–Bien, hay una plaza vacante en Lectura Rápida los lunes por
la tarde -dijo-. Si quisiera usted simplemente llenar este
formulario… -señaló vagamente en dirección a la ventana, pero la
mujer no estaba dispuesta a dejarse engañar.
–Me gustaría saber algo más acerca del curso. Quiero decir
que eso ayuda, ¿no?
–¿Ayudar? – dijo Wilt, resistiéndose a permitir que le
arrastrase a compartir su entusiasmo por el perfeccionamiento
personal-. Eso depende de lo que usted entienda por
ayudar.
–Mi problema ha sido siempre que soy una lectora tan lenta
que, para cuando he terminado un libro, ya no puedo recordar de qué
trataba el comienzo -dijo la mujer-. Mi esposo dice que soy
prácticamente analfabeta.
Sonrió con desamparo, sugiriendo un matrimonio a punto de
romperse que Wilt podía salvar, animándola
a pasar los lunes por la tarde fuera de casa y el resto de la
semana leyendo libros rápidamente. Wilt dudaba de la eficacia de
esa terapia, y trató de pasar a algún otro el fardo de
aconsejarla.
–Quizá sería mejor que se inscribiese en Apreciación
Literaria -sugirió.
–Ya lo hice el año pasado, y Mr. Fogerty fue maravilloso.
Dijo que yo tenía una sensibilidad potentísima.
Reprimiendo el impulso de decirle que la noción de potencia
de Mr. Fogerty no tenía nada que ver con la literatura, pues era de
índole más bien física (aunque para él constituía un misterio lo
que Fogerty podía haber visto en esa criatura tan deprimida y
formal), Wilt se rindió.
–El propósito de la Lectura Rápida -dijo, comenzando con la
palabrería- es mejorar su capacidad de lectura, tanto en velocidad
como en retención de lo que se ha leído. Descubrirá que se
concentra más cuanto más rápido avance y que…
Continuó durante cinco minutos soltando el discurso que se
había aprendido de memoria en cuatro años de matricular potenciales
Lectores Rápidos. Frente a él, la mujer cambió visiblemente. Eso
era lo que había venido a escuchar, el evangelio de las clases
nocturnas de perfeccionamiento. Cuando Wilt concluyó y ella hubo
cumplimentado el formulario, se veía que estaba mucho más
animada.
A Wilt en cambio, se le veía menos animado. Permaneció
sentado lo que quedaba de las dos horas, escuchando conversaciones
similares en las otras mesas y preguntándose cómo demonios se las
arreglaba Bill Paschendaele para mantener su fervor proselitista
después de veinte años de recomendar la Introducción a la
Sub-cultura Fenland. El tipo brillaba literalmente de entusiasmo.
Wilt se estremeció y matriculó a seis Lectores Rápidos más, con una
falta de interés que estaba calculada para desanimar a todos salvo
a los más fanáticos. En los intervalos daba gracias a Dios por no
tener que seguir dando clases sobre ese tema y no estar allí más
que para conducir las ovejas al redil. Como jefe de Estudios
Liberales, Wilt había superado las Clases Nocturnas para entrar en
el reino de los horarios, los comités, los memoranda, el
preguntarse cuál de los miembros de su personal iba a ser el
próximo en sufrir una crisis nerviosa, y las lecciones ocasionales
a los Estudiantes Extranjeros. Esto último tenía que agradecérselo
a Mayfield. Mientras el resto de la Escuela se había visto muy
afectada por los recortes financieros, los Estudiantes Extranjeros
pagaban, y el doctor Mayfield, ahora director de Desarrollo
Académico, había creado un imperio de árabes, suecos, alemanes,
sudamericanos e incluso japoneses que iban de un aula a otra,
tratando de comprender la lengua inglesa y, más difícil todavía, la
cultura y costumbres inglesas; un pot-pourri de lecciones que
llevaban el título de Inglés Avanzado para Extranjeros. La
contribución de Wilt era una conferencia semanal sobre la Vida
Familiar Británica, que le proporcionaba la oportunidad de hablar
de su propia vida familiar con una libertad y franqueza que hubiera
puesto furiosa a Eva y avergonzado al propio Wilt, si no hubiera
sabido que sus alumnos carecían de la perspicacia necesaria para
comprender lo que les estaba diciendo. La discrepancia entre la
apariencia de Wilt y los hechos habría desconcertado incluso a sus
más íntimos amigos. Frente a ochenta extranjeros, tenía asegurado
el anonimato. Tenía asegurado el anonimato y nada más. Sentado en
la Sala 467, Wilt podía matar el tiempo especulando sobre las
ironías de la vida.
En todas las salas, en todos los pisos, en los departamentos
de toda la Escuela, había profesores sentados a las mesas, gente
que hacía preguntas, recibía respuestas atentas y, finalmente,
llenaba formularios que aseguraban a los profesores que
conservarían su trabajo al menos un año más. Wilt conservaría el
suyo para siempre. Los Estudios Liberales no podían desaparecer por
falta de alumnos. La Ley de educación lo había previsto. Los
aprendices en formación debían tener su hora semanal de opiniones
progresistas tanto si querían como si no. Wilt estaba a salvo y, si
no hubiera sido por el aburrimiento, habría sido un hombre feliz.
Por el aburrimiento y por Eva.
No es que Eva fuese aburrida. Ahora que tenía que cuidar a
las cuatrillizas, el entusiasmo de Eva Wilt se había ampliado hasta
incluir toda «Alternativa» de la que iba teniendo noticia. La
Medicina Alternativa alternaba con la Jardinería Alternativa, la
Nutrición Alternativa e incluso diversas Religiones Alternativas,
de tal manera que, al volver a casa tras la diaria rutina sin
opciones de la Escuela, Wilt nunca podía estar seguro de lo que le
esperaba, excepto que no era lo de la noche anterior. Casi la única
constante era el estrépito organizado por las cuatrillizas. Las
cuatro hijas de Wilt habían salido a su madre. Allí donde Eva era
entusiasta y enérgica, ellas eran inagotables y cuadriplicaban sus
múltiples entusiasmos. Para no llegar a casa antes que estuvieran
acostadas, Wilt había adoptado la costumbre de ir y volver de la
Escuela andando, y era resueltamente displicente respecto al uso
del coche. Para aumentar sus problemas, Eva había heredado un
legado de una tía y, como el salario de Wilt se había duplicado, se
habían trasladado de Parkview Avenue a Willington Road y a una gran
casa con un gran jardín. Los Wilt habían ascendido en la escala
social. Lo cual no era una mejora, en opinión de Wilt, y había días
en que añoraba los viejos tiempos, cuando los entusiasmos de Eva se
veían ligeramente amortiguados por lo que podían pensar los
vecinos. Ahora, como madre de cuatro hijas y señora de una mansión,
ya no se preocupaba. Había cultivado una horrenda seguridad en sí
misma.
Y así, al final de sus dos horas, Wilt llevó su lista de
nuevos alumnos a la oficina y vagabundeó por los corredores del
edificio de la administración, camino de las escaleras. Estaba
bajándolas, cuando Peter Braintree se reunió con
él.
–Acabo de matricular a quince marineros de agua dulce en
Navegación Náutica. ¿Qué te parece eso? Este curso va a ser
movidito.
–Mañana sí que será movidita la maldita reunión del claustro
de profesores de Mayfield -dijo Wilt-. Lo de esta tarde no ha sido
nada. He tratado de disuadir a varias insistentes mujeres y cuatro
jóvenes granujientos de que se inscribieran en Lectura Rápida, y he
fracasado. Me pregunto por qué no damos un curso sobre la manera de
resolver el crucigrama del Times en quince
minutos exactos. Eso probablemente potenciaría mucho más su
confianza que batir el récord de velocidad en el Paraíso perdido.
Bajaron las escaleras y cruzaron el hall, donde Miss Pansak
estaba todavía matriculando en Badminton para
Principiantes.
–Me produce una sed de cerveza terrible -dijo
Braintree.
Wilt asintió. Cualquier cosa con tal de retrasar la vuelta a
casa. Fuera todavía estaban llegando rezagados y había muchos
coches aparcados en Post Road.
–¿Qué tal lo pasaste en Francia? – preguntó
Braintree.
–Lo pasé como era de esperar, con Eva y las crías en una
tienda. Nos pidieron que nos fuéramos del primer camping cuando
Samantha soltó los tirantes de dos de las tiendas. No hubiese sido
tan grave si la mujer que estaba dentro de una de ellas no hubiese
tenido asma. Eso fue en el Loira. En La Vendée nos instalamos junto
a un alemán que había combatido en el frente ruso y que sufría
neurosis de guerra. No sé si alguna vez te habrá despertado en
medio de la noche un hombre gritando Flammenwerfer, pero puedo asegurarte que es
enervante. Esa vez nos mudamos sin que nos lo
pidieran.
–Yo creí que ibais a la Dordoña. Eva le dijo a Betty que
había estado leyendo un libro acerca de tres ríos y que era
absolutamente apasionante.
–La lectura puede haberlo sido, pero los ríos no lo eran
-dijo Wilt-, por lo menos los que vimos nosotros. Llovía y,
naturalmente, Eva se empeñó en colocar la tienda sobre lo que
resultó ser un afluente. Ya era bastante difícil levantar el trasto
cuando estaba seco, pero sacarlo en medio de una tromba de agua,
sobre cien metros de zarzales, a las doce de la noche, cuando esa
tienda de mierda estaba chorreando…
Wilt se interrumpió. El recuerdo le resultaba
insoportable.
–Y supongo que seguiría lloviendo -dijo Braintree con
simpatía-. Ésa ha sido nuestra experiencia en todos los
casos.
–Así fue -dijo Wilt-. Durante cinco días enteros. Después de
eso nos trasladamos a un hotel.
–Lo mejor que podíais hacer. Al menos hay comida decente y se
puede dormir cómodamente.
–Tú quizá puedas. Nosotros no. No pudimos porque Samantha se
hizo caca en el bidet. Yo me preguntaba
qué era aquella peste, alrededor de las dos de la madrugada.
Dejémoslo y hablemos de algo civilizado.
Entraron en El Trato A Ciegas y pidieron dos
jarras.
–Por supuesto que los hombres son egoístas -dijo Mavis
Mottram mientras ella y Eva estaban sentadas en la cocina en
Willington Road-. Patrick casi nunca llega a casa hasta después de
las ocho, y siempre se excusa con lo de la Universidad Abierta. No
es nada de eso, o si lo es, se trata de alguna estudiante
divorciada que desea un coito extra. No es que me importe, a estas
alturas. La otra noche le dije: «Si quieres hacer el tonto
corriendo detrás de otras mujeres es asunto tuyo; pero no creas que
voy a aceptarlo tumbada a la bartola. Tú puedes montártelo como
quieras, que yo también lo haré.»
–¿Qué dijo él a eso? – preguntó Eva, probando la plancha y
comenzando con los vestidos de las cuatrillizas.
–Oh, sólo algo estúpido sobre que él tampoco había pensado
hacerlo de pie. Los hombres son tan groseros. No me explico por qué
nos preocupamos por ellos.
–A veces desearía que Henry fuera un poco más grosero -dijo
Eva pensativa-. Siempre ha sido letárgico, pero ahora dice que está
demasiado cansado porque va andando a la Escuela cada día. Son
nueve kilómetros, así supongo que debe de estarlo.
–Puedo imaginarme otra razón -dijo Mavis amargamente-.
Desconfía de las aguas mansas…
–Con Henry no. Yo lo sabría. Además, desde que nacieron las
cuatrillizas ha estado muy pensativo.
–Sí, pero ¿acerca de qué ha estado pensativo? Eso es lo que
tienes que preguntarte, Eva.
–Quiero decir que ha sido considerado conmigo. Se levanta a
las siete y me trae el té a la cama y por la noche siempre me
prepara Horlicks.
–Si Patrick comenzara a comportarse así, a mí me parecería
muy sospechoso -dijo Mavis-. No me suena como algo
natural.
–¿Verdad que no? Pero Henry es así. Es realmente amable. El
único problema es que no es muy dominante. Dice que eso será porque
está rodeado por cinco mujeres y él es de los que sabe cuándo está
perdido.
–Si sigues adelante con el plan de la chica au pair, serán seis -dijo Mavis.
–Irmgard no es exactamente una chica au
pair. Alquila el piso de arriba y dice que ayudará en la casa
siempre que pueda.
–Lo cual, si la experiencia de los Everard con la finlandesa
sirve de algo, será nunca. Se quedaba en la cama hasta las doce y
prácticamente se les comió todo lo que había en
casa.
–Los finlandeses son distintos -dijo Eva-, Irmgard es
alemana. La conocí en una reunión de protesta en contra del Mundial
argentino, en casa de los Van Donken. Ya sabes que consiguieron
casi ciento veinte libras para los tupamaros
torturados.
–No sabía que aún quedaran tupamaros en Argentina. Yo creía
que el ejército los había matado a todos.
–Estos son los que escaparon -dijo Eva-. En cualquier caso,
allí conocí a Miss Müller, y mencioné que tenía el ático libre, y
ella estaba tan ansiosa por quedárselo. Se hará ella misma todas
sus comidas y las demás cosas.
–¿Demás? ¿Le preguntaste en qué otras cosas había
pensado?
–Bueno, no exactamente, pero dice que quiere estudiar mucho y
que es una adicta de la forma física.
–¿Y qué dice Henry de ella? – preguntó Mavis, aproximándose
más a lo que realmente la preocupaba.
–No se lo he contado todavía. Ya sabes cómo es cuando se
trata de tener extraños en casa, pero creo que si ella permanece en
su piso, y por las noches se mantiene lejos de su
camino…
–Querida Eva -dijo Mavis con liberal sinceridad-, sé que esto
no es asunto mío, pero ¿no estás tentando un poquito al
destino?
–No veo cómo. Quiero decir que es un arreglo buenísimo. Ella
puede cuidar de las niñas cuando queramos salir. Además, la casa es
demasiado grande para nosotros y nadie sube nunca a esa
planta.
–Pero subirán cuando ella viva allí. Ya verás, habrá todo
tipo de gente circulando por la casa, y seguro que tendrá
tocadiscos. Todas lo tienen.
–Aunque lo tenga, no lo oiremos. He encargado esteras de
junco en Soales, y el otro día subí con un transistor y casi no se
oye nada.
–Bueno, es asunto tuyo, querida, pero si yo tuviera una chica
au pair en casa, con Patrick circulando por
ahí, preferiría oír algo.
–Creí que le habías dicho a Patrick que hiciese lo que
quisiera.
–No dije que lo hiciera en casa -dijo Mavis-. Puede hacer lo
que quiera en cualquier otro sitio, pero si alguna vez le pillo
jugando al Casanova en casa, lo lamentará el resto de su
vida.
–Bueno, Henry es diferente. Creo que ni siquiera se dará
cuenta de su presencia -dijo Eva complacida-. Le he dicho a ella
que él es muy tranquilo y amante del hogar, y ella dice que lo
único que quiere es paz y tranquilidad, también.
Con el secreto pensamiento de que la señorita Irmgard Müller
iba a encontrar la vida en casa de Eva y las cuatrillizas cualquier
cosa menos pacífica y tranquila, Mavis terminó su café y se levantó
para marcharse.
–En todo caso, yo no le quitaría la vista de encima a Henry
-dijo-. Puede que sea diferente, pero yo no confiaría en ningún
hombre desde el momento en que sale del alcance de mi vista. Y mi
experiencia con las estudiantes extranjeras es que vienen para
hacer muchas cosas más que aprender la lengua
inglesa.
Salió hacia su coche y, mientras conducía hasta casa, se
preguntó qué era lo que hacía tan siniestra la simpleza de Eva. Los
Wilt eran una pareja extraña, pero desde que se trasladaron a
Willinton Road el dominio de Mavis Mottran había disminuido. Los
días en que Eva era su protegida en el arreglo de flores habían
pasado, y Mavis estaba francamente celosa. Por otra parte,
Willington Road estaba decididamente en uno de los mejores barrios
de Ipford, y conocer a los Wilt podía proporcionar ventajas
sociales.
En la esquina de Regal Gardens sus faros iluminaron a Wilt,
que caminaba lentamente hacia casa, y le llamó. Pero él estaba
sumido en profundos pensamientos y no la oyó.
Como de costumbre, los pensamientos de Wilt eran negros y
misteriosos, y la circunstancia de no entender por qué le acuciaban
los hacía aún más negros y misteriosos. Tenían que ver con extrañas
fantasías violentas que fluían en su interior, con insatisfacciones
que sólo en parte podían explicarse por su trabajo, su matrimonio
con una dinamo humana o el desagrado que le producía la atmósfera
de Willington Road, donde todos eran gente importante en física de
alta energía o en conductividad a baja temperatura y ganaban más
dinero que él.
Y tras todos estos explicables motivos estaba el sentimiento
de que su vida carecía en general de significado, y que más allá de
lo personal había un universo caótico, aleatorio, dotado sin
embargo de una coherencia sobrenatural que él nunca llegaría a
comprender. Wilt especulaba con la paradoja del progreso material y
la decadencia espiritual y, como de costumbre, no llegó a ninguna
conclusión, si exceptuamos que la cerveza con el estómago vacío le
sentaba mal. Era un consuelo que Eva estuviera ahora dedicada a la
Jardinería Alternativa, porque hacía previsible que le preparase
una buena cena y que las cuatrillizas estuvieran profundamente
dormidas. Si por lo menos los pequeños monstruos no se despertaran
durante la noche. Wilt había tenido ya su ración completa de sueño
interrumpido en los primeros tiempos de amamantamiento y de
calentar biberones. Aquellos días habían pasado, y ahora, aparte de
los ocasionales ataques de sonambulismo de Samantha y del problema
de vejiga de Penelope, sus noches eran tranquilas. De modo que se
apresuró, siguiendo los árboles alineados de Willington Road, y fue
recibido por el aroma de la cacerola en la cocina. Wilt se sintió
relativamente animado.
–¿Has hecho qué? – dijo.
–Se lo he cedido a una joven alemana muy agradable -dijo
Eva-. Va a pagar quince libras a la semana y promete hacer muy poco
ruido. Ni siquiera te darás cuenta de su
presencia.
–Maldita sea. Claro que me daré cuenta. Tendrá amantes que se
pasearán arriba y abajo por las escaleras en lasciva procesión
todas las noches, y la casa apestará a sauerkraut.
–No, señor. Hay un extractor en la cocinita de arriba y ella
puede tener amigos, siempre que se comporten
correctamente.
–¡Correctamente! Enséñame a un noviete que se comporte
correctamente y yo te enseñaré un camello con cuatro
jorobas…
–Se llaman dromedarios -dijo Eva, utilizando la táctica de la
información embrollada que usualmente distraía a Wilt y le obligaba
a corregirla.
Sin embargo, Wilt estaba ya demasiado distraído para
molestarse.
–No, no se llaman dromedarios. Se llaman jodidos extraños, y
por una vez estoy empleando la palabra jodidos con propiedad. Y si
piensas que tengo la intención de pasarme las noches escuchando
desde la cama a algún rudo latino probar su virilidad mediante la
imitación del Popocatepetl en erupción sobre un colchón de muelles,
a pocos metros sobre mi cabeza…
–Un Dunlopillo -dijo Eva-. Nunca te enteras de las
cosas.
–Oh, sí que me entero -rugió Wilt-. Sabía que esto estaba
preparándose desde el momento mismo en que tu maldita tía tuvo que
morirse y dejarte una herencia, y tú tuviste que comprar este hotel
en miniatura. Ya sabía yo que tendrías que convertirlo en una
estúpida comuna.
–No es una comuna, y de todos modos Mavis asegura que la
familia extensa era una de las buenas cosas de
antaño.
–Desde luego, Mavis no debe de ignorar nada sobre las
familias extensas. Patrick no hace más que extender la suya en las
casas de los demás.
–Mavis le ha lanzado un ultimátum -dijo Eva-. No va a
aguantar eso más tiempo.
–Y yo te estoy lanzando un ultimátum a ti -dijo Wilt-. Un
chirrido de muelles, una bocanada de porro, un rasgueo de guitarra,
una risita en las escaleras, y yo voy a extender esta familia
buscándome un hogar en la ciudad hasta que Miss Schickelgruber se
haya largado.
–Su nombre no es Schickeloquesea, es Müller, Irmgard
Müller.
–Ése era también el nombre de uno de los más temibles
Obergruppenfiibrer de Hitler. Lo que estoy
diciendo es…
–Lo que te pasa es que estás celoso -dijo Eva-. Si fueras un
hombre de verdad y no hubieras tenido problemas sexuales a causa de
tus padres, no te pondrías de esa manera por lo que otras personas
hacen.
Wilt la contempló tristemente. Siempre que Eva quería
apabullarle, lanzaba una ofensiva sexual. Wilt se retiró a la cama,
derrotado. Las discusiones sobre sus deficiencias sexuales tendían
a acabar con la obligación de demostrar a Eva su error de manera
práctica, y, después de aquel estofado, no se sentía con
fuerzas.
Tampoco se sentía con muchas fuerzas a la mañana siguiente,
cuando llegó a la Escuela. Las cuatrillizas habían librado su usual
guerra fraticida acerca de quién iba a ponerse qué ropa antes de
que fuesen arrastradas a la guardería, y había aparecido otra carta
de Lord Longford en el Times pidiendo la
puesta en libertad de Myra Hindley, la asesina de los Moors, sobre
la base de que ahora estaba completamente reformada y era una
cristiana convencida y una ciudadana socialmente valiosa. «En ese
caso, podría probar su calidad social y su caridad cristiana
quedándose en la cárcel para ayudar a sus compañeras convictas»,
había sido la furiosa reacción de Wilt. Las otras noticias eran
igual de deprimentes. La inflación subía de nuevo. La libra bajaba.
El gas del Mar del Norte se agotaría en cinco años. El mundo era el
mismo inmundo revoltijo de siempre y, por si fuera poco, ahora
tenía que escuchar al doctor Mayfield glorificar las virtudes del
Curso Avanzado de Inglés para Extranjeros durante varias horas
intolerablemente aburridas, antes de lidiar con las quejas de sus
colegas de Estudios Liberales sobre la forma en que había
confeccionado el horario.
Una de las peores cosas del cargo de director de los Estudios
Liberales era que tenía que pasar gran parte de sus vacaciones de
verano asignando clases a las aulas y profesores a las clases, y
cuando había terminado y derrotado al director de Arte, que quería
el Aula 607 para sus Estudios del Natural mientras Wilt la
necesitaba para Carne III, todavía tenía que afrontar la bronca del
comienzo de curso y reajustar el horario, ya que Mrs. Fyfe no podía
encargarse el martes a las dos de DMT I porque su esposo… En estas
ocasiones era cuando Wilt añoraba no seguir explicando El señor de las moscas a los instaladores de gas, en
lugar de dirigir el departamento. Pero su sueldo era bueno, los
impuestos sobre Willington Road eran exorbitantes y durante el
resto del año podría pasar la mayor parte de tiempo sentado en su
oficina, soñando.
También podía asistir a la mayor parte de las reuniones del
comité en estado de coma, pero la que presidía el doctor Mayfield
era la única excepción. Wilt tenía que permanecer despierto para
impedir que Mayfield le cargara con varias lecciones más en su
ausencia relativa. Además, el doctor Board querría comenzar el
curso con una bronca.
Así fue. Mayfield no había hecho más que comenzar a señalar
la necesidad de un curriculum más orientado a los estudiantes con
especial énfasis en la información socioeconómica cuando intervino
el doctor Board.
–Hay que joderse -dijo-. El trabajo de mi departamento
consiste en enseñar a estudiantes ingleses a hablar alemán,
francés, español e italiano, y no en explicar los orígenes de sus
propias lenguas a todo un lote de extranjeros, y en cuanto a la
información socioeconómica, sugiero que el doctor Mayfield tiene
sus prioridades equivocadas. Si tuviéramos que guiarnos por los
árabes que tuve el año pasado, económicamente estaban informados al
máximo acerca del poder adquisitivo del petróleo y, en cambio,
socialmente estaban tan atrasados que harían falta trescientos años
de cursos para persuadir a esos maricones de que lapidar mujeres
infieles no es lo mismo que jugar al cricket. Quizá si tuviéramos
trescientos años…
–Doctor Board, esta reunión es la que va a durar trescientos
años si continúa usted interrumpiendo -dijo el subdirector-. Ahora,
si el doctor Mayfield quisiera continuar…
El director de Desarrollo Académico continuó durante otra
hora, y estaba dispuesto a continuar la mañana entera cuando el
director de Ingeniería objetó.
–Observo que varios miembros de mi personal tienen asignadas
lecciones sobre Realizaciones de la Ingeniería Británica en el
siglo XIX. Me gustaría informar al doctor Mayfield y a esta
asamblea que los miembros de mi departamento son ingenieros, no
historiadores, y francamente no veo razón alguna por la que se les
exija dar lecciones sobre temas fuera de su área.
–Bravo, bravo -dijo el doctor Board.
–Es más, me gustaría que se me informara por qué se pone
tanto énfasis en un curso para extranjeros, a expensas de nuestros
estudiantes británicos.
–Creo que puedo contestar a eso -dijo el subdirector-.
Gracias a las restricciones que nos han impuesto las autoridades
locales, nos hemos visto forzados a subvencionar nuestros cursos
gratuitos y a los miembros de nuestro personal por medio de la
ampliación al sector de extranjeros, en el que los estudiantes
pagan sustanciosas matrículas. Si quieren conocer las cifras de los
beneficios que obtuvimos el año pasado…
Pero nadie aprovechó la invitación. Incluso el doctor Board
se quedó momentáneamente silencioso.
–Hasta el momento en que la situación económica mejore
-continuó el subdirector-, muchos profesores sólo conservarán su
trabajo porque estamos haciendo este curso. Es más, podríamos
ampliar el Inglés Avanzado para Extranjeros a un curso con diploma
aprobado por el Ministerio. Creo que estarán de acuerdo conmigo en
que cualquier cosa que aumente nuestras oportunidades de
convertirnos en Politécnico será ventajosa para todos -el
subdirector se interrumpió y miró a su alrededor, pero nadie dijo
una palabra-. En ese caso, lo único que queda por hacer es que el
doctor Mayfield asigne las nuevas materias a los distintos
directores de departamento.
El doctor Mayfield distribuyó unas listas fotocopiadas. Wilt
estudió su nueva tarea y comprobó que incluía el Desarrollo de las
Actitudes Sociales Progresistas y Liberales en la Sociedad Inglesa,
de 1968 a 1978, y estaba a punto de protestar cuando el director de
Zoología se le adelantó.
–Veo aquí que se me asigna la Producción Animal y la
Agricultura, con especial referencia a la Cría Intensiva de Cerdos,
Gallinas y Ganado.
–El tema tiene valor ecológico…
–Y está orientado a los estudiantes -dijo el doctor Board-.
Educación en Batería, o posiblemente Cría del Cerdo mediante
Evaluación Continua. Quizá incluso podríamos dar un curso sobre
Preparación del Estiércol.
–Oh, no -dijo Wilt con un estremecimiento. El doctor Board lo
contempló con interés.
–¿Su fantástica esposa? – preguntó. Wilt asintió
dolorosamente.
–Sí, ha comenzado con eso…
–Si solamente pudiera volver a mi objeción original en lugar
de escuchar los problemas matrimoniales de Wilt -dijo el director
de Zoología-. Quisiera dejar absolutamente claro desde ahora que no
estoy cualificado para enseñar Producción Animal. Soy un zoólogo y
no un granjero, y lo que sé sobre cría de ganado es
cero.
–Debemos ampliar nuestros conocimientos -dijo el doctor
Board-; después de todo, si vamos a adquirir el dudoso privilegio
de autodenominarnos Politécnico, deberíamos anteponer el Colegio a
nuestros intereses personales.
–Quizá usted no ha visto lo que tiene que enseñar, Board
-continuó el de Zoología-. Influencias Seménticas…, ¿no debería
decir Semánticas, Mayfield?
–Debe de ser un error de mecanografía -dijo Mayfield-. Sí,
debería decir Influencias Semánticas sobre las Teorías Sociológicas
Actuales. La bibliografía incluye a Wittgenstein, Chomsky y
Wilkes…
–A mí no me incluye -dijo Board-. Pueden ustedes borrarme de
la lista. No me importa descender al nivel de escuela primaria,
pero no pienso desfigurar a Wittgenstein ni a Chomsky en beneficio
de nadie.
–Bueno, pues entonces no me diga a mí que tengo que ampliar
mis conocimientos -dijo el director de Zoología-. Yo no entro en un
aula llena de musulmanes a explicar, ni siquiera con mi limitado
conocimiento del tema, las ventajas de la cría de cerdos en el
Golfo Pérsico.
–Caballeros, aunque reconozco que son necesarias una o dos
correcciones de menor cuantía a los títulos de los cursos, creo que
podrían imprimirse…
–Suprimirse, más bien -dijo el doctor Board.
El subdirector ignoró su interrupción:
–Y lo más importante es mantener los cursos en su formato
presente, pero presentarlos a un nivel adecuado a los estudiantes
en cada caso.
–De todos modos, no pienso mencionar a los cerdos -dijo el de
Zoología.
–No tiene por qué hacerlo. Puede usted dar una serie de
charlas elementales sobre plantas -dijo el subdirector,
agotado.
–Estupendo, ¿y puede decirme alguien, en nombre de Dios, cómo
puedo yo dar una charla elemental sobre Wittgenstein? El año pasado
tuve a un iraquí que no era capaz de deletrear su propio nombre,
así que ya me dirán qué va a hacer el pobre tipo con Wittgenstein
-dijo el doctor Board.
–Y si me permiten introducir un nuevo tema -dijo, bastante
tímidamente, un profesor del departamento de Inglés-, creo que
vamos a tener algo así como un problema de comunicación con los
dieciocho japoneses y el joven del Tíbet.
–Oh, ciertamente -dijo el doctor Mayfield-, un problema de
comunicación. Podríamos también añadir una o dos conferencias sobre
Discurso Intercomunicacional. Es el tipo de tema que puede llamar
la atención del Consejo de los Premios Académicos
Nacionales.
–Puede que les llame la atención a ellos, pero a mí no -dijo
Board-. Siempre he dicho que son la vergüenza del mundo
académico.
–Sí, ya le hemos oído extenderse sobre ese tema -dijo el
subdirector-. Y ahora volvamos a los japoneses y al joven tibetano.
Dijo usted tibetano, ¿no?
–Bueno, eso dije, pero no puedo estar demasiado seguro
-respondió el profesor de Inglés-. A eso me refería cuando hablaba
de un problema de comunicación. Ese alumno no habla una palabra de
inglés, y mi tibetano no es precisamente fluido. Lo mismo sucede
con los japoneses.
El subdirector miró a su alrededor:
–¿Supongo que es mucho esperar que alguien aquí tenga una
ligera idea de japonés?
–Yo sé un poco -dijo el director de Arte-, pero no tengo la
menor intención de servirme de él. Si se hubiera pasado usted
cuatro años en un campo de prisioneros de guerra nipón, la última
cosa que querría en su vida es tener que volver a hablar con esos
bastardos. Mi sistema digestivo todavía no se ha
repuesto.
–En lugar de eso quizá podría ser usted el tutor de los
estudiantes chinos. El Tibet es parte de China ahora, y si le
ponemos junto a las cuatro chicas de Hong Kong…
–Podríamos anunciar diplomas «lléveselo puesto» -dijo el
doctor Board, y provocó otra acre discusión que duró hasta la hora
de comer.
Wilt volvió a su oficina para encontrarse con que Mrs. Fyfe
no podía ocuparse de los Mecánicos Técnicos
de los martes a las dos porque su esposo… Era exactamente lo
que Wilt había previsto. El curso de la Escuela había comenzado
como siempre. Continuó con la misma tónica penosa los siguientes
cuatro días. Wilt asistió a reuniones acerca de la Colaboración
Interdepartamental: dio un seminario a profesores en formación de
la escuela normal local sobre El Significado de los Estudios
Liberales, lo cual, en su opinión, era una contradicción en los
términos; recibió una conferencia del sargento de la Brigada de
Estupefacientes sobre reconocimiento de plantas de marihuana y
adicción a la heroína, y finalmente se las arregló para colocar a
Mrs. Fyfe en el Aula 29 los lunes a las 10 de la mañana, con Pan
II, y durante todo ese tiempo le estuvo dando vueltas al tema de
Eva y su maldita inquilina.
Mientras Wilt estaba ocupado, aunque sin pasión, en la
Escuela, Eva ponía en marcha sus planes de manera implacable. Miss
Müller llegó dos mañanas después y se instaló discretamente en el
piso; tan discretamente que a Wilt le costó otros dos días darse
cuenta de que estaba allí, y sólo porque la entrega de nueve
botellas de leche donde antes solía haber ocho le puso sobre la
pista. Wilt no dijo nada, pero esperó al primer indicio de
animación en el piso de arriba para lanzar su contraofensiva de
quejas.
Pero Miss Müller hizo honor a la promesa de Eva. Era
extraordinariamente silenciosa, llegaba sin molestar cuando Wilt
todavía estaba en la Escuela, y se marchaba por la mañana después
que él hubiese comenzado su paseo diario. Pasados quince días
comenzó a pensar que sus peores temores no estaban justificados. En
cualquier caso, tenía que preparar sus lecciones para los
estudiantes extranjeros, y el trimestre había comenzado por fin. La
cuestión de la inquilina se diluía mientras trataba de pensar qué
demonios decirles a los súbditos del Imperio de Mayfield, como lo
llamaba el doctor Board, acerca de las Actividades Sociales
Progresistas en la Sociedad Inglesa desde 1688. Si los instaladores
de gas representaban un índice de ello, había habido una recesión,
y no un desarrollo progresivo. Los hijos de puta se habían graduado
en apalear homosexuales.
No fue tanto una bomba como una revelación. El pabellón era
un lugar agradablemente recóndito, entre viejos manzanos y con un
emparrado de clemátides y rosas trepadoras que le escondían del
resto del mundo, y también a Wilt de Eva, cuando aquél se dedicaba
al consumo de cerveza de fabricación casera. Dentro había colgadas
plantas secas. A Wilt no le gustaban las hierbas, pero las prefería
en su forma colgante que en las horribles infusiones que a veces
Eva trataba de endosarle, y parecían tener la ventaja adicional de
mantener a distancia a las moscas del montón de estiércol. Podía
sentarse allí mientras el sol salpicaba la hierba de alrededor y
sentirse relativamente en paz con el mundo, y cuanta más cerveza
bebía, mayor era la paz. Wilt estaba orgulloso de los efectos de su
cerveza. La elaboraba en un cubo de la basura de plástico, y a
veces la reforzaba con vodka antes de embotellarla en el garaje.
Después de tres botellas, incluso el escándalo de las cuatrillizas
remitía en cierto modo y llegaba a ser casi natural; un coro de
lloriqueos, chillidos y risas, generalmente maliciosas, cuando
alguna se caía del columpio, pero al menos distante. E incluso esa
distracción estaba ausente aquella tarde. Eva se las había llevado
al ballet con la esperanza de que un contacto precoz con Stravinsky
convertiría a Samantha en una segunda Margot Fonteyn. Wilt tenía
sus dudas acerca de Samantha y Stravinsky. En su opinión, el
talento de su hija era más adecuado para la lucha libre, y el genio
de Stravinsky estaba sobreestimado. Tenía que estarlo, si Eva lo
aprobaba. Los gustos de Wilt iban más bien de Mozart a Mugsy
Spanier, un eclecticismo que Eva no podía entender, pero que le
permitía molestarla, pasando de una sonata para piano con la que
ella estaba disfrutando, al jazz de los años veinte, que Eva
detestaba.
En cualquier caso, aquella tarde no tenía necesidad de
utilizar el magnetofón. Bastaba con sentarse en el pabellón de
verano y saber que, aunque las cuatrillizas le despertasen a las
cinco de la mañana siguiente, después podría quedarse en la cama
hasta las diez. Estaba destapando justamente la cuarta botella de
su cerveza reforzada, cuando su mirada captó una figura en el
balcón de madera del dormitorio del piso de arriba. La mano de Wilt
soltó la botella y un momento después tanteaba para alcanzar los
gemelos que Eva había comprado para hacer de ornitóloga. Los enfocó
sobre la figura a través de una brecha entre las rosas y se olvidó
de la cerveza. Toda su atención estaba concentrada en Miss Irmgard
Müller.
La joven estaba de pie, mirando al campo que había más allá
de los árboles, y, desde donde estaba mirándola, Wilt tenía una
vista de sus piernas particularmente interesante. No se podía negar
que eran unas piernas estupendas. De hecho, unas piernas
asombrosamente bien hechas, y los muslos… Wilt se movió, encontró
fascinantes sus pechos semiocultos bajo una blusa color crema, y
finalmente llegó hasta su cara. Allí se quedó. No era que Irmgard
-Miss Müller y esa maldita inquilina se convirtieron
instantáneamente en nombres del pasado- fuese una joven atractiva.
Wilt se habla topado con jóvenes atractivas en la Escuela durante
demasiados años, jóvenes que le habían lanzado miradas insinuantes
y habían dejado las piernas distraídamente separadas, para no haber
desarrollado suficientes anticuerpos sexuales con los que luchar
contra sus encantos juveniles. Pero Irmgard no era juvenil. Era una
mujer, una mujer de unos veintiocho años, una mujer guapísima con
unas piernas extraordinarias, con pechos discretos y firmes, «no
mancillados por la lactancia» fue la frase que surgió
inmediatamente en la mente de Wilt, con caderas bien dibujadas,
incluso las manos que agarraban la barandilla del balcón eran de
algún modo delicadamente fuertes, con dedos afilados, ligeramente
tostados como por el sol de medianoche. La mente de Wilt se perdió
en metáforas sin significado, muy alejadas de los guantes de goma
de Eva, de los pliegues de su vientre deteriorado por la
maternidad, de las tetas que caían sobre sus fláccidas caderas, y
toda la erosión física de veinte años de vida matrimonial. Se
encontró brutalmente prendado de esa espléndida criatura, pero
sobre todo de su cara.
El rostro de Irmgard no era simplemente bello. A pesar de la
cerveza, Wilt habría podido resistir el magnetismo de la mera
belleza. Lo que le derrotó fue la inteligencia de su rostro. De
hecho, en aquella cara había imperfecciones, desde un punto de
vista meramente físico. En primer lugar, era demasiado enérgica, la
nariz era un poco respingona para resultar comercialmente perfecta,
y la boca demasiado generosa, pero tenía personalidad. Era
personal, inteligente, madura, sensible, reflexiva… Wilt renunció
con desesperación a hacer la suma, y en eso estaba cuando le
pareció que Irmgard dirigía sus dos ojos adorables hacia él, o al
menos hacia sus gemelos, y que una sonrisa sutil aparecía en sus
turgentes labios. Luego se dio la vuelta y entró de nuevo en la
casa. Wilt abandonó los gemelos y asió la botella de cerveza como
en trance. Lo que acababa de ver había cambiado su concepto de la
vida.
Ya no era el director de Estudios Liberales, casado con Eva,
padre de cuatro repulsivas y pendencieras niñas, ni tenía treinta y
ocho años. Tenía de nuevo veintiuno, y era un joven brillante y
esbelto que escribía poesía y nadaba en el río las mañanas de
verano, y cuyo futuro estaba henchido de promesas cumplidas. Ya era
un gran escritor. El hecho de que ser un escritor implicase
escribir era totalmente irrelevante. Lo que importaba era ser un
escritor, y Wilt, a los veintiuno, ya hacía mucho que había
decidido su futuro leyendo a Proust y Gide, y luego libros sobre
Proust y Gide y libros sobre libros sobre Proust y Gide, hasta que
pudo tener una imagen de sí mismo a los treinta y ocho que le
producía una deliciosa angustia de anticipación. Rememorando esos
instantes, sólo podía compararlos con el sentimiento que ahora
tenía cuando salía de la clínica dental sin que hubiera sido
necesario ningún empaste. En un plano intelectual, naturalmente. En
el espiritual, se veía en habitaciones llenas de humo y forradas de
corcho, páginas y páginas de ilegible pero maravillosa prosa se
desparramaban y casi revoloteaban sobre su mesa, en alguna calle
deliciosamente anónima de París. O en un dormitorio de paredes
blancas sobre sábanas blancas, enlazado con una mujer bronceada
mientras el sol brillaba a través de las persianas, espejeando
sobre el techo desde el mar azul, en algún lugar cerca de Hyéres.
Wilt había degustado todos esos placeres por adelantado a los
veintiuno. Fama, fortuna, la modestia de la grandeza, las palabras
justas saliendo de su boca sin esfuerzo junto a la botella de
absenta, alusiones lanzadas, recogidas y relanzadas como dardos, y
la intensa vuelta a casa a través de las desiertas calles de
Montparnasse, al alba.
Casi la única cosa que Wilt había rehusado de sus plagiados
maestros Proust y Gide habían sido los niños; los niños y los cubos
de basura de plástico. No es que pudiera imaginarse a Gide
practicando la sodomía mientras elaboraba cerveza, y no digamos en
un cubo de basura de plástico. El muy maricón era probablemente
abstemio. Tenía que tener algún defecto para compensarlo con los
niños. Así que Wilt le había birlado Frieda a Lawrence, con la
esperanza de no coger la tuberculosis, y la había dotado de un
temperamento más dulce. Juntos yacieron sobre la arena haciendo el
amor, mientras las pequeñas olas del mar azul rompían sobre los dos
en una playa desierta. Ahora que pensaba en ello, debía de haber
sido en la época en que vio De aquí a la
eternidad, y Frieda se parecía tanto a Deborah Kerr. Lo
principal era que ella se había mostrado fuerte y firme y en
armonía, si no con el infinito como tal, sí con las infinitas
variaciones de la particular lujuria de Wilt. Sólo que no había
sido lujuria. Ésa era una palabra demasiado indiferente para las
sublimes contorsiones que Wilt había imaginado. En cualquier caso,
ella había sido una especie de musa sexual, más sexo que musa, pero
alguien a quien había podido confiar sus más profundas reflexiones
sin que le preguntase quién era ese Rochefu… lo-que-sea, lo cual
era estar mucho más cerca de una musa de lo que Eva había estado
nunca. Y ahora, mírenle, emboscado en un maldito Spockery,
emborrachándose hasta tener barriga de bebedor de cerveza para
lograr un olvido transitorio gracias a algo que pretende ser
cerveza y que ha fabricado en un cubo de basura de plástico. Era el
plástico lo que podía con Wilt. Al menos un cubo de basura era
apropiado para ese brebaje si hubiera tenido la dignidad de ser de
metal. Pero no, incluso ese leve consuelo le estaba vedado. Lo
había intentado una vez y había estado a punto de envenenarse. Daba
igual. Los cubos de basura no tenían importancia y lo que acababa
de ver era su Musa. Wilt dotó a la palabra de una M mayúscula por
primera vez en diecisiete decepcionantes años, y en seguida le echó
la culpa de este lapsus a la maldita cerveza. Irmgard no era una
musa. Era probablemente una estúpida y seductora bruja cuyo
Vater era L.agermeister de Colonia y poseía cinco Mercedes. Se
levantó y se dirigió a la casa.
Cuando Eva y las cuatrillizas volvieron del teatro le
encontraron sentado con aire moroso frente al televisor,
contemplando ostensiblemente el fútbol, pero ardiendo interiormente
de indignación por las sucias tretas que la vida había empleado con
él.
–Ahora, mientras yo preparo la cena -dijo Eva-, enseñadle a
papá cómo bailaba aquella señora.
–Era tan guapa, papi -dijo Penelope-, hacía así, y luego
estaba ese hombre y él…
Wilt tuvo que asistir a una representación de La consagración de la primavera por cuatro niñas
patosas que, en cualquier caso, no habían entendido nada de la
historia, y que ensayaban por turnos el pas-de-deux saltando del brazo de su
sillón.
–Sí, bueno, por vuestra actuación puedo ver que tiene que
haber sido brillante -dijo Wilt-. Ahora, si no os importa, quiero
ver quién ha ganado…
Pero las cuatrillizas no se dieron por aludidas y continuaron
lanzándose a través de la habitación hasta que Wilt se vio obligado
a buscar refugio en la cocina.
–Nunca llegarán a nada si no te interesas por su forma de
bailar -dijo Eva.
–Para mí está claro que no llegarán a ninguna parte de todos
modos, y si tú llamas bailar a eso que hacen, yo no. Es como ver a
unos hipopótamos tratando de volar. Son capaces de hundir el techo
si no las vigilas.
Pero fue Emmeline la que se golpeó la cabeza con el
guardafuego, y Wilt tuvo que ponerle mercromina en la herida. Para
completar las desdichas de la noche, Eva anunció que había invitado
a los Nye después de la cena.
–Quiero hablar con él acerca del retrete orgánico. No está
funcionando bien.
–No creo que estén hechos para eso -dijo Wilt-. Ese horror es
sólo una versión ilustrada de la fosa séptica, y todas las fosas
sépticas apestan.
–No apesta, tiene olor a estiércol, eso es todo, pero no
produce suficiente gas para cocinar, y John dijo que lo
produciría.
–En mi opinión produce suficiente gas para convertir el
retrete de abajo en una cámara de la muerte. Uno de estos días
algún pobre infeliz va a encender un cigarrillo, y entonces la
explosión nos mandará a todos a mejor vida.
–Lo que pasa es que estás predispuesto contra la Sociedad
Alternativa en general -dijo Eva-. ¿Y quién era el que se quejaba
continuamente cuando yo usaba el desinfectante químico para el
váter? Tú, y no digas que no.
–Ya tengo suficientes problemas con la sociedad tal como es
para complicarme la existencia con una sociedad alternativa y, ya
que estamos en ello, tiene que haber una alternativa a envenenar la
atmósfera con metano y esterilizarla con Harpic. Francamente, diría
que el Harpic tenía algo en su favor. Al menos podía hacer
desaparecer la maldita sustancia tirando de la cadena. Desafío a
cualquiera a que haga desaparecer el asqueroso digeridor de mierda
de Nye, si no es con dinamita. No es más que una tubería de
evacuación incrustada de excrementos, con un tonel al
final.
–Así tiene que ser si quieres devolver a la tierra la esencia
natural.
–Y envenenar los alimentos -dijo Wilt.
–No, si la descomposición se hace correctamente. El calor
mata todos los gérmenes antes de que lo vacíes.
–Yo no tengo la menor intención de vaciarlo. Tú eres quien ha
hecho instalar ese estúpido artefacto, y puedes arriesgar tu vida
en el sótano vaciándolo cuando esté lleno y a punto. Y no me eches
a mí la culpa si los vecinos llaman otra vez a
Sanidad.
Continuaron discutiendo hasta la cena. Luego Wilt llevó a
acostar a las cuatrillizas y les leyó por enésima vez Mr. Gumpy. Cuando bajó por fin, ya habían llegado
los Nye y estaban abriendo una botella de vino de ortigas con un
sacacorchos alternativo que John Nye había fabricado con un viejo
resorte de somier.
–Ah, hola Henry -dijo él, con esa brillante cordialidad casi
religiosa que parecía afectar a todos los amigos de Eva
pertenecientes al mundo Auto-Suficiente-. No es una mala cosecha,
1976, aunque sea yo quien lo diga.
–¿No fue el año de la sequía? – preguntó
Wilt.
–Sí, pero hace falta algo más que una sequía para matar las
ortigas. Son muy coriáceas.
–¿Las cultivaste tú mismo?
–No hay necesidad. Crecen silvestres en todas partes.
Simplemente las recogimos a lo largo del camino. Wilt pareció
perplejo:
–¿Te importaría decir en qué parte del camino cosechaste este
cru en concreto?
–Según creo recordar, fue entre Ballingbourne y Umpston. De
hecho, estoy seguro. Sirvió un vaso y se lo tendió a
Wilt.
–En ese caso, por mi parte no lo probaré -dijo Wilt,
devolviéndole el vaso-. Vi cómo sembraban allí en 1976. Esas
ortigas no crecieron orgánicamente. Fueron
contaminadas.
–Pero si hemos bebido litros de ese vino -dijo Nye-, y no nos
ha hecho ningún daño.
–Probablemente no sentiréis los efectos hasta los sesenta
años -dijo Wilt-, y entonces será demasiado tarde. Es lo mismo que
pasa con el flúor, como sabes muy bien.
Y habiendo dejado caer esta funesta advertencia, atravesó el
salón, rebautizado como «la sala vital» por Eva, a quien encontró
en profunda conversación con Bertha Nye sobre las alegrías y
enormes responsabilidades de la maternidad. Como los Nye no tenían
hijos y habían desplazado sus afectos hacia el humus, dos cerdos,
una docena de gallinas y una cabra, Bertha estaba recibiendo las
encendidas descripciones de Eva con una sonrisa estoica. Wilt le
sonrió a su vez estoicamente, se dirigió errático hasta el pabellón
de verano, y permaneció allí en la oscuridad mirando esperanzado
hacia la ventana de arriba. Pero las cortinas estaban corridas.
Wilt suspiró pensando en lo que habría podido ser y no fue, y
volvió a la casa para oír lo que John Nye tenía que decir sobre su
retrete orgánico.
–Para producir metano hay que mantener una temperatura
constante y, desde luego, iría bien que tuvierais una
vaca.
–Oh, no creo que pudiéramos tener una vaca aquí -dijo Eva-,
quiero decir que no tenemos terreno y…
–No te imagino levantándote cada mañana a las cinco para
ordeñarla -dijo Wilt, decidido a abortar la siniestra posibilidad
de que el 9 de Willington Road se convirtiese en una granja en
miniatura. Pero Eva había vuelto ya al problema de la conversión
del metano.
–¿Y cómo haces para calentarlo? – preguntó.
–Siempre podéis instalar placas solares -dijo Nye-. Todo lo
que se necesita son varios radiadores viejos pintados de negro y
rodeados de paja; se hace pasar agua por ellos mediante una
bomba…
–No quisiera yo hacer eso -dijo Wilt-. Necesitaríamos una
bomba eléctrica, y, con la crisis de energía, tendría escrúpulos
morales por usar la electricidad.
–No necesitas gastar demasiada -dijo Bertha-, y siempre
puedes hacer funcionar la bomba mediante un rotor Savonius. Lo que
te hace falta son dos grandes tambores…
Wilt volvió a sumergirse en sus ensoñaciones privadas,
despertando sólo para preguntar si había alguna manera de librarse
del pestilente olor del retrete de abajo, una pregunta calculada
para distraer la atención de Eva de los rotores Savorius, fueran lo
que fueran.
–No se puede tener todo, Henry -dijo Nye-. El que no derrocha
no ambiciona es un antiguo lema, pero aún tiene
validez.
–Yo lo que quiero es eliminar esa peste -dijo Wilt-, y si no
podemos producir suficiente metano para encender el piloto de la
cocina de gas sin convertir el jardín en un corral, no le veo mucho
sentido a perder el tiempo apestando la casa.
El problema seguía sin resolver cuando los Nye se
fueron.
–Vaya, tengo que decir que no estuviste muy constructivo
-dijo Eva mientras Wilt comenzaba a desnudarse-. La idea de esos
radiadores solares me parece muy razonable. Podríamos ahorrarnos
todos los recibos de agua caliente en verano y si lo único que se
necesita son algunos radiadores viejos y pintura…
–Y algún maldito cretino que los sujete en el tejado.
Olvídalo. Conociendo a Nye, si es él quien los instala se caerán al
primer temporal y aplastarán a alguien abajo y, en cualquier caso,
con los veranos que hemos tenido últimamente tendremos suerte si no
hemos de calentar agua y hacerla pasar por ellos para impedir que
se congelen, exploten e inunden el apartamento de
arriba.
–Hay que ver qué pesimista eres -dijo Eva-. Siempre ves el
lado malo de las cosas. ¿Por qué no puedes ser positivo por una vez
en tu vida?
–Soy un acendrado realista -dijo Wilt-. De la experiencia he
aprendido a esperar siempre lo peor. Y si sucede lo mejor, yo
encantado.
Se tumbó en la cama y apagó la lámpara de su lado. Para
cuando Eva se tendió en la cama junto a él, ya estaba fingiendo
dormir. Los sábados por la noche tendían a ser lo que Eva llamaba
Noches de Unión, pero Wilt estaba enamorado y sus pensamientos eran
todos para Irmgard. Eva leyó otro capítulo sobre la producción de
estiércol, y luego apagó la luz con un suspiro. ¿Por qué no podía
Henry ser aventurero y emprendedor como John Nye? Oh, bueno, ya
harían el amor por la mañana.
Pero cuando ella despertó, se encontró con el otro lado de la
cama vacío. Por primera vez, que ella recordara, Henry se había
levantado a las siete un domingo por la mañana sin que le hubieran
arrancado de la cama las cuatrillizas. Probablemente estaba abajo,
preparándole un té. Eva se dio la vuelta y se volvió a
dormir.
Wilt no estaba en la cocina. Estaba paseando por el sendero
del río. La mañana era luminosa, con una luz otoñal, y el río
brillaba. Una ligera brisa agitaba los sauces y Wilt estaba solo
con sus pensamientos y sus sentimientos. Como de costumbre, sus
pensamientos eran sombríos, mientras que sus sentimientos tendían a
expresarse en verso. A diferencia de la mayoría de los poetas
modernos, Wilt no se expresaba en verso libre. Sus versos tenían
medida y rimaban. O por lo menos lo habrían hecho si hubiera
encontrado algo que rimase con Irmgarda. Casi la única palabra que
le venía a la mente era buharda. Luego estaban albarda, lombarda,
avutarda y petarda. Ninguna parecía adecuarse a la delicadeza de
sus sentimientos. Después de cuatro kilómetros infructuosos dio
media vuelta y se dirigió pesadamente a sus obligaciones de hombre
casado. Wilt hubiera podido pasarse sin ellas.
–Que me sea posible, y una mierda -murmuró Wilt-. ¿Por qué no
puede decir «inmediatamente» y acabaríamos antes?
Con el pensamiento de que algo iba mal y que más valía
enterarse de las malas noticias lo antes posible y salir de dudas,
bajó dos pisos y atravesó el corredor hasta la oficina del
subdirector.
–Ah, Henry, siento tener que molestarle -dijo el
subdirector-, pero me temo que hay noticias bastante inquietantes
acerca de su departamento.
–¿Inquietantes? – dijo Wilt con suspicacia.
–Alarmantemente inquietantes. De hecho hay un escándalo en la
Administración del condado.
–¿En qué han metido las narices esta vez? Si piensan enviar
más consejeros como el de la última vez, que quería saber por qué
no habíamos juntado las clases de enfermeras pediatras y
colocadores de ladrillos, les puede decir de mi
parte…
El subdirector levantó una mano para
protestar.
–Eso no tiene nada que ver con lo que quieren esta vez. O más
bien con lo que no quieren. Y con franqueza, si hubiera usted
escuchado su opinión acerca de las clases mixtas, esto de ahora no
hubiera sucedido.
–Yo sé lo que hubiera sucedido -dijo Wilt-, tendríamos ahora
entre manos un montón de enfermeras embarazadas y…
–Si quisiera escucharme un momento. Olvídese de las
puericultoras. ¿Qué sabe usted de sodomizar
cocodrilos?
–¿Que qué sé acerca…, he oído bien?
El subdirector asintió.
–Me temo que sí.
–Bueno, si quiere usted una respuesta franca, nunca hubiera
pensado que eso fuera posible. Y está usted
sugiriendo…
–Lo que le estoy diciendo, Henry, es que alguien de su
departamento ha estado haciéndolo. Incluso ha sido
filmado.
–¿Filmado? – dijo Wilt todavía aferrado a las aterradoras
implicaciones zoológicas de acercarse siquiera a un cocodrilo, para
no hablar de sodomizarlo.
–Con una clase de aprendices -continuó el subdirector-; el
Comité de Educación se ha enterado y quiere saber por
qué.
–No puedo reprochárselo, la verdad -dijo Wilt-, me refiero a
que sólo un candidato suicida a conejillo de indias para
Krafft-Ebbing podría hacer proposiciones de dar por el culo a un
cocodrilo, y aunque sé que tengo algunos maricones dementes como
profesores por horas, me hubiese dado cuenta si se hubieran comido
a alguno de ellos. ¿Y de dónde demonios sacaron el
cocodrilo?
–No se moleste en preguntarme a mí. Todo lo que sé es que el
Comité insiste en ver el film antes de formular su juicio -dijo el
subdirector.
–Bueno, por mí pueden formular los juicios que quieran -dijo
Wilt- siempre que me dejen a mí fuera de ellos. Declino toda
responsabilidad por cualquier tipo de film realizado en mi
departamento, y si algún maníaco decide sodomizar a un cocodrilo,
eso es asunto suyo, no mío. Yo nunca quise todas esas cámaras de
televisión y vídeo que nos endosaron. Cuesta una fortuna
utilizarlas y siempre hay algún estúpido que rompe
algo.
–Primero tendrían que haberle roto algo a quien sea que lo
haya filmado, digo yo -dijo el subdirector-. De todas maneras, el
comité quiere verle a usted en el Aula 80 a las seis, y le aconsejo
que investigue qué demonios ha pasado antes de que ellos comiencen
a hacerle preguntas.
Wilt regresó cansinamente a su oficina tratando
desesperadamente de adivinar cuál de los lectores de su
departamento era un zoófilo, un seguidor del bestialismo
cinematográfico nouvelle vague y un
completo chiflado. Pasco estaba evidentemente loco como resultado,
en opinión de Wilt, de catorce años de continuo esfuerzo para
conseguir que los instaladores de gas apreciasen las sutilezas
lingüísticas de Finnegan's Wake. Pero
aunque había pasado dos veces su año sabático en el hospital
psiquiátrico local, era relativamente amable, y demasiado torpe
para utilizar una cámara de cine, y en cuanto a los cocodrilos…
Wilt renunció y se dirigió a la sala de audiovisuales para
consultar el registro.
–Estoy buscando a un cretino integral que ha hecho una
película sobre cocodrilos -le dijo a Mr. Dobble, el encargado del
material.
Mr. Dobble lanzó un bufido.
–Llega usted un poco tarde. El director ha interceptado la
película y está organizando un escándalo espantoso. Y no se lo
reprocho, fíjese. Le dije a Mr. Macaulary cuando el film volvió del
revelado: «Pornografía de mierda, eso es lo que es, y se atreven a
pasarla por los laboratorios. Pues yo no dejo que la película salga
de aquí hasta que haya sido repasada de cabo a rabo.» Eso es lo que
dije y lo sigo diciendo.
–Repasado es la palabra exacta -dijo Wilt cáusticamente-. ¿Y
supongo que no se le ocurrió a usted enseñarme el film antes de que
le llegase al director?
–Bueno, usted no tiene control sobre los tarados de su
departamento, ¿no es verdad, Mr. Wilt?
–¿Y cuál es el tarado que ha realizado esta película en
particular?
–Yo no soy de los que mencionan nombres, pero le diré esto:
Mr. Bilger sabe de este asunto más de lo que
parece.
–¿Bilger? Ese cabrón. Sabía que estaba políticamente tocado,
¿pero para qué coño habrá querido hacer una película como
ésta?
–No diré una palabra más -dijo Mr. Dobble-, no quiero
problemas.
–Yo sí -aseguró Wilt, y salió en busca de Bill
Bilger.
Lo encontró en la sala de profesores tomando café y en
profunda dialéctica con su acólito, Joe Stoley, del departamento de
Historia. Bilger estaba argumentando que una verdadera conciencia
proletaria sólo se podría lograr desestabilizando la jodida
infraestructura lingüística de la jodida hegemonía de un jodido
estado fascista.
–Eso es jodido Marcuse -dijo Stoley, siguiendo a Bilger con
cierta inseguridad por la cloaca semántica de la
desestabilización.
–Y esto es Wilt -dijo Wilt-. Si su discusión sobre el
milenarismo puede esperar un momento, me gustaría hablar con
usted.
–No pienso encargarme de ninguna otra clase -dijo Bilger,
adoptando el estilo del discurso sindical-. No me toca hacer
sustituciones, como debe usted saber.
–No le estoy pidiendo que haga ningún trabajo extra. Le estoy
pidiendo simplemente que tengamos unas palabras en privado. Me doy
cuenta de que estoy infringiendo su inalienable derecho, como
individuo libre en un estado fascista, a buscar la felicidad
exponiendo sus opiniones, pero me temo que el deber nos
llama.
–Lo que es a mí, no me llama, tío -dijo
Bilger.
–Ya. Pero a mí sí -dijo Wilt-. Estaré en mi oficina dentro de
cinco minutos.
–Conmigo no cuente -oyó Wilt que decía Bilger mientras se
dirigía hacia la puerta.
Pero Wilt sabía que no era verdad. Estaba fanfarroneando y
adoptando una pose para impresionar a Stoley, pero a Wilt le
quedaba la sanción de alterar el horario, de manera que Bilger
comenzase la semana el lunes a las nueve con Impresores III, y
terminase el viernes por la tarde a las ocho con los Cocineros IV
de media jornada. Era prácticamente la única sanción de que
disponía, pero era notablemente efectiva. Mientras esperaba,
consideró la táctica a seguir y la composición del Comité de
Educación. Seguro que Mrs. Chatterway iba a estar allí defendiendo
hasta el final su progresista opinión de que los delincuentes
juveniles eran seres humanos cariñosos que sólo necesitaban algunas
palabras simpáticas para dejar de atizar en la cabeza a las
ancianas. A su derecha, el consejero Blighte Smythe que, si tenía
la menor oportunidad, instauraría de nuevo la horca para los
cazadores furtivos y, probablemente, el gato de nueve colas para
los parados. Entre esos dos extremos se encontraban el director
-que odiaba sobre todas las cosas que algo o alguien trastornase
sus pausados métodos-, el delegado de Educación, que odiaba al
director, y finalmente Mr. Squidley, un constructor local para
quien los Estudios Liberales eran una maldición y una estúpida
pérdida de tiempo cuando lo que tendrían que hacer esos gamberros
de mierda es trabajar de sol a sol subiendo carretillas de
ladrillos por una escalera. En resumen, la perspectiva de
enfrentarse con el Comité de Educación era siniestra. Tendría que
manejarlos con mucho tacto.
Pero primero estaba Bilger. Llegó diez minutos después y
entró sin llamar.
–¿Y bien? – preguntó, sentándose y mirando a Wilt de mal
humor.
–Pensé que sería mejor tener esta charla en privado -dijo
Wilt-. Sólo quería saber algo de la película que usted hizo con un
cocodrilo. Tengo que decir que suena de lo más atrevido. Si todos
los profesores de Estudios Liberales aprovechasen las facilidades
que proporcionan las autoridades locales a tal
efecto…
Dejó la frase sin terminar en un tono de tácita aprobación.
La hostilidad de Bilger se suavizó.
–La única manera de conseguir que las clases trabajadoras
comprendan cómo están manipuladas por los mass
media es empujarlas a hacer sus propias películas. Eso es lo
que yo hago.
–En efecto -dijo Wilt-. ¿Y empujarlas a filmar a alguien
dando por el culo a un cocodrilo las ayuda a desarrollar una
conciencia proletaria, trascendiendo los falsos valores que les han
sido inculcados por una jerarquía capitalista?
–Exacto, tío -dijo Bilger, entusiasmado-; esas bestias
simbolizan la explotación.
–La burguesía devorando su propia conciencia, por decirlo
así.
–Usted lo ha dicho -contestó Bilger, mordiendo el
anzuelo.
Wilt le miró con estupefacción.
–¿Y con qué clases ha realizado usted este… trabajo de
campo?
–Ajustadores y Torneros II. Encontramos el cocodrilo en Nott
Road y…
–¿En Nott Road? – dijo Wilt, tratando de hacer cuadrar lo que
sabía de la calle con cocodrilos dóciles y presumiblemente
homosexuales.
–Bueno, también es la calle de los teatros -dijo Bilger,
calentándose cada vez más-. La mitad de la gente que vive allí
también necesita liberarse.
–Probablemente sí, pero a mí no se me habría ocurrido que
animarles a sodomizar cocodrilos sería para ellos una experiencia
liberadora. Supongo que como ejemplo de la lucha de
clases…
–¡Oiga! – dijo Bilger-. Creí que había dicho que había visto
la película.
–No exactamente. Pero me han llegado noticias de su polémico
contenido. Alguien me dijo que era casi un Buñuel.
–¿De verdad? Bueno, lo que hicimos fue conseguir un cocodrilo
de juguete, ¿sabe usted? De esos en que los niños ponen unas
monedas para después montarse encima…
–¿Un cocodrilo de juguete? ¿Quiere decir que en realidad no
utilizaron un cocodrilo vivo?
–Claro que no. ¿Quién iba a ser tan bobo para engancharse a
un cocodrilo de verdad? Podría haberle mordido.
–¿Podría? – dijo Wilt-. Yo hubiera apostado a que cualquier
cocodrilo que se respete… Pero en fin, siga.
–Así que uno de los chicos se subió sobre ese juguete de
plástico y le filmamos haciéndolo.
–¿Haciéndolo? Seamos precisos. ¿Quiere usted decir
sodomizándolo?
–Más o menos -dijo Bilger-. Él no se sacó la pija ni nada de
eso. No tenía dónde meterla, por otra parte. Todo lo que hizo fue
simular que le daba por el culo a la cosa. De ese modo sodomizaba
simbólicamente a todo el reformismo capitalista del estado del
bienestar.
–¿Bajo la forma de un cocodrilo basculante? – preguntó
Wilt.
Se recostó en su silla y se preguntó una vez más cómo era
posible que un hombre supuestamente inteligente como Bilger, que
después de todo había ido a la universidad y era un graduado, podía
creer a estas alturas que el mundo sería un lugar mejor cuando
todas las clases medias hubiesen sido puestas ante el paredón y
fusiladas. Parecía que nadie aprendía nada del pasado. Bien, pues
el gilipollas de Bilger iba a aprender algo del presente. Wilt puso
los codos sobre la mesa.
–Dejemos esto claro de una vez por todas -prosiguió-.
Considera usted decididamente que enseñar a los aprendices la
sodomización marxista-leninista-maoísta del cocodrilo forma parte
de sus deberes como profesor de Estudios
Liberales?
La hostilidad de Bilger resurgió.
–Éste es un país libre, y tengo derecho a expresar mis
opiniones personales. Usted no puede impedírmelo. Wilt sonrió ante
aquellas espléndidas contradicciones.
–¿Es que trato de hacerlo? – preguntó inocentemente-. Puede
que usted no lo crea, pero estoy dispuesto a proporcionarle una
plataforma para que las exponga completa y
públicamente.
–Ése será un gran día -dijo Bilger.
–Lo es, camarada Bilger, créame, lo es. El Comité de
Educación se reúne a las seis. El delegado de Educación, el
director, el consejero Blighte-Smythe…
–Ese cerdo militarista. ¿Qué sabe ése sobre educación? Sólo
porque le dieron la Cruz Militar en la guerra piensa que puede
pisotearle la cara a la clase trabajadora.
–Lo cual, considerando que tiene una pierna de madera, no
dice mucho de la opinión de usted sobre el proletariado, ¿verdad? –
dijo Wilt, encelándose-. Primero alaba usted a la clase trabajadora
por su inteligencia y solidaridad; luego reconoce que son tan
burros que no pueden distinguir sus propios intereses de un anuncio
de jabón en la televisión, y ahora me dice usted que un hombre que
ha perdido una pierna puede pisotearles a todos. Oyéndole a usted
más bien parecen subnormales.
–Yo no he dicho eso -dijo Bilger.
–No, pero ésa parece ser su actitud. Y si quiere expresarse
más lúcidamente sobre el tema podrá hacerlo ante el comité a las
seis. Estoy seguro de que estarán muy interesados.
–Yo no voy ante ningún comité ni qué puñetas. Conozco mis
derechos y…
–Éste es un país libre, ya me lo ha dicho antes. Otra
espléndida contradicción, y teniendo en cuenta que este país le
permite andar por ahí induciendo a aprendices adolescentes a
simular que joden con cocodrilos de juguete, yo diría que,
resumiendo, es una jodida sociedad. A veces desearía que viviéramos
todos en Rusia.
–Ellos sabrían qué hacer con tipos como usted, Wilt -dijo
Bilger-. Usted es sólo un cerdo reformista
desviacionista.
–Desviacionista, ésa sí que es buena, viniendo de usted
-exclamó Wilt-. Y, con sus leyes draconianas, en Rusia cualquiera
que tuviera la idea de filmar a los ajustadores sodomizando
cocodrilos acabaría rápidamente en Lubianka, y no saldría de allí
hasta que le hubieran pegado un tiro en la nuca de su cabeza sin
sesos. O eso, o le encerrarían en algún manicomio y probablemente
usted sería el único interno que no estaría
cuerdo.
–Muy bien, Wilt -gritó Bilger a su vez, saltando de la
silla-. Se acabó. Puede que usted sea el director del departamento,
pero si piensa que puede insultar a los profesores yo sé lo que
tengo que hacer. Presentar una queja en el
sindicato.
Se dirigió hacia la puerta.
–Eso es -aulló Wilt-. Corra a ver a su mamaíta colectiva y ya
que está en ello, dígales que me ha llamado cerdo desviacionista.
Les gustará.
Pero Bilger ya estaba fuera de la oficina y Wilt tenía el
problema de encontrar alguna excusa plausible que ofrecer al
comité. No es que le hubiera importado librarse de Bilger, pero ese
idiota tenía mujer y tres niños, y no podía esperar ninguna ayuda
de su padre, el contraalmirante Bilger. Era típico de esta especie
de bufón intelectual radical el provenir de lo que se suele llamar
una «buena familia».
Entretanto, tenía que acabar de preparar su clase de Inglés
Avanzado para Extranjeros. Dios confunda a las Actitudes Liberales
y Progresistas. De 1688 a 1978, casi trescientos años de historia
inglesa comprimida en ocho lecciones, y todas ellas con la
reconfortante suposición del doctor Mayfield de que el progreso es
continuo y las actitudes liberales son de algún modo independientes
del tiempo y del lugar. ¿Y qué me dicen del Ulster? Un montón de
actitudes liberales fueron aplicadas allí en 1978. Y el Imperio no
había sido exactamente un modelo de liberalismo. Lo más que se
podía decir era que no había sido tan horriblemente sangriento como
el Congo Belga o Angola. Pero claro, Mayfield era un sociólogo, y
lo que sabía de historia era peligroso. No es que Wilt supiera
mucho más. ¿Y qué decir del liberalismo inglés? Mayfield parecía
pensar que los galeses, escoceses e irlandeses no habían existido o
que, si lo hicieron, no habían sido liberales y
progresistas.
Wilt sacó un bolígrafo y anotó algunas cosas. No tenían nada
que ver en absoluto con el curso propuesto por Mayfield. Todavía
estaba perdido en sus especulaciones cuando llegó la hora de comer.
Bajó a la cantina y comió lo que llamaban curry con arroz, solo en
una mesa, y volvió a su oficina con ideas frescas. Esta vez tenían
que ver con la influencia del Imperio sobre Inglaterra. Curry, bacsbeesh, pukka, posh, polo, thug, eran
palabras que se habían infiltrado en el idioma inglés desde
avanzadas donde los antepasados de Wilt las habían dominado con una
arrogancia y una autoridad que él encontraba difícil de imaginar.
Fue distraído de estas especulaciones agradablemente nostálgicas
por Mrs. Rosery, la secretaria del departamento, que vino a decirle
que Mr. Germiston estaba enfermo y no podía dar Técnicos
Electrónicos III, y que Mr. Laxton, su sustituto, había hecho un
cambio con Mrs. Vaugard sin decírselo a nadie y que ella no estaba
disponible porque tenía hora para el dentista y…
Wilt bajó las escaleras y entró en el barracón donde los
Técnicos Electrónicos estaban sentados medio embobados por las
cervezas del almuerzo en el pub.
–Bien -dijo, sentándose tras la mesa-. ¿Qué han hecho con Mr.
Germiston?
–No le hemos tocado ni un pelo -dijo un joven pelirrojo de la
primera fila-. No vale la pena. Un puñetazo en el
hocico…
–Lo que quiero decir -dijo Wilt antes de que el pelirrojo
pudiera entrar en detalles de lo que le pasaría a Germiston en una
pelea- es de qué tema les ha estado hablando este
trimestre.
–De dar por el culo a los morenos -dijo otro
técnico.
–No literalmente, supongo -dijo Wilt, esperando que esta
ironía no condujese a una discusión sobre el sexo interracial-. ¿Se
refiere a las relaciones entre razas distintas?
–Me refiero a una mierda. Eso es a lo que me refiero. Negros,
mestizos, extranjeros, todos esos cabrones que vienen aquí y les
quitan el trabajo a tipos blancos decentes. Lo que digo
es…
Pero fue interrumpido por otro TE III.
–No escuche lo que dice. Joe es miembro del Frente
Nacional.
-¿Y qué tiene eso de malo? – preguntó
Joe-. Nuestra política es mantener…
–Nada de políticas -dijo Wilt-, ésa es mi política y pienso
atenerme a ella. Lo que usted diga fuera es asunto suyo, pero en el
aula hablaremos de otras cosas.
–Ya, bueno. Tendría que decirle eso al viejo Germen-Pistón.
Se pasa todo el tiempo diciéndonos que tenemos que ser buenos
cristianos y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Pues si
él viviera en nuestra calle lo vería de otro modo. Tenemos un
montón de jamaicanos dos puertas más allá que tocan bongos y
cacerolas hasta las cuatro de la mañana. Si el viejo Germy sabe
cómo hay que amar a esa tribu toda la jodida noche, es que debe de
estar sordo como una tapia.
–Podríais pedirles que hagan menos ruido o que paren a las
once -dijo Wilt.
–¿Qué? ¿Y que te claven una navaja en las tripas? Usted
bromea.
–Pues entonces, la policía…
Joe le miró con incredulidad.
–Hay un tipo, cuatro puertas más allá, que avisó a la pasma,
y ¿sabe usted lo que le pasó?
–No -dijo Wilt.
–Dos días más tarde se encontró los neumáticos de su coche a
tiras. Eso es lo que le pasó. ¿Y cree usted que a los polis les
interesó la noticia? A ellos se la trae floja.
–Bueno, me doy cuenta de que tienen ustedes un problema -tuvo
que admitir Wilt.
–Sí, tío, y también sabemos cómo resolverlo -dijo
Joe.
–Pero no lo vais a resolver enviándoles de vuelta a Jamaica
-dijo el técnico que era anti Frente Nacional-. En cualquier caso,
los de tu calle no eran de allí. Nacieron en
Brixton.
–En la mierda de Brixton, si quieres saber mi
opinión.
–Lo que te pasa es que estás lleno de
prejuicios.
–Así estarías tú si no hubieras podido echar una cabezada en
un mes.
La batalla seguía al rojo vivo y Wilt, mientras tanto,
contemplaba el aula. Estaba exactamente tal como la recordaba de
sus viejos tiempos. A los aprendices se les provocaba y luego se
les dejaba hacer, simplemente dejando caer algún comentario
provocador para que se enzarzaran en otra discusión cuando el
debate flaqueaba. Y era a estos mismos aprendices a quienes los
Bilger de este mundo querían imbuir conciencia política, como si
fueran ocas proletarias a las que hubiera que cebar para producir
un paté de foie-gras totalitario.
Pero los Técnicos Electrónicos III ya se habían desentendido
de las razas y habían pasado a discutir la
Final de la Copa del año anterior. Parecían tener
sentimientos más apasionados para el fútbol que para la política.
Cuando terminó la hora, Wilt los dejó allí y se dirigió al
auditorio, donde tenía que dar su conferencia a los Extranjeros
Avanzados. Comprobó con horror que la sala estaba atestada. El
doctor Mayfield había tenido razón al decir que el curso era
popular, y enormemente rentable. Observando las filas, Wilt tomó
nota mentalmente de que se iba a dirigir con toda probabilidad a
varios millones de libras en pozos de petróleo, acerías, astilleros
e industrias químicas, esparcidas desde Estocolmo a Tokio, vía
Arabia Saudita y el Golfo Pérsico. Bien, esa gente había venido a
aprender cosas sobre Inglaterra y él tenía que darles aquello por
lo que habían pagado.
Wilt subió al estrado, ordenó sus escasas notas, dio unos
golpecitos en el micrófono, que provocaron enormes ruidos en los
altavoces del fondo, y comenzó su lección.
–Puede que sea una sorpresa para aquellos de ustedes
procedentes de sociedades más autoritarias el que yo tenga
intención de ignorar el título de la serie de lecciones que se
supone debo darles, a saber, el Desarrollo de las Actitudes
Liberales y Progresistas en la Sociedad Inglesa desde 1688 hasta
nuestros días, y que me concentre en cambio en el problema más
esencial (por no decir el enigma) de lo que constituye la
naturaleza de lo inglés. Es un problema que ha desconcertado a las
más agudas mentes extranjeras durante siglos, y no tengo la menor
duda de que también les desconcierta a ustedes. Tengo que admitir
que yo mismo, aun siendo inglés, sigo desorientado ante este tema y
no tengo ninguna razón para suponer que al final de estas lecciones
el asunto estará más claro en mi mente de lo que está
ahora.
Wilt hizo una pausa y miró a su auditorio. Las cabezas
estaban inclinadas sobre los cuadernos y los bolígrafos se movían
sin parar. Era lo que él había esperado. Ellos escribirían con gran
aplicación todo lo que les dijera, con la misma falta de reflexión
que los grupos a los que había dado esta clase anteriormente; pero
entre ellos podía haber una persona que se plantease preguntas
sobre lo que iba a decir. Esta vez les iba a dar a todos materia
sobre la que plantearse preguntas.
–Comenzaré con una lista de libros que son de lectura
obligada, pero antes quiero llamar su atención sobre un ejemplo de
lo inglés que pretendo explorar. Y es que he decidido ignorar el
tema que se supone debo enseñarles, y he tomado otro tema de mi
elección. También me estoy limitando a Inglaterra e ignorando
Gales, Escocia y lo que popularmente se conoce como Gran Bretaña.
Sé menos acerca de Glasgow que acerca de Nueva Delhi, y los
habitantes de esos lugares se sentirían insultados si los incluyera
entre los ingleses. En particular, evitaré hablar de los
irlandeses. Están totalmente fuera del alcance de mi capacidad de
comprensión como inglés, y los métodos que emplean para resolver
sus disputas no es que me convenzan. Sólo repetiré lo que dijo
Metternich sobre Irlanda (creo que fue él): que es la Polonia de
Inglaterra.
Wilt se detuvo de nuevo para permitir que la clase tomase
notas totalmente incoherentes. Le sorprendería muchísimo que los
sauditas hubieran oído hablar alguna vez de
Metternich.
–Y ahora la lista de libros. El primero es El viento en los juncos de Kenneth Grahame. Hace la
más fina descripción de las aspiraciones y actitudes de la clase
media inglesa que se puede encontrar en la literatura inglesa. Se
darán cuenta de que trata exclusivamente de animales, y que esos
animales son todos machos. Las únicas mujeres del libro son
personajes secundarios; una es barquera y las otras, la hija de un
carcelero y su tía, y estrictamente hablando son irrelevantes. Los
personajes principales son una rata de agua, un topo, un tejón y un
sapo. Ninguno de ellos está casado ni muestra el más ligero interés
por el sexo opuesto. Aquellos de ustedes que vengan de climas más
tórridos o que hayan dado un vuelta por el Soho pueden encontrar
sorprendente esta falta de motivación sexual. Sólo puedo decirles
que su ausencia concuerda perfectamente con los valores de la vida
familiar de la clase media en Inglaterra. A aquellos de ustedes que
no se contenten con aspiraciones y actitudes y quieran estudiar el
tema con una mayor profundidad, aunque de carácter más lujurioso,
puedo recomendarles algunos de los periódicos diarios, en
particular los del domingo. El número de niños de coro violados
indecentemente cada año por vicarios y sacristanes puede inducirles
a suponer que Inglaterra es un país profundamente religioso. Yo me
inclino por la opinión sostenida por algunos de
que…
Pero cualquiera que fuese la opinión ante la que Wilt pensaba
inclinarse, la clase nunca la conoció. Se detuvo en mitad de la
frase, y se quedó mirando hacia abajo, a un rostro de la tercera
fila. Irmgard Müller era alumna suya. Peor todavía, le estaba
mirando con una curiosa intensidad y no se había molestado en tomar
ninguna nota. Wilt la miró a su vez, y luego miró sus propias notas
y trató de pensar qué decir a continuación. Pero todas las ideas
que había ensayado tan irónicamente se le hablan desintegrado. Por
primera vez en una larga carrera de improvisación, Wilt se quedó
mudo. Se quedó aferrado a la tribuna con manos húmedas y miró el
reloj. Tenía que decir algo en los próximos cuarenta minutos, algo
intenso y serio y… sí, incluso significativo. Ese odiado término de
su susceptible juventud subió hasta la superficie. Wilt hizo un
esfuerzo por ponerse duro.
–Como iba diciendo -tartamudeó justo cuando sus oyentes
comenzaban a cuchichear entre ellos-, ninguno de los libros que he
recomendado puede hacer algo más que arañar la superficie del
problema de ser inglés… o, más bien, de conocer la naturaleza del
inglés.
Durante la media hora siguiente fue lanzando frases
deslabazadas una tras otra, y finalmente acabó murmurando algo
acerca del pragmatismo mientras reunía sus notas y terminaba la
lección. Estaba bajando del estrado cuando Irmgard se levantó de su
asiento y se le acercó.
–Señor Wilt -dijo-, quiero decirle lo interesante que he
encontrado su clase.
–Muy amable de su parte -dijo Wilt, disimulando su
pasión.
–Me ha interesado en particular el tema de que el sistema
parlamentario sólo es aparentemente democrático. Es usted el primer
profesor que hemos tenido que ha puesto el problema de Inglaterra
en el contexto de la realidad social y la cultura popular. Ha sido
muy instructivo.
Era un Wilt iluminado el que salió flotando del auditorio y
escaleras arriba hasta su oficina. Ahora no podía haber ninguna
duda. Irmgard no era simplemente guapísima. Era también
fabulosamente inteligente. Y Wilt había encontrado la mujer
perfecta veinte años demasiado tarde.
–No es culpa mía, Mr. Wilt -dijo al ver a Wilt poner mala
cara-. Yo sólo estoy aquí para…
Wilt le ignoró y entró en la habitación para encontrar al
comité acomodándose alrededor de una larga mesa. En el fondo,
visiblemente, habían colocado una solitaria silla y, como Wilt
había previsto, estaban todos allí; el director, el subdirector, el
consejero Blighte-Smythe, Mrs. Chatterway, Mr. Squidley y el
delegado de Educación.
–Ah, Wilt -dijo el director a modo de saludo totalmente falto
de entusiasmo-. Tome asiento.
Wilt hizo un esfuerzo por evitar la silla solitaria y se
sentó junto al delegado de Educación.
–Creo que querían ustedes verme acerca de la película
antipornográfica que ha realizado un miembro del departamento de
Estudios Liberales -dijo, tratando de tomar la
iniciativa.
El comité le miró con ferocidad.
–Para empezar, puede usted prescindir del anti -dijo el
consejero Blighte-Smithe-. Lo que acabamos de ver sodomiza… ejem…
sintetiza lo que es una película pornográfica.
–Supongo que debe de serlo para alguien que tenga fetichismo
con los cocodrilos -dijo Wilt-. Personalmente, como no he tenido la
oportunidad de ver la película, no puedo decir en qué medida me
afectaría a mí.
–Pero usted afirmó que era antipornográfica -dijo Mrs.
Chatterway, cuyas opiniones progresistas siempre la enfrentaban con
el consejero y Mr. Squidley-, y como director de los Estudios
Liberales debe haberla autorizado. Estoy segura de que al comité le
gustaría oír sus razones.
Wilt sonrió torvamente.
–Creo que el título de director de departamento requiere una
explicación, Mrs. Chatterway -comenzó, para ser inmediatamente
interrumpido por Blighte-Smythe.
–Y lo mismo sucede con este jo… sucio film que acabamos de
ver. No nos desviemos de la cuestión -saltó.
–Da la casualidad de que ésta es la cuestión -dijo Wilt-. El
mero hecho de que se me nombre director de Estudios Liberales no
significa que tenga la posibilidad de controlar lo que hacen los
miembros de mi personal, por llamarlo de alguna
manera.
–Ya estamos enterados de lo que hacen -dijo Mr. Squidley- y
si cualquiera de mis empleados comenzase a hacer lo que acabamos de
ver le despediría de inmediato.
–Bueno, en la enseñanza es bastante diferente -dijo Wilt-. Yo
no puedo explicarle las directrices de la política educativa, pero
creo que el director estará de acuerdo en que ningún director de
departamento puede echar a la calle a un profesor porque no siga
esas directrices.
Wilt miró al director en busca de confirmación. Este se la
concedió a regañadientes. El director hubiera echado a Wilt a la
calle hace años con gran placer.
–Cierto -murmuró.
–¿Quiere usted decir que no puede quitarse de encima al
pervertido que hizo esa película? – preguntó
Blighte-Smythe.
–No, a menos que no asista a sus clases de manera continuada,
esté borracho habitualmente o cohabite abiertamente con los alumnos
-dijo Wilt.
–¿Es eso cierto? – preguntó Mr. Squidley al delegado de
Educación.
–Me temo que sí. A menos que se pueda probar una flagrante
incompetencia o inmoralidad sexual en relación con algún alumno, no
hay manera de expulsar a un profesor con dedicación
exclusiva.
–Si inducir a un alumno a sodomizar un cocodrilo no es
inmoralidad sexual, ya me dirán qué es inmoral -dijo el consejero
Blighte-Smythe.
–Si he entendido bien, el objeto en cuestión no era
propiamente un cocodrilo, y no hubo acto sexual efectivo -dijo
Wilt-. Y en cualquier caso el profesor se limitó a filmar el hecho.
No participó en el mismo.
–Hubiera sido encarcelado si lo hubiera hecho -dijo Mr.
Squidley-. Es un milagro que no hayan linchado a ese
cretino.
–¿No estamos desviándonos del tema central de esta reunión? –
preguntó el director-. Creo que Mr. Ranlon tiene otras preguntas
que hacer.
El delegado de Educación consultó sus notas.
–Me gustaría preguntar al señor Wilt cuáles son sus
directrices con respecto a los Estudios Liberales. Puede que tenga
alguna relación con el número de quejas que estamos recibiendo del
público. Miró furioso a Wilt y esperó.
–Quizá me sirviera de ayuda saber cuáles son esas quejas
-dijo Wilt para ganar tiempo.
Pero Mrs. Chatterway intervino.
–El propósito de los Estudios Liberales ha sido siempre
inculcar un cierto sentido de responsabilidad social y preocupación
por los demás en los jóvenes que están a nuestro cuidado, muchos de
los cuales se han visto privados de una educación
progresista.
–Depravados, sería la palabra adecuada, si desean saber mi
opinión -dijo el consejero Blighte-Smythe.
–Nadie se la ha preguntado -ladró Mrs. Chatterway-. Todos
conocemos perfectamente sus opiniones.
–Quizá si escucháramos cuáles son las de Mr. Wilt… -sugirió
el delegado de Educación.
–Bien, en el pasado los Estudios Liberales consistían sobre
todo en mantener tranquilos durante una hora a los aprendices
ociosos poniéndoles a leer libros -dijo Wilt-. En mi opinión, no
aprendían nada, y el sistema entero era una pérdida de
tiempo.
Se detuvo con la esperanza de que el consejero dijese algo
que enfureciese a Mrs. Chatterway. Mr. Squidley ahogó esa esperanza
mostrándose de acuerdo con él.
–Siempre lo ha sido y siempre lo será. Ya lo he dicho antes y
lo diré de nuevo. Estarían mucho mejor empleados en una verdadera
jornada de trabajo, en lugar de malgastar el dinero de los
contribuyentes holgazaneando en clase.
–Bien, al menos en alguna medida estamos de acuerdo -dijo el
director, pacíficamente-. Tal como yo lo entiendo, la línea de
acción de Mr. Wilt ha sido de tipo más práctico. ¿No es así,
Wilt?
–La política del departamento ha sido enseñar a los
aprendices a hacer cosas. Yo creo que interesándoles
en…
–¿Cocodrilos? – inquirió el consejero
Blighte-Smythe.
–No -dijo Wilt.
El delegado de Educación consultó la lista que tenía frente a
él.
–Veo aquí que su concepto de educación práctica incluye la
fabricación doméstica de cerveza. Wilt asintió.
–¿Puedo preguntar por qué? A mí no se me habría ocurrido que
animar a los adolescentes a convertirse en alcohólicos sirviera a
ningún propósito educativo.
–Para empezar sirve para mantenerles alejados de los pubs
-dijo Wilt-. Y en cualquier caso, los Ingenieros del Gas IV no son
adolescentes. La mitad de ellos son hombres casados y con
hijos.
–¿Y este curso sobre la fabricación de cerveza se amplía a la
fabricación de alambiques ilegales?
–¿Alambiques? – dijo Wilt.
–Para fabricar alcohol.
–No creo que nadie de mi departamento tuviera la suficiente
habilidad. En cuanto a la bebida que fabrican, es…
–Según los de Consumo, prácticamente alcohol puro -dijo el
delegado de Educación-. Desde luego, el bidón de ciento ochenta
litros que desenterraron del edificio de Ingenieros tuvo que ser
quemado. Según dijo uno de los funcionarios de Consumo, se podría
haber hecho funcionar un coche con esa porquería.
–Quizá eso es lo que intentaban hacer -dijo
Wilt.
–En ese caso -continuó el delegado-, no parece lo más
adecuado haber etiquetado varias botellas como Chateau Tech
VSOP.
El director miró hacia el techo y rezó, pero el delegado de
Educación no parecía haber terminado.
–¿Le importaría decirnos algo de la clase que ha organizado
usted para los Proveedores sobre Avituallamiento
Autónomo?
–Bien, de hecho se llama Vivir de la Tierra -dijo
Wilt.
–Exactamente. La tierra en cuestión es la de Lord
Podnorton.
–Nunca he oído hablar de él.
–Él sí ha oído hablar de esta institución. Su guardabosques
sorprendió a dos aprendices de cocina cuando decapitaban a un
faisán con la ayuda de un tubo de plástico de tres metros de largo,
a través del cual se había anudado un cable de cuerda de piano
robada del departamento de Música, lo que probablemente explica el
hecho de que catorce pianos hayan tenido que ser encordados de
nuevo en los dos trimestres pasados.
–Dios mío, y yo que creía que habían sido unos vándalos
-murmuró el director.
–Lord Podnorton también sufrió la misma equivocación acerca
de sus invernaderos, cuatro cristaleras, una caja de pasas de
Corinto…
–Bien, todo lo que puedo decir -interrumpió Wilt-es que
irrumpir en los invernaderos no forma parte del programa de Vivir
de la Tierra. Puedo asegurárselo. Saqué la idea de mi esposa, que
es muy aficionada a fabricar estiércol…
–Estoy convencido de que también fue ella quien le dio la
idea para otro curso. Tengo aquí una carta de Mrs. Tothingford
quejándose de que impartimos clases de karate para niñeras. Quizá
le gustaría explicarnos esto.
–Tenemos un curso de Defensa Antiviolación para enfermeras
puericultoras. Pensamos que sería prudente, a la luz de la
creciente ola de violencia.
–Muy adecuado -dijo Mrs. Chatterway-. Lo apruebo de todo
corazón.
–Quizá usted lo apruebe -dijo el delegado, mirándola
críticamente por encima de sus gafas-, pero Mrs. Tothingford no. Su
carta la envía desde el hospital en el que está siendo tratada por
una clavícula rota, una luxación en la nuez y lesiones internas que
le infligió su enfermera el sábado pasado por la noche. No irá
usted a decirme que la señora Tothingford es una
violadora.
–Podría serlo -dijo Wilt-. ¿Le ha preguntado usted si es
lesbiana? Se conoce el caso de…
–Mrs. Tothingford es madre de cinco hijos y esposa de…
-consultó la carta.
–¿De tres? – preguntó Wilt.
–Del juez Tothingford, Wilt -ladró el delegado de Educación-.
Y si está usted sugiriendo que la esposa de un juez es lesbiana le
recordaré que existen cosas como la difamación.
–También existen cosas como una lesbiana casada -dijo Wilt-.
Una vez conocí a una. Vivía en nuestra…
–No estamos aquí para hablar de sus deplorables
conocidos.
–Yo creía que sí. Después de todo, usted me ha hecho venir
aquí para hablar de una película filmada por un profesor de mi
departamento; y aunque no le llamaría amigo, tengo una vaga
relación con él…
Pero un puntapié del vicedirector por debajo de la mesa le
hizo callar de golpe…
–¿Es ése el último de los incidentes de la lista? – preguntó
el director esperanzado.
–Podría continuar casi indefinidamente, pero no lo haré -dijo
el delegado de Educación-. La conclusión que podemos sacar de esto
es que el departamento de Estudios Liberales no sólo está
fracasando en su supuesta función de inculcar un cierto sentido de
la responsabilidad social en los aprendices en formación, sino que
está favoreciendo activamente una conducta
antisocial…
–Eso no es culpa mía -dijo Wilt
encolerizado.
–Usted es el responsable de la manera en que se lleva el
departamento, y por ello debe dar cuentas a la Autoridad
Local.
Wilt resopló.
–¡Qué Autoridad Local ni qué narices? Si yo tuviera la menor
autoridad, esa película nunca se habría hecho. En lugar de eso,
estoy cargado de profesores que yo no contraté y que no puedo
expulsar, la mitad de los cuales son revolucionarios delirantes o
anarquistas, y la otra mitad no podrían mantener el orden aunque
los estudiantes tuvieran puestas camisas de fuerza, y usted espera
que yo me haga responsable de todo lo que ocurra.
Wilt miró a los miembros del comité y sacudió la cabeza.
Incluso el delegado de Educación parecía un poco
desinflado.
–Está claro que el problema es muy complicado -dijo Mrs.
Chatterway, que se había pasado a la defensa de Wilt desde que le
oyó hablar sobre el Curso Antiviolación para enfermeras
puericultoras-. Creo que puedo hablar en nombre de todo el comité
si digo que valoramos las dificultades con las que se enfrenta Mr.
Wilt.
–No importan las dificultades a las que se enfrente Wilt
-intervino Blighte-Smythe-. Nosotros somos los que tendremos que
enfrentarnos con algunas si la cosa llega a hacerse pública. Si la
prensa llega a saber de algo de esta historia.
Mrs. Chatterway palideció ante la perspectiva, mientras el
director se tapaba los ojos. Wilt observó sus reacciones con
interés.
–No sé -dijo Wilt animadamente-. Yo estoy completamente a
favor de los debates públicos sobre temas de importancia educativa.
Los padres tienen que saber la manera en que se está educando a sus
hijos. Yo mismo tengo cuatro hijas y…
–Wilt -dijo el director violentamente-, el comité ha acordado
generosamente que no se le puede considerar a usted totalmente
responsable de estos deplorables incidentes. Creo que no es
necesario que le retengamos más.
Pero Wilt permaneció sentado y aprovechó su
ventaja.
–Entiendo, por lo tanto, que ustedes no quieren que este
lamentable asunto llegue a conocimiento de la prensa. Bien, ésa es
su decisión…
–Escuche Wilt -ladró el delegado de Educación-, si una
palabra de esto llega a la prensa o es mencionado en público del
modo que sea, me encargaré de… Bien, no me gustaría estar en su
pellejo.
Wilt se puso de pie.
–No me gusta estar en él en este momento -dijo-. Ustedes me
convocan aquí y me someten a un interrogatorio acerca de algo que
no puedo impedir porque ustedes se niegan a darme ninguna autoridad
real y luego, cuando propongo hacer un caso público de este
desgraciado asunto, comienzan a amenazarme. Me dan ganas de
quejarme al sindicato.
Y tras lanzar esta terrible amenaza, se dirigió hacia la
puerta.
–Wilt -gritó el director-. Todavía no hemos
terminado.
–Ni yo tampoco -dijo Wilt, y abrió la puerta-. Encuentro todo
este intento de tapar un asunto de interés público de lo más
censurable.
–Dios -dijo Mrs. Chatterway, que no acostumbraba pedir la
guía divina-. No creerán ustedes que lo dice en serio,
¿verdad?
–Hace mucho tiempo que he renunciado a intentar comprender lo
que piensa Wilt -dijo el director con abatimiento-. De lo único que
estoy seguro es de que ojalá nunca le hubiéramos
contratado.
–Me siento como si estuviera cometiendo un suicidio de verdad
-dijo Wilt, ignorando el pastel de cerdo que Braintree acababa de
traerle-. Y no sirve de nada tratar de tentarme con pasteles de
cerdo.
–Tienes que cenar algo. En tu estado es
vital.
–En mi estado nada es vital. Por un lado, estoy obligado a
guerrear contra el director, el delegado de Educación y su estúpido
Comité en nombre de lunáticos como Bilger que quieren una
revolución sangrienta y, por el otro, después de haberme pasado
años reprimiendo mis instintos predatorios con respecto a las
secretarias del curso superior, Miss Trott y la enfermera
puericultora de turno, Eva tiene que meter en casa a la mujer más
espléndida, más devastadora que ha podido encontrar. No te lo
creas… ¿Recuerdas aquel verano y las suecas?
–¿Aquellas a las que debías explicar Hijos y amantes?
–Sí -dijo Wilt-. Cuatro semanas de D. H. Lawrence y treinta
deliciosas suecas. Bien, si eso no fue un bautismo de lujuria, no
sé qué puede serlo. Pues yo salí indemne. Cada noche volvía a casa
junto a Eva inmaculado. Si la guerra de los sexos se declarase
abiertamente, yo ya habría ganado la Medalla Conyugal a la castidad
por encima de las exigencias del deber.
–Todos hemos pasado por esa fase -dijo
Braintree.
–¿Y qué quieres decir exactamente cuando dices «esa fase»? –
preguntó secamente Wilt.
–El cuerpo maravilloso, las tetas, los traseros, el atisbo
ocasional de un muslo. Recuerdo una vez…
–Prefiero no oír tus repugnantes fantasías -dijo Wilt-. Quizá
en otra ocasión. Con Irmgard es diferente. No estoy hablando de
algo meramente físico. Nos comunicamos.
–Por Dios, Henry… -dijo Braintree, pasmado.
–Exactamente. ¿Cuándo me has oído utilizar antes esa temida
palabra?
–Nunca.
–Pues ya la estás oyendo. Y eso te dará idea del pavoroso
trance en que me encuentro.
–Desde luego -dijo Braintree- estás…
–Enamorado -dijo Wilt.
–Iba a decir completamente loco.
–Viene a ser lo mismo. Estoy atrapado entre los cuernos de un
dilema. Utilizo ese cliché deliberadamente aunque, para ser franco,
en este caso los cuernos no tienen nada que ver. Estoy casado con
una mujer formidable, frenética y absolutamente carente de
sensibilidad…
–Que no te comprende. Ya lo he oído antes.
–Que me comprende. Y tú no -dijo Wilt antes de tragar
amargamente un poco más de cerveza.
–Henry, alguien te ha estado echando algo en el té -dijo
Braintree.
–Sí, y los dos sabemos quién. Mrs. Crippen.
–¿Mrs. Crippen? ¿De qué demonios estás hablando
ahora?
–¿Se te ha ocurrido alguna vez -dijo Wilt, empujando el
pastel de cerdo hacia el otro extremo del mostrador-lo que habría
pasado si Mrs. Crippen, en lugar de no tener hijos y de incordiar
constantemente a su marido y hacerle la vida imposible en términos
generales, hubiera tenido cuatrillizos?
–Ya veo que no. Bueno, pues a mí sí. Desde que di aquel curso
sobre Orwell y el Arte del Asesinato Inglés, he meditado
profundamente sobre el tema, camino de casa y de una Cena
Alternativa consistente en salchichas de soja crudas y acedera
casera, todo ello regado con café de diente de león, y he llegado a
ciertas conclusiones.
–Henry, estás cayendo en la paranoia -dijo Braintree
severamente.
–¿Tú crees? Entonces contesta a mi pregunta. ¿Si la señora
Crippen hubiera tenido cuatrillizas, quién habría terminado bajo el
suelo del sótano? El doctor Crippen. No, no me interrumpas. Tú no
te das cuenta del cambio que la maternidad ha producido en Eva. Yo
sí. Vivo en una casa sobredimensionada con una madre
sobredimensionada y cuatro hijas, y puedo asegurarte que tengo una
visión de la hembra de la especie que les ha sido negada a hombres
más afortunados y que sé cuándo soy indeseable.
–¿De qué demonios estás hablando?
–Dos pintas más, por favor -le pidió Wilt al barman-. Y sea
tan amable de meter ese pastel en su sitio.
–Mira, Henry, estás dejando que tu imaginación se desboque
-dijo Braintree-. ¿No estarás sugiriendo en serio que Eva se
dispone a envenenarte?
–No llegaré tan lejos -dijo Wilt-, aunque ese pensamiento se
me pasó por la cabeza cuando Eva se interesó por las Setas
Alternativas. Pero terminé con eso haciendo que Samantha las
probase antes que yo. Puede que yo esté de más, pero las
cuatrillizas no. Al menos en opinión de Eva. Ella considera a su
carnada como si fueran genios en potencia. Samantha es Einstein; la
obra de Penelope con el rotulador sobre las paredes del cuarto de
estar le hizo suponer que se trata de un Miguel Ángel femenino;
Josephine apenas requiere presentación con un nombre como ése. ¿Es
necesario que continúe?
Braintree negó con la cabeza.
–Bien -continuó Wilt con desaliento, bebiéndose la otra
cerveza-. Ya he cumplido con mi función biológica como macho, y
justo cuando me estaba adaptando con relativa facilidad a la
senilidad prematura, Eva, con una intuición infalible que debo
añadir nunca sospeché, hace vivir bajo nuestro mismo techo a una
mujer que posee todas esas notables cualidades; inteligencia,
belleza, una sensibilidad espiritual y un esplendor… Todo lo que
puedo decir que es Irmgard es el epítome de la mujer con la que
debería haberme casado.
–Pero no lo hiciste -dijo Braintree emergiendo de la jarra de
cerveza en la que se había refugiado para escapar del espantoso
catálogo de Wilt-. Has cargado con Eva y…
–Cargado es la palabra -dijo Wilt-. Cuando Eva se mete en la
cama… Te ahorraré los detalles sórdidos. Baste decir que ella es
dos veces más hombre que yo.
Volvió a quedarse silencioso y terminó su
cerveza.
–En cualquier caso, sigo diciendo que cometerás un terrible
error si vuelves a darle mala publicidad a la Escuela -dijo
Braintree para cambiar de tema-. No despiertes al perro que duerme,
ése es mi lema.
–También sería el mío si la gente no se dedicara a dormir con
cocodrilos -dijo Wilt-. Y ese bastardo de Bilger tiene el descaro
de decirme que soy un cerdo desviacionista y un lacayo del fascismo
capitalista… Gracias, tomaré otra pinta… Y yo todo el rato
protegiendo a ese idiota. Casi estoy por hacer público todo el
asunto. Casi, porque Toxted y su pandilla del Frente Nacional sólo
esperan una oportunidad para dar el golpe y yo no pienso ser su
héroe, muchas gracias.
–Esta mañana vi a nuestro pequeño Hitler poniendo un cartel
en la cantina -dijo Braintree.
–¡Vaya! ¿Y por qué aboga esta vez? ¿La castración de los
coolies o la vuelta a la tortura?
–Tiene algo que ver con el sionismo -dijo Braintree-, yo
hubiera roto el cartel si él no hubiera llevado una guardia
personal de beduinos. Ahora anda con los árabes,
¿sabes?
–Brillante -dijo Wilt-, absolutamente brillante. Es lo que me
gusta de esos maníacos de derechas y de izquierdas, que sean tan
absolutamente inconsecuentes. Ahí tienes a Bilger, que envía a sus
hijos a un colegio privado y vive en una gran casa que le compró su
padre, y anda por ahí abogando por la revolución mundial desde el
asiento de un Porsche que debe de haberle costado como mínimo seis
mil libras. Y se permite llamarme cerdo fascista. Acabo de
recuperarme del choque con ese tipo y me doy de bruces con Toxted,
que es un verdadero fascista que vive en una casa de protección
oficial y quiere enviar a cualquiera que tenga un problema de
pigmentación de vuelta a Islamabad, aunque de hecho haya nacido en
Clapham y no haya salido nunca de Inglaterra, ¿y con quién forma
equipo? Con una banda de jeques salvajes con más petrodólares bajo
sus albornoces que cenas calientes ha comido él en su vida, que no
son capaces de hablar dos palabras de inglés y poseen la mitad de
Mayfair. Añade el hecho de que son semitas, y él es tan antisemita
que Eichmann parecería un Amigo de Israel. Y ahora dime cómo
funciona su maldito cerebro. Yo renuncio. Una cosa así hace que se
dé a la bebida cualquier hombre racional.
Como para apoyar su afirmación, Wilt pidió dos pintas más de
cerveza.
–Ya te has tomado seis -dijo Braintree preocupado-. Eva te va
a montar un número cuando llegues a casa.
–Eva siempre me está montando números -dijo Wilt-. Cuando
pienso cómo he desperdiciado mi vida…
–Sí, bueno. Preferiría que no lo pensaras -dijo Braintree-.
No hay nada peor que un borracho introspectivo.
–Estaba citando la primera línea de «Testamento de Belleza»,
de Robert Bridges -dijo Wilt- pero eso no importa. Puede que yo sea
introspectivo, pero no estoy introspectivamente borracho. Sólo
sencillamente beodo. Si hubieras tenido un día como el que yo he
tenido y tuvieras que enfrentarte con la perspectiva de meterte en
la cama con una Eva de mal humor, también buscarías el olvido en la
cerveza. Sin contar con el hecho de que tres metros por encima de
mi cabeza, separada por un techo, un suelo y algún tipo de moqueta,
yace la criatura más bella, inteligente, radiante,
sensible…
–Si mencionas otra vez la palabra musa, Henry… -dijo
Braintree amenazante.
–No tengo la intención de hacerlo -dijo Wilt-. Oídos como los
tuyos son demasiado groseros. Ahora que lo pienso, casi rima. ¿Se
te ha ocurrido alguna vez que el inglés es la lengua más
naturalmente adecuada para la poesía rimada?
Wilt se enfrascó en este tema, más agradable, y se bebió unas
cuantas cervezas más. Para cuando salieron del Glassblower's Arms,
Braintree estaba demasiado borracho para conducir de vuelta a
casa.
–Dejaré el coche aquí y lo recogeré mañana por la mañana -le
dijo a Wilt, que estaba apoyado contra un poste de telégrafo-, y si
yo fuera tú, llamaría a un taxi. Ni siquiera estás en condiciones
de andar.
–Voy a comunicar con la naturaleza -dijo Wilt-, no tengo
intención de acelerar el tiempo entre el ahora y la realidad. Con
un poco de suerte, la realidad estará dormida cuando llegue a
casa.
Y se fue tambaleándose en dirección a Willington Road,
deteniéndose ocasionalmente para recobrar el equilibrio contra una
verja, y dos veces para aliviarse en jardines ajenos. En la segunda
ocasión confundió un rosal espinoso con una hortensia, arañándose a
base de bien. Estaba sentado al borde del césped intentando
utilizar un pañuelo como torniquete cuando un coche de la policía
se detuvo junto a él. Wilt parpadeó bajo la luz de la linterna, que
le dio en la cara antes de recorrer el camino hasta el pañuelo
manchado de sangre.
–¿Está usted bien? – preguntó la voz tras la linterna,
demasiado obsequiosamente a gusto de Wilt.
–¿Es que lo parece? – preguntó con tono truculento-.
¿Encuentra usted un tipo sentado en el bordillo con un pañuelo
alrededor de los restos de su perdido orgullo de hombre y le hace
una estúpida pregunta como ésa?
–Si no le importa, señor, abandone ese lenguaje -dijo el
policía-. Hay una ley contra su utilización en la vía
pública.
–Debería haber una ley contra la plantación de puñeteros
rosales espinosos junto a las aceras de mierda -dijo
Wilt.
–¿Y puedo preguntar qué estaba haciendo con las rosas,
señor?
–Puede -dijo Wilt-. Si alguien es tan burro que no es capaz
de verlo por sí mismo, puede preguntarlo.
–¿Le importaría decírmelo, entonces? – dijo el policía,
sacando un cuaderno de notas.
Wilt se lo dijo con una riqueza descriptiva y una viveza que
hizo encenderse las luces de varias casas de la calle. Diez minutos
más tarde, era conducido a la comisaría en el coche de la policía.
«Ebriedad y escándalo público, utilización de lenguaje soez,
atentado contra la paz…»
Wilt le interrumpió.
–Paciencia, y una mierda -gritó-. No era una paciencia.
Nosotros tenemos una paciencia en el jardín delantero y no tiene
púas de treinta centímetros. Y, en cualquier caso, yo no estaba
atentando contra ella. Tendrían ustedes que ensayar la circuncisión
parcial con una flaming floribunda para
saber lo que es atentar. Todo lo que hacía era aliviarme
discretamente o, por decirlo en lenguaje popular, meando, cuando
ese arbusto infernal con garras de gato trepador decidió darme unos
zarpazos. Si no me creen, vuelvan allí e inténtelo ustedes
mismos…
–Llévenlo a la celda -dijo el sargento de guardia para
impedir que Wilt ofendiese a una anciana que había ido a denunciar
la pérdida de un pequinés.
Pero antes de que los dos guardias pudieran arrastrar a Wilt
hasta aquélla, les interrumpió un grito que venía de la oficina del
inspector Flint. El inspector había vuelto a la comisaría informado
del arresto de un ladrón del que se sospechaba hacía tiempo, y
estaba interrogándole con éxito cuando percibió el sonido de una
voz familiar. Salió en tromba de su oficina y se quedó lívido al
contemplar a Wilt.
–¿Qué cono está haciendo éste aquí? –
preguntó.
–Bien, señor… -comenzó un guardia.
Pero Wilt le interrumpió abruptamente.
–Según sus esbirros, estaba intentando violar a un rosal
espinoso. Según yo, estaba tranquilamente mean…
–Wilt -gritó el inspector-, si ha venido usted aquí a hacerme
la vida imposible otra vez, olvídelo. En cuanto a vosotros dos,
mirad bien a este hijo de puta, fijaos bien; y a menos que le
cojáis en el acto de asesinar efectivamente a alguien…, o mejor
aún, esperad hasta que le hayáis visto hacerlo para ponerle un dedo
encima. Y ahora sacádmelo de aquí.
–Pero señor…
–He dicho que fuera -gritó Flint- y eso quiere decir fuera.
Esta cosa que acabáis de traer es un virus humano de locura
contagiosa. Sacadlo de aquí antes de que convierta la comisaría en
un manicomio.
–Vaya, eso me gusta -protestó Wilt-, me arrastran aquí
falsamente acusado…
De nuevo se lo llevaron a rastras, mientras Flint volvía a su
oficina y se sentaba pensando distraídamente en Wilt. Todavía
rondaban por su mente las visiones de aquella diabólica muñeca, y
nunca olvidaría las horas que había pasado interrogando a aquel
demente. Y además estaba Mrs. Eva Wilt, cuyo cadáver él había
supuesto enterrado por Wilt bajo treinta toneladas de hormigón
mientras que todo ese tiempo aquella maldita mujer iba río abajo en
un yate con el motor estropeado. Los Wilt, conjuntamente, le habían
hecho sentir como un idiota, y todavía oía contar chistes de
muñecas inflables en la cantina. Un día de éstos se iba a vengar.
Sí, un día de éstos… Se volvió hacia el ladrón con nuevas
energías.
Wilt se sentó a la puerta de su casa de Willington Road,
mirando las nubes y meditando sobre el amor y la vida, y sobre las
distintas impresiones que él, Wilt, causaba a la gente. ¿Qué le
había llamado Flint? Virus infeccioso…, virus humano infeccioso…
Eso le recordó a Wilt sus propias heridas.
–Quizá coja el tétanos o algo así -murmuró, y rebuscó en su
bolsillo la llave de la puerta. Diez minutos más tarde, todavía con
la chaqueta puesta pero sin pantalones ni calzoncillos, Wilt estaba
en el cuarto de baño remojando su virilidad en un vaso para
enjuagarse la boca lleno de desinfectante y agua caliente cuando
entró Eva.
–¿Tienes idea de la hora que es? Son… Se detuvo y miró el
vaso con horror.
–Las tres en punto -dijo Wilt, tratando de conducir la
conversación hacia temas menos polémicos. Pero el interés de Eva
por la hora desapareció.
–¿Qué demonios estás haciendo con eso? – jadeó. Wilt bajó la
vista hacia el vaso.
–Bien, ya que lo mencionas y a pesar de todas las evidencias
cir… circunstanciales en mi contra, no estoy… Bueno, estoy tratando
de desinfectarme, sabes…
–¿Desinfectarte?
–Sí…, bueno -dijo Wilt consciente de que habría ciertos
aspectos ambiguos en la explicación-, el caso es…
–En mi vaso -gritó Eva-. ¿Estás ahí con la berenjena metida
en mi vaso y admites que te estás desinfectando? ¿Y quién era la
mujer, o no te has molestado en preguntarle su
nombre?
–No ha sido una mujer, ha sido…
–No me lo digas. No quiero saberlo. Mavis tenía razón acerca
de ti. Dijo que lo que hacías no era simplemente volver andando a
casa. Dijo que pasabas las tardes con otra mujer.
–No ha sido otra mujer. Ha sido…
–No me mientas. Pensar que después de todos estos años de
vida de casados tienes que recurrir a prostitutas y
rameras…
–No era una enramada. Supongo que tú le encontrarías flores y
semillas, pero no es así como se llama…
–Eso es, ahora cambia de tema…
–No estoy cambiando de tema. Me quedé enganchado en un
rosal…
–¿Así es como se hacen llamar ahora? ¿Rosales? Eva calló y se
quedó mirando a Wilt con renovado horror.
–Por lo que yo sé siempre se han llamado rosales -dijo Wilt,
sin percatarse de que las sospechas de Eva habían tomado otro
rumbo-. No veo de qué otro modo se les podría
llamar.
–¿Gays? ¿Maricas? ¿Qué te parece para
empezar?
–¿Qué? – gritó Wilt.
Pero ya no había quien parase a Eva.
–Siempre supe que había algo que no te funcionaba, Henry Wilt
-dijo desgañitándose-, y ahora ya sé lo que es. Y pensar que
vuelves y me coges el vaso para desinfectarte. ¿Tan bajo puedes
caer?
–Escucha -dijo Wilt, repentinamente consciente de que su musa
podía enterarse de las abominables
insinuaciones de Eva-, puedo demostrar que era un rosal
espinoso. Echa una mirada si no me crees. Pero Eva no se
esperó.
–No pienses que vas a pasar una noche más en mi casa -gritó
desde el pasillo-. ¡Nunca más! Puedes volverte con tu novio
y…
–Ya te he aguantado más de la cuenta -gritó Wilt, corriendo
tras ella.
Pero se paró en seco al ver que Penelope estaba en medio del
pasillo con los ojos como platos.
–¡Oh, mierda! – dijo Wilt, emprendiendo otra vez la retirada
hacia el cuarto de baño.
Fuera se oía a Penelope sollozando, y a Eva intentando
calmarla histéricamente. La puerta de un dormitorio se abrió y se
cerró. Wilt se sentó en el borde de la bañera y soltó un taco.
Luego, vació el vaso en el inodoro, se secó distraídamente con una
toalla y se puso esparadrapo. Finalmente extendió pasta de dientes
sobre el cepillo eléctrico, y estaba lavándose afanosamente los
dientes, cuando de nuevo se abrió la puerta del dormitorio y Eva
salió precipitadamente.
–Henry Wilt, si estás usando ese cepillo de dientes
para…
–De una vez por todas -gritó Wilt con la boca llena de
espuma-. Estoy asqueado y cansado de tus viles insinuaciones. He
tenido un día largo y agotador y…
–Eso ya me lo creo -gritó Eva.
–Para tu información, estoy simplemente cepillándome los
dientes antes de irme a la cama, y si piensas que estoy haciendo
alguna otra cosa…
Fue interrumpido por el cepillo de dientes. El extremo saltó
y fue a parar al lavabo.
–¿Y ahora qué estás haciendo? – preguntó
Eva.
–Tratando de sacar el cepillo del agujero -dijo Wilt,una
explicación que trajo consigo nuevas recriminaciones, un breve y
desigual enfrentamiento en el descansillo y finalmente un furioso
Wilt que era expulsado por la puerta de la cocina con un saco de
dormir y la orden de pasar el resto de la noche en el pabellón de
verano.
–No quiero tenerte más aquí pervirtiendo a las pequeñas
-gritó Eva desde la puerta-; y mañana iré a ver a un
abogado.
–Me la trae floja -replicó Wilt a gritos.
Se dirigió al pabellón atravesando el jardín. Durante unos
momentos tanteó en la oscuridad tratando de encontrar la cremallera
del saco de dormir. No parecía tener ninguna. Wilt se sentó en el
suelo, metió los pies en el saco, y estaba precisamente
contorsionándose para meterse en él, cuando un sonido que provenía
de detrás del pabellón le sobresaltó. Alguien se acercaba por el
prado atravesando el huerto. Wilt se sentó silenciosamente en la
oscuridad y escuchó. No había duda. Escuchó el roce de la hierba y
una rama al romperse. Silencio de nuevo. Wilt se asomó por una
esquina de la ventana y, en ese momento, las luces de la casa se
apagaron. Eva se había ido de nuevo a la cama. El ruido de alguien
que caminaba con precaución a través del huerto comenzó de nuevo.
En el pabellón, la imaginación de Wilt especulaba con ladrones y
con lo que iba a hacer si alguien trataba de penetrar en la casa,
cuando vio allí afuera, junto a la ventana, una figura oscura. A
ésta se le unió una segunda. Wilt se acurrucó en el pabellón y
maldijo a Eva por dejarle sin pantalones y…
Pero un momento después sus temores habían desaparecido. Las
dos siluetas atravesaron confiadas el césped, y una de ellas había
hablado en alemán. Fue la voz de Irmgard la que llegó hasta Wilt y
le tranquilizó. Y cuando las dos siluetas desaparecieron por el
otro lado de la casa, Wilt se deslizó en el saco de dormir con el
pensamiento relativamente reconfortante de que al menos su musa se
había ahorrado esa visión de las interioridades de la vida familiar
inglesa que las denuncias de Eva hubieran revelado. Por otro lado,
¿qué hacía Irmgard fuera a esas horas de la noche, y quién era la
otra persona? Una oleada de celos autocompasivos inundó a Wilt
antes de ser desalojada por consideraciones de carácter más
práctico. El suelo del pabellón era duro, él no tenía almohada, y
la noche se había vuelto de pronto muy fría. No pensaba pasar allí
el resto de ella, ni mucho menos. Y, en cualquier caso, las llaves
de la puerta principal estaban todavía en el bolsillo de su
chaqueta. Wilt trepó fuera del saco de dormir y tanteó en busca de
sus zapatos. Luego, arrastrando el saco tras él, cruzó el césped y
dio la vuelta a la casa hasta la puerta principal. Una vez dentro,
se quitó los zapatos y cruzó el hall en dirección al salón. Diez
minutos más tarde se había quedado profundamente dormido en el
sofá.
Cuando se despertó, Eva estaba trajinando en la cocina
mientras las cuatrillizas, manifiestamente congregadas alrededor de
la mesa del desayuno, hablaban de los acontecimientos de la noche.
Wilt, contemplando las cortinas, escuchaba las preguntas de sus
hijas y las respuestas evasivas de Eva. Como de costumbre, estaba
aderezando mentiras descaradas con nauseabundo
sentimentalismo.
–Vuestro padre no estaba muy bien ayer noche, cariño -le oyó
decir-. Tenía cólicos en la tripita y eso es todo, y cuando le pasa
eso dice cosas… Sí, ya sé, mamá también dice cosas, cielito. Yo
estaba… ¿Qué has dicho, Samantha?… ¿Yo dije eso?… Bueno, no puede
ser que él tuviera eso en el vaso porque las tripitas no caben en
sitios tan pequeños… Tripitas, querida… No se puede tener cólico en
ningún otro sitio… ¿Dónde aprendiste esa palabra, Samantha?… No él
no hizo eso, y si vas a la guardería y le dices a Miss Oates que tu
padre puso la…
Wilt enterró la cabeza bajo las almohadas para acallar la
conversación. Esa maldita mujer estaba otra vez contando torpes
mentiras a cuatro niñas que pasaban tanto tiempo tratando de
engañarse unas a otras que podían detectar una mentira a un
kilómetro de distancia. Y machacarles con lo de Miss Oates estaba
calculado para que compitieran a ver quién era la primera en
decirle a esa vieja y a las otras veinticinco crías que su papá se
había pasado la noche con el pene en un vaso de enjuagarse la boca.
Para cuando la historia se hubiera diseminado por la vecindad,
sería del dominio público que el notable Mr. Wilt era una especie
de fetichista de los vasos de enjuagarse la boca.
Estaba maldiciendo a Eva por su estupidez y a sí mismo por
haber bebido demasiada cerveza, cuando precisamente se hicieron
sentir las consecuencias de haber bebido demasiada cerveza.
Necesitaba mear, y rápido. Wilt se arrastró fuera del saco de
dormir. Se podía oír a Eva en el hall, poniéndoles los abrigos a
las cuatrillizas. Wilt esperó hasta que se hubo cerrado tras ellas
la puerta de la calle, y entonces atravesó corriendo el hall para
ir al váter de abajo. Sólo entonces se hizo patente su situación en
toda su magnitud. Wilt contempló aquel ancho pedazo de esparadrapo
tan extremadamente tenaz.
–Maldita sea -dijo Wilt-, debí de emborracharme más de lo que
creía. ¿Cuándo demonios me puse esto?
Tenía una laguna en su memoria. Se sentó en el inodoro y se
puso a pensar cómo quitarse aquella maldita cosa sin hacerse más
heridas. A juzgar por anteriores experiencias con el esparadrapo,
sabía que el mejor método era arrancarlo de un solo tirón. En estas
circunstancias, no parecía lo más indicado.
–Igual me arranco todo el asunto -murmuró-. Lo más seguro
será encontrar un par de tijeras.
Wilt salió del váter con precaución y se asomó por la
barandilla. Mientras no se encontrase con Irmgard bajando desde el
ático. Considerando la hora en que había vuelto era totalmente
improbable. Seguramente estaría todavía en la cama con algún bestia
de novio. Wilt subió las escaleras y entró en el dormitorio. Eva
guardaba unas tijeras para las uñas en el tocador. Las encontró, y
estaba sentado en el borde de la cama, cuando Eva regresó. Ella
subió las escaleras, se detuvo un momento en el rellano y luego
entró en el dormitorio.
–Pensé que te encontraría aquí -dijo, cruzando la habitación
hacia las cortinas-. Sabía que en cuanto volviera la espalda te
meterías en casa como un reptil. Bueno, pues no pienses que puedes
salir de ésta porque no puedes. Lo tengo todo
pensado.
–¿Tú, pensar? – dijo Wilt.
–Eso es, insúltame -dijo Eva, corriendo las cortinas e
inundando de luz la habitación.
–Yo no estoy insultándote -rugió Wilt-, simplemente te estoy
haciendo una pregunta. Como no puedo meter en tu cabeza hueca que
no soy un maniático del culo…
–¡Qué lenguaje! – dijo Eva.
–Sí, lenguaje que es un medio de comunicación, no simplemente
una serie de mugidos, ronroneos y balidos como los que tú
haces.
Pero Eva ya no estaba escuchando. Su atención se había fijado
en las tijeras.
–Eso es, córtate de una vez esa horrible cosa -chilló, y se
echó a llorar abruptamente-. Cuando pienso que has tenido que ir
y…
–Cállate -aulló Wilt-. Aquí estoy, en peligro inminente de
reventar y tú tienes que empezar a gritar como una sirena de
fábrica. Si ayer noche hubieras utilizado tu maldita cabeza en
lugar de una imaginación pervertida, no me encontraría en este
apuro.
–¿Qué apuro? – preguntó Eva entre sollozos.
–Este -gritó Wilt, agitando su órgano agonizante. Eva lo miró
con curiosidad.
–¿Para qué hiciste eso? – preguntó.
–Para cortar la hemorragia de mi puñetera cola. Te he dicho
repetidas veces que me enganché en un rosal espinoso, pero tú
tenías que lanzarte a conclusiones estúpidas. Ahora no puedo
quitarme este asqueroso esparadrapo y tengo un galón de cerveza a
presión detrás de él.
–Entonces, ¿lo del rosal era en serio?
–Naturalmente que sí. Me paso la vida diciendo la verdad y
nada más que la verdad y nadie me cree nunca. Por última vez;
estaba meando en un rosal y me enganché la jodida cosa. Ésa es la
simple verdad, sin fiorituras, adornos, ni
exageraciones.
–¿Y quieres quitarte el esparadrapo?
–¿Qué es lo que te estoy diciendo desde hace cinco minutos?
No sólo quiero hacerlo. Necesito hacerlo o
explotaré.
–Eso es fácil -dijo Eva-. Todo lo que hay que
hacer…