CAPÍTULO PRIMERO


Era la semana de inscripción en la Escuela Técnica. Henry Wilt estaba sentado a una mesa de la Sala 467 y observaba, fingiendo interés, la cara de la ansiosa mujer que se encontraba frente a él.


–Bien, hay una plaza vacante en Lectura Rápida los lunes por la tarde -dijo-. Si quisiera usted simplemente llenar este formulario… -señaló vagamente en dirección a la ventana, pero la mujer no estaba dispuesta a dejarse engañar.

–Me gustaría saber algo más acerca del curso. Quiero decir que eso ayuda, ¿no?

–¿Ayudar? – dijo Wilt, resistiéndose a permitir que le arrastrase a compartir su entusiasmo por el perfeccionamiento personal-. Eso depende de lo que usted entienda por ayudar.

–Mi problema ha sido siempre que soy una lectora tan lenta que, para cuando he terminado un libro, ya no puedo recordar de qué trataba el comienzo -dijo la mujer-. Mi esposo dice que soy prácticamente analfabeta.

Sonrió con desamparo, sugiriendo un matrimonio a punto de romperse que Wilt podía salvar, animándola

a pasar los lunes por la tarde fuera de casa y el resto de la semana leyendo libros rápidamente. Wilt dudaba de la eficacia de esa terapia, y trató de pasar a algún otro el fardo de aconsejarla.

–Quizá sería mejor que se inscribiese en Apreciación Literaria -sugirió.

–Ya lo hice el año pasado, y Mr. Fogerty fue maravilloso. Dijo que yo tenía una sensibilidad potentísima.

Reprimiendo el impulso de decirle que la noción de potencia de Mr. Fogerty no tenía nada que ver con la literatura, pues era de índole más bien física (aunque para él constituía un misterio lo que Fogerty podía haber visto en esa criatura tan deprimida y formal), Wilt se rindió.

–El propósito de la Lectura Rápida -dijo, comenzando con la palabrería- es mejorar su capacidad de lectura, tanto en velocidad como en retención de lo que se ha leído. Descubrirá que se concentra más cuanto más rápido avance y que…

Continuó durante cinco minutos soltando el discurso que se había aprendido de memoria en cuatro años de matricular potenciales Lectores Rápidos. Frente a él, la mujer cambió visiblemente. Eso era lo que había venido a escuchar, el evangelio de las clases nocturnas de perfeccionamiento. Cuando Wilt concluyó y ella hubo cumplimentado el formulario, se veía que estaba mucho más animada.

A Wilt en cambio, se le veía menos animado. Permaneció sentado lo que quedaba de las dos horas, escuchando conversaciones similares en las otras mesas y preguntándose cómo demonios se las arreglaba Bill Paschendaele para mantener su fervor proselitista después de veinte años de recomendar la Introducción a la Sub-cultura Fenland. El tipo brillaba literalmente de entusiasmo. Wilt se estremeció y matriculó a seis Lectores Rápidos más, con una falta de interés que estaba calculada para desanimar a todos salvo a los más fanáticos. En los intervalos daba gracias a Dios por no tener que seguir dando clases sobre ese tema y no estar allí más que para conducir las ovejas al redil. Como jefe de Estudios Liberales, Wilt había superado las Clases Nocturnas para entrar en el reino de los horarios, los comités, los memoranda, el preguntarse cuál de los miembros de su personal iba a ser el próximo en sufrir una crisis nerviosa, y las lecciones ocasionales a los Estudiantes Extranjeros. Esto último tenía que agradecérselo a Mayfield. Mientras el resto de la Escuela se había visto muy afectada por los recortes financieros, los Estudiantes Extranjeros pagaban, y el doctor Mayfield, ahora director de Desarrollo Académico, había creado un imperio de árabes, suecos, alemanes, sudamericanos e incluso japoneses que iban de un aula a otra, tratando de comprender la lengua inglesa y, más difícil todavía, la cultura y costumbres inglesas; un pot-pourri de lecciones que llevaban el título de Inglés Avanzado para Extranjeros. La contribución de Wilt era una conferencia semanal sobre la Vida Familiar Británica, que le proporcionaba la oportunidad de hablar de su propia vida familiar con una libertad y franqueza que hubiera puesto furiosa a Eva y avergonzado al propio Wilt, si no hubiera sabido que sus alumnos carecían de la perspicacia necesaria para comprender lo que les estaba diciendo. La discrepancia entre la apariencia de Wilt y los hechos habría desconcertado incluso a sus más íntimos amigos. Frente a ochenta extranjeros, tenía asegurado el anonimato. Tenía asegurado el anonimato y nada más. Sentado en la Sala 467, Wilt podía matar el tiempo especulando sobre las ironías de la vida.

En todas las salas, en todos los pisos, en los departamentos de toda la Escuela, había profesores sentados a las mesas, gente que hacía preguntas, recibía respuestas atentas y, finalmente, llenaba formularios que aseguraban a los profesores que conservarían su trabajo al menos un año más. Wilt conservaría el suyo para siempre. Los Estudios Liberales no podían desaparecer por falta de alumnos. La Ley de educación lo había previsto. Los aprendices en formación debían tener su hora semanal de opiniones progresistas tanto si querían como si no. Wilt estaba a salvo y, si no hubiera sido por el aburrimiento, habría sido un hombre feliz. Por el aburrimiento y por Eva.

No es que Eva fuese aburrida. Ahora que tenía que cuidar a las cuatrillizas, el entusiasmo de Eva Wilt se había ampliado hasta incluir toda «Alternativa» de la que iba teniendo noticia. La Medicina Alternativa alternaba con la Jardinería Alternativa, la Nutrición Alternativa e incluso diversas Religiones Alternativas, de tal manera que, al volver a casa tras la diaria rutina sin opciones de la Escuela, Wilt nunca podía estar seguro de lo que le esperaba, excepto que no era lo de la noche anterior. Casi la única constante era el estrépito organizado por las cuatrillizas. Las cuatro hijas de Wilt habían salido a su madre. Allí donde Eva era entusiasta y enérgica, ellas eran inagotables y cuadriplicaban sus múltiples entusiasmos. Para no llegar a casa antes que estuvieran acostadas, Wilt había adoptado la costumbre de ir y volver de la Escuela andando, y era resueltamente displicente respecto al uso del coche. Para aumentar sus problemas, Eva había heredado un legado de una tía y, como el salario de Wilt se había duplicado, se habían trasladado de Parkview Avenue a Willington Road y a una gran casa con un gran jardín. Los Wilt habían ascendido en la escala social. Lo cual no era una mejora, en opinión de Wilt, y había días en que añoraba los viejos tiempos, cuando los entusiasmos de Eva se veían ligeramente amortiguados por lo que podían pensar los vecinos. Ahora, como madre de cuatro hijas y señora de una mansión, ya no se preocupaba. Había cultivado una horrenda seguridad en sí misma.

Y así, al final de sus dos horas, Wilt llevó su lista de nuevos alumnos a la oficina y vagabundeó por los corredores del edificio de la administración, camino de las escaleras. Estaba bajándolas, cuando Peter Braintree se reunió con él.

–Acabo de matricular a quince marineros de agua dulce en Navegación Náutica. ¿Qué te parece eso? Este curso va a ser movidito.

–Mañana sí que será movidita la maldita reunión del claustro de profesores de Mayfield -dijo Wilt-. Lo de esta tarde no ha sido nada. He tratado de disuadir a varias insistentes mujeres y cuatro jóvenes granujientos de que se inscribieran en Lectura Rápida, y he fracasado. Me pregunto por qué no damos un curso sobre la manera de resolver el crucigrama del Times en quince minutos exactos. Eso probablemente potenciaría mucho más su confianza que batir el récord de velocidad en el Paraíso perdido.

Bajaron las escaleras y cruzaron el hall, donde Miss Pansak estaba todavía matriculando en Badminton para Principiantes.

–Me produce una sed de cerveza terrible -dijo Braintree.

Wilt asintió. Cualquier cosa con tal de retrasar la vuelta a casa. Fuera todavía estaban llegando rezagados y había muchos coches aparcados en Post Road.

–¿Qué tal lo pasaste en Francia? – preguntó Braintree.

–Lo pasé como era de esperar, con Eva y las crías en una tienda. Nos pidieron que nos fuéramos del primer camping cuando Samantha soltó los tirantes de dos de las tiendas. No hubiese sido tan grave si la mujer que estaba dentro de una de ellas no hubiese tenido asma. Eso fue en el Loira. En La Vendée nos instalamos junto a un alemán que había combatido en el frente ruso y que sufría neurosis de guerra. No sé si alguna vez te habrá despertado en medio de la noche un hombre gritando Flammenwerfer, pero puedo asegurarte que es enervante. Esa vez nos mudamos sin que nos lo pidieran.

–Yo creí que ibais a la Dordoña. Eva le dijo a Betty que había estado leyendo un libro acerca de tres ríos y que era absolutamente apasionante.

–La lectura puede haberlo sido, pero los ríos no lo eran -dijo Wilt-, por lo menos los que vimos nosotros. Llovía y, naturalmente, Eva se empeñó en colocar la tienda sobre lo que resultó ser un afluente. Ya era bastante difícil levantar el trasto cuando estaba seco, pero sacarlo en medio de una tromba de agua, sobre cien metros de zarzales, a las doce de la noche, cuando esa tienda de mierda estaba chorreando…

Wilt se interrumpió. El recuerdo le resultaba insoportable.

–Y supongo que seguiría lloviendo -dijo Braintree con simpatía-. Ésa ha sido nuestra experiencia en todos los casos.

–Así fue -dijo Wilt-. Durante cinco días enteros. Después de eso nos trasladamos a un hotel.

–Lo mejor que podíais hacer. Al menos hay comida decente y se puede dormir cómodamente.

–Tú quizá puedas. Nosotros no. No pudimos porque Samantha se hizo caca en el bidet. Yo me preguntaba

qué era aquella peste, alrededor de las dos de la madrugada. Dejémoslo y hablemos de algo civilizado.

Entraron en El Trato A Ciegas y pidieron dos jarras.

–Por supuesto que los hombres son egoístas -dijo Mavis Mottram mientras ella y Eva estaban sentadas en la cocina en Willington Road-. Patrick casi nunca llega a casa hasta después de las ocho, y siempre se excusa con lo de la Universidad Abierta. No es nada de eso, o si lo es, se trata de alguna estudiante divorciada que desea un coito extra. No es que me importe, a estas alturas. La otra noche le dije: «Si quieres hacer el tonto corriendo detrás de otras mujeres es asunto tuyo; pero no creas que voy a aceptarlo tumbada a la bartola. Tú puedes montártelo como quieras, que yo también lo haré.»

–¿Qué dijo él a eso? – preguntó Eva, probando la plancha y comenzando con los vestidos de las cuatrillizas.

–Oh, sólo algo estúpido sobre que él tampoco había pensado hacerlo de pie. Los hombres son tan groseros. No me explico por qué nos preocupamos por ellos.

–A veces desearía que Henry fuera un poco más grosero -dijo Eva pensativa-. Siempre ha sido letárgico, pero ahora dice que está demasiado cansado porque va andando a la Escuela cada día. Son nueve kilómetros, así supongo que debe de estarlo.

–Puedo imaginarme otra razón -dijo Mavis amargamente-. Desconfía de las aguas mansas…

–Con Henry no. Yo lo sabría. Además, desde que nacieron las cuatrillizas ha estado muy pensativo.

–Sí, pero ¿acerca de qué ha estado pensativo? Eso es lo que tienes que preguntarte, Eva.

–Quiero decir que ha sido considerado conmigo. Se levanta a las siete y me trae el té a la cama y por la noche siempre me prepara Horlicks.

–Si Patrick comenzara a comportarse así, a mí me parecería muy sospechoso -dijo Mavis-. No me suena como algo natural.

–¿Verdad que no? Pero Henry es así. Es realmente amable. El único problema es que no es muy dominante. Dice que eso será porque está rodeado por cinco mujeres y él es de los que sabe cuándo está perdido.

–Si sigues adelante con el plan de la chica au pair, serán seis -dijo Mavis.

–Irmgard no es exactamente una chica au pair. Alquila el piso de arriba y dice que ayudará en la casa siempre que pueda.

–Lo cual, si la experiencia de los Everard con la finlandesa sirve de algo, será nunca. Se quedaba en la cama hasta las doce y prácticamente se les comió todo lo que había en casa.

–Los finlandeses son distintos -dijo Eva-, Irmgard es alemana. La conocí en una reunión de protesta en contra del Mundial argentino, en casa de los Van Donken. Ya sabes que consiguieron casi ciento veinte libras para los tupamaros torturados.

–No sabía que aún quedaran tupamaros en Argentina. Yo creía que el ejército los había matado a todos.

–Estos son los que escaparon -dijo Eva-. En cualquier caso, allí conocí a Miss Müller, y mencioné que tenía el ático libre, y ella estaba tan ansiosa por quedárselo. Se hará ella misma todas sus comidas y las demás cosas.

–¿Demás? ¿Le preguntaste en qué otras cosas había pensado?

–Bueno, no exactamente, pero dice que quiere estudiar mucho y que es una adicta de la forma física.

–¿Y qué dice Henry de ella? – preguntó Mavis, aproximándose más a lo que realmente la preocupaba.

–No se lo he contado todavía. Ya sabes cómo es cuando se trata de tener extraños en casa, pero creo que si ella permanece en su piso, y por las noches se mantiene lejos de su camino…

–Querida Eva -dijo Mavis con liberal sinceridad-, sé que esto no es asunto mío, pero ¿no estás tentando un poquito al destino?

–No veo cómo. Quiero decir que es un arreglo buenísimo. Ella puede cuidar de las niñas cuando queramos salir. Además, la casa es demasiado grande para nosotros y nadie sube nunca a esa planta.

–Pero subirán cuando ella viva allí. Ya verás, habrá todo tipo de gente circulando por la casa, y seguro que tendrá tocadiscos. Todas lo tienen.

–Aunque lo tenga, no lo oiremos. He encargado esteras de junco en Soales, y el otro día subí con un transistor y casi no se oye nada.

–Bueno, es asunto tuyo, querida, pero si yo tuviera una chica au pair en casa, con Patrick circulando por ahí, preferiría oír algo.

–Creí que le habías dicho a Patrick que hiciese lo que quisiera.

–No dije que lo hiciera en casa -dijo Mavis-. Puede hacer lo que quiera en cualquier otro sitio, pero si alguna vez le pillo jugando al Casanova en casa, lo lamentará el resto de su vida.

–Bueno, Henry es diferente. Creo que ni siquiera se dará cuenta de su presencia -dijo Eva complacida-. Le he dicho a ella que él es muy tranquilo y amante del hogar, y ella dice que lo único que quiere es paz y tranquilidad, también.

Con el secreto pensamiento de que la señorita Irmgard Müller iba a encontrar la vida en casa de Eva y las cuatrillizas cualquier cosa menos pacífica y tranquila, Mavis terminó su café y se levantó para marcharse.

–En todo caso, yo no le quitaría la vista de encima a Henry -dijo-. Puede que sea diferente, pero yo no confiaría en ningún hombre desde el momento en que sale del alcance de mi vista. Y mi experiencia con las estudiantes extranjeras es que vienen para hacer muchas cosas más que aprender la lengua inglesa.

Salió hacia su coche y, mientras conducía hasta casa, se preguntó qué era lo que hacía tan siniestra la simpleza de Eva. Los Wilt eran una pareja extraña, pero desde que se trasladaron a Willinton Road el dominio de Mavis Mottran había disminuido. Los días en que Eva era su protegida en el arreglo de flores habían pasado, y Mavis estaba francamente celosa. Por otra parte, Willington Road estaba decididamente en uno de los mejores barrios de Ipford, y conocer a los Wilt podía proporcionar ventajas sociales.

En la esquina de Regal Gardens sus faros iluminaron a Wilt, que caminaba lentamente hacia casa, y le llamó. Pero él estaba sumido en profundos pensamientos y no la oyó.

Como de costumbre, los pensamientos de Wilt eran negros y misteriosos, y la circunstancia de no entender por qué le acuciaban los hacía aún más negros y misteriosos. Tenían que ver con extrañas fantasías violentas que fluían en su interior, con insatisfacciones que sólo en parte podían explicarse por su trabajo, su matrimonio con una dinamo humana o el desagrado que le producía la atmósfera de Willington Road, donde todos eran gente importante en física de alta energía o en conductividad a baja temperatura y ganaban más dinero que él.

Y tras todos estos explicables motivos estaba el sentimiento de que su vida carecía en general de significado, y que más allá de lo personal había un universo caótico, aleatorio, dotado sin embargo de una coherencia sobrenatural que él nunca llegaría a comprender. Wilt especulaba con la paradoja del progreso material y la decadencia espiritual y, como de costumbre, no llegó a ninguna conclusión, si exceptuamos que la cerveza con el estómago vacío le sentaba mal. Era un consuelo que Eva estuviera ahora dedicada a la Jardinería Alternativa, porque hacía previsible que le preparase una buena cena y que las cuatrillizas estuvieran profundamente dormidas. Si por lo menos los pequeños monstruos no se despertaran durante la noche. Wilt había tenido ya su ración completa de sueño interrumpido en los primeros tiempos de amamantamiento y de calentar biberones. Aquellos días habían pasado, y ahora, aparte de los ocasionales ataques de sonambulismo de Samantha y del problema de vejiga de Penelope, sus noches eran tranquilas. De modo que se apresuró, siguiendo los árboles alineados de Willington Road, y fue recibido por el aroma de la cacerola en la cocina. Wilt se sintió relativamente animado.


CAPÍTULO II


A la mañana siguiente salió de casa con un talante mucho más decaído. «Aquel guiso debía haberme alertado de que ella tenía algún funesto mensaje que transmitir», murmuraba mientras se dirigía a la Escuela. Y el anuncio de Eva, a saber, que había encontrado una inquilina para el piso de arriba, había sido realmente funesto. Wilt había estado alerta a esa posibilidad desde el momento mismo de comprar la casa, pero los entusiasmos inmediatos de Eva -por la jardinería, las hierbas, las guarderías progresistas para las cuatrillizas, la redecoración de la casa y el diseño de la cocina fundamental- habían aplazado cualquier decisión acerca del piso de arriba. Wilt tuvo la esperanza de que el asunto se olvidara. Ahora que ella había dispuesto de las habitaciones sin siquiera molestarse en decírselo, Wilt se sentía muy ofendido. Peor aún, ella le había entontecido con el señuelo de aquel espléndido estofado. Cuando Eva se ponía a cocinar lo hacía bien, y Wilt se acabó su segunda ración y una botella de su mejor borgoña antes de que ella le anunciase este último desastre. A Wilt le había costado varios segundos lograr concentrarse en el problema.


–¿Has hecho qué? – dijo.

–Se lo he cedido a una joven alemana muy agradable -dijo Eva-. Va a pagar quince libras a la semana y promete hacer muy poco ruido. Ni siquiera te darás cuenta de su presencia.

–Maldita sea. Claro que me daré cuenta. Tendrá amantes que se pasearán arriba y abajo por las escaleras en lasciva procesión todas las noches, y la casa apestará a sauerkraut.

–No, señor. Hay un extractor en la cocinita de arriba y ella puede tener amigos, siempre que se comporten correctamente.

–¡Correctamente! Enséñame a un noviete que se comporte correctamente y yo te enseñaré un camello con cuatro jorobas…

–Se llaman dromedarios -dijo Eva, utilizando la táctica de la información embrollada que usualmente distraía a Wilt y le obligaba a corregirla.

Sin embargo, Wilt estaba ya demasiado distraído para molestarse.

–No, no se llaman dromedarios. Se llaman jodidos extraños, y por una vez estoy empleando la palabra jodidos con propiedad. Y si piensas que tengo la intención de pasarme las noches escuchando desde la cama a algún rudo latino probar su virilidad mediante la imitación del Popocatepetl en erupción sobre un colchón de muelles, a pocos metros sobre mi cabeza…

–Un Dunlopillo -dijo Eva-. Nunca te enteras de las cosas.

–Oh, sí que me entero -rugió Wilt-. Sabía que esto estaba preparándose desde el momento mismo en que tu maldita tía tuvo que morirse y dejarte una herencia, y tú tuviste que comprar este hotel en miniatura. Ya sabía yo que tendrías que convertirlo en una estúpida comuna.

–No es una comuna, y de todos modos Mavis asegura que la familia extensa era una de las buenas cosas de antaño.

–Desde luego, Mavis no debe de ignorar nada sobre las familias extensas. Patrick no hace más que extender la suya en las casas de los demás.

–Mavis le ha lanzado un ultimátum -dijo Eva-. No va a aguantar eso más tiempo.

–Y yo te estoy lanzando un ultimátum a ti -dijo Wilt-. Un chirrido de muelles, una bocanada de porro, un rasgueo de guitarra, una risita en las escaleras, y yo voy a extender esta familia buscándome un hogar en la ciudad hasta que Miss Schickelgruber se haya largado.

–Su nombre no es Schickeloquesea, es Müller, Irmgard Müller.

–Ése era también el nombre de uno de los más temibles Obergruppenfiibrer de Hitler. Lo que estoy diciendo es…

–Lo que te pasa es que estás celoso -dijo Eva-. Si fueras un hombre de verdad y no hubieras tenido problemas sexuales a causa de tus padres, no te pondrías de esa manera por lo que otras personas hacen.

Wilt la contempló tristemente. Siempre que Eva quería apabullarle, lanzaba una ofensiva sexual. Wilt se retiró a la cama, derrotado. Las discusiones sobre sus deficiencias sexuales tendían a acabar con la obligación de demostrar a Eva su error de manera práctica, y, después de aquel estofado, no se sentía con fuerzas.

Tampoco se sentía con muchas fuerzas a la mañana siguiente, cuando llegó a la Escuela. Las cuatrillizas habían librado su usual guerra fraticida acerca de quién iba a ponerse qué ropa antes de que fuesen arrastradas a la guardería, y había aparecido otra carta de Lord Longford en el Times pidiendo la puesta en libertad de Myra Hindley, la asesina de los Moors, sobre la base de que ahora estaba completamente reformada y era una cristiana convencida y una ciudadana socialmente valiosa. «En ese caso, podría probar su calidad social y su caridad cristiana quedándose en la cárcel para ayudar a sus compañeras convictas», había sido la furiosa reacción de Wilt. Las otras noticias eran igual de deprimentes. La inflación subía de nuevo. La libra bajaba. El gas del Mar del Norte se agotaría en cinco años. El mundo era el mismo inmundo revoltijo de siempre y, por si fuera poco, ahora tenía que escuchar al doctor Mayfield glorificar las virtudes del Curso Avanzado de Inglés para Extranjeros durante varias horas intolerablemente aburridas, antes de lidiar con las quejas de sus colegas de Estudios Liberales sobre la forma en que había confeccionado el horario.

Una de las peores cosas del cargo de director de los Estudios Liberales era que tenía que pasar gran parte de sus vacaciones de verano asignando clases a las aulas y profesores a las clases, y cuando había terminado y derrotado al director de Arte, que quería el Aula 607 para sus Estudios del Natural mientras Wilt la necesitaba para Carne III, todavía tenía que afrontar la bronca del comienzo de curso y reajustar el horario, ya que Mrs. Fyfe no podía encargarse el martes a las dos de DMT I porque su esposo… En estas ocasiones era cuando Wilt añoraba no seguir explicando El señor de las moscas a los instaladores de gas, en lugar de dirigir el departamento. Pero su sueldo era bueno, los impuestos sobre Willington Road eran exorbitantes y durante el resto del año podría pasar la mayor parte de tiempo sentado en su oficina, soñando.

También podía asistir a la mayor parte de las reuniones del comité en estado de coma, pero la que presidía el doctor Mayfield era la única excepción. Wilt tenía que permanecer despierto para impedir que Mayfield le cargara con varias lecciones más en su ausencia relativa. Además, el doctor Board querría comenzar el curso con una bronca.

Así fue. Mayfield no había hecho más que comenzar a señalar la necesidad de un curriculum más orientado a los estudiantes con especial énfasis en la información socioeconómica cuando intervino el doctor Board.

–Hay que joderse -dijo-. El trabajo de mi departamento consiste en enseñar a estudiantes ingleses a hablar alemán, francés, español e italiano, y no en explicar los orígenes de sus propias lenguas a todo un lote de extranjeros, y en cuanto a la información socioeconómica, sugiero que el doctor Mayfield tiene sus prioridades equivocadas. Si tuviéramos que guiarnos por los árabes que tuve el año pasado, económicamente estaban informados al máximo acerca del poder adquisitivo del petróleo y, en cambio, socialmente estaban tan atrasados que harían falta trescientos años de cursos para persuadir a esos maricones de que lapidar mujeres infieles no es lo mismo que jugar al cricket. Quizá si tuviéramos trescientos años…

–Doctor Board, esta reunión es la que va a durar trescientos años si continúa usted interrumpiendo -dijo el subdirector-. Ahora, si el doctor Mayfield quisiera continuar…

El director de Desarrollo Académico continuó durante otra hora, y estaba dispuesto a continuar la mañana entera cuando el director de Ingeniería objetó.

–Observo que varios miembros de mi personal tienen asignadas lecciones sobre Realizaciones de la Ingeniería Británica en el siglo XIX. Me gustaría informar al doctor Mayfield y a esta asamblea que los miembros de mi departamento son ingenieros, no historiadores, y francamente no veo razón alguna por la que se les exija dar lecciones sobre temas fuera de su área.

–Bravo, bravo -dijo el doctor Board.

–Es más, me gustaría que se me informara por qué se pone tanto énfasis en un curso para extranjeros, a expensas de nuestros estudiantes británicos.

–Creo que puedo contestar a eso -dijo el subdirector-. Gracias a las restricciones que nos han impuesto las autoridades locales, nos hemos visto forzados a subvencionar nuestros cursos gratuitos y a los miembros de nuestro personal por medio de la ampliación al sector de extranjeros, en el que los estudiantes pagan sustanciosas matrículas. Si quieren conocer las cifras de los beneficios que obtuvimos el año pasado…

Pero nadie aprovechó la invitación. Incluso el doctor Board se quedó momentáneamente silencioso.

–Hasta el momento en que la situación económica mejore -continuó el subdirector-, muchos profesores sólo conservarán su trabajo porque estamos haciendo este curso. Es más, podríamos ampliar el Inglés Avanzado para Extranjeros a un curso con diploma aprobado por el Ministerio. Creo que estarán de acuerdo conmigo en que cualquier cosa que aumente nuestras oportunidades de convertirnos en Politécnico será ventajosa para todos -el subdirector se interrumpió y miró a su alrededor, pero nadie dijo una palabra-. En ese caso, lo único que queda por hacer es que el doctor Mayfield asigne las nuevas materias a los distintos directores de departamento.

El doctor Mayfield distribuyó unas listas fotocopiadas. Wilt estudió su nueva tarea y comprobó que incluía el Desarrollo de las Actitudes Sociales Progresistas y Liberales en la Sociedad Inglesa, de 1968 a 1978, y estaba a punto de protestar cuando el director de Zoología se le adelantó.

–Veo aquí que se me asigna la Producción Animal y la Agricultura, con especial referencia a la Cría Intensiva de Cerdos, Gallinas y Ganado.

–El tema tiene valor ecológico…

–Y está orientado a los estudiantes -dijo el doctor Board-. Educación en Batería, o posiblemente Cría del Cerdo mediante Evaluación Continua. Quizá incluso podríamos dar un curso sobre Preparación del Estiércol.

–Oh, no -dijo Wilt con un estremecimiento. El doctor Board lo contempló con interés.

–¿Su fantástica esposa? – preguntó. Wilt asintió dolorosamente.

–Sí, ha comenzado con eso…

–Si solamente pudiera volver a mi objeción original en lugar de escuchar los problemas matrimoniales de Wilt -dijo el director de Zoología-. Quisiera dejar absolutamente claro desde ahora que no estoy cualificado para enseñar Producción Animal. Soy un zoólogo y no un granjero, y lo que sé sobre cría de ganado es cero.

–Debemos ampliar nuestros conocimientos -dijo el doctor Board-; después de todo, si vamos a adquirir el dudoso privilegio de autodenominarnos Politécnico, deberíamos anteponer el Colegio a nuestros intereses personales.

–Quizá usted no ha visto lo que tiene que enseñar, Board -continuó el de Zoología-. Influencias Seménticas…, ¿no debería decir Semánticas, Mayfield?

–Debe de ser un error de mecanografía -dijo Mayfield-. Sí, debería decir Influencias Semánticas sobre las Teorías Sociológicas Actuales. La bibliografía incluye a Wittgenstein, Chomsky y Wilkes…

–A mí no me incluye -dijo Board-. Pueden ustedes borrarme de la lista. No me importa descender al nivel de escuela primaria, pero no pienso desfigurar a Wittgenstein ni a Chomsky en beneficio de nadie.

–Bueno, pues entonces no me diga a mí que tengo que ampliar mis conocimientos -dijo el director de Zoología-. Yo no entro en un aula llena de musulmanes a explicar, ni siquiera con mi limitado conocimiento del tema, las ventajas de la cría de cerdos en el Golfo Pérsico.

–Caballeros, aunque reconozco que son necesarias una o dos correcciones de menor cuantía a los títulos de los cursos, creo que podrían imprimirse…

–Suprimirse, más bien -dijo el doctor Board.

El subdirector ignoró su interrupción:

–Y lo más importante es mantener los cursos en su formato presente, pero presentarlos a un nivel adecuado a los estudiantes en cada caso.

–De todos modos, no pienso mencionar a los cerdos -dijo el de Zoología.

–No tiene por qué hacerlo. Puede usted dar una serie de charlas elementales sobre plantas -dijo el subdirector, agotado.

–Estupendo, ¿y puede decirme alguien, en nombre de Dios, cómo puedo yo dar una charla elemental sobre Wittgenstein? El año pasado tuve a un iraquí que no era capaz de deletrear su propio nombre, así que ya me dirán qué va a hacer el pobre tipo con Wittgenstein -dijo el doctor Board.

–Y si me permiten introducir un nuevo tema -dijo, bastante tímidamente, un profesor del departamento de Inglés-, creo que vamos a tener algo así como un problema de comunicación con los dieciocho japoneses y el joven del Tíbet.

–Oh, ciertamente -dijo el doctor Mayfield-, un problema de comunicación. Podríamos también añadir una o dos conferencias sobre Discurso Intercomunicacional. Es el tipo de tema que puede llamar la atención del Consejo de los Premios Académicos Nacionales.

–Puede que les llame la atención a ellos, pero a mí no -dijo Board-. Siempre he dicho que son la vergüenza del mundo académico.

–Sí, ya le hemos oído extenderse sobre ese tema -dijo el subdirector-. Y ahora volvamos a los japoneses y al joven tibetano. Dijo usted tibetano, ¿no?

–Bueno, eso dije, pero no puedo estar demasiado seguro -respondió el profesor de Inglés-. A eso me refería cuando hablaba de un problema de comunicación. Ese alumno no habla una palabra de inglés, y mi tibetano no es precisamente fluido. Lo mismo sucede con los japoneses.

El subdirector miró a su alrededor:

–¿Supongo que es mucho esperar que alguien aquí tenga una ligera idea de japonés?

–Yo sé un poco -dijo el director de Arte-, pero no tengo la menor intención de servirme de él. Si se hubiera pasado usted cuatro años en un campo de prisioneros de guerra nipón, la última cosa que querría en su vida es tener que volver a hablar con esos bastardos. Mi sistema digestivo todavía no se ha repuesto.

–En lugar de eso quizá podría ser usted el tutor de los estudiantes chinos. El Tibet es parte de China ahora, y si le ponemos junto a las cuatro chicas de Hong Kong…

–Podríamos anunciar diplomas «lléveselo puesto» -dijo el doctor Board, y provocó otra acre discusión que duró hasta la hora de comer.

Wilt volvió a su oficina para encontrarse con que Mrs. Fyfe no podía ocuparse de los Mecánicos Técnicos

de los martes a las dos porque su esposo… Era exactamente lo que Wilt había previsto. El curso de la Escuela había comenzado como siempre. Continuó con la misma tónica penosa los siguientes cuatro días. Wilt asistió a reuniones acerca de la Colaboración Interdepartamental: dio un seminario a profesores en formación de la escuela normal local sobre El Significado de los Estudios Liberales, lo cual, en su opinión, era una contradicción en los términos; recibió una conferencia del sargento de la Brigada de Estupefacientes sobre reconocimiento de plantas de marihuana y adicción a la heroína, y finalmente se las arregló para colocar a Mrs. Fyfe en el Aula 29 los lunes a las 10 de la mañana, con Pan II, y durante todo ese tiempo le estuvo dando vueltas al tema de Eva y su maldita inquilina.

Mientras Wilt estaba ocupado, aunque sin pasión, en la Escuela, Eva ponía en marcha sus planes de manera implacable. Miss Müller llegó dos mañanas después y se instaló discretamente en el piso; tan discretamente que a Wilt le costó otros dos días darse cuenta de que estaba allí, y sólo porque la entrega de nueve botellas de leche donde antes solía haber ocho le puso sobre la pista. Wilt no dijo nada, pero esperó al primer indicio de animación en el piso de arriba para lanzar su contraofensiva de quejas.

Pero Miss Müller hizo honor a la promesa de Eva. Era extraordinariamente silenciosa, llegaba sin molestar cuando Wilt todavía estaba en la Escuela, y se marchaba por la mañana después que él hubiese comenzado su paseo diario. Pasados quince días comenzó a pensar que sus peores temores no estaban justificados. En cualquier caso, tenía que preparar sus lecciones para los estudiantes extranjeros, y el trimestre había comenzado por fin. La cuestión de la inquilina se diluía mientras trataba de pensar qué demonios decirles a los súbditos del Imperio de Mayfield, como lo llamaba el doctor Board, acerca de las Actividades Sociales Progresistas en la Sociedad Inglesa desde 1688. Si los instaladores de gas representaban un índice de ello, había habido una recesión, y no un desarrollo progresivo. Los hijos de puta se habían graduado en apalear homosexuales.


CAPÍTULO III


Pero si los temores de Wilt eran prematuros, no tardaron mucho en confirmarse. Estaba sentado un sábado por la tarde en el Piagetory, pabellón de verano al final del jardín en el que Eva había intentado originalmente practicar juegos conceptuales con «las chiquititas», una frase que Wilt detestaba particularmente, cuando cayó la primera bomba.


No fue tanto una bomba como una revelación. El pabellón era un lugar agradablemente recóndito, entre viejos manzanos y con un emparrado de clemátides y rosas trepadoras que le escondían del resto del mundo, y también a Wilt de Eva, cuando aquél se dedicaba al consumo de cerveza de fabricación casera. Dentro había colgadas plantas secas. A Wilt no le gustaban las hierbas, pero las prefería en su forma colgante que en las horribles infusiones que a veces Eva trataba de endosarle, y parecían tener la ventaja adicional de mantener a distancia a las moscas del montón de estiércol. Podía sentarse allí mientras el sol salpicaba la hierba de alrededor y sentirse relativamente en paz con el mundo, y cuanta más cerveza bebía, mayor era la paz. Wilt estaba orgulloso de los efectos de su cerveza. La elaboraba en un cubo de la basura de plástico, y a veces la reforzaba con vodka antes de embotellarla en el garaje. Después de tres botellas, incluso el escándalo de las cuatrillizas remitía en cierto modo y llegaba a ser casi natural; un coro de lloriqueos, chillidos y risas, generalmente maliciosas, cuando alguna se caía del columpio, pero al menos distante. E incluso esa distracción estaba ausente aquella tarde. Eva se las había llevado al ballet con la esperanza de que un contacto precoz con Stravinsky convertiría a Samantha en una segunda Margot Fonteyn. Wilt tenía sus dudas acerca de Samantha y Stravinsky. En su opinión, el talento de su hija era más adecuado para la lucha libre, y el genio de Stravinsky estaba sobreestimado. Tenía que estarlo, si Eva lo aprobaba. Los gustos de Wilt iban más bien de Mozart a Mugsy Spanier, un eclecticismo que Eva no podía entender, pero que le permitía molestarla, pasando de una sonata para piano con la que ella estaba disfrutando, al jazz de los años veinte, que Eva detestaba.

En cualquier caso, aquella tarde no tenía necesidad de utilizar el magnetofón. Bastaba con sentarse en el pabellón de verano y saber que, aunque las cuatrillizas le despertasen a las cinco de la mañana siguiente, después podría quedarse en la cama hasta las diez. Estaba destapando justamente la cuarta botella de su cerveza reforzada, cuando su mirada captó una figura en el balcón de madera del dormitorio del piso de arriba. La mano de Wilt soltó la botella y un momento después tanteaba para alcanzar los gemelos que Eva había comprado para hacer de ornitóloga. Los enfocó sobre la figura a través de una brecha entre las rosas y se olvidó de la cerveza. Toda su atención estaba concentrada en Miss Irmgard Müller.

La joven estaba de pie, mirando al campo que había más allá de los árboles, y, desde donde estaba mirándola, Wilt tenía una vista de sus piernas particularmente interesante. No se podía negar que eran unas piernas estupendas. De hecho, unas piernas asombrosamente bien hechas, y los muslos… Wilt se movió, encontró fascinantes sus pechos semiocultos bajo una blusa color crema, y finalmente llegó hasta su cara. Allí se quedó. No era que Irmgard -Miss Müller y esa maldita inquilina se convirtieron instantáneamente en nombres del pasado- fuese una joven atractiva. Wilt se habla topado con jóvenes atractivas en la Escuela durante demasiados años, jóvenes que le habían lanzado miradas insinuantes y habían dejado las piernas distraídamente separadas, para no haber desarrollado suficientes anticuerpos sexuales con los que luchar contra sus encantos juveniles. Pero Irmgard no era juvenil. Era una mujer, una mujer de unos veintiocho años, una mujer guapísima con unas piernas extraordinarias, con pechos discretos y firmes, «no mancillados por la lactancia» fue la frase que surgió inmediatamente en la mente de Wilt, con caderas bien dibujadas, incluso las manos que agarraban la barandilla del balcón eran de algún modo delicadamente fuertes, con dedos afilados, ligeramente tostados como por el sol de medianoche. La mente de Wilt se perdió en metáforas sin significado, muy alejadas de los guantes de goma de Eva, de los pliegues de su vientre deteriorado por la maternidad, de las tetas que caían sobre sus fláccidas caderas, y toda la erosión física de veinte años de vida matrimonial. Se encontró brutalmente prendado de esa espléndida criatura, pero sobre todo de su cara.

El rostro de Irmgard no era simplemente bello. A pesar de la cerveza, Wilt habría podido resistir el magnetismo de la mera belleza. Lo que le derrotó fue la inteligencia de su rostro. De hecho, en aquella cara había imperfecciones, desde un punto de vista meramente físico. En primer lugar, era demasiado enérgica, la nariz era un poco respingona para resultar comercialmente perfecta, y la boca demasiado generosa, pero tenía personalidad. Era personal, inteligente, madura, sensible, reflexiva… Wilt renunció con desesperación a hacer la suma, y en eso estaba cuando le pareció que Irmgard dirigía sus dos ojos adorables hacia él, o al menos hacia sus gemelos, y que una sonrisa sutil aparecía en sus turgentes labios. Luego se dio la vuelta y entró de nuevo en la casa. Wilt abandonó los gemelos y asió la botella de cerveza como en trance. Lo que acababa de ver había cambiado su concepto de la vida.

Ya no era el director de Estudios Liberales, casado con Eva, padre de cuatro repulsivas y pendencieras niñas, ni tenía treinta y ocho años. Tenía de nuevo veintiuno, y era un joven brillante y esbelto que escribía poesía y nadaba en el río las mañanas de verano, y cuyo futuro estaba henchido de promesas cumplidas. Ya era un gran escritor. El hecho de que ser un escritor implicase escribir era totalmente irrelevante. Lo que importaba era ser un escritor, y Wilt, a los veintiuno, ya hacía mucho que había decidido su futuro leyendo a Proust y Gide, y luego libros sobre Proust y Gide y libros sobre libros sobre Proust y Gide, hasta que pudo tener una imagen de sí mismo a los treinta y ocho que le producía una deliciosa angustia de anticipación. Rememorando esos instantes, sólo podía compararlos con el sentimiento que ahora tenía cuando salía de la clínica dental sin que hubiera sido necesario ningún empaste. En un plano intelectual, naturalmente. En el espiritual, se veía en habitaciones llenas de humo y forradas de corcho, páginas y páginas de ilegible pero maravillosa prosa se desparramaban y casi revoloteaban sobre su mesa, en alguna calle deliciosamente anónima de París. O en un dormitorio de paredes blancas sobre sábanas blancas, enlazado con una mujer bronceada mientras el sol brillaba a través de las persianas, espejeando sobre el techo desde el mar azul, en algún lugar cerca de Hyéres. Wilt había degustado todos esos placeres por adelantado a los veintiuno. Fama, fortuna, la modestia de la grandeza, las palabras justas saliendo de su boca sin esfuerzo junto a la botella de absenta, alusiones lanzadas, recogidas y relanzadas como dardos, y la intensa vuelta a casa a través de las desiertas calles de Montparnasse, al alba.

Casi la única cosa que Wilt había rehusado de sus plagiados maestros Proust y Gide habían sido los niños; los niños y los cubos de basura de plástico. No es que pudiera imaginarse a Gide practicando la sodomía mientras elaboraba cerveza, y no digamos en un cubo de basura de plástico. El muy maricón era probablemente abstemio. Tenía que tener algún defecto para compensarlo con los niños. Así que Wilt le había birlado Frieda a Lawrence, con la esperanza de no coger la tuberculosis, y la había dotado de un temperamento más dulce. Juntos yacieron sobre la arena haciendo el amor, mientras las pequeñas olas del mar azul rompían sobre los dos en una playa desierta. Ahora que pensaba en ello, debía de haber sido en la época en que vio De aquí a la eternidad, y Frieda se parecía tanto a Deborah Kerr. Lo principal era que ella se había mostrado fuerte y firme y en armonía, si no con el infinito como tal, sí con las infinitas variaciones de la particular lujuria de Wilt. Sólo que no había sido lujuria. Ésa era una palabra demasiado indiferente para las sublimes contorsiones que Wilt había imaginado. En cualquier caso, ella había sido una especie de musa sexual, más sexo que musa, pero alguien a quien había podido confiar sus más profundas reflexiones sin que le preguntase quién era ese Rochefu… lo-que-sea, lo cual era estar mucho más cerca de una musa de lo que Eva había estado nunca. Y ahora, mírenle, emboscado en un maldito Spockery, emborrachándose hasta tener barriga de bebedor de cerveza para lograr un olvido transitorio gracias a algo que pretende ser cerveza y que ha fabricado en un cubo de basura de plástico. Era el plástico lo que podía con Wilt. Al menos un cubo de basura era apropiado para ese brebaje si hubiera tenido la dignidad de ser de metal. Pero no, incluso ese leve consuelo le estaba vedado. Lo había intentado una vez y había estado a punto de envenenarse. Daba igual. Los cubos de basura no tenían importancia y lo que acababa de ver era su Musa. Wilt dotó a la palabra de una M mayúscula por primera vez en diecisiete decepcionantes años, y en seguida le echó la culpa de este lapsus a la maldita cerveza. Irmgard no era una musa. Era probablemente una estúpida y seductora bruja cuyo Vater era L.agermeister de Colonia y poseía cinco Mercedes. Se levantó y se dirigió a la casa.

Cuando Eva y las cuatrillizas volvieron del teatro le encontraron sentado con aire moroso frente al televisor, contemplando ostensiblemente el fútbol, pero ardiendo interiormente de indignación por las sucias tretas que la vida había empleado con él.

–Ahora, mientras yo preparo la cena -dijo Eva-, enseñadle a papá cómo bailaba aquella señora.

–Era tan guapa, papi -dijo Penelope-, hacía así, y luego estaba ese hombre y él…

Wilt tuvo que asistir a una representación de La consagración de la primavera por cuatro niñas patosas que, en cualquier caso, no habían entendido nada de la historia, y que ensayaban por turnos el pas-de-deux saltando del brazo de su sillón.

–Sí, bueno, por vuestra actuación puedo ver que tiene que haber sido brillante -dijo Wilt-. Ahora, si no os importa, quiero ver quién ha ganado…

Pero las cuatrillizas no se dieron por aludidas y continuaron lanzándose a través de la habitación hasta que Wilt se vio obligado a buscar refugio en la cocina.

–Nunca llegarán a nada si no te interesas por su forma de bailar -dijo Eva.

–Para mí está claro que no llegarán a ninguna parte de todos modos, y si tú llamas bailar a eso que hacen, yo no. Es como ver a unos hipopótamos tratando de volar. Son capaces de hundir el techo si no las vigilas.

Pero fue Emmeline la que se golpeó la cabeza con el guardafuego, y Wilt tuvo que ponerle mercromina en la herida. Para completar las desdichas de la noche, Eva anunció que había invitado a los Nye después de la cena.

–Quiero hablar con él acerca del retrete orgánico. No está funcionando bien.

–No creo que estén hechos para eso -dijo Wilt-. Ese horror es sólo una versión ilustrada de la fosa séptica, y todas las fosas sépticas apestan.

–No apesta, tiene olor a estiércol, eso es todo, pero no produce suficiente gas para cocinar, y John dijo que lo produciría.

–En mi opinión produce suficiente gas para convertir el retrete de abajo en una cámara de la muerte. Uno de estos días algún pobre infeliz va a encender un cigarrillo, y entonces la explosión nos mandará a todos a mejor vida.

–Lo que pasa es que estás predispuesto contra la Sociedad Alternativa en general -dijo Eva-. ¿Y quién era el que se quejaba continuamente cuando yo usaba el desinfectante químico para el váter? Tú, y no digas que no.

–Ya tengo suficientes problemas con la sociedad tal como es para complicarme la existencia con una sociedad alternativa y, ya que estamos en ello, tiene que haber una alternativa a envenenar la atmósfera con metano y esterilizarla con Harpic. Francamente, diría que el Harpic tenía algo en su favor. Al menos podía hacer desaparecer la maldita sustancia tirando de la cadena. Desafío a cualquiera a que haga desaparecer el asqueroso digeridor de mierda de Nye, si no es con dinamita. No es más que una tubería de evacuación incrustada de excrementos, con un tonel al final.

–Así tiene que ser si quieres devolver a la tierra la esencia natural.

–Y envenenar los alimentos -dijo Wilt.

–No, si la descomposición se hace correctamente. El calor mata todos los gérmenes antes de que lo vacíes.

–Yo no tengo la menor intención de vaciarlo. Tú eres quien ha hecho instalar ese estúpido artefacto, y puedes arriesgar tu vida en el sótano vaciándolo cuando esté lleno y a punto. Y no me eches a mí la culpa si los vecinos llaman otra vez a Sanidad.

Continuaron discutiendo hasta la cena. Luego Wilt llevó a acostar a las cuatrillizas y les leyó por enésima vez Mr. Gumpy. Cuando bajó por fin, ya habían llegado los Nye y estaban abriendo una botella de vino de ortigas con un sacacorchos alternativo que John Nye había fabricado con un viejo resorte de somier.

–Ah, hola Henry -dijo él, con esa brillante cordialidad casi religiosa que parecía afectar a todos los amigos de Eva pertenecientes al mundo Auto-Suficiente-. No es una mala cosecha, 1976, aunque sea yo quien lo diga.

–¿No fue el año de la sequía? – preguntó Wilt.

–Sí, pero hace falta algo más que una sequía para matar las ortigas. Son muy coriáceas.

–¿Las cultivaste tú mismo?

–No hay necesidad. Crecen silvestres en todas partes. Simplemente las recogimos a lo largo del camino. Wilt pareció perplejo:

–¿Te importaría decir en qué parte del camino cosechaste este cru en concreto?

–Según creo recordar, fue entre Ballingbourne y Umpston. De hecho, estoy seguro. Sirvió un vaso y se lo tendió a Wilt.

–En ese caso, por mi parte no lo probaré -dijo Wilt, devolviéndole el vaso-. Vi cómo sembraban allí en 1976. Esas ortigas no crecieron orgánicamente. Fueron contaminadas.

–Pero si hemos bebido litros de ese vino -dijo Nye-, y no nos ha hecho ningún daño.

–Probablemente no sentiréis los efectos hasta los sesenta años -dijo Wilt-, y entonces será demasiado tarde. Es lo mismo que pasa con el flúor, como sabes muy bien.

Y habiendo dejado caer esta funesta advertencia, atravesó el salón, rebautizado como «la sala vital» por Eva, a quien encontró en profunda conversación con Bertha Nye sobre las alegrías y enormes responsabilidades de la maternidad. Como los Nye no tenían hijos y habían desplazado sus afectos hacia el humus, dos cerdos, una docena de gallinas y una cabra, Bertha estaba recibiendo las encendidas descripciones de Eva con una sonrisa estoica. Wilt le sonrió a su vez estoicamente, se dirigió errático hasta el pabellón de verano, y permaneció allí en la oscuridad mirando esperanzado hacia la ventana de arriba. Pero las cortinas estaban corridas. Wilt suspiró pensando en lo que habría podido ser y no fue, y volvió a la casa para oír lo que John Nye tenía que decir sobre su retrete orgánico.

–Para producir metano hay que mantener una temperatura constante y, desde luego, iría bien que tuvierais una vaca.

–Oh, no creo que pudiéramos tener una vaca aquí -dijo Eva-, quiero decir que no tenemos terreno y…

–No te imagino levantándote cada mañana a las cinco para ordeñarla -dijo Wilt, decidido a abortar la siniestra posibilidad de que el 9 de Willington Road se convirtiese en una granja en miniatura. Pero Eva había vuelto ya al problema de la conversión del metano.

–¿Y cómo haces para calentarlo? – preguntó.

–Siempre podéis instalar placas solares -dijo Nye-. Todo lo que se necesita son varios radiadores viejos pintados de negro y rodeados de paja; se hace pasar agua por ellos mediante una bomba…

–No quisiera yo hacer eso -dijo Wilt-. Necesitaríamos una bomba eléctrica, y, con la crisis de energía, tendría escrúpulos morales por usar la electricidad.

–No necesitas gastar demasiada -dijo Bertha-, y siempre puedes hacer funcionar la bomba mediante un rotor Savonius. Lo que te hace falta son dos grandes tambores…

Wilt volvió a sumergirse en sus ensoñaciones privadas, despertando sólo para preguntar si había alguna manera de librarse del pestilente olor del retrete de abajo, una pregunta calculada para distraer la atención de Eva de los rotores Savorius, fueran lo que fueran.

–No se puede tener todo, Henry -dijo Nye-. El que no derrocha no ambiciona es un antiguo lema, pero aún tiene validez.

–Yo lo que quiero es eliminar esa peste -dijo Wilt-, y si no podemos producir suficiente metano para encender el piloto de la cocina de gas sin convertir el jardín en un corral, no le veo mucho sentido a perder el tiempo apestando la casa.

El problema seguía sin resolver cuando los Nye se fueron.

–Vaya, tengo que decir que no estuviste muy constructivo -dijo Eva mientras Wilt comenzaba a desnudarse-. La idea de esos radiadores solares me parece muy razonable. Podríamos ahorrarnos todos los recibos de agua caliente en verano y si lo único que se necesita son algunos radiadores viejos y pintura…

–Y algún maldito cretino que los sujete en el tejado. Olvídalo. Conociendo a Nye, si es él quien los instala se caerán al primer temporal y aplastarán a alguien abajo y, en cualquier caso, con los veranos que hemos tenido últimamente tendremos suerte si no hemos de calentar agua y hacerla pasar por ellos para impedir que se congelen, exploten e inunden el apartamento de arriba.

–Hay que ver qué pesimista eres -dijo Eva-. Siempre ves el lado malo de las cosas. ¿Por qué no puedes ser positivo por una vez en tu vida?

–Soy un acendrado realista -dijo Wilt-. De la experiencia he aprendido a esperar siempre lo peor. Y si sucede lo mejor, yo encantado.

Se tumbó en la cama y apagó la lámpara de su lado. Para cuando Eva se tendió en la cama junto a él, ya estaba fingiendo dormir. Los sábados por la noche tendían a ser lo que Eva llamaba Noches de Unión, pero Wilt estaba enamorado y sus pensamientos eran todos para Irmgard. Eva leyó otro capítulo sobre la producción de estiércol, y luego apagó la luz con un suspiro. ¿Por qué no podía Henry ser aventurero y emprendedor como John Nye? Oh, bueno, ya harían el amor por la mañana.

Pero cuando ella despertó, se encontró con el otro lado de la cama vacío. Por primera vez, que ella recordara, Henry se había levantado a las siete un domingo por la mañana sin que le hubieran arrancado de la cama las cuatrillizas. Probablemente estaba abajo, preparándole un té. Eva se dio la vuelta y se volvió a dormir.

Wilt no estaba en la cocina. Estaba paseando por el sendero del río. La mañana era luminosa, con una luz otoñal, y el río brillaba. Una ligera brisa agitaba los sauces y Wilt estaba solo con sus pensamientos y sus sentimientos. Como de costumbre, sus pensamientos eran sombríos, mientras que sus sentimientos tendían a expresarse en verso. A diferencia de la mayoría de los poetas modernos, Wilt no se expresaba en verso libre. Sus versos tenían medida y rimaban. O por lo menos lo habrían hecho si hubiera encontrado algo que rimase con Irmgarda. Casi la única palabra que le venía a la mente era buharda. Luego estaban albarda, lombarda, avutarda y petarda. Ninguna parecía adecuarse a la delicadeza de sus sentimientos. Después de cuatro kilómetros infructuosos dio media vuelta y se dirigió pesadamente a sus obligaciones de hombre casado. Wilt hubiera podido pasarse sin ellas.


CAPÍTULO IV


También podría haberse pasado sin lo que encontró sobre su mesa el lunes por la mañana. Era una nota del subdirector pidiendo a Wilt que fuera a verle, y añadía en un tono bastante siniestro «lo antes, repito, lo antes que le sea posible».


–Que me sea posible, y una mierda -murmuró Wilt-. ¿Por qué no puede decir «inmediatamente» y acabaríamos antes?

Con el pensamiento de que algo iba mal y que más valía enterarse de las malas noticias lo antes posible y salir de dudas, bajó dos pisos y atravesó el corredor hasta la oficina del subdirector.

–Ah, Henry, siento tener que molestarle -dijo el subdirector-, pero me temo que hay noticias bastante inquietantes acerca de su departamento.

–¿Inquietantes? – dijo Wilt con suspicacia.

–Alarmantemente inquietantes. De hecho hay un escándalo en la Administración del condado.

–¿En qué han metido las narices esta vez? Si piensan enviar más consejeros como el de la última vez, que quería saber por qué no habíamos juntado las clases de enfermeras pediatras y colocadores de ladrillos, les puede decir de mi parte…

El subdirector levantó una mano para protestar.

–Eso no tiene nada que ver con lo que quieren esta vez. O más bien con lo que no quieren. Y con franqueza, si hubiera usted escuchado su opinión acerca de las clases mixtas, esto de ahora no hubiera sucedido.

–Yo sé lo que hubiera sucedido -dijo Wilt-, tendríamos ahora entre manos un montón de enfermeras embarazadas y…

–Si quisiera escucharme un momento. Olvídese de las puericultoras. ¿Qué sabe usted de sodomizar cocodrilos?

–¿Que qué sé acerca…, he oído bien?

El subdirector asintió.

–Me temo que sí.

–Bueno, si quiere usted una respuesta franca, nunca hubiera pensado que eso fuera posible. Y está usted sugiriendo…

–Lo que le estoy diciendo, Henry, es que alguien de su departamento ha estado haciéndolo. Incluso ha sido filmado.

–¿Filmado? – dijo Wilt todavía aferrado a las aterradoras implicaciones zoológicas de acercarse siquiera a un cocodrilo, para no hablar de sodomizarlo.

–Con una clase de aprendices -continuó el subdirector-; el Comité de Educación se ha enterado y quiere saber por qué.

–No puedo reprochárselo, la verdad -dijo Wilt-, me refiero a que sólo un candidato suicida a conejillo de indias para Krafft-Ebbing podría hacer proposiciones de dar por el culo a un cocodrilo, y aunque sé que tengo algunos maricones dementes como profesores por horas, me hubiese dado cuenta si se hubieran comido a alguno de ellos. ¿Y de dónde demonios sacaron el cocodrilo?

–No se moleste en preguntarme a mí. Todo lo que sé es que el Comité insiste en ver el film antes de formular su juicio -dijo el subdirector.

–Bueno, por mí pueden formular los juicios que quieran -dijo Wilt- siempre que me dejen a mí fuera de ellos. Declino toda responsabilidad por cualquier tipo de film realizado en mi departamento, y si algún maníaco decide sodomizar a un cocodrilo, eso es asunto suyo, no mío. Yo nunca quise todas esas cámaras de televisión y vídeo que nos endosaron. Cuesta una fortuna utilizarlas y siempre hay algún estúpido que rompe algo.

–Primero tendrían que haberle roto algo a quien sea que lo haya filmado, digo yo -dijo el subdirector-. De todas maneras, el comité quiere verle a usted en el Aula 80 a las seis, y le aconsejo que investigue qué demonios ha pasado antes de que ellos comiencen a hacerle preguntas.

Wilt regresó cansinamente a su oficina tratando desesperadamente de adivinar cuál de los lectores de su departamento era un zoófilo, un seguidor del bestialismo cinematográfico nouvelle vague y un completo chiflado. Pasco estaba evidentemente loco como resultado, en opinión de Wilt, de catorce años de continuo esfuerzo para conseguir que los instaladores de gas apreciasen las sutilezas lingüísticas de Finnegan's Wake. Pero aunque había pasado dos veces su año sabático en el hospital psiquiátrico local, era relativamente amable, y demasiado torpe para utilizar una cámara de cine, y en cuanto a los cocodrilos… Wilt renunció y se dirigió a la sala de audiovisuales para consultar el registro.

–Estoy buscando a un cretino integral que ha hecho una película sobre cocodrilos -le dijo a Mr. Dobble, el encargado del material.

Mr. Dobble lanzó un bufido.

–Llega usted un poco tarde. El director ha interceptado la película y está organizando un escándalo espantoso. Y no se lo reprocho, fíjese. Le dije a Mr. Macaulary cuando el film volvió del revelado: «Pornografía de mierda, eso es lo que es, y se atreven a pasarla por los laboratorios. Pues yo no dejo que la película salga de aquí hasta que haya sido repasada de cabo a rabo.» Eso es lo que dije y lo sigo diciendo.

–Repasado es la palabra exacta -dijo Wilt cáusticamente-. ¿Y supongo que no se le ocurrió a usted enseñarme el film antes de que le llegase al director?

–Bueno, usted no tiene control sobre los tarados de su departamento, ¿no es verdad, Mr. Wilt?

–¿Y cuál es el tarado que ha realizado esta película en particular?

–Yo no soy de los que mencionan nombres, pero le diré esto: Mr. Bilger sabe de este asunto más de lo que parece.

–¿Bilger? Ese cabrón. Sabía que estaba políticamente tocado, ¿pero para qué coño habrá querido hacer una película como ésta?

–No diré una palabra más -dijo Mr. Dobble-, no quiero problemas.

–Yo sí -aseguró Wilt, y salió en busca de Bill Bilger.

Lo encontró en la sala de profesores tomando café y en profunda dialéctica con su acólito, Joe Stoley, del departamento de Historia. Bilger estaba argumentando que una verdadera conciencia proletaria sólo se podría lograr desestabilizando la jodida infraestructura lingüística de la jodida hegemonía de un jodido estado fascista.

–Eso es jodido Marcuse -dijo Stoley, siguiendo a Bilger con cierta inseguridad por la cloaca semántica de la desestabilización.

–Y esto es Wilt -dijo Wilt-. Si su discusión sobre el milenarismo puede esperar un momento, me gustaría hablar con usted.

–No pienso encargarme de ninguna otra clase -dijo Bilger, adoptando el estilo del discurso sindical-. No me toca hacer sustituciones, como debe usted saber.

–No le estoy pidiendo que haga ningún trabajo extra. Le estoy pidiendo simplemente que tengamos unas palabras en privado. Me doy cuenta de que estoy infringiendo su inalienable derecho, como individuo libre en un estado fascista, a buscar la felicidad exponiendo sus opiniones, pero me temo que el deber nos llama.

–Lo que es a mí, no me llama, tío -dijo Bilger.

–Ya. Pero a mí sí -dijo Wilt-. Estaré en mi oficina dentro de cinco minutos.

–Conmigo no cuente -oyó Wilt que decía Bilger mientras se dirigía hacia la puerta.

Pero Wilt sabía que no era verdad. Estaba fanfarroneando y adoptando una pose para impresionar a Stoley, pero a Wilt le quedaba la sanción de alterar el horario, de manera que Bilger comenzase la semana el lunes a las nueve con Impresores III, y terminase el viernes por la tarde a las ocho con los Cocineros IV de media jornada. Era prácticamente la única sanción de que disponía, pero era notablemente efectiva. Mientras esperaba, consideró la táctica a seguir y la composición del Comité de Educación. Seguro que Mrs. Chatterway iba a estar allí defendiendo hasta el final su progresista opinión de que los delincuentes juveniles eran seres humanos cariñosos que sólo necesitaban algunas palabras simpáticas para dejar de atizar en la cabeza a las ancianas. A su derecha, el consejero Blighte Smythe que, si tenía la menor oportunidad, instauraría de nuevo la horca para los cazadores furtivos y, probablemente, el gato de nueve colas para los parados. Entre esos dos extremos se encontraban el director -que odiaba sobre todas las cosas que algo o alguien trastornase sus pausados métodos-, el delegado de Educación, que odiaba al director, y finalmente Mr. Squidley, un constructor local para quien los Estudios Liberales eran una maldición y una estúpida pérdida de tiempo cuando lo que tendrían que hacer esos gamberros de mierda es trabajar de sol a sol subiendo carretillas de ladrillos por una escalera. En resumen, la perspectiva de enfrentarse con el Comité de Educación era siniestra. Tendría que manejarlos con mucho tacto.

Pero primero estaba Bilger. Llegó diez minutos después y entró sin llamar.

–¿Y bien? – preguntó, sentándose y mirando a Wilt de mal humor.

–Pensé que sería mejor tener esta charla en privado -dijo Wilt-. Sólo quería saber algo de la película que usted hizo con un cocodrilo. Tengo que decir que suena de lo más atrevido. Si todos los profesores de Estudios Liberales aprovechasen las facilidades que proporcionan las autoridades locales a tal efecto…

Dejó la frase sin terminar en un tono de tácita aprobación. La hostilidad de Bilger se suavizó.

–La única manera de conseguir que las clases trabajadoras comprendan cómo están manipuladas por los mass media es empujarlas a hacer sus propias películas. Eso es lo que yo hago.

–En efecto -dijo Wilt-. ¿Y empujarlas a filmar a alguien dando por el culo a un cocodrilo las ayuda a desarrollar una conciencia proletaria, trascendiendo los falsos valores que les han sido inculcados por una jerarquía capitalista?

–Exacto, tío -dijo Bilger, entusiasmado-; esas bestias simbolizan la explotación.

–La burguesía devorando su propia conciencia, por decirlo así.

–Usted lo ha dicho -contestó Bilger, mordiendo el anzuelo.

Wilt le miró con estupefacción.

–¿Y con qué clases ha realizado usted este… trabajo de campo?

–Ajustadores y Torneros II. Encontramos el cocodrilo en Nott Road y…

–¿En Nott Road? – dijo Wilt, tratando de hacer cuadrar lo que sabía de la calle con cocodrilos dóciles y presumiblemente homosexuales.

–Bueno, también es la calle de los teatros -dijo Bilger, calentándose cada vez más-. La mitad de la gente que vive allí también necesita liberarse.

–Probablemente sí, pero a mí no se me habría ocurrido que animarles a sodomizar cocodrilos sería para ellos una experiencia liberadora. Supongo que como ejemplo de la lucha de clases…

–¡Oiga! – dijo Bilger-. Creí que había dicho que había visto la película.

–No exactamente. Pero me han llegado noticias de su polémico contenido. Alguien me dijo que era casi un Buñuel.

–¿De verdad? Bueno, lo que hicimos fue conseguir un cocodrilo de juguete, ¿sabe usted? De esos en que los niños ponen unas monedas para después montarse encima…

–¿Un cocodrilo de juguete? ¿Quiere decir que en realidad no utilizaron un cocodrilo vivo?

–Claro que no. ¿Quién iba a ser tan bobo para engancharse a un cocodrilo de verdad? Podría haberle mordido.

–¿Podría? – dijo Wilt-. Yo hubiera apostado a que cualquier cocodrilo que se respete… Pero en fin, siga.

–Así que uno de los chicos se subió sobre ese juguete de plástico y le filmamos haciéndolo.

–¿Haciéndolo? Seamos precisos. ¿Quiere usted decir sodomizándolo?

–Más o menos -dijo Bilger-. Él no se sacó la pija ni nada de eso. No tenía dónde meterla, por otra parte. Todo lo que hizo fue simular que le daba por el culo a la cosa. De ese modo sodomizaba simbólicamente a todo el reformismo capitalista del estado del bienestar.

–¿Bajo la forma de un cocodrilo basculante? – preguntó Wilt.

Se recostó en su silla y se preguntó una vez más cómo era posible que un hombre supuestamente inteligente como Bilger, que después de todo había ido a la universidad y era un graduado, podía creer a estas alturas que el mundo sería un lugar mejor cuando todas las clases medias hubiesen sido puestas ante el paredón y fusiladas. Parecía que nadie aprendía nada del pasado. Bien, pues el gilipollas de Bilger iba a aprender algo del presente. Wilt puso los codos sobre la mesa.

–Dejemos esto claro de una vez por todas -prosiguió-. Considera usted decididamente que enseñar a los aprendices la sodomización marxista-leninista-maoísta del cocodrilo forma parte de sus deberes como profesor de Estudios Liberales?

La hostilidad de Bilger resurgió.

–Éste es un país libre, y tengo derecho a expresar mis opiniones personales. Usted no puede impedírmelo. Wilt sonrió ante aquellas espléndidas contradicciones.

–¿Es que trato de hacerlo? – preguntó inocentemente-. Puede que usted no lo crea, pero estoy dispuesto a proporcionarle una plataforma para que las exponga completa y públicamente.

–Ése será un gran día -dijo Bilger.

–Lo es, camarada Bilger, créame, lo es. El Comité de Educación se reúne a las seis. El delegado de Educación, el director, el consejero Blighte-Smythe…

–Ese cerdo militarista. ¿Qué sabe ése sobre educación? Sólo porque le dieron la Cruz Militar en la guerra piensa que puede pisotearle la cara a la clase trabajadora.

–Lo cual, considerando que tiene una pierna de madera, no dice mucho de la opinión de usted sobre el proletariado, ¿verdad? – dijo Wilt, encelándose-. Primero alaba usted a la clase trabajadora por su inteligencia y solidaridad; luego reconoce que son tan burros que no pueden distinguir sus propios intereses de un anuncio de jabón en la televisión, y ahora me dice usted que un hombre que ha perdido una pierna puede pisotearles a todos. Oyéndole a usted más bien parecen subnormales.

–Yo no he dicho eso -dijo Bilger.

–No, pero ésa parece ser su actitud. Y si quiere expresarse más lúcidamente sobre el tema podrá hacerlo ante el comité a las seis. Estoy seguro de que estarán muy interesados.

–Yo no voy ante ningún comité ni qué puñetas. Conozco mis derechos y…

–Éste es un país libre, ya me lo ha dicho antes. Otra espléndida contradicción, y teniendo en cuenta que este país le permite andar por ahí induciendo a aprendices adolescentes a simular que joden con cocodrilos de juguete, yo diría que, resumiendo, es una jodida sociedad. A veces desearía que viviéramos todos en Rusia.

–Ellos sabrían qué hacer con tipos como usted, Wilt -dijo Bilger-. Usted es sólo un cerdo reformista desviacionista.

–Desviacionista, ésa sí que es buena, viniendo de usted -exclamó Wilt-. Y, con sus leyes draconianas, en Rusia cualquiera que tuviera la idea de filmar a los ajustadores sodomizando cocodrilos acabaría rápidamente en Lubianka, y no saldría de allí hasta que le hubieran pegado un tiro en la nuca de su cabeza sin sesos. O eso, o le encerrarían en algún manicomio y probablemente usted sería el único interno que no estaría cuerdo.

–Muy bien, Wilt -gritó Bilger a su vez, saltando de la silla-. Se acabó. Puede que usted sea el director del departamento, pero si piensa que puede insultar a los profesores yo sé lo que tengo que hacer. Presentar una queja en el sindicato.

Se dirigió hacia la puerta.

–Eso es -aulló Wilt-. Corra a ver a su mamaíta colectiva y ya que está en ello, dígales que me ha llamado cerdo desviacionista. Les gustará.

Pero Bilger ya estaba fuera de la oficina y Wilt tenía el problema de encontrar alguna excusa plausible que ofrecer al comité. No es que le hubiera importado librarse de Bilger, pero ese idiota tenía mujer y tres niños, y no podía esperar ninguna ayuda de su padre, el contraalmirante Bilger. Era típico de esta especie de bufón intelectual radical el provenir de lo que se suele llamar una «buena familia».

Entretanto, tenía que acabar de preparar su clase de Inglés Avanzado para Extranjeros. Dios confunda a las Actitudes Liberales y Progresistas. De 1688 a 1978, casi trescientos años de historia inglesa comprimida en ocho lecciones, y todas ellas con la reconfortante suposición del doctor Mayfield de que el progreso es continuo y las actitudes liberales son de algún modo independientes del tiempo y del lugar. ¿Y qué me dicen del Ulster? Un montón de actitudes liberales fueron aplicadas allí en 1978. Y el Imperio no había sido exactamente un modelo de liberalismo. Lo más que se podía decir era que no había sido tan horriblemente sangriento como el Congo Belga o Angola. Pero claro, Mayfield era un sociólogo, y lo que sabía de historia era peligroso. No es que Wilt supiera mucho más. ¿Y qué decir del liberalismo inglés? Mayfield parecía pensar que los galeses, escoceses e irlandeses no habían existido o que, si lo hicieron, no habían sido liberales y progresistas.

Wilt sacó un bolígrafo y anotó algunas cosas. No tenían nada que ver en absoluto con el curso propuesto por Mayfield. Todavía estaba perdido en sus especulaciones cuando llegó la hora de comer. Bajó a la cantina y comió lo que llamaban curry con arroz, solo en una mesa, y volvió a su oficina con ideas frescas. Esta vez tenían que ver con la influencia del Imperio sobre Inglaterra. Curry, bacsbeesh, pukka, posh, polo, thug, eran palabras que se habían infiltrado en el idioma inglés desde avanzadas donde los antepasados de Wilt las habían dominado con una arrogancia y una autoridad que él encontraba difícil de imaginar. Fue distraído de estas especulaciones agradablemente nostálgicas por Mrs. Rosery, la secretaria del departamento, que vino a decirle que Mr. Germiston estaba enfermo y no podía dar Técnicos Electrónicos III, y que Mr. Laxton, su sustituto, había hecho un cambio con Mrs. Vaugard sin decírselo a nadie y que ella no estaba disponible porque tenía hora para el dentista y…

Wilt bajó las escaleras y entró en el barracón donde los Técnicos Electrónicos estaban sentados medio embobados por las cervezas del almuerzo en el pub.

–Bien -dijo, sentándose tras la mesa-. ¿Qué han hecho con Mr. Germiston?

–No le hemos tocado ni un pelo -dijo un joven pelirrojo de la primera fila-. No vale la pena. Un puñetazo en el hocico…

–Lo que quiero decir -dijo Wilt antes de que el pelirrojo pudiera entrar en detalles de lo que le pasaría a Germiston en una pelea- es de qué tema les ha estado hablando este trimestre.

–De dar por el culo a los morenos -dijo otro técnico.

–No literalmente, supongo -dijo Wilt, esperando que esta ironía no condujese a una discusión sobre el sexo interracial-. ¿Se refiere a las relaciones entre razas distintas?

–Me refiero a una mierda. Eso es a lo que me refiero. Negros, mestizos, extranjeros, todos esos cabrones que vienen aquí y les quitan el trabajo a tipos blancos decentes. Lo que digo es…

Pero fue interrumpido por otro TE III.

–No escuche lo que dice. Joe es miembro del Frente Nacional.

-¿Y qué tiene eso de malo? – preguntó Joe-. Nuestra política es mantener…

–Nada de políticas -dijo Wilt-, ésa es mi política y pienso atenerme a ella. Lo que usted diga fuera es asunto suyo, pero en el aula hablaremos de otras cosas.

–Ya, bueno. Tendría que decirle eso al viejo Germen-Pistón. Se pasa todo el tiempo diciéndonos que tenemos que ser buenos cristianos y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Pues si él viviera en nuestra calle lo vería de otro modo. Tenemos un montón de jamaicanos dos puertas más allá que tocan bongos y cacerolas hasta las cuatro de la mañana. Si el viejo Germy sabe cómo hay que amar a esa tribu toda la jodida noche, es que debe de estar sordo como una tapia.

–Podríais pedirles que hagan menos ruido o que paren a las once -dijo Wilt.

–¿Qué? ¿Y que te claven una navaja en las tripas? Usted bromea.

–Pues entonces, la policía…

Joe le miró con incredulidad.

–Hay un tipo, cuatro puertas más allá, que avisó a la pasma, y ¿sabe usted lo que le pasó?

–No -dijo Wilt.

–Dos días más tarde se encontró los neumáticos de su coche a tiras. Eso es lo que le pasó. ¿Y cree usted que a los polis les interesó la noticia? A ellos se la trae floja.

–Bueno, me doy cuenta de que tienen ustedes un problema -tuvo que admitir Wilt.

–Sí, tío, y también sabemos cómo resolverlo -dijo Joe.

–Pero no lo vais a resolver enviándoles de vuelta a Jamaica -dijo el técnico que era anti Frente Nacional-. En cualquier caso, los de tu calle no eran de allí. Nacieron en Brixton.

–En la mierda de Brixton, si quieres saber mi opinión.

–Lo que te pasa es que estás lleno de prejuicios.

–Así estarías tú si no hubieras podido echar una cabezada en un mes.

La batalla seguía al rojo vivo y Wilt, mientras tanto, contemplaba el aula. Estaba exactamente tal como la recordaba de sus viejos tiempos. A los aprendices se les provocaba y luego se les dejaba hacer, simplemente dejando caer algún comentario provocador para que se enzarzaran en otra discusión cuando el debate flaqueaba. Y era a estos mismos aprendices a quienes los Bilger de este mundo querían imbuir conciencia política, como si fueran ocas proletarias a las que hubiera que cebar para producir un paté de foie-gras totalitario.

Pero los Técnicos Electrónicos III ya se habían desentendido de las razas y habían pasado a discutir la

Final de la Copa del año anterior. Parecían tener sentimientos más apasionados para el fútbol que para la política. Cuando terminó la hora, Wilt los dejó allí y se dirigió al auditorio, donde tenía que dar su conferencia a los Extranjeros Avanzados. Comprobó con horror que la sala estaba atestada. El doctor Mayfield había tenido razón al decir que el curso era popular, y enormemente rentable. Observando las filas, Wilt tomó nota mentalmente de que se iba a dirigir con toda probabilidad a varios millones de libras en pozos de petróleo, acerías, astilleros e industrias químicas, esparcidas desde Estocolmo a Tokio, vía Arabia Saudita y el Golfo Pérsico. Bien, esa gente había venido a aprender cosas sobre Inglaterra y él tenía que darles aquello por lo que habían pagado.

Wilt subió al estrado, ordenó sus escasas notas, dio unos golpecitos en el micrófono, que provocaron enormes ruidos en los altavoces del fondo, y comenzó su lección.

–Puede que sea una sorpresa para aquellos de ustedes procedentes de sociedades más autoritarias el que yo tenga intención de ignorar el título de la serie de lecciones que se supone debo darles, a saber, el Desarrollo de las Actitudes Liberales y Progresistas en la Sociedad Inglesa desde 1688 hasta nuestros días, y que me concentre en cambio en el problema más esencial (por no decir el enigma) de lo que constituye la naturaleza de lo inglés. Es un problema que ha desconcertado a las más agudas mentes extranjeras durante siglos, y no tengo la menor duda de que también les desconcierta a ustedes. Tengo que admitir que yo mismo, aun siendo inglés, sigo desorientado ante este tema y no tengo ninguna razón para suponer que al final de estas lecciones el asunto estará más claro en mi mente de lo que está ahora.

Wilt hizo una pausa y miró a su auditorio. Las cabezas estaban inclinadas sobre los cuadernos y los bolígrafos se movían sin parar. Era lo que él había esperado. Ellos escribirían con gran aplicación todo lo que les dijera, con la misma falta de reflexión que los grupos a los que había dado esta clase anteriormente; pero entre ellos podía haber una persona que se plantease preguntas sobre lo que iba a decir. Esta vez les iba a dar a todos materia sobre la que plantearse preguntas.

–Comenzaré con una lista de libros que son de lectura obligada, pero antes quiero llamar su atención sobre un ejemplo de lo inglés que pretendo explorar. Y es que he decidido ignorar el tema que se supone debo enseñarles, y he tomado otro tema de mi elección. También me estoy limitando a Inglaterra e ignorando Gales, Escocia y lo que popularmente se conoce como Gran Bretaña. Sé menos acerca de Glasgow que acerca de Nueva Delhi, y los habitantes de esos lugares se sentirían insultados si los incluyera entre los ingleses. En particular, evitaré hablar de los irlandeses. Están totalmente fuera del alcance de mi capacidad de comprensión como inglés, y los métodos que emplean para resolver sus disputas no es que me convenzan. Sólo repetiré lo que dijo Metternich sobre Irlanda (creo que fue él): que es la Polonia de Inglaterra.

Wilt se detuvo de nuevo para permitir que la clase tomase notas totalmente incoherentes. Le sorprendería muchísimo que los sauditas hubieran oído hablar alguna vez de Metternich.

–Y ahora la lista de libros. El primero es El viento en los juncos de Kenneth Grahame. Hace la más fina descripción de las aspiraciones y actitudes de la clase media inglesa que se puede encontrar en la literatura inglesa. Se darán cuenta de que trata exclusivamente de animales, y que esos animales son todos machos. Las únicas mujeres del libro son personajes secundarios; una es barquera y las otras, la hija de un carcelero y su tía, y estrictamente hablando son irrelevantes. Los personajes principales son una rata de agua, un topo, un tejón y un sapo. Ninguno de ellos está casado ni muestra el más ligero interés por el sexo opuesto. Aquellos de ustedes que vengan de climas más tórridos o que hayan dado un vuelta por el Soho pueden encontrar sorprendente esta falta de motivación sexual. Sólo puedo decirles que su ausencia concuerda perfectamente con los valores de la vida familiar de la clase media en Inglaterra. A aquellos de ustedes que no se contenten con aspiraciones y actitudes y quieran estudiar el tema con una mayor profundidad, aunque de carácter más lujurioso, puedo recomendarles algunos de los periódicos diarios, en particular los del domingo. El número de niños de coro violados indecentemente cada año por vicarios y sacristanes puede inducirles a suponer que Inglaterra es un país profundamente religioso. Yo me inclino por la opinión sostenida por algunos de que…

Pero cualquiera que fuese la opinión ante la que Wilt pensaba inclinarse, la clase nunca la conoció. Se detuvo en mitad de la frase, y se quedó mirando hacia abajo, a un rostro de la tercera fila. Irmgard Müller era alumna suya. Peor todavía, le estaba mirando con una curiosa intensidad y no se había molestado en tomar ninguna nota. Wilt la miró a su vez, y luego miró sus propias notas y trató de pensar qué decir a continuación. Pero todas las ideas que había ensayado tan irónicamente se le hablan desintegrado. Por primera vez en una larga carrera de improvisación, Wilt se quedó mudo. Se quedó aferrado a la tribuna con manos húmedas y miró el reloj. Tenía que decir algo en los próximos cuarenta minutos, algo intenso y serio y… sí, incluso significativo. Ese odiado término de su susceptible juventud subió hasta la superficie. Wilt hizo un esfuerzo por ponerse duro.

–Como iba diciendo -tartamudeó justo cuando sus oyentes comenzaban a cuchichear entre ellos-, ninguno de los libros que he recomendado puede hacer algo más que arañar la superficie del problema de ser inglés… o, más bien, de conocer la naturaleza del inglés.

Durante la media hora siguiente fue lanzando frases deslabazadas una tras otra, y finalmente acabó murmurando algo acerca del pragmatismo mientras reunía sus notas y terminaba la lección. Estaba bajando del estrado cuando Irmgard se levantó de su asiento y se le acercó.

–Señor Wilt -dijo-, quiero decirle lo interesante que he encontrado su clase.

–Muy amable de su parte -dijo Wilt, disimulando su pasión.

–Me ha interesado en particular el tema de que el sistema parlamentario sólo es aparentemente democrático. Es usted el primer profesor que hemos tenido que ha puesto el problema de Inglaterra en el contexto de la realidad social y la cultura popular. Ha sido muy instructivo.

Era un Wilt iluminado el que salió flotando del auditorio y escaleras arriba hasta su oficina. Ahora no podía haber ninguna duda. Irmgard no era simplemente guapísima. Era también fabulosamente inteligente. Y Wilt había encontrado la mujer perfecta veinte años demasiado tarde.


CAPÍTULO V


Estaba tan preocupado con este nuevo y regocijante problema, que llegó con veinte minutos de retraso a la reunión del Comité de Educación y, cuando él entraba, Mr. Dobble salía ya con el proyector y el aire de un hombre que ha cumplido con su deber metiendo al gato en el palomar.


–No es culpa mía, Mr. Wilt -dijo al ver a Wilt poner mala cara-. Yo sólo estoy aquí para…

Wilt le ignoró y entró en la habitación para encontrar al comité acomodándose alrededor de una larga mesa. En el fondo, visiblemente, habían colocado una solitaria silla y, como Wilt había previsto, estaban todos allí; el director, el subdirector, el consejero Blighte-Smythe, Mrs. Chatterway, Mr. Squidley y el delegado de Educación.

–Ah, Wilt -dijo el director a modo de saludo totalmente falto de entusiasmo-. Tome asiento.

Wilt hizo un esfuerzo por evitar la silla solitaria y se sentó junto al delegado de Educación.

–Creo que querían ustedes verme acerca de la película antipornográfica que ha realizado un miembro del departamento de Estudios Liberales -dijo, tratando de tomar la iniciativa.

El comité le miró con ferocidad.

–Para empezar, puede usted prescindir del anti -dijo el consejero Blighte-Smithe-. Lo que acabamos de ver sodomiza… ejem… sintetiza lo que es una película pornográfica.

–Supongo que debe de serlo para alguien que tenga fetichismo con los cocodrilos -dijo Wilt-. Personalmente, como no he tenido la oportunidad de ver la película, no puedo decir en qué medida me afectaría a mí.

–Pero usted afirmó que era antipornográfica -dijo Mrs. Chatterway, cuyas opiniones progresistas siempre la enfrentaban con el consejero y Mr. Squidley-, y como director de los Estudios Liberales debe haberla autorizado. Estoy segura de que al comité le gustaría oír sus razones.

Wilt sonrió torvamente.

–Creo que el título de director de departamento requiere una explicación, Mrs. Chatterway -comenzó, para ser inmediatamente interrumpido por Blighte-Smythe.

–Y lo mismo sucede con este jo… sucio film que acabamos de ver. No nos desviemos de la cuestión -saltó.

–Da la casualidad de que ésta es la cuestión -dijo Wilt-. El mero hecho de que se me nombre director de Estudios Liberales no significa que tenga la posibilidad de controlar lo que hacen los miembros de mi personal, por llamarlo de alguna manera.

–Ya estamos enterados de lo que hacen -dijo Mr. Squidley- y si cualquiera de mis empleados comenzase a hacer lo que acabamos de ver le despediría de inmediato.

–Bueno, en la enseñanza es bastante diferente -dijo Wilt-. Yo no puedo explicarle las directrices de la política educativa, pero creo que el director estará de acuerdo en que ningún director de departamento puede echar a la calle a un profesor porque no siga esas directrices.

Wilt miró al director en busca de confirmación. Este se la concedió a regañadientes. El director hubiera echado a Wilt a la calle hace años con gran placer.

–Cierto -murmuró.

–¿Quiere usted decir que no puede quitarse de encima al pervertido que hizo esa película? – preguntó Blighte-Smythe.

–No, a menos que no asista a sus clases de manera continuada, esté borracho habitualmente o cohabite abiertamente con los alumnos -dijo Wilt.

–¿Es eso cierto? – preguntó Mr. Squidley al delegado de Educación.

–Me temo que sí. A menos que se pueda probar una flagrante incompetencia o inmoralidad sexual en relación con algún alumno, no hay manera de expulsar a un profesor con dedicación exclusiva.

–Si inducir a un alumno a sodomizar un cocodrilo no es inmoralidad sexual, ya me dirán qué es inmoral -dijo el consejero Blighte-Smythe.

–Si he entendido bien, el objeto en cuestión no era propiamente un cocodrilo, y no hubo acto sexual efectivo -dijo Wilt-. Y en cualquier caso el profesor se limitó a filmar el hecho. No participó en el mismo.

–Hubiera sido encarcelado si lo hubiera hecho -dijo Mr. Squidley-. Es un milagro que no hayan linchado a ese cretino.

–¿No estamos desviándonos del tema central de esta reunión? – preguntó el director-. Creo que Mr. Ranlon tiene otras preguntas que hacer.

El delegado de Educación consultó sus notas.

–Me gustaría preguntar al señor Wilt cuáles son sus directrices con respecto a los Estudios Liberales. Puede que tenga alguna relación con el número de quejas que estamos recibiendo del público. Miró furioso a Wilt y esperó.

–Quizá me sirviera de ayuda saber cuáles son esas quejas -dijo Wilt para ganar tiempo.

Pero Mrs. Chatterway intervino.

–El propósito de los Estudios Liberales ha sido siempre inculcar un cierto sentido de responsabilidad social y preocupación por los demás en los jóvenes que están a nuestro cuidado, muchos de los cuales se han visto privados de una educación progresista.

–Depravados, sería la palabra adecuada, si desean saber mi opinión -dijo el consejero Blighte-Smythe.

–Nadie se la ha preguntado -ladró Mrs. Chatterway-. Todos conocemos perfectamente sus opiniones.

–Quizá si escucháramos cuáles son las de Mr. Wilt… -sugirió el delegado de Educación.

–Bien, en el pasado los Estudios Liberales consistían sobre todo en mantener tranquilos durante una hora a los aprendices ociosos poniéndoles a leer libros -dijo Wilt-. En mi opinión, no aprendían nada, y el sistema entero era una pérdida de tiempo.

Se detuvo con la esperanza de que el consejero dijese algo que enfureciese a Mrs. Chatterway. Mr. Squidley ahogó esa esperanza mostrándose de acuerdo con él.

–Siempre lo ha sido y siempre lo será. Ya lo he dicho antes y lo diré de nuevo. Estarían mucho mejor empleados en una verdadera jornada de trabajo, en lugar de malgastar el dinero de los contribuyentes holgazaneando en clase.

–Bien, al menos en alguna medida estamos de acuerdo -dijo el director, pacíficamente-. Tal como yo lo entiendo, la línea de acción de Mr. Wilt ha sido de tipo más práctico. ¿No es así, Wilt?

–La política del departamento ha sido enseñar a los aprendices a hacer cosas. Yo creo que interesándoles en…

–¿Cocodrilos? – inquirió el consejero Blighte-Smythe.

–No -dijo Wilt.

El delegado de Educación consultó la lista que tenía frente a él.

–Veo aquí que su concepto de educación práctica incluye la fabricación doméstica de cerveza. Wilt asintió.

–¿Puedo preguntar por qué? A mí no se me habría ocurrido que animar a los adolescentes a convertirse en alcohólicos sirviera a ningún propósito educativo.

–Para empezar sirve para mantenerles alejados de los pubs -dijo Wilt-. Y en cualquier caso, los Ingenieros del Gas IV no son adolescentes. La mitad de ellos son hombres casados y con hijos.

–¿Y este curso sobre la fabricación de cerveza se amplía a la fabricación de alambiques ilegales?

–¿Alambiques? – dijo Wilt.

–Para fabricar alcohol.

–No creo que nadie de mi departamento tuviera la suficiente habilidad. En cuanto a la bebida que fabrican, es…

–Según los de Consumo, prácticamente alcohol puro -dijo el delegado de Educación-. Desde luego, el bidón de ciento ochenta litros que desenterraron del edificio de Ingenieros tuvo que ser quemado. Según dijo uno de los funcionarios de Consumo, se podría haber hecho funcionar un coche con esa porquería.

–Quizá eso es lo que intentaban hacer -dijo Wilt.

–En ese caso -continuó el delegado-, no parece lo más adecuado haber etiquetado varias botellas como Chateau Tech VSOP.

El director miró hacia el techo y rezó, pero el delegado de Educación no parecía haber terminado.

–¿Le importaría decirnos algo de la clase que ha organizado usted para los Proveedores sobre Avituallamiento Autónomo?

–Bien, de hecho se llama Vivir de la Tierra -dijo Wilt.

–Exactamente. La tierra en cuestión es la de Lord Podnorton.

–Nunca he oído hablar de él.

–Él sí ha oído hablar de esta institución. Su guardabosques sorprendió a dos aprendices de cocina cuando decapitaban a un faisán con la ayuda de un tubo de plástico de tres metros de largo, a través del cual se había anudado un cable de cuerda de piano robada del departamento de Música, lo que probablemente explica el hecho de que catorce pianos hayan tenido que ser encordados de nuevo en los dos trimestres pasados.

–Dios mío, y yo que creía que habían sido unos vándalos -murmuró el director.

–Lord Podnorton también sufrió la misma equivocación acerca de sus invernaderos, cuatro cristaleras, una caja de pasas de Corinto…

–Bien, todo lo que puedo decir -interrumpió Wilt-es que irrumpir en los invernaderos no forma parte del programa de Vivir de la Tierra. Puedo asegurárselo. Saqué la idea de mi esposa, que es muy aficionada a fabricar estiércol…

–Estoy convencido de que también fue ella quien le dio la idea para otro curso. Tengo aquí una carta de Mrs. Tothingford quejándose de que impartimos clases de karate para niñeras. Quizá le gustaría explicarnos esto.

–Tenemos un curso de Defensa Antiviolación para enfermeras puericultoras. Pensamos que sería prudente, a la luz de la creciente ola de violencia.

–Muy adecuado -dijo Mrs. Chatterway-. Lo apruebo de todo corazón.

–Quizá usted lo apruebe -dijo el delegado, mirándola críticamente por encima de sus gafas-, pero Mrs. Tothingford no. Su carta la envía desde el hospital en el que está siendo tratada por una clavícula rota, una luxación en la nuez y lesiones internas que le infligió su enfermera el sábado pasado por la noche. No irá usted a decirme que la señora Tothingford es una violadora.

–Podría serlo -dijo Wilt-. ¿Le ha preguntado usted si es lesbiana? Se conoce el caso de…

–Mrs. Tothingford es madre de cinco hijos y esposa de… -consultó la carta.

–¿De tres? – preguntó Wilt.

–Del juez Tothingford, Wilt -ladró el delegado de Educación-. Y si está usted sugiriendo que la esposa de un juez es lesbiana le recordaré que existen cosas como la difamación.

–También existen cosas como una lesbiana casada -dijo Wilt-. Una vez conocí a una. Vivía en nuestra…

–No estamos aquí para hablar de sus deplorables conocidos.

–Yo creía que sí. Después de todo, usted me ha hecho venir aquí para hablar de una película filmada por un profesor de mi departamento; y aunque no le llamaría amigo, tengo una vaga relación con él…

Pero un puntapié del vicedirector por debajo de la mesa le hizo callar de golpe…

–¿Es ése el último de los incidentes de la lista? – preguntó el director esperanzado.

–Podría continuar casi indefinidamente, pero no lo haré -dijo el delegado de Educación-. La conclusión que podemos sacar de esto es que el departamento de Estudios Liberales no sólo está fracasando en su supuesta función de inculcar un cierto sentido de la responsabilidad social en los aprendices en formación, sino que está favoreciendo activamente una conducta antisocial…

–Eso no es culpa mía -dijo Wilt encolerizado.

–Usted es el responsable de la manera en que se lleva el departamento, y por ello debe dar cuentas a la Autoridad Local.

Wilt resopló.

–¡Qué Autoridad Local ni qué narices? Si yo tuviera la menor autoridad, esa película nunca se habría hecho. En lugar de eso, estoy cargado de profesores que yo no contraté y que no puedo expulsar, la mitad de los cuales son revolucionarios delirantes o anarquistas, y la otra mitad no podrían mantener el orden aunque los estudiantes tuvieran puestas camisas de fuerza, y usted espera que yo me haga responsable de todo lo que ocurra.

Wilt miró a los miembros del comité y sacudió la cabeza. Incluso el delegado de Educación parecía un poco desinflado.

–Está claro que el problema es muy complicado -dijo Mrs. Chatterway, que se había pasado a la defensa de Wilt desde que le oyó hablar sobre el Curso Antiviolación para enfermeras puericultoras-. Creo que puedo hablar en nombre de todo el comité si digo que valoramos las dificultades con las que se enfrenta Mr. Wilt.

–No importan las dificultades a las que se enfrente Wilt -intervino Blighte-Smythe-. Nosotros somos los que tendremos que enfrentarnos con algunas si la cosa llega a hacerse pública. Si la prensa llega a saber de algo de esta historia.

Mrs. Chatterway palideció ante la perspectiva, mientras el director se tapaba los ojos. Wilt observó sus reacciones con interés.

–No sé -dijo Wilt animadamente-. Yo estoy completamente a favor de los debates públicos sobre temas de importancia educativa. Los padres tienen que saber la manera en que se está educando a sus hijos. Yo mismo tengo cuatro hijas y…

–Wilt -dijo el director violentamente-, el comité ha acordado generosamente que no se le puede considerar a usted totalmente responsable de estos deplorables incidentes. Creo que no es necesario que le retengamos más.

Pero Wilt permaneció sentado y aprovechó su ventaja.

–Entiendo, por lo tanto, que ustedes no quieren que este lamentable asunto llegue a conocimiento de la prensa. Bien, ésa es su decisión…

–Escuche Wilt -ladró el delegado de Educación-, si una palabra de esto llega a la prensa o es mencionado en público del modo que sea, me encargaré de… Bien, no me gustaría estar en su pellejo.

Wilt se puso de pie.

–No me gusta estar en él en este momento -dijo-. Ustedes me convocan aquí y me someten a un interrogatorio acerca de algo que no puedo impedir porque ustedes se niegan a darme ninguna autoridad real y luego, cuando propongo hacer un caso público de este desgraciado asunto, comienzan a amenazarme. Me dan ganas de quejarme al sindicato.

Y tras lanzar esta terrible amenaza, se dirigió hacia la puerta.

–Wilt -gritó el director-. Todavía no hemos terminado.

–Ni yo tampoco -dijo Wilt, y abrió la puerta-. Encuentro todo este intento de tapar un asunto de interés público de lo más censurable.

–Dios -dijo Mrs. Chatterway, que no acostumbraba pedir la guía divina-. No creerán ustedes que lo dice en serio, ¿verdad?

–Hace mucho tiempo que he renunciado a intentar comprender lo que piensa Wilt -dijo el director con abatimiento-. De lo único que estoy seguro es de que ojalá nunca le hubiéramos contratado.


CAPÍTULO VI


–Estás cometiendo un suicidio profesional -le dijo Peter Braintree a Wilt mientras estaban sentados ante unas pintas de cerveza en el Glassblower's Arms aquella noche.


–Me siento como si estuviera cometiendo un suicidio de verdad -dijo Wilt, ignorando el pastel de cerdo que Braintree acababa de traerle-. Y no sirve de nada tratar de tentarme con pasteles de cerdo.

–Tienes que cenar algo. En tu estado es vital.

–En mi estado nada es vital. Por un lado, estoy obligado a guerrear contra el director, el delegado de Educación y su estúpido Comité en nombre de lunáticos como Bilger que quieren una revolución sangrienta y, por el otro, después de haberme pasado años reprimiendo mis instintos predatorios con respecto a las secretarias del curso superior, Miss Trott y la enfermera puericultora de turno, Eva tiene que meter en casa a la mujer más espléndida, más devastadora que ha podido encontrar. No te lo creas… ¿Recuerdas aquel verano y las suecas?

–¿Aquellas a las que debías explicar Hijos y amantes?

–Sí -dijo Wilt-. Cuatro semanas de D. H. Lawrence y treinta deliciosas suecas. Bien, si eso no fue un bautismo de lujuria, no sé qué puede serlo. Pues yo salí indemne. Cada noche volvía a casa junto a Eva inmaculado. Si la guerra de los sexos se declarase abiertamente, yo ya habría ganado la Medalla Conyugal a la castidad por encima de las exigencias del deber.

–Todos hemos pasado por esa fase -dijo Braintree.

–¿Y qué quieres decir exactamente cuando dices «esa fase»? – preguntó secamente Wilt.

–El cuerpo maravilloso, las tetas, los traseros, el atisbo ocasional de un muslo. Recuerdo una vez…

–Prefiero no oír tus repugnantes fantasías -dijo Wilt-. Quizá en otra ocasión. Con Irmgard es diferente. No estoy hablando de algo meramente físico. Nos comunicamos.

–Por Dios, Henry… -dijo Braintree, pasmado.

–Exactamente. ¿Cuándo me has oído utilizar antes esa temida palabra?

–Nunca.

–Pues ya la estás oyendo. Y eso te dará idea del pavoroso trance en que me encuentro.

–Desde luego -dijo Braintree- estás…

–Enamorado -dijo Wilt.

–Iba a decir completamente loco.

–Viene a ser lo mismo. Estoy atrapado entre los cuernos de un dilema. Utilizo ese cliché deliberadamente aunque, para ser franco, en este caso los cuernos no tienen nada que ver. Estoy casado con una mujer formidable, frenética y absolutamente carente de sensibilidad…

–Que no te comprende. Ya lo he oído antes.

–Que me comprende. Y tú no -dijo Wilt antes de tragar amargamente un poco más de cerveza.

–Henry, alguien te ha estado echando algo en el té -dijo Braintree.

–Sí, y los dos sabemos quién. Mrs. Crippen.

–¿Mrs. Crippen? ¿De qué demonios estás hablando ahora?

–¿Se te ha ocurrido alguna vez -dijo Wilt, empujando el pastel de cerdo hacia el otro extremo del mostrador-lo que habría pasado si Mrs. Crippen, en lugar de no tener hijos y de incordiar constantemente a su marido y hacerle la vida imposible en términos generales, hubiera tenido cuatrillizos?

–Ya veo que no. Bueno, pues a mí sí. Desde que di aquel curso sobre Orwell y el Arte del Asesinato Inglés, he meditado profundamente sobre el tema, camino de casa y de una Cena Alternativa consistente en salchichas de soja crudas y acedera casera, todo ello regado con café de diente de león, y he llegado a ciertas conclusiones.

–Henry, estás cayendo en la paranoia -dijo Braintree severamente.

–¿Tú crees? Entonces contesta a mi pregunta. ¿Si la señora Crippen hubiera tenido cuatrillizas, quién habría terminado bajo el suelo del sótano? El doctor Crippen. No, no me interrumpas. Tú no te das cuenta del cambio que la maternidad ha producido en Eva. Yo sí. Vivo en una casa sobredimensionada con una madre sobredimensionada y cuatro hijas, y puedo asegurarte que tengo una visión de la hembra de la especie que les ha sido negada a hombres más afortunados y que sé cuándo soy indeseable.

–¿De qué demonios estás hablando?

–Dos pintas más, por favor -le pidió Wilt al barman-. Y sea tan amable de meter ese pastel en su sitio.

–Mira, Henry, estás dejando que tu imaginación se desboque -dijo Braintree-. ¿No estarás sugiriendo en serio que Eva se dispone a envenenarte?

–No llegaré tan lejos -dijo Wilt-, aunque ese pensamiento se me pasó por la cabeza cuando Eva se interesó por las Setas Alternativas. Pero terminé con eso haciendo que Samantha las probase antes que yo. Puede que yo esté de más, pero las cuatrillizas no. Al menos en opinión de Eva. Ella considera a su carnada como si fueran genios en potencia. Samantha es Einstein; la obra de Penelope con el rotulador sobre las paredes del cuarto de estar le hizo suponer que se trata de un Miguel Ángel femenino; Josephine apenas requiere presentación con un nombre como ése. ¿Es necesario que continúe?

Braintree negó con la cabeza.

–Bien -continuó Wilt con desaliento, bebiéndose la otra cerveza-. Ya he cumplido con mi función biológica como macho, y justo cuando me estaba adaptando con relativa facilidad a la senilidad prematura, Eva, con una intuición infalible que debo añadir nunca sospeché, hace vivir bajo nuestro mismo techo a una mujer que posee todas esas notables cualidades; inteligencia, belleza, una sensibilidad espiritual y un esplendor… Todo lo que puedo decir que es Irmgard es el epítome de la mujer con la que debería haberme casado.

–Pero no lo hiciste -dijo Braintree emergiendo de la jarra de cerveza en la que se había refugiado para escapar del espantoso catálogo de Wilt-. Has cargado con Eva y…

–Cargado es la palabra -dijo Wilt-. Cuando Eva se mete en la cama… Te ahorraré los detalles sórdidos. Baste decir que ella es dos veces más hombre que yo.

Volvió a quedarse silencioso y terminó su cerveza.

–En cualquier caso, sigo diciendo que cometerás un terrible error si vuelves a darle mala publicidad a la Escuela -dijo Braintree para cambiar de tema-. No despiertes al perro que duerme, ése es mi lema.

–También sería el mío si la gente no se dedicara a dormir con cocodrilos -dijo Wilt-. Y ese bastardo de Bilger tiene el descaro de decirme que soy un cerdo desviacionista y un lacayo del fascismo capitalista… Gracias, tomaré otra pinta… Y yo todo el rato protegiendo a ese idiota. Casi estoy por hacer público todo el asunto. Casi, porque Toxted y su pandilla del Frente Nacional sólo esperan una oportunidad para dar el golpe y yo no pienso ser su héroe, muchas gracias.

–Esta mañana vi a nuestro pequeño Hitler poniendo un cartel en la cantina -dijo Braintree.

–¡Vaya! ¿Y por qué aboga esta vez? ¿La castración de los coolies o la vuelta a la tortura?

–Tiene algo que ver con el sionismo -dijo Braintree-, yo hubiera roto el cartel si él no hubiera llevado una guardia personal de beduinos. Ahora anda con los árabes, ¿sabes?

–Brillante -dijo Wilt-, absolutamente brillante. Es lo que me gusta de esos maníacos de derechas y de izquierdas, que sean tan absolutamente inconsecuentes. Ahí tienes a Bilger, que envía a sus hijos a un colegio privado y vive en una gran casa que le compró su padre, y anda por ahí abogando por la revolución mundial desde el asiento de un Porsche que debe de haberle costado como mínimo seis mil libras. Y se permite llamarme cerdo fascista. Acabo de recuperarme del choque con ese tipo y me doy de bruces con Toxted, que es un verdadero fascista que vive en una casa de protección oficial y quiere enviar a cualquiera que tenga un problema de pigmentación de vuelta a Islamabad, aunque de hecho haya nacido en Clapham y no haya salido nunca de Inglaterra, ¿y con quién forma equipo? Con una banda de jeques salvajes con más petrodólares bajo sus albornoces que cenas calientes ha comido él en su vida, que no son capaces de hablar dos palabras de inglés y poseen la mitad de Mayfair. Añade el hecho de que son semitas, y él es tan antisemita que Eichmann parecería un Amigo de Israel. Y ahora dime cómo funciona su maldito cerebro. Yo renuncio. Una cosa así hace que se dé a la bebida cualquier hombre racional.

Como para apoyar su afirmación, Wilt pidió dos pintas más de cerveza.

–Ya te has tomado seis -dijo Braintree preocupado-. Eva te va a montar un número cuando llegues a casa.

–Eva siempre me está montando números -dijo Wilt-. Cuando pienso cómo he desperdiciado mi vida…

–Sí, bueno. Preferiría que no lo pensaras -dijo Braintree-. No hay nada peor que un borracho introspectivo.

–Estaba citando la primera línea de «Testamento de Belleza», de Robert Bridges -dijo Wilt- pero eso no importa. Puede que yo sea introspectivo, pero no estoy introspectivamente borracho. Sólo sencillamente beodo. Si hubieras tenido un día como el que yo he tenido y tuvieras que enfrentarte con la perspectiva de meterte en la cama con una Eva de mal humor, también buscarías el olvido en la cerveza. Sin contar con el hecho de que tres metros por encima de mi cabeza, separada por un techo, un suelo y algún tipo de moqueta, yace la criatura más bella, inteligente, radiante, sensible…

–Si mencionas otra vez la palabra musa, Henry… -dijo Braintree amenazante.

–No tengo la intención de hacerlo -dijo Wilt-. Oídos como los tuyos son demasiado groseros. Ahora que lo pienso, casi rima. ¿Se te ha ocurrido alguna vez que el inglés es la lengua más naturalmente adecuada para la poesía rimada?

Wilt se enfrascó en este tema, más agradable, y se bebió unas cuantas cervezas más. Para cuando salieron del Glassblower's Arms, Braintree estaba demasiado borracho para conducir de vuelta a casa.

–Dejaré el coche aquí y lo recogeré mañana por la mañana -le dijo a Wilt, que estaba apoyado contra un poste de telégrafo-, y si yo fuera tú, llamaría a un taxi. Ni siquiera estás en condiciones de andar.

–Voy a comunicar con la naturaleza -dijo Wilt-, no tengo intención de acelerar el tiempo entre el ahora y la realidad. Con un poco de suerte, la realidad estará dormida cuando llegue a casa.

Y se fue tambaleándose en dirección a Willington Road, deteniéndose ocasionalmente para recobrar el equilibrio contra una verja, y dos veces para aliviarse en jardines ajenos. En la segunda ocasión confundió un rosal espinoso con una hortensia, arañándose a base de bien. Estaba sentado al borde del césped intentando utilizar un pañuelo como torniquete cuando un coche de la policía se detuvo junto a él. Wilt parpadeó bajo la luz de la linterna, que le dio en la cara antes de recorrer el camino hasta el pañuelo manchado de sangre.

–¿Está usted bien? – preguntó la voz tras la linterna, demasiado obsequiosamente a gusto de Wilt.

–¿Es que lo parece? – preguntó con tono truculento-. ¿Encuentra usted un tipo sentado en el bordillo con un pañuelo alrededor de los restos de su perdido orgullo de hombre y le hace una estúpida pregunta como ésa?

–Si no le importa, señor, abandone ese lenguaje -dijo el policía-. Hay una ley contra su utilización en la vía pública.

–Debería haber una ley contra la plantación de puñeteros rosales espinosos junto a las aceras de mierda -dijo Wilt.

–¿Y puedo preguntar qué estaba haciendo con las rosas, señor?

–Puede -dijo Wilt-. Si alguien es tan burro que no es capaz de verlo por sí mismo, puede preguntarlo.

–¿Le importaría decírmelo, entonces? – dijo el policía, sacando un cuaderno de notas.

Wilt se lo dijo con una riqueza descriptiva y una viveza que hizo encenderse las luces de varias casas de la calle. Diez minutos más tarde, era conducido a la comisaría en el coche de la policía. «Ebriedad y escándalo público, utilización de lenguaje soez, atentado contra la paz…»

Wilt le interrumpió.

–Paciencia, y una mierda -gritó-. No era una paciencia. Nosotros tenemos una paciencia en el jardín delantero y no tiene púas de treinta centímetros. Y, en cualquier caso, yo no estaba atentando contra ella. Tendrían ustedes que ensayar la circuncisión parcial con una flaming floribunda para saber lo que es atentar. Todo lo que hacía era aliviarme discretamente o, por decirlo en lenguaje popular, meando, cuando ese arbusto infernal con garras de gato trepador decidió darme unos zarpazos. Si no me creen, vuelvan allí e inténtelo ustedes mismos…

–Llévenlo a la celda -dijo el sargento de guardia para impedir que Wilt ofendiese a una anciana que había ido a denunciar la pérdida de un pequinés.

Pero antes de que los dos guardias pudieran arrastrar a Wilt hasta aquélla, les interrumpió un grito que venía de la oficina del inspector Flint. El inspector había vuelto a la comisaría informado del arresto de un ladrón del que se sospechaba hacía tiempo, y estaba interrogándole con éxito cuando percibió el sonido de una voz familiar. Salió en tromba de su oficina y se quedó lívido al contemplar a Wilt.

–¿Qué cono está haciendo éste aquí? – preguntó.

–Bien, señor… -comenzó un guardia.

Pero Wilt le interrumpió abruptamente.

–Según sus esbirros, estaba intentando violar a un rosal espinoso. Según yo, estaba tranquilamente mean…

–Wilt -gritó el inspector-, si ha venido usted aquí a hacerme la vida imposible otra vez, olvídelo. En cuanto a vosotros dos, mirad bien a este hijo de puta, fijaos bien; y a menos que le cojáis en el acto de asesinar efectivamente a alguien…, o mejor aún, esperad hasta que le hayáis visto hacerlo para ponerle un dedo encima. Y ahora sacádmelo de aquí.

–Pero señor…

–He dicho que fuera -gritó Flint- y eso quiere decir fuera. Esta cosa que acabáis de traer es un virus humano de locura contagiosa. Sacadlo de aquí antes de que convierta la comisaría en un manicomio.

–Vaya, eso me gusta -protestó Wilt-, me arrastran aquí falsamente acusado…

De nuevo se lo llevaron a rastras, mientras Flint volvía a su oficina y se sentaba pensando distraídamente en Wilt. Todavía rondaban por su mente las visiones de aquella diabólica muñeca, y nunca olvidaría las horas que había pasado interrogando a aquel demente. Y además estaba Mrs. Eva Wilt, cuyo cadáver él había supuesto enterrado por Wilt bajo treinta toneladas de hormigón mientras que todo ese tiempo aquella maldita mujer iba río abajo en un yate con el motor estropeado. Los Wilt, conjuntamente, le habían hecho sentir como un idiota, y todavía oía contar chistes de muñecas inflables en la cantina. Un día de éstos se iba a vengar. Sí, un día de éstos… Se volvió hacia el ladrón con nuevas energías.

Wilt se sentó a la puerta de su casa de Willington Road, mirando las nubes y meditando sobre el amor y la vida, y sobre las distintas impresiones que él, Wilt, causaba a la gente. ¿Qué le había llamado Flint? Virus infeccioso…, virus humano infeccioso… Eso le recordó a Wilt sus propias heridas.

–Quizá coja el tétanos o algo así -murmuró, y rebuscó en su bolsillo la llave de la puerta. Diez minutos más tarde, todavía con la chaqueta puesta pero sin pantalones ni calzoncillos, Wilt estaba en el cuarto de baño remojando su virilidad en un vaso para enjuagarse la boca lleno de desinfectante y agua caliente cuando entró Eva.

–¿Tienes idea de la hora que es? Son… Se detuvo y miró el vaso con horror.

–Las tres en punto -dijo Wilt, tratando de conducir la conversación hacia temas menos polémicos. Pero el interés de Eva por la hora desapareció.

–¿Qué demonios estás haciendo con eso? – jadeó. Wilt bajó la vista hacia el vaso.

–Bien, ya que lo mencionas y a pesar de todas las evidencias cir… circunstanciales en mi contra, no estoy… Bueno, estoy tratando de desinfectarme, sabes…

–¿Desinfectarte?

–Sí…, bueno -dijo Wilt consciente de que habría ciertos aspectos ambiguos en la explicación-, el caso es…

–En mi vaso -gritó Eva-. ¿Estás ahí con la berenjena metida en mi vaso y admites que te estás desinfectando? ¿Y quién era la mujer, o no te has molestado en preguntarle su nombre?

–No ha sido una mujer, ha sido…

–No me lo digas. No quiero saberlo. Mavis tenía razón acerca de ti. Dijo que lo que hacías no era simplemente volver andando a casa. Dijo que pasabas las tardes con otra mujer.

–No ha sido otra mujer. Ha sido…

–No me mientas. Pensar que después de todos estos años de vida de casados tienes que recurrir a prostitutas y rameras…

–No era una enramada. Supongo que tú le encontrarías flores y semillas, pero no es así como se llama…

–Eso es, ahora cambia de tema…

–No estoy cambiando de tema. Me quedé enganchado en un rosal…

–¿Así es como se hacen llamar ahora? ¿Rosales? Eva calló y se quedó mirando a Wilt con renovado horror.

–Por lo que yo sé siempre se han llamado rosales -dijo Wilt, sin percatarse de que las sospechas de Eva habían tomado otro rumbo-. No veo de qué otro modo se les podría llamar.

–¿Gays? ¿Maricas? ¿Qué te parece para empezar?

–¿Qué? – gritó Wilt.

Pero ya no había quien parase a Eva.

–Siempre supe que había algo que no te funcionaba, Henry Wilt -dijo desgañitándose-, y ahora ya sé lo que es. Y pensar que vuelves y me coges el vaso para desinfectarte. ¿Tan bajo puedes caer?

–Escucha -dijo Wilt, repentinamente consciente de que su musa podía enterarse de las abominables

insinuaciones de Eva-, puedo demostrar que era un rosal espinoso. Echa una mirada si no me crees. Pero Eva no se esperó.

–No pienses que vas a pasar una noche más en mi casa -gritó desde el pasillo-. ¡Nunca más! Puedes volverte con tu novio y…

–Ya te he aguantado más de la cuenta -gritó Wilt, corriendo tras ella.

Pero se paró en seco al ver que Penelope estaba en medio del pasillo con los ojos como platos.

–¡Oh, mierda! – dijo Wilt, emprendiendo otra vez la retirada hacia el cuarto de baño.

Fuera se oía a Penelope sollozando, y a Eva intentando calmarla histéricamente. La puerta de un dormitorio se abrió y se cerró. Wilt se sentó en el borde de la bañera y soltó un taco. Luego, vació el vaso en el inodoro, se secó distraídamente con una toalla y se puso esparadrapo. Finalmente extendió pasta de dientes sobre el cepillo eléctrico, y estaba lavándose afanosamente los dientes, cuando de nuevo se abrió la puerta del dormitorio y Eva salió precipitadamente.

–Henry Wilt, si estás usando ese cepillo de dientes para…

–De una vez por todas -gritó Wilt con la boca llena de espuma-. Estoy asqueado y cansado de tus viles insinuaciones. He tenido un día largo y agotador y…

–Eso ya me lo creo -gritó Eva.

–Para tu información, estoy simplemente cepillándome los dientes antes de irme a la cama, y si piensas que estoy haciendo alguna otra cosa…

Fue interrumpido por el cepillo de dientes. El extremo saltó y fue a parar al lavabo.

–¿Y ahora qué estás haciendo? – preguntó Eva.

–Tratando de sacar el cepillo del agujero -dijo Wilt,una explicación que trajo consigo nuevas recriminaciones, un breve y desigual enfrentamiento en el descansillo y finalmente un furioso Wilt que era expulsado por la puerta de la cocina con un saco de dormir y la orden de pasar el resto de la noche en el pabellón de verano.

–No quiero tenerte más aquí pervirtiendo a las pequeñas -gritó Eva desde la puerta-; y mañana iré a ver a un abogado.

–Me la trae floja -replicó Wilt a gritos.

Se dirigió al pabellón atravesando el jardín. Durante unos momentos tanteó en la oscuridad tratando de encontrar la cremallera del saco de dormir. No parecía tener ninguna. Wilt se sentó en el suelo, metió los pies en el saco, y estaba precisamente contorsionándose para meterse en él, cuando un sonido que provenía de detrás del pabellón le sobresaltó. Alguien se acercaba por el prado atravesando el huerto. Wilt se sentó silenciosamente en la oscuridad y escuchó. No había duda. Escuchó el roce de la hierba y una rama al romperse. Silencio de nuevo. Wilt se asomó por una esquina de la ventana y, en ese momento, las luces de la casa se apagaron. Eva se había ido de nuevo a la cama. El ruido de alguien que caminaba con precaución a través del huerto comenzó de nuevo. En el pabellón, la imaginación de Wilt especulaba con ladrones y con lo que iba a hacer si alguien trataba de penetrar en la casa, cuando vio allí afuera, junto a la ventana, una figura oscura. A ésta se le unió una segunda. Wilt se acurrucó en el pabellón y maldijo a Eva por dejarle sin pantalones y…

Pero un momento después sus temores habían desaparecido. Las dos siluetas atravesaron confiadas el césped, y una de ellas había hablado en alemán. Fue la voz de Irmgard la que llegó hasta Wilt y le tranquilizó. Y cuando las dos siluetas desaparecieron por el otro lado de la casa, Wilt se deslizó en el saco de dormir con el pensamiento relativamente reconfortante de que al menos su musa se había ahorrado esa visión de las interioridades de la vida familiar inglesa que las denuncias de Eva hubieran revelado. Por otro lado, ¿qué hacía Irmgard fuera a esas horas de la noche, y quién era la otra persona? Una oleada de celos autocompasivos inundó a Wilt antes de ser desalojada por consideraciones de carácter más práctico. El suelo del pabellón era duro, él no tenía almohada, y la noche se había vuelto de pronto muy fría. No pensaba pasar allí el resto de ella, ni mucho menos. Y, en cualquier caso, las llaves de la puerta principal estaban todavía en el bolsillo de su chaqueta. Wilt trepó fuera del saco de dormir y tanteó en busca de sus zapatos. Luego, arrastrando el saco tras él, cruzó el césped y dio la vuelta a la casa hasta la puerta principal. Una vez dentro, se quitó los zapatos y cruzó el hall en dirección al salón. Diez minutos más tarde se había quedado profundamente dormido en el sofá.

Cuando se despertó, Eva estaba trajinando en la cocina mientras las cuatrillizas, manifiestamente congregadas alrededor de la mesa del desayuno, hablaban de los acontecimientos de la noche. Wilt, contemplando las cortinas, escuchaba las preguntas de sus hijas y las respuestas evasivas de Eva. Como de costumbre, estaba aderezando mentiras descaradas con nauseabundo sentimentalismo.

–Vuestro padre no estaba muy bien ayer noche, cariño -le oyó decir-. Tenía cólicos en la tripita y eso es todo, y cuando le pasa eso dice cosas… Sí, ya sé, mamá también dice cosas, cielito. Yo estaba… ¿Qué has dicho, Samantha?… ¿Yo dije eso?… Bueno, no puede ser que él tuviera eso en el vaso porque las tripitas no caben en sitios tan pequeños… Tripitas, querida… No se puede tener cólico en ningún otro sitio… ¿Dónde aprendiste esa palabra, Samantha?… No él no hizo eso, y si vas a la guardería y le dices a Miss Oates que tu padre puso la…

Wilt enterró la cabeza bajo las almohadas para acallar la conversación. Esa maldita mujer estaba otra vez contando torpes mentiras a cuatro niñas que pasaban tanto tiempo tratando de engañarse unas a otras que podían detectar una mentira a un kilómetro de distancia. Y machacarles con lo de Miss Oates estaba calculado para que compitieran a ver quién era la primera en decirle a esa vieja y a las otras veinticinco crías que su papá se había pasado la noche con el pene en un vaso de enjuagarse la boca. Para cuando la historia se hubiera diseminado por la vecindad, sería del dominio público que el notable Mr. Wilt era una especie de fetichista de los vasos de enjuagarse la boca.

Estaba maldiciendo a Eva por su estupidez y a sí mismo por haber bebido demasiada cerveza, cuando precisamente se hicieron sentir las consecuencias de haber bebido demasiada cerveza. Necesitaba mear, y rápido. Wilt se arrastró fuera del saco de dormir. Se podía oír a Eva en el hall, poniéndoles los abrigos a las cuatrillizas. Wilt esperó hasta que se hubo cerrado tras ellas la puerta de la calle, y entonces atravesó corriendo el hall para ir al váter de abajo. Sólo entonces se hizo patente su situación en toda su magnitud. Wilt contempló aquel ancho pedazo de esparadrapo tan extremadamente tenaz.

–Maldita sea -dijo Wilt-, debí de emborracharme más de lo que creía. ¿Cuándo demonios me puse esto?

Tenía una laguna en su memoria. Se sentó en el inodoro y se puso a pensar cómo quitarse aquella maldita cosa sin hacerse más heridas. A juzgar por anteriores experiencias con el esparadrapo, sabía que el mejor método era arrancarlo de un solo tirón. En estas circunstancias, no parecía lo más indicado.

–Igual me arranco todo el asunto -murmuró-. Lo más seguro será encontrar un par de tijeras.

Wilt salió del váter con precaución y se asomó por la barandilla. Mientras no se encontrase con Irmgard bajando desde el ático. Considerando la hora en que había vuelto era totalmente improbable. Seguramente estaría todavía en la cama con algún bestia de novio. Wilt subió las escaleras y entró en el dormitorio. Eva guardaba unas tijeras para las uñas en el tocador. Las encontró, y estaba sentado en el borde de la cama, cuando Eva regresó. Ella subió las escaleras, se detuvo un momento en el rellano y luego entró en el dormitorio.

–Pensé que te encontraría aquí -dijo, cruzando la habitación hacia las cortinas-. Sabía que en cuanto volviera la espalda te meterías en casa como un reptil. Bueno, pues no pienses que puedes salir de ésta porque no puedes. Lo tengo todo pensado.

–¿Tú, pensar? – dijo Wilt.

–Eso es, insúltame -dijo Eva, corriendo las cortinas e inundando de luz la habitación.

–Yo no estoy insultándote -rugió Wilt-, simplemente te estoy haciendo una pregunta. Como no puedo meter en tu cabeza hueca que no soy un maniático del culo…

–¡Qué lenguaje! – dijo Eva.

–Sí, lenguaje que es un medio de comunicación, no simplemente una serie de mugidos, ronroneos y balidos como los que tú haces.

Pero Eva ya no estaba escuchando. Su atención se había fijado en las tijeras.

–Eso es, córtate de una vez esa horrible cosa -chilló, y se echó a llorar abruptamente-. Cuando pienso que has tenido que ir y…

–Cállate -aulló Wilt-. Aquí estoy, en peligro inminente de reventar y tú tienes que empezar a gritar como una sirena de fábrica. Si ayer noche hubieras utilizado tu maldita cabeza en lugar de una imaginación pervertida, no me encontraría en este apuro.

–¿Qué apuro? – preguntó Eva entre sollozos.

–Este -gritó Wilt, agitando su órgano agonizante. Eva lo miró con curiosidad.

–¿Para qué hiciste eso? – preguntó.

–Para cortar la hemorragia de mi puñetera cola. Te he dicho repetidas veces que me enganché en un rosal espinoso, pero tú tenías que lanzarte a conclusiones estúpidas. Ahora no puedo quitarme este asqueroso esparadrapo y tengo un galón de cerveza a presión detrás de él.

–Entonces, ¿lo del rosal era en serio?

–Naturalmente que sí. Me paso la vida diciendo la verdad y nada más que la verdad y nadie me cree nunca. Por última vez; estaba meando en un rosal y me enganché la jodida cosa. Ésa es la simple verdad, sin fiorituras, adornos, ni exageraciones.

–¿Y quieres quitarte el esparadrapo?

–¿Qué es lo que te estoy diciendo desde hace cinco minutos? No sólo quiero hacerlo. Necesito hacerlo o explotaré.

–Eso es fácil -dijo Eva-. Todo lo que hay que hacer…