Capítulo 7
La vida de Gina se salió completamente de madre a lo largo de los dos siguientes días. La gente de la calle le pedía autógrafos, y los reporteros vigilaban todos sus movimientos. Esperaban cada mañana a la puerta de su casa para pillarla yendo al trabajo, le disparaban con sus cámaras, le metían los micrófonos en la cara y le hacían preguntas indiscretas.
Preguntas sobre Flint. Y sobre Tara Shaw. Al parecer, Tara y su actual marido tenían problemas, lo que, según la prensa, significaba que ella iría tras Flint en busca de consuelo. Y de sexo.
Los periodistas querían saber qué pensaba hacer Gina al respecto. ¿Se enfrentaría a Tara por Flint? ¿Pelearían como dos gatas por él?
Gina se giró para mirar a Flint. Caminaban de la mano por una tienda de antigüedades, dándole a Boston y al resto del país motivos para hablar.
Él le acariciaba el cuello cada vez que se detenían a contemplar una mesa o un escritorio ornamental. Y Gina, por supuesto, le devolvía la caricia.
Ella interpretaba su papel, aunque sentía deseos de gritar. Todo aquel misterio respecto a Tara Shaw la estaba volviendo loca, y la prensa no hacía más que avivar el fuego, obligando a Gina a preguntarse qué estaría escondiendo Flint.
—Vamos a mirar esto —dijo él guiándola hacia un collar antiguo antes de mirar por encima de su hombro.
—¿Está aquí nuestra sombra? —preguntó Gina, sabiendo que Flint estaba comprobando si los seguía el fotógrafo local.
—Sí.
Ella suspiró. Aquel reportero estaba siendo un auténtico incordio, una cola que no se despegaba de ellos.
—¿Qué tipo de fotografía espera tomar? Después de todo, estamos en un sitio público.
—Tal vez espere que vayamos a hacerlo aquí mismo —respondió Flint con una mueca—, delante de todo el mundo.
—Muy gracioso —respondió Gina tratando de aparentar indiferencia.
Pero no podía sacarse a Tara de la cabeza. ¿Qué ocurriría si la otra mujer aparecía de veras en busca de Flint? ¿Y si aplastaba aquellos inmensos pechos que tenía contra su torso y le lloraba en el hombro? Tal vez la actriz tuviera veintiún años más que él, pero había madurado como el bueno vino. Seguramente habría contado con algo de ayuda, algún retoque por aquí, alguna operación por allá, porque en Beverly Hills abundaban los cirujanos plásticos, y Tara podía permitirse el mejor.
Gina se acercó más a Flint para asegurarse de que nadie los escuchaba.
—¿Te he contado que me han llamado de una revista masculina?
—¿De veras? ¿Quieren hacerte una entrevista?
—No. Me han preguntado si quería hacer un posado. Un desnudo.
También la habían informado de que Tara Shaw había aparecido en su número de julio de 1975 posando con una chaqueta de flecos abierta y zapatos de plataforma.
Durante un instante, Flint permaneció en silencio.
—Guau —dijo finalmente.
¿Guau? ¿Qué se suponía que significaba aquello? ¿Que no era lo suficientemente sexy?
—Les dije que lo pensaría.
—Estás de broma... —aseguró él componiendo una mueca.
Gina sintió deseos de golpearlo, pero en su lugar se apartó un mechón de rizos de los hombros. Se había acostumbrado a llevar el cabello suelto, al menos durante sus apariciones públicas. ¿Y por qué no habría de hacerlo? La prensa la había bautizado con el sobrenombre de «Belleza bohemia de larga melena», y Gina había decidido no estropear su nueva y misteriosa imagen.
—Podría hacerlo si quisiera.
—No lo he dudado ni por un momento
—¿Así que crees que sería una buena modelo de desnudo? —preguntó Gina mirándolo a los ojos, sorprendida por su reacción.
—Por supuesto que sí.
Flint se apretó contra ella y, al ver que Gina no se apartaba, la besó.
La señora que estaba a cargo del mostrador de joyería carraspeó, pero a Gina no le importó. Deslizó la lengua dentro de la boca de Flint y saboreó su deseo.
Un deseo que parecía demasiado real como para ser fingido.
Cuando dejaron de besarse, Gina mantuvo los brazos alrededor de él, a pesar de la mirada de desaprobación que les dedicó una pareja de ancianos. El fotógrafo se preparó para el siguiente disparo, encuadrando la escena para hacer otra foto.
—¿Sabes qué es lo último que se rumorea? —preguntó Flint.
—No, ¿de qué se trata?
—Dicen que hemos hecho un vídeo pornográfico.
—¿Cómo? —preguntó Gina sintiendo cómo se le aceleraba la respiración.
—Una grabación privada de nosotros dos haciendo el amor —aclaró él.
—¿Cómo sabes que andan diciendo eso?
—Tengo mis contactos —respondió Flint con su sonrisa de asesor.
Gina estudió aquella sonrisa, y mantuvo el tono de voz en un susurro. El fotógrafo pensaría probablemente que le estaba suplicando a Flint que la llevara a casa para hacerlo... y grabarlo.
—No serías tú el que se inventó el rumor, ¿verdad?
—¿Yo? Ni hablar. Simplemente lo he escuchado, eso es todo.
Gina ladeó la cabeza. En lo que se refería a Flint, no estaba muy segura de qué creer.
—¿Me estás diciendo la verdad?
Flint se mostró evasivo, dio por zanjado el tema y se giró hacia el mostrador de joyería.
Mientras él observaba las gemas de colores que había tras el cristal, Gina se metió las manos en los bolsillos y trató de no pensar en cómo iba a afectarle aquel escándalo durante el resto de su vida.
Ella no era una estrella de cine como Tara Shaw. Ella era sencillamente una chica italiana de Boston que había tenido la suerte de nacer en una familia rica. Una chica rica con una úlcera y un pelo rebelde. ¿Qué tenía aquello de glamouroso?
Gina se dio la vuelta y se encontró con al menos cincuenta pares de ojos observándola con curiosidad alrededor del mostrador, esperando que ocurriera algo excitante.
—¿Podría ver ese? —preguntó Flint señalando una de las vitrinas.
—Por supuesto —aseguró la vendedora abriendo la vitrina con llave y mostrándole el collar que había dentro.
—Me lo llevo —dijo Flint tras observarlo durante unos instantes y comprobar la astronómica cifra que tenía marcada en el precio—. Para ti, mi dama.
Gina miró el regalo que él le había puesto entre las manos. Era un querubín de platino y diamantes que brillaba al final de una reluciente cadena. Flint le había comprado un ángel.
Varias horas más tarde, Flint circulaba entre el tráfico con Gina sentada a su lado. Llevaba el colgante al cuello. Sabía que era una tontería emocionarse con aquel regalo, pero no podía evitarlo.
Qué hombre tan complejo era aquel. Exigente, divertido, romántico incluso, pensó Gina mientras agarraba con fuerza el querubín.
—Adivina quién está detrás de nosotros —dijo Flint mirando por el espejo retrovisor.
—El fotógrafo pesado —respondió Gina sin siquiera plantearse otra posibilidad.
—El mismo que viste y calza. Qué hombre tan persistente...
—¿Te imaginabas que sería así? —preguntó ella—. ¿Pensabas que la prensa iba a ser tan acosadora?
—Sí. Ya he pasado por esto antes.
—Claro. Con Tara —respondió Gina sin poder evitar nombrar a la actriz—. No hacen más que compararme con ella.
—Lo sé —contestó Flint mirando de nuevo por el retrovisor—. ¿Quieres que intente perder de vista a ese tipo?
Gina se cruzó de brazos. Qué fácil le resultaba a Flint cambiar de tema cuando hablaban de Tara.
—Estoy empezando a hartarme de esto —dijo.
—Yo también. Lleva varios días pisándonos los talones.
—Me refería a Tara.
—Ella es una estrella de cine —respondió Flint revolviéndose en el asiento—. A la prensa le fascina.
—¿Y eso qué significa? ¿Que sabías que la meterían en nuestra historia?
—No hasta este punto, pero sabía que aparecería su nombre.
Gina estudió su perfil. Flint conducía con los ojos clavados en la circulación.
—¿Has sabido algo de ella? —preguntó Gina.
—No.
—¿Y esperas que aparezca?
—No —volvió a responder él.
Tratar de sacarle información a Flint era como intentar arrancarle un diente a un dinosaurio.
—¿Crees que estará enfadada? Después de todo, están diciendo que ella y yo podríamos pelearnos por ti.
—Dudo mucho que los rumores le importen. Se crece con la publicidad.
—Es una mujer casada, Flint.
—¿Y qué? Su marido también es famoso. Y su carrera no está precisamente en su mejor momento. En este negocio, a veces es preferible ser blanco de los comentarios negativos de la prensa a que no hablen de ti.
Gina no estaba de acuerdo, pero, ¿qué sabía ella de Hollywood ni de la clase de hombre con el que se había casado Tara?
—¿Y qué me dices de ti? —le preguntó a Flint—. ¿Te creces con la publicidad?
—Por supuesto que no —respondió él dirigiéndole una mirada cargada de frustración—. He organizado este montaje porque sabía que funcionaría. Y eso forma parte de mi trabajo, Gina. Organizar escándalos para entretener a la prensa.
Ella exhaló un suspiro y Flint hizo lo mismo. Se mantuvieron en silencio durante unos instantes. Flint seguía mirando de vez en cuando por el retrovisor, y Gina entendió que el fotógrafo aún les seguía la pista.
—¿Estás enfadada conmigo? —preguntó él finalmente—. Me siento muy atraído por ti, Gina. Esa parte del montaje es verdadera.
—Lo sé —respondió ella acariciando el ángel—. Para mí también.
—Entonces, ¿por qué estamos siempre peleándonos?
—Porque eres muy pesado —le dijo ella.
—¿Ah, sí? —respondió Flint con una sonrisa—. Muy bien, pues tú también.
Gina quería besarlo, poner la boca sobre aquella sonrisa seductora, sobre aquellos labios curvados.
Flint se metió por una calle flanqueada de árboles, en la que abundaban las grandes mansiones entre la abundante vegetación. La mayoría de las construcciones eran de ladrillo, con largos y bien cuidados senderos. El vecindario tenía un aire distinguido, pero desprendía también calor.
—Estoy llevando al fotógrafo a la puerta misma de mi casa —dijo Flint—. Debo estar loco.
Ella también debía estar loca por desear besar a Flint.
Él accedió a la entrada de una mansión impresionante. Las ventanas eran vidrieras, y la piedra con la que estaban construidas las dos plantas le otorgaba a la casa el encanto de tiempos pasados. Aquel edificio histórico había sido remodelado para reflejar un estilo artístico y a la vez tradicional.
Flint aparcó el Corvette en una esquina.
—Tal vez deberíamos darle a ese tipo una buena foto. Ya sabes, algo jugoso.
Gina miró por el espejo lateral. Una furgoneta azul se había detenido en la calle, ocultándose bajo la enorme copa de un árbol. Al parecer, el conductor no se había dado cuenta de que lo habían descubierto.
—¿Vamos a hacerle un favor a ese imbécil?
—¿Por qué no? Está alimentando nuestro escándalo. ¿Te das cuenta de que los periódicos apenas han mencionado el asunto de la pimienta? A nadie parece importarle ya lo más mínimo. La gente está más interesada en otros asuntos picantes, los que se cuecen entre las sábanas —aseguró Flint con una de sus típicas sonrisas—. Y ahí estamos nosotros, nena. Tú y yo.
—Entonces, ¿qué propones? ¿Que montemos un número en el coche?
—No. En el porche. Así tendrá mejor perspectiva.
—Parece un buen plan —respondió Gina mientras notaba cómo se le aceleraba el corazón.
Bajaron del coche y subieron hasta el porche, tomándose el pelo el uno al otro. En el fondo, Gina sabía que aquello era más que una puesta en escena para la foto. Quería sentir a Flint, y él quería sentirla a ella.
El se puso las llaves en el bolsillo del pantalón.
—Te apuesto lo que quieras a que no puedes quitármelas.
—Y yo te apuesto a que sí —respondió Gina mirándole los vaqueros.
—Entonces, adelante.
Ella estiró el brazo, pero Flint le sujetó la muñeca. Forcejearon como dos niños, apretándose contra la barandilla del porche y riéndose. Gina se las arregló para soltarse la mano y metérsela en el bolsillo. Y cuando agarró las llaves, Flint le sujetó la otra mano y se la apretó contra la bragueta.
El corazón de Gina se aceleró hasta límites insospechados.
Jugueteó con su bragueta, y Flint le desabrochó los primeros botones de la blusa, los suficientes para permitir que la brisa de marzo le acariciara la piel.
De pronto, la besó. La besó con furia, con poderío, con una urgencia que ninguno de los dos podía negar.
Se levantó algo más de viento, que revolvió el cabello de Gina y le abombó a él la camisa. Flint inclinó la boca hacia abajo, pero no lo suficiente. Ella quería que le lamiera los pezones, que acabara con aquel deseo, pero se lo impedía la ropa. La de ambos.
Gina comenzó a desabrocharle el cinturón, y entonces cayó en la cuenta de lo que estaba haciendo. Allí fuera había un fotógrafo inmortalizando su actuación.
—Tenemos que parar.
—Sólo un beso más —pidió Flint.
Gina puso los dedos en su cinturón. Un solo beso más.
La barba incipiente de Flint le añoraba la mandíbula. El calor de su respiración le calentaba la mejilla. Un beso llevó a otro, y Gina se apretó contra él, demasiado mareada como para hablar.
Flint sacó las llaves y hurgó en la cerradura. Consiguió hacer contacto, y la puerta se abrió.
Entraron juntos en el vestíbulo, entrelazados el uno en el otro. Él cerró la puerta con la pierna.
Y entonces los asaltó un momento de lucidez. La interpretación había terminado. Nadie podía verlos en aquel momento.
Flint dio un paso atrás y se pasó la mano por el cabello. Gina trató de concentrarse en su casa, pero sólo distinguió un conjunto de antigüedades y un laberinto de color.
—Dime que deseas lo mismo que yo, Gina —susurró Flint mirándola con tal intensidad que ella se quedó sin respiración—. Dime que no soy yo solo.
Gina sintió un escalofrío.
—Dímelo —suplicó él con la voz entrecortada por el deseo.
—No eres tú solo, Flint. Yo deseo lo que tú deseas.
Lo deseaba desesperadamente. Lo deseaba tanto que le dolía.
—Y ahora, dime que después no importará lo que haya ocurrido —continuó él acercándose más—. Que no lo utilizarás en mí contra.
—Te lo prometo —respondió Gina, deseando de corazón no implicarse emocionalmente, no sentir después la necesidad de seguir con él.
Flint acortó la escasa distancia que los separaba y ella cayó en sus brazos. El la abrazó en silencio durante un instante, luego se miraron a los ojos y perdieron el control.
Flint le desabrochó de un plumazo la blusa, arrancándole de cuajo los botones. Ella le sacó la camisa y le bajó la cremallera. Él le desabrochó el sujetador, ella le bajó los pantalones.
Luego, ambos se quitaron los zapatos y estuvieron a punto de caerse por la premura con que lo hicieron. Y en medio de todo aquello, se las arreglaron para seguir besándose con las bocas enlazadas, las lenguas bailando, los pulmones implorando un soplo de aire.
Cuando Gina estuvo desnuda, Flint inclinó la cabeza y le saboreó los pezones, llevándose primero uno y luego otro a la boca, succionándolos, llenándola de placer con su calor.
Y luego se deslizó hacia abajo. Y más abajo todavía.
Finalmente, Flint se puso de rodillas y la miró. Gina le devolvió la mirada, cautivada por su belleza, por el brillo dorado que desprendían sus ojos.
Ella le acarició la mejilla, sintiendo aquel inicio de barba que le confería sombras a su rostro, otorgándole un aire misterioso a cada una de sus oscuras facciones.
Gina recorrió con un dedo la línea masculina de sus labios. Pero cuando él le mordisqueó el dedo, sintió una repentina sensación de peligro.
Se suponía que aquel no era un romance verdadero. Se suponía que aquello no tenía que ocurrir.
—Demasiado tarde —musitó Flint, como si le hubiera leído el pensamiento.
—Lo sé —respondió ella hundiéndole las manos en el cabello.
Tenía ganas de él. Lo necesitaba con urgencia.
Él introdujo la lengua entre sus piernas y Gina se excitó. Y se humedeció. Y se sintió en la gloria.
Flint la tenía sujeta por las caderas, inmovilizada. Pero ella luchó contra la inmovilidad y se revolvió en busca de la boca de su amante.
La boca de su amante. El solo hecho de pensar en aquellas palabras la hacía estremecerse.
Los besos de Flint eran salvajes y apasionados. Él seguía saboreándola, y Gina supo que estaba tan excitado como ella.
El deseo que Flint tenía de que ella llegara al clímax era casi tan poderoso como la sensación que él le provocaba. Era un estremecimiento sensual que le recorría la espina dorsal, llenándole el estómago de mariposas que aleteaban.
—Flint... —susurró Gina.
Él intensificó la presión de sus besos, aumentando la intensidad de la temperatura, de la excitación, del poderío sexual que estaba desplegando sobre ella.
Gina pensó que aquel hombre sería su perdición. Que le robaría la voluntad, haciéndola desear más y más de él.
Emitió una plegaria silenciosa, pidiéndole al cielo que le mantuviera la cordura. Pero un segundo más tarde sintió la fuerza de un orgasmo atravesándola, y arrancándole el último atisbo de control.
Cuando terminó, Gina estaba derretida en una piscina de seda.
Flint se puso de pie. Lo único que deseaba era a Gina, la mujer que le confundía las emociones, le hacía perder los nervios y lo obligaba a sentirse como un depredador.
—Puede que esto vaya rápido —dijo Flint—. Tal vez no pueda contenerme.
—Pero no dejes de tocarme —respondió Gina inclinándose hacia él—. Por favor, no te pares.
—No lo haré.
«No pararé nunca», pensó, dándose cuenta de la locura de aquella idea. Cuando hicieran público el final de su romance, la dejaría marchar.
Flint deslizó las manos por su cintura hacia sus caderas, atrayéndola hacia sí. Era extraordinariamente bella, esbelta y sin embargo llena de curvas. El ángel que él le había regalado le colgaba entre los pechos, y los diamantes brillaban sobre su piel dorada. Los pezones, rosados y erectos por sus caricias, parecían dos perlas.
Flint la besó, y sus lenguas se encontraron. Gina soltó un suspiro de rendición. Parecía agotada, sumergida en el remanso posterior a un orgasmo de los que hacían época.
Flint sonrió, complacido por haber sido él el causante de aquella sensación.
—¿Lo que veo reflejado en tu cara es orgullo masculino? —preguntó Gina.
—No lo dudes.
Flint la llevó hacia una mesa que había en el vestíbulo. Tumbarse sobre ella en el duro suelo de madera estaba fuera de toda cuestión, pero no creía que pudiera aguantarse hasta el dormitorio. Ni siquiera hasta el salón, donde al menos una alfombra les proporcionaría algo de comodidad.
La colocó sobre la mesa y le abrió las piernas. Aquella pieza antigua y pulida tenía encima un jarrón de flores que la doncella de Flint cambiaba cada semana, y su fragancia le entró por las fosas nasales como si fuera un afrodisíaco.
Flint sintió en el pecho una punzada de culpabilidad. A las mujeres les gustaban las camas suaves y mullidas. Les gustaba el romanticismo: velas, bombones y ramos de rosas. Desde luego, los jarrones de flores decorativos no contaban.
Gina se mordió el labio inferior y lo miró. Flint entró en ella y ella se enroscó a su alrededor, cálida y húmeda. Él gimió y luego se quedó paralizado, maldiciendo su premura. Al instante siguiente la embistió con tanta fuerza que la hizo gritar, pero Flint sintió que ella no quería que bajara el ritmo. Gina apretó las piernas a su alrededor y lo abrazó con ellas como si le fuera la vida. Inclinó la cabeza hacia atrás, y, con su cabello entre las manos, Flint evocó la imagen de Eva tentando a Adán con una manzana, la imagen de una mujer que ponía a un hombre de rodillas.
«Pero yo ya me he puesto de rodillas», pensó Flint. Ya le había dado placer a ella. Ahora era el momento de tomar lo que Gina estaba dispuesta a ofrecerle.
El peligro. La tentación. Sexo caliente y tórrido.
Ella lo acarició mientras Flint se movía, mientras hundía su cuerpo ardiente en el suyo. Le acarició los hombros y le pasó las manos por el torso. Las yemas de sus dedos danzaron sobre los músculos de su estómago.
No dejaban de mirarse a los ojos, y Flint luchó contra el deseo que sentía de vaciarse dentro de ella. Quería unos minutos más, unos segundos más antes de llegar al éxtasis.
La mesa se movía bajo la presión de su acto amoroso. El jarrón de flores se tambaleaba. Flint se deslizaba de sensación en sensación, ciego a todo. A todo excepto a su deseo.
Gina le clavó las uñas en la espalda, y él recibió con alegría aquella muestra de pasión. De alguna manera, sabía que ella nunca le había hecho eso a ningún hombre. Gina nunca se había sentido así de liberada, así de salvaje.
Flint empujó con más fuerza, más profundamente, hasta que su cuerpo se puso rígido y se convulsionó entre los brazos de Gina. Ella hundió la cara en su cuello y emitió un sonido sensual, pero él estaba demasiado abstraído como para saber si Gina había alcanzado el éxtasis con él.
Flint sólo era consciente de su deseo desparramado sobre ella, tan cálido y fluido como el clímax que le recorría las venas.