CAPÍTULO XIII


El superintendente Misterson estaba gozando de un momento de tranquilidad y confortable relajación en el asiento de caoba del retrete de Mrs. de Frackas, cuando sonó el teléfono en el salón y el sargento llegó para decir que los terroristas estaban otra vez al habla.


–Bueno, eso es buena señal -dijo el superintendente, saliendo a toda prisa-. No suelen empezar a dialogar con tanta rapidez. Con un poco de suerte a lo mejor les hacemos entrar en razón.

Pero sus ilusiones sobre este particular se volatilizaron en seguida. El graznido que salía del amplificador era extremadamente extraño. Incluso el rostro del mayor, por lo general una mascarilla impávida de inanidad calculada, registró cierta estupefacción. La voz de Wilt, convertida por el miedo en un extraño falsete, y gutural debido a la necesidad calculada de que sonase a extranjera -preferiblemente alemana-, gimió y chilló alternativamente toda una serie de peticiones extraordinarias.

–Ezte es el comunicado númego un de la nuefa Ag-mada del Pobló. Pedimos la inmediate libegación de todos los kamagaden detenidos ilegalmente en prgisiones inglesas zin juizio. ¿Usted komprendeg?

–No -dijo el superintendente-, no comprendo nada de nada.

–Fascistik schweinfleisch -gritó Wilt-. Sekond, nosotros pedimos…

–Oiga, un momento -dijo el superintendente-, no tenemos a ninguno de sus… ejem… camaradas en prisión. No podemos responder a sus…

–Mentigoso, cegdo, peggo -aulló Wilt-. Günther Jong, Erika Grass, Friedrich Boíl, Heinrich Musil por citag sólo unos pocos. Todos en prgisiones brgitánicas. Usted libegag en prgóximas cinco hogas. Sekond: pedimos la inmediata detención de todos los falsos infogmes sobre nuestrga lucha aquí pog la libegtad, en la televisión, gadio y peguiódicos, finanziados por capitalistic – militarische – liberalistic – pseudo – democratische – multinazionalistiche und finanzialistische conspiracionalistische, ja. Dritte; pedimos guetigada inmediata de alies militaristic truppen aus der garden unter linden und die strasse Villington Road. Vierten; pedimos salfokondukt para los diguigentes de la Agmada Altegnatiba del Pueblo und el desenmascagamiento de la traición de clase de los desviacionistas y refogmistas, asesinos CIA-Zionistic-nihilistic que se llaman a sí mismos falsamente Grupen 4 de la Agmada del Pueblo y están amenazando las vidas de mujegues y niños en un intento propagandístico de des-viag conciencia proletaguia de la verdadega lucha de libegación mundial. Fin del comunicado.

Habían colgado.

–¿Qué cojones era eso? – preguntó el mayor.

–Y yo qué coño sé -dijo el superintendente con una mirada vidriosa-. Está definitivamente chiflado. Si mis oídos y el espantoso acento de ese cabrón no me engañan, se piensa que el grupo de Chinanda y la Schautz son agentes de la CÍA que trabajan para Israel. ¿No es eso lo que parecía estar diciendo?

–Eso es lo que ha dicho, señor -dijo el sargento-. El Grupo número 4 del Ejército Popular es la brigada de Schautz, y este tipo se cagaba en ellos. Debe de ser que ha habido una escisión y tenemos un Ejército Popular Alternativo.

–Lo que sí tenemos es a un loco de atar -dijo el superintendente- ¿Está usted seguro de que ese discursito venía de la casa?

–No puede haber venido de ningún otro sitio, señor. Sólo hay una línea y estamos conectados con ella.

–A alguien se le han cruzado los cables, si quiere saber mi opinión -dijo el mayor-, a menos que la pandilla de la Schautz nos prepare algo nuevo.

–Desde luego, es una novedad que un grupo terrorista exija que no haya cobertura de radio y televisión. De eso estoy seguro -murmuró el superintendente-, lo que no sé es dónde demonios ha conseguido esa lista de prisioneros que se supone debemos liberar. Por lo que yo sé no tenemos a nadie que se llame Günther Jong.

–Quizá valga la pena comprobarlo, amigo mío. Algunos de estos asuntos se llevan en secreto.

–Si eso es alto secreto no creo yo que el Ministerio del Interior vaya a darlo a conocer ahora. En cualquier caso, oigamos ese galimatías otra vez.

Pero por una vez el sofisticado equipo electrónico les falló.

–No entiendo qué le ha pasado al magnetofón, señor -dijo el sargento-, juraría que lo había puesto en marcha.

–Probablemente saltó un fusible cuando ese maníaco se puso a hablar -dijo el mayor-. Por poco me pasa lo mismo a mí.

–Bien, encargúese de que ese maldito artefacto funcione la próxima vez -dijo secamente el superintendente-. Quiero una grabación de las voces de este nuevo grupo.

Se sirvió otro café y se sentó a esperar.

Si la confusión reinaba entre las fuerzas de seguridad y la brigada antiterrorista tras la extraordinaria intervención de Wilt, en la casa aquello era el caos. En la planta baja, Chinanda y Baggish se habían atrincherado en la cocina y el hall mientras que Mrs. de Frackas y las niñas habían sido enviadas a la bodega. El teléfono de la cocina estaba en el suelo, fuera de la línea de fuego, y había sido Baggish quien lo había descolgado y escuchado la primera parte. Alarmado por lo que veía en el rostro de Baggish, Chinanda le había arrebatado el auricular y había oído cómo le trataban de asesino nihilista israelí que trabajaba para la CÍA en un intento propagandístico de desorientar a la conciencia proletaria.

–¡Es una mentira! – le gritó a Baggish, que todavía estaba tratando de hacer encajar una petición del Ejército Alternativo del Pueblo para que liberaran a los camaradas retenidos en las prisiones británicas con su idea previa de que el ático estaba ocupado por los de la brigada antiterrorista.

–¿Qué quieres decir, mentira?

–Lo que dicen, que somos sionistas de la CÍA.

–¿Mentira? – gritó Baggish, buscando desesperadamente una palabra más extrema que describiera tan enorme distorsión de la verdad-. Es… ¿Quién ha dicho eso?

–Alguien que asegura pertenecer al Ejército Popular Alternativo.

–Pero el Ejército Alternativo del Pueblo pidió la liberación de los prisioneros detenidos ilegalmente por los imperialistas británicos.

–¿Ah, sí?

–Yo lo oí. Primero dijo eso, y luego atacaron las informaciones falsas de la televisión y luego pidieron la retirada de todas las tropas.

–¿Entonces por qué nos llamaron asesinos Cia-sionistas? – preguntó Chinanda-, ¿y dónde están ésos? Ambos miraron al techo con desconfianza.

–¿Tú crees que están ahí arriba? Pero, como el superintendente, Chinanda no sabía qué pensar.

–Gudrun, seguro. Cuando bajamos se oían gritos.

–Entonces quizá Gudrun esté muerta -dijo Baggish-. Es un truco para engañarnos.

–Puede ser -dijo Chinanda-, la inteligencia británica es hábil. Saben cómo utilizar la guerra psicológica.

–¿Entonces, qué hacemos ahora?

–Haremos nuestras propias peticiones. Les demostraremos que no nos han engañado.

–Si permiten que les interrumpa un momento -dijo Mrs. de Frackas, emergiendo de la bodega-, es la hora de darles la cena a las cuatrillizas.

Los dos terroristas se la quedaron mirando, lívidos. Ya era suficientemente grave tener la casa rodeada por tropas y por la policía, pero si encima había que añadir a esos problemas el tener que lidiar con peticiones incomprensibles de alguien que representaba al Ejército Alternativo del Pueblo y al mismo tiempo enfrentarse a la imperturbable confianza en sí misma de Mrs. de Frackas, se sentían en la necesidad de afirmar su autoridad.

–Escuche, vieja -dijo Chinanda, agitando una automática bajo sus narices para darle más énfasis-, aquí

damos las órdenes nosotros y usted hará lo que le digamos. Si no, la matamos.

Pero no era tan fácil disuadir a Mrs. de Frackas. Durante su larga vida había sido intimidada por institutrices, tiroteada por afganos, dos de sus casas bombardeadas en dos guerras mundiales, y había tenido que enfrentarse a un esposo de temperamento bilioso durante varias décadas a la hora del desayuno, de forma que había desarrollado una capacidad de adaptación verdaderamente notable y, lo más útil, una sordera diplomática.

–Estoy segura de que lo harían -dijo alegremente-. Voy a ver dónde guarda los huevos Mrs. Wilt. Estoy convencida de que a los niños no les dan suficientes huevos, ¿ustedes no? Con lo buenos que son para el sistema digestivo.

Y haciendo caso omiso de la automática se puso a rebuscar en los armarios de la cocina. Chinanda y Baggish se pusieron a hablar en voz baja.

–Yo mato a esa vieja bruja ahora mismo -dijo Baggish-, así aprenderá que no estamos fanfarroneando.

–De ese modo no saldremos de aquí. Si la retenemos a ella y a las niñas tenemos una oportunidad y de paso continuamos haciéndonos propaganda.

–Sin la televisión no habrá propaganda de ninguna clase -dijo Baggish-, ésa era una de las peticiones del Ejército Alternativo del Pueblo. Ni televisión, ni radio, ni periódicos.

–Pues nosotros pediremos lo contrario, toda la publicidad -dijo Chinanda, descolgando el teléfono. Arriba, Wilt, que había estado tumbado en el suelo con el teléfono en la oreja, le respondió.

–Éste es el Armada Alternativa del Pueblo. Comunicado dos. Exigimos…

–Vosotros a callar. Somos nosotros los que exigimos -gritó Chinanda-. La guerra psicológica de los británicos ya sabemos de qué va.

–Cegdos sionistas. Conocemos a los asesinos de la CÍA -replicó Wilt-, estamos luchando pog la libegación de todos los pueblos.

–Nosotros estamos luchando por la liberación de Palestina…

–Nosotros también. Todos los pueblos luchamos nosotros por.

–Si lograran ponerse de acuerdo sobre quién está luchando y por qué causa -intervino el superintendente-, podríamos hablar más razonablemente.

–Fascista policía cegdo -aulló Wilt-. No estamos hablando con usted. Sabemos con quién tratando estamos.

–Me gustaría poder decir lo mismo -respondió el superintendente, logrando con ello que Chinanda le dijera que el Grupo del Ejército Popular era…

–Lumpen schwein revisionistic-desviacionistas -intervino Wilt-. El armada revolucionagia del pueblo rechaza la getención fascista de rehenes und…

No pudo continuar debido al estrépito que desde el cuarto de baño tendía a contradecir esa teoría, lo cual dio a su vez a Chinanda la oportunidad de establecer sus propias exigencias. Entre ellas se incluían cinco millones de libras, un jumbo y poder utilizar un carro blindado que les llevara al aeropuerto. Wilt, después de cerrar la puerta de la cocina para acallar los movimientos de Gudrun Schautz, llegó a tiempo para subir las apuestas.

–Seis millones de libras y dos carros blindados…

–Por mí pueden redondear en diez millones -dijo el superintendente-, eso no cambiará nada. No pienso aceptar.

–Siete millones o matamos a los rehenes. Tienen hasta las ocho de la mañana para aceptar o los rehenes morirán -gritó Chinanda, y colgó el teléfono antes de que Wilt pudiera intervenir. Wilt colgó su propio auricular con un suspiro y trató de pensar qué podía hacer ahora. En su mente no había duda alguna de que los terroristas de abajo cumplirían sus amenazas a menos que la policía cediese. Y era igual de seguro que la policía no tenía intención de proporcionarles un carro blindado o un avión. Simplemente ganarían tiempo con la esperanza de desmoralizar a los terroristas. Si no tenían éxito y las niñas morían junto con sus secuestradores, a las autoridades les importaría muy poco. La línea de conducta oficial dictaba que las exigencias de los terroristas nunca debían ser aceptadas. Tiempo atrás, Wilt había estado de acuerdo con ello. Pero ahora la política particular le dictaba lo que fuera, con tal de salvar a su familia. Por si había duda sobre la necesidad de improvisar algún plan, parecía que Fráulein Schautz estaba arrancando el linóleo del cuarto de baño. De entrada, Wilt pensó en la posibilidad de amenazarla con disparar a través de la puerta si no se estaba quieta, pero decidió no hacerlo. No serviría una mierda. Él era incapaz de matar a nadie excepto por accidente. Tenía que haber alguna otra solución.

En el centro de Comunicaciones también estaban escasos de ideas. Mientras moría el eco de las últimas y conflictivas exigencias, el superintendente sacudió la cabeza fatigado.

–Dije que era una olla de grillos y por Dios que lo es. ¿Alguien me haría el favor de decirme qué demonios está ocurriendo ahora ahí dentro?

–Es inútil que me mire a mí, amigo -dijo el mayor-, yo estoy aquí simplemente para mantener el cerco mientras sus amiguetes antiterroristas establecen contacto con esos canallas. Ésas son las instrucciones.

–Puede que ésas sean las instrucciones, pero como parece que estamos tratando con dos grupos rivales de salvadores del mundo, eso es prácticamente imposible. ¿No hay alguna manera de conseguir una línea separada con cada grupo?

–No veo cómo, señor -dijo el sargento-, el Ejército Alternativo del Pueblo parece estar utilizando la extensión telefónica del piso de arriba; la única solución sería entrar en la casa.

El mayor estudió el embrollado mapa de Wilt:

–Puedo hacer venir un helicóptero y depositar a algunos de mis chicos sobre el tejado para hacer salir a esos hijos de puta -dijo.

El superintendente Misterson le miró con desconfianza.

–Por «hacer salir» supongo que no entiende usted invitarles a ello.

–¿Invitarles? Ah, ya le comprendo. No; creo que tendrá que haber algo de jaleo. ¡A usted le gusta hacer juegos de palabras, eh!

–Que haya lío es lo que tenemos que evitar. Bien, si a alguien se le ocurre un sistema mediante el cual yo pueda hablar con uno de los dos grupos sin interferencias del otro, le estaré muy agradecido.

Pero, en lugar de eso, hubo un zumbido en el intercomunicador. El sargento escuchó primero y luego habló.

–Los psicólogos y la brigada tonta al aparato, señor. Preguntan si pueden entrar en acción.

–Supongo que sí -dijo el superintendente.

–¿Brigada tonta? – dijo el mayor.

–Análisis del Combate Ideológico y Consejeros Psicológicos. El Ministerio del Interior insiste en que los utilicemos; a veces salen con alguna sugerencia útil.

–Jesús -dijo el mayor-. No sé adonde cono iremos a parar. Primero llaman al ejército de fuerza pacificadora, y ahora Scotland Yard necesita psicoanalistas que les hagan el trabajo. Excelente.

–El Ejército Alternativo del Pueblo está otra vez al aparato -dijo el sargento.

Una vez más, salió del amplificador telefónico una oleada de insultos, pero esta vez Wilt había cambiado de táctica. Su alemán gutural le había estado destrozando las cuerdas vocales. Su nuevo acento era una jerga irlandesa menos fatigosa pero igualmente poco convincente.

–Dulce Jesús, la culpa será únicamente de ustedes si tenemos que matar a la pobre inocente criatura Irmgard Müller antes de las ocho de la mañana si las nenas no han sido devueltas a su mamá. Ojo.

–¿Qué? – dijo el superintendente, estupefacto ante esta nueva amenaza.

–No quisiera repetirme a beneficio de cerdos reaccionarios como usted, pero si está usted sordo lo diré de nuevo.

–No hace falta -dijo firmemente el superintendente-, hemos captado el mensaje a la primera.

–Bien, es de esperar que esos zombies sionistas también lo hayan oído.

Un confuso murmullo en español pareció indicar que Chinanda se había enterado.

–Bien, entonces eso es todo. No quisiera que la cuenta del teléfono subiera mucho, ¿verdad que no?

Y Wilt colgó el teléfono de golpe. Le tocaba al superintendente traducirle este ultimátum a Chinanda lo mejor que pudiera; un difícil proceso y que casi había hecho imposible la insistencia de aquel terrorista en decir que el Ejército Alternativo del Pueblo era una banda de cerdos policías fascistas bajo las órdenes del superintendente.

–Ustedes los británicos utilizan la guerra psicológica. Son expertos -gritó-, no nos van a engañar tan fácilmente.

–Pero yo le aseguro, Miguel…

–No trate de embaucarme llamándome Miguel para que me piense que es amigo mío. Ya conocemos sus tácticas. Primero amenazan y luego nos hacen hablar…

–Bueno, en realidad yo no le estoy…

–A callar, cerdo. Ahora soy yo el que habla.

–Eso mismo iba a decir yo -protestó el superintendente-, pero quiero que sepa que no hay policías…

–Y una mierda. Han intentado atraparnos y ahora amenazan con matar a Gudrun. Bien, pues no responderemos a sus amenazas. Si matan a Gudrun nosotros mataremos a los rehenes.

–No tengo medios de parar a quien esté reteniendo a Fráulein Schautz…

–Está tratando de seguir con ese farol, pero no le servirá de nada. Sabemos lo listos que son ustedes, británicos imperialistas.

Y también Chinanda colgó violentamente.

–He de reconocer que su opinión del Imperio británico es bastante mejor que la mía -dijo el mayor-, quiero decir que yo no veo imperio por ninguna parte, a no ser que contemos Gibraltar.

Pero el superintendente no estaba de humor para hablar de la extensión del Imperio.

–Hay algo de demencial en este asedio -murmuró-. Primero necesitamos que haya una conexión

telefónica aislada con los lunáticos del piso de arriba. Ésa es la prioridad número uno. Si disparan… ¿Cómo demonios llamó a la Schautz, sargento?

–Creo que la expresión fue «la pobre inocente criatura Irmgard Müller», señor. ¿Quiere usted que vuelva a poner la cinta?

–No -dijo el superintendente-, esperaremos a los analistas. Entretanto, solicite un helicóptero para tender una línea telefónica sobre el balcón del apartamento de arriba. Al menos, así tendremos una idea de quién hay allí arriba.

–¿Teléfono de campaña con cámara de televisión incorporada, señor? – preguntó el sargento. El superintendente asintió.

–La segunda prioridad es colocar los dispositivos de escucha.

–No podremos hacerlo hasta que oscurezca -dijo el mayor-. No quiero que maten a mis muchachos a menos que ellos tengan ocasión de responder al fuego.

–Bien, pues ahora sólo hay que esperar -dijo el superintendente-. Siempre sucede lo mismo con estos asedios de mierda. Es cuestión de sentarse y esperar. Aunque debo decir que ésta es la primera vez que tengo que tratar a la vez con dos grupos terroristas.

–Le hace a uno sentir compasión por esas pobres niñas -dijo el mayor-. No quiero ni pensar en lo que deben de estar pasando.


CAPITULO XIV


Pero por una vez había malgastado su solidaridad. Las cuatrillizas se lo estaban pasando de maravilla. Después de la emoción inicial, con ventanas pulverizadas por las balas y terroristas disparando desde la cocina y el hall, las habían empujado de cualquier manera a la bodega, junto con Mrs. de Frackas. Como la anciana señora se resistía a dejarse impresionar y parecía considerar los sucesos de arriba como algo perfectamente normal, las cuatrillizas habían tomado la misma actitud. Aparte de que la bodega era normalmente territorio prohibido, mientras Wilt se negaba a que bajaran allí con el pretexto de que los retretes orgánicos eran insanos y peligrosamente explosivos, Eva se lo tenía prohibido porque guardaba ahí sus frutas de conservas, y el congelador estaba lleno de helado casero. Las cuatrillizas se habían abalanzado sobre los helados y habían terminado con una caja grande antes de que los ojos de Mrs. de Frackas se hubieran acostumbrado a la penumbra. Para entonces, las cuatrillizas ya habían encontrado otras cosas interesantes en que ocupar su atención. Un gran depósito de carbón y una pila de leña les dieron la oportunidad de ensuciarse de arriba abajo. La reserva de manzanas de cultivo biológico les proporcionó el segundo plato después del helado, y sin duda se habrían bebido la cerveza casera de Wilt hasta caerse, de no ser porque Mrs. de Frackas tropezó con una botella rota.


–No debéis ir a esa parte de la bodega -dijo, observando con severidad la evidente impericia de los experimentos de Wilt, que había provocado la explosión de varias botellas-, es peligroso.

–¿Pues por qué se la bebe papá? – preguntó Penelope.

–Cuando seáis un poco mayores aprenderéis que los hombres hacen muchas cosas que no son ni prudentes ni sensatas -dijo Mrs. de Frackas.

–¿Como llevar una bolsa en el extremo de la pirula? – preguntó Josephine.

–Bueno, eso no sabría decírtelo, cariño -dijo Mrs. de Frackas, hecha un lío, entre su propia curiosidad y el deseo de no inmiscuirse demasiado en la vida privada de los Wilt.

–Mamá dice que el doctor le obligó a llevarla -continuó Josephine, añadiendo una enfermedad muy íntima a la lista de defectos que de Wilt tenía la anciana.

–Y yo la pisé y papi se puso a gritar -dijo Emmeline con orgullo-. Gritó más fuerte que nunca.

–Estoy segura, querida -dijo Mrs. de Frackas, tratando de imaginar la reacción de su difunto y bilioso esposo si un niño llega a ser tan imprudente como para pisarle el pene-. Pero hablemos de algo agradable.

La distinción no hacía mella en las cuatrillizas.

–Cuando papi volvió de ver al doctor, mami dijo que su pirula se iba a poner bien y que ya no diría «joder» cuando fuera a hacer pipí.

–¿Decir qué, cariño? – preguntó Mrs. de Frackas, ajustándose el sonotone con la esperanza de que fuera éste y no Samantha el causante del error. Las cuatrillizas la desilusionaron al unísono.

–Joder, joder, joder -gritaron.

Mrs. de Frackas desconectó el sonotone.

–Vaya, realmente -dijo-, creo que no deberíais decir esa palabra.

–Mami también dice que no debemos, pero el papi de Michael le dijo…

–No quiero ni oírlo -dijo rápidamente Mrs. de Frackas-. Cuando yo era joven los niños no hablaban de esas cosas.

–¿Cómo nacían los niños entonces? – preguntó Penelope.

–Pues como siempre, querida, sólo que nos enseñaban a no decir esas cosas.

–¿Qué cosas? – preguntó Penelope.

Mrs. de Frackas la miró incrédula. Comenzaba a descubrir que las cuatrillizas de los Wilt no eran unas niñas tan encantadoras como ella había creído. Al contrario, eran francamente enervantes.

–Cosas, sin más -dijo por fin.

–¿Como pollas y coños? – preguntó Emmeline. Mrs. de Frackas la miró con disgusto.

–Supongo que podría decirse así -contestó con rigidez-, aunque francamente preferiría que no lo dijerais.

–¿Si no se dice así, usted cómo lo dice? – preguntó la infatigable Penelope.

Mrs. de Frackas se estrujó la mente en busca de una alternativa, pero en vano.

–No lo sé -dijo, sorprendida por su propia ignorancia-, supongo que la cosa nunca surgió.

–La de papi sí -dijo Josephine-. Yo la vi una vez.

Mrs. de Frackas prestó su disgustada atención a la niña y trató de acallar su propia curiosidad.

–¿La viste? – dijo sin querer.

–Él estaba en el baño con mami y yo miraba por el agujero de la cerradura, y papi…

–Ya va siendo hora de que tú te bañes también -dijo Mrs. de Frackas, poniéndose de pie antes de que Josephine pudiese revelar ningún otro detalle de la vida sexual de los Wilt.

–Todavía no hemos cenado -dijo Samantha.

–Voy a ocuparme de eso -dijo Mrs. de Frackas, y subió por la escalera de la bodega para ir a buscar huevos. Volvió con una bandeja pero las mellizas ya no tenían hambre. Habían acabado con un tarro de cebollitas en vinagre e iban por la mitad de su segundo paquete de higos secos.

–Aún tenéis que comer huevos revueltos -dijo resueltamente la anciana-. No me he molestado en hacerlos para que se echen a perder, sabéis.

–No los ha hecho usted -dijo Penelope-, los hizo la mamá gallina.

–Y los papas gallina se llaman pollas -pió Josephine.

Pero Mrs. de Frackas, que acababa de enfrentarse con dos bandidos armados, no estaba de humor para que la desafiaran cuatro niñas impúdicas.

–No vamos a hablar más de ese tema, gracias -dijo-, ya he tenido bastante.

Pronto quedó claro que las cuatrillizas también habían tenido bastante. Mientras les hacía subir las escaleras de la bodega, Emmeline se quejó de que le dolía la tripita.

–Pronto se te pasará, cariño -dijo Mrs. de Frackas-, y no sirve de nada hipar de ese modo.

–No es hipo -replicó Emmeline, y vomitó inmediatamente sobre el suelo de la cocina.

Mrs. de Frackas miró a su alrededor buscando en la semioscuridad el interruptor de la luz. Justo cuando

acababa de dar con él y de encender la luz, Chinanda se le echó encima y la apagó.

–¿Qué pretende hacer? ¿Qué nos maten a todos? – gritó.

–A todos no -dijo Mrs. de Frackas-. Si no mira usted por dónde va…

El estruendo que siguió al patinazo del terrorista en el suelo de la cocina, sobre una mezcla de cebolletas en vinagre a medio digerir e higos secos, demostró que Chinanda efectivamente no había mirado.

–A mí no tiene usted por qué echarme la culpa -dijo Mrs. de Frackas-, y no debería usar ese lenguaje delante de las niñas. Es un mal ejemplo.

–Buen ejemplo les voy a dar yo -gritó Chinanda-, les voy a sacar las tripas.

–Creo que ya hay alguien que lo ha hecho -replicó la anciana.

Entonces, las otras tres niñas, compartiendo evidentemente con Emmeline la incapacidad de poder con una dieta tan ecléctica, siguieron su ejemplo. La cocina estaba ahora llena de niñas pequeñas cubiertas de vómitos y llorando a gritos, un olor muy poco apetitoso, dos terroristas enloquecidos y una Mrs. de Frackas con una actitud más imperial que nunca. Para aumentar la confusión, Baggish había abandonado su puesto en el hall y había entrado en tromba amenazando con disparar al primero que se moviera.

–No tengo intención de moverme -dijo Mrs. de Frackas-, y como la única persona que lo hace es esa que se arrastra en aquel rincón, le sugiero que ponga fin a sus sufrimientos.

En el rincón del fregadero, Chinanda trataba de desembarazarse de la batidora Kenwood de Eva, que había ido a dar en el suelo junto con él.

Mrs. de Frackas encendió la luz de nuevo. Esta vez nadie se opuso; Chinanda porque estaba momentáneamente sonado y Baggish porque estaba demasiado horrorizado ante el estado de la cocina.

–Y ahora -dijo la anciana-, si han acabado ustedes, me llevaré a las niñas arriba para darles un baño antes de meterlas en la cama.

–¿En la cama? – gritó Chinanda, poniéndose en pie a duras penas-. Nadie va a subir arriba. Dormirán todas en la bodega. Bajen ahora mismo.

–Si de verdad supone usted que voy a permitir que estas pobres niñas bajen de nuevo a la bodega en el estado en que se encuentran y sin haberlas lavado a fondo, se equivoca usted de medio a medio.

Chinanda tiró del cordón de la persiana veneciana, tapando así toda vista desde el jardín.

–Entonces lávelas aquí -dijo señalando el fregadero.

–¿Y dónde van a estar ustedes?

–Donde podamos ver lo que hace. Mrs. de Frackas replicó sarcástica.

–Conozco a los tipos como ustedes, y si creen que voy a exponer sus cuerpecitos puros a sus miradas lascivas…

–¿Qué demonios está diciendo? – preguntó Baggish. Mrs. de Frackas dirigió su desprecio hacia él.

–Y a las suyas tampoco, ya me ha oído. No he cruzado el Canal de Suez y Port Said en vano, sabe usted. Baggish se la quedó mirando.

–¿Port Said? ¿El Canal de Suez? Yo no he estado en Egipto en mi vida.

–Bueno, pues yo sí. Y yo sé lo que me digo.

–¿Pero de qué está usted hablando? Dice que sabe lo que se dice. Pues yo no sé lo que usted sabe.

–Postales -dijo Mrs. de Frackas-, no creo que necesite decirle nada más.

–Todavía no ha dicho usted nada. Primero el Canal de Suez, luego Port Said y ahora tarjetas postales. ¿Podría decirme alguien qué mierda tiene que ver eso con lavar niñas?

–Bien, si quiere usted enterarse del todo, me refiero a postales verdes. Le podría hablar también de asnos, pero no voy a hacerlo. Ahora, váyanse los dos de la habitación…

Pero las consecuencias de los prejuicios imperiales de Mrs. de Frackas habían por fin penetrado en la mente de Baggish.

–¿Está hablando de pornografía? ¿En qué siglo se imagina usted que está viviendo? Si quiere pornografía dése una vuelta por Londres. El Soho está lleno…

–Ni necesito pornografía ni tengo la menor intención de seguir hablando de este tema.

–Entonces, baje a la bodega antes de que la mate -chilló, rabioso, Baggish.

Pero Mrs. de Frackas era demasiado vieja para dejarse convencer por meras amenazas, y hubo que recurrir a la fuerza bruta para hacerla traspasar la puerta de la bodega con las cuatrillizas. Mientras bajaban las escaleras se pudo oír a Emmeline preguntar por qué no le gustaban los asnos a aquel hombre malo.

–Te digo que los ingleses están locos -dijo Baggish-, ¿por qué tuvimos que elegir esta casa de locos?

–La casa nos eligió a nosotros -dijo Chinanda deprimido, y apagó la luz.

Pero si Mrs. de Frackas había decidido ignorar el hecho de que su vida estaba en peligro, arriba, en el ático, Wilt era agudamente consciente de que sus anteriores maniobras se habían vuelto contra él. Inventarse el Ejército Alternativo del Pueblo había servido para confundir las cosas durante un rato, pero la amenaza de ejecutar o, más exactamente, de asesinar a Gudrun Schautz había sido un terrible error, porque ponía un plazo a su farol. Rememorando sus últimos cuarenta años, el historial de violencia de Wilt se limitaba a la ocasional y usualmente fallida lucha contra moscas y mosquitos. No; lanzar ese ultimátum había sido casi tan estúpido como no salir de la casa cuando aún estaba a tiempo. Ahora era evidente que ya no lo estaba, y los ruidos que llegaban del baño sugerían que Gudrun Schautz había arrancado el linóleo y que se ocupaba de las tablas del suelo. Si se escapaba y se unía a los de abajo, aportaría un fervor intelectual al fanatismo evidentemente estúpido de los otros. Por otro lado, no se le ocurría ninguna manera de detenerla aparte de amenazarla con disparar a través de la puerta del cuarto de baño, y si eso no funcionaba… Tenía que haber una alternativa. ¿Y si él mismo abriera la puerta y la persuadiera de que era peligroso ir abajo? De esa manera podría mantener a las dos bandas separadas y si no podían comunicarse entre sí, Fráulein Schautz difícilmente podría influir en sus hermanos de sangre del piso de abajo. Bien, eso era bastante fácil de hacer.

Wilt se fue hacia el teléfono y arrancó el cordón de la pared. Hasta ahí todo bien, pero todavía quedaba el pequeño problema de las armas. La idea de compartir el piso con una mujer que había asesinado a sangre fría a ocho personas no era atractiva desde ningún punto de vista, pero en tanto que ese piso contenía suficientes armas de fuego para eliminar a varios cientos de personas se convertía en una idea claramente suicida. Tendría que deshacerse de las armas además. ¿Pero cómo? No podía tirar esos malditos trastos por la ventana. Una lluvia de revólveres, granadas y ametralladoras sobre los terroristas haría probablemente que éstos subieran para ver qué demonios estaba pasando. En cualquier caso las granadas podían dispararse solas y ya había suficientes malentendidos en el ambiente como para añadir explosiones de granadas. Lo mejor sería esconderlas. Con cautela, Wilt volvió a meter toda la artillería en la bolsa de viaje y pasando por la cocina se dirigió a la zona del ático. Gudrun Schautz estaba entonces muy ocupada con las tablas del suelo y, cubierto por aquel ruido, Wilt trepó arrastrándose hasta la cisterna del agua. Luego sumergió la bolsa en el agua y volvió a colocar la tapa. A continuación, después de asegurarse de que no se había dejado ningún arma, se preparó mentalmente para la maniobra siguiente. Desde luego, era casi igual de seguro que abrir la jaula de un tigre del zoo e invitarle a salir, pero había que hacerlo, y en una situación tan demencial sólo un acto de locura total podía salvar a las niñas. Wilt atravesó la cocina en dirección a la puerta del baño.

–Irmgard -susurró.

Miss Schautz continuó con su trabajo de demolición en el suelo del baño. Wilt tomó otra vez aliento y susurró un poco más alto. Dentro, cesaron las obras y se hizo el silencio.

–Irmgard -dijo Wilt-, ¿es usted?

Hubo un movimiento y luego una voz tranquila habló:

–¿Quién está ahí?

–Soy yo -dijo Wilt, ateniéndose a la evidencia y deseando con todas sus fuerzas lo contrario-, Henry Wilt.

–¿Henry Wilt?

–Sí. Ya se han ido.

–¿Quién se ha ido?

–No lo sé. Quienquiera que fuese. Ya puede salir.

–¿Salir? – preguntó Gudrun Schautz en un tono de voz que sugería una total estupefacción, tal como Wilt quería.

–Voy a abrir la puerta.

Wilt comenzó a quitar el cordón de la lámpara enredado en el tirador de la puerta. Era difícil, en aquella creciente oscuridad, pero unos minutos después ya había desatado el cable y quitado la silla.

–Ya está -dijo-. Puede salir.

Pero Gudrun Schautz no hizo ningún movimiento.

–¿Cómo sé que es usted? – preguntó.

–No sé -dijo Wilt, encantado de tener ocasión de retrasar las cosas-, soy yo, eso es todo.

–¿Quién está con usted?

–Nadie. Ellos se han ido abajo.

–Y dale con «ellos». ¿Quiénes son esos «ellos»?

–No tengo ni idea. Hombres armados. Toda la casa está llena de hombres armados.

–¿Entonces por qué está usted aquí? – preguntó Miss Schautz.

–Porque no puedo estar en otro sitio -dijo Wilt con toda sinceridad-, no pensará que me gusta estar aquí. Han estado disparándose unos a otros. Podían haberme matado. No sé qué demonios está pasando.

Hubo un silencio en el cuarto de baño. Gudrun Schautz tenía dificultades para hacerse una composición de lugar de lo que estaba pasando. En la oscuridad de la cocina, Wilt sonreía para sí. Si continuaba así, conseguiría que la zorra se volviera majareta.

–¿Y no hay nadie con usted? – preguntó.

–Por supuesto que no.

–¿Entonces cómo supo que yo estaba en el baño?

–Oí cómo se bañaba -dijo Wilt-, y entonces toda esa gente comenzó a gritar y a pegar tiros…

–¿Dónde estaba usted?

–Oiga -dijo Wilt decidiendo cambiar de táctica-: no veo por qué continúa haciéndome tantas preguntas. Quiero decir que me he molestado en venir aquí a abrir la puerta y usted no quiere salir, y sigue insistiendo en saber quiénes son y dónde estaba yo y todo es como si yo lo supiera. El caso es que yo estaba echando una cabezada en el dormitorio y…

–¿Una cabezada? ¿Qué es una cabezada?

–¿Una cabezada? Pues una cabezada. Bueno, es una especie de sueñecito después de la comida. Dormir, sabe usted. En cualquier caso, cuando empezó el jaleo, el tiroteo y demás, yo la oí gritar «las niñas» y pensé en lo amable que era de su parte…

–¿Amable de mi parte? ¿Pensó que eso era amable por mi parte? – preguntó la Schautz con voz estrangulada e incrédula.

–Me refiero a ocuparse de las niñas en primer lugar, antes de pensar en su propia seguridad. La mayoría de la gente no habría pensado en salvar a las niñas, ¿sabe?

Un ruido ininteligible procedente del cuarto de baño indicó que Gudrun Schautz no había pensado en esa posible interpretación de sus órdenes y que tenía que hacer algunos reajustes en su actitud en vista del grado de inteligencia de Wilt.

–No, es verdad -dijo por fin.

–Bueno, naturalmente, después de eso no podía dejarla a usted encerrada aquí, ¿verdad? – continuó Wilt, dándose cuenta de que hablar como un absoluto idiota tenía sus ventajas-. Noblesse oblige, y todo eso.

-¿Noblesse oblige?

–Una buena acción merece su recompensa y todo eso -dijo Wilt-, o sea que tan pronto vi que no había moros en la costa salí de debajo de la cama y subí hasta aquí.

–¿Qué costa? – preguntó la Schautz con desconfianza.

–Cuando los tipos que estaban aquí decidieron bajar abajo -dijo Wilt-. Éste parecía el lugar más seguro. De todos modos, por qué no sale usted y viene a sentarse aquí; debe de ser muy incómodo estar ahí metida.

Miss Schautz consideró esta propuesta así como el hecho de que Wilt pareciera ser un idiota congénito, y aceptó el riesgo.

–No llevo encima nada de ropa -dijo, abriendo la puerta unos centímetros.

–¡Caray! – dijo Wilt-. Lo siento muchísimo. No se me había ocurrido. Iré y le traeré algo.

Entró en el dormitorio y revolvió en el armario, y al encontrar lo que en la oscuridad parecía un impermeable, se lo llevó.

–Aquí tiene un abrigo -dijo, tendiéndoselo a través de la puerta-, no he querido encender la luz del dormitorio por si esos tipos de abajo la veían y comenzaban a hacer fuego otra vez. No se preocupe, he cerrado la puerta con llave y he hecho una barricada; les costaría trabajo entrar.

En el cuarto de baño la Schautz se puso el impermeable, salió con precaución y se encontró con que Wilt estaba echando agua hirviendo de la hervidora eléctrica en una tetera.

–Pensé que le gustaría tomar una buena taza de té -dijo-. A mí me hace falta…

Detrás de él, Gudrun Schautz trataba de comprender lo que había sucedido. Desde el momento en que la habían encerrado en el cuarto de baño había estado segura de que el piso estaba ocupado por la policía. Ahora parecía que quienes hubieran estado allí se habían marchado, y este fofo y estúpido inglés estaba haciendo té como si tal cosa. Que Wilt hubiera admitido haber pasado la tarde escondido debajo de la cama había sido algo definitivamente ignominioso, y confirmaba la opinión -que ella se había hecho de sus discusiones nocturnas con Mrs. Wilt- de que él no constituía ningún tipo de amenaza. Por otra parte tenía que descubrir qué era lo que Wilt sabía en realidad.

–Esos hombres armados -dijo ella-, ¿qué tipo de hombres son?

–Bueno, en realidad no estaba en una buena posición para verles -dijo Wilt-, debajo de la cama y tal. Algunos llevaban botas y otros no, no sé si me entiende.

Gudrun no le entendía.

–¿Botas?

–No llevaban zapatos. ¿Toma usted azúcar?

–No.

–Tiene usted razón -dijo Wilt-, es muy malo para los dientes. Bueno, aquí tiene. Oh, lo siento. Espere, voy a buscar un trapo para secarla.

Y, en el estrecho espacio de la cocinita, Wilt buscó un trapo y se puso a secar el impermeable de Gudrun Schautz en el que había derramado previamente el té a propósito.

–Déjelo ya -dijo ella cuando Wilt trasladó sus atenciones con la toalla desde los pechos hacia regiones inferiores.

–Muy bien, le serviré otra taza.

Ella le siguió al dormitorio mientras Wilt meditaba qué otros accidentes domésticos podría provocar para distraer la atención de ella. Siempre estaba el sexo, claro, pero en esas circunstancias parecía poco probable que a aquella zorra le interesase entrar en materia, e incluso si le interesaba, la idea de hacer el amor con una asesina profesional le resultaba difícilmente estimulante. La impotencia alcohólica era mala, pero la debida al terror era infinitamente peor. Wilt se llevó otra taza de té al estudio y se la encontró mirando al jardín desde el balcón.

–Yo no me pondría ahí -dijo-, fuera hay más maníacos con camisetas del pato Donald.

–¿Camisetas del pato Donald?

–Y armas -dijo Wilt-. Si quiere saber mi opinión, todo este lugar se ha convertido en un manicomio.

–¿Y no tiene usted idea de lo que está pasando?

–Bueno, oí a alguien que gritaba algo sobre los israelíes, pero eso no parece muy probable, ¿verdad? Me refiero a que para qué iban a querer los israelíes caer en enjambre sobre Willington Road.

–Oh, Dios mío -dijo Gudrun Schautz-, ¿y qué hacemos?

–¿Hacer? – dijo Wilt-. Realmente no creo que haya mucho que hacer, excepto tomar té y pasar inadvertidos. Probablemente todo es un error. No se me ocurre qué otra cosa pueda ser, ¿y a usted?

A Gudrun Schautz sí se le ocurrían cosas, pero no parecía muy buena idea admitírselo a aquel imbécil hasta que ella estuviera en condiciones de obligarle mediante el terror a hacer lo que le mandase. Se dirigió a la cocina y comenzó a subir al espacio del ático. Wilt la siguió, tomando sorbitos de té.

–Naturalmente, traté de llamar a la policía -dijo, poniendo la cara más estúpida posible. La Schautz se paró en seco.

–¿A la policía? ¿Telefoneó usted a la policía?

–De hecho no pude -dijo Wilt-. Algún cabrón había arrancado el cable de la pared. No me explico por qué. Quiero decir que con todo ese tiroteo…

Pero Gudrun Schautz ya no le escuchaba. Estaba suhiendo a gatas por la plataforma en busca de las bolsas, Wilt podía oírla rebuscar entre las maletas. Con tal que esa zorra no mirase en el tanque del agua. Para distraer su atención, Wilt asomó la cabeza por la puerta y apagó la luz.

–Mejor que no se vea ninguna luz -explicó mientras ella tanteaba y tropezaba en la oscuridad maldiciendo-. Que nadie sospeche que estamos aquí arriba. Es mejor que nos escondamos aquí acostados hasta que se hayan ido.

Un torrente de alemán incomprensible pero evidentemente malintencionado acogió esta sugerencia, y después de una infructuosa búsqueda de la bolsa unos minutos más, Gudrun Schautz bajó a la cocina respirando con dificultad.

Wilt decidió golpear de nuevo.

–No tiene por qué preocuparse tanto, querida. Después de todo, esto es Inglaterra y nada sucio le puede pasar aquí.

Le puso un brazo reconfortante sobre los hombros.

–Y en cualquier caso me tiene a mí para cuidarla. No hay de qué preocuparse.

–Oh, Dios mío -dijo ella.

De pronto comenzó a agitarse con una risa silenciosa. Pensar que sólo tenía a este débil y estúpido cobarde para que cuidara de ella era demasiado para una asesina. ¡Nada de que preocuparse! La frase tomó de repente un significado nuevo y contrario y, como en una revelación, ella vio esa verdad, una verdad contra la que había estado luchando toda su vida. De lo único que tenía que preocuparse era de nada. Gudrun Schautz pensó en el olvido, una nada infinita que la aterrorizó. Absolutamente desesperada por escapar de esa visión, se aferró a Wilt y su impermeable se abrió.

–Esto… -comenzó Wilt, dándose cuenta de esta nueva amenaza, pero Grudrun Schautz apretó su boca contra la de él, su lengua se animó y su mano guió los dedos de él sobre un seno. Una criatura que no había traído al mundo más que muerte convertía todo su pánico en el instinto más antiguo de todos.


CAPÍTULO XV


Gudrun Schautz no era la única persona de Ipford que se enfrentaba al olvido. El director del banco de Wilt había pasado una tarde extremadamente penosa con el inspector Flint, quien insistía una y otra vez en la importancia nacional de no telefonear a su esposa para anular su compromiso para la cena, y se negaba a permitirle toda comunicación con su personal y con varios clientes que tenían cita con él. El director había encontrado insultantes esas calumnias sobre su discreción, y consideró a Flint decididamente letal para su reputación de probo hombre de finanzas.


–¿Qué demonios se imagina usted que está pensando el personal con tres malditos policías encerrados en mi despacho todo el día? – preguntó, dejando a un lado el lenguaje diplomático de la banca en favor de una forma más explícita de comunicación. Le había sacado especialmente de sus casillas el tener que elegir entre orinar en un cubo traído por el vigilante o sufrir el ultraje de ser acompañado por un policía cada vez que tenía que ir al servicio-. Si uno no puede mear en su propio banco sin tener un guardia de mierda resoplándole en el cogote, lo único que puedo decir es que hemos llegado a una bonita situación.

–Tiene usted mucha razón, señor -dijo Flint-, pero yo sólo cumplo órdenes, y si la brigada antiterrorista dice que una cosa es de interés nacional, lo es.

–No veo dónde está el interés nacional en impedirme evacuar a solas -dijo el director-. Haré que presenten una queja al Ministerio del Interior.

–Se lo ruego -dijo Flint, que tenía sus propias razones para sentirse de mal humor.

La intromisión de la brigada antiterrorista en su terreno había socavado su autoridad. El hecho de que Wilt fuera el responsable sólo le irritaba aún más, y justo estaba especulando sobre la capacidad de Wilt para perturbarle la existencia cuando sonó el teléfono.

–Si no le importa yo lo cogeré -dijo, y levantó el receptor.

–Mr. Fildroyd de la Central de Inversiones al aparato, señor -dijo la telefonista. Flint miró al director.

–Un tal Fildroyd. ¿Conoce a alguien que se llame así?

–¿Fildroyd? Claro que sí.

–¿Se puede confiar en él?

–Por amor de Dios, hombre. ¿Confiar en Fildroyd? Es quien se encarga de toda la política de inversiones del banco.

–¿Ah, la bolsa? – preguntó Flint, que una vez había especulado con unas acciones de bauxita australiana y era improbable que olvidara esa experiencia-, en ese caso yo no confiaría en él en absoluto.

Volvió a manifestar esta opinión en términos ligeramente menos ofensivos a la joven de la centralita. Un rumor distante sugería que Mr. Fildroyd estaba también al teléfono.

–Mr. Fildroyd quiere saber quién está hablando -dijo la joven.

–Bueno, pues dígale usted a Mr. Fildroyd que es el inspector Flint, del condado de Fenland, y que si sabe lo que le conviene mantendrá la boca cerrada.

Colgó el teléfono y se volvió al director, que ahora tenía un aspecto claramente desaseado.

–¿Qué le pasa a usted? – preguntó Flint.

–¿Pasarme? Nada, nada de nada. Sólo que ahora por culpa suya toda la Sección Central de Inversiones va a suponer que soy sospechoso de algún crimen grave.

–Echarme a Henry Wilt encima es un crimen grave -dijo amargamente Flint-, y si quiere saber mi opinión todo este asunto es un trabajito de Wilt para proporcionarse otro poco de publicidad.

–Tal como yo lo entiendo el señor Wilt fue la víctima inocente de…

–Sí, sí; víctima inocente. El día que ese cabrón sea inocente yo dejaré de ser policía y me ordenaré sacerdote, aunque sea por el culo.

–Bonito modo de expresarse, desde luego -dijo el director del banco.

Pero Flint estaba demasiado absorto en una línea privada de especulación para notar el sarcasmo. Se estaba acordando de aquellos días y noches espantosos durante los cuales él y Wilt habían estado enzarzados en una discusión acerca de la desaparición de Mrs. Wilt.1 Todavía ahora, Flint se despertaba unas horas antes del amanecer, bañado en sudor, con el recuerdo de la extraordinaria conducta de Wilt, y jurando que un día cazaría a ese pequeño cretino en un crimen de verdad. Y hoy había creído tener la oportunidad ideal, o la habría tenido de no ser por la brigada antiterrorista. Bueno, al menos eran ellos los que tenían que resolver la situación, pero si Flint hubiera podido hacerlo a su manera habría descartado todo ese disparate sobre alemanas au pair, y hubiera retenido a Wilt en prisión preventiva bajo la acusación de poseer dinero robado; le daba igual de dónde dijera que lo había sacado.

Pero a las cinco, cuando salió del banco y volvió a la comisaría, fue para descubrir que la declaración de Wilt parecía corresponderse con los hechos, por poco creíble que resultara.

–¿Un cerco? – preguntó al sargento de guardia-. ¿Un cerco en Willington Road? ¿En casa de Wilt?

–La prueba del asunto está ahí, señor -dijo el sargento señalando una oficina.

Flint se fue en dirección a la ventana y miró hacia el interior

Como un monolito erigido a la maternidad, Eva Wilt estaba allí sentada inmóvil, mirando al vacío, con la mente evidentemente ausente, es decir junto a las niñas en la casa de Willington Road. Flint se retiró, y por enésima vez se preguntó qué había en esa mujer y en su aparentemente insignificante esposo que les había unido a los dos y, por una extraña fusión de incompatibilidades, les había convertido en catalizadores de desastres. Era un enigma recurrente, este matrimonio entre una mujer a la que Wilt había descrito una vez como una fuerza centrífuga y un hombre cuya imaginación alimentaba fantasías bestiales con asesinatos y violaciones y aquellos sueños extraños que habían salido a relucir en el transcurso del interrogatorio. Como el propio matrimonio de Flint era tan convencional-mente feliz como podía desear, a sus ojos el de Wilt era menos un matrimonio que una siniestra organización simbiótica de origen casi vegetal, como el muérdago que crece sobre un roble. Había realmente una cierta calidad vegetal en Mrs. Wilt, sentada allí en silencio en la oficina. El inspector Flint sacudió la cabeza tristemente.

–La pobre mujer está conmocionada -dijo.

Y se apresuró a salir para descubrir por sí mismo lo que estaba pasando en Willington Road.

Pero como de costumbre su diagnóstico era equivocado. Eva no estaba conmocionada. Hacía mucho que se había dado cuenta de que no valía la pena decir a las mujeres policía que estaban con ella que quería ir a casa, y ahora su mente estaba ocupada, con una calma más bien amenazadora, en cosas prácticas. Allí fuera, en la creciente oscuridad, sus niñas estaban a merced de unos asesinos, y Henry probablemente muerto. Nada la detendría; iría donde las cuatrillizas y las salvaría. No veía qué podía haber más allá de ese objetivo, pero una violencia cada vez mayor la empujaba hacia él.

–Quizá le gustaría que viniera alguna amiga y le hiciera compañía -sugirió una de las mujeres policía-. O podemos ir con usted a casa de algún amigo.

Pero Eva sacudió la cabeza. No necesitaba comprensión. Tenía sus propias reservas de fuerza para enfrentarse a aquella desgracia. Finalmente llegó una asistenta social de uno de los centros de albergue provisional.

–Tenemos una confortable habitación para usted -dijo con una alegría forzada que tiempo atrás había servido para irritar a muchas esposas maltratadas-, y no tiene que preocuparse de camisones, cepillos de dientes y cosas así. Tenemos todo lo necesario.

«Seguro que no», pensó Eva, pero dio las gracias a las policías y siguió a la asistenta social a su coche, sentándose dócilmente a su lado mientras ella conducía. La

mujer fue todo el tiempo charlando, haciendo preguntas sobre las cuatrillizas y los años que tenían, y diciendo lo difícil que debía de ser criar cuatro niñas al mismo tiempo, como si la suposición repetida de que nada extraordinario había sucedido recrease de alguna manera el mundo feliz y monótono que Eva había visto desintegrarse aquella tarde a su alrededor. Eva apenas la escuchaba. Las palabras banales estaban tan grotescamente en contradicción con los instintos que se agitaban en su interior que solamente añadían irritación a su terrible determinación. Ninguna mujer estúpida que no hubiera tenido hijos podía saber lo que significaba tenerlos amenazados, y a ella no la calmarían haciéndole aceptar pasivamente la situación.

En la esquina de Dill Road con Persimmon Street vio el anuncio de un vendedor de periódicos. TERRORISTAS SITIADOS. ÚLTIMAS NOTICIAS.

–Quiero un periódico -dijo Eva abruptamente, y la mujer aparcó junto a la acera.

–No le dirá nada que no sepa usted ya -dijo.

–Ya lo sé. Sólo quiero ver lo que dicen -dijo Eva. Abrió la puerta del coche. Pero la mujer la detuvo.

–Usted quédese aquí y yo iré por uno. ¿Quiere también una revista?

–Sólo el periódico.

Y con el triste pensamiento de que incluso en tragedias tan terribles la gente encontraba satisfacción en ver su nombre en letras de molde, la asistenta social cruzó la acera hasta el kiosko y entró. Tres minutos más tarde salía y abría la puerta del coche sin darse cuenta de que el asiento de al lado estaba vacío. Eva Wilt había desaparecido en la oscuridad.

Para cuando el inspector Flint hubo atravesado las barreras de Farrigdon Avenue y, ayudado por un sargento de las fuerzas de seguridad, hubo trepado no sin dificultad varios jardines hasta llegar al centro de comunicaciones, ya comenzaba a poner en duda su teoría de que todo el asunto era otro bromazo de Wilt. Si así fuera, esta vez había ido demasiado lejos. El carro blindado en plena calle y los focos que hablan sido instalados en torno al número 9 eran un claro indicio de lo en serio que se tomaban el cerco la brigada antiterrorista y los servicios especiales. En el invernadero detrás de la casa de Mrs. de Frackas, se congregaban unos hombres con un equipo de extraña apariencia.

–Instrumentos de escucha parabólica. Abreviadamente IEP -explicó un técnico-. Una vez instalados podremos oír los pedos de una cucaracha en cualquier habitación de la casa.

–¿De verdad? No tenía ni idea de que las cucarachas se tiraran pedos -dijo Flint-, siempre se aprende algo nuevo.

–Nosotros aprenderemos lo que dicen esos hijos de puta y exactamente dónde están.

Flint cruzó por el invernadero hasta el salón y encontró al superintendente y al mayor escuchando al consejero de Ideología Terrorista Internacional que estaba comentando las cintas.

–Si quieren saber mi opinión -dijo el profesor Maerlis-, podría asegurar que el Ejército Alternativo del Pueblo representa una subfracción o grupo disidente del cuadro original conocido como Grupo del Ejército del Pueblo. Creo que hasta ahí está claro.

Flint tomó asiento en un rincón y observó satisfecho al superintendente y al mayor que parecían compartir su estupefacción.

–¿Dice usted que forman realmente parte del mismo grupo? – preguntó el superintendente.

–Específicamente, no -dijo el profesor-. Sólo puedo deducir, a partir de las contradicciones inherentes expresadas en sus comunicados, que hay una gran diferencia de opinión en cuanto a la táctica, mientras que al mismo tiempo ambos grupos comparten idénticos supuestos ideológicos subyacentes. Sin embargo, debido a la estructura molecular de las organizaciones terroristas, la identificación efectiva de un miembro de un grupo por otro miembro de otro grupo o subfacción del mismo sigue siendo extremadamente problemática.

–Toda esta mierda de situación es extremadamente problemática si a eso vamos -dijo el superintendente-. Hasta aquí hemos recibido dos comunicados de lo que parece ser un alemán parcialmente castrado, uno de un irlandés asmático, peticiones de un jumbo y siete millones a cargo de un mexicano, una contrademanda del teutón de siete millones; por no mencionar un torrente de insultos de un árabe y todo el mundo acusando a todo el mundo de ser un agente de la CÍA trabajando para Israel y una competición para ver quién está luchando por la libertad de quién.

–Lo que me sulfura es cómo pueden empezar a hablar de la libertad cuando tienen secuestrados a niños inocentes y a una anciana bajo amenaza de muerte -dijo el mayor.

–Ahí tengo que discrepar -dijo el profesor-. En términos de la filosofía política neohegeliana postmarxista, la libertad del individuo sólo puede residir dentro de los parámetros de una sociedad colectivamente libre. Los Grupos del Ejército del Pueblo se ven a sí mismos como la vanguardia de la libertad e igualdad totales, y como tal no están obligados a observar las normas morales que restringen las acciones de los lacayos de la opresión imperialista, fascista y neocolonialista.

–Oiga, amigo -dijo el mayor airadamente, quitándose la peluca afro-, ¿de qué lado está usted exactamente?

–Yo solamente estoy estableciendo la teoría. Si quiere usted un análisis más preciso… -balbució el profesor nerviosamente.

Pero el jefe de Combate Psicológico que había estado examinando las voces grabadas le interrumpió:

–Según nuestro análisis de los factores de stress, estas grabaciones revelan que el grupo que retiene a Fráulein Schautz está emocionalmente más perturbado que los otros dos terroristas -anunció- y, con toda franqueza, creo que deberíamos esforzarnos en reducir su nivel de ansiedad.

–¿Está usted diciendo que la Schautz está en peligro de muerte? – preguntó el superintendente. El psicólogo asintió.

–Realmente, es bastante desconcertante. Hemos dado con algo extraño en esa parte; una variación del modelo de conducta normal de las reacciones vocales y debo admitir que creo que es ella la que probablemente se juega más el cuello.

–Si es así no pienso preocuparme -dijo el mayor-, ella se lo ha buscado.

–Si eso sucede todos tendremos de qué preocuparnos -dijo el superintendente-. Mis instrucciones son llevar este asunto con calma y si comienzan a matar a los rehenes, se armará la de Dios es Cristo.

–Sí -dijo el profesor-, una situación dialéctica muy interesante. Tiene que comprender que la teoría del terrorismo como fuerza progresiva en la historia del mundo exige la exacerbación de la lucha de clases y la polarización de la opinión política. Ahora bien, en términos de simple efectividad, debemos decir que es el Ejército del Pueblo Grupo Cuatro el que lleva la ventaja y no el Ejército Alternativo del Pueblo.

–Dígalo de nuevo -dijo el mayor. El profesor le complació.

–Dicho sencillamente, es políticamente preferible matar a esos niños que eliminar a Fráulein Schautz.

–Ésa puede que sea su opinión -dijo el mayor, jugando nerviosamente con la culata de su revólver-, pero si supiera usted lo que se hace no volvería a expresarse de ese modo.

–Yo sólo hablaba en términos de polarización política -dijo el profesor, nervioso-. Sólo una minoría muy pequeña se vería perturbada por la muerte de Fráulein Schautz, pero el efecto de liquidar a cuatro niños pequeños y concebidos coterminativamente, sería considerable.

–Gracias, profesor -cortó el superintendente apresuradamente. Y antes de que el mayor pudiera descifrar este siniestro pronunciamiento expulsó de la habitación al consejero de Ideologías Terroristas.

–Son puñeteros intelectuales como ése los que han arruinado este país -dijo el mayor-. Oyéndole hablar se diría que en toda maldita cuestión hay siempre dos partes.

–Que es exactamente lo contrario de lo que tenemos en las grabaciones -dijo el psicólogo-; nuestros análisis parecen indicar que sólo hay un portavoz del Ejército Alternativo del Pueblo.

–¿Uno? – dijo el superintendente, incrédulo-. No me sonaba a mí como un solo hombre. Más bien parecían una docena de ventrílocuos chalados.

–Precisamente. Por eso creemos que se debería intentar disminuir el nivel de ansiedad de ese grupo. Puede que estemos tratando con un caso de desdoblamiento de la personalidad. Voy a poner las cintas de nuevo y quizá entienda lo que le quiero decir.

–¿Es necesario? Es que…

Pero el sargento ya había puesto en marcha el aparato, y una vez más el salón atestado resonó con los gemidos y rugidos guturales de los comunicados de Wilt. En un rincón en penumbra el inspector Flint, que habla estado dando cabezadas, se puso en pie de un salto.

–Lo sabía -gritó triunfalmente-, lo sabía. ¡Sabía que tenía que ser él; y tanto que lo es!

–Tenía que ser ¿qué? – preguntó el superintendente.

–El cabrón de Henry Wilt, que está detrás de todo esto. Y la prueba está en esas cintas.

–¿Está usted seguro, inspector?

–Más que eso, absolutamente convencido. Conocería la voz de ese gilipollas aunque imitase a un esquimal pariendo.

–No creo que tengamos que llegar tan lejos -dijo el consejero psicológico-. ¿Está usted diciéndonos que conoce al hombre que acabamos de oír?

–¿Conocerle? – dijo Flint-. Por supuesto que conozco a ese hijo de puta. Faltaría más, después de lo que me hizo. Y ahora se está quedando con ustedes.

–Déjeme decirle que no me lo acabo de creer -dijo el superintendente-, no podría uno desear encontrar a un pobre hombre más inofensivo.

–Yo sí -dijo Flint con sentimiento.

–Pero si tuvimos que drogarlo hasta los ojos para conseguir que entrase -dijo el mayor.

–¿Drogarlo? ¿Con qué? – dijo el psicólogo.

–No tengo ni idea. Algún brebaje que el médico suele preparar para los tipos que se arrugan. Parece que hace maravillas con los desactivadores de bombas.

–Bueno, pues parece que no ha funcionado tan bien en este caso -dijo el psicólogo tímidamente-, pero ciertamente explica las notables representaciones a que hemos asistido. Pudiéramos estar ante un caso de esquizofrenia químicamente inducida.

–Yo de usted no me preocuparía mucho por lo de «químicamente inducida» -dijo Flint-, Wilt está chalado al fin y al cabo. Apostarla cien contra uno a que ha organizado todo esto desde el comienzo.

–No estará sugiriendo en serio que Mr. Wilt se tomó deliberadamente todo este trabajo para poner a sus propias hijas en manos de un puñado de terroristas internacionales -dijo el superintendente-. Cuando hablé de este asunto con él me pareció verdaderamente asombrado y preocupado.

–Lo que Wilt parece y lo que Wilt es son dos cosas enteramente distintas, puedo asegurárselo. Un hombre que es capaz de vestir a una muñeca inflable con ropa de su mujer y de dejarla caer al fondo de un pozo para cimientos bajo treinta toneladas de hormigón no es…

–Perdone, señor -interrumpió el sargento-, acaba de llegar un mensaje de la comisaría. Mrs. Wilt se ha largado.

Los cuatro hombres le miraron desesperados.

–¿Que ella qué? – dijo el superintendente.

–Que se ha fugado, señor. Nadie sabe dónde está.

–Todo concuerda -dijo Flint-, todo concuerda, no hay duda.

–¿Concuerda? ¿Qué concuerda, por el amor de Dios? – preguntó el superintendente, que estaba empezando a sentirse bastante raro él también.

–El patrón, señor. La próxima cosa que sabremos es que fue vista por última vez en un yate bajando por el río, sólo que no estará allí.

El superintendente le miró, desorientado.

–¿Y usted llama a eso un patrón? Oh, Dios mío.

–Bueno, es el tipo de cosa que Wilt podría hacer, créame. Ese cerdo es capaz de imaginar, mejor que cualquier otro criminal que yo haya conocido, formas de transformar una situación perfectamente clara y razonable en una pesadilla delirante.

–Pero tiene que tener algún motivo para hacerlo. Flint se echó a reír siniestramente.

–¿Motivo? ¿Henry Wilt? Ni lo sueñe. Usted puede pensar en miles de buenos motivos, diez mil si lo prefiere, pero al final del día él aparecerá con una explicación que usted nunca había imaginado. Wilt es lo más parecido a Ernie que he conocido jamás.

–¿Ernie? – dijo el superintendente-. ¿Quién demonios es Ernie?

–Ese maldito ordenador que utilizan para la lotería, señor. Ya sabe, el que saca los números al azar. Bueno, pues Wilt es un hombre aleatorio, si entiende lo que quiero decir.

–No creo que quiera entenderlo -dijo el superintendente-. Yo creía que me enfrentaba a un asedio sencillito, y en lugar de eso la cosa se está transformando en una casa de locos.

–Ya que hablamos de ese tema -dijo el psicólogo-, creo realmente que es muy importante reanudar las relaciones con la gente del piso de arriba. Quienquiera que esté allí y reteniendo a la Schautz ha de ser alguien muy perturbado. Ella puede estar en grave peligro.

–No hay puede que valga -dijo Flint-. Lo está.

–De acuerdo. Supongo que tendremos que arriesgarnos -dijo el superintendente-. Sargento, dé orden al helicóptero de que venga con un teléfono de campaña.

–¿Alguna orden respecto a Mrs. Wilt, señor?

–Mejor será que le pregunte al inspector. Parece ser un experto en la familia Wilt. ¿Qué tipo de mujer es Mrs. Wilt? Y no me venga con que se trata de una mujer imprevisible.

–No quisiera decir otra cosa -dijo Flint-, excepto que es una mujer realmente poderosa.

–¿Qué cree usted que planea hacer? Evidentemente no se fugó de la comisaría sin una idea en la cabeza.

–Bueno, conociendo a Wilt tanto como le conozco yo, señor, he de confesar que dudo que ella sea capaz de tener idea ninguna. Cualquier mujer normal se hubiera vuelto loca hace años de vivir con un hombre como ése.

–¿No estará usted sugiriendo que también ella es una psicópata?

–No, señor -dijo Flint-. Yo lo que digo es que ella no puede tener los nervios como los demás mortales.

–Eso es una gran ayuda. Así que tenemos un montón de terroristas armados hasta los dientes, una especie de chalado en la persona de Wilt y una mujer en fuga con un pellejo como el de un rinoceronte. Mézclelo todo y obtendrá una combinación magnífica. De acuerdo, sargento; dé la alerta sobre Mrs. Wilt y procure que la metan en la cárcel antes de que alguien resulte herido.

El superintendente se dirigió a la ventana y miró hacia la casa de Wilt. Bajo la luz de los proyectores, se erigía contra el negro cielo como un monumento conmemorativo de la estolidez y la devoción por la monotonía de la clase media inglesa. Incluso el mayor se sintió inclinado a opinar.

–Es como un espectáculo de son et lumiere suburbano, ¿verdad? – murmuró.


CAPITULO XVI


-Lumiere quizá -dijo el superintendente-, pero al menos nos hemos evitado el son.


Pero no por mucho tiempo. De algún lugar presumiblemente próximo llegaron unos terribles aullidos. Las cuatrillizas Wilt estaban empezando a berrear.

A un kilómetro de allí, Eva Wilt se dirigía hacia su casa con una determinación que era totalmente contraria a su apariencia. Las pocas personas que se fijaron en ella mientras pasaba con prisa por las callejuelas sólo vieron a un ama de casa normal y corriente darse prisa para preparar la cena de su esposo y acostar a los niños. Pero, bajo su aire doméstico, Eva Wilt había cambiado. Se habían acabado su alegre vaciedad y las opiniones ajenas, y sólo tenía una idea en mente. Iba a ir a casa y nadie la detendría. De lo que haría cuando llegase allí no tenía ni idea, y vagamente se daba cuenta de que la casa no era sencillamente un lugar. También participaba de lo que ella era, la esposa de Henry Wilt y madre de las cuatrillizas, una mujer trabajadora que descendía de un linaje de mujeres trabajadoras que habían fregado pisos, cocinado y mantenido unida a la familia a pesar de las enfermedades, las muertes y los caprichos de los hombres. No era un pensamiento claramente definido pero la empujaba hacia adelante casi por instinto. Pero con el instinto también llegaron las ideas.

En Farringdon Avenue la estarían esperando, así que tenía que cambiar de ruta. Cruzaría el río por el puente de hierro y daría la vuelta por Barnaby Road, y luego a través de los campos donde había llevado a las niñas a coger moras hacía sólo dos meses y entraría en el jardín por detrás. ¿Y luego? Tendría que esperar y ver. Si había alguna manera de entrar en la casa y reunirse con las niñas, la aprovecharía. Si los terroristas la mataban, mejor era eso que perder a las cuatrillizas. Lo principal era estar allí para protegerlas. Tras esta lógica incierta había mucha rabia. Era vaga y difusa como sus pensamientos y se dirigía tanto contra la policía como contra los terroristas. En todo caso, la culpa era más de la policía. Para ella los terroristas eran criminales y asesinos, y la policía estaba allí para proteger a los ciudadanos de gente como ésa. Tal era su trabajo, pero no lo habían hecho bien. Por el contrario, habían permitido que sus hijas fueran tomadas como rehenes, y ahora estaban jugando a una especie de juego en el que las cuatrillizas eran meros peones. Era una visión simple, pero la mente de Eva veía las cosas de un modo simple y directo. Bien, pues si la policía no quería actuar, ella lo haría.

Sólo cuando llegó a la pasarela sobre el río se dio cuenta de la magnitud del problema al que se enfrentaba. A unos ochocientos metros de allí, en Willington Road, se elevaba la casa, rodeada de un aura de luz blanca. A su alrededor, las luces de la calle brillaban débilmente y las otras casas eran sombras negras. Por un momento se detuvo, agarrada a la barandilla sin saber qué hacer, pero no tenía sentido vacilar. Tenía que seguir adelante. Bajó los escalones de hierro y siguió por Barnaby Road hasta llegar al sendero que atravesaba los campos. Siguió el sendero hasta que alcanzó la zona embarrada junto al portillo siguiente. Un grupo de bueyes se agitaron en la oscuridad cerca de Eva, pero ella no le tenía miedo al ganado. Formaba parte del mundo natural al que se sentía pertenecer.

Pero al otro lado del portillo nada era natural. Bajo la siniestra luz brillante de los focos vio a hombres armados, y cuando hubo saltado el portillo se agachó descubriendo los hilos del alambre de espino. Venían en línea recta atravesando el campo desde Farringdon Avenue. Willington Road estaba completamente cercada. De nuevo, el instinto le aguzó el ingenio. A su izquierda había un foso, y si lo seguía… Pero habría alguien allí para detenerla. Necesitaba algo que distrajese su atención. Los bueyes servirían. Eva abrió el portillo y luego, chapoteando en el barro, empujó a los animales al campo de al lado, cerrando de nuevo el portillo tras de ellos. Los condujo más lejos todavía. Los animales se dispersaron y avanzaban ahora lentamente con su habitual estilo inquisitivo. Eva se metió a gatas en el foso y empezó a vadearlo. Era un foso embarrado, medio lleno de agua y, mientras avanzaba, las hierbas se enredaban en sus rodillas y a veces un matorral le arañaba la cara. Dos veces puso la mano sobre matas de ortigas pero apenas se dio cuenta. Su mente estaba demasiado ocupada con otros problemas. Sobre todo, las luces. Iluminaban la casa con una intensidad que la hacía parecer irreal y casi era como mirar un negativo fotográfico donde todos los tonos están invertidos y las ventanas que deberían haber estado iluminadas eran cuadrados negros sobre un fondo más claro. Y durante todo ese rato, desde el otro lado del campo, llegaba el incesante ruido de un motor. Eva se asomó por el borde del foso y distinguió la sombra oscura de un generador. Sabía lo que era porque John Nye le había explicado, una vez cómo se hacía la electricidad cuando intentó convencerla para que instalara un rotor Savonius que funcionara con la fuerza del viento. De modo que así era como iluminaban la casa. No es que el saberlo la ayudase. El generador estaba en el centro del terreno y, probablemente, no podría llegar a él. En cualquier caso, los bueyes estaban proporcionando una eficaz distracción. Se habían colocado en grupo alrededor de un hombre armado que estaba tratando de deshacerse de ellos. Eva volvió al foso y chapoteando llegó hasta el alambre de púas.

Como ella esperaba, el alambre se hundía en el agua, y sólo sumergiendo todo el brazo pudo encontrar el hilo inferior. Lo levantó y, agachándose hasta quedar casi totalmente sumergida, consiguió pasar por debajo. Cuando llegó al seto que bordeaba el jardín trasero, estaba calada hasta los huesos y sus manos y sus piernas cubiertas de barro, pero el frío no la afectaba. Nada le importaba excepto el temor a ser detenida antes de llegar a la casa. Y en el jardín debía de haber más hombres armados.

Eva se detuvo a esperar y observar con barro hasta las rodillas. Oía los ruidos de la noche. Desde luego, había alguien en el jardín de Mrs. Haslop. Así lo indicaba el olor a humo de cigarrillo, pero su atención se concentraba sobre todo en su propio jardín trasero y en las luces que mantenían su casa en un temible aislamiento. Un hombre que salía de detrás del pabellón de verano cruzó el portillo en dirección al campo. Eva le observó alejarse hacia el generador. De nuevo esperó con la astucia que manaba de algún instinto profundo. Otro hombre se dirigió hacia el pabellón, una cerilla brilló en la oscuridad al encender un cigarrillo y Eva, como un anfibio prehistórico, salió lentamente del foso y se arrastró sobre manos y rodillas a todo lo largo del seto. Sus ojos estuvieron todo el tiempo fijos en el extremo incandescente del cigarrillo. Cuando alcanzó el portillo, pudo ver ya el rostro del hombre cada vez que éste daba una calada profunda y que el portillo estaba abierto, balanceándose ligeramente con la brisa sin cerrarse del todo. Eva se arrastraba hacia él cuando su rodilla topó con algo cilíndrico y resbaladizo. Tanteó con una mano y encontró un cable con un grueso revestimiento de plástico. Iba desde la cerca hasta los tres focos colocados sobre el césped. Todo lo que tenía que hacer era cortarlo y las luces se apagarían. Y en el invernadero había tijeras de podar. Pero si las utilizaba podía electrocutarse. Mejor sería usar.el hacha de mango largo que estaba junto a la pila de la leña en el extremo opuesto del pabellón. Con tal que se marchara el hombre del cigarrillo, podía hacerse con ella en un momento. ¿Pero qué hacer para que se fuera? Si tiraba una piedra al invernadero seguro que iría a investigar.

Eva buscó por el sendero y acababa de encontrar un trozo de piedra cuando la necesidad de crear una distracción desapareció. Un enorme ruido de motor se acercaba por detrás de ella; al volver la cabeza pudo distinguir la silueta de un helicóptero que descendía sobre el campo. Y el hombre se había ido. Había dado la vuelta alrededor del pabellón de forma que estaba de espaldas a Eva. Ella atravesó el portillo a gatas, se puso de pie y corrió hacia el montón de leña. Al otro lado del pabellón, el hombre no la oyó. El helicóptero estaba ahora más cerca y sus rotores apagaban el sonido de los movimientos de Eva. Ésta ya había conseguido el hacha y estaba de vuelta junto al cable, y cuando el helicóptero le pasó por encima de su cabeza descargó el hacha sobre el cable. Un instante después la casa había desaparecido y la noche se había vuelto intensamente oscura. Eva avanzó tropezando, pisoteó las plantas aromáticas y se vio en el césped antes de darse cuenta de que estaba en medio de una especie de tornado. Encima de ella, las palas del helicóptero cortaron el aire, la máquina viró hacia un lado, algo le rozó el pelo y un momento más tarde se oyó el ruido de vidrios rotos. El invernadero de Mrs. de Frackas estaba siendo demolido. Eva se paró en seco y se echó de bruces sobre la hierba. Del interior de la casa llegó el tableteo de las armas automáticas, y las balas acribillaron el pabellón de verano. Eva estaba en el meollo de una horrible batalla y, de pronto, todo había funcionado al revés.

En el invernadero de Mrs. de Frackas, el superintendente Misterson había seguido el movimiento del helicóptero hacia el balcón del ático con el teléfono de campaña colgando del aparato cuando el mundo se desvaneció repentinamente. Después del resplandor de los focos apenas veía nada, pero podía oír y sentir, y antes de que consiguiera retroceder a tientas hasta el salón tuvo la oportunidad de oír y sentir a la vez. Sintió claramente el teléfono de campaña en alguna parte de su cabeza y oyó vagamente el ruido de los cristales rotos. Un segundo después, estaba sobre el piso embaldosado y todo aquel maldito lugar parecía una magnífica cascada de cristales, de macetas de geranios, begonias, semperfloretis y estiércol. Fue este último el que le impidió expresar sus verdaderos sentimientos.

–Especie de loco… -empezó a decir, pero la tempestad de polvo le hizo atragantarse.

El superintendente giró sobre sí mismo tratando de evitar los escombros, pero todavía caían cosas de los estantes y la campánula preferida de Mrs. de Frackas, la Cathedral Bell, se descolgó de la pared y le enredó en sus zarcillos. Finalmente, cuando intentaba abrirse paso por entre medio de aquella jungla doméstica, una gran camelia «Donation» que estaba en una pesada maceta vaciló sobre su pedestal y puso fin a sus sufrimientos. El jefe de la brigada antiterrorista yacía cómodamente inconsciente sobre las baldosas y ya no dijo esta boca es mía.

Pero en el centro de comunicaciones los comentarios fluían a toda máquina. El mayor aullaba órdenes al piloto del helicóptero mientras dos operadores con auriculares se tapaban los oídos y gritaban que algún demente estaba pisoteando el material de escucha parabólica. Sólo Flint permanecía frío y, comparativamente, sereno. Ya desde que se enteró de que Wilt estaba implicado en el caso sabía que algo espantoso tenía que suceder. En la mente de Flint, el nombre de Wilt evocaba el caos, una especie de fatalidad cósmica contra la cual no había protección alguna, excepto, posiblemente, rezar. Y que la catástrofe se hubiera por fin desencadenado le complacía secretamente. Probaba que su premonición era acertada y que el optimismo del superintendente era totalmente equivocado. Y así, mientras el mayor ordenaba al piloto del helicóptero que se fuera al infierno, Flint atravesó con precaución las ruinas del invernadero y desenredó de aquel follaje a su inconsciente superior.

–Mejor será llamar a una ambulancia -le dijo al mayor mientras arrastraba al herido al centro de comunicaciones-. Parece que el super está fuera de combate.

El mayor estaba demasiado atareado como para preocuparse.

–Eso es asunto suyo, inspector -dijo-; yo tengo que ocuparme de que esos cerdos no se nos escapen.

–Da la impresión de que estuviesen aún en la casa -dijo Flint, mientras el tiroteo continuaba esporádicamente en el número 9, pero el mayor sacudió la cabeza.

–Lo dudo. Pueden haber dejado un comando suicida para cubrir su retirada, o haber instalado una ametralladora con un dispositivo de tiempo para que dispare a intervalos regulares. No se confíen ni un pelo de esos cerdos.

Flint pidió un médico por la radio y ordenó a dos policías que trasladasen al superintendente hasta Farringdon Avenue a través de los jardines vecinos, proceso que estorbaron los hombres de las fuerzas de seguridad que andaban buscando terroristas en fuga. Aún transcurrió media hora hasta que se posó el silencio sobre Willington Road y los dispositivos de escucha hubieron confirmado que todavía había presencia humana en la casa.

Por lo visto también algún vertebrado yacía sobre el césped de los Wilt. Flint, que volvía de la ambulancia, se encontró al mayor empuñando una pistola, a punto de hacer una salida.

–Según parece hemos cogido a uno de esos hijos de puta -dijo mientras se oían los enormes latidos de un corazón a través de un amplificador conectado al dispositivo de escucha-. Voy a salir a atraparlo. Probablemente lo hirieron durante el fuego cruzado.

Se precipitó en la oscuridad, y pocos momentos más tarde se oyó un grito, prueba de una violenta lucha entre un objeto extremadamente vigoroso y trozos de la cerca que separaba los dos jardines. Flint apagó el amplificador. Ahora que se habían callado los latidos, salían de la máquina otros sonidos aún más molestos. Pero lo peor fue lo que finalmente apareció atravesando a la fuerza el derruido invernadero: Eva Wilt, que nunca había sido la más atractiva de las mujeres a los ojos de Flint, cubierta ahora de barro, hierbas, empapada hasta los huesos, con el vestido desgarrado que dejaba al descubierto parte de su piel, y presentando un aspecto realmente prehistórico. Todavía peleaba cuando los seis hombres de los servicios especiales la hicieron entrar en la habitación. El mayor les seguía, con un ojo morado.

–Bien, al menos hemos capturado a uno de esos cerdos -dijo.

–Yo no soy uno de esos cerdos -gritó Eva-, soy Mrs. Wilt y no tiene usted derecho a tratarme así.

El inspector se retiró tras una silla.

–Pues sí que es Mrs. Wilt -dijo-. ¿Le importaría decirnos qué estaba tratando de hacer?

Eva lo miró con desprecio desde la alfombra.

–Tratando de reunirme con mis niñas. Tengo derecho a ello.

–Eso ya lo he oído antes -dijo Flint-, usted y sus derechos. Supongo que Henry la ha metido en esto, ¿no?

–Nada de eso. Ni siquiera sé lo que le ha sucedido. Probablemente está muerto.

Y se echó a llorar súbitamente.

–Bueno, podéis soltarla, muchachos -dijo el mayor, convencido por fin de que su cautiva no era uno de los terroristas-. Se ha expuesto a que la mataran, sabe usted.

Eva le ignoró y se puso de pie.

–Inspector Flint, usted también es padre. Tiene que saber lo que significa estar separado de sus seres queridos cuando ellos más lo necesitan.

–Sí, bueno… -dijo el inspector, incómodo.

Las mujeres de Neanderthal llorosas hacían surgir en él sentimientos confusos y, en cualquier caso, sus seres queridos en particular eran dos adolescentes salvajes con un marcado gusto por el vandalismo. Agradeció que le interrumpiera uno de los técnicos encargado de los dispositivos de escucha.

–Estamos captando algo extraño, inspector -dijo-, ¿quiere usted oírlo?

Flint asintió. Cualquier cosa era preferible a tener que aguantar las demandas de simpatía de Eva Wilt. Pero se equivocaba. El técnico conectó el amplificador.

–Proviene del poste número 4 -explicó, mientras salían del altavoz una serie de gruñidos, gemidos, gritos de éxtasis y el insistente chirrido de los muelles de una cama.

–¿Del poste número 4? Eso no es un poste, es…

–Parece un maníaco sexual jodiendo, con perdón de la señora -dijo el mayor.

Pero Eva escuchaba con demasiada intensidad como para que le importara una palabrota de más.

–¿De dónde sale eso?

–Del ático, señor. Donde está ya sabe usted quién. Pero el subterfugio no sirvió de nada con Eva.

–Hasta yo lo sé -gritó-. Es mi Henry. Reconocería ese gemido en cualquier parte.

Una docena de ojos se posaron en ella con repugnancia, pero Eva no se sintió intimidada. Después de todo lo que le había pasado en unos pocos minutos, esa nueva revelación destruyó los últimos vestigios de su discreción social.

–Está haciendo el amor con otra mujer. Espere que le ponga las manos encima -gritó furiosa.

Y se habría precipitado de nuevo en la oscuridad de la noche si no se lo hubieran impedido.

–Pónganle las esposas a esa fiera -gritó el inspector-. Llévensela de nuevo a la comisaría y tengan cuidado de que no se les escape otra vez. Máxima seguridad y nada de errores.

–Por cierto, tampoco parece que su esposo vaya a escaparse -dijo el mayor mientras se llevaban a Eva a la fuerza y la evidencia inequívoca de la aventura amorosa de Wilt continuaba vibrando por todo el centro de comunicaciones. Flint salió de detrás de la silla y se sentó.

–Al menos esa loca me ha confirmado que yo tenía razón. Ya les dije que ese hijo de puta estaba metido en el asunto hasta las orejas.

El mayor se estremeció.

–Se me ocurren maneras más gratas de expresarlo, pero me parece que tiene usted razón.

–Por supuesto que la tengo -dijo Flint con suficiencia-. Conozco los truquitos del amigo Wilt.

–Pues yo me alegro de no conocerlos -dijo el mayor-, me parece que deberíamos llamar al psicoanalista para que nos dé su opinión de esto.

–Todo está quedando grabado en la cinta, señor -dijo el hombre de la radio.

–En ese caso, apague ese ruidazo repugnante -dijo Flint-, ya tengo bastantes cosas entre manos sin tener que escuchar lo que Wilt está haciendo con las suyas.

–No puedo estar más de acuerdo -dijo el mayor, impresionado por la exactitud de la expresión-. Ese tipo debe de tener unos nervios de acero. A mí no se me levantaría en esas circunstancias.

–Le sorprendería saber lo que es capaz de levantar ese tipejo en cualquier situación -dijo Flint-, y casarse con ese maternal mastodonte suyo, ¿no es asombroso? Antes me metería yo en la cama con una almeja gigante que con Eva Wilt.

–Supongo que tiene usted razón -dijo el mayor tocándose con precaución su ojo morado-, desde luego pega como un animal. Tengo que irme. Voy a ver si pongo otra vez en marcha esos proyectores.

Salió tanteando en la oscuridad, y Flint se quedó sentado preguntándose qué hacer. Como el superintendente estaba fuera de combate, se suponía que le tocaba a él encargarse del caso. No era un ascenso que le hiciera gracia. Lo único que le consolaba un poco era la idea de que Henry Wilt estaba a punto de hacer su última aparición en escena.

De hecho, Wilt estaba concentrándose justamente en lo contrario. El estado de su masculinidad, apenas recientemente reparada, lo exigía. Además, el adulterio no era su fuerte y nunca había encontrado excitante el proceso de hacer el amor sin tener ganas. Y como cuando él tenía ganas normalmente Eva no las tenía -pues reservaba sus momentos de pasión para cuando las cuatrillizas estuvieran profundamente dormidas y entonces él ya estaba medio desanimado-, se había acostumbrado a una especie de sexualidad atrofiada en la que él hacía una cosa mientras pensaba en otra. Y no es que Eva se quedara satisfecha con esa sola cosa. Su interés, aunque mucho más simple que el suyo, era infinitamente ecléctico en las cuestiones de procedimiento y Wilt había aprendido a aceptar ser doblado, retorcido, aplastado y, en general, a contorsionarse según los métodos sugeridos por los manuales que Eva consultaba. Tenían títulos del tipo Cómo mantener joven su matrimonio o Hacer el amor de manera natural. Wilt había objetado que su matrimonio no era joven y que no había nada natural en arriesgarse a provocar una hernia estrangulada utilizando la postura para el coito que propugnaba el doctor Eugene van Yonk. Pero esos razonamientos nunca le sirvieron de gran cosa. Eva replicaba haciendo referencias desagradables a su adolescencia y acusaciones infundadas sobre lo que hacía en el baño cuando ella no estaba, y al final se veía obligado a demostrar su normalidad haciendo algo que consideraba absolutamente anormal. Pero si bien Eva era vigorosamente experimental en la cama, Gudrun Schautz era una feroz carnívora.

Desde el momento en que ella se había lanzado sobre él en la cocina en un frenesí de lubricidad, Wilt había sido mordido, arañado, lamido, masticado y chupado con una violencia y una falta de discriminación que resultaban francamente insultantes, por no decir peligrosas, y que le habían hecho preguntarse por qué se molestaba aquella zorra en matar gente a tiros cuando podía haberlo hecho de forma más fácil, más legal y decididamente más atroz. En cualquier caso, nadie en su sano juicio podría acusarle de ser un marido infiel. En todo caso, más bien lo contrario; sólo el más concienzudo y abnegado padre de familia se arriesgaría tanto como para meterse en la cama voluntariamente con una asesina buscada por la policía. Wilt encontraba este adjetivo singularmente inapropiado y sólo concentrando su imaginación en el día que conoció a Eva podía evocar un mínimo de deseo. Fue su fláccida respuesta la que provocó a Gudrun Schautz. La zorra no sólo era una asesina; logró combinar el terror político con la esperanza de que Wilt fuese un cerdo machista que se le tiraría encima sin pensárselo dos veces.

Las opiniones de Wilt sobre dicha materia eran distintas. Uno de los principios de su confusa filosofía era que cuando se estaba casado no se liaba uno con otras mujeres. Y dar botes arriba y abajo con una joven extremadamente conyugable entraba en la categoría de liarse con alguien. Por otra parte, se daba la interesante paradoja de que se sentía espiritualmente más cerca de Eva ahora que cuando hacía realmente el amor con ella y pensaba en otra cosa. En el plano práctico, no había la más mínima posibilidad de que llegase al orgasmo. El catéter había arruinado ese tipo de manejos por el momento. Podía balancearse y brincar hasta que las ranas criasen pelo, pero no conseguiría que su pene experimentase de verdad una erección. Para evitar esa espantosa posibilidad, alternaba las imágenes de una Eva joven con las de sí mismo y la execrable Schautz sobre la mesa de autopsias en un coitus interruptus terminal. Considerando el escándalo que estaban montando, esa hipótesis parecía la más probable y era, por supuesto, el más efectivo antiafrodisíaco. Además tenía la ventaja adicional de confundir a la Schautz. Evidentemente estaba acostumbrada a amantes más ardientes, y el fervor errático de Wilt la desconcertaba.

–¿Te gustaría de alguna otra manera, Liebling? – preguntó ella, mientras Wilt retrocedía por enésima vez.

–En el baño -dijo Wilt, que de pronto se había dado cuenta de que los terroristas de abajo podían decidir echarles una mano y que los baños eran más a prueba de balas que las camas. Gudrun Schautz se echó a reír:

–Qué divertido, ja. ¡En el baño!

En ese momento, los focos se apagaron y se dejó oír el rugido del helicóptero. El ruido pareció incitarla a un nuevo frenesí de lubricidad.

–Rápido, rápido -gemía-, que vienen.

–Pues yo, ni que me den por el culo -murmuró Wilt.

Pero la asesina estaba demasiado ocupada tratando de exorcizar el olvido para oírle y mientras se desintegraba el invernadero de Mrs. de Frackas y abajo sonaba un rápido tiroteo, se vio sumergido de nuevo en un maelstrom de lujuria que no tenía nada que ver con el verdadero sexo. La muerte atravesaba los gestos de la vida y Wilt, ignorante de que su papel en esta escena quedaba grabado para la posteridad, se esforzaba en desempeñar su papel lo mejor posible. Trató de pensar en Eva de nuevo.


CAPÍTULO XVII


Abajo en la cocina, Chinanda y Baggish estaban pasando un mal rato pensando en todo ello. Todas las complejidades de la vida de las que habían intentado escapar por el fanatismo idiota y asesino del terror parecían haberse asociado de pronto contra ellos. Disparaban frenéticamente a la oscuridad y, en un momento de euforia, creyeron haberle dado al helicóptero. En lugar de eso, el aparato había bombardeado aparentemente la casa de al lado. Cuando finalmente dejaron de disparar, se vieron asaltados por los aullidos de las cuatrillizas desde la bodega. Para empeorar las cosas, la cocina se había convertido en un peligro para la integridad física. Las baldosas que Eva había pulido tanto estaban cubiertas de vómitos, y después que Baggish hubiera aterrizado de espaldas por segunda vez, se retiraron al hall para meditar su siguiente movimiento. Entonces fue cuando oyeron los extraordinarios ruidos que provenían del ático.


–Están violando a Gudrun -dijo Baggish, y habría ido a rescatarla si no le hubiera detenido Chinanda.

–Es una trampa que nos están tendiendo esos cerdos policías. Quieren que subamos arriba y entonces asaltar la casa y liberar a los rehenes. Aquí nos quedamos.

–¿Con este ruido? ¿Cuánto tiempo crees que podremos aguantar todos estos alaridos? Necesitamos turnarnos para dormir y con ellas gritando es imposible.

–Pues las haremos callar -dijo Chinanda, y fue el primero en bajar a la bodega, donde Mrs. de Frackas estaba sentada en una silla de madera mientras las cuatrillizas reclamaban a su mamá.

–¡Callad, me habéis oído! Si queréis ver a vuestra mamá dejad de hacer ese ruido -gritó Baggish, pero las cuatrillizas no hicieron sino gritar más fuerte.

–Yo creía que enfrentarse con niños pequeños habría sido una parte esencial de su entrenamiento -dijo Mrs. de Frackas sin la menor simpatía. Baggish se volvió hacia ella. Todavía no había superado la sugerencia de que su auténtica especialidad era vender postales guarras en Port Said.

–Hágalas callar usted -le dijo, agitando la automática frente a su cara- o si no…

–Mire muchacho, hay algunas cosas que tiene usted que aprender todavía -dijo la anciana señora-. Cuando se llega a mi edad, la muerte es tan inminente que uno no se molesta en preocuparse por ella. En cualquier caso, yo siempre he abogado por la eutanasia. Es mucho más razonable, ¿no le parece?, y no que le coloquen a uno el gota a gota o que le enchufen a uno de esos pulmones de acero o como se llamen. Quiero decir que quién va a querer mantener viva a una persona senil si ya no le sirve absolutamente a nadie para nada.

–Yo no, desde luego -dijo fervientemente Baggish.

Mrs. de Frackas le miró con interés.

–Además, como musulmán, me estaría usted haciendo un favor. Siempre he tenido entendido que la muerte en combate era una garantía de salvación según el Profeta, y aunque yo no puedo decir que esté realmente luchando, si uno muere a manos de un asesino viene a ser lo mismo.

–¡Nosotros no somos asesinos -gritó Baggish-, somos luchadores por la libertad y contra el imperialismo internacional!

–Eso viene a demostrar lo que yo decía -continuó Mrs. de Frackas, imperturbable-. Ustedes luchan y yo misma soy evidentemente un producto del Imperio. Si usted me mata, de acuerdo con su filosofía iré directamente al cielo.

–No estamos aquí para hablar de filosofía -dijo Chinanda-. Vieja estúpida, ¿qué sabe usted del sufrimiento de los trabajadores?

Mrs. de Frackas paró atención en la ropa de él.

–Bastante más que usted, por el corte de su chaqueta, joven. Puede que no lo parezca, pero yo pasé varios años trabajando en un hospital para niños en los arrabales de Calcuta, y creo que sé lo que significa la miseria. ¿Ha hecho usted en su vida una jornada de trabajo duro?

Chinanda eludió la pregunta.

–¿Pero qué hizo usted respecto a esa miseria? – chilló, acercando su cara a la de ella-. Usted limpiaba su conciencia en el hospital y luego volvía a casa y vivía rodeada de lujo.

–Hacía tres buenas comidas al día, si es a eso a lo que se refiere cuando habla de lujo. Desde luego, no hubiera podido permitirme ese tipo de coche caro que tiene usted -respondió la anciana-. Y ya que ha sacado el tema de la limpieza, creo que podría contribuir a que las niñas se tranquilizasen un poco si me permitieran que las bañase.

Los terroristas miraron a las cuatrillizas y compartieron aquel criterio. La visión de las niñas no era muy agradable.

–De acuerdo, le traeremos agua aquí abajo, puede usted bañarlas -dijo Chinanda.

Subió a la cocina a oscuras y encontró finalmente un cubo de plástico bajo el fregadero. Lo llenó de agua y lo llevó abajo junto con una pastilla de jabón. Mrs. de Frackas miró el cubo con aire escéptico.

–Dije lavarlas. No teñirlas.

–¿Teñirlas? ¿Qué quiere usted decir?

–Mire usted mismo -dijo Mrs. de Frackas. Así lo hicieron los dos terroristas, y quedaron horrorizados. El cubo estaba lleno de un agua azul oscura.

–Ahora están tratando de envenenarnos -chilló Baggish, y se lanzó escaleras arriba a presentar esta nueva queja ante la brigada antiterrorista.

El inspector Flint atendió la llamada.

–¿Envenenarles? ¿Poniendo algo en la cisterna? Le aseguro que no sé nada de eso.

–Entonces, ¿cómo es que está azul?

–No tengo ni idea. ¿Está seguro de que el agua está azul?

–Joder, sé distinguir cuándo el agua es azul -gritó Baggish-. Abrimos el grifo y el agua sale azul. Piensa usted que somos idiotas o qué.

Flint vaciló, pero suprimió su verdadera opinión en interés de los rehenes.

–No importa lo que piense yo -dijo-, todo lo que puedo decirle es que no hemos hecho absolutamente nada con el agua y…

–Cerdo mentiroso-gritó Baggish-. Primero trata usted de engañarnos violando a Gudrun y ahora envenena el agua. No esperaremos más. O el agua está limpia en una hora y deja usted libre a Gudrun, o ejecutaremos a la vieja.

Colgó el teléfono violentamente, dejando a Flint más confuso que nunca.

–¿Violar a Gudrun? Este tipo está chalado. No tocaría a esa zorra ni con una pértiga, y cómo podría estar yo en dos sitios a la vez. Y ahora dice que el agua se está volviendo azul.

–Puede que estén drogados -dijo el sargento-, a veces les dan alucinaciones, sobre todo cuando están en tensión.

–¿Tensión? No me hable de tensión -dijo Flint, y la tomó con uno de los operadores del sistema de escucha parabólica-. ¿Y de qué demonios se está usted sonriendo ahora?

–Están tratando de hacerlo en el baño, señor, es idea de Wilt. Qué resistencia la de ese cabrón.

–Si está usted sugiriendo en serio que una pareja que copula en la bañera puede volver azul el resto del agua de la casa, olvídelo -replicó Flint.

Echó la cabeza hacia atrás contra el antimacasar y cerró los ojos. Su cabeza era un hervidero de ideas: Wilt estaba loco. Wilt era un terrorista. Wilt era un terrorista loco. Wilt era un poseso. Wilt era un jodido enigma. Sólo esto último era seguro; eso y que el deseo más ferviente del inspector era que Wilt se encontrara a miles de kilómetros de allí y que nunca hubiera oído hablar de aquel hijo de puta. Finalmente, se despertó.

–Muy bien; quiero que vuelva ese helicóptero, y esta vez nada de errores. La casa está iluminada y seguirá estándolo. Lo único que han de hacer es introducir ese teléfono a través del balcón, y teniendo en cuenta lo que han hecho aquí eso será un juego de niños. Dígale al piloto que puede arrancar el tejado si quiere, pero que quiero línea con ese ático y rápido. Es la única manera que tenemos de saber exactamente a qué está jugando Wilt.

–Así se hará -dijo el mayor, y comenzó a dar nuevas instrucciones.

–Ahora está hablando de política, señor -dijo el operador-. Hace que Marx parezca un reaccionario, ¿quiere oírlo?

–Supongo que será lo mejor -dijo Flint, deprimido. Conectaron los altavoces. A pesar del zumbido se podía oír a Wilt explicándose violentamente.

–Debemos aniquilar el sistema capitalista. No debe haber vacilaciones en el exterminio de los últimos vestigios de la clase dominante ni en inculcar una conciencia proletaria en las mentes de los trabajadores. Esto se conseguirá mejor exponiendo la naturaleza fascista de la pseudodemocracia, a través de la praxis del terror contra la policía y los ejecutivos lumpen de las finanzas internacionales. Sólo demostrando la antítesis fundamental entre…

–Dios mío, parece un libro de texto -dijo Flint con una precisión no intencionada-. Tenemos a un Mao de bolsillo en el ático. Bueno, llévese esas cintas y entréguelas a la brigada tonta. Quizá ellos puedan decirnos qué es un ejecutivo lumpen.

–El helicóptero está en camino -dijo el mayor-. El teléfono está provisto de una microcámara de televisión. Si todo va bien pronto veremos lo que está pasando arriba.

–Como si me importara verlo -dijo Flint, y retrocedió al refugio del retrete de abajo.

Cinco minutos más tarde el helicóptero azotaba el aire sobre el huerto al final del jardín; se balanceó un momento sobre el número 9 y un teléfono de campaña cayó por el balcón en el piso ático. Al retirarse, el

loto dejó tras de sí un cable corno el hilo de una araña mecánica.

Flint salió del retrete y se encontró con que Chinanda estaba al teléfono.

–Quiere saber por qué no hemos purificado el agua, señor -dijo el operador.

El inspector Flint tomó asiento con un suspiro y cogió el auricular.

–Escuche, Miguel -comenzó, imitando el tono amistoso del superintendente-; puede que no lo crea…

Una oleada de insultos dejó bien a las claras que el terrorista, efectivamente, no lo creía.

–De acuerdo, acepto todo eso -dijo Flint cuando los epítetos se agotaron-, pero lo que le digo es que no hemos estado en el ático. No hemos puesto nada de nada en el agua.

–¿Entonces, por qué les están proporcionando armas con el helicóptero?

–No eran armas. En realidad, es un teléfono para que podamos hablar con ellos… Sí, supongo que no le parece verosímil. Soy el primero en reconocerlo… No, no lo hemos hecho. Si lo ha hecho alguien es…

–El Ejército Alternativo del Pueblo -le apuntó el sargento.

–El Ejército Alternativo del Pueblo -repitió Flint-. Deben de haber puesto algo en el agua, Miguel… ¿Qué?… No quiere que le llame Miguel… Bueno, de hecho a mí no me interesa particularmente que me llamen cerdo… Sí, le oigo; ya le he oído la primera vez. Y si cuelga usted, hablaré con los hijos de puta de arriba.

Flint colgó el teléfono con violencia.

–Muy bien, ahora póngame con el ático. Y dése prisa, que el tiempo corre.

Así iba a seguir corriendo durante un cuarto de hora más. La repentina aparición del helicóptero, justo cuando la alternativa Wilt estaba pasando del sexo a la política, había echado por tierra la táctica de Wilt. Ya había ablandado a su víctima en el plano físico, y había comenzado a confundirla todavía más citando al egregio Bilger en su aspecto más marcusiano. No fue demasiado difícil; en cualquier caso, Wilt había especulado sobre la injusticia de la existencia humana durante largos años. Su trato con Escayolistas IV le había enseñado que pertenecía a una sociedad relativamente privilegiada. Los Escayolistas ganaban más que él y los Impresores eran descaradamente ricos pero, a pesar de esas discrepancias, todavía era cierto que había nacido en un país opulento con un clima privilegiado y unas instituciones políticas sofisticadas que se habían desarrollado durante siglos. Por encima de todo, una sociedad industrial. La gran mayoría de los humanos vivían en una abyecta pobreza, afligidos por enfermedades curables pero sin que nadie les curase, sujetos a gobiernos despóticos, viviendo en el terror y en peligro de muerte por inanición. Wilt simpatizaba con cualquiera que intentase cambiar esta desigualdad. Puede que la Asistencia Personal a los Pueblos Primitivos de Eva fuese ineficaz, pero al menos tenía el mérito de ser personal y de moverse en la dirección adecuada. Aterrorizar a inocentes y asesinar a hombres, mujeres y niños era a la vez inútil y bárbaro. ¿Qué diferencia había entre los terroristas y sus víctimas? Sólo una diferencia de opinión. Chinanda y Gudrun Schautz provenían de familias ricas, y Baggish, cuyo padre había tenido una tienda en Beirut, difícilmente podía ser considerado pobre. Ninguno de estos autodenominados verdugos había llegado hasta el asesinato por la desesperación de la pobreza y, por lo que Wilt sabía, su fanatismo no tenía sus raíces en ninguna causa específica. No estaban tratando de echar a los británicos del Ulster, o a los israelitas del Golan; ni siquiera a los turcos de Chipre. Eran simuladores políticos cuyo enemigo era la vida. En resumen, eran asesinos por elección personal, psicópatas que camuflaban sus móviles tras una pantalla de teorías utópicas. El poder era todo su estímulo, el poder de infligir dolor y aterrorizar. Incluso su propia disposición a morir era una especie de poder, una forma enfermiza e infantil de masoquismo y expiación de culpa, no por sus repugnantes crímenes, sino por estar vivos. Tras éstos había,sin duda otros motivos relacionados con los padres o con los hábitos de limpieza. A Wilt no le interesaban. Le bastaba con que fueran portadores de la misma rabia política que había conducido a Hitler a construir Auschwitz y a suicidarse en el bunker, o a los camboyanos a matarse unos a otros a millones. No eran susceptibles de compasión alguna. Wilt tenía a sus hijas que proteger y sólo su cerebro para ayudarle. Y así, en ese intento desesperado por aislar y desconcertar a Gudrun Schautz, enunció los dogmas de Marcuse hasta que el helicóptero interrumpió su recital. Cuando aquel teléfono incrustado en una caja de madera cayó por la ventana, Wilt se tiró de bruces al suelo de la cocina.

–Al baño, rápido -chilló, convencido de que era una especie de bomba lacrimógena. Pero Gudrun Schautz ya estaba allí. Wilt se arrastró hasta ella.

–Saben que estamos aquí -susurró ella.

–Saben que yo estoy aquí -dijo Wilt, agradecido a la policía por haberle proporcionado la prueba de que era un hombre perseguido-. ¿Qué iban a querer de usted?

–Me encerraron en el baño. ¿Por qué hacerlo si no iban tras de mí?

–¿Y por qué lo iban a hacer si fueran? – preguntó Wilt-. La habrían sacado a rastras inmediatamente. – Hizo una pausa, y la miró fijamente a la luz que se reflejaba en el techo-. ¿Pero cómo llegaron hasta mí? Eso es lo que me pregunto. ¿Quién se lo dijo?

Gudrun Schautz le miró a su vez, haciéndose muchas preguntas.

–¿Por qué me mira usted a mí? Yo no sé de qué está hablando.

–¿No? – dijo Wilt, decidiendo que había llegado el momento de pasar a la locura en gran escala-. Eso es lo que dice ahora. Llega a mi casa cuando todo iba de acuerdo con el plan y de pronto aparecen los israelitas y todo kaput. Nada de asesinar a la reina, nada de usar gases, adiós a la aniquilación de todos los parlamentarios pseudodemocráticos de la Cámara de los Comunes de un solo golpe…

El teléfono sonó en el estudio interrumpiendo este catálogo demencial. Wilt escuchó con alivio. Lo mismo le sucedió a Gudrun Schautz. La paranoia, que era parte de su carácter, comenzaba a asumir en su mente nuevas proporciones cada vez que Wilt cambiaba de posición.

–Yo contestaré -dijo ella.

Pero Wilt la miró con aire feroz.

–Delatora -le espetó-, ya ha hecho bastante daño. Quédese donde está. Es su única esperanza.

Y dejando que ella se las apañara en los vericuetos de tan extraña lógica, Wilt se arrastró por la cocina y abrió la caja.

–Oiga usted, cerdo fascista -chilló antes de que Flint pudiera pronunciar una sola palabra-. No piense que

va a embaucar al Ejército Alternativo del Pueblo con buenas palabras en uno de sus diálogos equívocos. Exigimos…

–Cállese, Wilt -gritó el inspector. Wilt se calló. Así que los cabrones ya lo sabían. Concretamente Flint lo sabía. Eso habría sido una buena noticia de no haber tenido a una maldita asesina respirándole en el cogote- Así que no vale la pena que trate de engañarnos. Para que se entere, si quiere ver de nuevo a sus hijas, vivas, será mejor que deje de intentar envenenar a sus camaradas del piso de abajo.

–¿Intentar qué? – preguntó Wilt, utilizando su tono de voz normal atónito por esta nueva acusación.

–Ya me ha oído. Usted ha estado enredando en el depósito de agua y quieren que lo desenrede ya mismo.

–Enredando en… -comenzó Wilt antes de recordar que no podía hablar abiertamente en la presente compañía.

–El agua del depósito -dijo Flint-. Han dado un plazo para que quede limpia, y expira dentro de media hora. La palabra exacta es ultimátum.

Hubo un momento de silencio mientras Wilt trataba de pensar. Algo venenoso debía de haber dentro de esa bolsa de mierda. Quizá los terroristas llevaban consigo su propia provisión de cianuro. Tendría que sacar la bolsa de allí, pero mientras tanto debía mantener su postura demente. Retrocedió a su antiguo plan.

–No hacemos tratos -gritó-. Si nuestras peticiones no son atendidas a las ocho de la mañana, el rehén morirá.

Hubo un ruido de risas al otro extremo de la línea.

–Pruebe con otra cosa, Wilt -dijo Flint-. ¿Cómo va a matarla? ¿Joderá con ella hasta la muerte, quizá?

Hizo una pausa para dejar que esta información hiciera su efecto antes de continuar.

–Tenemos grabada toda su sesión de volatines. Sonará la mar de bien cuando la pongamos en el juicio.

–Mierda -dijo Wilt, esta vez de forma impersonal.

–Especialmente, le ha gustado mucho a Mrs. Wilt. Sí, me ha oído usted bien. Y ahora, ¿me va usted a limpiar esa agua o quiere que sus hijas tengan que bebérsela?

–De acuerdo, acepto. Tenga usted el avión listo para despegar, y no me moveré de aquí hasta que llegue el coche. Un conductor y nada de trucos o la mujer morirá conmigo. ¿Lo ha entendido?

–No -dijo Flint, comenzando también él a sentirse confuso, pero Wilt había puesto fin a la conversación. Estaba sentado en el suelo tratando de resolver este nuevo dilema. No podía hacer nada con el tanque del agua mientras le estuviese observando la Schautz. Tendría que continuar con su farsa. Volvió a la cocina y se la encontró de pie, vacilante, junto a la puerta del baño.

–Así que ahora ya lo sabe -dijo él. Gudrun Schautz no lo sabía.

–¿Por qué dijo usted que me mataría? – preguntó.

–¿Y usted qué cree? – dijo Wilt, reuniendo el coraje suficiente para acercarse a ella con algo parecido a una amenaza-. ¿Porque es una delatora? Sin usted, el plan…

Pero Gudrun Schautz ya tenía bastante. Retrocedió hasta el cuarto de baño, cerró de un portazo y corrió el cerrojo. Ese enano estaba loco. Toda la situación era una locura. Nada tenía sentido, y las contradicciones se iban amontonando de manera que el resultado era un torrente incomprensible de impresiones. Se sentó en el váter y trató de pensar cómo salir del caos. Si a ese hombre extraño que hablaba de asesinar a la reina lo estaba buscando la policía -y todo parecía apuntar en esa dirección, por muy ilógico que fuera-, algo había que decir para parecer su rehén. La policía británica no era estupida, pero bien podía ser que la liberasen sin hacer demasiadas preguntas. Ésa era la única oportunidad que tenía. Y al otro lado de la puerta podía oír a Wilt murmurando para sí de manera alarmante. Había comenzado a atar otra vez la manilla de la puerta.

Cuando hubo terminado, Wilt trepó de nuevo al espacio del ático y ahora estaba con el brazo sumergido hasta el codo en el tanque del agua. Desde luego, era de un color muy azulado; cuando consiguió por fin extraer la bolsa, tenía el brazo totalmente azul. Wilt dejó la bolsa en el suelo y se puso a revolver su contenido. Encontró en el fondo una máquina de escribir portátil y un gran tampón con su sello de caucho. No había nada que pareciera venenoso, pero la cinta de la máquina y el tampón habían contaminado ciertamente el agua. Wilt volvió a la cocina y abrió el grifo.

–No es extraño que esos cretinos pensaran que los estaban drogando -murmuró, y dejando correr el grifo volvió otra vez bajo el tejado. Cuando ya había gateado hasta detrás del tanque para esconder la bolsa bajo la capa de aislante de fibra de vidrio, la aurora empezaba a competir con los focos. Salió de allí, atravesó el estudio, se tumbó en el sofá y comenzó a pensar qué hacer a continuación.


CAPITULO XVIII


Así comenzó el segundo día del asedio a Willington Road. El sol salió, los proyectores palidecieron; Wilt daba cabezadas en un rincón del estudio, Gudrun Schautz estaba tumbada en el cuarto de baño, Mrs. de Frackas sentada en el sótano y las niñas apiñadas unas contra las otras bajo el montón de sacos donde Eva había almacenado sus patatas «biológicas». Incluso los dos terroristas consiguieron dormir un poco, mientras que en el centro de comunicaciones el mayor roncaba sobre su cama de campaña, agitado por sobresaltos como un perro de caza que sueña. En otra parte de la casa de Mrs. de Frackas, otros miembros de la brigada antiterrorista descansaban lo mejor que podían: el sargento encargado del dispositivo de escucha estaba acostado, hecho un ovillo, en un sofá y el inspector Flint había requisado el dormitorio principal. Pero a pesar de toda esta inactividad humana, las escuchas electrónicas transmitían información a las cintas magnéticas, y, de éstas, al ordenador y al equipo de Combate Psicológico. El teléfono de campaña, por su parte, como un caballo de Troya audiovisual, registraba la respiración de Wilt y espiaba sus menores movimientos a través del ojo de la cámara de televisión.


La única que no dormía era Eva. Tumbada en una celda de la comisaría, miraba fijamente la débil bombilla del techo. Al reclamar a un abogado, había introducido la duda en el espíritu del sargento de guardia. Era ésa una petición a la que no sabía cómo negarse. Mrs. Wilt no era una criminal y, por lo que él sabía, no había motivos legales para mantenerla encerrada en una celda. Incluso los verdaderos criminales tenían derecho a ver a un abogado y, después de haber intentado en vano ponerse en contacto con el inspector Flint, el sargento se rindió.

–Puede usted utilizar ese teléfono -le dijo.

Discretamente la dejó en la oficina para que hiciera todas las llamadas que quisiera. Si a Flint no le parecía bien, mala suerte. El sargento de guardia no tenía intención de pagar los platos rotos.

Eva hizo muchas llamadas. Despertó a Mavis Mottram a las cuatro, pero Eva la apaciguó al informarla de que no había podido contactar antes con ella porque estaba siendo retenida ilegalmente por la policía.

–Jamás había oído nada más escandaloso! Pobrecita mía… Pero no te preocupes más a partir de ahora: vamos a sacarte de ahí inmediatamente -dijo.

Acto seguido, despertó a Patrick para que se pusiera en comunicación con el jefe de policía, con el diputado local y con sus amigos de la BBC.

–Ya puedo despedirme de mis amigos de la BBC si les despierto a las cuatro y media de la madrugada.

–¡Qué tontería! – dijo Mavis-. Todo lo contrario, así les darás tiempo para que preparen las noticias de la mañana.

También fueron despertados los Braintree. Eva los dejó pasmados contándoles cómo había sido agredida por la policía. Les preguntó si conocían a alguien que pudiera ayudarla. Peter Braintree telefoneó al secretario de la Liga por las Libertades Individuales y luego, a última hora, a todos los diarios nacionales, contándoles la historia de cabo a rabo.

Eva continuó con sus llamadas. El teléfono sacó de la cama a Mr. Gosdyke, el abogado de los Wilt, que prometió llegarse inmediatamente a la comisaría.

–No le diga nada a nadie -le aconsejó, absolutamente convencido de la culpabilidad de Mrs. Wilt.

Eva no le hizo el menor caso. Telefoneó a los Nye, al director de la Escuela, a todo el que se le ocurrió, incluido el doctor Scully. Acababa de terminar cuando llamó la BBC y Eva les concedió una entrevista grabada en calidad de ciudadana detenida sin motivo por la policía y como madre de las cuatrillizas tomadas como rehenes por los terroristas. Desde ese momento, el coro de protestas no hizo más que crecer y perfeccionarse. Al ministro del Interior le despertó su jefe de Gabinete, informándole de que la BBC hacía caso omiso de su petición de no difundir la entrevista en pro del interés nacional, alegando que la detención ilegal de la madre de los rehenes era totalmente contraria al interés de la nación. De ahí, la noticia llegó hasta el jefe superior de Policía, al que se hizo responsable de las actividades de la brigada antiterrorista, y al propio ministro de Defensa, cuyos servicios especiales habían sido los primeros en maltratar a Mrs. Wilt.

Eva acaparó la atención del boletín radiofónico de las siete y de todos los grandes titulares de la prensa matutina. A las siete y media, la comisaría de policía de Ipford era sometida a un asedio mucho más palpable que el de la casa de Willington Road por parte de los periodistas, los fotógrafos, las cámaras de la televisión, los amigos de Eva y los espontáneos. Incluso el escepticismo de Mr. Gosdyke se desvaneció en cuanto el sargento le confesó que ignoraba por qué estaba Mrs. Wilt retenida por la policía.

–No me pregunte lo que se supone que ha hecho -dijo el sargento-. Fue el inspector Flint el que me ordenó que la encerrase en una celda. Si quiere más detalles, diríjase usted a él.

–Eso es lo que tengo la intención de hacer -dijo Mr. Gosdyke-. ¿Dónde está?

–Junto a la casa cercada. Puedo intentar localizárselo por teléfono.

Y así fue como Flint, que había conseguido dar unas cabezadas, feliz de pensar que por fin había conseguido cazar al hijoputa de Wilt que se había hundido hasta el cuello en un verdadero crimen, se despertó para encontrarse con que la situación se había vuelto completamente contra él.

–Yo no dije que hubiera que encerrarla. Dije que había que efectuar una detención preventiva, como permite la ley antiterrorista,

–¿Insinúa usted que mi cliente es sospechosa de actividades terroristas? – preguntó Mr. Gosdyke-. Porque si es así…

El inspector, que conocía bien la pena por difamación, decidió que no.

–Ha estado en prisión preventiva en su propio interés -dijo, utilizando un subterfugio. Mr. Gosdyke lo dudaba.

–Bien, considerando el estado en que se encuentra y tras madura reflexión, pienso que su seguridad hubiera estado mejor garantizada en el exterior de la comisaría que en su interior. Evidentemente la han golpeado a conciencia, ha sido arrastrada por el barro y manifiestamente también a través de los setos a juzgar por sus manos y piernas despellejadas, y se encuentra en un estado de total agotamiento nervioso. Va usted a permitirle salir ahora o será necesario que recurra a…

–No -dijo Flint precipitadamente-, por supuesto que puede irse, pero no me hago responsable de su seguridad si viene a la casa.

–A ese respecto, no es necesario que me lo asegure -dijo Mr. Gosdyke.

Luego acompañó a Eva a su salida de la comisaría. Allí fue acogida por una barrera de preguntas y de cámaras.

–Mrs. Wilt, ¿es verdad que ha sido golpeada por la policía?

–Sí -dijo Eva, antes de que Mr. Gosdyke hubiera tenido tiempo de intervenir para decir que ella no haría declaraciones.

–Mrs. Wilt, ¿qué piensa hacer ahora?

–Me vuelvo a casa -dijo Eva, mientras Mr. Gosdyke la empujaba para hacerla entrar en el coche.

–Ni pensarlo, querida amiga. Tendrá usted amigos que puedan albergarla por ahora.

Entre la muchedumbre, Mavis Mottram intentaba hacerse oír. Eva la ignoró. Se imaginaba a Henry y a aquella horrible alemana juntos en la cama. Mavis Mottram era la última persona con la que habría hablado en aquellos momentos. En su interior, todavía sentía rencor contra Mavis por haberla arrastrado a aquel estúpido seminario. Si se hubiera quedado en casa, nada de eso hubiera pasado.

–Estoy segura de que a los Braintree no les importará en absoluto que vaya -dijo. Poco después se encontraba en la cocina de Betty tomando café y contándoselo todo.

–¿Estás segura, Eva? – dijo Betty-. Eso no es nada propio de Henry.

–Claro que es propio de él. Han instalado altavoces en toda la casa y se puede oír todo lo que pasa en el interior -contestó Eva, asintiendo con la cabeza, los ojos llenos de lágrimas.

–Te confieso que no comprendo nada.

Ése era también el caso de Eva. No sólo no era propio de Henry ser infiel; más bien era todo lo contrario. Henry jamás miraba a otras mujeres. Estaba absolutamente segura de ello, y su falta de interés la había irritado a veces. En cierto modo, eso la privaba de ese toque de inquietud y celos a que tenía derecho como mujer casada. Además se preguntaba si esa falta de interés no la incluía también a ella. En ese instante se sentía por tanto doblemente traicionada.

–Pensarías que él iba a estar muy preocupado por la suerte de sus hijas -continuó-. Ellas abajo, y él allá arriba, con esa…

Eva se echó a llorar.

–Lo que te hace falta es un baño y dormir -dijo Betty. Eva dejó que la llevaran arriba hasta el cuarto de baño. Pero mientras estaba estirada en la bañera, de nuevo su instinto y su cerebro se pusieron en marcha. Iba a volver a casa. Era necesario, y esta vez iría a pleno día. Salió de la bañera, se secó y se puso el vestido de embarazada que era lo único que Betty Braintree había podido encontrar de su talla. Bajó las escaleras. Había decidido lo que iba a hacer.

En la sala de conferencias improvisada -habitación que había sido en otro tiempo el refugio del general de división de Frackas- el inspector Flint, el comandante y los miembros del equipo de Combate Psicológico estaban todos sentados mirando la pantalla del televisor colocado de forma incongruente en medio de la batalla de Waterloo. La pasión obsesiva del difunto general de división por los soldados de plomo y su disposición exacta sobre una mesa de ping-pong donde, tras su muerte, el polvo se había ido acumulando, aportaba un elemento surrealista a los ruidos y movimientos extraordinarios que provenían de la cámara del teléfono de campaña. El Wilt Alternativo iniciaba un nuevo ciclo de aventuras con una demostración de demencia absoluta.

–Está mal de la azotea -dijo el mayor, mientras Wilt, horriblemente deformado por el objetivo ojo de pez, crecía o menguaba al tiempo que andaba de un lado a otro del estudio, murmurando palabras totalmente desprovistas de sentido.

Incluso a Flint le costaba admitir la evidencia.

–¿Qué cono quiere decir «la vida perjudica al infinito»? – le preguntó al doctor Felden, el psiquiatra.

–Tendría que oír más para formarme una opinión clara -respondió éste.

–Pues yo no. Me basta con eso -dijo el mayor-. Tengo la impresión de mirar por el judas de una celda de aislamiento.

En la pantalla se veía a Wilt gritando algo referente a la lucha por la religión de Alá y a la matanza de todos los infieles. A continuación hizo unos ruidos muy alarmantes, como si fuera el tonto del pueblo que se hubiera atragantado con una espina, y desapareció por la cocina. Hubo un momento de silencio; luego se puso a canturrear con un espantoso falsete: «¡Las campanas del infierno hacen tilín tilín por ti, por ti, pero no por mí!» Reapareció armado con un cuchillo de cocina y gritando «Hay un cocodrilo… en el armario, madre, que se te está comiendo el abrigo. Vampiros y lagartos, desafiando la ventisca, hacen girar al mundo». Finalmente, con una risa histérica, se tumbó en el sofá.

Flint pasó por encima de la trinchera y apagó el receptor.

–Un poco más y yo también pierdo la chaveta -murmuró-. Bueno, ya han oído y visto ustedes bastante a ese imbécil. Quiero saber su opinión sobre el mejor método para manejarle.

–Visto desde el ángulo de una ideología política coherente -dijo el profesor Maerlis-, confieso que es difícil emitir una opinión.

–Estaba seguro -dijo el mayor, que aún abrigaba la sospecha de que el profesor compartía las opiniones de los terroristas.

–Por otra parte, la trascripción de las cintas de anoche prueba que Mr. Wilt tiene un conocimiento profundo de la teoría terrorista y que pertenece manifiestamente a una conspiración cuyo objetivo es asesinar a la reina. Lo que ya no comprendo es qué pintan ahí los israelíes.

–Podría muy bien ser un síntoma de paranoia -dijo el doctor Felden-. Un caso bastante típico de manía persecutoria.

–Olvídese del «podría» -dijo Flint-, ¿es que ese cabrón está loco o no?

–Es difícil de decir. En primer lugar, es posible que el sujeto haya experimentado efectos secundarios de los medicamentos que le han hecho tragar antes de entrar en la casa. El que se autodenomina médico militar que se los ha administrado me ha dicho que la pócima se componía de tres partes de valium por dos de amital de sodio, algo de bromuro y, según sus propios términos, un «manojito» de láudano. No ha podido precisarme las cantidades exactas, pero en mi opinión el hecho de que Wilt esté todavía con vida pone de relieve el vigor de su constitución.

–También pone de relieve la calidad del café de la cantina, si ese imbécil se lo ha tragado sin notar nada -dijo Flint-. Bueno, ¿se le puede preguntar por el teléfono lo que ha hecho con la Schautz o no?

El doctor Felden manoseaba pensativo un soldado de plomo.

–Yo más bien estoy en contra de esa idea. Si Fráulein Schautz está todavía con vida, no quisiera ser responsable de introducir la idea de matarla en un cerebro agitado como el de Wilt.

–Pues sí que estamos bien. Supongo que cuando esos cerdos nos vuelvan a exigir que la liberemos les tendré que decir que está en manos de un loco.

Flint volvió a entrar en la sala de comunicaciones deseando desesperadamente la llegada del sustituto del jefe de la brigada antiterrorista, antes de que comenzase la carnicería en el número 9.

–Que nadie se mueva -le dijo al sargento-. La brigada tonta cree que estamos tratando con un loco homicida.

Ésta era, en términos generales, la reacción deseada por Wilt. Había pasado una mala noche preguntándose cuál debía ser su próxima maniobra. Hasta ahora había representado unos cuantos papeles: el de terrorista revolucionario, el de padre agradecido, el de tonto del pueblo, el de amante caprichoso, el de asesino potencial de la reina, y a cada nueva invención había visto vacilar la seguridad de Gudrun Schautz en sí misma. Gudrun, con la inteligencia completamente obnubilada por la doctrina revolucionaria, era incapaz de adaptarse a un mundo de fantasías absurdas. Y el mundo de Wilt era absurdo. Siempre lo había sido, y por lo que se podía prever, siempre lo sería. El que Bilger hubiera podido realizar aquella jodida película sobre el cocodrilo era a la vez fantástico y absurdo, pero cierto. Wilt había pasado su vida de adulto rodeado de jóvenes granujientos que creían ser irresistibles para las mujeres; de profesores que creían poder convertir a Yeseros y Mecánicos en seres sensibles mediante la lectura de Finnegan's Wake, y/o inculcarles una auténtica toma de conciencia proletaria distribuyéndoles pasajes escogidos de Das Kapital. Y el mismo Wilt había pasado también por todos los fantasmas: así sus sueños de convertirse en un gran escritor, reavivados por su primera visión de Irmgard Müller y, algunos años atrás, su deseo de asesinar a Eva a sangre fría. Durante dieciocho años, había vivido con una mujer que cambiaba de personaje con tanta frecuencia como de camisa. Con todo ese tesoro de experiencia tras él, Wilt era capaz de crear nuevas fantasías en un abrir y cerrar de ojos, siempre que no se le exigiese que les diera una mayor credibilidad haciendo algo más que pulirlas con palabras. Las palabras eran su verdadero medio, y lo habían sido durante todos esos años pasados en la Escuela. Con Gudrun Schautz encerrada en el cuarto de baño, podía utilizarlas hasta la saciedad con el único objeto de hacerla volver completamente majareta. Con la condición de que esos tipos de abajo no se lanzasen a ninguna acción violenta.

Pero Baggish y Chinanda estaban demasiado ocupados en otra clase de conducta estrafalaria. Las niñas se habían despertado temprano, repitiendo su asalto al congelador y a las reservas de frutas en almíbar de Eva. Mrs. de Frackas había renunciado a mantenerlas mínimamente limpias; la lucha era demasiado desigual.

Acababa de pasar una noche terriblemente incómoda en una silla de madera y su reumatismo le había hecho sufrir un martirio. Para colmo había tenido sed, y como la única bebida disponible era la cerveza casera de Mr. Wilt, los resultados habían sido notables.

Al primer trago, la anciana se preguntó qué diablos le sucedía. En primer lugar, aquel brebaje tenía un gusto asqueroso, tan asqueroso que tomó inmediatamente otro trago para intentar enjuagarse la boca, pero también le supo muy fuerte. Después de haber tragado otra cantidad casi ahogándose, Mrs. de Frackas se quedó mirando la botella con un aire de incredulidad total. Era imposible para ella pensar que alguien hubiera podido destilar aquello con la intención de consumirlo realmente. Durante unos instantes se preguntó si Wilt, por razones diabólicas sólo por él conocidas, no había embotellado un bidón entero de disolvente concentrado. Era poco verosímil, pero también lo era el sabor de lo que se acababa de tragar. Le había carbonizado el gaznate con toda la violencia de un poderoso limpiador de inodoros que desincrusta la suciedad hasta el último de los rincones. Mrs. de Frackas miró la etiqueta y se sintió algo más tranquilizada. Ese brebaje pretendía ser «cerveza» y si bien la apelación estaba en total contradicción con la realidad, el contenido de la botella estaba destinado sin duda al consumo humano. La anciana bebió otro trago y se olvidó en seguida del reuma. Imposible concentrarse en dos achaques a la vez.

Para cuando acabó con la primera botella, le era difícil concentrarse, simplemente. El mundo se había convertido súbitamente en un lugar maravilloso, y para mejorarlo aún más le bastaba con seguir bebiendo. Se acercó con paso inseguro al estante de las botellas y seleccionó otra; estaba desenroscando el tapón cuando aquello le estalló en las narices. Empapada de cerveza pero con el gollete de la botella todavía en la mano, iba a probar con una tercera cuando se dio cuenta de que en la fila de abajo había varias botellas más grandes. Tomó una y vio que en otro tiempo había contenido champagne. No sabía lo que contenía ahora, pero por lo menos ésa parecía menos peligrosa de abrir y menos susceptible de explotar que las otras. Se llevó dos a la bodega e intentó descorcharlas. Pero no era tan fácil como parecía. Wilt había sellado los corchos con un adhesivo y lo que parecía ser los restos de una percha metálica.

–Me harían falta unas tenazas -murmuró mientras las niñas se reunían interesadas a su alrededor.

–Es la preferida de papá -dijo Josephine-. No le va a gustar si ve que se la bebe usted.

–No, querida, yo también creo que no le gustaría -dijo la anciana al tiempo que lanzaba un eructo que parecía indicar que su estómago era de la misma opinión.

–Él la llama su BB cuatro estrellas -dijo Penelope-, pero mamá dice que mejor sería llamarla pipí.

–¿Ah, sí? – dijo Mrs. de Frackas con asco.

–Es porque cuando la bebe tiene que levantarse por la noche.

Mrs. de Frackas se sintió aliviada.

–No vamos a hacer nada que pueda contrariar a vuestro padre -dijo-. Además, el champagne hay que servirlo helado.

Volvió donde los cubos de la basura, y esta vez se trajo dos botellas abiertas que habían resultado menos explosivas que las precedentes. Se sentó. Las niñas se habían reagrupado alrededor del congelador, pero la anciana señora estaba demasiado ocupada para vigilar lo que hacían. Al terminar su tercera botella, las cuatrillizas se habían convertido en octillizas y ya le costaba trabajo enfocar la vista. En todo caso, ahora comprendía lo que había querido decir Eva con lo del pipí. El brebaje de Wilt comenzaba a hacer efecto. Mrs. de Frackas se levantó, se cayó de narices y por fin subió a cuatro patas las escaleras hasta llegar a la puerta. Esa maldita puerta estaba cerrada con llave.

–¡Déjenme ssalir! – gritó- ¡Déjenme ssalir inmediatamente!

–¿Qué quiere usted? – preguntó Baggish.

–No le importa lo que… yyo quiero. Lo que importa ahora sson mis… neccessidades, y eso no es asunto suyo.

–Bueno, pues entonces quédese donde está.

–Yo no seré la responsable de de lo… lo que pase -dijo Mrs. de Frackas.

–¿Qué quiere decir?

–Jjjjoven, hay co cosas… que más vale ca callar… y yo nno tengo la intencción de hablar de ellas… con usted!

Al otro lado de la puerta se oía a los dos terroristas esforzándose por comprender ese inglés indescifrable. «Las co co cosas que más vale callar» les dejaban estupefactos, pero el «no seré la responsable de lo lo lo que passe» parecía bastante amenazador. Diversas pequeñas explosiones en la bodega y el ruido de cristales rotos les habían puesto ya en guardia.

–Queremos saber lo que sucederá si no la dejamos salir -pidió por fin Chinanda.

Mrs. de Frackas, por su parte, no tenía ninguna duda de lo que pasaría:

–¡Voy a explotaar! – chilló.

–¿Va usted a qué?

–¡Bum, bum, bum, explotaar… como una bomba! – aulló la anciana, que ahora estaba segura de haber alcanzado el último grado posible de retención de orina. En la cocina se celebró un conciliábulo en voz baja.

–Salga con las manos en alto -ordenó Chinanda, y quitó el pestillo de la puerta antes de retroceder hasta el hall para apuntarla con su arma. Pero Mrs. de Frackas ya no estaba en condiciones de obedecer. Intentaba alcanzar uno de los numerosos picaportes que se ofrecían a sus ojos, sin ningún éxito. Al pie de la escalera, las niñas la miraban completamente fascinadas. Estaban acostumbradas a los accesos de ebriedad de Wilt, pero nunca habían visto a una persona borracha hasta quedarse paralítica.

–Por el amor de Dios, abran esta puerta -farfulló Mrs. de Frackas.

–Yo, yo -gritó Samantha con voz aguda.

Las niñas se lanzaron en tropel sobre la anciana para ver quién abriría primero. Fue Penelope quien ganó, pero en el momento en que las niñas escalaban el cuerpo de Mrs. de Frackas para entrar en la cocina, la anciana había perdido todo interés por los retretes. Extendida en el umbral de la puerta, levantó la cabeza con dificultad y lanzó sobre las niñas un juicio sin apelación.

–Les pido un ffavor; que alguien mate a estos pequeños monstruos -murmuró antes de desmayarse. Los terroristas no la oyeron. Ahora sabían lo que ella había querido decir al hablar de una bomba. Dos explosiones devastadoras llegaron desde la bodega, seguidas de una lluvia de guisantes y habas congelados. En el congelador, la BB de Wilt había terminado por explotar.