7. Una ayuda inesperada

El grupo dejó el Grand Hotel Transatlantic y se adentró en la noche veneciana. Por doquier resonaban la música y las carcajadas. El ambiente del carnaval invadía todos los callejones.

Marco se despidió de ellos: tenía que devolver la góndola que le había prestado su amigo Nicola.

Ellos, en cambio, fueron a un bar para comer algo rápido. Sentada en un taburete, Agatha reflexionaba sobre los acontecimientos de la noche anterior y todo lo que habían descubierto aquella tarde.

—¿Crees que Augusto podría ayudarnos? —le preguntó Larry de sopetón.

La chica continuó reflexionando en silencio.

—Claro, es la única persona con la que todavía no hemos hablado —dijo mister Kent con calma—, puedo asegurarles que los sirvientes siempre saben muchas más cosas de lo que parece.

La sonrisa volvió al rostro de Agatha.

—Es una buena idea —dijo—. Pero ¿sobre qué podríamos preguntarle?

—¡Me parece lógico! —dijo Larry—. El culpable es el señor Modigliani. Escondió la corona para estafar a la compañía de seguros, tal como sospechábamos desde el principio. Un delito clásico.

—Demasiado sencillo —rebatió su prima—. Creo que se nos escapa algún detalle muy evidente.

—¿Cuál?

—La única manera de descubrirlo es volver al palacio Modigliani.

Se pusieron en marcha hacia allí. Los reflejos de la luz en las aguas de los canales eran fascinantes, aun cuando ellos no tenían el ánimo suficiente Para apreciarlos.

A las ocho avistaron las ventanas del palacio Modigliani. Parecía que aquel antiguo edificio quisiera ocultarse en la oscuridad. Pidieron a un barquero que los llevara hasta allí y atracaron en el embarcadero que daba a la entrada. Esta vez el portal también estaba abierto. Decidieron subir hasta el tercer piso sin llamar al interfono. La luz de la escalera no funcionaba y el ascenso fue más difícil de lo previsto.

Cuando llamaron a la puerta, Augusto los recibió con una expresión desconcertada.

—¿Debo anunciarlos al señor? —dijo, preocupado.

—No, Augusto —susurró Agatha—. En realidad, nos gustaría hablar un momento con usted en el estudio del señor Modigliani. ¿Lo molestamos?

—Estaba acabando de limpiar antes de ir a preparar la cena. Pasen, por favor —dijo.

De algún lugar del piso llegó una voz femenina.

—Augusto, ¿sucede algo?

Agatha se puso el índice delante de los labios.

—Ssshh… —murmuró.

—Estoy arreglando las flores de la entrada, señora Melissa. La cena estará lista en media hora —contestó el sirviente.

Augusto los acompañó al estudio. Mientras recorrían el pasillo, Agatha se fijó en que estaba muy mal iluminado, al igual que el atrio del palacio; tan solo había la débil luz que daban unos farolillos de gas.

—¿Por qué hace tanto frío? —preguntó Larry notando un escalofrío que le recorría la espalda.

—El señor Modigliani quiere que la calefacción solo esté encendida de día.

—¿Y las luces también? Esta casa es realmente tétrica…

—El señor es muy parsimonioso.

Agatha sopesó las últimas palabras pronunciadas por el sirviente.

—Ahora entiendo por qué no hace arreglar el portal del palacio —dijo mientras una chispa cruzaba su mirada.

—Exacto, señorita, es un trabajo que tendré que acabar yo cuando pueda.

—¿Se encarga usted de ello?

—Sí, me ocupo de algunos trabajillos, además de mis tareas aquí en la casa. Me gusta ayudar al señor. Siempre tiene en la cabeza multitud de preocupaciones. Las reformas, y ahora también la corona desaparecida…

—¿Ha dicho reformas? —intervino mister Kent, dubitativo—. ¿A qué se refiere?

—Bien, sí, aunque no es ningún secreto, el señor Modigliani prefiere no hablar de ello —reveló Augusto—. La oficina del catastro está presionándole para que remodele el edificio desde los cimientos y el señor Modigliani está buscando la manera de satisfacer sus peticiones…

—Me imagino que debe de ser una obra muy cara —sugirió Agatha sentándose en el escrito del estudio.

—Me parece que sí, señorita.

Larry susurró a su prima:

—¡Ahora ya está todo claro! Modigliani necesita el dinero para reformar el edificio y quiere recibirlo del seguro. ¡Sabía que la solución tenía que ser sencilla!

Ella se frotó las manos para calentárselas.

—¿Me puede contar qué sucedió anoche? —preguntó dirigiéndose al mayordomo.

—No tengo nada que añadir a lo que ya les ha dicho el señor esta tarde. Las cosas sucedieron exactamente tal como las ha contado.

—¿Y usted estuvo todo el rato en el comedor?

—Bien, no —replicó él entrecerrando los ojos, como si quisiera recordar cada detalle—. De vez en cuando me iba a arreglar la cocina.

—Entonces, ¿usted también podría haber entrado aquí para robar la corona? —lo acusó Larry.

—¡Le juro por mi honor que nunca habría hecho algo así!

Los tres investigadores se miraron entre sí.

—De acuerdo —asintió Agatha con una ancha sonrisa—. Ahora, si desea ir a prepara la cena, nos gustaría quedarnos aquí unos minutos para hablar.

—Muy bien, señorita.

Cuando se quedaron solos, Agatha se levantó y miró a su alrededor.

—Estoy segura de que la clave para resolver el misterio se encuentra en esta sala.

—Creo que el culpable es Modigliani —afirmó Larry—. Pero también incluiría a Augusto en la lista de sospechosos…

Mister Kent cogió en brazos a Watson y tosió un poco, como si hubieran herido su orgullo.

—Si me lo permiten, un sirviente apreciado por su superior no cometería nunca un delito de esta clase —sentenció—. Va en contra de la ética profesional.

—Quizá tengas razón —observó Agatha, pensativa—. Y además, Larry, te olvidas de un pequeño detalle —añadió la chica.

—¿Cuál?

—¿No te has preguntado por qué el barón no supo encontrar el estudio cuando fue a buscar los cigarros?

Larry se recostó, cansado, contra la chimenea y se frotó las sienes.

—Empiezo a tener dolor de cabeza, primita —se quejó—. ¡Me parece evidente que el barón se equivocó de habitación!

—¿Estás convencido? —sonrió la chica—. Entonces vayamos paso a paso. El barón Von Horvath afirma que vio una armadura en vez de la chimenea al abrir la puerta. De todas formas, desde la entrada, lo primero que se ve es la chimenea.

Agatha se puso en la puerta dándose golpecitos en la nariz. Dio unos cuantos pasos adelante, se giró y se dirigió hasta la armadura, recorriendo la sala en diagonal. Después retrocedió y miró la estantería y el espejo. Repitió un par de veces los mismos gestos.

Larry comenzó a seguirla intentando entender qué hacía. Y se detuvo delante del espejo.

—¿Queréis saber algo divertido? —dijo en tono de broma—. Este espejo lo vio todo: quién entró, quién salió, quién abrió la ventana. ¡Ay, si pudiese hablar!

La chica, perpleja, exclamó:

—¡Larry, eres un genio!

—Eeeh… ¿Qué he hecho ahora?

—¡Has resuelto el caso!

—¿Yo?

—¡Sí, tú! —dijo Agatha sonriendo. Le contó su teoría a Larry y mister Kent, y los tres se quedaron unos pocos minutos más en el estudio antes de ir corriendo hasta el comedor.

El señor Modigliani ya estaba sentado en la cabecera de la mesa leyendo el diario.

Cuando los oyó entrar, levantó la vista de la página de crónica local y los miró con sorpresa.

—¿Y ustedes de dónde salen? —exclamó—. ¿Han encontrado la corona, estimados detectives?

—Sí, señor —afirmó Agatha con decisión—. ¡Sabemos qué sucedió y dónde está oculta!

Alfredo Modigliani se quedó boquiabierto.

—Sin embargo, antes que nada, nos gustaría pedirle un pequeño favor.

Él dejó el diario y se levantó.

—Estoy a su completa disposición —dijo—. Pero ¿quién es el culpable? ¿No pueden adelantarme nada?

—Haga lo que le voy a pedirle y se llevará una buena sorpresa —respondió la chica con una sonrisa.

Modigliani escuchó las peticiones de Agatha con atención y un minuto más tarde se dirigió al teléfono.

—De acuerdo —aceptó—. Ahora mismo hago las llamadas.