HARRY H. WARNOCK,

REPRESENTANTE.

A Warnock le gustaba mencionar que la H. del segundo nombre se refería a Hannibal. El nombre del vagón, su nuevo nombre, era Polonia.

La adquisición de un vagón privado y de un segundo vagón para el equipaje, con alojamiento para su hábil equipo formado por personas de color (cocinero, dos camareros y un mozo de cuerda) y espacio ingeniosamente dividido para almacenar los vestidos y telones de fondo, posibilitó que Warnock incluso aumentara las representaciones de una sola función.

¡Ya no era necesario hacer el equipaje y deshacerlo! Dormían y comían en el tren durante semanas seguidas, en las que a diario o cada dos días había una nueva ciudad, un nuevo teatro.

Al llegar, Maryna y Warnock iban directamente al teatro, donde Bogdan y el resto de la compañía no tardaban en reunirse con ellos, Warnock para comprobar la recaudación de taquilla y hablar con los tramoyistas acerca de los problemas técnicos que podrían presentar sus telones de fondo si los bastidores eran demasiado bajos o el espacio de las alas menor del requerido: la mitad de la abertura del proscenio, Maryna para tomar posesión del camerino de la primera actriz y clavar el itinerario al lado del espejo, de modo que recordara el nombre de la ciudad, del teatro y del director escénico. Por la tarde podría ser necesario un breve ensayo, si la función de la noche no se había representado durante una semana o más tiempo, y había que destinar tiempo a las conversaciones de cortesía con una delegación de amantes del teatro locales, un poeta con chalina, una joven dama ansiosa de actuar acompañada por su mamá, el director del periódico de la ciudad y la presidenta del capítulo local de la Unión de Mujeres Cristianas en Pro de la Abstinencia. Entonces volvía al camerino para maquillarse y vestirse, salía al escenario, actuaba, recibía a las eminencias de la población en el salón de descanso, elegía algunas flores de los numerosos ramos y, a medianoche, regresaba a la estación de ferrocarril, donde el Polonia y el vagón de equipajes estaban enganchados al final de cualquier tren que se dirigiera a la ciudad donde ellos tenían el siguiente compromiso.

Ganarse la vida exclusivamente por medio de las giras, sin un teatro fijo donde las obras se ensayaran y mantuvieran en cartel, significaba que Maryna nunca podría desplegar un gran repertorio en inglés. (¡En el Teatro Imperial de Varsovia había representado cincuenta y seis papeles!) No obstante, con seis obras ensayadas del todo, la Compañía Teatral Zalenska ofrecía ya más que la mayoría de los primeros actores que en América iban de un lado al otro del país. En efecto, algunos actores decidían ir de gira, un año tras otro, con sólo su papel más popular, se volvían menos ambiciosos y más despectivos hacia su público. Pero un actor siempre desconfía del público, y con razón. (¡Si el público supiera que los actores le están juzgando!) Aturdidos por la fatiga y aliviados porque han finalizado los esfuerzos de la noche, los actores que se miran en los espejos de sus camerinos mientras se embadurnan el cutis de crema para eliminar el maquillaje también emiten veredictos sobre el público que ha ido a verlos. ¿Atentos? ¿Estúpidos? ¿Impasibles? No es posible hacer nada contra la estupidez, pero Maryna tenía sus argucias para dominar, corregir, despertar a un público impasible (como acercarse más al borde del proscenio, mirar al público, aumentar tanto el volumen como el vibrato de su voz) o silenciar a un público que no cesa de toser. Las toses revelan que el público desearía estar en otra parte. (En un recital, nadie tose durante los primeros diez minutos o los bises.)

Las salas no siempre estaban llenas, y los motivos podían ser el mal tiempo, una publicidad deficiente, la codicia de los administradores del local que habían subido demasiado el precio de la localidad o el escándalo orquestado por unas obras a las que se juzgaba ofensivamente extranjeras o demasiado asociadas a Nueva York. «Que Nueva York tenga sus tragedias de alcoba. En Ohio nos ocuparemos de cosas más elevadas», finalizaba una carta al director del periódico de Lima, cuya autora instaba a boicotear a la Compañía Teatral Zalenska que actuaba en el Teatro Faurot con La dama de las camelias. La firmaba «Una madre americana». El crítico de Terre Haute mencionó la «elegancia femenina» de Maryna en el papel de Marguerite Gautier, y a continuación le reprochó que «gracias a ella hiciera que una vida de pecado pareciese tiernamente atractiva».

Maryna se negó en redondo a programar unas actuaciones adicionales y propiciatorias de East Lynne en Ohio e Indiana, y Warnock, confiando en desviar la atención del público, anunció que Madame Zalenska había perdido «la cruz y la diadema de brillantes de Marguerite Gautier, cuyo valor es de cuarenta mil dólares», aunque él había telegrafiado de inmediato al mejor joyero de París, y el correo que transportaba una cruz y una diadema de brillantes todavía más valiosas ya había subido a bordo del siguiente vapor en Cherburgo, pero hasta que el tesoro llegara a Indiana, él, Harry H. Warnock, no podía responder del estado de ánimo de la primera actriz. Maryna protestó, diciéndole que la había hecho parecer ridícula. Warnock replicó que no era así en absoluto, pues el público americano espera de una actriz famosa que pierda sus joyas por lo menos una vez al año.

–¿Sólo su bisutería o también sus joyas auténticas?

–Madame Marina -dijo él, resoplando con impaciencia-, una gran estrella siempre es descuidada con sus objetos de valor.

–¿Quién le ha dicho semejante tontería, señor Warnock?

–Lo demostró P. T. Barnum hace veinte años…

–Naturalmente -Maryna exhaló un suspiro histriónico-. He oído hablar de ese Barnum.

–… cuando trajo a Jenny Lind. El Ruiseñor Sueco, como la llamaba P. T., y era un puro genio, perdió todas sus joyas tres veces durante la gira.

Y Warnock tenía razón. Después de que divulgara la anécdota de las joyas, cada vez que representaban La dama de las camelias los teatros siempre se llenaban.

También fue necesario soportar otras cosas. Después de siete llamadas a escena que siguieron a una Dama de las camelias acelerada en la Academia de Música de Fort Wayne, el hombre obeso, con el amarillento peluquín torcido, abriéndose paso entre la multitud de admiradores provistos de regalos que llenaban el salón de descanso (que ya le habían obligado a aceptar una estatuilla de bronce de Hiawatha, los discursos completos de Ulysses S. Grant y una caja de música, depositada sobre una mesa cercana y a la que daban cuerda una y otra vez para que tocara Carnaval en Venecia…) aquel hombre insistió en que Maryna aceptara el regalo de su propio querido, gordo y resollante doguillo inglés de color champaña.

–No son joyas, Madame Zee, pero apuesto a que la hará feliz durante cierto tiempo.

–Oh, un doguillo hembra, la llamaré Pulga -dijo Maryna, sonriente. Aquella noche estaba fatigada, incluso irritable.

–¿Usted perdone?

Inesperadamente, Maryna, a la que sólo le gustaban los perros grandes, y sin aparatos respiratorios defectuosos, le hizo prometer a Warnock que no regalaría a Pulga. Otra de las máximas de Warnock era: «Todas las actrices famosas tienen perros pequeños como mascotas», y en ésta se mostraba inflexible. Pero a la señorita Collingridge, que cuidaría del minúsculo perro, se le permitió cambiarle el nombre por el de Indiana.

En Jacksonville regalaron a Maryna un par de crías de caimán, de color verde lima.

–No es necesario que se quede con estos bichos -le dijo Warnock.

La señorita Collingridge ya les había buscado una jaula más grande y vaciaba con delicadeza tarros con insectos, caracoles y trozos sangrantes de carne cruda en sus bocas abiertas.

–Ah, pero me los quedaré -replicó Maryna-. Ya les he puesto nombres polacos. Ésta es Kasia, y su compañero se llama Klemens. La señorita Collingridge me asegura que son unas criaturas simpáticas, cuyos dientecillos blancos aún no están lo bastante afilados para causar mucho daño.

–Me está tomando el pelo, Madame Marina.

–¿Cómo se le ocurre semejante cosa? ¿No ha oído decir que Sarah Bernhardt tiene, como animales domésticos, un cachorro de león, un leopardo, un loro y un mono?

–Sarah Bernhardt es una actriz francesa, Madame Marina. Usted es una actriz americana.

–Eso es cierto, señor Warnock, o debería decir que es bastante cierto. Sin embargo, si no estuviera condenada a vivir en un vagón de ferrocarril, ya habría adquirido un…

–De acuerdo -dijo Warnock-. Quédese con los caimanes.

Cuando Warnock le hizo posar con Kasia y Klemens para que los fotografiaran, anunciando a los reporteros que los caimanes eran un regalo que le habían hecho a Madame Zalenska en Nueva Orleáns, Maryna, que no era una aficionada cuando se trataba de realzar la falsedad, quiso conocer el motivo.

–Porque Nueva Orleáns suena mejor que Jacksonville.

–¿Mejor? ¿En qué sentido, señor Warnock?

–Es un nombre más romántico, más extranjero.

–¿Y eso es bueno en América? Tenga paciencia conmigo. Sólo trato de comprender.

–Unas veces sí y otras no.

–Naturalmente. Entonces anuncie que me los ha dado clandestinamente en Nueva Orleáns una adivina criolla de noventa años para alejar un maleficio que vio suspendido sobre mi cabeza. Y que, aunque me reí de la profecía de la vieja bruja, después de que un trozo de tubería de plomo cayera de entre las alas del escenario y no me alcanzara por un par de centímetros durante los aplausos por mi interpretación de Romeo y Julieta en Nashville, me siento más segura con estas siniestras criaturas en mi gabinete que sin ellas.

–¡Por fin lo ve claro! – exclamó Warnock-. Veo, querida señora, que lo ha entendido usted… todo.

–Siempre lo he entendido, señor Warnock. Tan sólo no he estado de acuerdo. Eso es todo.

Antes de que comenzara la representación de Como gustéis en la Ópera Schultz de Zanesville, Ohio, un profesor llamado Steele Craven dio una conferencia sobre «Shakespeare y el espíritu cómico». En la Ópera Doheny de Council Bluffs, Iowa, un programa de variedades (un ventrílocuo, un acróbata en monociclo, perros bailarines) precedió a Romeo y Julieta en el proscenio de seis metros de anchura. En la Ópera Chatterton de Springfield, Illinois, antes de Frou-Frou hubo un espectáculo minstrel de veinte minutos, titulado Eliza huye por el hielo. En la Academia de Música Owen, en Charleston, Carolina del Sur, ofrecieron Adrienne seguida de «un popurrí de piezas breves de Bellini, Meyerbeer y Wagner». En la Ópera Pillot de Houston, un artista de variedades preparó al público para ver East Lynne. El hombre se llamaba Tadeo («pero me llaman Tapón») Murch. Maryna, entre bastidores, le oyó hablar y hablar… «Tapón porque de pequeño era muy bajito. Murch porque mi papá se llamaba Murch. Doodleball Murch. Ahora bien, se llamaba Doodleball porque…» Bogdan perdió los estribos. O Warnock se aseguraba de que no se programaría nada, absolutamente nada, antes de la actuación de la Compañía Teatral Zalenska, o Madame cancelaría el resto de la gira.

Otro beneficio concedido por la cómoda dualidad del matrimonio: puesto que Bogdan había hecho suyas la indignidad y la consternación que ella sentía, Maryna era libre de adoptar una postura distinta, más indulgente. Ahora le tocaba a ella decir: «Pero ¿qué esperas, querido? Esto es América. Necesitan tener la certeza de que se están divirtiendo. Pero también los toscos artesanos gozan de lo que les ofrezco».

En la Ópera Ming de Helena, Montana, una señora llamada Aubertine Woodward De Kay tocó en honor de Maryna la mazurca de Chopin opus 7, número 1 y la polonesa en La bemol mayor antes de que se alzara el telón para la representación que de La dama de las camelias hizo la Compañía Teatral Zalenska, y luego ofreció un banquete a toda la compañía en la mansión De Kay. Era tan ingenuo, tan bienintencionado. «Mis remilgos europeos se desmoronan», pensó Maryna. «Complacer me hace feliz.»

Su repertorio incluía ahora otros tres papeles de Shakespeare que había interpretado en Polonia: la Viola de Noche de Reyes, la Beatriz de Mucho ruido y pocas nueces (¡cuánto le gustaban esos relatos de parejas que no armonizan o se pelean en los que todo se arregla al final!) y la Hermione de Un cuento de invierno, obra en la que Peter interpretaba el pequeño papel de Mamillius, el malhadado hijo de Hermione. Sabía que Peter debería estar en el internado, pero todavía no soportaba la idea de separarse de él. Y tenía que permitir la marcha de Bogdan.

–Te envidio, yo no sabría llevar una doble vida -le dijo Maryna, sin mirarle a los ojos-. He pagado demasiado sólo por llevar ésta.

–No me iré -dijo él.

–Nada de eso, quiero que vayas. No me faltará empleo precisamente mientras estés ausente.

Se sentía como una heroína, y le sorprendió que algunas personas la considerasen melancólica.

–Parecía usted un poco triste cuando entré -aventuró la maternal reportera del Memphis Daily Avalanche.

–¿Qué semblante polaco carece de un toque de tristeza? – replicó Maryna-. Pero sólo me siento triste cuando no está mi marido. Siempre estamos juntos, pero últimamente ha tenido que ir a California durante unos meses, por negocios, y le añoro mucho.

La fecha del telegrama era el 23 de febrero de 1879:

VON ROEBLING ACCEDE A QUE OBSERVE EL VUELO STOP NO BUSCO PERMISO PARA SUBIR

¿Qué estaba haciendo Bogdan? Maryna confiaba en que no la alarmara, ella no le había pedido que la tranquilizase.

El segundo telegrama llegó ocho días después.

TIEMPO EN EL AIRE DIEZ MINUTOS STOP ESPECTÁCULO INCOMPARABLE

¿Espectáculo desde el suelo? ¿Espectáculo desde el aire? ¿Pero cómo podía creer ella nada de lo que decía Bogdan? Ella se habría preocupado mucho más de no haber sido por las seis representaciones de una sola noche en Missouri y cinco en Kentucky. Ahora su repertorio consistía en nueve obras, cinco de ellas de Shakespeare, que había interpretado en treinta y cuatro teatros tan sólo en los dos últimos meses. Decidió añadir Cimbelino cuando llegaron a Nebraska, durante el viaje de regreso a través del Oeste Medio. Ella descubrió que Cimbelino era una de las obras más populares del Bardo en América. Al público le encantaba el torrente de reconciliaciones que al final inunda tanto al maligno candidato a seductor de la virtuosa Imogen como a su colérico y fácilmente engañado marido.

Los maridos siempre tienen razón. La esposa culpable debe morir. Si ha sido realmente infiel, debe morir de veras. Si se sospecha por error de ella que ha sido infiel, entonces debe fingir que muere… y esperar, todo el tiempo que sea necesario, a que el hombre neciamente encolerizado entre en razón y la perdone.

Por supuesto, eso ya no era cierto. En los tiempos modernos el marido no siempre tiene razón, pero se sigue esperando de la mujer que declare la patética dependencia de su marido.

«¡Bogdan! ¡Marido! Yace conmigo. Abrázame. Caliéntame. Añoro sumirme en el sueño contigo.»

Otro telegrama, fechado el 17 de marzo de 1879:

MARYNA MARYNA MARYNA STOP TODO ESTÁ INTACTO STOP HAY AGUA POR TODAS PARTES

Luego, silencio. ¿Se había vuelto loco? ¿Desaparecería para siempre?

«Pero, por supuesto, puedo vivir sin él, mientras siga de gira. Estas giras me mantienen en equilibrio. El movimiento, la agitación y la conciencia de la obligación alejan los malos pensamientos, silencian las inclinaciones absurdas.

»¡Marido! ¡Amigo! Haz lo que debas hacer, pero no me atormentes. No soy tan fuerte. Todavía no.»

–Cada aparato se construye según un principio distinto -le informó Bogdan cuando regresó-. Éste se llamaba Aero Corazón. A veces tan sólo Corazón.

–¿Se llamaba? Entonces se estrelló.

–No me has entendido, Maryna. Ascendió por el aire, casi vertical, pues el rasgo distintivo de ese aeroplano es que carece de alas. Subió verticalmente, sin deslizarse hacia fuera, hasta unos treinta metros. ¡Y allí se cernió durante diez asombrosos y sublimes minutos!

–Cuéntame más -le pidió ella.

–Ah, Maryna, qué estúpido me siento. ¿Qué le estoy haciendo a nuestro matrimonio? Estoy poseído.

–No, no lo estás. Lo único que haces es contarme un cuento.

–¡Yo no cuento cuentos!

–Claro que sí -replicó ella, riendo quedamente.

–¿Qué quieres saber?

–El aspecto que tiene.

–Es como una campana gigantesca, con la cabina totalmente cerrada y una hélice enorme, de anchas aspas, que sobresale del techo y que, cuando se pone en movimiento, es como una peonza. Te he dicho que no tiene alas, ¿verdad? Sí, claro que te lo he dicho. La fuerza propulsora la aporta algo que los inventores llaman «compresores de aire», un tubo a través del cual se expulsa aire comprimido por debajo del aparato. Los compresores y la hélice hacen subir al aparato hasta una altura previamente determinada, donde se detiene, y entonces vuela horizontalmente, aunque eso no fue posible esta vez, en la dirección establecida. Juan María y José aseguran que puede alcanzar ciento treinta kilómetros por hora.

–Creía que los inventores eran todos alemanes.

–Casi todos.

–Y tus amigos mexicanos sobrevivieron, ilesos, cuando el aero cayó. Me lo habrías dicho, si hubieran muerto o…

–Sí, el Corazón está magníficamente preparado para una catástrofe. Un globo que triplica su tamaño, llamado compensador, se infla rápidamente para retrasar un descenso demasiado repentino, y por debajo de la nave salen unas patas elásticas que amortiguan el golpe del aterrizaje.

–¿Pero no subiste con ellos?

–Te dije que no lo haría, Maryna.

–Y no lo hiciste.

–Estuve a punto de pedir que me llevaran, pero temía no ser capaz de dominar mi temor. Sabía tanto como ellos que el aterrizaje sería suave, desilusionante, en absoluto fatal. Sin embargo, no hay ninguna seguridad de que así sea. Se trata de una aventura, ¿no es cierto? Tiene flores en el pelo pero carece de rostro.

–¿Cómo dices, Bogdan?

–Ah, y Dreyfus está interesado de veras. Creo que podré conseguir que Von Roebling se reúna con él. Y entonces habré cumplido mi misión. Maryna, Maryna… ¡por favor, no sacudas así la cabeza!

Warnock no lo entendía. ¿Abandonar América porque, la más americana de las razones, era «hora de seguir adelante»?

–Pero acaba usted de empezar en América. Aquí puede amasar una fortuna. Todo el mundo la quiere.

¿Pero de qué manera un hombre como Warnock podría entender el atractivo que tiene Londres para quien adora de veras a Shakespeare? ¡Ser actriz en Inglaterra, no sólo en inglés! En Inglaterra ella florecería, iría más allá de todo lo logrado en aquella segunda e incluso más triunfal gira americana.

–No, no lo conseguirá -le dijo Warnock.

Como el desconcertado y enojado Warnock seguía prediciendo que la empresa londinense de Maryna sería un fracaso, ella se puso en manos de Edward Dudley Brownlow, el representante inglés. El 1 de mayo de 1879 llevó a cabo su debut en Londres con La dama de las camelias. La obra tenía un título absurdo en inglés, Camille, pero no lo utilizaron porque el Lord Chamberlain había prohibido su representación. Maryna siempre había reverenciado Inglaterra no sólo como la tierra de Shakespeare sino también como el lugar de nacimiento de todas las libertades cívicas, por lo que se asombró al saber que en Londres existía un censor del gobierno, lo mismo que en Varsovia. No, no era lo mismo que en Varsovia, si la censura inglesa era tan poco rigurosa que podían burlarla con sólo cambiar el título de la pieza. Y a Maryna le gustaba bastante el nuevo título, Heartsease, «serenidad de ánimo», que parecía gratamente desprovisto de sentido en relación con el argumento. Por ello se llevó una decepción cuando Brownlow le informó de que heartsease no era más que el nombre de otra flor. ¡Sin duda aquel Lord Chamberlain no podría obligar a la dama de las camelias a morir en el quinto año en una cama cubierta de… pensamientos!

Había preferido La dama de las camelias a una obra de Shakespeare por la misma razón por la que debutó en América con Adrienne Lecouvreur: su acento importaría menos en una obra francesa. La nueva máscara a través de la que había aprendido a producir los sonidos ingleses en América, con la mandíbula un poco relajada, tenía que ser tensada en Londres, con la ayuda de la señorita Collingridge. Examinaron de nuevo las divisiones entre sílabas, a fin de que fuesen más tajantes, las consonantes producidas en el fondo de la boca pasaron adelante, y los labios se adelgazaron.

–Los ingleses son tan esnobs que les encanta encontrar defectuosos nuestros acentos americanos -observó la señorita Collingridge-. Sobre todo ponen objeciones a lo que ellos llaman entonación monótona de los actores americanos.

–¡Monótona! – exclamó Maryna-. ¿Desde cuándo mi entonación es monótona?

La actriz no podía admitir que los ingleses le parecían intimidantes. Se había acostumbrado a la manera de hablar americana, tan suelta de lengua, a su locuacidad, su insistencia en lo familiar. En América, a nadie le interesaba el destino trágico de Polonia, pero de todos modos hacían que se sintiese bien recibida. En Inglaterra, tanto los periodistas con el cuello de la camisa sucio como los personajes de alcurnia con los que cenaba daban por sentado que ella querría aburrirlos hablándoles de Polonia, mientras ella confiaba en entablar una conversación en inglés sobre la temporada teatral londinense, sobre los señores Disraeli y Gladstone, sobre el tiempo.

Maryna había previsto que a los ingleses no se les conquistaba con tanta rapidez como a los americanos. No había supuesto que no se les podía conquistar en absoluto, excepto con ciertas condiciones. Había apostado consigo misma que si sólo la mitad de las críticas publicadas en los periódicos londinenses mencionaban su acento «encantador» o «delicioso», ella conseguiría transferir a Inglaterra su carrera, con el triunfo incluido. Todas las críticas fueron halagadoras. No hubo crítico que no mencionara su acento.

Recibió elogios, pero no la aceptaron. Al contrario que los americanos, los ingleses no sabían qué hacer con los extranjeros que iban en busca de algo. (Permitirles que se hicieran ingleses no era una opción.) Y ella, Marina Zalenska, era doblemente extranjera: una polaca de América.

A fines de mayo, cuando finalizó la temporada en el Teatro Court (Heartsease, Romeo y Julieta, Como gustéis), fue con Bogdan y la señorita Collingridge a ver, y posiblemente admirar, a la célebre pareja romántica formada por Ellen Terry y Henry Irving, en el teatro de Irving, el Lyceum. Maryna, que había estado dispuesta a inclinar la cabeza ante aquellos nuevos dioses de la escena inglesa, casi se llevó una decepción, como le dijo a Bogdan, al descubrir que ella era tan buena como la Terry a la que contempló tan de cerca aquella noche, en el papel estelar de la obra anticuada y siempre popular de Bulwer-Lytton La dama de Lyon; y en cuanto al gran Henry Irving, en el papel del héroe de baja cuna, con su manera de andar arrastrando los pies y su voz débil y gutural le pareció totalmente inferior, en elegancia y claridad en el habla, a Edwin Booth.

Por lo menos Maryna tuvo la satisfacción de saber que, si no le hubiera estado prohibida la carrera teatral en Inglaterra debido a su decisión de entregarse en cuerpo y alma a actuar en inglés, habría podido rivalizar con Terry. Pero no podía competir con Sarah Bernhardt, quien estaba a punto de llegar y actuaría en el Gaiety en francés.

El día en que la Bernhardt y la Comédie-Française representaron Fedra, con entusiastas aclamaciones, Maryna partió para hacer una gira veraniega por las provincias inglesas. Allí ofreció sus papeles de Rosalinda y Julieta, así como los de Ofelia y Viola, que Brownlow estaba deseoso de presentar en otra temporada londinense, en otoño; pero Maryna no deseaba quedarse más tiempo, tratando de lograr una aprobación más persistente. Se preguntó sombríamente si habría agotado el cupo de hazañas imposibles que ella podría hacer realidad. Aun cuando fuese así, seguiría quedando lo casi imposible, lo que tan sólo era muy difícil.

Había necesitado aquella estancia en Inglaterra para comprender cuánto más fácil era (¿acaso no había sido fácil?) tener éxito en América: todo un país cuyos habitantes creían en la voluntad.

En una cena que Lady Wolsington dio en su honor, colocaron a Maryna junto al formidable novelista y crítico de teatro americano Henry James, quien recientemente se había instalado en Londres, y el señor James le preguntó si le gustaría reunirse con él el martes siguiente para tomar el té en el Café Royal, donde, añadió con sinuosa franqueza, confiaba en que a ella no le pareciera en absoluto agresivo si… titubeó, al tiempo que se acariciaba la sedosa barba recortada con sumo esmero; ya había titubeado varias veces desde que se sentaron a la mesa con superficie de mármol.

–¿Si qué, querido señor James?

–Si le confieso que estoy muy interesado, si no fascinado de veras, no podría decirlo de otro modo, como novelista y, permítame que le confíe una de mis esperanzas más acariciadas, como futuro dramaturgo, fascinado por la actriz como tipo contemporáneo. No me refiero a la actriz como alguien que tiene una expresividad fuera de lo corriente, una expresividad que hasta cierto punto va unida a la disposición de correr riesgos, por muy necesarios que tales factores, la expresividad, la audacia, sean para su arte, sino la actriz, la actriz contemporánea, como la encarnación más brillante del éxito femenino.

El señor James hablaba recalcando mucho las palabras, unas veces al comienzo y generalmente al final de sus frases a menudo tortuosas.

–No tengo la sensación de haber tenido un éxito completo en Londres -le dijo Maryna-. Por lo menos no tanto como había esperado, aunque le estoy muy agradecida por su amistoso artículo.

–Ah, debe dar usted una oportunidad a los ingleses, mi querida Madame Zalenska. Me temo que nuestra franqueza yanqui le ha perjudicado. Pese a lo reducidas que son estas apretadas islas, aquí hay mucha superficie, se dice una cosa mientras se quiere decir otra, son cautos, pueden ser suspicaces, no son aficionados a hacer grandes esfuerzos, se diría de ellos que son un tanto lentos más que demasiado listos, se… ¿cómo decirlo?, se retienen. Pero predigo que todo esto cambiará.

Sin duda el señor James quería ser amable.

–Inglaterra no es tan vaga y amortiguadora como América -afirmó, precisamente lo que estaba siendo, aunque de la manera más simpática, aquel hombre con tendencia a la obesidad, verboso y de manifiesta brillantez.

Dio ánimos a Maryna diciéndole que era inútil insistir en las diferencias entre Inglaterra y América, y le invitó a que las considerase a ambas como «una totalidad anglosajona». ¿Había visitado el señor James recientemente Nueva York, su ciudad natal? ¿Había estado alguna vez en California? Seguro que no.

–… una gran totalidad anglosajona, destinada a una fusión tan grande que la insistencia en diferencias entre una y otra es ocioso y pedante -decía James-, y esa fusión será tanto más rápida cuanto más la dé uno por sentado y trate la vida de ambos países como continua o más o menos intercambiable.

Intercambiable quizá para un americano, pensó Maryna. O para esta clase de americano, pues el señor James, por su acento, sus titubeos, su rigidez, su cortesía inquietante y opaca, le parecía totalmente inglés. Tal vez para un escritor…

–Dos capítulos del mismo libro -entonó James, como si le leyera la mente.

–O dos actos del mismo drama.

–Exactamente -convino James.

Pero no, no para los actores. Ella podría convertirse en una actriz americana, pero jamás en una actriz inglesa.

Reconoció la vieja tonada americana, que combinaba la férrea voluntad con la disposición a dar las cosas por sentado. Al fin y al cabo, Henry James era muy americano. Se las había ingeniado para tener a su disposición una considerable reserva de voluntad.

Un actor inglés siempre podía ir a América, y muchos lo habían hecho. El padre de Edwin Booth, Junius Brutus Booth, que en su juventud actuó con Edmund Kean, y rivalizó con él en la escena londinense, abandonó a su esposa y su hijo para irse con una florista de Bow Street y huyó con ella a América, donde crearía una nueva familia, tendría diez hijos y sería uno de los grandes actores americanos. Es impensable que un actor americano huyese a Inglaterra y tuviera allí una carrera igualmente ilustre. Nadie esperaba que se quedaran en Inglaterra los americanos aclamados por los críticos londinenses, como lo fue, una generación atrás, Charlotte Cushman por sus papeles de Porcia, Beatriz, Lady Macbeth y Romeo (el de Julieta lo interpretaba su hermana).

A fines de agosto, Maryna y Bogdan regresaron a América tras un rápido viaje a Cracovia. Un fracaso es un fracaso sólo si se reconoce como tal. Dijeron a la multitud de periodistas sudorosos que se daban empujones y gritaban en el embarcadero de la línea Estrella Blanca que el público inglés la había acogido con beneplácito. Sí, dijo ella, haciendo un gesto de asentimiento, había tenido la tentación de quedarse en Londres. («¡No, no, por favor, caballeros, no he dicho que abandono la escena en América!») Pero era cierto que le llenaba de alegría estar de nuevo en América.

América no era sólo otro país. Si bien el injusto curso de la historia había determinado que un polaco no pudiera ser ciudadano de Polonia, sino sólo de Rusia o Austria o Prusia, el curso justo de la historia mundial había creado a América. Maryna siempre sería polaca, eso era inmutable, y tampoco ella desearía que fuese de otro modo. Pero, si lo deseaba, también podía ser americana.

Se puso a planear de inmediato la siguiente temporada neoyorquina y otra gira nacional. Incapaz de perdonar a Warnock por haber estado en lo cierto una vez más, Maryna, tras consultarlo con Bogdan, decidió contratar a un nuevo y entusiasta representante, que respondía al «delicioso» nombre de Ariel N. Peabody.

–Incluso más delicioso de lo que pensábamos -le informó Maryna a Bogdan-. Al recordar lo satisfecho que el señor Warnock estaba de su segundo nombre, pensé que tal vez al señor Peabody le gustaría que le preguntase por el suyo. «¿La N, dice usted?», preguntó él -Maryna ladeó la cabeza como lo hiciera Peabody; la imitación de su voz era extraordinaria-. «Ah, puede que esto le divierta, Madame Marina. Significa -hizo una pausa- quiere decir -un gesto ceremonioso, una inclinación de cabeza- quiere decir "Nada"».

–América nunca decepciona -observó Bogdan.

Nomen, omen. Tal vez revelará que no tiene nada que ver con el señor Warnock. Basta de farsantes, me gusta esta palabra, de joyas perdidas, de perritos falderos, de caimanes, de relatos inverosímiles… nada de todo eso.

–Yo no estaría tan seguro -dijo Bogdan-, pero una Marina Zalenska no necesita un Ariel Nada Peabody que le diga lo que ha de hacer.

«Su éxito ha ido en aumento como una avalancha», anunció el Norfolk Public Ledger. Siguió sumando papeles de Shakespeare, empezando, en 1880, con Medida por medida, al año siguiente, El mercader de Venecia y, finalmente, «la obra escocesa». En cuanto a ser una primera actriz al estilo americano: al finalizar la tercera gira nacional, Maryna creía que dominaba a fondo ese papel.

El papel consistía en desplazarte en tu propio piso sobre ruedas, suntuosamente amueblado, un vagón de ferrocarril privado con grabados al agua fuerte en los cristales de las ventanillas góticas, colgaduras de terciopelo, macetas con palmas, una pequeña biblioteca, un gabinete lo bastante amplio para contener un tocador de caoba y una cama con dosel, mientras los demás actores y tu personal ocupan un segundo coche cama particular; tener un doguillo llamado Indiana; tener una gran acuarela de tu mascota que adorna una pared del salón de tu vagón privado; necesitar la suite más grande y lujosa en los hoteles donde te alojas, los mejores hoteles, y los alimentos más delicados; escribir notas en papel de hilo con un blasón grabado en relieve, las habituales palabras de agradecimiento a quienes han procurado entretenerte o complacerte de otro modo, amables palabras para las deslumbradas mujeres lo bastante valientes para solicitar una entrevista («No puedes imaginarte cuántas jóvenes me escriben a diario pidiéndome consejo sobre la manera de emprender esta profesión, pero ¿cómo puedo estimularlas cuando en América no existen apenas teatros permanentes?»). El papel consiste en codearse con otras leyendas vivientes: Longfellow es tu amigo especial, Tennyson te ha recibido en Londres y Oscar Wilde te ha saludado ofreciéndote un ramo de lirios blancos y te ha anunciado que escribirá una obra para ti. Consiste en no ser convencional, aunque no tan poco convencional como Oscar Wilde: tu particular desafío de la convención (eres una dama y fumas) es la clase de cosas que la gente desea saber de ti. Consiste en ser descuidada con respecto a las posesiones, ser incapaz de tirar nada, adquirir objetos continuamente: al volver del viaje a París («y una breve visita a su Polonia natal») el verano siguiente, desembarcaste con sesenta y cinco piezas de equipaje, según contaron los periodistas neoyorquinos. Consiste en tener muchas residencias: «Pronto ella y su marido, el conde Dembowski, irán a pasar un mes a su rancho al sur de California. La casa principal, cuya construcción finalizó en fecha reciente, fue diseñada por un amigo de Madame Zalenska, el eminente arquitecto y amante del Teatro Stanford White».

En Polonia se te permitía practicar las artes de la complacencia para contigo misma, pero se esperaba de ti que fueses sincera y también que tuvieras ideales. La gente te respetaba por ello. En América se esperaba de ti que exhibieras las confusiones de la vehemencia interior, que expresaras opiniones que nadie tenía que tomarse seriamente, que tuvieras debilidades excéntricas y necesidades extravagantes, que exhibieras tu fuerza de voluntad, la amplitud de tus apetencias, la extensión de tu amor propio, todo ello cosas excelentes.

Cuando paseas en tu berlina privada (Boston, Filadelfia, Chicago), obedeces al impulso de detenerte ante una librería, de donde sales con una docena de obras poéticas encuadernadas en la vitela, el tafilete y la piel de becerro jaspeada de la máxima calidad. Los periodistas informan de que todos sus gustos son exquisitos. Dicen que gasta el dinero regiamente a diestra y siniestra, con la liberalidad de una princesa. Al mismo tiempo, se esperaba de ti que fueses astuta con respecto al dinero y una negociadora implacable, pero también caritativa (te acosan los inmigrantes polacos indigentes, con unas cartas desgarradoras), irreprochable, es decir, respetable, candidata a la vida hogareña y madre abnegada. Una mujer siempre debe declarar que su familia le importa más que su profesión.

Por supuesto, su verdadera familia era la compañía teatral, cuyos miembros, siempre cambiantes, eran cada vez más diestros, gracias al tenaz y flexible adiestramiento de Maryna.

–Se levanta el telón, debes cautivar al público -en ese momento ella podía tomar la muñeca del actor-. Míralo fijamente y entonces embelésalo con la voz. Haz un uso total del diafragma, ¿de acuerdo? – en ese momento ella gritaba-. ¡No chilles ni desvaríes!

Examinaba con ellos los trucos y las trampas del oficio teatral. Les explicaba que morir no debe ser ni rápido ni demasiado prolongado. Les instruía en las técnicas de toser, perder el sentido y rezar. A un actor que tenía el hábito de sufrir entre bastidores debido al pánico escénico mucho antes de su salida a escena, le prescribió «la salida del camerino en el último momento».

–No temáis volveros hacia el fondo del escenario -les advertía-. El rostro puede decir demasiado, pero ante la espalda el público puede interpretar lo que necesita, no más.

Y también:

–No mováis la cabeza al hablar. Eso hace que el cuello pierda fuerza.

Y también:

–No dejéis que la voz descienda. La voz debe ir hacia fuera, pero a otro actor. Vuestra voz se dirige demasiado al público.

A intervalos regulares llegaban paquetes de jengibre natural desde el Chinatown de San Francisco, de modo que Maryna pudiera imbuir en todos los méritos de su compañía los méritos de las frecuentes infusiones de té de jengibre: según ella, tomarlo muy caliente y luego comer las finas rodajas de jengibre que quedaban en el fondo de la taza resolvía casi todos los problemas de la voz. Señalaba que mientras el temor y la inquietud volvían a los hombres más térmicos («¡Térmicos!», exclamaba apreciativamente la señorita Collingridge), por lo que debían prestar atención a las manchas de sudor que aparecen en la parte superior de la indumentaria, las mismas emociones hacen que las mujeres sientan frío, por lo que ellas deben arroparse bien antes de la representación y durante los entreactos. Yo siempre me siento frío como el hielo cuando tengo pánico escénico.

Ella respondió que eso era una tontería.

–Actuar nunca debe ser fácil -comentaba, recalcando la palabra «fácil»-. Eso significa que os habéis olvidado de vosotros mismos, os habéis olvidado de dónde estáis. Jamás, jamás debéis olvidar que estáis en un escenario y, en consecuencia, siempre tendréis miedo. Tienes miedo, pero eres un conquistador. Cuando estás en un escenario, sea cual sea tu papel, eres un conquistador. Cuando estás en un escenario, debes tener la sensación de que eres muy alto. Todo debe enderezarse y contraerse alrededor del miedo. Incluso cuando te embarga el pesar, que es cóncavo, sigues siendo una línea. Y esa línea va directamente a la última hilera de la galería más alta. ¡Mantén la línea! Sé una fuente de luz. Eres una vela. Mantén la espalda recta, no dejes que el cuello se te hunda en los hombros. Nota la llama que se alza desde lo alto de tu cabeza.

De Abner Dixey, despedido tras la primera temporada (había interpretado a Jaques en Como gustéis y Malvolio en Noche de Reyes e, incluso de una manera más inexpresiva, al capitán Levison, el libertino intrigante de East Lynne), se limitó a decir: «No transformaba nada. Un actor transforma».

–La mayor parte de las reglas para comportarse como es debido en el escenario -les decía- también son aplicables a la vida real, excepto -añadía, sonriendo de una manera alegre y críptica- cuando no lo son.

Una de tales reglas es: no reconozcas jamás un contratiempo. Cierta vez, durante una representación de Medida por medida, en la Ópera Taylor de Trenton, el actor que interpretaba a Claudio, el hermano, que ha sido condenado a muerte, al arrojarse a los pies de Isabella para implorarle que acepte la abyecta petición de Angelo (el precio de perdonarle la vida), derribó el banco de la prisión y, manteniendo la misma vehemencia que exigía la desdichada situación de Claudio, alzó diestramente el banco. Cuando cayó el telón tras la última de las numerosas llamadas a escena que Maryna había compartido generosamente con el joven actor, recién contratado por la compañía, la actriz le dijo en voz muy baja: «No intentes jamás solucionar un accidente durante la representación. Eso sólo sirve para que el público se fije en lo ocurrido».

Desde luego, es más difícil hacer caso omiso de determinados accidentes, como cuando, en una representación de Macbeth en el Teatro McVicker de Chicago («¡Naturalmente, era la obra escocesa!»), al intentar estúpidamente su entrada de sonámbula con los ojos cerrados, Maryna tropezó y se rompió un tendón del tobillo. Prosiguió la escena hasta el final sin un murmullo, una muleta o una alteración de su paso.

Tus correcciones son penetrantes, maternales, justas. Tu ejemplo es luminoso.

Los miembros de tu compañía te responden con adulación, temor y una entrega perfecta e inquieta.

Te pavoneas, los asombras. Estás en el cenit. Ahora tienes la sensación de que tus poderes son ilimitados.

Llenaban los teatros y encantaban al público en Colorado. Y tras la última representación, al cabo de una semana en la Gran Ópera de Tabor, en Denver (Julieta, como se titulaba Romeo y Julieta en el programa de la compañía, Adrienne, La dama de las camelias, Un cuento de invierno), Peabody organizó una cena tardía con licor a discreción para la compañía en el salón vacío de su hotel. Cuando Maryna se reunió con ellos, la mayoría de los hombres, y no sólo los hombres, estaban jovialmente bebidos, y la coqueta Laura Fitch, que interpretaba a la malvada reina de Inglaterra en Cimbelino, a Audrey en Como gustéis y a Paulina en Un cuento de invierno estaba sobre la mesa, terminando de recitar:

Aún demasiado jóvenes para saber

Lo que significa padecer,

Nuestra madre nos dijo un día

Que padre en la tumba frío tenía.

Durante largo tiempo la velamos

Y viéndola allí muerta sollozamos;

Y ahora de la mano vamos juntas,

Dos huérfanas desde Suiza a la ventura.

–Ejem -dijo James Bridger, el nuevo Mercutio en Romeo y Julieta, Touchstone en Como gustéis y el fiel Gastón en La dama de las camelias, que estaba enamorado de Laura-. A ver, ¿dónde está mi escenario?

Saltó con la agilidad de Mercutio al mostrador del bar y, llevándose la mano al pecho, voceó:

¡He arruinado mi salud al luchar por la riqueza!

Dijo el banquero en un tono lastimero…

–¡Oh! – y saltó al suelo.

Al ver a Maryna, todos adoptaron una seriedad culpable e infantil.

–¡Por favor! ¡No os interrumpáis por mí!

–Sólo estábamos bromeando, Madame, y recitándonos unos a otros versos burlescos -dijo Cornelia Scudder, la joven actriz a la que Maryna había confiado los papeles de Celia en Como gustéis, Perdita en Un cuento de invierno, Hero en Mucho ruido y pocas nueces y Louise, la hermana virtuosa en Frou-Frou.

–Entonces insisto en que sigáis -a Maryna le gustaba Cornelia. Deslizó la mirada de un rostro a otro-. ¿Nadie quiere actuar para mí? ¿Nadie quiere hacerme reír? – sonrió de nuevo al ver su desconcierto-. Muy bien -añadió, asintiendo gravemente-. Entonces he de actuar para vosotros. Algo que os parecerá de interés especial, por lo menos así lo creo, aunque sea en polaco.

Maryna empezó en un tono susurrante. Su voz modulada se volvió ronca y luego líquida. Al principio su recitación estaba llena de vacilaciones, reveladoras del profundo sentimiento que embargaba al personaje, un sentimiento amoroso, un sentimiento de amargura, insegura de lo que deseaba expresar. Entonces, adquiriendo impulso, pasó a una cadena más alta, burlona. Las frases, rapsódicas y murmuradas, contenían sonidos ásperos y cortantes, una risa ligera, alocada, y luego sollozos y lamentos. Con la mirada perdida, bajó el tono de voz, las palabras entrecortadas por la aflicción, y finalizó con una vibrante oleada sonora que indicaba renovada esperanza y determinación.

Presa del magnetismo de la actriz, los actores la contemplaban en silencio. La señorita Collingridge, sentada frente a Maryna, escribió algo en un papel y lo pasó por encima de la mesa. Maryna frunció el ceño. Finalmente alguien se atrevió a hablar.

–Extraordinario -musitó Horace Petrie, su nuevo Postumo en Cimbelino, Angelo en Medida por medida y Banquo en Macbeth.

–Chiss -emitió Mabel Hawley, quien siempre interpretaba papeles de sirvienta (la nodriza de Julieta, Nanine en La dama de las camelias y Joyce en East Lynne), pero a la que, para acallar su descontento casi desbordante, también se le concedía el papel de la princesa de Bouillon en Adrienne.

–Sea lo que fuere, Madame, me ha atravesado como un arpón -comentó Harry Kellogg, robusto y con bucles, que interpretaba al príncipe de Bouillon en Adrienne, Henri de Sartorys en Frou-Frou, Leontes en Un cuento de invierno y el duque en Como gustéis. Procedía de una familia de balleneros de New Bedford, Massachusetts.

–¿Era un poema, Madame? – inquirió Mabel-. ¿Un monólogo de una antigua tragedia polaca? Maryna sonrió y encendió un cigarrillo. – ¿Qué era, Madame? ¿Qué era? – preguntó Charles Whiffen, su Iachimo en Cimbelino, Claudio en Medida por medida, Orsino en Noche de Reyes y Archibald Carlyle, el marido agraviado de East Lynne.

–Yo sólo… -empezó a decir, mientras desplegaba ociosamente la nota de la señorita Collingridge. Decía: «Ha recitado el alfabeto polaco. Dos veces». Maryna se echó a reír.

–¡Díganoslo! ¿Qué era, Madame?

–Díselo, Mildred. ¿Qué he recitado?

–Una plegaria -respondió la joven, en tono desafiante. Estaba ruborizada.

–Exacto -dijo Maryna-. La plegaria de una actriz. En mi triste y devoto país hay una plegaria para todo.

La señorita Collingridge sonrió.

–Oye, Mildred, has estado estudiando polaco a mis espaldas, ¿no es cierto? – le dijo Maryna a la mañana siguiente, en el tren con destino a Leadville, donde por la noche representarían Frou-Frou. Ataviada con un vestido ligero provisto de encajes, estaba recostada en una chaise longue, sacudiendo un cigarrillo con ademán perezoso. La señorita Collingridge hizo un gesto negativo con la cabeza-. En ese caso, si no te conociera tan bien, diría que eres completamente diabólica.

–Eso es lo más amable que ha dicho jamás de mí, Madame Marina.

–¿Y cómo ha estado, mi alfabeto?

–En inglés decimos: «¿Y cómo ha estado mi alfabeto?».

–Tomo nota -dijo Maryna-. ¿Y el alfabeto?

–Magnífico -respondió la señorita Collingridge, y exhaló un suspiro.

Maryna nunca podía entender por qué en América las artes eran tan sospechosas, incluso para muchas personas cultas, y había tanta antipatía hacia el teatro. Una mujer que le presentaron en el vestíbulo del hotel Plankinton de Milwaukee se jactó de que ella nunca había puesto los pies en un teatro. «Cuando veo una entrada de teatro, cruzo al otro lado de la calle.» Sin embargo, el número de mujeres jóvenes que creían (o lo creían sus madres) haber nacido para la escena en cada ciudad americana era interminable.

Una o dos de ellas podrían llegar a convertirse en actrices. Ninguna de las que veía, y Maryna deseaba ser magnánima, sería jamás una estrella.

Autoridad, idiosincrasia, suavidad… eso es lo propio de una estrella. Y una voz inolvidable. Una podía hacerlo absolutamente todo con la voz, una vez sabía qué notas era preciso acentuar y cuáles debían permanecer a la sombra. El control de la respiración te proporciona ahora lo que necesitas: unas frases inconsútiles, una brillante gama de colores, sutiles variaciones de timbre, la sacudida de un grito o un susurro cristalino o una pausa inesperada. Tu voz se eleva sin esfuerzo, sin apresuramiento y pura, encanta a todo el público que guarda un silencio reverente. ¿Quién no se sentía mejorado de inmediato por la noble súplica de Isabella?

Pero el hombre, el hombre orgulloso,

Revestido de pequeña y breve autoridad,

Ignorando aquello de lo que está más cierto,

Su esencia quebradiza, como mono enojado,

Ante el cielo tan fantásticos ardides realiza

Que hace llorar a los ángeles…

Una podía hacer que cada miembro del público se volviera reflexivo, profundo, aunque sólo fuese por un momento. O bien, con he aquí el olor de la sangre… todavía y un leve movimiento de los dedos en el extremo de un brazo bien torneado y apretado con grave gesto contra el costado mientras contempla la mano paralizada por la culpa (no hay necesidad de olerla ni lamerla ni mantenerla sobre la llama de tu vela) y gimiendo, suspirando, resonando como una campana con Todos los perfumes de Arabia no volverían fragante esta… manita. ¡Oh, oh, oh!, podía estremecer, y estremecía, el corazón de cada espectador.

A veces Maryna supervisaba el ensayo de un actor en un nuevo papel desde medianoche hasta las cinco de la madrugada, se levantaba y tenía su primera cita a las nueve, seguía con las actividades del día y actuaba por la noche. Nunca parecía fatigada. Cuando le preguntaban, como sucedía a menudo, por sus secretos de belleza, al principio replicaba: «Una vida feliz… mi marido y mi hijo, mis amigos, mi trabajo en el teatro, una cantidad de sueño razonable y buen jabón y agua». En América era habitual que una estrella afirmara que, por debajo de la envoltura de los privilegios, era igual que todo el mundo, algo que todo el mundo, con sólo una ligera idea de cuáles eran esos privilegios, sabía que no era cierto. Las admiradoras de Maryna estaban más contentas cuando empezaba por «endosarles» algo que podían comprar: cremas de belleza de Harriet Hubbard Ayer y loción para el cabello Angel Star.

Deseaba encontrar una crema o loción que le gustara, sobre todo desde que, a regañadientes, había empezado a usar el nuevo maquillaje con base de grasa. El nuevo maquillaje, estandarizado como tantas otras cosas de la vida moderna, se vendía en forma de barritas cilíndricas, cada una numerada y etiquetada. Se aplicaba con más rapidez que el maquillaje seco, y era más seguro, si una daba crédito al rumor de que ciertas sustancias químicas utilizadas en la preparación de algunos de los polvos, tales como el bismuto y el plomo rojo y blanco, eran en verdad venenosas. (Ojalá fuese posible utilizar tanto el maquillaje seco como el húmedo, de la misma manera que los vapores que cruzaban el Atlántico, expulsando humo por sus grandes chimeneas, también tenían, por si fallaban las máquinas, un juego completo de velas.) Y Maryna también tenía que resignarse a la iluminación áspera y nada favorecedora. Inodora, segura (¿es la seguridad tan importante?), más brillante (sí, mucho más brillante): lo que asombraba en la calle era un desastre en el teatro. La luz de gas, densa y suave, con todas las manchas y motas que contenía, proporcionaba la necesaria ilusión a muchas escenas, que ahora la luz eléctrica revelaba en toda su mala calidad. Ella había oído decir que Henry Irving y Ellen Terry se habían negado a sustituir jamás el gas por la electricidad en el Lyceum. Pero en América nadie podía rechazar los imperativos de un progreso a menudo desagradable. La luz de gas era obsoleta, y no había más que hablar. La parcialidad americana hacia lo nuevo decretaba que cuanto existe puede ser mejorado. O debería ser sustituido. Maryna pronto olvidó si, con fecha 7 de mayo de 1882, había firmado una carta que publicaron muchas revistas bajo el encabezamiento «Tributo de Madame Zalenska a una invención americana» sólo por la suma que le pagaron o si durante algún tiempo había usado realmente aquel producto nuevo y divertido.

Muy señor mío:

En octubre pasado, cuando me encontraba en Topeka, Kansas, adquirí varias cajas de sus Tabletas de Fieltro (Pulimentador de dientes ideal) y las uso desde entonces. De buena gana añado mi testimonio a muchos otros acerca de su valor, y creo que este invento acabará por sustituir casi totalmente al cepillo de cerdas. Tan sólo temo que en algún momento se me agoten las Tabletas en un lugar donde no las pueda conseguir.

Suya afectísima,

Marina Zalenska

Resultaba más difícil (¿les ocurre siempre a los grandes actores?) recordar la diferencia entre lo que decía y lo que pensaba. Tras haber saludado a su amigo, el señor Longfellow, como el poeta más grande de América (interrumpió una gira para recitar El naufragio del Hesperus en su funeral), Bogdan se atrevió a reprenderla.

–¡No puedes creer en serio que Longfellow es tan buen poeta como Walt Whitman! – exclamó.

–Yo… no lo sé -replicó Maryna-. ¿Crees que me estoy volviendo estúpida, Bogdan? Es muy posible. ¿O tan sólo muy convencional? Eso no me gustaría nada.

Por fin le pidieron que actuara con Edwin Booth, en una representación benéfica de Hamlet en la Metropolitan Opera de Nueva York. Maryna cantó las canciones de Ofelia acompañada por la música que Moniuszko compusiera para ella cuando interpretó a Ofelia en Varsovia, muchos años atrás. «¡Ah, mi padre es un espectro!», gritó Booth cuando Maryna llamó a la puerta de su camerino una hora antes de que se alzara el telón. Quería mostrarle la preciosa partitura original. El actor estaba sentado en la oscuridad, vestido ya para actuar, bebiendo. Ella apenas podía distinguir su rostro enjuto y pretencioso. El camerino olía a orines. Maryna había oído decir muchas veces que aquel hombre había nacido pensativo y triste, que su juventud, volcada en el servicio a un padre tiránico y caprichoso, había sido incómoda y que nunca se había recuperado de la muerte de su joven y muy amada esposa al cabo de tres años de matrimonio, seguida, poco después, por la infame hazaña de su hermano menor, John Wilkes Booth. Ella tenía sus propias razones para estar melancólica, pero ninguna de ellas podía compararse con las del actor. No volvió a abusar de su soledad.

Se sentía serena, y confiaba en que no se debiera tan sólo a que envejecía. Cada noche, después de haberse maquillado y vestido, seleccionaba una escena y se dedicaba a pulir la memorización de las réplicas. Entonces se sentía lúcida, concentrada, inquieta. En su camerino, entre uno y otro acto, con un kimono escarlata y magenta sobre el vestido (regalo del embajador japonés en Washington, un admirador), una bufanda de lana en el cuello para mantener calientes los músculos de la fonación, un cigarrillo en una pequeña abrazadera de oro fijada a un anillo que ponía en el meñique, Maryna reflexionaba, en el regazo una tabla faldera con unos naipes apenas mayores que uñas de pulgar… hasta que la llamada del traspunte le hacía interrumpir el juego.

Cuando una juega al solitario no hace trampas, pero tampoco acepta todas las manos que se sirve, sino que reparte las cartas una y otra vez hasta ver una mano (digamos con dos reyes y por lo menos un as) que le da mayores posibilidades de ganar. A veces pensaba o planeaba algo o recordaba, por ejemplo, a Ryszard. Con frecuencia se trataba tan sólo del deseo sedoso, insidioso, de jugar a otro juego. Había recibido noticias de Ryszard. Éste se había casado. Henryk fue el primero en escribirle al respecto, y luego lo hicieron los demás. Ella sintió la llamarada candente de los celos. (Sí, había sido lo bastante vana para suponer que él jamás amaría a otra.) El remordimiento parecía vaciarle las entrañas, y entonces la ira la dejó helada. (No se le ocurrió pensar que él se había casado sin amor.) Se sirvió las cartas, y perdió. Si pierdes, te ves obligada a jugar de nuevo. Te dices que sólo será un juego más. Pero aunque ganes, todavía querrás jugar de nuevo.

–Deseo hablar con Madame Zalenska y sus hijos -dijo la mujer alta y demacrada que apareció en la entrada del vagón de Maryna.

Una hora atrás se habían detenido en el patio de maniobras de la estación de Lexington, Kentucky, donde pasarían dos noches, y lo extraño era cómo la mujer había burlado la vigilancia de Melville, su avisado mozo de cuerda, quien tenía órdenes de no dejar pasar a nadie excepto los miembros de la compañía. Las mujeres jóvenes que rondaban la entrada de artistas o deambulaban por la acera frente al hotel (si Maryna estaba en su ciudad para actuar durante una semana), confiando en tener un atisbo de su ídolo, incluso se aventuraban a veces hasta los recintos más oscuros de la estación. Pero Maryna vio que aquella mujer no era una aspirante a actriz.

–¿En qué puedo servirla? – le preguntó al tiempo que se incorporaba.

–¿Es usted Madame Zalenska y… -sus ojos azul claro exploraron la larga mesa a la que Bogdan, la señorita Collingridge, Peabody y media docena de actores acababan de sentarse a cenar con Maryna-… son éstos sus hijos?

Maurice Barrymore, de treinta y cinco años (un actor inglés dotado y aspirante a dramaturgo que había sido el Romeo, el Orlando, el Claudio, el Maurice y el Armand Duval de Maryna durante varias temporadas) y Francis McGivern, de sesenta años (su fray Laurence, Angelo, Michonnet y padre de Armand) se echaron a reír.

–¡Silencio, jovencitos, u os daré una zurra y os enviaré a la cama sin cenar! – dijo Maryna-. Como todos sabemos que una gran actriz carece de edad, le agradezco el cumplido, señora…

–Señora Wenton.

–… pero lamentablemente tengo un solo hijo, y está lejos de aquí, en un pensionado cerca de Boston.

–Me refiero a su compañía. Estos también son sus hijos, los hijos de su alma, y su salvación depende por entero de usted.

–¿A cuánto dirías que asciende la población de lunáticos religiosos en América? – le murmuró Bogdan a la señorita Collingridge.

–¿Por qué susurra, señor? Debería usted escuchar lo que le estoy diciendo a su madre.

–No soy actor, señora, por lo que tal vez mi alma esté exenta de peligro inmediato. Y desafío a quien sea que interprete como filial mi relación con esta dama.

Eben Stopford, el Carlos el Luchador de Como gustéis y el Porter de Macbeth, golpeó la mesa con la palma de su enorme manaza.

–Veo que se está burlando de mí.

–¿Quiere que acompañe a esta señora a la salida, Madame Marina?

–No, no, Eben. No te preocupes.

La señora Wenton sonrió exultante, y entonces se acercó a la mesa y miró fijamente a Maryna.

–Permítame que hablemos… una conversación en privado. Aquel a quien más amo me ha enviado a usted en misión sagrada.

–Una conversación en privado. Muy bien. Pero invitaré a reunirse con nosotras al caballero que ha dicho que no es actor.

En el saloncito situado en el extremo del vagón, Bogdan tomó una revista de la mesa de lectura y, cejijunto, se acomodó en un sofá, las piernas cruzadas. Maryna ofreció asiento a la intrusa delante de ella, en el sillón al lado de la estantería. Melville, a quien Maryna decidió no reprocharle que hubiera incumplido su deber de centinela, les trajo café. La inoportuna invitada hizo un gesto de rechazo con la mano, contempló boquiabierta cómo Maryna insertaba algo en un corto tubo dorado que se ponía entre los labios, se inclinaba adelante cuando Bogdan se levantó y encendió una cerilla, cuya llama acercó a la punta del delgado cilindro, y se retrepaba, apoyando la muñeca en la funda protectora que cubría el brazo de la butaca.

–¿Nunca había visto a una dama fumar un cigarrillo?

–¡No!

–Pues ahora lo ve -le dijo Maryna-. Sea tan amable de dominar su asombro y decirme qué quiere de mí, o permítame regresar al comedor.

–¿Puedo empezar ya? ¿Me escuchará?

–Puede usted empezar, señora Fenton.

–Wenton. No sé si podré, con ese humo que le sale de la nariz y la boca.

–Sí que puede. Inténtelo.

–Anoche bajó mi hijo del mundo superior y se me apareció. Mi hijito, que sólo tenía tres años cuando se ahogó en el estanque cerca de nuestra casa, y tenía estrellas en los ojos. «Madre -me dijo-, vete a ver a Madame Zalenska y dile que el suelo del escenario no es más que una rejilla bajo la que están las llamas del infierno. Adviértele, madre, de que si sigue difundiendo malos ejemplos, no habrá misericordia para ella. Un día dará un paso, un solo paso, y el suelo cederá ruidosamente bajo sus pies y caerá al rugiente abismo, y los demás actores con ella».

La señora Wenton miró a Maryna con los ojos húmedos e implorantes.

–Siento lo de su hijo. ¿Cuándo sucedió el terrible accidente?

–Hace muchos años, pero él siempre está conmigo. «Madre -me dijo anoche-, por el bien de la humanidad, vete a ver a Madame Zalenska y ruégale que se salve y salve también a las muchas almas a las que arrastra hacia la corrupción».

–Maryna, no…

–¿Corrupción? Yo no corrompo a nadie.

–¡Sí! – y la intrusa se embarcó en una diatriba contra las obras en las que intervenía Maryna, en particular Adrienne, un argumento que glorifica el escenario; La dama de las camelias, que es la historia de una cortesana, y Frou-Frou, la historia de una mujer frívola que abandona a su marido y su hijito-. Las tres -concluyó-, infernales ideas de autores franceses.

–¿No le satisface que esas tres mujeres desdichadas, Adrienne, Marguerite y la pobre Gilberte, mueran al final de la obra? Aunque sean tan malas como usted dice, ¿no reciben suficiente castigo?

–Pero antes de que sean castigadas, usted, Madame Zalenska, con su arte, las ha hecho parecer muy atractivas.

–¿Entonces también yo debería ser castigada? ¿Es eso lo que me está diciendo?

–Maryna, déjame que… -No, Bogdan, quiero oír todo lo que tiene que decirme la señora Wenton. Quiero comprenderla.

–No hay nada que comprender, Madame Zalenska. He venido en nombre de la moralidad y la religión.

–¿Qué religión, si puedo preguntárselo?

–Soy evangelista. Pertenezco a todas las religiones.

–¿De veras? En América hay tantas clases de iglesias e incluso, según me han dicho, familias cada uno de cuyos miembros pertenece a una iglesia diferente. ¿Y usted cree en todas ellas, Madame Wenton? Es extraordinario. Yo sólo pertenezco a una, la católica romana, y sigo sus preceptos de caridad y amor.

–Doy gracias al cielo porque la mía no es la Iglesia de Roma, pero todos nosotros, romanos o no, conocemos la diferencia entre el bien y el mal. Dios le ha dado a usted talento. Un hermoso talento. ¿Por qué no lo usa para el bien? ¿Por qué presenta unas obras tan inmorales?

–Sin duda no considerará usted inmoral a Shakespeare.

–¡Otro hermoso talento mal utilizado! No en su totalidad, pero sí, ¡la obra de Shakespeare está llena de indecencias! La lujuria, que se hace pasar por amor, es el tema de Romeo y Julieta y de El sueño de una noche de verano, con todas esas parejas que duermen juntas en el suelo, mientras que en Como gustéis y Noche de Reyes aparece una mujer que ¡hace cabriolas en el escenario con las piernas enfundadas en mallas! Y hay brujería en el drama con una esposa que incita a su marido a matar al rey, después de que las brujas profeticen a…

–Por favor, no lo diga -le pidió Maryna.

–¿Decir qué?

–¿Qué obras le gustaría que representara, señora Wenton? Tal vez El misterio de la Pasión.

–¿Es ésa otra vulgar obra francesa? Por el título se…

–No, no, es una obra religiosa que se interpreta en Austria. Su tema son los sufrimientos de Cristo.

–Escúcheme, Madame Zalenska. Tiene una gran presencia, una gran voz. Hay algo que se expresa a través de usted. Es un don femenino. Sea una mujer en un estrado en vez de una criatura pintada sobre un escenario, fingiendo ser alguien que no es. Podría hablar desde el corazón. ¡Debería ser predicadora!

–¿Y qué sería de mi arte?

–¡El arte es un engaño! El mayor engaño del mundo, como la fama.

–¿Y el dinero?

–El dinero no es un engaño sino una trampa.

–Una delicada distinción -dijo Maryna-. Pero la verdad es que no puedo imaginar que una persona americana considere el dinero un puro y simple engaño.

–¿Por qué critica a este gran país que ha sido tan amable con usted?

–¡Ah! – exclamó Maryna. Apagó el cigarrillo y se levantó-. Tiene usted razón. Era una crítica, en efecto, incluso una crítica fácil y nada original, ¿quién no ha denunciado la romántica actitud de los americanos hacia el dinero?, pero tengo derecho, el derecho totalmente americano, a criticar así a mi país de adopción, pues como quizá usted sepa, mi marido y yo este año, siete después de nuestra llegada, nos hemos convertido en ciudadanos americanos. Y créame, tampoco yo creo que el dinero sea un engaño.

–Maryna, es hora… -le dijo Bogdan.

–Sí. Sí. ¿Puedo preguntarle, señora Wenton, si va con frecuencia al teatro?

–Me veo obligada a ir -miraba a Maryna con la cabeza erguida y algo inclinada hacia atrás- para comprobar el progreso de la infamia.

–Entonces sin duda querrá ver la obra que estoy estudiando ahora y que presentaré el sábado en Louisville en el Teatro Macauley. Contiene una escena en la que un joven marido se excita muchísimo al ver a su esposa, que baila una ardiente tarantella y sacude la pandereta delante de él.

La señora Wenton se apresuró a levantarse.

–Tal vez le gustaría que se la baile ahora.

–Insiste usted en su actitud infernal.

–Insisto.

–Mi hijo estará muy decepcionado. «Madre -me dirá-, no has logrado salvar a Madame Zalenska». Confío en que no esté enfadado conmigo -se había dado la vuelta para salir, pero antes de hacerlo se volvió de nuevo hacia la actriz-. Recuerde que las puertas del infierno están abiertas.

–«¡Ah, si el señor Lincoln no hubiese caído en cualquier parte excepto en las mismas puertas del infierno!» -declamó Maryna-. Me han dicho que, después de hallar su trágico fin en el Teatro Ford, todos los teatros cerraron durante semanas, mientras en los servicios religiosos del domingo los clérigos del norte, desde sus pulpitos, lanzaban el juicio de Dios contra mi diabólica profesión.

–Puesto que he nacido y me he criado en Kentucky, no vierto ninguna lágrima por la defunción de ese ateo, el señor Lincoln. De todos modos, un teatro es un mal sitio para morir.

–No me importaría morir en un teatro -replicó Maryna-. A decir verdad, lamentaría morir en cualquier otra parte.

–Rezaré por usted, pobre alma descarriada.

–Ah, señora Wenton, ¿qué puede hacer una con las personas como usted? Usted y la gente de su clase echarán por tierra las posibilidades de que el teatro llegue a ser en este país algo más que un entretenimiento superficial. Ustedes… ¡ustedes arruinarán América!

–En cualquier caso -dijo Bogdan, arrojando la revista al suelo-, nos ha arruinado usted la cena. ¡Vamos, Maryna! ¡Vamos!

3 de diciembre.

La obra con la tarantella. Contorsiones de lujuria. Incursión de una fanática religiosa. Patéticas amenazas y diatribas. Fuego del infierno. Condenación. M. discutidora, fascinada.

4 de diciembre.

Barrunto la razón por la que a M. le estimula esta obra. Es Frou-Frou al revés. La infantil esposa mimada sólo ha fingido ser infantil y tonta, porque así es como a su marido le gusta que sea, pero resulta que es muy inteligente. No abandona a su familia para tener una relación ilícita. El problema: le hacen percatarse de que se ha casado con un hombre indigno de ella. El marido es el culpable, y no le perdona. Ninguna indicación al público de que el hecho de irse a vivir sola (¡para descubrir quién es!) pueda resultar un desastre. La obra le perdona su abandono del hogar y de los hijos. ¡Tres hijos, como en East Lynne!

5 de diciembre.

Si se prohibe el deseo, se hinchará y saldrá a borbollones. La luna es más pequeña que la nube que la cubre. La última estancia en California. Recostado. Murmullo del arroyo. Sonrisas nerviosas y consentidores de vello suave y color cobrizo… Las cosas soñadas adquirían una definición muy nítida. Me entristecí, como si las hubiera perdido. Deseo ensuciado. Empecé a soñar con M. No puedo abandonarla. Jamás, jamás, jamás, jamás.

6 de diciembre.

El este y el oeste. Seguridad y temeridad. El hogar y el peligro. El amor y la lujuria. ¿Incluir a Juan María en la compañía como mozo de cuerda o camarero? ¿Es eso lo que quiero?

7 de diciembre.

Probablemente sea un error hacer en Louisville la prueba experimental de nuestra ya notoria nueva obra del viejo mundo. Le dije a M. que en Kentucky una esposa no puede abandonar a su marido y tres hijos. Kentucky jamás lo permitirá. Tendrá que quedarse y arreglárselas como pueda. La mirada de M. Como mínimo, deberíamos cambiar el título. Los americanos lo interpretan todo al pie de la letra, y el público podría creer que se trata de una obra infantil. El sábado siguiente, la acera ante el Teatro Macauley llena de cochecitos de bebé. Y Maurice cree que ponerle a la esposa un nombre escandinavo ayudará al público a entenderla. Sugiere Thora. Thora y su marido, ¿Torvald? Un poco demasiado escandinavo, ¿no?

8 de diciembre.

Por supuesto, el problema es el final. ¿Aceptarán los americanos la idea de que una mujer abandone a su marido y sus hijos no porque es malvada sino porque es seria? No es probable. Le pregunto a M. si no sería mejor que la obra terminara con la reconciliación de esposa y marido. El parece arrepentido de veras, y ella puede darle otra oportunidad. Y si ella insiste en marcharse, que salga de casa en una helada noche de invierno parece muy inverosímil. Debe de ser casi medianoche. ¿Adonde iría a tales horas? ¿A un hotel, si es que hay un hotel en ese pueblecito? ¿No es todo esto más bien melodramático? ¿No podría ella esperar hasta la mañana?

9 de diciembre.

Le digo que creía que le gustaban los finales felices. «¿Es que no ves por qué quiere ella marcharse?», replica M. Le digo que lo veo perfectamente. Todo el mundo sueña con romper las cadenas del matrimonio y empezar de nuevo. «Sí -dice M-, pero yo no sueño ya con eso. ¿Y tú, Bogdan?». «¿Quieres que responda a ese interrogante?», replico. «Creía que estábamos hablando del modo de finalizar esta obra.» «Marido, marido -dice M-, siempre pensamos en nosotros mismos cuando hablamos de cualquier otra cosa. Sí, responde». «Entonces, ¿por qué no es posible cambiar el final?», le pregunto. «Yo no me marcho.»

11 de diciembre.

M. acepta a regañadientes. Nora (no, ¡Thora!) pensará en marcharse, pero no lo hará. Perdonará a su marido. Si las cosas van bien aquí, podemos restaurar el auténtico final cuando la estrenemos en Nueva York.

12 de diciembre.

Anoche estrenamos Thora. M. magnífica. Maurice muy aceptable en el papel del obtuso marido. Público deplorable. Críticas airadas, incluso con el final feliz. Tal como me temía. Ofensa a la moral cristiana y la familia americana. Y la tarantella, claro.

De la Thora de Henrik Ibsen, con Marina Zalenska en el papel estelar, sólo hubo una representación en Louisville, Kentucky.

Mientras Maryna seguía buscando otra obra nueva, Maurice Barrymore dijo que había decidido escribir una para ella que no podría fracasar, sobre el tema del que ella había hablado a menudo y de una manera tan conmovedora en su presencia: el martirio de Polonia bajo los opresores rusos. El título era Nadjezda, tomado de uno de los papeles que estaba creando para Maryna: una bella polaca cuyo marido ha sido encarcelado por los rusos debido a su participación en el Levantamiento de 1863. El príncipe Zabouroff, jefe de policía, convence a Nadjezda de que ceda a su lujuria a cambio de la promesa de que liberará a su marido, pero Zabouroff ordena que lo ejecuten y devuelve el cadáver acribillado por las balas a Nadjezda. Esta consagra a su hijita a la venganza, toma veneno, cae sobre el cadáver de su marido y muere. Y Maryna interpretaría también a la hermosa hija, Nadine, quien, ya adulta, venga las muertes de sus padres. Zabouroff, siempre disoluto y rapaz, ha invitado a Nadine a su despacho una noche a altas horas. Cuando se abalanza sobre la muchacha, ella logra clavarle un cuchillo que ha tomado de una mesa cercana, dispuesta para su cena íntima. Al final de la obra Nadine toma veneno y muere en brazos de su amado (el papel que Barrymore escribió para sí mismo) al descubrir que es hijo del hombre al que ella ha matado.

Maryna no podía negarse a interpretar la obra. Era el regalo que le hacía Maurice, y éste era un actor espléndido. Ella le tenía mucho afecto. Ojalá el afecto que él le tenía no hubiera inspirado aquella sensiblera caricatura del patriotismo polaco, el sufrimiento polaco, la hidalguía polaca. Por ejemplo, cuando, antes de huir, Nadine coloca dos velas a los lados de la cabeza de Zabouroff y reza una breve plegaria… ¡Maurice, por favor!

–¿Sensiblero? Vaya. Lo que quería decir es que ella se arrepiente de su violencia, ¿comprende? Yo diría que el gesto piadoso es conmovedor, Madame Marina. ¿No le parece?

–No sé, Maurice. Esto es sentimentalismo, no piedad. Nadine puede estar consternada por su propia violencia, pero no arrepentirse. El jefe de la policía zarista merece morir.

Tras unas pocas representaciones en Baltimore, en febrero de 1884 Maryna estrenó Nadjezda en el Teatro Star de Nueva York y actuó más de cincuenta veces durante la gira nacional de primavera y verano.

Al año siguiente, cuando Maryna no siguió interpretando Nadjezda, el tramposo autor envió el texto a Sarah Bernhardt, diciéndole que sería para él un gran honor que leyera su obra. A duras penas tuvo el valor de afirmar que había creado los dos personajes principales pensando en ella.

Y a la Bernhardt debió de gustarle un poco la obra, puesto que la pasó a Victorien Sardou, su dramaturgo habitual y amante: dos años después, la actriz actuó en París, en una obra de Sardou que recordaba demasiado a Nadjezda. Desde luego, Sardou había introducido algunos cambios que denotaban pericia. Un relato que abarcaba más de veinte años había sido comprimido a la acción que tenía lugar entre el final de la mañana de un día y el amanecer siguiente. El fracasado Levantamiento polaco de 1863 había sido convertido en un fracasado alzamiento republicano en Roma a fines del siglo XVIII, la noble esposa polaca en una impetuosa cantante de ópera italiana, y el marido que aguarda la ejecución en un amante ardoroso y pintor. En vez de madre e hija y dos suicidios, había una sola heroína, la cantante, la cual, tras conseguir la libertad de su amante (eso cree ella) y matar al maligno jefe de policía, sube al tejado de un castillo a orillas del Tíber para ver la ejecución fingida que le ha sido prometida, descubre que ha presenciado una ejecución verdadera, salta al vacío y muere.

A Maryna no le conmovió la aflicción de Maurice. Era cierto que ella había abandonado Nadjezda, pero no debería haberle enviado la obra a la Bernhardt. Había recibido su justo castigo.

Aunque al parecer Sardou había conservado las absurdas velas a los lados de la cabeza del jefe de policía muerto, Maryna tenía la sensación de que había mejorado mucho la obra de Maurice. En realidad, ahora que los protagonistas ya no eran patriotas polacos, Maryna empezó a codiciarla. Peabody escribió a Sardou proponiéndole unas condiciones para que Maryna adquiriese los derechos de su obra en América. Antes de que ella pudiera considerar seriamente si iba a portarse de un modo tan abominable con Maurice, Sardou telegrafió su cortés rechazo. ¿Pudo haber sospechado que Maurice se proponía demandarle por plagio? Lo más probable era que la Bernhardt hubiese impuesto su veto. Jamás aceptaría que el papel, entre todos los escritos para ella, que había tenido más éxito pasara a manos de Marina Zalenska.

Desconocedor de la traición que había proyectado Maryna, y desestimada su demanda, el infortunado autor de Nadjezda sugirió plagiar de nuevo su propia obra y convertir la Tosca de Sardou en una historia de la Guerra Civil. Lydia, no, Annabelle, la bella esposa de un espía de la Unión que ha sido sentenciado a muerte por un tribunal militar en Georgia, ruega a un general confederado que salve la vida a su marido. El lascivo general Donnard, que había sido su pretendiente, le hace una oferta despreciable, la cual, sin embargo, no tiene intención de mantener. En el invernadero de la mansión neoclásica de Donnard, George, el jovial mayordomo, ha encendido los relucientes candelabros de plata sobre la mesa dispuesta para una cena a altas horas de la noche, con ostras y champaña, mientras el señor de George aguarda la llegada de la encantadora suplicante que ingenuamente imagina…

¡Ni hablar, Maurice! Ni hablar. Fue Bogdan quien vetó esa idea, y Maryna volvió a interpretar las obras cuyo triunfo ya era seguro.

–Escucha esto, Bogdan. «La actriz más grande de la escena americana es polaca. Realmente, Madame Zalenska no tiene ninguna rival viva, excepto Sarah Bernhardt, a quien», ¡escucha!, «a quien, a mi modo de ver, en general supera».

–¿Quién ha escrito eso? No será William Winter…

–En absoluto -Maryna se echó a reír y entonces imitó la voz chillona de Winter-. «Los americanos deben permanecer unidos en su férrea determinación de impedir un uso inmoral del teatro que se realiza so capa de un propósito serio. Me refiero a la moda de presentar repugnantes "obras problemáticas".» ¡Cómo detestaba nuestro empeño en presentar una obra de Ibsen! ¿Recuerdas?

–¿Esa mujer que nunca deja de adorarte, Jeannette Gilder?

–¡Ni siquiera ella! Un crítico de Theatre a quien no he visto jamás.

–Entonces lo has conseguido, Maryna. Has ganado.

–Ahora sólo falta que me crea lo que leo.

Al año siguiente haría una gira nacional con Edwin Booth: sería la Ofelia de su Hamlet, la Desdémona de su Otelo, la Porcia de su Shylock, y en Richelieu, un drama de Bulwer-Lytton con el que Booth había tenido un éxito sólo superado por su Hamlet, interpretaría a Julie de Mortemar, la indefensa pupila del cardenal. ¡Otra víctima femenina!

–Pobre Maryna -dijo Bogdan-. La tensión que semejante vida causa a su credulidad. Críticos obsequiosos, que quizá no se atrevan a hacer otra cosa más que alabarla. Un marido insincero, que quizá no se atreva a decirle la verdad, pero que sin embargo ha tratado de hacer saber, sin decirlo… lo que dicho sin ambages sería demasiado rudo.

–Si quieres dejarme, deberías hacerlo -replicó Maryna-. Ahora soy lo bastante fuerte.

–¿Hago la maleta, me quito la alianza de boda y te la tiendo bruscamente, abro la puerta, cierro de un portazo y salgo a la noche nevada?

–Esa no es la única clase de vida que podrías llevar.

–Lo mismo podría decirse de mucha gente -dijo Bogdan.

–Pero, Bogdan, ahora te lo estoy diciendo a ti.

–Crees que soy un cobarde.

–No, creo que me amas. Con un amor de marido… amistad… pero, como ambos sabemos, hay otras clases de amor -tendió una mano mientras terminaba de recogerse el cabello en la parte posterior de la cabeza. Él le pasó la caja de bastoncitos de maquillaje-. Espero que me creas si te digo que siempre deseo que encuentres lo que necesitas.

–No lo haré.

–¿No?

–Estoy demasiado formado, soy de una pieza, estoy acabado. Tú eres mi América. Todavía tú. Cuando estaba… allí… no puedes imaginarte cuánto te echaba de menos.

–Y no puedes imaginar, querido Bogdan, porque yo misma no lo he comprendido, cuánto te quiero. ¿Te gustaría que intentara de nuevo abandonar el escenario?

–¡Maryna!

–Lo haría por ti.

–Maryna, cariño, te prohibo que pienses siquiera en la posibilidad de hacer semejante sacrificio por mí.

–No sé si sería un sacrificio tan grande -se estaba embadurnando la frente y las mejillas con una fina capa de mantequilla de cacao-. Como dices, he ganado… aunque esa palabra no me gusta. Sólo me queda seguir adelante, repetirme, procurando no volverme vulgar ni rancia. ¿En qué clase de monstruo me habré convertido cuando haya hecho veinte giras nacionales? ¿Treinta? ¿Cuarenta? – soltó una risa juvenil-. ¿Cuándo incluso yo me haya resignado a interpretar el papel del aya de Julieta? ¡No, jamás podré resignarme a ser el aya! Preferiría interpretar a una de las brujas de Macbeth.

–¡Maryna!

–Me encanta escandalizarte, Bogdan -le dijo ella en el más gangoso de los tonos-. Macbeth. Lo diré de nuevo. Macbeth. ¿Crees que nos fulminará un rayo?

–Siempre puedes encantarme, Maryna. Me encantas hasta desquiciarme. Subí de veras en el aero con Juan María y José. He seguido volando con ellos.

–Así lo creía. Qué valiente eres.

Ella se levantó y le tocó la cara.

–Qué amable eres -dijo Bogdan-. Creí que desaparecería dentro de mí mismo. Tal vez confiaba en que el aparato se desplomaría y estrellaría contra el suelo.

–Pero no ocurrió, mi querido Bogdan -le besó en los labios, y él la abrazó-. Y ya ves, ningún rayo. Aunque habría sido delicioso morir juntos ahora. El estrépito, el fuego, las cenizas.

–¡Maryna!

–Y ahora, puesto que has logrado hacerme llorar, debes abandonar mi pequeño reino, ¿Cómo voy a ponerme el maquillaje si estoy bajo una llovizna de reconciliaciones? Vete, amor mío. ¡Vete! – su sonrisa era radiante-. Y asegúrate -entreabrió la boca y contempló el techo, al notar la punzada del recuerdo-, asegúrate de correr el pestillo para que no entre ningún intruso inoportuno.

Maryna tomó asiento y se contempló en el espejo. Sin duda lloraba porque era tan feliz, a menos que una vida feliz sea imposible, y lo máximo que puede conseguir un ser humano sea alcanzar una vida heroica. La felicidad se presenta en muchas formas, haber vivido por el arte es un privilegio, una bendición, y las mujeres tienen talento para renunciar a la satisfacción sexual. Oyó el ruido de la puerta del camerino al cerrarse. Prestó atención, hasta que oyó el sonido del pestillo.

Nueve

–Verá usted, querida Marina… Confío en que no se preocupará del «Madame Marina» y el «señor Booth» ahora que estamos a solas y yo exhausto, saciado de aplausos y tan bebido como necesito estarlo… Debo decirle que no he aprobado su gesto de esta noche, cuando ha ido al frente del escenario y me ha tocado. No tengo nada que objetar a que me mire continuamente, haciendo caso omiso de los demás presentes en la sala de justicia. Ambos estamos de acuerdo en que el discurso se dirige a Shylock. La clemencia tiene esta cualidad, que no se fuerza, sino que cae del cielo como la suave lluvia. No, eso no es cierto, pero no es de lo que se trata, lo que quiero decir es, es… Porcia intenta convencer a Shylock, y así conmoverle. Él no se conmueve fácilmente. Tiene demasiados motivos de queja. El desgraciado individuo puede conmover a Porcia, pero ella nunca debería tocar a Shylock, aunque sólo le toque el hombro. Ni el hombro ni ninguna otra parte. ¡No hay que tocarle! Shylock sufre. [Mira fijamente el vaso que tiene en la mano.] Y el sufrimiento le vuelve a uno muy… irritable. [Alza la vista.] Supongo que usted quiso mostrar que Porcia es muy femenina bajo su toga roja de abogada, muy femenina, y por lo tanto sabe, sin necesidad de que se lo digan, que el ogro tiene sentidos, afectos, pasiones, heridas. Pero ese gesto es neciamente sentimental. [Sacude la cabeza.] Tiene usted un sentimentalismo monstruoso, señora, ¿nunca se lo habían dicho? Por mi parte prefiero los gestos amplios y airados. Lo cual no significa que no la toque a usted antes de que termine la velada, si bebo un poco más. No me diga que está casada o que ya no es joven o algo por el estilo. Tiene trece años menos que yo, a menos que mienta acerca de su edad, como lo hace toda mujer atractiva que puede hacerlo sin temor a que no la crean, pero dejemos eso, lo de tocarnos y el resto, para más tarde, cuando se nos antoje. [Se acerca a la chimenea.] De momento sólo insistiré en que beba conmigo. ¿No opone una resistencia de gran dama? Una señal excelente. Excelente. Pero que asienta y sonría, con esa sonrisa infaliblemente seductora, y se toque el encantador cabello, no es suficiente. Quiero oír un claro: «Sí, Edwin. Sí… Edwin». ¡Bravo! Bien hecho. [Apura el licor.] ¡Y «bien hecho» a ti, Ned! [Deja el vaso vacío sobre la repisa.] De niño me llamaban Ned, pero usted no puede llamarme así, no cuando acaba de empezar a llamarme Edwin. Ned sería demasiado íntimo, ¿no le parece? Y tanto usted como yo nos arreglamos mejor con unas modestas dosis de intimidad. Somos actores. [Pone el pie derecho en el guardafuego.] ¿Desearía ser de nuevo una niña, Marina? Ah, usted tampoco. Eso es algo que tenemos en común. Aunque sospecho que usted y yo no tenemos mucho en común, aparte de ser actores. Le concedo que eso es bastante. ¿No es cierto, Marina? ¿Me escucha con una atención completa, Marina? Observo que, azorada, su mirada vaga, digamos, al busto de Shakespeare que está encima de la estantería. Siga mirándolo. Encontrará un retrato o un busto de Shakespeare en cada sala de esta casa. ¿Quiere que se lo baje? [Se dirige a la estantería.] ¿No? Creo que preferiría mucho más mirarme a mí. [Da unas palmaditas a la cabeza del busto de Shakespeare.] Actuar, Marina, es lo que usted y yo hacemos. Esta noche hemos actuado ante el público. Tolerablemente bien, podría añadir. Y, sin público, seguiremos actuando entre nosotros, ¿de acuerdo? Pero, por supuesto, seremos de una sinceridad perfecta. [Hace una reverencia teatral.] ¿A quién interpretaré? Creo, déjeme ver, creo que encarnaré a Edwin Booth. Qué idea tan sobresaliente. Parece un individuo mucho más interesante que Shylock, y tan desdichado como éste. Famoso y desdichado, meditativo, espléndidamente dotado para interpretar papeles trágicos. Sin embargo, no me considere demasiado tiránico, preferiría… esta noche… que usted no interpretara a Marina Zalenska. [Saca una botella de whisky de un armario.] ¿Podría considerar la posibilidad? Sólo para seguirme la corriente. Sin duda tiene usted varios otros yoes en su repertorio. Creo realmente que es muy divertido que durante los diez últimos años todo el mundo haya convenido en que la actriz más grande en el mundo de habla inglesa es una polaca. Una polaca con acento. Sí, Marina. Ya nadie menciona su acento, eso forma parte de su magia, pero lo cierto es que resulta la mar de evidente. Ah, por el amor de Dios, no haga ese mohín, mujer. No negaré que, con acento y todo, su dicción es mejor que la de la mayoría que tiene el inglés como lengua materna. ¿Otro vaso? Estupendo. Siento curiosidad por ver si le hará efecto. [La rodea.] Es usted encantadora, Marina Zalenska. O bien soy del todo sincero o bien sólo quiero halagarla. ¿Qué le parece? O ninguna de las dos cosas. Tal vez soy un loro. [Grazna como un loro.] No se alarme. Mi padre lo hacía a veces, entre bastidores. Sonreía tontamente, chillaba y graznaba. Poco antes de salir a escena y volverse al instante noble, elocuente y melodioso. ¿Qué le estaba diciendo? Ah, sí, ellos decían: «Es la persona más encantadora que jamás he conocido». ¿No le preocupa eso jamás, Marina? ¿No se pregunta nunca qué debe de haberse hecho a sí misma, en nombre de Dios, para que la encuentren tan encantadora? [Le besa la mano.] Probablemente sepa que no tuve éxito con la interpretación de Romeo y pronto lo eliminé de mi repertorio. En cuanto a Benedick… ¡jamás fui un buen Benedick! Jamás podía ser lo bastante ligero. Hay algo en mí que me mantiene apegado a la tierra, y nunca podré superarlo y emprender el vuelo. Ah, bueno. Debemos hacer lo que mejor hacemos. ¿No está de acuerdo? Lo que más me gusta es encarnar a personajes malvados. Es una lástima que no figure Ricardo III en la gira. [Se contorsiona, se vuelve deforme.] Ése fue el primero de los grandes papeles de mi padre. Y usted ha sido Lady Anne, aunque todavía no conmigo, ¡ay!, la dama que no puede resistirse a Ricardito el Giboso cuando hace el papel de amante. [Se endereza.] Dígame, ¿es usted tanto más joven que yo? ¡No se ruborice, mujer! ¿Cree que aquí estamos en el escenario? ¿Y bien? Su secreto estará a salvo conmigo. Veo que titubea. Veo que quiere complacerme. Eso había pensado. Bueno, veo que aún tiene siete años menos que yo, y con muy buen aspecto, algo esencial para una mujer. ¿Soy demasiado sardónico? ¿Tiene necesidad de algún bálsamo? Todos los actores necesitan que los halaguen. ¿Quién sabría esto mejor que Edwin Booth? Veamos, ¿qué podría decirle para complacerla que también sea cierto? Ah, sí. [La señala con un dedo.] Camina bien. Esta noche me ha gustado su manera de andar. No olvida que la obra está ambientada en Venecia. Porcia camina como si pisara mármol. No lo olvidaré, lo cual significa que lo robaré. A partir de ahora, Shylock también caminará sobre mármol. [Se desplaza por la sala. Su manera de andar se vuelve afectada. Se detiene. Ríe.] Como ve, aún estoy trabajando el papel al cabo de tantos años. Cuando mi padre tenía que interpretar el papel de Shylock, iba por ahí mascullando en hebreo. O algo que sonaba como el hebreo. Cierta vez, cuando interpretaba a Shylock en Atlanta, entró en el mejor restaurante de esa ciudad, pidió jamón y verdura y cuando el camarero se lo sirvió, arrojó el plato al suelo, gritó: «¡Impuro! ¡Puaf! ¡Impuro! ¡Puaf!» y salió enfurecido del local. Por mi parte, como soy la encarnación de la racionalidad, no pienso en Shylock ni un solo instante cuando no estoy en el escenario con la túnica marrón oscuro de judío y el fláccido sombrero amarillo leonado, sosteniendo con la mano derecha el nudoso bastón. [Le tiende la mano.] Tampoco pienso como Otelo, excepto cuando me he embadurnado de hollín para convertirme en el Moro. Ni siquiera como Ricardo III, por más que me guste el papel. Y lo mismo digo con respecto a Richelieu. Hamlet… quizá. Podríamos decir que tengo una debilidad por Hamlet. No porque todo el mundo crea que me parezco a Hamlet. ¿Yo me parezco a Hamlet? Como diría mi padre, ¡puaf! De todos modos, Hamlet me recuerda algo que hay en mí. Quizá sea que Hamlet es actor. Sí, Marina, en eso se resume todo. Está actuando. Parece ser una cosa, ¿y qué hay por debajo de esa apariencia? Nada. Nada. Nada. El traje negro como la tinta que lleva en la corte, en la segunda escena. Ese tenaz y aparatoso duelo por su padre. A todo el mundo se le muere el padre, como le recuerda Gertrudis, y tiene razón. ¿Por qué te parece tan particular? Y Hamlet grita, está gritando, ¿sabe?, ¿Parece, señora? No, lo es; no sé lo que es «parece». Pero sabe lo que es «parece». No sabe nada más. Ese es su problema. Hamlet daría cualquier cosa, lo que fuese, por no ser actor, pero está condenado a serlo. ¡Condenado a ser actor! Espera a abrirse paso por entre la apariencia y la actuación, y sólo ser, pero al otro lado de la apariencia no hay nada, Marina, salvo la muerte. Salvo la Muerte. [Mira a su alrededor en la sala.] Estoy buscando mi calavera de Yorick. ¿Es posible que se me haya extraviado? ¡Yorick! Quiero decir, ¡Philo! ¿Dónde estás? ¿Qué has hecho con esa calavera? [Abre el escritorio de tapa rodadera. Arroja unos papeles al suelo.] ¡Un accesorio, un accesorio! ¡Mi reino por un accesorio! Mi última frase habría sido mucho más resonante si pudiera haber blandido una calavera. Salvo la muerte. Salvo la Muerte. ¿Ha oído la M mayúscula en la segunda «muerte»? De tales detalles están hechas las grandes interpretaciones. Pero estoy seguro de que la ha oído, Marina. ¿Qué mejor público que usted podría tener un trágico abrumado? [Le tiende la mano.] Mi princesita. Mi reina polaca. Ha consentido amablemente en hacer compañía a Ned mientras éste se da a la bebida. Sabe que es del todo inofensivo, dado que está tan borracho, de modo que su virtud está a salvo. Aunque sea una respetable mujer casada, no tan joven, etcétera. Pero tenga cuidado con el viejo Ned. Es un tipo astuto. [Hace una pirueta.] Puede que sólo finja estar bebido. Tal vez sólo esté trastornado y, en consecuencia, sea un poquito, nada más que un poquito, peligroso. Como Hamlet, también él es astuto. Finge que no está actuando y da lecciones de actuación a los demás. Di tu parlamento, por favor, como te lo he recitado, como brincando en la lengua. ¿No cree que sus instrucciones a los actores son bastante evidentes? Mucho. Acomoda la acción a la palabra, la palabra a la acción. ¡Vamos, si es tan banal como Polonio! ¿Dónde está el fuego? ¿Dónde está la temeridad? Tal vez debería interpretar a Hamlet de puntillas, toda la obra de principio a fin, como mi padre interpretó cierta vez a Lear en Buffalo. O susurrando, como interpretó en una ocasión a Yago en Filadelfia. Claro que mi padre estaba loco o borracho o ambas cosas. No es fácil decidirse por una de ellas. Como yo, ¿es eso lo que está pensando, Marina? ¿No lo es? Ah. Creía que iba a ser sincera con su viejo amigo Ned. [Se sienta junto a ella en el diván.] ¿Pero está Hamlet loco? Ha corrido mucha tinta sobre ese particular. Yo diría que Hamlet debe ser considerado loco porque sólo un loco pensaría en disfrazarse de loco, cuando hay tantos otros disfraces entre los que elegir. Pero tal vez no, tal vez no haya tantos disfraces entre los que elegir. Supongamos que el de loco es el único disponible, qué le parece, Marina, en cuyo caso la elección de Hamlet tiene perfecto sentido. Un excelente, racional, encantador… príncipe de Dinamarca, siempre lo digo. Una pizca desdichado, es cierto. En realidad, muy desdichado. Pero si ser desdichado equivaliera a estar loco, entonces todos estaríamos locos. [Se quita los zapatos y se restriega los pies.] ¿La estoy aburriendo? Espero que no, porque ahora llego a su papel. [Se pone en pie de un salto.] Pero Ofelia sí que enloquece, por lo que no es interesante. Delira acerca de las flores. Hamlet no se portó bien con ella. Pobre chica. Hamlet hundió su hoja en el vientre del padre de Ofelia. Bueno, su madre le estaba poniendo nervioso. Y él creyó que había una rata detrás de la cortina. [Toma el atizador de la chimenea y lo blande como una espada.] Y entonces se arrojó al agua. ¿Comprende lo que es la locura, Marina? No lo creo. Apostaría a que es muy experta en tener a raya sus pesares. No del todo, claro. ¿Me equivoco? Un poquito, sólo un poquito de sufrimiento. Ah, ustedes los europeos. Ustedes inventaron la tragedia, por lo que creen que tienen su monopolio. Y nosotros, los americanos, todos somos optimistas ingenuos. Muy bien. En este mismo momento noto un acceso de optimismo ingenuo. ¡Qué placentero! Ahhhhhh… ¿Otro whisky, Marina? ¿Sabe? La única vez que le he visto hacer que Ofelia parezca loca de veras fue la semana pasada en Providencia, cuando, algo fuera de lo corriente en usted, estaba distraída, puede que por mi culpa, pues estaba a su lado entre bastidores, haciendo rechinar los dientes, y usted salió a escena en el cuarto acto con las manos vacías y, sin la menor turbación, procedió a distribuir su ramo a Gertrudis, Claudio y Laertes. Unas flores invisibles. Mi padre lo habría apreciado. [Se sirve un vaso.] ¿Le he dicho que mi padre graznaba como un loro? Recuerdo un Hamlet en Natchez, cuando, durante la escena de la locura de Ofelia, una voz fuera del escenario empezó a cacarear como un gallo y, ciertamente, era mi padre, encaramado en lo alto de una alta escala en los bastidores. [Cacarea.] De esta manera. Así pues, querida Ofelia, mire a su alrededor cuando enloquezca. Puede ser contagioso. Mi madre se preocupaba mucho cuando mi padre viajaba, y a los catorce años me hizo ir con él para que le hiciera de guardarropa y acompañante. ¡No para que aprendiera a actuar, nada de eso! Johnny tenía que ser el actor, el heredero. Mi padre decía que yo debería ser ebanista, y por eso fue para mí una gran señal cuando me invitó a comer Shakespeare con él una noche, en Waterbury. Pensé que era amargo. A él le parecía delicioso. Unas páginas de Lear. Mientras que Hamlet, estábamos hablando de Hamlet, era un príncipe que esperaba, y esperaba correctamente, ser su heredero. [Vuelve a la chimenea.] ¿No cree usted que el loco es el padre de Hamlet? Me parece que hay que estar completamente loco para convertirse en fantasma y volver para aparecerse a su hijo. Pero por lo menos Hamlet no tenía un hermano que pudiera volver y aparecérsele. ¿Sabe? Después de que Johnny pegara el tiro, saltó desde el palco presidencial al escenario y gritó su réplica. Sic semper, ya sabe. Y se rompió la pierna. [Se acerca cojeando a la mesa.] Estoy a punto de tomar otro trago, Marina. ¿Sí? Una señal de que se acercaba el paroxismo del apetito de mi padre por el licor era su empleo de cierto gesto, así [hiende el aire con la mano derecha por encima de la cabeza], y si yo trataba de impedirle que bebiera, lo cual formaba parte de mi trabajo, hacía ese gesto ominoso y gritaba: «¡Váyase, joven, váyase! Por Dios, señor. Le haré embarcar en un buque de guerra, señor». Pura necedad, como puede ver. No podía hacerse nada por detenerle. Sólo desvestirle y limpiarle el vómito. [Alza el vaso.] Por ti, viejo topo. Era un gran actor. Debe usted creerme, Marina. Grande de veras. Asombró a Londres en su papel de Ricardo III cuando tenía veintiún años, y fue saludado como el rival y sucesor de Kean. Y pocos años después hizo su debut en Nueva York con el mismo papel. Mi padre como el malvado jorobado formó parte de mi vida desde la primera infancia. Salía al escenario por la izquierda, en medio de una tormenta de atronadores aplausos. Lo primero que uno veía era su pie alzado que salía de los bastidores, seguido por el resto del cuerpo, la cabeza gacha. Cruzaba lentamente el escenario hasta las candilejas, tocando distraídamente con el pie la espada que mantenía separada del cuerpo sujetándola por el tahalí. Han pasado cuarenta años y todavía oigo el sonido de la espada y percibo el extraño silencio de tres mil personas esperando a que él abra la boca. Ha llegado el invierno de nuestro descontento… Supongo que el estilo interpretativo de mi padre era ampuloso y afectado. Desde luego, hoy se le consideraría así, según nuestros criterios. Nadie le llamaba introspectivo e intelectual, como me lo llaman a mí. [Se ríe.] Obedecía a sus terrores. Reconocía al diablo que había en su interior. Mi padre había jurado no comer jamás carne, «carne muerta» la llamaba, y cierta vez que rompió esa regla, hizo penitencia llenándose los zapatos de guisantes secos, y luego les puso unas suelas de plomo y emprendió con ellos el pesado camino a pie entre Baltimore y Washington. Creía ser malo. Sabía, a intervalos lo sabía, que estaba loco. «¡No sé leer! ¡Soy un huerfanito! ¡No sé leer! ¡Llevadme al manicomio!», gritó cierta vez en medio de una representación de Lear en el Wieting de Syracuse. Se lo llevaron del escenario a empujones, entre la rechifla del público. Pero esa clase de arranques en el escenario eran infrecuentes. Oh, ¿qué ven mis ojos? ¡Todavía estoy descalzo! [Vuelve a calzarse.] Cotorreo sobre mi padre porque me duele mucho hablar de mi hermano. Cuando hablo de Johnny me echo a llorar. [Alza la mano con gesto imperativo.] Todavía no. Espere. «Matar a un rey, ésa es la gran hazaña», declamaba Johnny. «Ya veréis, pronto el apellido Booth será conocido en todas partes.» Creía que era una pose de Johnny. ¿Cómo se puede tomar en serio a un actor? Es todo melodrama, vanidad, jactancia. Un actor siempre trata de hacerse interesante. Primero ha de ser interesante para sí mismo. Luego para el prójimo. ¿Se considera usted interesante, Marina? [Desvía la vista del vaso.] Amenazas, augurios… y sólo oímos lo que queremos oír. ¿Le hizo caso la esposa de Lincoln cuando el Gran Emancipador le contó el sueño que había tenido, en el que iba a la deriva, solo, por un río oscuro? No, se fueron al teatro. [Se ríe.] A Johnny ya se le admiraba mucho. Quién sabe si no habría tenido más éxito que yo, incluso que mi padre, si no hubiera… si hubiese vivido. Era maravilloso en los papeles románticos. Romeo, todos ellos. Los malvados no eran para él, Ricardo III, Yago y el señor escocés, o los grandes ilusos, como Hamlet y Otelo. Recibía cada semana centenares de cartas de mujeres y muchachas enamoradas, por no mencionar las misivas de las mujeres lo bastante afortunadas para que él les concediera sus favores. [Empieza a llorar.] Johnny quería ser amado. [Se saca un pañuelo bordado.] Si lloro ahora, ¿pensará usted que éstas son lágrimas de actor? Lo son, usted lo sabe. ¿No tiene ojos el actor? ¿No sangre si le pincha? Yo estaba actuando en el Teatro Boston cuando sucedió. Primero se creyó que era una conspiración de la familia, y detuvieron a Junius, mi hermano mayor, pero no tardaron en dejarle libre. A mí no me detuvieron, pero la policía vigilaba mis movimientos. Todos los Booth recibieron amenazas de muerte. [Se mira las manos.] Johnny y yo nos peleabamos como demonios sobre política, porque yo estaba a favor de la Unión y la abolición de la esclavitud. Había votado dos veces a Lincoln. Johnny creía haber matado a un tirano. Esperaba que le aclamaran como a un héroe. Su muerte fue atrozmente dolorosa. Y los Booth siempre serán su familia. ¿Qué es un actor comparado con un regida, no, el asesino de un santo? ¿Por qué no me lincharon? Yo estaba dispuesto. Cuando, muchos años después, alguien intentó asesinarme (y no fue alguien que odiaba el teatro, sino un amante del teatro, un lunático fascinado por el teatro, dijeron los periódicos) ya no estaba dispuesto. Histriomanía, creo que se llama esa clase de locura. Conoce usted la historia, ¿verdad? ¿No? [Vuelve a sentarse.] Sucedió en Chicago, en el McVicker, durante la representación de El rey Ricardo II. Un tal Mark Gray y su pistola estaban en la segunda galería. Yo estaba en el escenario, en una mazmorra del castillo de Pomfret, recitando el último soliloquio del joven rey.

Estoy ideando cómo podría comparar

esta prisión donde vivo con el mundo;

pero, como el mundo es populoso

y yo soy la única criatura en la prisión,

no puedo hacerlo.

Me disparó dos veces, y sobreviví porque había cambiado mi gesto habitual. Al decir no puedo hacerlo siempre me cubría un momento la cara con las manos, pero esa vez, obedeciendo a un impulso, me levanté. [Se levanta.] ¿Y qué sucedió después de que el pobre tipo fallara el disparo? Oh, aquélla fue una buena representación. El gran trágico -es decir, yo, Marina, su humilde servidor- avanzó con calma hacia las candilejas y, señalando al loco, pidió que lo prendieran pero que no le hicieran daño, salió un momento del escenario para tranquilizar a su esposa, quien, hallándose como de costumbre entre bastidores, se había puesto histérica, regresó y, serenamente, finalizó su actuación. [Se ríe.] Mi sangfroid fue objeto de gran admiración. ¿Quién podía saber que el corazón me saltaba en el pecho como un león? ¿Y que siguió golpeándome en el pecho hasta que hubo pasado otro día con su noche? Había sido muy valiente, o lo había parecido. Pero incluso en ese aspecto el tiro me salió por la culata, porque varios periódicos afirmaron que había amañado aquel atentado contra mi vida a fin de tener más publicidad para mi semana de actuaciones. Un truco publicitario. ¡Santo Dios! Pero una sociedad en la que todo está a la venta y cada ocasión digna se barnumiza tiene que terminar convirtiendo en cínico a todo el mundo. Supongo que la única manera de convencer al público de que no había contratado a un lunático para que disparase contra mí habría sido que me hiriese de gravedad, o mejor todavía que me hubiese matado. Así podrían hablar alegremente de la trágica maldición de la familia Booth y todo lo demás. [Se sirve otro trago.] Más tarde hice que extrajeran del decorado donde se había incrustado una de las balas, que me pasó casi rozando la cabeza, y la montaran en un cartucho de oro con la inscripción «Para Edwin Booth, de Mark Gray», y la llevo como un amuleto pendiente de la cadena del reloj. ¿Quiere ver la siniestra reliquia? [Se saca el reloj de bolsillo.] Diablos, se ha hecho tarde. No es que esté cansado. Su presencia, Marina, me ha… reanimado por completo. ¿Me vio por primera vez, cuándo ha dicho, en el California, hace trece años? Entonces era mucho mejor. Mucho mejor. Le gusta admirar, ¿no es cierto? A mí también. Bebamos por Henry Irving. No, está equivocada. Es un actor muy bueno. Es posible incluso que su Hamlet sea mejor que el mío. [Alza el vaso.] ¿No beberá por Irving? Por Dios, que leal es usted, mujer. Casi me siento conmovido. No diré que mi Hamlet carezca de mérito. La verdad es que tengo el mérito de haber introducido una bonita innovación escénica para el perturbado danés. Cuando me preparaba para interpretar a Hamlet en el Winter Garden compré una espada con piedras preciosas incrustadas en la empuñadura, me la llevé a casa y la colgué al pie de la cama. Me pasé la noche levantándome y encendiendo cerillas para verla, cambiando su posición, hasta que se me ocurrió que -¡Protegednos, ángeles y ministros de la gracia!- la espada era en realidad una cruz y, con la empuñadura alzada, se podía usar para proteger a Hamlet contra el espectro de su padre. Por supuesto, un exceso de originalidad destruirá a Shakespeare, pero un poquito, sólo un poquito de originalidad, como usted podría decir, querida Marina… he sido un príncipe de Dinamarca original y loco de veras. Cuentan que la señora de David Garrick se acercó a Kean y le dijo: «Davy hacía una cosa maravillosa en la escena del gabinete de Hamlet, y usted no la hace. Volcaba una silla cuando veía al espectro». Kean lo intentó. Cuando vio al fantasma se levantó, puso el talón bajo la pata de la silla y la derribó. Pero nunca pudo hacerlo bien. Pensaba: «¿Es esto correcto?». ¡Fatal! [Vuelca una silla.] Como ve, uno no puede repetir nada. Puedo volcar una silla hasta el día del Juicio, y jamás lo haré como lo hacía Garrick. [Derriba otra silla.] ¿Le gustaría intentarlo? Tal vez una mujer podría hacer ahora el gesto. ¿Por qué Ofelia, traspasada de dolor, no podría volcar una silla? Dése prisa, Marina, si quiere robarme la idea. Ahora todo va más rápido. Es la vida moderna. Nunca me acostumbraré a ello, claro que no tengo necesidad de acostumbrarme. Ni usted tampoco. Recuerdo un director teatral de California, cuando yo era muy joven, cuya idea de hacer un ensayo consistía en gritar a la compañía: «¡Deprisa! ¡Esto no va sobre ruedas! ¡Más brío! ¡Más brío! ¡No esperéis las entradas!». Me gustaría verle ensayando Hamlet. Con Hamlet tienes que ir despacio. Oh… qué… canalla… y palurdo esclavo… soy. Fue la debilidad lo que me hizo volver al escenario. Tras la… calamidad, y dado el odio justificado hacia cualquiera que se llamase Booth, decidí abandonar el teatro para siempre. Mi retiro duró menos de seis meses. Tenía que ganarme la vida. Los amigos decían que le debía mi regreso al arte dramático. Se insinuaba de mí que era un cobarde. Y quería dar a la gente algo más en lo que pensar cuando oyeran el nombre de Booth. Volví aquí, al Winter Garden, en el papel de Hamlet. Guardé todas las pertenencias de Johnny durante cinco años. Por entonces había inaugurado mi locura, mi templo del arte dramático. Por supuesto, aquí jamás tendremos un teatro nacional, como en Francia, pero podríamos tener un teatro dirigido por un actor serio, en el que los valores artísticos primaran sobre el punto de vista comercial. Ja. Ya sabe usted cuánto duró el Teatro Booth. O bien era un idiota para los negocios o bien una empresa así no podía salir bien en América. O ambas cosas. Sí, ambas cosas. [Toma unos troncos de la canasta de la leña.] Y una noche, a altas horas, con un carpintero del teatro cuya ayuda solicité, tiré todas las ropas de Johnny, sus libros, sus recuerdos, hasta la última prenda de su guardarropa teatral (algunas de las cuales había heredado de nuestro padre) a un horno rugiente que estaba en el sótano del Teatro Booth. Allí estaban los diarios de Johnny y numerosos paquetes de cartas, las de cada uno de ellos con una caligrafía femenina distinta, y bien atados con cordeles. [Echa los troncos al fuego.] Las mujeres amaban a Johnny. La manera en que la cabeza y el cuello se alzaban por encima de sus hombros era realmente hermosa, y la palidez marfileña de su piel, la negrura de su espeso cabello, los pesados párpados de sus ojos brillantes, la plenitud de su boca… [Aviva el fuego con el atizador.] Las mujeres amaban a Johnny. La manera en que la cabeza y el cuello se alzaban por encima de sus hombros era realmente hermosa, y la palidez marfileña de su piel, la negrura de su espeso cabello, los pesados párpados de sus ojos brillantes, la plenitud de su boca… [Aviva el fuego con el atizador.] Hay algo oriental en los Booth. Mi padre se jactaba de que somos en parte judíos, pues su abuelo, John Booth, fue un orfebre judío cuyos antepasados, llamados Beth, fueron expulsados de Portugal. Eso me gusta, incluso podría ser cierto. [Se vuelve para mirar a Marina.] Mi padre era demasiado bajo, como yo. Era patizambo. Ese cuadro de ahí es su retrato. No, no alce los ojos para mirarlo. [Lo descuelga de la pared y lo lleva al lugar donde Maryna está sentada.] Los labios de mi padre formaban una línea recta, no la curva que se ve aquí. Decían que su bella nariz aquilina era la mejor de sus facciones, pero cuando yo tenía diez años y aún estaba en casa, en la granja cerca de Baltimore, con mi madre y mis hermanos, mi padre se peleó con el encargado de un establo de Charleston, donde actuaba. [Cuelga de nuevo el cuadro. Vuelve a la chimenea. Se apoya en la repisa.] Como ve, el otro le rompió a mi padre el puente de la nariz. William Winter sitúa la deformidad por debajo, hacia la punta, pero ya sabe usted lo precisos que son los críticos. Cri-cri, los llamaba mi hermana Edwina cuando era pequeña, remedando a los grillos. «No te preocupes por los cri-cri, papá.» No son mejores que el público. Halagar al público, despreciar al público. No. Hay que odiar al público. Supongo que debería estar agradecido por la manera en que acogieron mi regreso en… 1865. Pues no lo estoy. Pueden lamerte la cara, lloran y babean… Apuesto a que East Lynne ha hecho correr más lágrimas que la Guerra Civil… y entonces te decapitan. [Escupe en el juego.] ¿Sienten lo que parecen estar sintiendo? En ese caso son idiotas de veras. Tanta más razón para que el actor no se preocupe por su sinceridad. Confío en estar inspirado de vez en cuando, pero desde luego no «sentir» mi papel. ¡Qué idea! Sea como fuere, uno no puede repetir interminablemente sus propias alturas de inspiración sin experimentar el impulso de los gestos destructivos. Cierta vez, logré orinar mientras estaba en pie en la tumba de Ofelia sin que nadie lo viera excepto mi atónito Laertes. En otra ocasión, cuando yacía moribundo en brazos de Horacio, cuando él me decía Buenas noches, dulce príncipe con la mejilla contra la mía en actitud de duelo, le murmuré obscenidades al oído y vi que palidecía. Pero eso es lo que hago con los hombres. Con las mujeres soy muy caballeroso y protector. [Se sienta ante Maryna y saca un cigarro del humidificador que está sobre la mesita al lado de su silla.] ¿Quiere probar uno? ¿Está segura? ¿Cuántos ha fumado en su vida? [Enciende el cigarro.] No más de uno, ¿eh? Pero ésa no es base suficiente para tener una opinión. A todo hay que acostumbrarse, a los placeres tanto como a los pesares. [Deja caer el cigarro sobre la alfombra.] No, no, no se preocupe. [Se pone en pie de un salto.] No pretendo incendiar la casa. [Arroja el cigarro a la chimenea.] Me siento un poco mareado. Sí, me sentaré. [Toma asiento a su lado.] ¿No teme usted al viejo Ned? Es inofensivo, como puede ver. El querido, viejo y borracho Ned. [Le toma la mano.] No hay peligro de que nuestro tête-à-tête a altas horas de la noche pueda convertirse en un corps-à-corps. Ah, la he hecho sonreír. ¿Es por mi absurdo francés? Estoy tratando de impresionarla. Ustedes, los europeos, nacen hablando francés, ¿no es cierto? Pero, claro, nosotros tenemos a Shakespeare. Shakespeare nos hace virtuosos. Su rey Enrique VIII dice: «Hablar bien es una clase de buena acción». Shakespeare casi podría hacerme virtuoso. Qué vulgar sería yo sin él. Casi puedo ascender a un plano mejor con sus palabras. Pero entonces pienso que esta manera de verme a mí mismo en Shakespeare ha arruinado al Bardo. Lo he envenenado. He matado a Shakespeare. Y acto seguido me digo: No, maniaco, ¿qué estas diciendo? [Se da una palmada en la frente.] No eres tú, sino Shakespeare. Él es demasiado bueno para nosotros. ¿Qué puede significar ahora para nosotros, en América, el paraíso de las palabras? ¿De qué le sirve a una democracia lo hermoso y lo noble en el arte? De nada, nada en absoluto. Lo que importa es que he tenido un enorme éxito. He conseguido montones de dinero, y lo he invertido con la mayor rapidez posible en diversas empresas alocadas, como mi teatro. He estado hundido hasta las cejas en las arenas movedizas del favor popular y he gastado mi vida en sueños. Ahora, Marina, tiene usted un panorama de mi mente. [Se levanta.] Soy mejor. No, puedo mantenerme en pie. Tengo una hija adulta, Marina. Usted tiene un hijo en la universidad. Confío en que no quiera convertirse en actor. No permita que florezca el árbol del talento. Tálelo, mujer. Tálelo. [Empieza a tambalearse.] No, estoy bien. No piensa regresar a Polonia, ¿verdad? Uno no debe volver jamás. Jamás. No, no… sólo necesito apoyarme en algo. [Se acerca a la repisa.] ¡He aquí un buen tema! ¿Puede ser una mujer una gran actriz? Y Ned opina: no puede serlo mientras desee ser un dechado de feminidad. Hay algo suave, apaciguador en usted, Marina. Tal vez lo tengan todas las grandes actrices, con la posible excepción de la Bernhardt, no ponga esa cara, mujer, salvo que sus esfuerzos por parecer suave parecen trivialmente teatrales. ¡Leones domésticos, por el amor de Dios! Dormir en un ataúd forrado de satén. Aunque no creo que haga semejante cosa. Pero ella dice que lo hace. No, un gran actor es turbulento, no suele ser afable, está muy… enojado. ¿Dónde está su vena colérica, Marina? [Toma el atizador y lo sostiene en actitud amenazante.] No hay nada peligroso en usted, Marina. No ha aceptado su catástrofe, ha jugado con ella, ha regateado con ella, ha vendido su alma a fin de poder pensar de vez en cuando que es feliz. Sí, ha vendido su alma, Marina. Qué perceptivo eres, Edwin. [Agita el atizador.] Por supuesto, no es en eso en lo que está pensando. Cree que la ataco. Y es cierto. Ése es el derecho de alguien que ha aceptado su catástrofe. [Deja el atizador en su sitio.] Ah, Marina, debería enseñarle a maldecir. Eso podría imprimir carácter a esas facciones serenas. [Empieza a pasear de un lado a otro.] No tema tanto el fracaso, Marina. Le hace bien al alma. Señor, qué profesión tan corrupta la nuestra. Creemos sustentar lo bello y lo cierto, y nos limitamos a propagar la vanidad y las mentiras. Ah, ahora le parece que mi postura es terriblemente americana. Pues bien, soy americano, como lo es usted ahora, oh, abdicada reina polaca, y si no tiene cuidado, las realidades de la vieja Nueva Inglaterra también se le impondrán. Ni siquiera observará que se le ha torcido el juicio, y se volverá melancólica y reprobadora. Sin embargo, le gusta California, lo cual es una buena señal en una europea, por lo que tal vez se libre de lo que acabo de pronosticarle. Dudo de que alguna vez acepte la invitación a visitarla en su rancho. Ya no tengo el temperamento necesario para ir a California. He de estar encerrado, contenido, urbanizado. Hábleme del marido que tiene allí. Cuando vino durante la semana que estuvimos en Missouri, su relación fue encantadora. [Toma una pequeña fotografía que está encima de la mesa.]Aquí hay otra foto. La madre de Edwina, Mary. Mi primera esposa era un ángel. Ya sabe usted lo que es un ángel: una mujer que sólo piensa en su marido. Mi segunda mujer enloqueció. En los últimos años de su desdichada vida estaba segura de que yo tenía otra esposa en alguna parte, con la que era feliz de veras. ¡Ojalá la hubiera tenido! Mi padre tuvo dos mujeres. Aquella a la que abandonó en Inglaterra y nuestra madre. [Deja la fotografía.] ¿Le gustan los finales felices, Marina? Yo estoy totalmente en contra. Sí, en efecto. Probablemente le guste la manera en que El rey Lear estuvo mutilado durante cien años en Inglaterra y América, con el Loco prohibido, un romance entre Edgar y Cordelia y ésta y Lear libres de seguir viviendo. Una de las pocas cosas de las que estoy orgulloso es que puse fin a esa situación. No me gustan los finales felices, en absoluto, pero sólo porque no existen. [Se sienta. Toma la mano de Maryna.] El último acto tiene que ser un desengaño, ¿no le parece? Como sucede en la vida. Envejecer es un desengaño. Morir, si uno tiene suerte, es un desengaño. ¿Quién culpará a una obra porque no finaliza con el tono más alto? Hamlet no puede terminar con las palabras que pronuncia Hamlet al morir, ¿no cree usted, Marina? Tiene que llegar Fortinbrás y separar al público del lamentable sino de Hamlet. Entonces podemos llorarle, si queremos. O no. [Vuelve a levantarse.] Es tarde, ¿le parece esto un desengaño? Es casi medianoche. ¿Qué temo? ¿A mí mismo? No hay nadie más que yo, como dice el rey Ricardito cuando los espectros le persiguen en el campo de Bosworth. No deseo que se marche, Marina. ¡Hemos oído las campanadas a medianoche, maese Shallow!… Pero un americano jamás las ha oído. En Polonia debe de haber oído las campanadas a medianoche, Marina. En América no hay tales campanadas. ¡Me gustaría pasar un día, un solo día, sin pensar en una frase de Shakespeare! Es hora del último trago, el del desengaño. [Se sirve más whisky.] No es cierto que siempre estén pasando por mi mente frases de Shakespeare. Transcurren días enteros en los que, cuando no hablo y recito, no pienso en nada. Bebo, duermo, paseo, parezco malhumorado. Déme la mano, Marina. No, tengo una idea mejor. Cierre los ojos, Marina. No tema. ¡Y presto, abracadabra y todos los demás gritos de prestidigitador! Abra los ojos. ¡Aquí está la calavera! [La muestra.] Mi calavera de Yorick. No es el cráneo de un desgraciado corriente, Marina, excavado en una fosa común y vendido a un teatro. Es la calavera de un criminal. Incluso conozco su nombre. Philo Perkins. Ahorcado por robar un caballo. Nada de misericordia que cae como la suave lluvia, etcétera para él. Pues bien, cuando el pobre tipo subió al patíbulo y le preguntaron por su última voluntad, ¿sabe cuál fue? Pues que luego, como probablemente la cabeza ya casi estaría arrancada del cuello, ¿por qué no hacían el favor de cortarla, descarnarla y limpiarla bien y enviar la calavera como un regalo, con sus cumplidos, al gran trágico Junius Brutus Booth? Sí, al cuatrero le encantaba el teatro, y admiraba en particular a mi padre, cuyas actuaciones iba a ver siempre que podía. Así que los verdugos cumplieron amablemente con su voluntad, y esta cosa grisácea fue la calavera de Yorick de mi padre durante muchos años, y luego la heredé. ¡Y la gente dice que los americanos no nos interesamos de veras por el teatro serio! Bien, bien, bien… [Deja la calavera en el centro de la alfombra y retrocede para contemplarla.] ¿estoy sufriendo? Oigo que la gente susurra a mis espaldas. Pobre Edwin Booth. Pobre Edwin Booth. Y no quiero decepcionarlos. Así que sufro. Es mi papel. Toda una vida pareciendo malhumorado, atormentado, acosado por la aflicción. Sería el peor de los monstruos si no sufriera. Pero no me importaría ser el peor de los monstruos. La muerte de Mary. La muerte de… Johnny. Tal vez no sufrí lo más mínimo. Sólo me adelgacé mucho, como una página de un libro. Si uno puede decir que está sufriendo, en realidad no sufre, Marina. Usted es actriz. [Pone una lámpara junto a la calavera.] A veces creo que me estoy convirtiendo en mi padre, que todos esos procesos que cada vez me hacen más parecido a mi padre están adquiriendo fuerza y velocidad, y corren hacia el borde, como una cascada, y entonces me arrojarán al agua turbia y oscura y me ahogaré en mi locura. Excepto que moriré antes. Estoy seguro de ello. Aun cuando el Eterno haya fijado su regla contra el suicidio… Estoy actuando, Marina. Debe de haberse dado cuenta. El travieso Ned. Apenas dice una sola palabra en serio. No me suicidaré. Tengo demasiado miedo. Mi padre estaba solo cuando murió, completamente solo. Yo tenía ya diecinueve años. Me había dejado en San Francisco. En Nueva Orleans subió a bordo de un barco fluvial que recorría el Mississippi con destino a Cincinnati. El quinto día de la travesía, cayó al agua, así. [Cae al suelo.] No, no ayude a levantarme. He perdido la noción normal del tiempo y los acontecimientos, y vivo envuelto en una bruma. Me dicen que soy mejor de lo que he sido jamás. Eso no puede ser cierto, ¿eh, Philo? [Se incorpora con dificultad.] Pero creo que esta noche hemos sido muy buenos. Y usted ha consentido en venir al club conmigo. Puedo invitar a una dama respetable a venir a mi casa porque vivo en un club de actores. Pero es mi casa, como usted sabe, y está usted en mis aposentos privados. ¿Me permite que le toque la cara? Le tocaré la cara tanto si le gusta como si no. Veo que le gusta. Es usted tremendamente atractiva, Marina. [Hipo.] Ya le he dicho que no soy ningún Romeo. [Más hipo.] Es mucho el sufrimiento que puedes soportar, y entonces llega el momento de la comedia del deseo. O no. ¿Se ha cortejado alguna vez a una mujer de esta manera? ¿Se ha ganado alguna vez a una mujer de esta manera? A veces desearía haber tenido tiempo para aprender los nombres de las constelaciones de la misma manera que he memorizado los grandes papeles del Bardo. Cuando uno cae en la oscuridad, Marina, le resulta difícil imaginar que, una vez se haya ido, la luz seguirá existiendo. Sí, una vez comprendemos, lo comprendemos de veras, que vamos a morir, la astronomía es el único consuelo. Contemple el teatro celestial, Marina. [Abre la ventana.] Tengamos frío. Está nevando. Usted querrá regresar pronto al Clarendon. Mire las estrellas, Marina. Y los árboles, y las luces en la avenida. ¿Tiene frío? ¿Necesita a alguien que la caliente? Venga al dormitorio, Marina. Le mostraré un secreto. Tengo un retrato de Johnny enmarcado junto a mi cama. Puede acostarse conmigo. Tal vez no esté demasiado borracho para hacerle el amor. [Maryna se levanta.] Sí, apóyese en mí. No, qué diablos, yo me apoyaré en usted. Espere, espere. Tal vez se pregunte cómo sé tantas cosas de usted. Porque he actuado con usted, mujer. He visto cómo finge. No hay nada más revelador que eso. Para mí, está tan desnuda como si fuese mi mujer. Y soy su marido en el mundo del arte. Su viejo marido. Su marido decrépito, demente. Su marido rechoncho, de labios delgados, cabello lacio, loco…

–Basta, Edwin -le dijo ella-. Querido Edwin.

–Ah, la misericordia de una mujer, totalmente inmerecida. La acepto muy agradecido. La solicitud generosa, bienintencionada, incomprensiva de una mujer para que cese.

–Basta, Edwin.

–Cesaré. En realidad, ahora me gustaría comentar con usted cierto aspecto de la obra, si no le importa. Es después de que usted entre, y Porcia me dice… quiero decir que es el momento en que Shylock le dice a usted, a Porcia… quiero decir, Marina, que, a mi modo de ver, podemos mejorar ese momento. Tal vez, no estoy seguro, usted pueda tocarme. No soy del todo contrario a cierta variación en ese punto. No me ciño tanto a la tradición. Y detesto por completo la repetición vacía. Pero odio la improvisación. Un actor no puede limitarse a inventar. ¿Nos prometemos mutuamente, aquí y ahora, que siempre que vayamos a hacer algo nuevo nos lo diremos primero? Tenemos una larga gira por delante.

FIN DE “EN AMÉRICA”

Nota

El argumento de En América se inspira en la emigración a Estados Unidos, en 1876, de Helena Modrzejewska, la actriz polaca más célebre, acompañada de su marido, el conde Karol Chapowski, Rudolf, su hijo de quince años, el joven periodista y futuro autor de Quo Vadis? Henryk Sienkiewicz y unos pocos amigos; su breve estancia en la localidad californiana de Anaheim, y la posterior carrera triunfal de Modrzejewska en la escena teatral norteamericana bajo el nombre de Helena Modjeska.

Se inspira… ni más ni menos. La mayoría de los personajes de la novela son inventados, y los que no lo son se desvían radicalmente de sus modelos en la vida real.

Sin embargo, estoy en deuda con libros y artículos tanto escritos por Modjeska y Sienkiewicz como sobre ellos, de los que he extraído (y alterado) material y anécdotas, así como con las personas que me han ayudado a hacerlo bien: Paolo Dilonardo, Karla Eoff, Kasia Górska, Peter Perrone, Robert Walsh y, en especial, Benedict Yeoman. Gracias también a Minda Rae Amiran, Jaroslaw Anders, Steven Barclay, Anne Hollander, James Leverett, John Maxtone-Graham, Larry McMurtry y Miranda Spieler. Estoy muy agradecida por el mes que pasé en el Rockefeller Center de Bellagio en 1997.

FIN

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20/05/2008

LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/