y luego, el apresurado golpear de la pierna de madera por el pasillo. La voz de Garrick tenía algo de alarma.
–¿Anna, Anna, dónde estás?
Abrió entonces la puerta y se detuvo allí, con la lámpara en la mano. Anna se apartó de la luz, apretando la cara contra la almohada y encorvando los hombros. Lo oyó dejar la lámpara sobre la mesa de tocador y sintió las manos que le bajaban las ropas para cubrir su desnudez. Con gran suavidad, Garry le tomó la cara para mirarla. Al mirarlo ella, había horror y confusión en la cara de su marido.
–Mi amor, Anna querida, ¿qué sucedió? – preguntó. Miraba los labios lastimados, el pecho desnudo. Desconcertado, volvió la cabeza y vio los calzones rasgados y los frascos en el suelo. El rostro se le puso rígido y en dos pasos estuvo junto a ella.
–¿Estás bien? – Ella hizo un movimiento.
–¿Quién fue? Dime. Anna volvió a apartar la cabeza, ocultando el rostro.
–Mi amor, pobre mi amor. ¿Fue… uno de los sirvientes?
–No.-La voz de Anna estaba llena de vergüenza.
–Dime, Anna, por favor. ¿Qué sucedió?
Anna se sentó de un salto en la cama y lo abrazó, apretando los labios contra el oído de Garrick.
–Lo sabes, Garry. Sabes bien quién fue.
–No, te juro que no, dímelo.
Después de respirar hondo, Anna susurró el nombre:
–¡Sean!
Sintió el cuerpo de Garrick estremecerse entre sus brazos y lo oyó quejarse como si lo hubiesen golpeado. Sólo entonces habló.
–Esto. Ahora, también esto.
Apartó suavemente las manos de Anna del cuello y la empujó sobre las almohadas. Se dirigió al armario y de uno de los cajones sacó la pistola militar de Waite.
"Lo matará", pensó Anna. Garrick salió del cuarto sin volver a mirarla. Anna esperó, con los puños crispados y el cuerpo tenso. Cuando se oyó el disparo, fue débil y muy poco amenazador. Con el cuerpo flojo ya, Anna abrió los ojos y se echó a llorar.
Sean estaba sentado con los codos apoyados en el escritorio y las manos en la cara, pero levantó la vista al entrar Garrick. Los rasguños en la mejilla se le habían secado, pero la piel estaba inflamada y roja. Sus ojos se posaron en la pistola que sostenía Garrick.
–Te lo dijo -comentó con voz opaca.
–Sí.
–Esperaba que no te lo dijera. Quería que por lo menos, te ahorrase eso.
–¿Hablas de ahorrarme algo? ¿Y ella? ¿Pensaste en ella?
Sean no repuso, sino que con un gesto de fatiga, se reclinó en la silla.
–Nunca sospeché antes que fueses un canalla cruel -dijo Garrick con voz entrecortada-. Vine a matarte.
–Sí -Sean vio cómo Garrick levantaba la pistola. La sostenía con las dos manos y el pelo claro le cubría la frente.
–Mi pobre Garry -dijo Sean en voz baja. De inmediato la pistola pareció sacudirse hasta que poco a poco se inclinó y quedó entre las rodillas de Garrick. Inclinado sobre ella, comenzó a sollozar, mordiéndose los labios en un esfuerzo por contenerse. Sean hizo un gesto de acercarse a él, pero Garrick se apartó contra la puerta.
–No te acerques -le gritó-. No me toques -dijo y al arrojar lejos la pistola, el borde afilado del gatillo golpeó la frente de Sean, haciéndole volver la cabeza hacia atrás, para dar después contra la pared. Al dispararse, la bala destrozó un panel de madera.
–Hemos terminado -gritaba Garrick. Para siempre.
Se volvió, buscando a tientas la puerta y después de cruzar el pasillo y la cocina, salió a la lluvia. Muchas veces cayó al engancharse la pierna en el pasto, pero se incorporaba y seguía avanzando, llorando en la oscuridad.
Por fin el rugido del Baboon Stroom, hinchado por las lluvias, le interceptó el camino. Se detuvo allí, con la lluvia cayéndose sobre la cara.
–¿Por qué yo, por qué siempre yo? – gritaba en medio de su dolor. Entonces, en un torrente de alivio tan poderoso como el del lecho del río a sus pies, sintió el aleteo de mariposas detrás de los ojos. Y la tibieza y la niebla gris se cerraron en torno de él hasta que cayó de rodillas.
–¿Que pasa, Nkosi?
–Me voy, Mbejane.
–¿Adónde?
–A donde me lleve el camino. ¿Quieres seguirme?
–Iré a buscar mis lanzas -dijo Mbejane.
El viejo Pye estaba aún en su oficina en los fondos del Banco cuando llegaron a Ladyburg. Estaba contando monedas y apilándolas en ordenadas torres doradas, con dedos tan suaves como los del hombre enamorado al tocar el cuerpo de la mujer amada, pero de inmediato apartó una mano hacia el cajón abierto cuando Sean abrió la puerta.
–No la necesita -le dijo Sean. Pye apartó la mano de la pistola con aire culpable.
–¡Por Dios! No te reconocí, muchacho.
–¿Cuánto dinero tengo en mi cuenta? – lo interrumpió Sean.
–No son horas de Banco.
–Mire, señor Pye, tengo mucha prisa. ¿Cuánto tengo?
Pye se levantó y se dirigió a la gran caja de hierro. Ocultándola con el cuerpo, manipuló los cerrojos y por fin abrió la puerta. Sacó del interior un libro y lo trajo al escritorio.
–Cárter… Cloete… Courteney -murmuró-, al volver las páginas.– ¡Ah! Ada, Garrick. Sean. Aquí está. Mil doscientas noventa y seis libras, ocho chelines y ocho peniques. Claro es que faltan las cuentas del mes pasado en la tienda, todavía por pagar.
–Digamos, mil doscientas, entonces -dijo Sean-. Necesito el dinero ahora mismo, y mientras lo cuento, desearía papel y una lapicera.
–Allí tienes, sobre el escritorio.
Sean se sentó, apartó a un lado las pilas de monedas de oro y se puso a escribir. Cuando terminó, miró al viejo Pye.
–Firme como testigo, por favor.
Pye tomó el papel y lo leyó con detenimiento.
–¡Piensas ceder tu mitad de Theunis Kraal y todo el ganado al primogénito de tu hermano! – exclamó, escandalizado.
–Así es, por favor, firme como testigo.
–Debes estar loco -dijo Pye-. Estás regalando una fortuna. Piensa en lo que haces… piensa en el futuro. Yo tenía esperanzas de que tú y Audrey… -de pronto calló, para proseguir después-. No seas tonto, hombre.
–Por favor, firme, señor Pye -insistió Sean. Murmurando algo entre dientes, Pye firmó.
–Gracias -dijo Sean y doblando el documento, lo metió en un sobre, que selló bien y guardó en un bolsillo.
–¿Dónde está el dinero? – preguntó.
Pye le entregó una bolsa de lona. Tenía una expresión de disgusto. No quería saber nada con gente insensata.
–Cuéntalo -se limitó a decir.
–Confío en usted -dijo Sean y firmó el recibo.
Cabalgó hasta dejar atrás los corrales de las ferias de ganado y ascendió por el acantilado a lo largo del camino a Pietermaritzburg. Mbejane trotaba junto a su estribo, llevando el caballo de relevo. En la cima del acantilado se detuvieron. El viento había disipado las nubes y las estrellas les permitieron ver la ciudad a sus pies, con alguna ventana iluminada aquí y allá.
Debí haberme despedido de Ada. pensó Sean. Miró hacia el valle. Theunis Kraal. No vio ninguna luz. Palpó la carta dentro del bolsillo de su saco.
–Se la enviaré a Garry desde Pietermaritzburg -dijo en voz alta.
–¿Nkosi? – preguntó Mbejane.
–Dije, que el camino es largo. Empecemos.
–Sí -asintió Mbejane-. Empecemos.
1
Sacó su cajita de rapé, hecha con una calabacita, tomó una porción con el pulgar y el índice y lo olió con delicadeza. Miró entonces las montañas. La nieve de las cumbres adquiría un tono sonrosado con los últimos rayos del sol y no tardarían mucho en acampar, aunque también era posible que no acamparan. Era lo mismo.
Sean siguió avanzando después de anochecer. El camino atravesó otro sector de veld, la llanura cubierta de pasto, y por fin vieron las luces en un valle a sus pies.
"Dundee", pensó Sean sin mucho interés. No espoleó su caballo, sino que dejó que éste continuara con su paso tranquilo en dirección a la población. Percibía ya el olor a humo de la mina de carbón, alquitranado y espeso, y le hacía arder la garganta. Entraron en la calle principal. En aquella baja temperatura, la población daba la impresión de estar desierta. No tenía intención de pernoctar allí. Acamparía en el otro extremo, pero al pasar frente al hotel vaciló. En el interior había tibieza, risas y el rumor de las voces de los hombres. De pronto advirtió que tenía los dedos rígidos de frío.
–Mbejane, toma mi caballo. Busca un lugar donde acampar en el extremo de la población y haz una hoguera para que no deje de encontrarte en la oscuridad.
Entró en el bar del hotel. El salón estaba lleno de hombres, mineros en su mayoría, como lo evidenciaba el polvo grisáceo que les cubría la piel. Cuando llegó a la barra lo miraron sin mostrar curiosidad. Sean pidió coñac. Lo bebió poco a poco, sin intentar participar en las conversaciones de los que hablaban a gritos a su alrededor.
El ebrio era un hombre bajo, con un físico que recordaba la Montaña de la Mesa, bajo, cuadrado, macizo. Debió ponerse en puntas de pie para rodearle el cuello a Sean con un brazo.
–Bebe conmigo, Boetie.– Su aliento era agrio, sucio.
–No, gracias. – Sean no tenía ganas de alternar con ebrios.
–Vamos, vamos -insistió el hombre y al trastabillar hizo que se derramase el coñac de Sean en el mostrador.
–Déjame en paz -dijo-, apartando el brazo.
–¿Tienes algo contra mí?
–No. Tengo ganas de beber solo.
–Quizá no te gusta la cara que tengo, ¿eh? – El ebrio acercó la cara a la de Sean. No, no le gustaba nada.
–Vamos, vete, hazme el favor. El ebrio golpeó la barra.
–Charlie, dale un trago a este mono. Un trago doble. Si no lo bebe, se lo empujaré yo por la garganta.
Sean no miró el vaso que le sirvieron, sino que apuró su propio coñac e hizo un movimiento para dirigirse a la puerta. El ebrio le arrojó la bebida a los ojos. A pesar del ardor, pudo dar al hombre un puñetazo en el estómago y cuando se dobló, otro en la cara. El ebrio cayó sobre un costado y quedó tendido en el suelo, sangrando por la nariz.
–¿Por qué le pegaste? – dijo otro minero. Estaba ayudando al ebrio a sentarse.
–No te habría costado nada beber con él. – La hostilidad en todo el salón era obvia. Sean era el forastero.
–Este muchacho busca dificultades.
–Es un mono fanfarrón. Y nosotros sabemos cómo tratar a los monos fanfarrones.
–Vamos, se lo enseñaremos.
Sean había golpeado al hombre en una reacción automática. Lo lamentaba, pero su sentimiento de culpa se disipó cuando se vio rodeado. Tampoco sentía ya depresión, sino en lugar de ello, una sensación de alivio. Esto era lo que necesitaba.
Se lanzaron seis hombres contra él, una jauría, un número bastante considerable. Uno de ellos esgrimía una botella y Sean sonrió. Hablaban a gritos, dándose valor y esperando que uno de ellos iniciara el ataque.
Alcanzó a ver un movimiento con el rabillo del ojo y de un salto se apartó, con los puños preparados.
–Calma -dijo una voz muy británica a su lado-. Vengo a ofrecerte mis servicios. Parecería que tienes enemigos. Y de sobra, además.
El hombre que había hablado se levantó de una de las mesas a espaldas de Sean. Era alto, con una cara huesuda y de rasgos marcados y vestía un impecable traje gris.
–Los quiero a todos -le dijo Sean.
–Qué egoísta. – Dijo el hombre, agitando la cabeza.– Dame los tres caballeros de tu izquierda. Te los compro, si tu precio es razonable.
–Toma dos como regalo y considérate un hombre con suerte.
A la ancha sonrisa que le dirigió Sean, el hombre respondió con otra. El placer de conocerse era tal que habían olvidado casi la trifulca inminente.
–Muy amable. Quiero presentarme. Dufford Charleywood -dijo, y pasando el fino bastón a su mano izquierda, tendió la derecha a Sean.
–Sean Courteney -dijo éste y se la estrechó.
–Oigan, bandidos, piensan pelear, ¿no? – preguntó, impaciente, un minero.
–Cómo no, querido, cómo no -repuso Duff y con pasos ligeros, casi de danza, se acercó al hombre, agitando el bastón. Al caer sobre un cráneo, la delgada caña hizo el ruido de un pelotazo.
–Y entonces quedaron cinco -observó Duff. El bastón con su extremo de plomo, volvió a caer en un arco altamente satisfactorio y dio en la garganta de otro minero. El hombre quedó tendido, haciendo ruidos guturales.
–El resto es suyo, señor Courteney-dijo Duff con aire melancólico.
Sean se lanzó muy inclinado, abriendo los brazos para aferrar cuatro pares de piernas a la vez. Sentado luego en la pila de cuerpos, comenzó a dar golpes con puños y pies.
–Desprolijo, desprolijo -comentó Duff con desagrado. Los gritos y los golpes sordos cesaron, poco a poco, y Sean se puso de pie. Le sangraba el labio y le habían desgarrado una solapa.
–¿Bebes? – le preguntó Duff.
–Coñac, por favor. – La elegancia de la figura apoyada contra la barra le hizo sonreír.– Creo que no volveré a rechazar un trago esta noche.
Se llevaron los vasos a la mesa de Duff, pasando sobre los cuerpos tendidos.
–¡Salud!
–¡Salud!
Se estudiaron mutuamente, con franco interés, sin reparar en la operación de despeje que se desarrollaba a su alrededor.
–¿Viajas? – preguntó Duff.
–Sí. ¿Y tú?
–No tengo esa suerte. Formo parte del personal permanente de la Mina Dundee.
–¿Trabajas aquí? – El tono de Sean era incrédulo. Duff parecía un gallo rodeado de palomas.
–Segundo Ingeniero -le explicó Duff-, pero no por mucho tiempo. El sabor del carbón se me pega en la garganta.
–Se me ocurre algo para quitártelo.
–Gran idea.
Sean trajo los vasos a la mesa.
–¿Hacia dónde vas? – le preguntó Duff.
–Iba hacia el norte cuando partí y seguí en esa dirección.
–¿Desde dónde partiste?
–Desde el sur.-La respuesta fue brusca.
–Perdóname, no quise ser indiscreto -dijo Duff, sonriendo-. Coñac, ¿no?
Se acercó entonces el barman y se detuvo junto a la mesa.
–Hola, Charlie lo saludó Duff-. Sospecho que buscas compensación por los daños a tus decorados y muebles.
–No se preocupe, señor Charleywood. No con frecuencia nos divertimos tanto. No nos importa una silla o una mesa más o menos, cuando vale el espectáculo. La casa paga.
–Sumamente amable por parte de la casa.
–No vine para eso, señor Charleywood. Tengo algo que quiero mostrarle, por ser usted alguien que entiende de minas y demás. ¿Tiene un minuto?
–Vamos, Sean. Vamos a ver qué tiene Charlie. Seguramente es una mujer preciosa.
–En realidad, no -dijo Charlie, muy serio, mientras los llevaba a otro cuarto. De uno de los estantes que había allí retiró una piedra, que mostró a Duff-. ¿Qué diría que es esto?
Duff la tomó y la pesó en una mano y después la miró muy de cerca. Era de un color grisáceo, con manchas negras y de un rojo oscuro y estaba surcada por una ancha vena negra.
–Es un conglomerado -dijo Duff. sin mayor entusiasmo-, ¿Cuál es el misterio?
–Un amigo lo trajo de la República de Kruger en el otro lado de las montañas. Dice que es material aurífero. Han descubierto una gran veta en un punto llamado Witwatersrand, en las afueras de Pretoria. Desde luego, no creo mucho en esos rumores, porque todo el tiempo llegan hasta aquí: diamantes y oro, oro y diamantes.
Charlie rió, mientras se secaba las manos en el delantal.
–De todos modos, dice mi amigo que los bóers piensan vender permisos a cuantos quieran buscar el mineral. Se me ocurrió que le interesaría mirar esto.
–Me lo llevaré, Charlie, y lo analizaré por la mañana. En este momento mi amigo y yo estamos bebiendo.
–Mantenlo como un mugido -susurró Sean-. Estás en presencia de un enfermo gravísimo.
Mucho más tarde un sirviente les trajo café.
–Avisa a mi oficina que estoy enfermo -le ordenó Duff.
–Avisé ya. – Era obvio que el sirviente conocía a su amo.– Y hay alguien afuera que busca al otro Nkosi -prosiguió, mirando a Sean-. Está muy preocupado.
–Mbejane. Que me espere.
Bebieron el café en silencio, sentados en el borde de sus camas.
–¿Cómo llegué aquí? – preguntó Sean.
–Si no lo sabes tú, chico, no lo sabe nadie. Duff se levantó a buscar ropa limpia y al verlo desnudo, Sean observó que a pesar de su delgadez, tenía muy buena musculatura.
–¿Qué diablos pondrá Charlie en su bebida? – se quejó, levantando su saco.
Al hallar la piedra en uno de los bolsillos, la sacó y la arrojó sobre el cajón de embalaje que servía como mesa. Con un gesto hosco, la miró mientras terminaba de vestirse y luego se acercó a la gran pila de objetos masculinos que llenaba un rincón del cuarto. De allí sacó un mortero, y un pilón de acero y un cedazo para oro muy destruido.
–Esta mañana me siento eterno -dijo y comenzó a moler la piedra en el mortero. Echó luego el polvo obtenido en el cedazo, lo llevó hasta un tanque para agua, de chapa de zinc, junto a la puerta y lo llenó.
Sean lo siguió y se sentaron juntos en los escalones de la puerta de entrada. Duff agitaba el cedazo, con un diestro movimiento giratorio y de arriba hacia abajo, que hacia mover el contenido y al mismo tiempo caer un poco por el pico. Repentinamente lo llenó con agua limpia.
De pronto Sean vio que Duff se ponía rígido. Al mirarlo a la cara, no halló rastros del malestar dejado por la borrachera. Tenía los labios muy apretados y los ojos enrojecidos fijos en el cedazo.
Sean miró el interior y vio el resplandor a través del agua, como el brillo fugaz de la panza de una trucha cuando se vuelve para tragar la mosca. El entusiasmo le recorrió los brazos y le llegó hasta la nuca.
Duff echó más agua, lleno de impaciencia, hizo girar el cedazo tres veces más y ambos permanecieron sentados allí, inmóviles, mudos, contemplando la curva dorada en el fondo del cedazo.
–¿Cuánto dinero tienes? – le preguntó Duff.
–Algo más de mil.
–Tanto. Magnífico. Yo puedo conseguir quinientas, pero añado a esto mi experiencia en minería. Socios con partes iguales. ¿De acuerdo?
–Sí.
–Bien, qué hacemos sentados aquí. Iré al Banco. Espérame en el límite de la ciudad dentro de media hora.
–¿Y tu empleo?
–Detesto el olor a carbón. Al diablo con mi empleo.
–¿Y Charlie?
–Charlie es un envenenador. Al diablo con Charlie.