Era como una travesura, como irse de casa, como decir mentiras… y ella diría muchas mentiras. Empezaba de nuevo, se reunía con su destino, que le confería la exquisita sensación de que jamás se había desviado.

Maryna llegó a la ciudad a fines de junio. Su epidermis había olvidado el vigorizante clima marítimo de San Francisco, su mente había relegado al olvido los nobles panoramas de la bahía y el océano, si la niebla lo permitía, desde lo alto de las empinadas calles en el corazón de la ciudad planificada con despreocupación, pero recordaba con todo detalle la ancha entrada con columnas del edificio que estaba al pie de Nob Hill y en el que se centraban todos sus deseos.

Bogdan había dispuesto que Maryna se alojara con el viejo capitán Znaniecki y su esposa. No iba a vivir sola una mujer respetable separada temporalmente de su familia. La elección de los Znaniecki se debió a que eran amables y protectores, y a que el capitán estaba casado con una americana, por lo que Maryna no hablaría siempre en polaco. Además, Znaniecki, agrimensor jefe e inspector catastral, parecía conocer a todo el mundo, desde miembros del Club Bohemio al gobernador del Estado, y haría falta un cabildeo coordinado para lograr que el formidable Angus Barton, el directivo del Teatro California que se encargaba de los montajes, le concediera una audición. La mañana siguiente al día de su llegada, Maryna se dirigió a la calle Bush y entró en el teatro. Como un gladiador a quien la jactancia y el temor han atraído a la fila más alta del estadio vacío la víspera de los juegos, muy por encima de la arena pulcramente rastrillada y sin ensangrentar, así Maryna entró en uno de los palcos para contemplar el telón de terciopelo rojo y la anchura del escenario sumido en el silencio y la oscuridad. Pero el escenario no estaba a oscuras, sino que tenía lugar un ensayo. Un hombre alto y encorvado se había levantado de su asiento en la décima fila y avanzaba a grandes zancadas por el pasillo. Maryna se preguntó si podía ser Barton. «No me digas que esta noche "estarás bien"», gritó a uno de los actores. «Si hay algo que detesto es eso. Si alguna vez vas a "estar bien", puedes estarlo ahora.» Sí, aquel hombre debía de ser Barton.

El problema, como le confió a Henryk en una carta, era que ella casi nunca estaba sola. La noticia de su llegada se había difundido (¿pero cómo podría haber ido a cualquier parte del mundo donde hubiera polacos y permanecer de incógnito?), y todos los miembros de la comunidad polaca de San Francisco querían que los invitaran a conocerla. Resultaba difícil atizar el fuego de la ambición y el del temor al fracaso, cubiertos de cenizas, mientras era objeto de la efusiva adoración de sus compatriotas desarraigados. Y luego, en las veladas, sólo se hablaba en polaco, aunque el capitán Znaniecki, refugiado de la oleada de asesinatos e incendios incitada por Metternich (y, lo más horripilante, perpetrados por campesinos polacos) que treinta años atrás había diezmado a la pequeña aristocracia rural y la intelectualidad, liberales y orientadas a la insurrección, de la parte austríaca de Polonia, estaba tan absorto por la política de su país de adopción como por las catástrofes que se abatían con regularidad sobre su patria. Se consideraba socialista, pero al mismo tiempo le confesaba a Maryna su sospecha de que el socialismo tenía escaso futuro en América, donde la admiración que los pobres sentían hacia los ricos parecía incluso más irreductible que la lealtad de la que gozaban los monarcas y sacerdotes en Europa, y se encargó de aclararle la diferencia que existía entre los dos partidos políticos americanos, pero al final Maryna apenas entendió más que los republicanos querían un gobierno central fuerte y los demócratas una unión federal y flexible de los estados. Suponía que esos aspectos de los partidos habrían sido más fáciles de comprender en los tiempos anteriores a la guerra civil, antes de que se solucionara la cuestión de la esclavitud, cuando ninguna persona razonable habría dejado de ser republicana, pero ahora no estaban claros los motivos de" discordia entre los americanos. Una noche Znaniecki la invitó a escuchar «al Gran Agnóstico», Ralph Ingersoll, quien atraía a enormes multitudes en San Francisco con sus sermones ateos. A Maryna le impresionó el grado de interés que evidenciaba el público.

Había interrumpido el alud de elogios que animan a una actriz, y ahora debía determinar cuáles habían sido las consecuencias para su arte. «Adoro la temeridad», le escribió a Henryk, y se preguntó si estaba diciendo la verdad.

Dejó de alojarse en casa de los Znaniecki y, para mantenerse apartada de sus compatriotas aduladores, alquiló unas habitaciones amuebladas a medio barrio de distancia. Si empeñaba todas sus joyas, ninguna de las cuales valía mucho en dólares, tendría lo suficiente para vivir, muy frugalmente, durante un par de meses. Necesitaba la soledad para reconstruir el instinto, la técnica, las insatisfacciones y el gusto por el descaro que la habían convertido en la actriz que era. El arte de caminar, el porte erguido sin esfuerzo y la seguridad del paso no necesitaban retoques. El arte de pensar sólo en sí misma, esencial para la verdadera creación… eso sólo podía recuperarlo a solas.

Ahora sólo estaban ella y la ciudad, ella y su ambición, ella y el lenguaje inglés, un amo cruel al que dominaría y sometería a su voluntad.

–Voluntad -le dijo la señorita Collingridge-. No volunta.

Había conocido a la señorita Collingridge un día en que cruzó el inclinado suelo de tablas de su sala y miró a través de la ventana saliente, con un volumen de Shakespeare contra el pecho. Contemplaba absorta la calle mientras recitaba para sus adentros Antonio y Cleopatra, cuando se percató de que una mujer baja y rolliza, de cabello trigueño bajo un gran sombrero de paja la estaba mirando. Sin proponérselo, Maryna le sonrió. La mujer se cubrió la boca con la mano y entonces la retiró poco a poco, revelando que también sonreía. Titubeó un instante, hizo una pirueta (su capa revoloteó) y prosiguió su camino.

Volvieron a encontrarse unos días después, cuando Maryna salió por la tarde para dar un paseo por el barrio chino (el piso estaba a unas pocas manzanas de la calle Dupont), tras haber dedicado ocho horas al estudio y la declamación. Entró en un callejón decorado con hileras de farolillos, atraída por el sinuoso bullicio de música y voces chillonas desde las galerías doradas de las casas de té. A través de las puertas abiertas de las tiendas adornadas con banderolas, le tentaba el brillante desorden de marfiles tallados, bandejas de laca roja, frascos de ágata que contenían perfume, mesas de madera de teca con taracea de madreperla, cajas de sándalo, paraguas de papel encerado y pinturas de cimas montañosas. Pasaron por su lado, entre culies de paso más rápido vestidos con blusas de algodón azul, varios caballeros que llevaban chaquetas de brocado de color lavanda y anchos pantalones de seda, sus largas coletas trenzadas con hilo de seda rojo cereza, y acercándose muy lentamente tras ella (Maryna se hizo a un lado para admirarlas) dos mujeres de hermoso cabello, liso y brillante, y brazaletes de jade que les caían sobre las manos, cada una apoyada en una sirvienta acompañante. Bajo el borde de sus túnicas suntuosas había unos muñones de ocho centímetros de longitud enfundados en tela con bordado de oro; la mirada de Maryna se posó fortuitamente en ellos, y antes de que pudiera recordar haber leído alguna vez acerca de la costumbre que tenían las familias chinas prósperas de romper los huesos de los pies de sus hijitas y mantener los dedos atados contra los talones hasta que las niñas se hubieran hecho adultas, sintió que se le revolvía el estómago y la boca se le llenaba de una flema acre. La desagradable impresión le había golpeado directamente las entrañas.

–¿Se encuentra mal? ¿Quiere que avise a un médico?

Alguien estaba a su lado mientras ella pugnaba por no desmayarse. Era la mujer joven con cuya mirada se habían cruzado sus ojos el otro día, desde la ventana.

–Oh, es usted de nuevo -dijo Maryna con voz débil.

Se esforzó por contener otro acceso de náusea y sonrió al ver el efecto galvanizante que el saludo había surtido en la mujer que había acudido en su ayuda, la cual se apresuró a entrar en una tienda y salió con un abanico de plumas blancas que agitó enérgicamente ante el rostro de Maryna.

–No me encuentro mal -le dijo-. Es que acababa de ver a esas dos damas chinas que… dos mujeres con…

–Ah, las mujeres de los piececitos. La primera vez que vi a una también a mí se me revolvió el estómago.

–Qué amable ha sido usted al… muy amable -replicó Maryna-. Ya estoy recuperada del todo.

La joven se ofreció a acompañarla hasta su casa, y durante el trayecto cada una se enteró de todo cuanto necesitaba saber acerca de la otra para convencerse de que estaban destinadas a ser amigas. «¿Por qué miré por la ventana en aquel preciso momento?», le escribió a Henryk. «¿Que por qué le sonreí? Hay en ello algo un tanto romántico. ¡Y ni siquiera había oído todavía su sedosa voz de contralto ni su admirable pronunciación! Bien, ahí lo tienes, mi querido amigo. El primer coup defoudre que he experimentado tras vivir todo un año en América tiene por objeto una muchacha mandona y revoltosa que lleva unos sombreros ridículos, una informe capa de estameña y me dice que tiene como mascota un cerdo joven y ya criado del todo. Pero ya sabes cómo puede seducirme una voz meliflua.»

La nueva amiga de Maryna le había elogiado su dominio del vocabulario y la gramática ingleses, y se atrevió a decir que éste era un juicio desinteresado, profesional. La señorita Collingridge (Mildred, dijo tímidamente, Mildred Collingridge) era profesora de dicción. Daba lecciones de declamación a las esposas ricas que habitaban en las nuevas mansiones de Nob Hill.

Maryna le había dicho que se había concedido a sí misma dos meses, ni más ni menos, a fin de prepararse para la audición con el director teatral. Le mostraría al señor Barton lo que era capaz de hacer.

–Señor -le corrigió la señorita Collingridge-. No sénior.

Aceptó el empleo que le ofrecía la agradecida Maryna por un modesto sueldo (la actriz no podía permitirse pagarle ni un centavo más), y cada mañana, a las ocho en punto, se presentaba en la casa para trabajar con ella en los papeles que estaba aprendiendo de nuevo en inglés. Sentadas una al lado de la otra a la mesa plegable cerca de la ventana de la sala, recorrían el texto palabra por palabra, y una vez bien batidas las vocales y cinceladas las consonantes y todo un pasaje pulimentado a satisfacción de ambas, Maryna anotaba en el libreto las pausas, los acentos, las señales para la respiración, las ayudas para la pronunciación. Entonces se levantaba, iba de un lado a otro de la sala y declamaba, mientras la señorita Collingridge permanecía sentada a la mesa y leía (en el tono más neutro posible, como Maryna le había pedido que hiciera) los demás papeles. Nunca era la tutora quien ponía fin a la larga jornada: Maryna había encontrado una compañera de trabajo tan infatigable como ella misma. Pero a veces, a insistencia de la actriz, hacían un alto para dar un paseo. Durante la época en que había dejado que la austeridad rural la apaciguara, Maryna no se había percatado de lo mucho que había añorado la pulsación y el aroma de la vida en la ciudad.

–Ciudad -dijo la señorita Collingridge-. No ciudá.

A menudo el capitán Znaniecki se presentaba a primera hora de la noche con bandejas cubiertas de los buenos platos polacos que había enseñado a cocinar a su esposa, para ver qué tal le iban las cosas a Maryna.

–Mi querida Madame Maryna -le dijo cuando ella le informó de su relación con la señorita Collingridge-. Usted no necesita ninguna profesora. Pronuncie las palabras tal como se escriben, como las pronunciaría en polaco… eso es más que suficiente, y sólo echará a perder la forma de su boca o endurecerá su voz si trata de emitir unos sonidos imposibles o ásperos. Y, sobre todo, no intente pronunciar el sonido th como lo hacen ellos, porque no lo conseguirá jamás. Una simple t o d son mucho más gratas al oído que su ceceante th… y, además, créame, a los americanos les encantan los acentos extranjeros. Cuanto peor les parezca su acento, tanto más les gustará usted.

El capitán le había dicho que nunca aprendería a pronunciar el inglés correctamente. ¿Y si tenía razón? Se convertiría en una especie de fenómeno, al que aplaudirían porque era ridículo más que extraordinario. ¿Cómo podría entonces representar jamás una obra ideal para una artista? Pero no iba a hacer lo que Znaniecki le aconsejaba.

Una y otra vez practicaba el infernal sonido th… era imposible colocar la lengua de manera que formase el sonido sin detener primero el flujo de la frase. Tal vez necesitaba una dentadura americana, bromeó con la señorita Collingridge. En la esquina de las calles Sutter y Stockton había visto un gran letrero que decía: DR. BLAKE's INDESTRUCTIBLE TEETH. La dentadura indestructible del doctor Blake…

Teeth -le corrigió la señorita Collingridge-. No teece.

Cada palabra que empezaba por th era como un paquetito de forma extraña en la boca de Maryna, y la gama que abarcaban era enorme, desde sencillas sílabas como that y this hasta complicados vocablos como thread-bare. La tarea parecía ímproba.

Aparte de la señorita Collingridge, la única persona a la que Maryna se había alegrado de ver durante las primeras semanas en San Francisco era Ryszard. Pero al final tuvo que pedirle que se marchara.

Ryszard había abandonado Anaheim antes de que Maryna viajara al norte, y cuando ella llegó la estaba esperando. El cuatro de julio escucharon la vehemente oratoria y la música, contemplaron el desfile, los fuegos artificiales y a los bomberos que corrían en sus carretas rojas para extinguir los numerosos incendios. Otro día alquila-

ron un cabriolé ligero de cuatro ruedas y, por la tarde, se dirigieron a la costa. Ella se sentía atraída hacia él. Se tomaron las manos, y las de ambos estaban húmedas. Maryna se sentía feliz, y sin duda ello se debía en parte a que estaba enamorada. Ya no era la jefa de un clan, y tampoco era temporalmente esposa, ni siquiera madre; no tenía ninguna responsabilidad sobre otros, era libre de actuar tan sólo para sí misma. (¿Había hecho tal cosa alguna vez?) Pero ya que había prescindido durante cierto tiempo de su marido y su hijo, ¿quería aceptar las obligaciones que comportaba tener un amante?

Lo único que deseaba era pensar en los papeles que estaba preparando.

Ryszard le sugirió que fuesen al teatro.

–Todavía no -replicó ella-. No quiero que me influya nada de lo que vea aquí, no quiero pensar: «Ah, esto es lo que hace un actor americano o lo que un público americano aplaude». Para descubrir lo más profundo de mi talento he de buscarlo todo en mi interior.

Ryszard estaba encantado al ver su transformación, como si volviera a mudar de piel, en la artista imperiosa, y le habló en un tono humilde, lleno de admiración:

–Nunca se me había ocurrido pensar que podría pasarme sin la inspiración que encuentro en los libros de otros escritores.

–Ah, querido Ryszard, no apliques a ti mismo lo que digo -replicó ella en un tono magnánimo y tierno-. He de concentrarme. No sé hacer las cosas de otra manera.

–Es tu genio -observó él.

–O mi limitación -dijo Maryna, sonriendo-. Admito que añoro la asistencia al teatro.

A la noche siguiente Ryszard la llevó a un palco del Teatro de China, en la calle Jackson, un edificio de dos plantas toscamente pintado, con los extremos del tejado hacia arriba. Tras el estrépito inicial de gongs y platillos que produjeron los músicos en mangas de camisa sentados al fondo del escenario, a medida que uno, dos, tres, hasta veinte actores con brillantes y pesados atavíos salían de una abertura cubierta por una cortina a la izquierda y se ponían a gritarse entre ellos con voces de falsete, Maryna, con un gesto de niña, tiró de la chaqueta de su acompañante. Entonces sucedió algo, hubo algún bandazo argumental, pues de repente seis de los actores desaparecieron a través de la abertura, también cubierta con una cortina, de la derecha.

–Admirable, ¿verdad? – dijo Ryszard-. No hay que decidir las entradas y salidas, los actores siempre salen al trote por la izquierda y se marchan a la misma velocidad por la derecha. Uno no tiene que construir un personaje a partir de sus recursos interiores: ese de ahí es un hombre valeroso porque tiene la cara pintada con una máscara blanca, y ese otro es cruel porque la tiene pintada de rojo. No hay ocultación de la mecánica del espectáculo: cuando hace falta un accesorio, alguien lo sube al escenario y se lo entrega al actor; cuando hay que ajustar un traje, el actor se separa un poco de los demás y llega el modisto para hacer la tarea. No…

«¿Por qué hablo por los codos cuando ella puede ver lo mismo que yo estoy viendo y más?», se reprendió Ryszard.

Cuando aparecieron los saltimbanquis y los leones y dragones de cartón, Maryna aplaudió alegremente.

–¡Podría quedarme aquí toda la noche! – exclamó, con evidente exageración-. ¡No quiero que se termine nunca!

Y Ryszard se dijo para sus adentros que aún no tenía nada de que preocuparse.

A la mañana siguiente la señorita Collingridge se disponía a llevar a su cerdo, afectado de un trastorno estomacal, al veterinario, y le dijo a Maryna que seguramente no estaría de regreso hasta el atardecer, para trabajar juntas. Ryszard aprovechó el tiempo libre creado por el feliz infortunio para proponerle a Maryna, excepcio-nalmente, una excursión diurna, y fue a buscarla para recorrer la bahía en transbordador, con una escala en el parque de Golden Gate. Ella le dijo que todavía pensaba en el espléndido artificio del espectáculo que habían visto la noche anterior.

–Cerca de aquí hay otro teatro chino que me gustaría enseñarte -le dijo Ryszard-. Pero no tiene más que una platea con bancos y un gallinero, no hay palcos para las damas, y la noche que fui estaba atestado de gente, la ventilación era mala y el calor insoportable, entre el público, aparte de los chinos, había unos cuantos patanes y, puedo atestiguarlo, varios rateros. El interés de la experiencia (no, sólo perdí dos dólares y el pañuelo) estriba en que no se dedican a la ópera ni al circo. El escenario es mucho más pequeño que el del local de anoche, por lo que yo estaba dispuesto a ver un espectáculo más sencillo, ya sabes, de esos en los que sale el sol, seguido por un dragón, éste intenta devorar el sol, el cual se resiste, el dragón huye y entonces el sol lleva a cabo una danza de victoria, que el público aplaude entusiasmado. Pues bien, ¡en absoluto! Loin de cela! Me llevé una sorpresa al ver que todo era compatible con la realidad.

–Me gustaría saber lo que entiendes por realidad, querido Ryszard.

–En primer lugar, el argumento del drama que vi -respondió él-. Por supuesto, no entendí una sola palabra de lo que decían, pero la trama parecía clara. Se refería a un escritor que estaba enamorado sin esperanzas, bueno, tal vez no del todo sin esperanzas, de una hermosa dama mucho más rica que él.

–Y casada, sin duda.

–Por suerte, no. No, la dama gozaba de absoluta libertad, salvo por el obstáculo de su diferencia de fortuna, para corresponder al amor del escritor.

–Te lo estás inventando, Ryszard -dijo ella, riendo.

–No, te juro que no.

–¿Y ella se entregó al escritor pobre?

–Bueno, eso es precisamente lo que hacía que el drama que vi aquella noche fuese tan parecido a la vida real. Los actores iban de un lado a otro, algunos incluso daban saltos, pero al final no había ni boda ni funeral. Parece ser que, para la mentalidad lógica de los chinos, no tiene sentido que un relato que se desarrolla a lo largo de meses, incluso años, de las vidas de sus protagonistas se represente en una sola noche. No, una obra debería durar por lo menos tantos meses o años como señala el texto. Quien desea saber lo que sigue, que vuelva al teatro.

–¿Y cómo crees tú… se lo pregunto al escritor… cómo crees que termina la obra, cuando termine?

–Creo que, puesto que en China suceden acontecimientos que, a nuestro modo de ver, son altamente improbables, la dama concederá su amor al escritor sin blanca.

–¿De veras?

–Sin embargo -siguió diciendo él-, las leyes del suspense dramático exigen que el cortejo se prolongue durante mucho tiempo.

–¿Estás seguro? A lo mejor eres pesimista.

–Ha pasado un mes desde que vi ese episodio. Supongo que el escritor enamorado aún no ha logrado la mano de la bonita «Flor de té»…

–Ryszard…

–Pero es posible que haya trabado varias relaciones influyentes que le han prometido interceder por él -sonrió sin perder su expresión seria-. Ya ves lo paciente que soy.

–Escucha, Ryszard, quiero que te vayas a otra parte mientras me preparo para la audición.

–Me despides -gimió él.

–Eso es.

–¿Durante cuánto tiempo? ¿Es como la obra china? ¿Semanas? ¿Meses?

–Hasta que te llame. Si tengo éxito, te recibiré de nuevo.

–¿Y qué pasará entonces?

–¡Ah, quieres conocer el final! – exclamó ella-. No puedes ser al mismo tiempo un personaje de la obra y su autor. No, debes esperar en suspense, como lo hago yo.

–¿Qué suspense? ¿Cómo es posible que fracases?

–Puedo fracasar -replicó ella seriamente.

–Si Barton te rechaza es un imbécil y no merece vivir. Volveré y le mataré.

Ella le repitió esta frase a la señorita Collingridge, esperando hacer reír a la joven.

–Imbécil -dijo la profesora de dicción-, no im-bésil. Y mataré, no matarré.

–La señorita Collingridge predice que mi destino es ser amada por el bello sexo -le dijo a Ryszard. Hizo caso omiso de la mueca de éste, y añadió-: Y deberías alegrarte por ello, pues debo decirte que hasta la fecha, ningún yanqui me ha puesto los ojos encima, ninguno me ha hecho un cumplido. Pero como, si una cree lo que se dice aquí, la voluntad de una mujer es la voluntad de Dios, estoy contenta.

Pocos días después Ryszard abandonó la ciudad, tras decidir mantenerse alejado de Maryna en compañía de un par de ancianos emigrados polacos, veteranos del Levantamiento de 1830 contra Rusia, y que vivían en Sebastopol, un pueblo situado a unos sesenta kilómetros al norte de San Francisco. «Es un entorno perfecto para escribir -le dijo a Maryna en su primera carta-, pues no tengo absolutamente nada más que hacer; los dos viejos soldados no permiten que me encargue de las tareas domésticas». «Escribo muchas cosas -le informó en la segunda carta-, entre ellas una obra de teatro para ti, que, como no necesitas recordarme, cierta vez te prometí, ah, parece que hace tanto tiempo, que jamás lo intentaría. Hay mañanas en las que, al releerla sentado a la mesa, me parece espléndida. ¿Te lo parecerá a ti también? Maryna, mi Maryna, hermosa flor de mi corazón, cuento con que cubrirás la indigencia de mi obra con tu regio manto».

Ella le respondió, pidiéndole consejo sobre la obra que debería proponerle a Barton como espectáculo inaugural. Preferiría mucho más interpretar a Shakespeare (Julieta u Ofelia), pero le parecía más juicioso empezar con una obra cuyo lenguaje original no fuese el inglés: su acento rechinaría menos. La dama de las camelias, tal vez. O, mejor aún, Adrienne Lecouvreur: si representaba a una actriz, en el peor de los casos parecería ser… una actriz. La obra era popular en los escenarios americanos, y una de las que preferían las estrellas europeas visitantes, empezando por la misma Rachel, quien inició con ella en Nueva York su única gira norteamericana veinte años atrás.

La dama de las camelias, le dijo Ryszard en su carta: «Es una obra mucho mejor. Si me permites que diga tal cosa, Adrienne Lecouvreur siempre me ha parecido sensiblera y chillona. Debes saber eso, Maryna, por mucho que te guste el papel. Te confieso que el final no me arranca una sola lágrima, excepto cuanto lo interpretas tú. Y eso se debe a que, etcétera, etcétera».

Maryna también le había pedido su opinión a Bogdan, y éste le dijo que la obra debía ser Adrienne Lecouvreur. Definitivamente, Adrienne. Las cartas que le enviaba desde Anaheim eran siempre lacónicas. Contenían unas noticias tranquilizadoras acerca de Peter, unas noticias desalentadoras sobre los intentos de vender la granja, pero apenas se traslucía en ellas el estado de ánimo de Bogdan. Ella le estaba agradecida porque nunca le hacía sentirse incómoda por haberle dejado con el niño. Pronto pediría que Peter y Aniela se reuniesen con ella, en cuanto hubiera pasado la prueba de la audición. Tenía que dedicar todo su tiempo a prepararse. Necesitaba apartar de su mente todo lo demás. Quería tener la experiencia de estar completamente sola. Había pensado en la posibilidad de que nunca volviera a estarlo.

–Bueno, usted menciona el genio -dijo Angus Barton, aunque Maryna no lo había mencionado-. Y el genio se expresa en todas las lenguas, no digo que eso no sea cierto. Y tampoco digo que no crea que ha sido usted una especie de estrella en su país; todos sus compatriotas que viven aquí, en San Francisco, que me han escrito cartas y han venido al teatro implorándome que la viera y dejándome artículos acerca de usted, los cuales, desde luego, no puedo leer, no podrían inventárselo todo, ¿no es cierto?, pero esto es América, y usted dice que quiere actuar en inglés pese a que no tiene ningún sentido que una actriz extranjera venga aquí y no actúe en su propio idioma, puesto que nuestro público está acostumbrado a ello, y creen comprender si saben de qué va la cosa, aunque yo sostengo la idea anticuada de que, cuando se trata de una obra teatral, el público debería entender las palabras. Y no digo que el público americano no haya abierto sus brazos a los actores extranjeros, pero éstos vienen de países cuyos acentos gustan a los americanos, como Francia e Italia, y me temo que su país no es uno de ellos, y vienen aquí de gira, con todo muy bien preparado, y todo el mundo está deseoso de verlos, y luego se marchan a casa. Y no quiero decir que no voy a concederle una audición, aunque sólo sea para que sus amigos dejen de importunarme, estoy dispuesto a hacer eso, pero convendrá en que puedo ser sincero con usted y la criticaré francamente, no tendré pelos en la lengua.

–Sí -dijo Maryna.

–Y no digo que considere una completa pérdida de tiempo concederle una hora el miércoles por la mañana. Lamento no poder dedicarle más tiempo ahora, pues tengo una cita dentro de unos minutos, pero no quiero que se haga demasiadas ilusiones, parece usted una mujer simpática, muy digna, que sabe perfectamente lo que quiere, y eso me gusta, sí, me gusta una mujer animosa que sabe defenderse por sí misma, pero en este país también tiene que someterse, todo el mundo lo hace. Y no digo que no haya oído decir esto anteriormente, pero el teatro tiene que ser un buen negocio, aquí la gente no se interesa gran cosa por las ideas rimbombantes, como las que siguen teniendo en Europa. Y no digo que usted no sepa eso, pero lo que tengo ante mis ojos es una señora, y tal vez en su país una mujer refinada como usted causaría una gran impresión, y aquí también puede impresionar al público, pero quieren variación, ni siquiera los ricos de San Francisco, y ahora, gracias al yacimiento de plata de Comstock, hay muchos de ellos, se conformarían con el papel inalterable de señora refinada, ricos como el señor Ralston, quien levantó este teatro y también el hotel Palace, y a quien le gustan muchas de las cosas elegantes de Europa. Y no digo que quienes viven en las mansiones de Nob Hill no sean más que un puñado de esnobs, todos ellos con palcos en el California, porque los ricos quieren creer que tienen cultura, por eso hay tantos teatros en la ciudad, y en esta sociedad hay bastantes judíos, que supongo son los más cultos, pero usted no puede actuar sólo para ellos. De modo que no digo que en San Francisco no haya algunas personas que sepan lo que están viendo, cuando Booth viene aquí de gira o nos visita una de las grandes estrellas de Europa, todos ellos confiando en que actuarán en el California, pues todo el mundo sabe que, después del teatro de Booth en Nueva York, es el mejor teatro del país, y eso hace que nuestro público sea todavía más difícil de complacer, sobre todo los periodistas, que sólo aguardan para pinchar el globo de alguna gran reputación europea. Pero no digo que la gente corriente no vaya también al teatro, y si usted no los satisface, la obra es un fracaso total. Tienen que aplaudir y reírse y darse codazos unos a otros en los costados y llorar. No sé si usted podría interpretar papeles de comedia. No, a juzgar por su aspecto, probablemente no. Bien, entonces no hay alternativa. Tiene que hacerles llorar.

–Sí -dijo Maryna.

Barton la miró fijamente.

–¿No la disuado ni la desanimo con toda esta chachara?

–No.

–Ah, ya veo, es usted orgullosa, tiene confianza en sí misma. Es probable que sea inteligente. Bien -añadió, soltando un bufido-, eso no es ninguna ventaja para un actor.

–Ya me lo han dicho otras veces, señor Barton.

–Supongo que sí.

–Pero podría haber sido usted más condescendiente. Podría haber dicho que la inteligencia no es ninguna ventaja para una mujer.

–Sí, podría haber dicho eso. Voy a tomar nota para no decírselo a usted -la miró con una mezcla de curiosidad e irritación-. Le diré qué vamos a hacer, Madame… no puedo pronunciar su apellido. Concluyamos con el asunto. ¿Está preparada para interpretar algo ahora mismo?

Ella no lo estaba, por supuesto.

–Sí.

–Y nos separaremos como amigos, ¿de acuerdo? Sin rencor. Y tendré el placer de invitarla a mi palco cualquier noche de esta semana.

–No le haré perder el tiempo, señor Barton.

Barton dio una palmada en la mesa.

–¡Charles! ¡Charles! – un joven se asomó a la puerta-. Ve al despacho de Ames y dile que espere, no estaré libre hasta dentro de media hora. Y que William ponga unas lámparas en el escenario, una mesa y una silla.

–Una silla será suficiente -dijo Maryna.

–¡Olvídate de la mesa! – gritó Barton.

Mientras Barton la conducía desde su despacho a través de un laberinto de corredores, le preguntó:

–¿Y qué va a interpretar para mí?

–Estaba pensando en Julieta o Marguerite Gautier o tal vez Adrienne Lecouvreur. Todos estos papeles los he representado muchas veces en mi país, y ahora los he aprendido en inglés -hizo una pausa, como si titubeara-. Creo que, si no tiene usted objeción, le mostraré mi Adrienne. Con ese papel debuté en el Teatro Imperial de Varsovia, y siempre me ha dado suerte -Barton emitió un silbido y sacudió la cabeza-. Sí, el punto culminante del cuarto acto, cuando Adrienne le recita a su rival, delante del elegante grupo que las rodea la insultante diatriba de Phedre, y de ahí pasaré directamente al quinto acto.

–Tal vez no todo el quinto -se apresuró a decir Barton-, y no necesito Phedre.

–En cualquier caso -siguió diciendo Maryna, imperturbable-, necesitaré los buenos oficios de una joven amiga, que me está esperando en el vestíbulo y tiene consigo mi ejemplar de Adrienne, para que me lea los demás papeles en el escenario.

–Hace sólo dos años tuvimos a la Ristori con su compañía en San Francisco, e hizo eso mismo. Pero ella estaba en el Bush. Por supuesto, lo hizo en italiano. Quizá pronunciara un fragmento en inglés… no importa, no se entendía una palabra de lo que decía. Después de que ella misma costeara la mayor parte de las críticas, el público acudió a verla, y al final la obra fue todo un éxito.

–Sí -dijo Maryna-, tenía la seguridad de que estaba usted familiarizado con la obra.

Habían llegado a los bastidores. Ante ella estaba el penumbroso escenario, en cuyo centro había una sencilla silla de madera. ¡Un escenario! ¡Saldría de nuevo a un escenario! Se detuvo un momento, un instante de verdadera vacilación, tan intensas eran su emoción y alegría, y suponía que Barton podría interpretarla como miedo escénico. No, ni siquiera miedo escénico, sino pánico corriente, el pánico de la aficionada que, tras habérselas dado de profesional, está a punto de ser sorprendida en su engaño.

–Bien -dijo Barton-, ya hemos llegado.

–Sí -replicó ella, y pensó: «Aquí estoy».

–El escenario es suyo -añadió Barton, y bajó los escalones a la derecha, deteniéndose a medio camino para sacarse un sobre del bolsillo y abrirlo con un estilete.

–Deje a un lado sus dudas -dijo Maryna, refiriéndose a la condenada carta-, y si tenéis lágrimas, disponeos a verterlas ahora.

–Ah, Marco Antonio dirigiéndose a la plebe -Barton se volvió para mirarla-. Debería usted oír a Edwin Booth diciendo esas frases.

–Le he oído.

–No me diga. ¿Y dónde, si puedo preguntárselo, ha visto usted a nuestro gran trágico? Que yo sepa, todavía no ha hecho ninguna gira por Europa.

Ella dio unos golpecitos en el suelo con la punta del zapato.

–Donde me encuentro ahora, señor Barton. En septiembre pasado. Su Marco Antonio y su Shylock.

–¿Aquí? ¡De modo que ha estado usted en el Teatro California! Pues claro, me ha dicho que lleva cierto tiempo viviendo en este Estado -había llegado a su asiento en el centro de la décima fila-. Desde luego, tiene usted que ser mi invitada algún día de esta semana.

Maryna hizo una seña a la timorata señorita Collingridge para que se quitara el sombrero de marinero, subiera al escenario y se sentara en la silla, desde donde leería (sin emoción) el papel de Maurice, el amado de Adrienne Le-couvreur, y, al final del acto, las pocas líneas de Michonnet, el apuntador de la Comédie-Francaise, el amigo más íntimo de Adrienne así como desesperanzado candidato a su amor.

–Recuerde que no debe actuar, sino sólo leer las líneas de cada papel.

–Líneas -musitó la señorita Collingridge-. No Itnias.

Maryna sonrió.

–Y no te preocupes por mí -le susurró-. Estaré -aún sonreía, pero ahora para sí misma-, estaré «perfectamente».

Maryna miró a su alrededor. El teatro estaba vacío. ¿Cómo iba a dar lo mejor de sí misma en unas circunstancias tan deprimentes? No había amigos admiradores en las butacas ni otros actores ni decorados pintados ni accesorios (¿debería haber pedido algo, una vela, un calzador, un abanico que hiciera las veces de ramo de flores envenenadas?) ni público que la estimulara. Sólo la silla a la que hablar, la señorita Collingridge sentada en ella y un hombre indiferente que iba a juzgarla. Y la señorita Collingridge parecía tan abatida y menuda… Tal vez debería imaginar que quien estaba sentado en la silla era Ryszard. ¿Y dispondría de su voz, la voz imperiosa audible sin esfuerzo (¡sin esfuerzo!) en el fondo de la segunda galería, para pronunciar el papel de Adrienne en inglés? ¡En América!

–Sólo la escena de la muerte, la segunda mitad del quinto acto, señor Barton. No se desespere -su voz no era la de la actriz-. Empezaré después de haber abierto el cofrecillo que contiene las flores envenenadas enviadas por la princesa de Bouillon y que creo que son de Maurice, y las bese. Empezaré con mi réplica cuando Maurice, a quien acaban de franquear la entrada en mi piso, me dice -con un leve aumento de la intensidad de la voz-: «¡Adrienne! Pero te tiembla la mano. Estás enferma». Señorita Collingridge…

Maryna miró fijamente la silla.

¡Adrienne! Pero te tiembla la mano. Estás enferma -dijo la señorita Collingridge, en un tono neutro, inexpresivo.

El guante había sido arrojado.

No, no, ya no. Las palabras brotaron vibrantes de los labios de Maryna, en la voz de la actriz. Se puso la mano sobre el pecho. El dolor no está aquí. Se llevó la mano a la cabeza. Está aquí.

Lo había dicho.

Es extraño, es insólito, siguió diciendo. Mil cosas fantásticas y diferentes sin orden ni concierto pasan por mi mente. Era lo contrario de lo que sucedía en la cabeza de Maryna, llena de una claridad firme, resuelta.

Y las palabras delirantes surgieron torrenciales de su garganta.

¿Qué has dicho? Ah, ya lo he olvidado… mi imaginación parece desvariar, ¿dónde tengo la razón? Pero no debo perder la cabeza, no… ante todo, por Maurice… y… por esta noche. Delirio, producido por la acción del sutil veneno en el cerebro. Acaban de abrir el teatro… ya está lleno de público. Todavía no experimenta dolor físico, no se contorsiona. Sí, el telón se alzará pronto… y sé lo impaciente y curioso que está el público. Hace mucho tiempo que les prometieron esta obra… sí, mucho tiempo… desde el día en que vi a Maurice por primera vez… No querían montarla de nuevo, algunos decían que es demasiado antigua, que parece decadente. Pero yo dije que no, no… y tengo un motivo. Ah, poco imaginan ellos el motivo: Maurice todavía no me ha dicho «te quiero»… ni yo se lo he dicho tampoco… No me atrevo. Pero en esta obra hay ciertas frases que… puedo decir ante todo el mundo y nadie sabrá que las dirijo a él. Es una idea inteligente, ¿verdad?

Amor mío, mi vida, vuelve en ti, dijo la señorita Collingridge en el papel de Maurice, todavía en un tono admirablemente inexpresivo. Maryna la miró; la joven se balanceaba en la silla adelante y atrás, y alzó el rostro, en el que la pasión era inequívoca, hacia Maryna. Ésta notó que la emoción de la joven penetraba en ella y agitaba al tiempo que suavizaba ciertos lugares tiernos e inquietos. Calla, calla, le dijo, en el papel de Adrienne, a la señorita Collingridge, debo salir al escenario.

Maryna estaba agradecida a la señorita Collingridge, pues una no puede dar lo mejor de sí en un escenario si no se siente amada. Si le falta cariño, el actor se marchita. Habría sido espantoso tener que representar la escena en el teatro vacío, sólo para Barton, a quien ahora miraba para ver sus reacciones. ¡Qué espléndido público, qué numeroso, qué brillantez! Cómo siguen sus miradas todos mis movimientos. Son amables, muy amables al quererme así. Al principio él no podría haberle dedicado su atención, pues estaba leyendo la carta, pero entonces se retrepó en la butaca, enlazó las manos en la nuca y pareció contemplar el punto más alto del arco del proscenio. Ella le apartó con desdén de su mente, pero al mirarle de nuevo vio (estaba inclinado hacia delante, los brazos doblados sobre el respaldo de la butaca frente a él) que por fin le había interesado.

¡Adrienne! No me ve, no me oye, dijo la voz viva y rotunda, perfecta en su dicción, de la señorita Collingridge en el papel de Maurice.

Sí, Maryna se dio cuenta de que Barton estaba cautivado. Ahora vería lo que ella era capaz de hacer.

¿No puede nadie ayudarla? ¿No tiene ningún amigo?, siguió diciendo la señorita Collingridge como Maurice, todavía dominándose tenazmente. Y entonces tuvo que continuar, pues el viejo Michonnet acababa de entrar (¿Qué ha ocurrido? ¿Está Adrienne en peligro?), y la aflicción de los dos personajes quebró la compostura de la joven, la cual se levantó de la silla y respondió en voz enronquecida, las palabras de Maurice: ¡Adrienne se muere!, y salió precipitadamente por el lateral del escenario.

Maryna se preguntó qué estaba haciendo la boba muchacha, antes de comprender que le había hecho un auténtico favor al cederle la silla.

¿Quién está a mi lado?, susurró Maryna en tono quejumbroso. ¡Cómo sufro! Ah, Maurice, y tú también, Michonnet, qué amables sois. Ahora tengo la cabeza serena, pero aquí, en el pecho, tengo algo como carbón ardiendo que me consume.

Envenenada, gimió la señorita Collingridge en el papel de Michonnet, desde su rincón oscuro.

Maryna miró el rostro de Barton que la contemplaba fijamente desde la décima fila. Parecía muy interesado, pero ¿le había hecho ella llorar? Ah, el dolor aumenta. Vosotros que tanto me queréis, ¡ayudadme!'Y entonces, quedamente, en un tono de acusadora perplejidad: No quiero morir.

Esta última era la frase que nunca dejaba de provocar sollozos en el público, una frase que llegaba al corazón de todas las personas excepto las insensibles o las que tenían prejuicios. Al escuchar el eco de las palabras en su cabeza, Maryna consideró que nunca las había dicho mejor. ¡No quiero morir! Se permitió unos pocos pasos vacilantes antes de tomar asiento con lentitud.

Hace una hora habría rezado para que Dios me concediera la bendición de la muerte, dijo serenamente, pero ahora, sin levantar la voz, quiero vivir. Con algo más de firmeza: ¡Oh, poderes celestiales!¡Oídme! No demasiado alto. Cada una de las sílabas llegaría al hueco corazón de Barton. Dejadme vivir… unos días más… sólo unos pocos días con él, mi Maurice… soy joven y la vida empieza a parecerme tan hermosa.

¡Ah, es insoportable!, gimió la señorita Collingridge como Maurice.

¡La vida!, exclamó Maryna. Ahora sería mejor el decrescendo. ¡La vida!

La Adrienne de la Ristori, siguiendo a la que interpretara la Rachel, trataría de levantarse tras decir estas palabras, lo intentaría en vano, y entonces se dejaría caer de nuevo en la silla. Maryna también había representado siempre así ese momento, que el público esperaba, pero ahora la inspiración le dio una idea mejor. Se volvió para mirar hacia el fondo del escenario, como si Adrienne deseara ahorrar a su amante y su viejo amigo la visión de la agonía que arrasaba sus facciones, y permaneció de espaldas a Barton durante unos interminables treinta segundos. Entonces, lentamente, se volvió, otra Adrienne se volvió hacia él, otro rostro, el de una mujer ya muerta. No, no, no viviré; cada esfuerzo, cada oración es en vano. No me abandones, Maurice. Ahora te veo, pero pronto no podré hacerlo. Toma mi mano. No notarás su presión mucho más tiempo…

¡Adrienne, Adrienne!, gritó la señorita Collingridge.

No habría más palabras por parte de Michonnet ni de Maurice, pues Maryna se había embarcado en el último párrafo de Adrienne, sólo quedaban unas pocas líneas más hasta el final y, aunque podía ver cada surco en el cerúleo rostro de la señorita CoUingridge en el extremo del escenario, ya no discernía en absoluto la cara de Barton. ¡Oh, triunfos del teatro! ¡Mi corazón ya no latirá con vuestras ardientes emociones! Y tú, mi largo estudio del arte que tanto he amado, nada quedará de ti cuando me haya ido. Un tono de noble lamentación, como si, por un momento, Adrienne se hubiera olvidado por completo de sí misma. Nada nos sobrevive, nada salvo el recuerdo. ¡Pero ahora lo recuerda! Maryna miró sin ver a su alrededor. Vamos, vamos, me recordaréis, ¿no es cierto? (Vio que la señorita Collingridge, con lágrimas en los ojos, asentía a su pasable pronunciación de ciertos sonidos ingleses.) Y, como en un sueño, finalizó: ¡Adiós, Maurice, adiós, Michonnet, mis únicos dos amigos!

Hubo un momento de silencio. Maryna oía el gimoteo de la joven profesora de dicción. Entonces Barton empezó a aplaudir de un modo rítmico, resonante, muy despacio. La actriz tenía la sensación de que cada palmada era una bofetada. Entonces el director teatral se sacó el pañuelo, se sonó ruidosamente y gritó al interior del oscuro teatro:

–¡Dile a Ames que no puedo reunirme con él! Madame, yo… No, espere, subo al escenario.

–Señorita Collingridge -dijo Maryna en voz queda-, ¿se reunirá conmigo en mis habitaciones esta tarde a las cuatro en punto? He de escuchar el veredicto del señor Barton sin ningún testigo.

Era cruel despedir a la muchacha, pero tenía que enfrentarse a solas a su destino. Barton, resollando, se acercó a ella y le tomó la mano.

–¿Puedo invitarla a almorzar conmigo?

–Tal vez, pero ¿me dirá primero cuál es mi sino?

–¿Sino?

–¿Me concederá una semana?

–¡Una semana! – exclamó él-. Le concederé varias semanas, todas las que usted quiera.

–Soy un hombre malhumorado, Madame -le dijo Barton mientras tomaban el copioso almuerzo que ofrecían en el bar Fountain-. ¿Me excusará usted?

–No hay nada que perdonar.

–No, no, desde el fondo de mi corazón le ruego que me perdone. Pensé que era usted una principiante. Ni siquiera eso, pensé que era una dama de clase alta que soñaba con dedicarse a la escena. No podía imaginar que estaba a punto de ver a una gran artista -exhaló un suspiro-. Es posible que sea la artista más grande que he visto jamás.

–Es usted muy amable, señor Barton.

–Querrá decir que soy un necio. Pues bien, repararé mi error.

«Dice que reparará su error, Henryk.» «Todo ha ido bien, Bogdan.» «Ven, Ryszard.»

Se hallaban en uno de los bares más selectos de la ciudad, en la esquina de las calles Sutter y Kearny, un local popular, observó Barton, entre los banqueros.

–Como usted ve -añadió, señalando con un gesto de la cabeza el vaivén de hombres que cruzaban la sala.

Todos ellos iban a consultar una delgada cinta de papel que salía de una de las paredes y caía en un cesto colocado en el suelo. Barton le explicó que eran datos seleccionados y renovados a cada momento, que proporcionaba el cable submarino, necesarios para realizar las grandes transacciones mercantiles en San Francisco.

–Noticias del mundo entero, transportadas a través de los océanos y que llegan en una tira de papel apenas más ancha que la vitola de mi cigarro.

–Qué práctico -dijo Maryna.

–Incluso Ralston solía venir al Fountain. Es una lástima que no haya podido conocerle, era el hombre más rico de la ciudad, pero que me aspen, y perdóneme la expresión, Madame, si no fue a nadar a la bahía y se ahogó por accidente la misma tarde que supo que su banco estaba en quiebra. Algún problema con su socio -se echó a reír-. Ese individuo de ahí que manosea el reloj de bolsillo de oro macizo cuya cadena le cruza el chaleco.

–¿Volvemos a nuestro asunto, señor Barton?

–De acuerdo.

Empezaron con un desacuerdo. Barton no creía que la actriz debiera empezar con Adrienne Lecouvreur. Creía que La dama de las camelias era mucho mejor.

Maryna le dijo que Adrienne primero, hacia fines de la primera semana La dama de las camelias, y entonces una o tal vez dos obras de Shakespeare. Pensaba que podría empezar con Ofelia o Julieta, cuyo patetismo era como una segunda naturaleza para ella, pues, aunque no había ningún papel shakespeariano que le gustara tanto como el de Rosalinda, prefería esperar a interpretar Como gustéis hasta que hubiera reducido más su acento. Manifestó a Barton que tenía la impresión de que el público escuchaba de un modo distinto las comedias de Shakespeare, y le explicó que el espectador espera una mayor elegancia lingüística.

–¿Me expreso con claridad? – le preguntó.

–Con mucha claridad -respondió Barton.

–Pero quizá no está usted de acuerdo.

El sonrió.

–Me doy cuenta de que será difícil estar en desacuerdo con usted.

–Ya que su estado de ánimo es tan favorable -se apresuró a decirle ella-, creo que deberíamos hablar del contrato, el salario y las fechas que puede usted proponer. Y de los demás actores, por supuesto… espero que pueda proporcionarme un Maurice de Saxe tan espléndido como los Maurices que han actuado conmigo en Polonia. También me dirá algo, aunque no demasiado, sobre los críticos teatrales que hay aquí. Aunque no puedo quejarme del trato que he recibido de los críticos, nunca me han gustado. Siempre empiezan por pensar que vas a fracasar. Recuerdo que cuando debuté en el Teatro Imperial de Varsovia, los críticos se mostraron muy escépticos. Que yo hubiera elegido Adrienne Lecouvreur se consideraba una muestra de enorme presunción. ¿Cómo podía yo, una simple actriz polaca, atreverme a tocar el papel escrito para la inmortal Rachel y que entonces se había convertido en propiedad de Adelaide Ristori? Pero triunfé. Con ese papel me proclamaron reina del teatro polaco, y a partir de entonces no podía equivocarme -sonrió-. El triunfo es más dulce cuando una ha de superar primero una montaña de escepticismo.

–Ciertamente -dijo Barton.

Cuando volvieron al teatro, Barton la acompañó en un recorrido por los interiores y exteriores pulcramente etiquetados en el almacén del atrezo (la cámara de roble, el palacio gótico, el salón inglés, el antiguo palacio veneciano, el claro de bosque, el balcón de Julieta, la sala humilde, la taberna, el lago a la luz de la luna, la cocina rústica, la mazmorra, el salón de baile francés, la costa escarpada, la sala de justicia, la calle romana, el aposento de los esclavos, el dormitorio, el desfiladero rocoso) y la pieza donde se guardaban los accesorios (trono, patíbulo, lechos regios, árboles, cetro, cuna infantil, rueca, espadas, estoques, dagas, arcabuces, bisutería, cofre, flores artificiales, copas de vino y champaña, áspid de caucho, caldero de brujas, cráneo de Yorick); la presentó al pintor de decorados, el encargado de los accesorios y sus ayudantes cubiertos de polvo; le mostró las comodidades del camerino de la primera actriz y el digno salón de descanso. Aún no había ningún actor en el teatro. Barton le aseguró que le gustaría el Maurice de la compañía, de quien ella supuso, por la manera en que lo alababa («un actor viril de la vieja escuela») que sería un actor no muy activo con quien no resultaría difícil trabajar.

Tras el recorrido por el teatro, y cuando estaban de nuevo en el despacho de Barton, éste le ofreció una semana en cartel, que comenzaría al cabo de diez días, el 3 de septiembre. El director general del California había insistido en contratar para esa semana un espectáculo de variedades que agradaba al público, pero a Barton le encantaría ceder a los Minstrels de Georgia, Hermann el Mago y el Profesor O. S. Fowler, el afamado frenólogo, al Teatro Bush o al Maguire's. Entonces, en octubre, Maryna podría disponer de tres semanas más, o cuatro si lo deseaba.

–Una cosa más. Su nombre, mi querida señora… Por supuesto, figura en las cartas de sus amigos, pero ¿sería tan amable de escribirlo? – miró la hoja de papel-. M-A-R-Y-N-A Z-A… curioso… L-E-Z-O-W-S-K-A. Sí, lo recuer-do. Y ahora, por favor, pronúncielo.

Ella hizo lo que le pedía.

–¿Quiere repetirlo? El apellido. Me temo que no suena tal como lo leo.

Ella le explicó que la /polaca, la /con un travesaño, se pronunciaba como una w, la e con cedilla como «en», la z coronada por un punto como «zh» y la w como/o v.

–Lo intentaré una vez, una sola vez. Zalen… no, Zawen… he de cecear, ¿verdad? – se echó a reír-. Pero seamos serios, mi querida señora. Sin duda comprenderá que ningún americano será capaz de pronunciar jamás su nombre correctamente. Ahora bien, estoy seguro de que no desea que siempre pronuncien mal su apellido, y lo que me preocupa es que sólo unos pocos harán el esfuerzo de pronunciarlo -se retrepó en el sillón-. Hay que acortarlo. Tal vez podría usted prescindir de las letras zow. ¿Qué le parece?

–Será para mí una satisfacción mejorar mi difícil apellido extranjero -respondió ella con ligereza-. ¿No es eso lo que hacen muchos cuando vienen a América? Estoy segura de que a mi difunto primer marido, cuyo apellido llevo, Heinrich Zaí^zowski… no, creo que no le voy a explicar por qué él se llamaba Zatezowski y yo Zaíezowska, eso sería excesivo para una mentalidad yanqui… le habría parecido muy divertido.

Y, divertida por la perspectiva de echar a perder el último resto de soberanía de Heinrich sobre ella, tomó de nuevo la hoja de papel, escribió en ella una palabra, y se la entregó a Barton.

–Z-A-L… Nos olvidamos de la / polaca, ¿no es cierto? – ella hizo un gesto de asentimiento-. Z-A-L-E-N-S-K-A. Zalenska. No está mal. Extranjero, pero no es difícil de pronunciar.

–Casi tan fácil como Ristori.

–Se burla usted de mí, Madame Zalenska.

–Llámeme Madame Maryna.

–Me temo que también tendremos que retocar el nombre de pila.

Ah, ça, non!-exclamó ella-. Ése es mi auténtico nombre.

–Pero aquí nadie puede pronunciarlo. Lo dirán como Mary con un discordante apéndice a remolque, alargarán la sílaba na de una manera atroz: Mary-naaaaa… ¿Quiere que la llamen así? No, claro que no.

–¿Y qué me sugiere usted, señor Barton?

–Bueno, no puede llamarse Mary, porque es demasiado americano, mientras que Marie es francés. A ver, ¿qué le parece si cambiamos una sola letra? Mire.

Le mostró el papel en el que había escrito: M-A-R-I-N-A.

–¡Pero así es como se escribe mi nombre en ruso! No, señor Barton, una actriz polaca no puede en modo alguno tener un nombre ruso.

Estuvo a punto de añadir: «Los rusos son nuestros opresores», y se dio cuenta de lo pueril que quedaría.

–¿Por qué no? ¿Quién se dará cuenta de la diferencia en América? Y la gente puede pronunciarlo, les parecerá italiano. Y el sonido es bonito. ¿Qué me dice? Marina Zalenska -la miró con una expresión zalamera-. Madame Marina.

Ella frunció el ceño y desvió los ojos.

–Bien, entonces asunto zanjado. Esta tarde tendré el contrato redactado. Y ahora… ¿le parece que brindemos por la ocasión? – sacó una botella de whisky del cajón de su mesa-. Debo advertirle que cualquiera que trabaje para mí ha de pagar una multa de cinco dólares si se le sorprende bebiendo en el teatro. Los actores, diez dólares -vertió el licor en dos vasos, cada uno hasta la mitad-. Excepto Edwin Booth, claro. Siempre se hacen excepciones, y con toda justicia, créame, por el pobre Booth. ¿Solo o con agua?

«Así que todo está arreglado, Henryk. Las fechas, los papeles, mi espléndido salario, mi nombre mutilado. No, ese hombre no es un bebedor como tú. Y cuando saqué un cigarrillo, se limitó a decir: "Ah", y buscó los fósforos. Es el primer americano que conozco que no parece escandalizado de veras al ver fumar a una dama. Creo que voy a llevarme muy bien con este señor Barton. Le gusto, me teme un poco, y me gusta, es astuto y ama en serio el teatro. He cenado con él y su encantadora esposa, una sencilla comida casera a base de sopa de maíz, cangrejo picante, costillas de cordero con salsa de tomate, patatas rellenas, pollo asado, helado con plátano, bizcocho con relleno de jalea, café… y no debo olvidar los tallos de apio crudo colocados sobre la mesa en vasos altos para mordisquearlos ad libitum durante toda la cena. Habrías sonreído al ver mi buen apetito.»

Ante el espejo, el único amigo sincero de la actriz, Maryna reconoció que estaba más delgada que cuando salió de Polonia, aunque confiaba en no parecer demasiado esbelta, delgada de veras, cuando le hubieran achicado todos los vestidos que se había traído. Le había envejecido el rostro, sobre todo alrededor de los ojos, pero sabía que en el escenario, con la magia normal del maquillaje y la luz de gas, no aparentaría más de veinticinco años. «Es cierto -le escribió a Henryk- que ahora carezco de la vivacidad y la despreocupación de una muchacha, pero mi alegría y mi entusiasmo están intactos. Creo que puedo hacer una imitación impecable de las emociones que tal vez me pasen por alto en la vida real. Nunca he sido una gran actriz instintiva, pero soy fuerte e incansable».

Cuatro días antes de la primera función, cuando empezaron los ensayos, Maryna se trasladó a una pomposa suite en la última planta del hotel Palace. Fue idea de Barton, una extravagancia de aquel hombre. «La gente se enterará de que se aloja usted en el Palace -le explicó Bar-ton-, y eso les llamará la atención. El señor Ralston volcó todos sus medios en el Palace. Somos el segundo mejor teatro de América. El Palace es el mejor hotel del mundo». A Maryna le gustaban los hoteles. Alojarse en uno de ellos, en cualquiera, había significado, y volvería a significar, tener un teatro al que ir. Y considerar el lujo tan sólo como lo que se merecía tras las privaciones de los últimos meses, al tiempo que aceptaba las miradas inquisitivas que le dirigían desde considerable distancia en el Atrio Regio, techado a siete pisos de altura con una cúpula de vidrio ambarino, y cara a cara en el camarín forrado de espejos del ascensor hidráulico, era ya una especie de actuación. Los carteles de teatro fijados en toda la ciudad anunciaban el debut en América de la gran actriz polaca Marina Zalenska, pero, a pesar de sus instancias, Barton no había logrado que un solo periodista de los diarios locales solicitara una entrevista. Miembros de la comunidad polaca en San Francisco, muy emocionados ante el triunfo inminente en América de su tesoro nacional, le enviaron chucherías, libros y flores, pero el regalo que, entre todos los demás, evidenciaba una mayor consideración le aguardaba ya en la recepción cuando Maryna se registró en el Palace: una cajita forrada de terciopelo que contenía su collar y los pendientes de plata negra, el precioso regalo que le hiciera la abuela de Bogdan, con una tarjeta: «De un admirador anónimo (esta palabra estaba tachada y encima decía "humilde")».

Maryna se alegró mucho de la milagrosa recuperación de sus joyas de luto, y las llevó hasta la noche del lunes, cuando se puso las brillantes joyas de Adrienne.

Impulsado por el afán de mimar a su asombroso «descubrimiento», Barton había ofrecido cuatro ensayos de Adrienne con la compañía al completo, incluido un ensayo general el día del estreno. En general, sólo se ensayaban las obras nuevas. En cuanto a las de repertorio, un ensayo de pocas horas el mismo día del estreno, en el que los papeles se recitaban precipitadamente y se revisaban los aspectos técnicos de la obra, se consideraba una preparación suficiente. Maryna reparó en que a sus compañeros de reparto les causaba cierta irritación tener que presentarse cuatro días seguidos a las diez de la mañana. Para la actriz, no había nada rutinario en esas jornadas. La primera mañana que accedió al California por la entrada de artistas no le pareció una ocasión menos importante que la noche de antaño en que, como hermana menor de Stefan, entrara por primera vez a través de la entrada de artistas. ¿Y acaso el portero del teatro de Cracovia donde Stefan actuaba en Don Carlos no había tenido mal genio y respondido con lentitud, como el que había allí y que respondía al ominoso nombre de Chester Cant? Pero todos los teatros son iguales, se dijo Maryna alegremente: los olores, las bromas, la envidia. El portero del Teatro Globe podría haber sido el modelo del gruñón inmortal al servicio de Macbeth que, demorándose en abrir la puerta del castillo a ciertos ruidosos visitantes a altas horas de la noche, se imagina a sí mismo el portero del infierno.

–Vuestro portero shakespeariano -le dijo a James Glenwood, su simpático Michonnet, quien también había llegado temprano al ensayo, pero sólo tras una discusión con el desabrido portero; ella había oído el alboroto desde el saloncito de descanso-. Me había imaginado dejar entrar a algunas de las profesiones que, por el camino de rosas, van a la hoguera perpetua -recitó Maryna afablemente-. Pero confiemos en que nuestro señor Cant no piense así -al ver el semblante inexpresivo de Glenwood, añadió-: Macbeth, segundo acto.

El semblante de Glenwood se puso serio.

–Veo que desconoces que jamás decimos ese nombre -tosió ruidosamente-, ni el título de la obra ni el nombre del personaje. No lo pronunciamos jamás.

–¡Qué interesante! ¿Es alguna clase de superstición americana?

–Tú puedes llamarlo superstición -terció Kate Egan, la princesa de Bouillon, ya demasiado entrada en años, de la compañía, que acababa de entrar en el saloncito con Thomas, Tom, Deane, el impasible Maurice.

–¿Queréis decir que los actores americanos, cuando representan la obra, no pronuncian el nombre de Mac…?

–Por favor, no lo repitas -le pidió Deane-. Sí, claro, las tres brujas tienen que decir: En la llanura/Hay allí cita segura con… ya sabes, y así lo hacen Banquo, Duncan y los demás cuando les toca el turno de hablar. Pero en cualquier lugar fuera del escenario… ¡jamás!

–Cielo santo, ¿por qué?

–Porque la obra está embrujada -le explicó Deane-. Causa desastres. Siempre lo hace. Mira, hace unos treinta años, en Nueva York, hubo dos producciones de la obra escocesa al mismo tiempo, una con Macready, a quien se consideraba el mejor intérprete de Shakespeare después de Kean, y la obra con nuestro gran Edwin Forrest. Esto causó una gran irritación a ciertas personas, creo que había muchos irlandeses entre ellas, las cuales decían que el hecho de que el inglés representara la misma obra en otro teatro era un insulto hacia nuestro actor americano, así que la noche del estreno de Macready se reunieron alrededor del teatro, arrancaron los adoquines de la calzada, los lanzaron contra las ventanas y empezaron a derribar las puertas. La milicia abrió fuego y murieron docenas de personas.

–Bueno, no dejaré de llevar encima amuletos de magia blanca cuando interprete a Lady… -Maryna dirigió una mirada maliciosa a sus inquietos colegas-, la dama escocesa.

Ryszard no se había atrevido a preguntar cuándo llegaría Bogdan. Maryna había mencionado que confiaba en que no tardaría en resignarse a revender la granja a los Fischer, dado que las ganancias de Maryna durante la primera semana y luego las cuatro semanas más que Bar-ton le había ofrecido en octubre cubrirían varias veces las pérdidas sufridas por su marido. De momento, la única rival de Ryszard era la señorita Collingridge, quien, ¡por una vez!, no aguardaba en el camerino al final del ensayo, por si Maryna quería trabajar un poco más en su papel.

–Casi está enamorada de ti -farfulló él.

–La verdad es que lo está, a su respetuosa manera.

–Entonces me apiado de ella. ¿Quién habría pensado que tu pequeña profesora de dicción y yo tenemos tanto en común?

–No sientas lástima de ti mismo, Ryszard. Eso no lo hace la señorita Collingridge.

–Ella no está decepcionada, no espera más intimidad por parte de su ídolo de la que tiene.

–¡Vaya! – exclamó Maryna-. ¿De veras te he decepcionado?

Ryszard sacudió la cabeza.

–Soy un zoquete, te estoy acosando, y lo que acabo de decir es imperdonable. Me marcharé -sonrió antes de añadir-: Hasta pasado mañana.

–¿Y qué pensarías si ahora te estimulara un poco? – replicó ella-. Si admitiera que se ha producido alguna alteración en mis sentimientos y… -se ruborizó-. Tal vez debas marcharte. Estoy aquí sola, temiendo que me entre dolor de cabeza, me restriego la frente y las sienes con colonia, y entonces me doy cuenta de que no estoy pensando en Adrienne ni en Marguerite Gautier ni en Julieta, sino en ti. Y, al pensar en ti, experimento toda clase de sensaciones físicas que no son distintas al pánico escénico, así como un apresuramiento de la respiración, inquietud en los miembros y algunas otras agitaciones que el pudor me prohibe mencionar.

–¡Maryna!

Ella alzó la mano.

–Pero mi mente, la gran emperatriz, no ha dicho que sí. Me pregunto si esto es amor, o si es el anhelo femenino de ceder al insistente deseo masculino. Me temo que no has acabado del todo con mi resistencia, Richard.

Pronunció su nombre en inglés, para fastidiarle. Una ligera bofetada.

–Marina -dijo él en voz queda, a la manera americana, y, tomándole la mano, se la aplicó al pecho.

Pese a lo agradecida que estaba porque Bogdan aún no se había reunido con ella, y a la aprensión que le causaba su llegada para asistir al estreno, Maryna aún no se había planteado el hecho de que pronto tendría que elegir entre los dos hombres. Pero cuando los imaginaba a ambos en su camerino mientras ella se maquillaba y daba instrucciones a la costurera, ambos solícitos, ambos inquietos por ella, el único interrogante que se formulaba era el de cuál de los rostros miraría.

Entonces, el sábado, llegó un telegrama desde Anaheim:

ACCIDENTE STOP CAÍDA DEL CABALLO STOP NINGÚN HUESO ROTO PERO MORATONES POR TODAS PARTES, CARA Y MANOS INCLUIDAS STOP TOTALMENTE IMPRESENTABLE STOP LO SIENTO SAN FRANCISCO IMPENSABLE DE MOMENTO

Maryna no le mencionó a Ryszard lo decepcionada que estaba, y admitió para sus adentros que se sentía más enojada que aliviada. Si Bogdan no podía estar presente en el estreno, entonces debía de sentir… Que así sea, se dijo, y se preguntó qué quería decir con eso.

El domingo por la noche Maryna soñó que poco antes de salir al escenario Barton le informaba de que debía interpretar el papel en ruso.

El lunes, tres horas antes de que se alzara el telón, estaba en su camerino, realizando pequeños ritos de orden. Ryszard permanecía cerca de ella, nervioso como un marido, con sus nuevos y blancos guantes de cabritilla y botas de charol, confiando en haber hecho acopio de suficiente firmeza tranquilizadora para mostrarle a Maryna su apoyo y calmarle el nerviosismo. (Recordaba el aspecto del rostro expresivo e irónico de Bogdan.) La había acompañado desde el hotel, le había visto conversar con la encargada del vestuario y clavar los numerosos telegramas recibidos de Polonia a una lámina de corcho fijada en la pared, al lado del espejo, dejando en la parte superior los que había seleccionado (de Henryk, su madre y Józefina, Barbara y Aleksander, Tadeusz, Krystyna y otros jóvenes actores del Teatro Imperial) y entonces salió para ir de un lado a otro por el corredor. Regresó a las siete y media, agradablemente provisto de una jugosa jerga, para decirle a Maryna que la iluminación estaba a punto (el encargado del gas había iluminado las «bambalinas» con una antorcha en el extremo de un largo palo, y las «candilejas» delante del telón, y había disminuido las llamas hasta «dejarlas en azul»), habían abierto las puertas y el público (Ryszard observó que sus compatriotas habían acudido en gran número) estaba entrando en el teatro.

Puesto que Adrienne no aparece en el primer acto, Barton dispuso de mucho tiempo para informar a la actriz acerca del público. Era cierto que el local no estaba lleno, pero bastantes frecuentadores importantes del teatro estaban presentes, así como la Julieta americana reinante, Rose Edwards, quien había sido contratada para actuar la semana siguiente en el California, como primera actriz del siempre popular melodrama británico East Lynne.

–¡Espere a que Rose la vea! – exclamó Barton-. Es una buena actriz, y nada tonta, por cierto. Tal vez me dirá que no se atreve a actuar después de usted y podrá disponer de la semana que ella tiene reservada.

–Dudo de que ninguna actriz de éxito hiciera semejante ofrecimiento -replicó Maryna, sonriendo-. Me da usted ánimos de una manera muy inteligente, señor Barton.

Pero tras despedir a ambos hombres, realizar la última preparación interior y examinarse ante el espejo mientras aguardaba el aviso del traspunte para salir a escena en el segundo acto, Maryna se preguntó dónde estaba su temor. Ni siquiera entre bastidores experimentaba ninguno de los tumultuosos síntomas del pánico escénico, las palmas sudorosas, el corazón desbocado, el nudo en el estómago. Le parecía que debía de haberse vuelto loca para tener la certeza de que todo iría bien. Y entonces comprendió que estaba más asustada de lo que jamás había estado en su vida, pero el temor era externo, como un imposible espesamiento del aire. Estaba sujeta a su temor, un temor frío sin resonancia física, excepto cierta tensión de la piel, mientras notaba su interior sereno y espacioso, con espacio más que suficiente para todas las palabras que contenía: vocablos ingleses, detrás de los cuales estaban las palabras de la obra en polaco, y tras éstas las palabras francesas de la obra original, que ella había estudiado cuando preparó por primera vez el papel en Varsovia… pero todo tenía que estar dentro, protegido contra el temor. Toda su piel, desde el cuero cabelludo hasta las plantas de los pies, era la barrera contra el manto de hierro del temor. Su torso -la boca, la lengua y los labios, el cuello, los hombros, el pecho- era el recipiente que contenía las húmedas palabras que empezarían a brotar en inglés cuando saliera al escenario.

Como se recordó de nuevo poco antes de salir a la luz, empezaría sin estremecimiento causado por la ovación que en Polonia siempre saludaba su salida a escena, que interrumpía la obra y durante varios minutos le impedía pronunciar las primeras palabras. Con la excepción de sus compatriotas, no habría más que un breve aplauso de cortesía. Ella había visto que, ni siquiera cuando actuaba el gran Booth, los públicos americanos no prorrumpían en aplausos tras los párrafos célebres que muchos de ellos se sabían de memoria. («En la ópera, sí», le había dicho Barton.) ¿De qué modo aquel nuevo animal mostraría entusiasmo, indiferencia, desagrado, la voluntad de dejarse domar? En Polonia ella había sabido interpretar tanto los aplausos como las toses, los susurros, los movimientos en las butacas. Pero aquel nuevo público estaba demasiado inmóvil. ¿Cómo debía interpretarlo? Cuando comenzó a recitar la fábula de las dos palomas (Dos palomas eran amantes tiernos y fieles…) las toses cesaron por completo. Al terminar, hubo un momento de silencio, y entonces se desató una tempestad de aplausos, gritos, llamadas. Tom Deane intentó en cinco ocasiones iniciar el papel de Maurice antes de que pudiera seguir adelante. Parecía del todo inconsolable. Cuando finalizó el acto, Maryna abandonó el escenario en un estado hipnótico, mientras el público gritaba, aplaudía y golpeaba el suelo con los pies. En el intermedio, Ryszard paseó por el vestíbulo con la señorita Collingridge. «¡Espléndido! ¡Espléndido!», oyó decir una y otra vez, por encima de la animada charla, las reverencias mutuas, las sonrisas, los apretones de manos y las señales de reconocimiento. Un hombre con chistera saludó a Barton diciéndole: «¡Esta mujer vale treinta mil dólares al año!» (Barton le dijo después a Ryszard que era el director del Evening Post) y su esposa, imponente con su vestido de noche de larga cola, dijo que, si bien el inglés de Madame Zalenska tenía un deje extranjero, debía conservarlo, pues era «la misma dulzura personificada». La señorita Collingridge no devolvió la traidora sonrisa de Ryszard.

Maryna salió a escena para representar el tercer acto envuelta en una oleada de energía que parecía surgir incluso de más adentro. Tenía la sensación de poseer un aura, y se sentía serena, ligera, invulnerable. En el pabellón a oscuras, la escena del primer encuentro de Adrienne con su rival por el amor de Maurice, la puesta en escena conforme a los cánones exigía que la princesa de Bouillon, provista de una vela, se aproximase de Adrienne para ver a través del embozo de la mujer desconocida que cortésmente se había ofrecido a rescatarla de una situación comprometida. Maryna, receptiva y serena, observó que la vela se acercaba más y más, la llama dirigida a la energía de su interior, hasta que los gritos del público que, por fortuna, ahogaron los de Kate Egan («¡Diablos!» y «¡Lo siento!») le advirtieron de que el fuego había prendido en un extremo del velo. Insegura de si Egan se disculpaba por la primera exclamación o por el percance, arrojó el velo ardiente al suelo, con un solo y rápido movimiento volvió a cubrirse el rostro con el chai de muaré de Adrienne y tendió la mano para llevar a la malvada princesa a un lugar seguro. Algunos espectadores creyeron que todo eso formaba parte de la obra; otros aplaudieron el atrevido fragmento de puesta en escena inventado por la actriz polaca. Al finalizar el tercer acto volvieron a llamarla a escena para seguir aplaudiéndola.

La pronunciación de las palabras, que tanto había trabajado para decirlas correctamente, era sólo una parte del flujo de acontecimientos rítmicos que tenían lugar en su cuerpo. En cuanto a la armonía inevitable de ciertas frases con algunos de sus propios sentimientos (¿qué actor, cualquiera que sea su papel, no se siente así?), una sola vez, y casi al final, Maryna se permitió pensar en las palabras. Cuando Adrienne dice en su delirio: En esta obra hay ciertas réplicas que puedo pronunciar delante de todo el mundo y nadie sabrá que se las dirijo a él, pensó Maryna, y se dijo que, si tenía éxito, entonces habría dirigido a Ryszard las palabras de amor de Adrienne.

Es una idea inteligente, ¿verdad?

Una debe amar a alguien.

Fue una representación de Adrienne tan buena como la mejor que hubiera hecho jamás, y un triunfo por encima de todas sus expectativas. Nada menos que once llamadas a escena. Y entonces cientos de espectadores se apretujaron entre bastidores para felicitarla, entre ellos todos los polacos (excepto su cleptómano amigo, aunque estaba segura de que Halek se encontraba entre el público), que sonreían, charlaban y se abrazaban. El viejo y fanfarrón capitán Znaniecki no pudo evitar reñirla por permitir que rusificaran su nombre de pila, y entonces rompió en lágrimas de alegría y orgullo. Maryna, también con lágrimas en los ojos, le abrazó. Lo que le causó un mayor placer fue el homenaje de una mujer de cabello castaño rojizo, con un vestido de noche y zapatos de brocado, que fue casi la primera en llegar al salón de descanso y presentarse como Rose Edwards. «A sus pies, Madame», le dijo.

Dos horas después de que terminara la representación, Maryna pudo abandonar por fin el teatro.

De regreso en el hotel con Ryszard, se detuvo en la recepción y envió a Bogdan un telegrama de una sola palabra: VICTORIA.

Media hora después de que se hubieran despedido en el vestíbulo, Ryszard, que se había trasladado al Palace dos días atrás, fue a la suite de Maryna. Ella le estaba esperando. Lo sabía porque no se había desvestido para acostarse ni había empezado a preparar uno de sus secretos de belleza de aspecto más desagradable: los cuadrados de papel marrón empapados en vinagre de sidra que se aplicaba en las sienes por la noche y que mantenían la piel alrededor de los ojos suave y libre de arrugas. Sabía que le estaba esperando porque redujo las llamas de las espitas de gas hasta que la habitación quedó en penumbra. Sabía que le estaba esperando porque contempló durante largo rato la enorme cama de caoba, cuya cabecera llegaba a la mitad de la distancia hasta el techo que era de cuatro metros y medio de altura, se preguntó por primera vez qué era lo que le desagradaba de aquel lecho y entonces apartó primero una, luego dos y después tres de las seis gruesas almohadas rellenas de plumón de ganso y las metió en la parte inferior de un armario del vestidor.

Se besaron mientras él cerraba la puerta, y aún se besaban cuando la condujo al dormitorio, unos besos rápidos e insistentes que eran como palabras, como pasos. Cuando cayeron sobre la cama, todavía vestidos, abrazados, la fuerza de sus cuerpos al unirse les separó las cabezas. La boca de Maryna se sintió abandonada. Entretanto, brazos y piernas enmarañados buscaban la mejor postura, la proximidad liberadora.

–Creo que me siento incómoda -murmuró ella contra su cara-. Haces que me sienta como una niña pequeña.

Se levantó para desnudarse y Ryszard le tomó la muñeca.

–No te desvistas todavía. Conozco el aspecto que tienes. He tenido tu cuerpo en mi mente durante mucho tiempo, tus senos, tus muslos, tu gruta del amor… puedo hablarte de ellos.

–Pero no soy una niña -dijo ella.

Ryszard le soltó el brazo y se levantó. Cada uno se desnudó por su cuenta, con gestos solemnes. Él deslizó las manos por la longitud del suave cuerpo femenino y la abrazó.

–Puedo darte mi corazón, Ryszard, pero no mi vida. No soy Adrienne Lecouvreur-se echó a reír-. Sólo soy otra actriz madura que goza encarnando a esa chica impetuosa.

Él se tendió en la cama y le abrió los brazos. Maryna se puso encima de él.

–Hueles a jabón -le susurró.

–Ahora eres tú quien me intimida -replicó Ryszard.

–Los dos hemos tenido que recorrer un largo camino para llegar a esta cama.

–Maryna, Maryna.

–Sabré que has dejado de quererme cuando digas mi nombre una sola vez.

–Maryna, Maryna, Maryna.

–Cuando esperas algo durante demasiado tiempo, ¿no llega a ser…? Oh… -ahogó un grito.

–¿Quién dice que hemos esperado demasiado tiempo? – inquirió él.

–¡Basta de preguntas! – dijo ella en voz quejumbrosa, y le atrajo más a su interior, rodeándole con todo su cuerpo.

Tras haberse inundado mutuamente de placer, se separaron un momento, tendidos uno al lado del otro, y Ryszard le preguntó si le tenía en menos estima porque, al tiempo que la amaba, se había acostado con muchas otras mujeres.

–Sé sincera conmigo, Maryna.

Ella le respondió con una sonrisa vaga y radiante.

En realidad, Ryszard nunca había creído del todo que un día Maryna llegaría a ser suya. El amor que sentía por ella, en su aspecto más sincero, había estado velado por la punzante sensación de lo improbable que era que llegara a consumarse. Pero no había podido rebasar el deseo. Como les sucede a tantos escritores, no creía realmente en el presente, sino sólo en el pasado y el futuro. Y detestaba desear algo cuya posesión estaba seguro que no podría lograr.

Uno consigue lo que quiere, y de ese modo todo va bien.

Tras hacer el amor por segunda vez, ella se durmió con la cabeza sobre el pecho de su amante y la pierna sobre sus muslos: aunque él aún la deseaba, tuvo que resignarse, pues ella debía de estar exhausta. Trató de dormirse también, pero se lo impedía la intensidad de su deseo y la alegría que experimentaba. Pasó el resto de la noche en un duermevela, el peso de Maryna sobre su cuerpo, y cada vez que llegaba al borde del sueño se despertaba diciéndose: «Pero todavía estoy despierto». Cuando amaneció, por fin se durmió, y al despertarse pocas horas después con Maryna todavía sobre él, se preguntó si podría moverse sin que ella lo notara. Ella debía seguir durmiendo hasta lo más tarde posible, a fin de tener todas sus fuerzas para enfrentarse por la noche a otra representación de Adrienne.

Pero ella se había despertado y le cubría de besos.

–¡Ah, qué viva me siento! – exclamó-. Me has devuelto mi cuerpo. ¡Qué segunda representación voy a dar! Y todos nuestros amigos polacos, que deben de haber especulado acerca de los motivos por los que Bogdan no está aquí, en San Francisco, tendrán la seguridad de que es por ti. Estoy segura de que mi Maurice se dará cuenta, cuando me apoye en su pecho para recitar la fábula de las dos palomas, que la juvenil Adrienne no es tan tímida como lo era anoche. El señor Barton se preguntará qué le ha sucedido a la digna dama de Polonia, y pensará que el éxito parece habérsele subido a la cabeza. ¡La cabeza! – se agachó y empezó a besar la ingle de su amante.

–¿La dama polaca está enamorada? – le preguntó Ryszard.

–La dama polaca está total, temeraria, indecente e imprudentemente enamorada.

Tras otras dos representaciones de Adrienne, el jueves por la noche Maryna actuó en el estreno de La dama de las camelias y, tras la tercera función de esa obra en la sesión de tarde del sábado, cerró la semana con otra representación de Adrienne. Las salas siempre estaban llenas, las ovaciones eran más prolongadas y arrebatadas, la cohorte de admiradores elegantemente vestidos que el jubiloso Barton conducía a los bastidores era cada vez más nutrida. Tan sólo tras su primera visita, ella los saludaba por sus nombres, las líquidas energías de su actuación secándose con rapidez en el ajetreo de aquellos intercambios en el salón de descanso. Era simpática («sí, gracias, muchas gracias… ah, es usted demasiado amable»), se mostraba fácilmente divertida, era invulnerable. ¡Si supieran el precio que había tenido que pagar, que debía seguir pagando, por hacer lo que hacía! Y ahora tenía otro secreto: el aturdimiento que solía seguir a la representación se intensificaba ahora con el suspense sexual. Pero era preciso despedir a los admiradores, dar sus flores a los encargados del vestuario y los accesorios a fin de hacer sitio a las flores del día siguiente, antes de que por fin pudiera regresar con Ryszard al hotel.

Entre los tributos florales apretujados en el camerino, antes de que comenzara la función del sábado por la noche, sobresalía un gran cesto trenzado en forma de torre con varias hileras de flores blancas, rojas y azules. De la parte superior pendía una hoja cuadrada de vitela fileteada en oro.

–Un poema -dijo Maryna-. Sin firma.

–¡Pues claro! – exclamó Ryszard-. Era inevitable. Has robado el corazón de otro escritor. Dame el poema y te diré, con una objetividad total, si mi nuevo rival tiene talento o no.

–No -replicó ella-. Te lo leeré. No puede ser tan difícil como un soneto de Shakespeare y, por suerte para mí, la señorita Collingridge no está presente para corregir mi pronunciación.

–Soy yo el afortunado.

Là, mon cher, tu exagères! Puede que los hombres celosos sean apasionantes en el escenario, pero en la vida real pronto resultan muy aburridos.

–Yo soy aburrido, sin duda -dijo Ryszard-. Los escritores somos aburridos.

–Ryszard, mi dulce Ryszard -replicó ella, y él gimió de felicidad-, deja de pensar en ti y limítate a escuchar.

–¿Cuándo hago otra cosa?

–Chisss…

–Pero primero he de besarte -le dijo él.

Se besaron, y ninguno de los dos deseó separarse.

–¿Todavía quieres oprimirme con el poema de mi rival?

–¡Sí!

Maryna tomó de nuevo la vitela, la sostuvo ante ella y declamó, en el tono que los críticos polacos habían llamado su registro argentino:

Sin que la voz de la fama te anunciase,

Sólo cual forastera un día aquí llegaste.

Qué parca la acogida que tuvo tu venida,

Ni en nuestras simpatías obtuviste cabida;

No…

–¡Oh, Madame Marina, querida Madame Marina! – exultó Ryszard-. Simpatías, no sinpatías.

–Simpatías es lo que he dicho, bobo -replicó Maryna, y se inclinó para besarle antes de proseguir:

No como a la artista conocida en tu país;

Como a una principianta te miramos a ti.

–¡Ah, mi rival es crítico de arte!

–¡Calla! – le ordenó ella. Con la mano doblada, los dedos índice y pulgar tocándose, se dio dos golpecitos en el pecho, un venerable gesto teatral, fingió que se aclaraba la garganta, y recitó en su célebre tono aterciopelado:

Mas qué cambio desde aquella feliz hora,

Sólo tu excelso arte pervive en la memoria.

A pesar de las trabas de una lengua extranjera…

–¡Trabas! – exclamó Ryszard.

–¡No voy a permitir que me interrumpas, Ryszard!

A pesar de las trabas de una lengua extranjera,

Rotundo tu inigualable talento impera;

Extasiados, admitimos el éxito que has logrado,

Éxito tanto más grande, cuanto que menos esperado.

–Ahora ese critiquillo teatral va a besar el borde de tu vestido.

–¿Y por qué no?

Guarda los recuerdos de Polonia…

Maryna se interrumpió.

–¿Qué ocurre, Maryna? ¡Cariño!

–No sé… no sé si puedo leer el último ripio.

–¿Qué dice ese bestia de ti? ¡Rómpelo!

–No. Claro que puedo terminar.

Guarda los recuerdos de Polonia sólo en tu pecho.

América te quiere suya de pleno derecho.

Maryna dejó la hoja de vitela y se volvió.

Consigues lo que quieres, y entonces desesperas.

–Maryna -le dijo Ryszard-. Por favor, cariño, no llores.

A media mañana del día siguiente al del estreno, siete periodistas inquietos y competidores instalaron sus campamentos en el enorme salón del hotel Palace. Maryna bajó a mediodía. Ryszard lo había hecho una hora antes para decirles que Madame no tardaría en estar con ellos y enviar un telegrama al director de la Gazeta Polska anunciándole su próximo envío de una detallada crónica del debut de Maryna en la escena americana, lo cual, estaba seguro de ello, haría vibrar de orgullo a todos los corazones polacos. Cuando, al día siguiente, un cable del director de su periódico le informó de que un periódico competidor de Varsovia enviaría a alguien a San Francisco para que cubriera el acontecimiento, Ryszard se apresuró a escribir no uno sino dos largos artículos. En el primero describía con detalle la actuación de Maryna y en el segundo la magnífica recepción por parte del público y la crítica la noche del estreno: «Todos, como un solo hombre, estaban embelesados por los encantos femeninos y el genio incomparable de nuestra diva polaca». No hacía falta que recordara a sus lectores quién había sido Maryna, y le bastaba con contar aquello que, gloriosa y realmente, había llegado a ser.

Quién y qué había sido fue el tema abordado por Maryna en la hábil conversación con los impresionados periodistas que aguardaban en el Palace aquella mañana; y hubo muchas más en los días siguientes. Conceder entrevistas suponía reescribir el pasado, empezando por su edad (que rebajó en seis años), sus antecedentes (el profesor de latín en la escuela secundaria se convirtió en un profesor de la Universidad Jagiellonian), sus comienzos como actriz (Heinrich pasó a ser el director de un importante teatro privado en Varsovia, donde ella debutó a los diecisiete años), sus motivos para ir a América (visitar la Exposición del Centenario) y luego a California (recobrar la salud). Al final de la semana Maryna había empezado a creerse alguna de esas cosas. Al fin y al cabo, había tenido una plétora de razones para emigrar. «Estaba enferma.» (¿Lo había estado de veras?) «Siempre había soñado con actuar en América.» (¿Realmente se había propuesto siempre volver a la escena allí?)

Luego estaban las invenciones innecesarias. Maryna sabía por qué había dicho que tenía treinta y un años:

ya había cumplido treinta y siete. O por qué había afirmado que sólo una fatiga extrema ocasionada por trabajar en exceso durante años en Polonia pudo haberle hecho aceptar una temporada de retiro en el campo («¿Pueden imaginarme, caballeros, durante diez meses entre gallinas y vacas?», les había preguntado, riendo): no quería que nadie pensara que había sido una de esas partidarias de la vida sencilla. Pero ¿por qué había dicho que la granja estaba cerca de Santa Bárbara? Nadie la tendría en menos consideración si decía que estaba en las afueras de Ana-heim. ¿Y por qué decía cosas distintas a diferentes entrevistadores? En general, su padre era un eminente experto en autores clasicos que todavía enseñaba en la noble y antigua universidad de Cracovia y que, cuando su hija deseó, «¿cómo lo dicen ustedes, pisar las tablas?», dijo de un modo encantador, se opuso con vehemencia a sus esperanzas de seguir una carrera de actriz («pero yo estaba decidida, abandoné Cracovia y fui a Varsovia, donde debuté en 1863»); pero con cierta frecuencia el padre era un montañés, hijo único e inadaptado, un soñador que memorizaba los versos de los grandes poetas polacos durante largas y solitarias semanas en los altos Tatras, cuidando de las ovejas de la familia, y que, tras abandonar el pueblo confiando en que le admitieran en la universidad, nunca consiguió más que un modesto empleo, nunca se adaptó a la vida urbana y no vivió lo suficiente para enorgullecerse, como ella sabía que lo habría hecho, de su hija actriz. Tal vez una se cansa de contar las mismas cosas una y otra vez.

Podría haber dicho que tan sólo adaptaba sus recuerdos para que la comprendieran, una tarea propia de los extranjeros. (Y sí, decía, «sí, me complace en especial haber hecho mi debut americano en San Francisco»). O reconocía, sonriente, que fabular era tan sólo un placer de actriz. Había oído decir a uno de los actores veteranos del Teatro Imperial que Rachel, cuando actuó en Varsovia veinte años atrás, contó a los periodistas las falsedades más extraordinarias acerca de sí misma. («Como les sucede a tantas personas de imaginación exuberante -dijo con suma delicadeza aquel hombre encantador-, Rachel tendía a lo que en otras personas se consideraría mentir»). Pero no resulta fácil recordar qué aspectos y anécdotas de tu vida son ciertos cuando los relatas todos ellos con tanta frecuencia. Y todos ellos responden a alguna verdad interior.

Por supuesto, es tanto imposible como imprudente que una se explique del todo cuando se ha convertido en extranjera. Hay que hacer hincapié en ciertas verdades para que armonicen con las ideas del decoro que tienen en el nuevo lugar de residencia (ella sabía que a los americanos les gustaba que las personas coronadas por la riqueza y el éxito les hablaran de tempranas penurias y desaires), mientras que es mejor no mencionar en absoluto las verdades que sólo en casa tienen su justo valor.

La mañana siguiente al día de su debut, tres candidatos al papel de representante de Maryna también habían aguardado en el vestíbulo del Palace, intercambiando entre ellos malhumoradas miradas, pero Maryna contrató al primero con el que trató, Harry H. Warnock, que venía recomendado por Barton. Como le diría más tarde a Maryna, Ryszard estaba inquieto por la rapidez con que ella había contratado a aquel cónyuge profesional. «¿Cónyuge?» Por supuesto, el hombre le desagradaba, se quejó Ryszard, pero no era ésa la cuestión. ¿Era ella consciente de que en lo sucesivo Warnock estaría siempre con ella (con nosotros, quería decir), estaba segura de que era la clase de hombre cuya proximidad podría tolerar durante largo tiempo?, y así sucesivamente, y tal vez Maryna no había comprendido la importancia de la decisión que había tomado, puesto que los representantes no existían en el teatro polaco. Pero Warnock se mostró persuasivo: propuso una breve gira aquel mismo mes por Nevada occidental (Virginia City y Reno) y California del Norte (Sacramento, San José), su debut en Nueva York en diciembre y, luego, una gira de cuatro meses por todo el país. Y Maryna se sentía impaciente y estaba ebria de triunfo. Se pusieron de acuerdo en cuanto al repertorio. Maryna interpretaría sobre todo obras de Shakespeare (en Polonia había encarnado a catorce heroínas de Shakespeare y tenía la intención de volver a hacerlo), mientras seguía ofreciendo Adrienne Le-couvreury, La dama de las camelias, y en las comunidades más provincianas que abundaban en toda gira amplia, algunos melodramas («¡Pero no East Lynnel», exclamó ella. «¿Por quién me toma, Madame? ¡Sé cuándo estoy tratando con una artista!»). Los ingresos que le había prometido eran asombrosos. Se encaminaban hacia el acuerdo en todo, hasta que Warnock mencionó que se alegraba de que la noche anterior ciertos amigos polacos de ella hubieran pensado en decirle que era condesa. ¡Este dato le sería muy útil para convertirla en una estrella!

–¡Ah, no, señor Warnock! – Maryna hizo un mohín de repugnancia-. Eso estaría muy mal -sin duda el hermano de Bogdan jamás le perdonaría semejante profanación del apellido familiar-. El título de conde es de mi marido, no mío -le explicó, y, con la esperanza de hacer mella en el espíritu democrático de aquel hombre metido en carnes y con un diamante en la aguja de corbata, añadió-: El de artista, de actriz, es suficiente título para mí.

–No estamos hablando de usted, Madame Marina, sino del público -le dijo Warnock afablemente.

–¡Pero soy yo quien aparece en los programas! ¿Cómo puedo ser al mismo tiempo Marina Zalenska y la condesa Dembowska?

–Eso es fácil -respondió Warnock.

–¡En Polonia es impensable! – exclamó ella, y supo que ya había perdido la batalla.

–Mire, esto es América -le dijo el representante-, y a los americanos les gustan los títulos extranjeros.

–Y…y sería demasiado vulgar que me hiciera llamar condesa en mi vida profesional.

–¿Vulgar? Eso es de un esnobismo atroz, Madame Marina. Los americanos no se sienten avergonzados cuando les dicen que algo de lo que disfrutan es vulgar.

–Pero a los americanos les gustan las grandes estrellas de la escena -replicó ella, con una sonrisa severa.

–Sí -admitió el representante-, a los americanos les gustan las estrellas -sacudió la cabeza con una expresión de reproche-. Y si usted les gusta, podrá conseguir un montón de dinero.

–No vengo de otro planeta, señor Warnock. El público europeo adora a las estrellas. A la gente le gusta idolatrar, eso es bien sabido. De todos modos, en Polonia, lo mismo que en Francia y los países de lengua alemana, el teatro es ante todo una de las bellas artes, y nuestros teatros principales, los que están subvencionados por el Estado, se entregan a un ideal de…

Mientras Maryna, sentada con Warnock en una de las salas de recepción del Palace, intentaba serenamente que su futuro representante en América apreciara por un solo momento el prestigio y los privilegios acumulados por los actores del Teatro Imperial de Varsovia -empleo fijo, promoción constante a través del escalafón, exención del servicio militar en el ejército del zar y la garantía de que, al jubilarse, disfrutarán de una buena pensión vitalicia («un actor es un funcionario público», le explicó ella. «¿Cómo dice?», replicó él, sorprendido)-.

Rose Edwards iba de un lado a otro en el despacho de Barton, al tiempo que le hablaba en un tono apremiante.

–Como usted sabe, Angus, no soy estúpida, y debo decirle sin ambages que no puedo actuar después de que lo haya hecho semejante genio. ¡Y en la vieja y querida East Lynnel Los críticos me harían picadillo. ¿Pensará mal de mí si cancelo mi semana? Anuncie que estoy enferma, Angus. Y, como amigos que somos, ¿querrá usted pagar la factura del hotel y el coste de haber venido hasta aquí y de viajar, con la misma comodidad, para cumplir con mis obligaciones de la próxima semana? ¿Sí? ¿No?

–¡Querida, querida Rose! – exclamó Barton con ternura-. Lo que anunciaré mañana en todos los periódicos es que ha prescindido del compromiso que tenía aquí a favor de Madame Marina. El público aplaudirá su noble gesto, la recibirá incluso con más entusiasmo la próxima vez que actúe en el California, y yo no sólo le pagaré los gastos que ha mencionado sino que además le daré quinientos dólares.

Así pues, Barton pudo informar a Maryna de que, tal como había esperado, Rose Edwards le cedía su semana.

En la segunda semana Maryna repitió sus papeles de Adrienne y Marguerite Gautier y, pasando por fin de veras al inglés, añadió el de Julieta. A Tom Deane le encantó actuar como Romeo, James Glenwood encarnó a un cautivador fray Laurence y Kate Egan ofreció su alicaída variación de la nodriza de Julieta, que Maryna le perdonó, como la había perdonado por encenderle el velo (¿por puro accidente? Claro que no) la noche del estreno. La Julieta del año anterior en el Teatro California tenía que sentirse abatida por haber sido relegada al papel de la nodriza, y obligada a mostrarse jovial y basta con el objeto de unos titulares como «El debut en el Teatro California marca una época en el arte dramático» y «La más grande actriz del mundo realiza su debut americano en San Francisco».

Maryna se armó contra los celos que nunca dejan de acompañar al éxito, y recordó su primer año en el Teatro Imperial. Su llegada había sido un auténtico insulto al viejo sistema, que seguía el modelo de la Comédie-Francaise, en el que los actores se reclutaban sobre todo en las escuelas de arte dramático del Imperial, y los pocos actores formados en otros centros tenían que empezar por el nivel más bajo. No había precedentes de la invitación que Maryna recibió del nuevo presidente del teatro, un hombre con planes de reforma, el general Demichov, para que abandonara Cracovia y fuese a Varsovia, donde realizaría una docena de funciones como artista invitada. Y no menos inaudito e irritante para los demás actores era que el contrato vitalicio que Demichov le había ofrecido incluía el derecho a elegir sus propios papeles. ¡Qué bien había comprendido Maryna los frunces de ceño y el enfurruñamiento de sus nuevos colegas, antes de que los obligara a quererla! Ella misma sentía siempre envidia por el éxito de cualquier supuesta rival. (Una fantasía innoble: ¡Ah, si Gabriela Ebert pudiese verla ahora!) Pero los actores americanos parecían tener una generosidad asombrosa. (Ella intentaría imitarlos y mejorar su carácter.) En América los actores a menudo hablaban bien unos de otros y parecían deseosos de admirar a sus colegas.

A Maryna le parecía tan natural estar llena de admiración como haber encontrado la libertad para aceptar el amor de Ryszard. Si había una voz que le decía: «Semejante idilio no puede ser duradero», no llegaba a sus oídos.

Ryszard sí que oía esa voz, la evocaba en todas partes. Estaba abatido, lleno de reproches, exactamente lo que, pocos días después de que se hicieran amantes, le había prometido a Maryna que no haría. Ella había obtenido esa promesa por medio de un interrogante que le hizo estremecerse.

–Ahora que me tienes -le dijo cierta vez, cuando estaban en la cama ya muy entrada la mañana-, ¿qué vas a hacer conmigo?

Pero entonces él pensó que de todos modos lo habría dicho. Quería que ella le considerase ligero, ligero, ligero.

–¡Qué pregunta, amor mío! Voy a mirarte. Mientras pueda verte todos los días, seré feliz.

–¿Sólo mirarme? ¿Cuándo no has podido hacerlo?

–Ahora -la atrajo hacia sí- puedo mirarte… más de cerca.

Pero, desde luego, las cosas no eran tan sencillas.

Ryszard se tenía por un espíritu libre, libre de celos. ¿Cómo podría haber pensado de otro modo? Hasta entonces, no había amado a las mujeres que poseía, y la mujer a la que amaba no la poseía. Ahora que la poseía, o creía tal cosa, estaba furioso con todos los admiradores de Maryna. Y, naturalmente, llegaban cartas de Bogdan y, de vez en cuando, un telegrama, misivas que Maryna no intentaba ocultar y que evidenciaban que existía un intercambio de correspondencia. Al principio, Ryszard le había agradecido que no mencionara a Bogdan. Era como si aquel hombre hubiera sido desterrado del universo por arte de magia. Ahora tenía la impresión de que, al no hablar nunca de él, lo que hacía Maryna era proteger a Bogdan.

Al comienzo de la segunda semana, después de que hubiera interpretado por primera vez el papel de Julieta, hubo entre ellos una escena durante la que todo salió a relucir.

–Y ese estúpido, el cónsul guatemalteco, que se presenta entre bastidores cada noche, y que ni siquiera es de Guatemala, ¿cómo se llama?, Hangs…

–Hanks -le corrigió Maryna-. Leslie C. Hanks.

Ryszard no se había equivocado, sino que había usado la palabra Hangs porque podría interpretarse como «el que se agarra».

–Hangs es mejor -replicó-. Coqueteabas con él.

Y tal vez era cierto. Cada hombre le parecía a Maryna más atractivo. ¿Por qué no podía Ryszard comprender que era precisamente él quien la había hecho más receptiva a las atenciones de los hombres? ¿Se debía a que estaba con él? Pero no, lo único que tenía Ryszard era celos, cada vez en mayor grado. Cuando otros hombres coqueteaban con Maryna y ella hacía lo mismo con ellos, a Bogdan sólo le había divertido. Sabía que ella no se proponía nada serio. Sabía que eso formaba parte de la frivolidad, la hipocresía y el insaciable anhelo de ser amada que son normales y a los que tiende toda actriz. Claro que, se dijo Maryna, Ryszard era un muchacho, mientras que Bogdan era un hombre hecho y derecho.

Y a la noche siguiente fue un agente de bolsa llamado John E. Daily, y se repitió la misma escena. Ryszard, que se dirigía a su habitación del segundo piso para descansar, entró bruscamente en el salón de la suite de Maryna, y ésta se rió de él después de oírle gritar: «Voy a matarlos a los dos».

Pero no había necesidad de unas medidas tan desesperadas, como Ryszard, en absoluto arrepentido, no tardó en anunciarle. Varios días después, cuando paseaba por la calle Market, pensando (le aseguró a Maryna) en nada más que su boca entre los muslos de ella, Ryszard vio salir al agente de bolsa de un edificio (se enteró de que eran las oficinas de su firma de corretaje), con el rostro enrojecido, reluciente, gritando por encima del hombro a un hombre que salió corriendo tras él, y entonces giró calle arriba, en dirección a Ryszard, en cuyo momento su perseguidor, a quien Ryszard reconoció entonces, el cónsul guatemalteco, sacó una pistola y disparó contra la espalda de Daily. El agente de bolsa dio unos pasos más, tosió, se tiró del cuello de la camisa y cayó muerto a los pies de Ryszard.

El escritor no pudo evitar otro juego de palabras, entre el apellido Daily (cotidiano) y Dearly (tiernamente).

–Tal vez habría disparado contra Dearly, si te hubiera seguido enviando todos esos billets-doux. En fin, Hangs se me adelantó.

–Esto no es divertido, Ryszard.

–El fastidio -siguió diciendo él- es que ahora no puedo alejarme demasiado de San Francisco. Como testigo del asesinato, tendré que declarar en el juicio, y es improbable que tenga lugar antes de noviembre.

–¿Y ha confesado el señor Hanks el motivo del crimen?

–No, se niega a decirlo. Pero no importa, le colgarán por ello, a no ser que diga en su defensa que acababa de descubrir que Dearly era el amante de su mujer y la conmoción le hizo perder la cabeza. Parece ser que en California no te ahorcan si matas al amante de tu mujer, siempre que lo hagas en cuanto descubres el asunto. La policía cree que se ha debido a alguna mala especulación con las acciones de las minas de Nevada, de la que Dearly le convenció…

–Mientras que tú sospechas que se estaban peleando por mí.

–No he dicho eso, Maryna.

–Pero lo has pensado.

Y así tuvieron su primera disputa, que aquella noche finalizó de un modo excelente, en la cama.

–Lo único que ocurre es que estoy celoso de todos porque te quiero tanto -le explicó Ryszard tontamente.

–Lo sé -replicó Maryna-. Pero de todos modos tienes que poner fin a esa actitud -estuvo a punto de decirle que, en Polonia, Bogdan no estaba celoso de él, pero se percató de que no sabía si tal cosa había sido así.

Al finalizar la segunda semana triunfal en San Francisco, y dos días antes de que emprendiera la gira de tres semanas organizada por Warnock, que la llevaría primero a las riquísimas comunidades mineras de Nevada occidental, Barton le dio una fiesta de despedida. Cuando le pidieron que propusiera un brindis, ella extendió su largo brazo, alzó la copa y, con la mirada fija en la borrosa luminosidad de las velas, exclamó:

–¡Por mi nuevo país!

–País -musitó la señorita Collingridge-. No pa-ís.

Ryszard estaría a su lado, y Warnock, que ya había partido para prepararlo todo, y la señorita Collingridge, quien había accedido con sumo placer a actuar como secretaria de Maryna, pero dijo que esperaba de Madame que en lo sucesivo la llamara por su nombre de pila.

–Desde luego, señorita Collingridge, si tanto lo desea -replicó Maryna, encogiéndose de hombros al tiempo que sonreía.

–Collingridge -dijo la joven-. Es una sola palabra, no…

–Estaré encantada, querida amiga, de llamarla Mildred.

Había cuatrocientos ochenta kilómetros hasta Virginia City, donde se encontraba el yacimiento de plata de Comstock, la ciudad más grande entre San Francisco y Saint Louis. «Pero no es una ciudad normal», le había advertido Warnock antes de su partida, «y, además, el viaje es toda una experiencia». La vía férrea trazaba unas curvas cerradas a lo largo de la pared granítica con la cima cubierta de nieve, pasaba por estrechos puentes de caballetes tendidos sobre cañones de un kilómetro de profundidad… el célebre cruce que de «la Gran Colina», como dijo Warnock que se llamaba jocosamente a las Sierras, realizaba la línea Central Pacific podía parecer bastante espectacular. Pero lo mejor vendría cuando ya estuvieran casi allí, tras haber hecho transbordo a otro tren en Reno. Hasta Virginia City, la distancia era de veintisiete kilómetros en línea recta, ochenta y tres si uno viajaba en uno de los coches cama de color amarillo limón del Ferrocarril de Virginia y Truckee (otra empresa muy provechosa del difunto señor Ralston), a lo largo de una vía que se extendía por cuestas cada vez más empinadas y rodeaba una y otra vez la montaña sin árboles hasta llegar a la mítica población cerca de la cima.

–Pero sé que tiene usted los nervios fuertes, Madame Marina -concluyó Warnock.

–Así es -ella sonrió. ¡Cómo les gustaban a los americanos sus maravillas!-. Muchas gracias, señor Warnock. Estoy preparada para enfrentarme a lo que sea.

El representante garantizó a Maryna que olvidaría el dramático viaje a Virginia City cuando descubriera las dimensiones del teatro más famoso de la población, digno de una gran ciudad, y el lujo de su hotel Internacional, de seis pisos, que rivalizaba con el Palace de San Francisco en afelpado, similor, dorados y vidrio, marquetería y tabicado, copas de cristal de Viena y suntuosas cintas de brocado de Florencia para tocar la campanilla, todo lo cual planteaba un valeroso desafío a los ocasionales recordatorios de que la ciudad se asentaba sobre las minas.

–Verán -explicó Warnock-, puertas que de repente no se cierran, ventanas que uno no ha intentado abrir y que de pronto, en fin, se hacen pedazos -Ryszard le miró sin ocultar su desagrado.

–Estoy preparada para lo que sea -repitió Maryna, distraídamente.

–Hundimientos -terció la señorita Collingridge, en un alarde de concisión.

–Eso es -convino Warnock-. De vez en cuando.

Ella inició la semana de representaciones en la ciudad en pendiente con La dama de las camelias.

El director de escena de la Ópera Piper le dijo a Maryna que su compañía de repertorio no podía ofrecerle un reparto de la misma calidad que tenían los actores del Teatro California. «Pero son buenos actores, no le quepa duda, y se saben al dedillo una docena de papeles. La actriz principal puede decirnos en el último momento si va a interpretar Romeo y Julieta, El ochavón, Richelieu, Nuestro primo americano o La dama de las camelias, y, sea cual fuere la obra, estamos preparados para interpretarla. Y, como les digo siempre a mis actores, la primera regla es ceder al actor o la actriz principal el centro del escenario y no estorbarle. Pero si necesita ayuda, también podemos dársela. Recuerdo la primera vez que Booth vino aquí, a la Ópera Piper, para interpretar Hamlet. Supongo que pensó, como ésta es una ciudad más bien zafia, que tal vez no estábamos a su altura. Lo que más parecía preocuparle era el quinto acto, pero le aseguré que dispondría de una tumba utilizable y cuanto necesitara, e hicimos algo mejor que eso, apuesto a que le dimos algo más parecido a la realidad de lo que había tenido en toda su carrera. Hice que serrasen una parte del suelo del escenario, contraté a un par de mineros de la Ophir para que realizaran un esforzado trabajo de pico, y aquella noche los sepultureros sacaron al escenario con las palas varios interesantes especímenes de ganga antes de encontrar el cráneo de Yorick, y cuando Booth exclamó: "¡Éste soy yo, Hamlet el danés!"

y saltó a la tumba de Ofelia para forcejear con Laertes, se llevó una sorpresa, deberían haber visto ustedes la expresión de su cara, cuando cayó a una profundidad de casi metro y medio y aterrizó sobre un lecho de roca.»

El director escénico siguió diciendo que, por supuesto, el gran actor no dijo una sola palabra de agradecimiento, y por suerte no se había hecho ningún daño.

–Es un hombre extraño y caviloso, Dios mío, pero ya saben, los genios son así.

Le dijo a Maryna que, antes de que Booth partiera de Virginia City, le recomendaba que hiciera un alto en cierto manantial peculiar situado a un kilómetro y medio de Carson City, muy frecuentado por pacientes de reumatismo y melancolía. Era un «manantial de caldo de pollo», llamado así porque, si se le añadía sal y pimienta, el agua adquiría el sabor de espeso caldo de pollo y en realidad era muy nutritiva.

–Y se lo recomiendo también a usted, querida Madame.

–Gracias, señor Tyler, pero ni soy reumática ni estoy melancólica. Por lo menos, todavía no.

–¡Camelias, camelias! – le gritaba la gente por la calle.

Uno de ellos era un hombre alto, con un ancho y limpio vendaje bajo el mentón, de quien Ryszard supuso que se estaba recuperando de un navajazo en la garganta. Cada una de las tres obras que representó durante la semana requería que fingiera la muerte (como Adrienne, moría presa de un atroz delirio; como Julieta, en un desmayo sensual, cayendo sobre el cuerpo de su Romeo; como Marguerite Gautier, en una convulsiva protesta contra la injusticia de la muerte), pero, en general, se aceptaba que su mayor éxito como moribunda era el de La dama de las camelias. Durante una representación de esta obra, según informó el principal periódico de la ciudad, The Territorial Enterprise, dos miembros del público, sentados en distintos lugares del teatro de mil butacas, se sintieron tan horrorizados al ver que Marguerite se levantaba del sofá y caía al suelo con un estrépito aterrador, que ambos contrajeron una parálisis que los mantuvo rígidos e incapaces de levantarse de sus asientos durante una hora después de que la representación hubiera finalizado.

¿De qué otro modo podía transmitir el Enterprise a sus lectores el encanto de las actuaciones de Maryna? Relatos increíbles, bromas y mentiras eran el método propio y muy admirado del periódico para responder a un paisaje de improbabilidades. La misma Virginia City era un relato increíble: el descubrimiento casual que, unos veinte años atrás, hicieron varios ignorantes buscadores de minas de un yacimiento de cuarzo rico en plata situado debajo mismo del suelo, cerca de la cima de la montaña entonces llamada Pico del Sol, y que los magnates de San Francisco que supieron explotarlo convirtieron en la empresa minera más lucrativa de toda la historia mundial. Todavía en fecha muy reciente, unos mineros habían encontrado un bloque de plata casi pura, con unas dimensiones de dieciséis metros de anchura y nueve de altura. Las informaciones serias tenían pocas probabilidades de ser atendidas mientras hubiera historias verdaderas de ese tenor.

Hacia el final de la semana, Maryna hizo saber que le gustaría ver las entrañas de aquella fabulosa montaña, y en seguida recibió una invitación firmada por Jedediah Forster, el capataz de la mayor de aquellas ricas minas, la Consolidated Virginia. Al llegar con Ryszard a las oficinas de la mina, les dieron un casco, unos calzones y una capa, y Maryna, tras vestirse en una habitación adyacente, regresó a la oficina, donde la saludó un hombre muy alto y apuesto vestido con prendas de ante, y un cinto con la hebilla de plata: era Forster en persona, el cual saludó con una inclinación de cabeza y dijo que sería un honor para él guiar a la distinguida dama visitante. Hizo una seña a uno de los hombres que estaban en la oficina para que los siguiera con una lámpara de petróleo, y precedió a Maryna y Ryszard al exterior, hasta un cobertizo de ladrillo que albergaba una estructura de hierro con el suelo cuadrado de tablas, a la que accedió primero. A medida que la jaula realizaba su lento y estrepitoso descenso, la atmósfera se espesaba y adquiría un olor fuerte y desagradable que cosquilleaba en las fosas nasales y obturaba la garganta. Se oía el sonido de agua que corría por las paredes del pozo a medida que bajaban, y cuando la jaula osciló a uno y otro lado, Ryszard extendió el brazo para proteger a Maryna del contacto con la pared. (Maryna se preguntó para qué podía servirles la experiencia, mientras se esforzaba por no ceder al pánico. ¿Una de esas temerarias aventuras en las que una se mete haciendo caso omiso de dónde está y lo que siente?) Finalmente el tosco ascensor se detuvo, y los pasajeros se apearon en la penumbrosa boca de un túnel bajo y estrecho. Se pusieron a andar, profundizando cada vez más. El calor era insoportable, pero allí estaban, aguantándolo, los mineros con el torso desnudo, blandiendo zapapicos y palas. ¡Un trabajo infernal!

–Estamos a seiscientos metros de profundidad -les dijo el guía, quien, tras pedir permiso a Maryna, se quitó la chaqueta de ante, revelando una inmaculada camisa de seda.

Ryszard decidió no quitarse la chaqueta, por más que le habría gustado hacerlo, ni siquiera mientras se dejaba cortésmente conducir a la cámara contigua donde estaba la nueva maquinaria de bombeo que habían bajado hasta allí para drenarla. El elegante capataz de la Consolidated Virginia, que se había quedado con Maryna, no imaginaba que una dama pudiera interesarse por el funcionamiento de la mina. Sin embargo, acompañarla era para él una gran satisfacción.

–Esta es la segunda mina que visito -observó Maryna, a falta de nada mejor que decir-. Hace años me llevaron a ver la famosa mina de sal que se encuentra al sur de Cracovia, mi ciudad natal, en Polonia.

–Una mina de sal. Me temo que aquí la gente estaría poco dispuesta a considerar eso una mina.

–Estoy de acuerdo, coronel Forster -a Maryna le habían dicho que a todos los jefes de mina los llamaban coronel-, la sal no es tan valiosa, ni mucho menos, como la plata, pero vale la pena visitar la mina. ¿Sabe usted? Ha estado en continuo funcionamiento desde el siglo XIII.

–¿Y aún no han extraído toda la sal? En su país deben de trabajar muy despacio. Claro que no puede haber mucho incentivo, dado el beneficio que seguramente se saca de la sal.

–Veo, mi querido coronel, que no le he explicado como es debido lo que engloba esa gran mina, esa mina real polaca. No se trata sólo de un negocio, como lo es todo aquí, en América. Y no debe usted suponer que nuestros mineros polacos carecen de diligencia. Los siglos de excavación han creado un vasto mundo subterráneo que tiene cinco niveles, con un kilómetro tras otro de espaciosas galerías que conectan más de un millar de salas o cámaras, muchas de un tamaño inmenso. Algunas están sostenidas por complicadas armazones de madera, otras por columnas de sal tan gruesas como los viejos árboles al norte de California, y varias de esas cavernas subterráneas, tan largas y anchas que parecen ilimitadas, carecen de apoyo en el centro. En dos de las más grandes hay enormes lagos que se pueden cruzar en una embarcación de fondo plano. Pero no es sólo por estos impresionantes paisajes plutónicos por lo que la mina ha atraído a tantos distinguidos turistas, empezando por el gran astrónomo polaco Copérnico… e incluso a Goethe le pareció digna de una visita. Lo más interesante para el visitante es que, después de que las cámaras han sido horadadas y se ha extraído la sal, los mineros tallan figuras de sal de tamaño natural para decorar las cámaras abandonadas.

–Estatuas -dijo Forster-. Mientras están en la mina, dedican tiempo a hacer estatuas.

–Sí, estatuas de los reyes y reinas polacos… hay una notable estatua de uno de los mártires fundadores de mi país, Wanda, hija de Krakus. Y, por supuesto, imágenes religiosas en las capillas que hay en cada nivel, donde los mineros rinden culto cada mañana, la más grande y antigua de las cuales es la dedicada a Antonio de Padua, que tiene columnas con capiteles ornamentados, arcos e imágenes del Salvador, la Virgen y el santo, altar y pulpito con todos sus adornos y las figuras de dos sacerdotes rezando ante el sepulcro del santo, todo ello esculpido en sal gema. Ahí se celebra misa solemne una vez al mes.

–Una iglesia en una mina. Muy apropiado.

Era evidente que el coronel no la creía. A él no le engañaban con relatos absurdos.

Cuando estuvieron de regreso en el hotel, a Maryna le encantó contarle a Ryszard cómo había desconcertado a su imponente guía.

–Conozco un relato sobre otra mina de sal -le dijo Ryszard-, aunque por desgracia no soy yo quien lo ha inventado, sino Stendhal. En la mina de sal de Hallein, cerca de Salzburgo, los mineros tienen la bonita costumbre de arrojar una rama cortada en invierno a una de las galerías fuera de uso, y la sacan al cabo de dos o tres meses, cuando, gracias al agua saturada de sal que ha empapado la rama y luego retrocedido, está cubierta por una espesa capa de brillantes y minúsculos cristales, curiosas joyas que se ofrecen a las damas que visitan las minas como turistas. Stendhal afirma que enamorar es algo parecido a este proceso de cristalización. Al sumergir la idea de la persona amada en su imaginación, el amante le dota de todas las perfecciones, como los cristales sobre la rama sin hojas.

–Como has hecho tú conmigo.

–Admito que con otras mujeres, durante una o tres semanas -replicó Ryszard, riéndose.

–Conmigo no.

–¡Adorada, sin par Maryna!

–¿Por qué no yo también? Soy igual que una rama invernal. En el escenario brillo y destello, pero…

–¡Maryna!

–No entiendo por qué me cuentas eso.

Y Ryszard pensó que tampoco él podía entenderlo. ¿Cómo era posible que fuese tan estúpido? ¿Qué estaba haciendo? Y sin duda era necio, no, cobarde, responder: «Por favor, cariño, no nos peleemos ahora». ¿Ahora? ¡Jamás!

Al finalizar la última representación, cuando, cerca de medianoche, cruzaron la entrada de artistas del Ópera Piper, Maryna, Ryszard y la señorita Collingridge se unieron a la muchedumbre de unas dos mil personas que, a la luz de la luna y las fogatas, alzaban las cabezas para contemplar a una mujer que, vestida con una falda corta y mallas, partía de la barandilla de hierro forjado sobre la entrada del teatro y se adentraba en el vacío; siguieron con la gente por la calle Union mientras también la funámbula descendía por la empinada calle, muy por encima de sus cabezas, y aplaudieron con el público cuando la señorita Ella LaRue bajó de la cuerda y plantó orgullosamente los pies en el tejado de un edificio de ladrillo en la esquina de las calles D y Union.

–Un espectáculo alentador -le dijo Ryszard a Maryna-. Tiene unas caderas enormes, ¿no te parece? – añadió, confiando en irritar a la señorita Collingridge.

Entonces, en busca de más diversión, desandaron sus pasos hasta la calle C y cruzaron las dobles puertas de vidrio de la taberna Polka.

De la misma manera que las minas funcionaban sin interrupción, así sucedía con las tabernas. Los mineros, al finalizar sus turnos, entraban para jugarse el jornal al faro, el monte y el póquer (desconfiaban de los juegos extravagantes y de todo tipo de máquinas de juego), y Maryna rogó a sus compañeros que se divirtieran mientras ella, sentada, contemplaba el espectáculo.

Ryszard se situó ante la barra y un reportero del Enterprise no tardó en obsequiarle con la noticia del descubrimiento, en una cueva clausurada de una montaña, de un «hombre de plata», un pobre indio atrapado en la cueva mucho tiempo atrás, cuyo cuerpo, en el transcurso de los siglos, la naturaleza de la tierra, los vapores y la transferencia de sustancias metálicas, se había convertido en una masa de plata; más exactamente, pues el cuerpo había sido enviado para su examen a Carson City, en sulfuro de plata ligeramente mezclado con cobre y hierro. Entretanto, la señorita Collingridge estaba encandilada con la mascota de la taberna, Black Billy, que, a diferencia de las numerosas cabras que vivían en viejos túneles de minas y buscaban afanosamente la escasa hierba en las laderas del monte Davidson, pertenecía a un grupo más privilegiado o atrevido que tenía libre acceso a la ciudad: Billy vivía en la calle C y mascaba tabaco.

Nadie molestó a Maryna, que permanecía con una copa de champaña en la mano, durante un cuarto de hora, hasta que un gigante barbudo con camisa a cuadros rojos se levantó de una de las mesas vecinas y avanzó tambaleándose hacia ella, al tiempo que voceaba: «¡Oh, Juliet-te, Juliette, por qué eres tú, Juliette!». Ella miró a su alrededor, esperando la intervención de Ryszard, pero una mujer estaba detrás del entremetido y ya le obligaba a dar la vuelta, diciéndole: «Lárgate, Nate, no molestes a la señora. Ella también ha trabajado duro y tiene derecho a sentarse tranquilamente en mi taberna y tomar una copa sin que la acosen sus admiradores».

La mujer se quedó al lado de la mesa. Era gruesa, llevaba un prieto corsé y se adornaba con cintas. Estaba un poco achispada, y Maryna supuso que tenía cuarenta y cinco o cincuenta años.

–Sólo quería decirle cuánto me honra su visita a mi taberna -sonrió, y Maryna se dio cuenta de que en el pasado había sido muy bonita-. No puedo creer que sea usted quien se sienta aquí. Es como si hubiera entrado una reina. ¡Una reina! ¡Aquí, en la Polka!

–En Polonia bailamos la polka -dijo Maryna jovialmente.

–¿De veras? ¡Y yo que creía que era totalmente americana! – la mujer se interrumpió-. Supongo que desea estar a solas, y no la culpo por ello. Debe de estar siempre rodeada de gente.

–Siéntese conmigo -le pidió Maryna-. Mis amigos volverán en seguida.

–¿Puedo? – tomó asiento en una silla-. ¿Puedo de veras? Le prometo que no hablaré demasiado -miró a Maryna, llena de respeto-. Quería decirle que anoche estuvo usted tan… -exhaló un suspiro- tan extraordinaria. En Virginia se representan muchas obras de teatro, ¿sabe?, y voy a verlas siempre que puedo, aquí vienen todos los grandes actores, incluso Bootli, y he visto su Hamlet tres veces.

A veces se deja caer por la Polka. Una vez se sentó a esta misma mesa.

–Es un placer estar sentada a la mesa del señor Booth -dijo Maryna, sonriente.

–Ahí mismo, en la silla que usted ocupa. Muy cortés, sin darse aires en absoluto, pero qué triste parecía. Y se emborrachaba de lo lindo, aunque nadie lo habría dicho cuando actuaba la noche siguiente. Bueno, es un gran actor, no digo que no, pero me gustan más las actrices, y usted es la mejor de todas. Usted puede de veras sentir algo cuando una mujer sufre, por lo menos eso es lo que creo. Por ejemplo, el papel que acaba de representar, el de la dama francesa que ha de despedir al simpático joven que la quiere de veras y fingir que ya no le ama. Nunca puedo pronunciar su nombre, no figura en el título de la obra.

–Marguerite Gautier.

–Exacto. Esa obra se ha representado aquí muchas veces, pero su interpretación ha sido la mejor. Nunca había llorado tanto al ver La dama de las camelias.

–Es un papel espléndido para una actriz -dijo Maryna.

–Y su manera de interpretar a Julieta es extraordinaria, y la otra, he visto todas sus actuaciones de esta semana, la de la actriz francesa, ¿cómo se llama?

–Adrienne.

–Eso es. Lo ha hecho usted mucho mejor que aquella italiana que vino aquí hace dos años, he olvidado su nombre, y la interpretó en italiano, pero eso no me molestó, cuando una actriz es buena comprendes el sentimiento.

–Adelaide Ristori.

–La misma. Me gusta esa obra, pero La dama de las camelias me gusta más.

–Ah, eso me interesa mucho -replicó Maryna-. ¿Podría usted decirme por qué prefiere La dama de las camelias*.

–Porque Julieta no es más que una joven dulce y debería haber sido feliz, y que las familias no se llevaran bien no tenía nada que ver con ella. Y la actriz francesa, he vuelto a olvidarme de su nombre…

–Adrienne.

–Eso es. Ella también es buena y no tiene la culpa de que el hombre al que ama tenga que ser cortés con esa terrible princesa que la envenena. Eso es sólo mala suerte, si usted me comprende. Pero La dama de las camelias se acerca más a la vida real. Quiero decir que no ha sido tan buena, no es inocente, ¿cómo iba a serlo si ha estado con tantos hombres? Así que está digamos resignada, no cree en el amor, ¿por qué habría de creer en él después de tener tanta experiencia sobre el comportamiento de los hombres?, y entonces conoce a un hombre que es diferente de veras, y quiere cambiar de vida, pero no puede. Ellos no se lo permiten, tiene que ser castigada, tiene que volver a ser lo que era.

La dueña de la taberna empezó a llorar.

–Vamos, señora… señora… lo siento, no me ha dicho su nombre -le dijo Maryna, al tiempo que le ofrecía su pañuelo.

–Minnie -replicó la mujer-. ¿Cómo ha sabido que estoy casada?

–No lo sabía, sólo lo he supuesto.

–Pues tiene razón, estoy casada -se enjugó los ojos-. Pero ya sabe usted cómo son las cosas -inclinó la silla atrás y quedó en equilibrio precario-. Una no se casa con el hombre al que quiere.

–Lamento saber eso -dijo Maryna.

La mujer hizo una seña a uno de los camareros, el cual le trajo un Sazerac.

–Ahora que soy mayor, les he tomado gusto a estas caprichosas bebidas de San Francisco. Cuando era joven, el whisky solo me bastaba, el bourbon, el de centeno, el de maíz, de cualquier clase. ¿Quiere tomar algo? Mi barman prepara un excelente brandy smash.

–No, gracias. Mis amigos vendrán de un momento a otro y tendré que marcharme.

–Espero no causarle una molestia, pero parece usted una mujer en la que una puede confiar. Es actriz, lo comprende todo…

–A duras penas.

–Permítame que le explique por qué le he dicho eso, acerca del matrimonio me refiero, al principio es un buen relato, aunque no creo que le sirviera para convertirlo en una obra de teatro, no con un final como el que tiene.

–No estoy buscando otro papel -le dijo Maryna amablemente-, pero escucharé con sumo gusto su relato. Me gustan los relatos.

Y Minnie le contó su historia.

–Fue hace veinticinco años, no, más… y yo vivía en California, en Cloudy Mountain, no sé si ha oído hablar de ese lugar. Había un hombre que me iba detrás, el sheriff, y además un gran jugador, pero yo veía que no era malo a su manera, y cuando me dijo que me quería, supe que lo decía en serio, no intentaba sólo aprovecharse de mí. Una y otra vez me decía: «Cásate conmigo, chiquilla», así me llamaba, chiquilla, y cuando yo le recordaba que tenía esposa en Nueva Orleans, él decía que eso no importaba, porque yo era la mujer que deseaba. Y puede que ahora le cueste creerlo, al verme así, pero entonces no estaba nada mal, era pura de corazón y joven todavía, aunque tenía una taberna a la que iban los mineros, la Polka, llamo Polka a todas mis tabernas, y la mayoría de ellos me trataban con auténtico respeto, como si fuese su hermana menor, pero algunos no me respetaban tanto y era poco lo que yo podía hacer, quiero decir que eran buenos clientes. Pero no me gustaba esa parte del trabajo, hacía que me sintiera triste, aunque no se me notaba, siempre estaba cantando y riendo, y me preguntaba si habría alguna manera de cambiar de vida, pero no la había. Así que pensé que el sheriff no era una mala persona, por lo menos me quería, y yo estaba considerando su oferta, aunque no decía nada.

«Entonces conocí a otro hombre que me gustaba de veras, y era muy romántico, me decía que mi cara era angelical, a mí, que estaba al frente de una taberna. Pero él era quien tenía un rostro angelical, nunca he visto un hombre tan guapo. Era una cara huesuda pero suave al mismo tiempo, te entraban ganas de tocarle las mejillas, tenía la frente alta y a veces el cabello le caía sobre los ojos, unos ojos grandes con hermosas pestañas que se rizaban cuando sonreía, una sonrisa lenta, muy lenta, era como si te besara con la sonrisa. Me bastaba con mirarle para notar que se me debilitaban las rodillas. Por desgracia era un bandido, se dedicaba a eso, supongo que no tuvo más remedio que hacerlo, se le conocía como bandido y lo buscaban por asesinato, así que debía marcharse. Cuando era bandido se hacía pasar por mexicano, llamado Ramírez, porque todo el mundo sabe que muchos mexicanos son bandidos, pero cuando venía imprevistamente a Cloudy, lo hacía vestido como uno de esos pisaverdes de Sacramento y usaba su nombre verdadero, Dick Johnson. Y entonces me dijo que era el Ramírez al que buscaba todo el mundo, pero que desde que nos habíamos conocido ya no quería seguir siendo Ramírez, me prometió que se reformaría y supe que era sincero. También yo hablé con él y le conté todos mis secretos, y él me escuchó, fue muy amable conmigo, nunca había conocido a nadie con quien pudiera hablar, alguien a quien pudiera abrirle mi corazón. ¡Casi me olvidé de quién era yo! Y entretanto el sheriff buscaba a Ramírez por todas partes, y nadie sabía que Ramírez era realmente Dick. Pero el sheriff, Jack, no se perdía detalle cuando se trataba de mí. Vio que me mostraba interesada por el hombre de Sacramento, de quien él no sabía que era Ramírez. ¡Interesada! ¡Estaba loca por él! Y qué mujer, si es una mujer de veras, no quiere a un bandido más que a un sheriff, usted lo sabe bien, es una mujer y es actriz, así que puede interpretar a todas las mujeres, ángeles y pecadoras…

»¿Y adivina con quién me casé? Ese de ahí, junto a la caja fuerte, el que lleva un revólver de seis disparos colgado del cinto, compartimos la propiedad de este local. El sheriff. Pero dejó ese trabajo, al ver que se ganaba más dinero en las tabernas, y diez años después, cuando descubrieron el yacimiento de Comstock, vinimos aquí, porque no hacía falta ser muy listo para ver que se podía ganar mucho dinero con los mineros de la plata que terminaban sus turnos sedientos. Pero ¿qué me llevó a decidirme por él? Eso es lo que me pregunto, cuando estaba tan enamorada de Dick, tanto que reuní todo mi valor y me marché con él, la cabeza llena de sueños. Tuvimos que abandonar California, Estado al que tanto quería, porque en todas partes le buscaban por asesinato y, si llegaban a prenderlo, le ahorcarían, y fuimos a Nevada, que entonces no era un Estado, ni siquiera un territorio, mientras nadie supo lo que había bajo esta montaña toda la zona no fue más que un condado de Utah, y pasamos algún tiempo viajando de un lado a otro, sin dinero y cada vez más hambrientos. Y entonces Dick volvió a ser Ramírez, y me asusté, pensando en la clase de vida que me esperaba, siempre ocultándome, huyendo y atemorizada, así que le abandoné y volví a California. Jack me perdonó y comprendí que me quería de veras, porque sabía que yo no le había correspondido nunca, no como quería a Dick, y él seguía queriéndome, así que hube de pensar mejor de él, pero eso no significaba que tuviéramos que casarnos. Sin embargo, nos casamos. Primero el juez de paz, un juez auténtico, nos casó allá en Cloudy, a pesar de que la esposa de Jack seguía viviendo en Nueva Orleans, pero pensé que debía permitirle hacer las cosas con seriedad, y finalmente ella murió, de modo que ahora soy realmente la señora Ranee, lo soy desde hace largo tiempo. Y de todos modos acabé instalándome en Nevada, ya hace de ello quince años. A veces me paso toda la noche despierta al lado de Jack, allá en las alturas, donde las cabras corren sobre los llanos tejados de hojalata, como en nuestra casa, y sus pezuñas me mantienen despierta. Entonces no puedo dejar de pensar que debería haberme quedado con Dick, aunque él hubiera tenido que volver a la vida de bandido. Tal vez no pensé en mí lo suficiente, o quizá no tuve valor. Dick siempre me decía, solía recitarme un poema:

La estrella que has visto una vez no se pierde en el olvido,

Siempre podemos ser lo que podríamos haber sido.

Ahora lo recito a menudo -tomó la mano de Maryna y la apretó con fuerza-. Pero no puede ser cierto.

–¿Maryna? – le dijo Ryszard.

Ella le aseguró con la mirada que no había ninguna «escena» de la que tuviera que ser rescatada, y entonces hizo las presentaciones.

–¿Es su marido? – inquirió Minnie-. Los he visto salir juntos del hotel.

–Es mi bandido.

–¡Aja! – exclamó Minnie.

–¿De qué habéis estado hablando? – preguntó Ryszard con nerviosismo-. ¿O acaso no se le permite a un simple hombre conocer vuestro secreto?

–¿Va usted a cometer el mismo error que yo?

–Sí, creo que sí.

–Señoras, señoras -dijo Ryszard, un tanto alarmado-. Es tarde, Maryna. Debes de estar fatigada. Volvamos al hotel.

–Oyéndole, una diría que es su marido -observó Minnie.

–Por eso es posible que no sea un error.

–Bueno, usted lo sabrá mejor que yo. Es hermosa, una estrella de la escena. Todo el mundo la quiere. Puede hacer lo que quiera.

–¿Usted cree? No, no puedo.

La señorita Collingridge, que emitía un olor a cabra, estaba al lado de Ryszard.

–¿Necesita alguna cosa, Madame Marina?

–Supongo que también ella quiere que vuelva al hotel -dijo Minnie.

En el transcurso de los últimos días, Ryszard se había planteado aquel interrogante una y otra vez. Finalmente, cuando estuvieron de regreso en el hotel, tras haber hecho el amor, lo formuló.

–No permitirás que me quede contigo, ¿verdad?

También había previsto la respuesta de Maryna, pero de todos modos le sorprendió oírla ahora.

–No.

–¡Pero si me quieres! – exclamó él.

–Es cierto, y me has hecho muy feliz. Pero ¿cómo podría expresarlo?, la relación á deux no es, nunca puede ser tan importante para mí. Ahora lo comprendo. Es dé-formation professionelle, si quieres. Quiero amar y ser amada, como todo el mundo, pero he de mantenerme serena… en mi interior. Y contigo estaría preocupada, pensando en si te aburres, si estás inquieto, si no escribes lo suficiente. Estaría preocupada con razón. ¿Qué has escrito en el último mes, aparte de hacerlo sobre mí?

–¡Eso no importa! ¡Soy demasiado feliz para escribir!

–Claro que importa. Escribir es tu vida, como el teatro es la mía. No quieres llevar una vida como la mía. Ahora aún no lo sabes, pero lo descubrirías pronto, dentro de seis meses, de un año como máximo. No estás hecho para ser la pareja de una actriz. Créeme, no durará.

–¡Habla por ti misma, criatura terrible! – replicó él, al tiempo que golpeaba con la palma el marco de la ventana.

–¿Qué es lo que oigo, Ryszard? ¿Podría ser el sonido de los cristales que se desprenden de la rama invernal?

–¡Oh, Maryna!

–Me preguntas, y tienes todo el derecho a hacerlo, si te amo de veras. Y quiero decir… oh, mi querido Ryszard, ya sabes lo que quiero decir. Y ese deseo también es amor, aunque no de la clase a que tú te refieres. Pero lo cierto es que nunca sé exactamente lo que siento cuando no estoy en el escenario. No, eso no es cierto. Siento un profundo interés, curiosidad, piedad, inquietud, deseo de complacer… todo eso. Pero amor, lo que tú entiendes por amor, lo que quieres de mí… no estoy segura. Sé que no siento amor a la manera en que lo represento ante el público. Es posible que mi capacidad de sentir se haya reducido mucho.

–Maryna, querida Maryna, jamás me convencerás de tal cosa. Te he estrechado en mis brazos. He visto tu cara como nadie más la ha visto jamás… -se interrumpió, preguntándose si eso era cierto-. Te conozco, Maryna -concluyó.

–Sí, ahora es mucho lo que siento, y por ti, por nadie más. Pero también noto que ese sentimiento se desvía de ti y vuelve a verterse en los yoes que creo en el escenario. Es tanto lo que me has dado, mi querido Ryszard.

–Qué desdichado haces que me sienta.

–Tal vez -dijo ella, meditativa- el mismo hecho de creer que no volvería a amar hizo que dejara de importarme mi vida de actriz y pensé que podía abandonarla. Pero ahora he vuelto a experimentarlo y…

–¿Y qué?

–Y no volveré a olvidarlo.

–¿Vas a contentarte con el recuerdo de nuestro amor? ¿Eso te basta, Maryna?

–Tal vez sí. Los actores no somos tan interesantes en la vida real. Sólo queremos actuar.

–¿Crees que seré un obstáculo en tu carrera? ¿Un aturdimiento excesivo?

–No, no, es que no quiero engañarte.

–Comprendo. Prescindes de mí por mi propio bien.

–No digo tal cosa -replicó ella.

–Lo cierto es que creo que prescindes de mí por tu propio bien, sólo que no tienes el valor de admitirlo. No, Maryna, tu verdadera razón para despedirme no tiene que ver con la preocupación por mi felicidad.

–Oh, Ryszard, Ryszard, hay muchas razones.

–Es cierto. Déjame ver si las adivino todas. Temor al escándalo: ¡una actriz abandona a su marido y a su hijo por otro hombre! Deseo de seguridad: ¡una actriz abandona a un marido rico por un escritor sin blanca! Renuencia a perder los privilegios de clase: una gran actriz intercambia a su marido aristócrata por un hombre de baja cuna…

–Vaya, me estás incluyendo en uno de tus catálogos de gran experto.

–Espera, que no he terminado. Temor a despreciar las convenciones: ¡una actriz abandona a su marido por un hombre diez años más joven que ella! Renuencia a prescindir de una respetabilidad conseguida con tanto esfuerzo, mientras criaba a un bastardo con cuyo padre afirma haberse casado. Creíste que no lo sabía, imagino, porque el querido Bogdan finge no saberlo.

–Supongo que no tengo derecho a pedirte que no me hieras.

–Por no mencionar el egoísmo, la crueldad, la superficialidad… -Ryszard se interrumpió. Eran unas palabras irrevocables, unas palabras de las que no podía desdecirse. Se echó a llorar.

No era sólo porque perdía a Maryna, sino porque la ruptura significaba el final de su juventud, de su capacidad de amar con adoración, de sufrir sin protecciones. ¿Qué soñaría cuando ya no soñara con Maryna? Pensó que aquél era el sentimiento más doloroso que experimentaría jamás. ¿Sufría ella también? ¿Y también podría ella superar sus sentimientos para no hundirse? Ryszard pensó que aquello era lo más triste que le sucedería jamás. Se hallaba en un lugar a oscuras, donde sólo había heridas. Y entonces apareció una rendija de alivio. ¡Ah, los libros que escribiría ahora, con menos obsesiones que le aturdieran! Nunca más, y esa idea cruzó por su mente envuelta en una nube de vergüenza, sería «demasiado feliz» para escribir.

Ocho