5. Persecución en góndola

—Von Horvath no tiene nada que ver con la corona —dijo Larry desconsolado al volver a la góndola.

—No —confirmó Agatha—. Pero no debemos desanimarnos, tenemos más sospechosos que seguir.

En aquel preciso instante, centelleó una señal en el EyeNet. El joven detective pulsó rápidamente los botones del dispositivo especial e identificó el rastro del duque Fitzgerald.

—Está aquí al lado. ¡Mirad! —exclamó.

La habilidad de Marco los condujo en unos pocos minutos a un fondeadero de Campo San Zacearía, lleno de personas disfrazadas que iban de un lado para otro. Era un espectáculo digno de verse, pero no tenían tiempo de disfrutar de la fiesta y la alegría de los turistas.

—¡Hacia allá! ¡No, hacia aquí! —La voz de Larry resonaba entre las callejuelas.

Después de dar vueltas en vano, finalmente vieron al duque. Estaba debajo de una gran arcada de piedra hablando con un individuo envuelto en una capa y con el rostro oculto por una máscara de color perla.

—El enmascarado tiene un paquete en la mano, ¿lo veis? —preguntó Agatha muy nerviosa—. ¡Podría tratarse de nuestro ladrón! ¡Acerquémonos!

El gentío era impresionante. Mister Kent, aprovechando su poderosa corpulencia, se puso al frente del grupo y comenzó a abrirse paso. Cuando ya habían llegado a la arcada, el misterioso interlocutor se quitó la máscara.

—¡Eh, a ese lo conozco! Es Calindo Freddi, ¡mala gente! —exclamó Marco.

En aquel mismo momento, Calindo se volvió hacia ellos. Al ver que el mayordomo se dirigía amenazador en su dirección, susurró algo al duque, quien se alejó rápidamente mezclándose con la multitud, mientras él mismo intentaba también desaparecer.

—¡Venga, sigámoslo! —gritó Larry—. Creo que en aquel paquete está la corona.

Mister Kent avanzó cada vez más rápido, con los chicos pisándole los talones. Calindo les sacaba ventaja; al llegar a la orilla de un canal, desató las amarras de una pequeña embarcación, saltó a su interior y se puso a remar con ímpetu.

—¡Hacia aquí! —exclamó Marco. Se acercó a un gondolero y, después de intercambiar con él unas palabras, les informó a los demás—: Mi amigo Nicola me deja su góndola. ¡Rápido!

En un instante todos subieron a bordo y se lanzaron a perseguir la embarcación.

—¿No podemos ir más rápido? ¡Parece la persecución más lenta del mundo! —se desesperó Larry.

—Desgraciadamente, no. La góndola es delicada. Si no vamos con cuidado, podríamos volcar.

Efectivamente, la barca de Calindo se deslizaba más rápida por el agua, pero era menos manejable y eso le obligaba a frenar en algunos puntos del canal. A medida que iban avanzando, parecía que la distancia entre las dos embarcaciones no variaba lo más mínimo.

—¡Venga, Marco, un esfuerzo más! —gritaba Agatha.

De vez en cuando Calindo miraba con preocupación hacia atrás. Se había quitado la máscara y la capa para remar con más libertad.

La persecución continuó unos cuantos minutos más. Llegó un momento en que el canal se bifurcaba en otros dos más pequeños y Calindo, después de un instante de indecisión, se internó en el que iba a la izquierda. La góndola de Marco se dirigió con gran seguridad hacia el desvío de la derecha.

—Oye, ¿qué haces? —gritó Larry.

—No te preocupes —contestó Marco—. ¡El señor Freddi se ha metido él sólito en la trampa!

—Ya lo entiendo —dijo Agatha—. Este canal es un atajo que nos permitirá cortarle el paso más adelante.

Marco se mostró sorprendido.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó.

—Tengo impreso en la cabeza el mapa de todos los canales —respondió la chica—. ¡He pensado que podría servirnos de algo!

—Sus cajones de la memoria son siempre prodigiosos, miss Agatha —sonrió mister Kent.

La góndola de Marco encontró un tramo del canal sin tráfico alguno. El joven italiano aflojó la marcha y anunció que ya habían llegado al punto en que su camino se cruzaba con el recorrido de Calindo Freddi.

Atracaron en una estrecha fondamenta, la acera que flanquea el canal, y se escondieron detrás de una esquina. Agatha sacó la cabeza y vio cómo la barca de Calindo avanzaba lentamente.

Estaban medio ocultos contra la pared cuando el chapoteo del agua anunció la llegada de su presa.

Mister Kent alargó el brazo y cogió al hombre por el cuello de la chaqueta.

—¡Ostras! —soltó Calindo.

Era gracioso ver cómo lanzaba golpes al aire mientras el mayordomo, que lo tenía agarrado con fuerza, lo llevaba en volandas hasta la fondamenta.

—¡Déjame! ¿Cómo te atreves?

Mister Kent lo soltó de golpe y el hombre cayó de culo en medio del grupo.

—¡Y ahora lo confesarás todo! —dijo Larry señalándole con el dedo.

—¿Quiénes sois? ¡Dejadme marchar o llamo a la policía! —gritó Calindo.

—Adelante —dijo Agatha—. Estoy segura de que les gustará averiguar un par de cositas.

—¿Averiguar el qué? ¡Yo no he hecho nada! —Calindo protestaba en voz alta esperando llamar la atención de los peatones.

—Todos los criminales dicen lo mismo —añadió Larry cruzándose de brazos.

—Yo no soy ningún criminal. ¡Dejadme!

El hombre intentó levantarse, pero mister Kent, que tenía una mano apoyada en su hombro, lo mantenía inmovilizado.

Agatha quería saber por qué se había encontrado con el duque Fitzgerald y empezó a abrumarlo con preguntas.

—Te iría bien hablar —le avisó Marco—. Todo el mundo sabe que siempre te metes en asuntos poco limpios.

Calindo Freddi siguió negándose a responder.

Entonces, Agatha intentó convencerlo con una artimaña bastante astuta.

—El duque Fitzgerald se ha metido en graves problemas con la ley —le advirtió—. Si hablas, te prometo que te dejaremos marchar.

Calindo observó a todo el grupo y, resignado, suspiró.

—El duque Fitzgerald es un obseso de los juegos de azar —comenzó—. Apuesta dinero en cualquier clase de evento: carreras de caballos, partidos de fútbol, competiciones automovilísticas. Yo me encargo de recoger el dinero en nombre de señores respetables como él que no se quieren ensuciar las manos.

Larry le lanzó una mirada de desprecio.

—Sí, ya me imagino con qué clase de gente te relacionas…

—¿Dónde estabas anoche? —intervino Agatha sin muchos miramientos—. ¡Y ve con cuidado, no nos mientas!

Él abrió los brazos y adoptó una expresión de inocencia.

—Estaba en el casino de Venecia —admitió—. Tenía que jugar en la ruleta en nombre de algunos… eeeh… clientes. Tengo decenas de testigos. Podéis comprobarlo si queréis.

—Lo haremos —prometió Agatha—. ¿Y quiénes son estos señores?

—Bien, uno de ellos era precisamente el duque. Me llamó hacia las diez para pedirme que apostase por él.

—La hora exacta en que Fitzgerald afirma que fue a telefonear —consideró Agatha en voz baja.

—¿Y después? —preguntó Larry.

—Estuve en el casino hasta la hora de cierre. Y esta mañana me he puesto en contacto con el duque para proponerle que nos encontrásemos: tenía que entregarle las ganancias. —Sacó el paquete de un bolsillo, lo abrió y mostró un fajo de billetes—. Me pidió que lo apostase todo al 7. Os juro que nunca en mi vida he conocido a alguien con tanta suerte. ¡El 7 salió como mínimo tres veces seguidas!

Mister Kent lo levantó del suelo como si solo pesase unos pocos gramos.

—¿Y por qué ibas hoy con una máscara?

—Un hombre de mi posición debe mantener siempre un perfil bajo —respondió Calindo con una sonrisa, sintiéndose por fin seguro—. ¿Puedo marcharme ya?

Agatha asintió, pero mantuvo una expresión seria.

—Vete —le dijo—. Pero si descubrimos que nos has contado un montón de trolas, avisaremos a la policía.

—No se preocupe, señorita —dijo el hombre con una sonrisa socarrona—. Pregunte por ahí. Soy una persona de fiar. —Después de hacer una exagerada reverencia, recuperó la barca y se alejó de ellos sin darse la vuelta.

—Agatha, ¿te lo crees? —preguntó Larry.

—Su coartada puede comprobarse fácilmente —le hizo ver ella.

—Tienes razón —gimió Larry sentándose en un poyo—. ¿Qué hacemos ahora?

—Diría que ha llegado el momento de hablar con el señor Gonzalo —propuso ella—. ¿Qué te marca el EyeNet?

Larry consultó la pantalla.

—¡Oh! —exclamó.

—¿Qué sucede?

—El EyeNet lo sitúa en un hotel en la plaza de San Marco. Pero…

—¿Pero…? —insistió Marco—. ¡Dinos qué pasa!

—Sí…, hay otra señal con él… ¡quiero decir, otro de los sospechosos!

—¿De quién se trata? —preguntó Agatha.

—Parece que es la señora Modigliani —intervino mister Kent desde su metro noventa.

—¡Increíble! —exclamó Agatha, sorprendida por aquel golpe de efecto—. ¿A qué estamos esperando, chicos? ¡Vamos!