Pero antes William Magnus. Rae Kallman telefoneó mientras yo estaba desayunando en la cocina, yendo por mi cuarta ración de menudencias «criollas», y mi tercer frito «criollo». Había descubierto que tenía el número de Magnus en una agenda, en su casa, y le llamó antes de que saliese aquella mañana. Magnus debía pasar el día en la escuela y no estaría libre hasta las cuatro y media, por lo que no podíamos esperarle hasta las cinco, aproximadamente. Al volver a centrar mi atención en las menudencias y la fritanga, consideré el hecho de que la Kallman se mostraba excesivamente colaboradora; sólo había prometido suministrarnos las señas y el número de teléfono. A veces, no muy a menudo, pero sucede, un pequeño detalle así es importante. ¿Habría querido darle instrucciones? Y en tal caso, ¿por qué? Todavía lo estaba considerando cuando ya en el despacho comencé a abrir la correspondencia matutina.
Cuando la suerte llamó a las 9.55 no supe que era la suerte, ni siquiera después de haber salido al vestíbulo y haberla observado a través de la mirilla. Peter Vaughn no era para mí más que el larguirucho sujeto que todavía quería hacernos creer que' pensaba casarse con Susan Brooke, cuando ésta se hubiese cansado de su capricho. Como candidato para el marro, al menos cien a uno. Pero cuando abrí la puerta y le vi más de cerca, resultó obvio que algo le estaba consumiendo. Su huesuda faz estaba más afilada, y tuvo que esforzar la mandíbula para poder hablar, para decir que ya sabía que Wolfe no estaba visible a aquella hora, pero que hablaría conmigo. Le llevé al despacho y coloqué una butaca frente a mi mesa. Sentose, apretó de nuevo las mandíbulas y empezó a restregarse los ojos, que tenía rojos y saltones, primero con las puntas de los dedos y luego con las palmas de las manos.
–Llevo cuatro noches sin dormir -me espetó.
Asentí.
–Se nota -habían pasado cuatro desde que vino a vernos con sus futuros cuñados. Si yo hubiese sido Nero Wolfe, le habría preguntado si había comido. Pero me limité a preguntarle:
–¿Quiere beber algo? ¿Café?
–No, gracias -intentó enfocarme con los ojos, pero estaba demasiado agotado. Prosiguió-: Conozco a un par de individuos que le conocen a usted, y por lo que dijeron prefiero verle a usted que a Wolfe. Me aseguraron que usted es duro, pero recto, y más humano que Wolfe.
–Al menos lo intento.
No pareció oírme. Se hallaba tan ensimismado que no podía oír nada.
–¡Me encuentro en un verdadero atolladero! – prosiguió-. Estoy en un brete. Lo primero que debo decirle es que no les debo nada a Kenneth ni a Dolly Brooke, ni ellos tampoco a mí. Los conocí por Susan, hace unos tres años. No trabé amistad con ellos y sólo seguimos siendo simples conocidos, viéndonos de cuando en cuando, siempre por intermedio de Susan. Por eso no siento… Espere un momento. Esto es confidencial, por favor.
Moví la cabeza.
–No, si está relacionado con el asesinato. No debo dejar por embusteros a los que le han asegurado que soy recto. Pongámoslo así: nada de lo que me diga será revelado a menos que deba servir para atrapar al asesino. Todo lo demás será completamente confidencial. ¿Está claro?
–Sí -un músculo de su cuello palpitaba-. Supongo que… De acuerdo. Admito que estoy pensando en mí. Le he mentido a la policía,
–Si yo tuviera un-centavo por cada vez que les he mentido, poseería un yate y navegaría por el Caribe. ¿Qué es lo que no siente?
–¿Cómo?
–Usted dijo: Por eso no siento…, y se calló. Explíquemelo.
–¿Eh? ¡Ah, sí! No siento que les deba ninguna lealtad. No les debo lealtad. Dije que estaba pensando en mí, pero lo malo es que tengo conciencia. Ésta es una palabra anticuada, y no soy religioso, pero no sé llamarlo de otro modo. Por esto no he podido conciliar el sueño. Lo que no puedo… Bueno, ¿recuerda cuando el viernes por la noche estuvimos aquí, que intenté conseguir que Wolfe nos dijese por qué creía que Dunbar es inocente, y no quiso hablar? Quiero que usted me lo diga. Confidencialmente. Sólo a mí.
La cosa comenzaba a ser prometedora. Lo que le estaba consumiendo podía ser algo útil para nosotros. Hice un esfuerzo.
–Si pudiera servir para ayudarle a dormir me gustaría poder decírselo. Pero si lo hiciese, la gente dejaría de llamarme recto. Dunber Whipple es el cliente de Nero Wolfe, y yo trabajo para éste. Pero fíjese. Usted leyó aquel artículo de la Gazette. Wolfe jamás ha aceptado por cliente a un sospechoso de asesinato, si antes no ha estado convencido de que no era culpable. «Sabe» que es inocente. Y yo también. La única forma de demostrarlo es descubrir al culpable. Esto es todo lo que puedo decirle a usted a su conciencia.
Estaba intentando mirarme sin parpadear.
–No puedo resistirlo, ni lo intento -murmuró-. ¡Que condenen a un hombre por asesinato, por no haber tenido yo la valentía de…! – cerró los ojos y su cabeza se balanceó a ambos lados.
–Oiga, no nos andemos por las ramas -le animé-. ¿En qué le mintió a la policía?
–Respecto adonde estuve. Aquella noche. También le mentí a Wolfe. No estuve en mi club en toda la noche. Me marché tan pronto terminé de cenar, y estuve fuera más de dos horas.
Entreabrí los labios para preguntar «¿a dónde fue?», pero la frase no llegó a salir. No sé lo que me detuvo. Nunca sé de dónde procede una corazonada; de saberlo, no sería corazonada. Tardé tres segundos en examinarla, me gustó y dije:
–Seguro. Fue usted a cuidar del hijo de los Brooke, mientras Dolly salía con su coche.
Dejó de parpadear y me miró fijamente.
–¿Cómo es posible que…?
Le sonreí.
–¿No ha oído nunca hablar de un detective? Sabía que Dolly sacó el coche del garaje a las ocho menos cuarto y regresó al cabo de una hora, u hora y media. Dudo mucho que dejase solo a un niño de ocho años en el apartamento. Y viene usted, y proclama que no les debe lealtad, y que ha mentido a la policía y a Wolfe sobre su empleo del tiempo aquella noche. Y yo lo adivino -volví una palma hacia arriba-. Sencillo. Y ahora que los granos se han desparramado, cojamos la escoba. ¿Adonde se marchó con el coche?
Seguía sin parpadear.
–Conque usted lo sabía. No había necesidad de que yo… ¡Soy un verdadero idiota!¿Cómo lo descubrió?
–Información confidencial. Nosotros respetamos las confidencias, incluyendo las suyas. ¿Dónde…?
–¿Lo sabían ustedes cuando estuvimos aquí el viernes?
–No. Anoche. ¿Adonde fue con el coche?
–No necesitaba haber venido -se levantó, no con facilidad-. Ya lo sabían -dio media vuelta para marcharse.
Llegué a tiempo para interponerme entre él y la puerta.
–Ahora es un verdadero idiota -le espeté-. La cuestión es si prefiere decírmelo a mí o a la policía. Volvió a parpadear.
–Usted dijo que respetaba las confidencias.
–¡Narices! Ya sabe bien lo que dije. Preferiríamos no decirle nada a la policía, ni de usted ni de nadie más, hasta que podamos darles el nombre del asesino, pero no se irá usted hasta que conteste a mis preguntas o que haga venir aquí a un polizonte y usted conteste a sus preguntas. Elija.
No se movió. Parpadeó, pero no para decidir si debía abalanzarse sobre mí. Estaba considerando la situación, no a mí. Le dejé tiempo. Por fin, dio media vuelta, con piernas no muy seguras, regresó a la butaca y se sentó. De nuevo en mi asiento, le pregunté, no exigiéndole sino deseando saber:
–¿Adonde fue con el coche?
–Si le digo esto -repuso-, tendré que contárselo todo.
–Estupendo. Adelante.
Tardó un poco en decidir por dónde empezar.
–Ya sabe que iba a casarme con Susan.
–Esto es lo que usted dijo, sí.
–Es la verdad. Estábamos enterados de lo del apartamento. Lo sabíamos todos: su madre, Kenneth, Dolly y yo. Sabíamos que se hallaba involucrada emocionalmente en el movimiento de derechos civiles. Su madre y Dolly pensaban que también se sentía atraída sentimentalmente por ese sujeto, Dunbar Whipple, pero yo no. Creía entender a Susan, y sigo creyéndolo. ¿No está de acuerdo conmigo?
No había por qué echar sal a la herida.
–Yo no cuento. No la conocí. Todo lo que quiero es saber quién la asesinó.
–Bueno, yo sí la conocía. Y la comprendía. Su madre y Dolly decían que debían intervenir, pero yo opinaba que era mejor que las cosas se solucionasen por sí solas. Siempre hablaban del apartamento y la desgracia, el escándalo que Susan atraería sobre la familia. Luego, hace cosa de un mes, Dolly dijo que si yo no hacía algo, lo haría ella. No le dijo nada a Kenneth porque sabía que no lo aprobaría, pero me lo dijo a mí. Una noche que Kenneth estuviese en el laboratorio, vendría la madre a cuidar del chico, y ella se presentaría en el apartamento y vería qué pasaba. Por una parte no se lo aprobaba, por la otra sí, porque pensaba que no descubriría nada equívoco. ¿Comprende la situación?
Me limité a asentir. ¡Vaya situación para un hombre ya mayorcito, con un cerebro que se supone en buen funcionamiento! No pensaba en el color, éste era un detalle sin importancia.
–De acuerdo -dijo-, así estaban las cosas. Y así es como fue. Aquella noche, el lunes por la noche, me llamaron por teléfono mientras estaba cenando en el club. Era Dolly. La madre no podía ir porque estaba enferma, y quería que yo me quedase con el niño. Supongo que debí negarme, pero… Bien, fui allá. Llegué algo después de las ocho. Ella se marchó inmediatamente y…
–Un momento. Nuestra información es que la señora Brooke sacó el coche del garaje aproximadamente a las ocho menos cuarto.
–Entonces, están mal informados. Salió de la casa a las ocho y diez, y el garaje se halla a cuatro bloques de distancia. Dios mío, ¿piensa que no lo sé? ¡Sé todo lo que ocurrió! ¡He pensado en ello mil y mil veces!
–De acuerdo, lo sabe.
–¡Claro que lo sé! Concédale diez minutos para llegar a la calle Ciento Veintiocho, y…
–Tal vez no sean bastantes. Pongamos quince.
–No. Park Avenue arriba, todo seguido y doblar, sin tráfico que moleste a aquella hora. Ayer lo hice y cronometré el tiempo, repitiéndolo otra vez. Nueve minutos ambas veces, sin apurarme. Conque llegó allá a las ocho y media, dejó el coche y entró en el edificio. Subió los dos tramos de escalera y estuvo ante la puerta del apartamento unos minutos, escuchando. Como no oyera nada, llamó a la puerta, aguardando por si contestaban, y repitió la llamada, sin que ocurriese nada. Le estoy diciendo lo que Dolly me contó. Luego descendió por la escalera, parándose al otro lado de la calle. Poco después llegó Dunbar Whipple, penetrando en la casa. Ella quería…
–¿Conocía a Dunbar?
–Le había visto. Susan la llevó un par de veces a las asambleas de la ROCC. Quería volver a subir al apartamento, pero estaba asustada. Volvió al coche, aparcado en la esquina,.y lo devolvió al garaje, regresando después a casa. Si le concedernos veinticinco minutos para todo esto, Whipple llegó al apartamento a las nueve y cinco. Era exactamente la media cuando Dolly penetraba en su casa.
–Y le contó lo ocurrido.
–¿Cuál fue su… eh… actitud?
–Estaba excitada. Creía haber probado algo, pero yo no. Pensé que estaba claro que Susan no se hallaba en el apartamento, puesto que Dolly llamó dos veces sin obtener respuesta. Una chica que trabaja para la ROCC vive en el mismo edificio, y Susan nos había hablado de ella; Whipple pudo haber ido a visitarla. Discutimos al respecto, y luego volví en seguida al club.
Le miré. Daba verdadera pena.
–Dígame algo. Sólo por curiosidad. ¿Por qué estaba tan ansioso de saber la razón de que nosotros estábamos seguros que Whipple es inocente, cuando usted sabe condenadamente bien que lo es?
–No lo sabía.
–Claro que sí. Sólo hay dos alternativas. O Susan ya estaba muerta cuando llegó Dolly, puesto que no abrió la puerta, o contestó la llamada, permitiendo que Dolly entrase, y ésta la mató. En cualquier caso, no estaba viva a las nueve y cinco. No me diga que no lo había pensado.
–Claro que sí. Pero no estaba seguro. A veces la gente no acude a abrir cuando oye llamar.
–¡Y un rábano! No me extraña que tenga la conciencia intranquila. Cree que Dolly la mató y que usted cuidó del niño mientras tanto.
–¡No he dicho eso, ni pienso decirlo! – volvió a parpadear. De haber sido alas sus pestañas, habría podido dar la vuelta al mundo. Preguntó-: ¿Qué hará usted ahora?
Consulté mi reloj: las diez, cuarenta y tres minutos.
–Nada, durante diecisiete minutos. El señor Wolfe bajará del invernáculo a las once. Deseo advertirle que… Ah, una pregunta: ¿le ha dicho a la señora Brooke que pensaba contar lo sucedido?
–No. Habría sido… duro, y hubiese intentado disuadirme.
–¿No piensa decírselo?
–No.
–Bien. No lo haga. Le aconsejo que duerma. Ahora que ya ha tranquilizado su conciencia podrá dormir durante doce horas. Tenemos un cuarto de huéspedes con una buena cama. En su estado, podría atropellarle un coche al cruzar la calle.
Meneó la cabeza.
–Me marcho a casa. ¡Dios mío, qué bien suena «me marcho a casa»!
Se levantó y tuvo que apoyarse en la butaca para sostenerse.
–No quiero ver a Wolfe -añadió-. No podría verle ahora. ¿No puede usted decirme lo que van a hacer?
–No tengo idea. Wolfe es el cocinero, y yo sólo sirvo la mesa. En cuanto a haberle mentido a la policía, olvídelo. Ya se lo esperan. Si nadie les mintiese, hace mucho tiempo que la mayoría habría perdido su empleo -me levanté-. Si tiene que saber algo de ellos, antes tendrá noticias mías -le cogí del brazo-. Vamos. Procure llegar a su casa de una pieza, si es posible.
El fulano se estaba tambaleando. Después de haberle entregado el abrigo y el sombrero, y haber abierto la puerta, le llevé hasta la acera, y me quedé contemplándole como se alejaba en dirección a la Décima Avenida, donde más pronto o más tarde hallaría un taxi que le llevase a su casa. Naturalmente, lo peor era la reacción después de haberse desprendido de aquella carga de diez toneladas.
Incluso después de haber llegado a la esquina seguí en la acera, a pleno vendaval, en tanto me preguntaba si no debía haberle retenido en casa para un interrogatorio más severo. Por ejemplo, dando por seguro que Dolly fuese la asesina, ¿lo había planeado, o fue algo impulsivo? Podía haberle preguntado si Dolly era una buena imitadora, y si la había oído alguna vez imitando la voz de Susan, quizás hablando con él por teléfono. Wolfe lo habría hecho. Podía haberle preguntado lo que dijo Dolly al regresar a casa, sus palabras exactas. Si acababa de asesinar a Susan, machacándole el cráneo con una porra, era casi seguro que hubiese algún desliz con la lengua, y quizás más de uno. De repente, oí un bramido desde dentro:
–¿Qué estás haciendo ahí fuera?
–¡Tomando el fresco! – respondí.
Cerré la puerta y seguí a Wolfe al despacho. Era inútil intentar decirle nada hasta que hubiese colocado un esqueje de Phalaenopsis aphrodite en el jarro, e inspeccionado el correo. Es una especie de compulsión. Sospecho que siempre espera hallar una carta de un cultivador de Honduras, u otro país, contándole que ha encontrado una orquídea azul marino, y se la envía a Wolfe por vía aérea, sin portes, para demostrarle su aprecio por esto o lo otro.
Pero tal carta tampoco llegó aquella mañana. Abrí la correspondencia. Pero Wolfe la puso aparte y me preguntó:
–¿Magnus?
–Vendrá esta tarde. La señorita Kallman lo ha dispuesto así, cuando le ha telefoneado esta mañana, lo que puede significar algo, o no. Pero hay otra cosa más interesante: sé dónde estuvo Dolly aquella noche con el coche.
–¿De veras?
–Sí, señor. Ha venido Peter Vaughn y hemos hablado cosa de una hora. Acaba de marcharse. No creo que lo necesite por escrito, conque se lo contaré.
Se lo referí todo. No palabra por palabra, pero traté todos los puntos esenciales. Después de las primeras frases, se recostó hacia atrás con la barbilla sobre el pecho y cerró los ojos, como hace siempre que necesita sus orejas. Cuando terminé, explicándole que le dejé marchar porque soy humano, como Peter Vaughn dijera, conservó la postura otro minuto, y luego abrió los ojos.
–¡No eres más humano que yo! – gruñó-. Eres más susceptible, más sociable y más vulnerable.
–¡Palabras! ¿Debemos hacer algo al respecto?
–No. Ahora tenemos algo más urgente que hacer. ¿Es posible que el relato de Vaughn sea una trola?
–No. Ha sido muy franco.
–¿Es Dolly la asesina?
–Paso. No hago apuestas por un motivo. Puedo entender a las mujeres mejor que Vaughn, supongo, pero paso, tal como están las cosas. El único motivo visible no está muy claro. Si deseaba prevenir el escándalo de su familia, ¿qué hay ahora con este escándalo? Paso.
Wolfe se irguió.
–Tanto si lo hizo como si no, podríamos hacer que soltaran a Whipple hoy mismo. Mañana, todo lo más tarde.
–Seguro, si la señora Brooke se aferra a la historia que le contó a Vaughn, y tiene que hacerlo, como le dije a éste, resulta claro que Susan no estaba viva, cuando llegó Whipple. ¿Llamamos a Cramer? No le prometí nada a Vaughn.
Hizo una mueca.
–Esto no me gusta.
–De acuerdo. Usted dijo que la única manera de exculpar a Whipple era atrapar al asesino, y es posible que ella no lo sea. Hemos hallado la manera de liberarlo, pero es posible que no sirva de mucho. Dolly puede cambiar la declaración y afirmar que no entró en la casa, cosa que no podemos demostrar. Tampoco a mí me gusta.
–Dijiste que esa señora tenía que aferrarse a la historia que le contó a Vaughn.
–Soy más vulnerable que usted. Hablo demasiado de prisa. Tan pronto como lo he dicho he comprendido que no era cierto.
–¡Maldición! – gruñó. Apretó los puños, apoyándolos sobre el borde de la mesa. Se contempló el izquierdo, no vio nada que le ayudase, luego el derecho, con igual resultado, y al final levantó la vista hacia mí-. ¿Cuándo puedes traerla aquí?
–Oh, dentro de treinta minutos o treinta horas: ¿Cuándo quiere que venga?
–No lo sé.
–Dígame cuándo. Naturalmente, tendré que rogárselo, y sólo poseo un medio de hacerlo. De paso, Dolly tendrá mucho tiempo para decidir la línea a seguir.
Me hizo una mueca, y le contesté con otra igual, pero su cara le daba ventaja. Viendo que esto no nos llevaba a ninguna parte, se recostó hacia atrás y cerró los ojos, moviendo los labios. Los metía y luego los sacaba, adentro y afuera, adentro y afuera… Un hombre trabajando, o quizás un genio cavilando. Jamás le interrumpo cuando trabaja con los labios porque no puedo; está ausente. Puede durar desde medio segundo a media hora. Siempre lo cronometro, puesto que no tengo otra cosa que hacer. Esta vez fueron cuatro minutos. Abrió los ojos y preguntó:
–¿Puede venir Saúl a las dos?
–Sí. Le llamé antes de desayunar. Tenía un asunto para esta mañana, pero estará libre a mediodía y llamará.
–Dile que a las dos. Consígueme a Whipple padre.
Todo lo que pertenece a un asunto en marcha se guarda en un cajón cerrado, y tuve que usar la llave para conseguir el número de la extensión de la Universidad. Luego, tuve que esperar porque se hallaba en otra sala. Cuando le tuve al otro extremo del hilo, se puso Wolfe. Naturalmente, Whipple tenía preguntas por formular sobre la reunión de la noche anterior, y Wolfe le toleró como si fuese un cliente que iba a abonarnos una sustanciosa factura. Pero no más. Le frenó, diciéndole que no le había llamado para informarle.
–Sólo doy informes cuando se hace algún progreso. Le he llamado porque preciso su ayuda. Necesito dos negros, y supongo que usted tendrá amigos negros. Ni demasiado jóvenes ni viejos, preferible entre los treinta y los cincuenta. No muy claros, mejor oscuros. No de aspecto elegante; esto es esencial. Más bien mal vestidos. Inteligencia media, o por debajo; no es necesario que sean hábiles ni diestros. Los necesito aquí, a las dos, o a las dos y media lo más tarde. No sé el tiempo que les necesitaré, pero opino que sólo dos horas, o menos. No se les pedirá que hagan nada reprobable ni punible; no correrán ningún peligro. ¿Puede suministrármelos?
Silencio durante cinco segundos; luego:
–Supongo que es algo que tiene que ver con mi hijo.
–Ciertamente, puesto que le pido su ayuda. Puede redundar de ello algo que precipite los acontecimientos.
–¡Gracias a Dios!
–Bueno, ¿puede traerme a esos dos hombres?
–Sí. Será mejor que repita las instrucciones.
Wolfe obedeció, pero ya no escuché. Estaba demasiado preocupado intentando descifrar qué significaba aquella charada de los dos negros, mal vestidos, de media edad y, además, por lo visto, Saúl Panzer.
Colgamos los respectivos receptores y Wolfe se volvió hacia mí.
–Tu agenda. Un papel con mi encabezamiento, pero no una carta. Un documento. Fecha de hoy. Dos copias. A doble espacio. «El abajo firmante certifica que alrededor de las ocho y veinte de la noche del lunes, dos de marzo, de 1964, saqué mi coche de…» (aquí el nombre del garaje y la dirección) «…y, coma, sola, coma, conduje hasta la, calle Ciento Veintiocho de Manhattan, ciudad de Nueva York. Aparqué el auto, coma, anduve hasta la entrada del edificio… (pon las señas de la casa), entré, coma, y subí los dos tramos de escaleras hasta el tercer piso. Entonces…»
«Por favor, dígale, a la señora Kenneth Brooke que el señor Goodwin quiere subir a verla, para comunicarle la respuesta a la pregunta que ella le formuló el pasado viernes por la noche al señor Wolfe.»
Me contempló suspicazmente y preguntó:
–¿Sordomudo?
Moví la cabeza.
–¿Puede oírme?
Asentí.
Releyó el mensaje y cruzando una portezuela, cogió un teléfono, volviendo a salir.
–Catorce A -me indicó y, cruzando otra vez la alfombra, me dirigí al ascensor. Había ahorrado tres minutos y mucha saliva.
Fui admitido al «Catorce A», con un vestíbulo mayor que mi dormitorio, por la dueña de la casa, la rubia de aspecto positivo. Como era decididamente una candidata, merecía toda mi curiosidad. Mientras disponía de mi abrigo y mi sombrero y la seguía hacia una salita en la que un piano de concierto no era más que una mancha en un rincón, intenté descubrir en ella algún síntoma de criminalidad. Al cabo de tantos años los conozco bien, pero no vi nada parecido.
La mujer se dirigió hacia uno de los dos divanes dispuestos en ángulo recto a cada lado del hogar, y cuando se hubo sentado yo lo hice en una silla cercana. Me miró con sus ojos azules, como si un detective privado fuese una curiosidad, y dijo:
–¿Bien?
–Ha sido sólo una añagaza para subir y entrar.
–¿Una añagaza?
–Sí. Wolfe quiere verla. A usted no le impresionaría nada el motivo que Nero Wolfe tuvo para decidir que Dunbar Whipple es inocente, porque se trata de una cosa estrictamente personal. Lo mismo sucede conmigo. Whipple estuvo en el despacho durante más de una hora el martes, hace ahora una semana, y por lo que dijo y la forma de decirlo, nos convencimos de que no había matado a Susan Brooke.
–¿Qué dijo?
–La verdad. Pero ahora poseemos un motivo mejor, tal vez no mejor en sí, pero diferente. Ahora lo sabemos. Puesto que usted estuvo un rato en la puerta, escuchando, sin oír nada, y llamó, sin obtener respuesta; volvió a escuchar y a llamar, y la puerta no se abrió; y puesto que salió del edificio, quedándose vigilando la entrada, y no llegó Susan pero sí Whipple, es obvio que la joven no estaba viva ya cuando él entró. Sencillo, ¿verdad?
No se inmutó. Había entreabierto los labios, pero no frunció el ceño. Pero lo que dijo no era tan grato.
–¿Qué diablos está diciendo? ¿Está loco?
La gente siempre obra de rutina; cuando en el despacho de Wolfe le había preguntado a su marido si estaba loco, sonó mejor.
–No perdamos el tiempo, señora Brooke. Peter Vaughn no ha podido acallar su conciencia, y nos lo ha contado todo, de cabo a rabo. Y tenemos también a los otros… a los que la vieron.
–¡Está usted loco! ¿Qué puede haberles dicho Peter Vaughn?
Moví la cabeza.
–Realmente, no obra bien. Lo que nos contó, sólo fue una corroboración. El conserje y el ascensorista la vieron ir y venir; usted salió y regresó; su hijo… pero, claro, no es necesario inmiscuirle en esto… También está el empleado del garaje. La parte de Peter es sólida. Es la otra parte la que Nero Wolfe desea discutir con usted. Seguiré hablando para darle tiempo a que medite. Quiere verla, ahora mismo, y he venido para escoltarla hasta casa. La otra vez quiso usted verle, para averiguar si él estaba enterado de que había estado en el apartamento a la hora del crimen. Ahora, le toca a él, quiere verla a usted. Vámonos cuanto antes y concluyamos de una vez.
Mientras hablaba pensé que iba a mostrarse femenina conmigo, y así fue. Extendió el brazo, pero yo no estaba bastante cerca para que me tocase sin dejar el diván. La feminidad estaba en sus ojos, en su barbilla, que temblaba ligeramente, en todo su cuerpo, excepto en lo que dijo:
–Me niego a ir.
–Pura feminidad.
–Naturalmente,
–Así que vamos -esto fue masculinidad. Me puse de pie.
–Usted dijo la otra parte. ¿Qué otra parte?
–No estoy seguro. Eso es lo que Nero Wolfe quiere preguntarle. Le aconsejo que venga y lo averigüe.
–Yo no… Iré… más tarde -se levantó del diván, dio un paso y me cogió del brazo-: ¿Más tarde?
–Ya es más tarde. Whipple lleva cuatro días entre los polizontes, y es inocente y usted lo sabe -la cogí del brazo y se lo retorcí, de forma masculina pero no ruda. Dijo que tenía que decirle algo a la doncella y se encaminó hacia la puerta del fondo. Pensé que se olvidaría de volver, pero no fue así. Cuando lo hizo, vi que estaba dispuesta a cooperar. Permitió que le sostuviese el abrigo de visón plateado, y que abriese y cerrase la puerta. Ya en el vestíbulo, cuando el conserje nos abrió la puerta, le dije claramente-: Puede guardarse el papelito como recuerdo -y por poco se desmaya. En el taxi, ella no despegó los labios; mantuvo la cabeza vuelta, mirando por la ventanilla. Indudablemente estaba haciendo lo que yo le había dicho a Wolfe: decidir cuál era la línea de conducta a seguir.
La charada dio comienzo.cuando penetramos en el vestíbulo del viejo caserón. La puerta de la izquierda, que da a la habitación del frente, estaba entreabierta, por lo que supe que no había nadie en el despacho, y Saúl supo que habíamos llegado. Todo el piso es a prueba de ruidos, y también las puertas. La mujer prefirió conservar el visón puesto, conque la conduje al despacho, la instalé en el sillón rojo, le dije que debía esperar unos instantes, salí cerrando la puerta, y me dirigí a la alcoba, al extremo del vestíbulo. Wolfe estaba allí mirando por la abertura de la pared. Me miró y asentí. Si hubiera habido algún cambio importante en el argumento, bien por su parte o por la mía, nos hubiéramos ido a la cocina a discutirlo.
Miré mi reloj: las tres y dieciocho. La espera iba a ser de diez minutos, desde el momento en que habíamos entrado en la casa, exactamente al cuarto. Esperamos. A las tres y veinticuatro, dirigimos los dos la vista al agujero… y estuvimos a punto de chocar. Por vigésima vez me dije que debíamos ensanchar el agujero.
Fue una representación perfecta. Los tres, incluyendo a Saúl, habían llegado antes de las dos, y yo estuve presente en las instrucciones, pero no en el ensayo. Sencillamente perfecto. A las tres y veinticinco, la puerta de comunicación de la salita de delante se abrió y entraron los tres, Saúl en cabeza, y naturalmente, Dolly volvió la suya para mirarles. No puedo acusar a Saúl por no tener un aspecto siniestro, con su gruesa nariz, sus orejas caídas y su prominente frente. El primer negro era un mozo corpulento, tan negro como Cass Faison, con un suéter azul y pantalones grises que no habían sido planchados desde Navidad. El segundo era pequeño y enjuto, no tan negro, con un traje castaño a rayas amarillas, camisa blanca y corbata colorada. Aseados, limpios, pero no elegantes.
Saúl se detuvo junto a la mesa de Wolfe, y los tres quedaron alineados, de cara a Dolly Brooke, que seguía en el sillón rojo, a unos tres metros de distancia. Durante treinta segundos estuvieron allí, sin moverse, contemplándola. Ella les devolvió la mirada. En un momento dado le tembló la barbilla, y pensé que iba a hablar, pero no lo hizo. Por supuesto, Saúl estaba contando los segundos. Nos habíamos puesto de acuerdo en el segundo exacto, y cuando cuenta jamás se equivoca en más de un segundo por minuto. Miró a los otros dos, y ambos asintieron. Asintió, a su vez, y todos desfilaron, no hacia la puerta del saloncito de donde habían venido, sino hacia el vestíbulo, cerrando la puerta tras ellos.
Tapé la mirilla de la pared, y Wolfe y yo nos dirigimos a la cocina. Cuando la puerta se hubo cerrado, gruñó y dijo:
–Satisfactorio.
–Despreciable -dije- y malévolo. No sé por qué no se ha puesto a chillar, a romper algo o a dar saltos. Creí que comprendía a las mujeres.
–¡Hum…! ¿Necesitas hacer un reportaje?
–No. Seguí sus instrucciones y ella reaccionó más o menos como era de esperar. Lo que necesito después de esto es un trago, y me quedan seis o siete minutos -fui a una alacena en busca de una botella de «Big Sandy», cogí un vaso de un estante, y sirviéndome una generosa ración tomé un sorbo. Fritz, que se hallaba frente al fregadero lavando unos berros, me dijo:
–Hay leche en la nevera.
–No, cuando acabo de contemplar a tres hombres asustando a una pobre mujer -bebí otro sorbo.
–No es pobre y puede ser un asesino.
–Asesina -le corregí-. No puedes decir mirla refiriéndote a un mirlo hembra, ni murciélaga, o esquimala, pero en cambio puedes decir asesina -tomé otro traguito.
–¿Por qué? – inquirió.
–Porque se mosquean. Es otro derecho civil, el mosquearse de las cosas. Yo me mosqueo cuando me llaman ojo privado, u ojo de halcón, conque no se te ocurra hacerlo -consulté mi reloj, bebí el último sorbo, dejé el vaso sobre la mesita y le dije a Wolfe-: Es la hora, a menos que quiera alargarla.
–No -salió de la cocina y le seguí. Saúl estaba en el vestíbulo. Después de acompañar a los otros dos hasta la calle, se había plantado ante la puerta por si la joven decidía largarse-. Wolfe le dirigió un signo de asentimiento y abrió la puerta del despacho.
Dolly Brooke giró la cabeza, se puso en pie de un salto y preguntó:
–¿Quiénes eran esos hombres?
Wolfe dio la vuelta para llegar a su mesa, se sentó y la contempló largamente.
–¿Quiere sentarse, por favor, señora?
–¡Trucos! – exclamó-. ¡Trucos! ¿Quiénes eran?
–Si se queda de pie me fastidia, señora. Siéntese, por favor. Entonces podré hacerlo yo.
La lógica era contundente. Se sentó en el borde del sillón.
–¿Quiénes eran?
–Puedo nombrarles luego, o no nombrarles. En realidad, la estaban identificando como a alguien que ya habían visto antes.
–¿Dónde?
–Déjeme terminar. El señor Goodwin le ha hablado a usted de la información suministrada por el señor Vaughn respecto a los movimientos de usted el lunes por la noche. Como prueba de la inocencia del señor Whipple esta información es valiosísima, pero tenía un fallo. Usted podía alegar que lo dicho por el señor Vaughn era una invención, que usted no había penetrado en el edificio y que ni siquiera estuvo allí. Por lo tanto, era necesario establecer el hecho de que usted entró en la casa y aproximadamente la hora en que entró y salió. Esto es lo que acabamos de hacer. El individuo blanco es Saúl Panzer, que no tiene rival como investigador. Los negros eran unos honrados ciudadanos que habitan en Harlem. Por el momento, me reservo sus nombres; podrá saberlos más adelante, en un tribunal, si es que llega el caso.
–¡Es usted…! – dejó la frase a medio terminar. Cambió de idea-. ¿Quiere decir que me vieron?
Nero Wolfe giró las palmas de las manos hacia arriba.
–¿Puedo decírselo más claro, señora?
Seguro que podía. Yo habría dicho que sí. Prefiero una mentira directa a una con curvas, pero admito que es cuestión de gusto personal. No es que le gusten los líos, es que tiene afán de fantasear.
Dolly me miró, pero no leyendo nada en mi mirada, volvió los ojos hacia Wolfe.
–Peter Vaughn -dijo-. Le debo esto -una pausa-. Y mi esposo… -otra pausa-. ¿Lo sabe la policía?
–Aún no. – Wolfe abrió un cajón y sacó un documento-. Supongo que tendrán que saberlo, pero eventualmente podría ser que no. ¿Archie?
Me levanté, cogí el documento y se lo entregué a la señora Brooke, quedándome de pie, puesto que no iba a tardar en necesitar una pluma.
–Léalo -le rogó Wolfe-. Lo he hecho lo más breve posible.
Era una lectora muy lenta. Pensé que no terminaría la primera página, y todavía se demoró más en la segunda. Por fin irguió la cabeza.
–Si piensa que firmaré esto está loco.
–¿Ni siquiera quiere reflexionar?
–No.
–Llama a Cramer, Archie.
–¿Quién es ese Cramer?
–Un inspector de policía.
Yo estaba en mi mesa, marcando en el numerador.
–¡No lo haga! – vociferó la señora Brooke. Podría usar una palabra más fina, pero una vociferación es una vociferación. Seguí marcando, por lo que me asió del brazo y me lo retorció. Luego se volvió hacia Wolfe, dándome la espalda. Seguramente le llameaban los ojos.
–No admito excusas -le espetó Wolfe-. Firmará esta declaración, o se quedará aquí hasta que llegue el inspector Cramer -volvió la cabeza y tronó-: ¡Saúl!
Se abrió la puerta y apareció el detective.
–Esta mujer le ha impedido a Archie que telefonease. No permitas que vuelva a hacerlo.
Tres hombres y una pobre mujer. Saúl avanzó, y yo volví a levantar otra vez el receptor, que había depositado en la horquilla.
–¡No! – gritó ella. Me tocó el brazo-. Por favor, no. Firmaré.
El documento estaba en el suelo, donde había caído cuando ella se levantó del sillón, se sentó y le di una pluma. La mesita que tenía al lado servía preferentemente para firmar cheques, pero también podía servir para firmar documentos incriminatorios.
–Las tres copias -le ordenó Wolfe; cogí dos hojas de papel carbón y se las entregué a ella. A medida que fue firmando las copias, las examiné, comprobando la firma de cada una. Escribía oblicuamente hacia arriba, lo que tengo entendido que significa algo, aunque he olvidado qué. Fui a mi mesa y las dejé en un cajón, que me apresuré a cerrar.
Saúl se había sentado ya en una butaca junto a la biblioteca.
–Mi esposo no debe saberlo -había un ruego en la voz de Dolly Brooke-. Ni la policía.
–Es difícil -confesole Wolfe-. Con esta declaración puedo conseguir la libertad del señor Whipple, aunque para exculparlo completamente debo atrapar al asesino. La declaración sería mucho más valiosa si afirmase que cuando usted llamó a la puerta, la señorita Brooke la dejó pasar, y usted la mató.
–¿Está usted loco? – casi no podía hablar.
–No. ¿La mató usted?
–¡No!
–Así lo deseo. Si lo hizo, todo el tiempo que guarde este documento estaré reteniendo evidencia vital; pero por el momento, prefiero retenerlo. Dice usted que la policía no debe enterarse. Por el contrario, probablemente lo sabrá, antes o después. Pero me gustaría posponerlo hasta que pueda señalar al asesino, y es posible que entonces sus movimientos de aquella noche no traigan consecuencias.
–¿No se lo dirá?
–No inmediatamente. Ahora existe una cuestión muy interesante. Quiero que se concentre con todos sus poderes de observación y memoria. Si usted no mató a Susan Brooke, la persona que lo hizo abandonó el apartamento y el edificio pocos minutos, tal vez segundos, antes de la llegada de usted. Posiblemente, mientras usted llegaba. Puede haberse hallado en el tercer rellano, y al oír que usted subía las escaleras, retirarse al piso de encima, quedarse allí hasta que usted se marchó, y salir de la casa poco después. O, más atrevido y estúpido, puede haber pasado por su lado, descendiendo cuando usted subía. Indague en su memoria. ¿A quién vio usted, mientras estaba en la casa, cuando la dejó, o cuando se quedó frente al portal?
–No vi a nadie.
–¿A nadie en absoluto?
–Sí. Nadie entró ni salió del edificio.
Wolfe giró la cabeza hacia mí.
–¿Qué hay de eso, Archie?
–Posible -concedí-. Dando por supuesto que ella no entrase en el apartamento, que sólo estuviese en el rellano, su estancia allí fue solo de unos veinte minutos. Era entre las ocho y media y las nueve, cuando la gente se dispone a pasar la velada, bien en el cine, en casa o en alguna otra parte. Es muy posible.
–¡Hum…! – había mirado el péndulo un par de veces, y ahora volvió a hacerlo. Faltaban dos minutos para las cuatro. Empujó su sillón hacia atrás, se levantó y miró a Dolly Brooke-. Está usted en un brete, señora. Si la mató, está lista. Si no, su posibilidad de escapar a un conflicto penoso y difícil sólo depende de mi competencia, mi intuición y mi habilidad -se encaminó hacia la puerta, pero antes de llegar se volvió, agregando-: Y de las del señor Goodwin -volvió a dar media vuelta y salió. Poco después oímos el ruido del ascensor.
Dolly me estaba mirando, y juzgué que intentaba mostrarse femenina de nuevo. Abrió la boca… y la cerró.
–¿Está loca?
Me contempló con fijeza.
–Oiga -añadí-, si lo mejor que sabe hacer es pronunciar mi nombre y equivocarse, quizás no esté loca pero sí majareta. Lo único que le quedaba por hacer era firmar y apartarse a un lado -me levanté-. Puesto que la traje hasta aquí, debería acompañarla a su casa, pero espero una visita. Le buscaré un taxi.
Me dirigí a la puerta y la mujer se levantó y me siguió. Cuando pasé por delante de Saúl me guiñó un ojo. Tiene esa mala costumbre.
Por lo tanto, cuando sonó el timbre unos minutos antes de las cinco, me dirigí al vestíbulo y vi a un fulano elegantemente embutido en un flamante abrigo de pelo de camello de doscientos pavos, pensé al punto que no podía ser Magnus. Pero lo era. Abrí la puerta. Su apretón de manos fue firme y amistoso, pero no enérgico. Su voz era profunda y amistosa, pero no afectuosa. Cuando me volví después de colgar su abrigo, divisé la parte de una camisa azul y amarilla hecha a medida, que me permitió ver un chaleco de twed con dos botones. Al entrar en el despacho se dirigió directamente al sillón de cuero rojo, como si le perteneciese por derecho propio. Esto complicó la situación porque mi mesa se halla a más de tres metros de distancia, por lo que me senté en el sillón de Wolfe, demasiado grande para mí.
–No es el suyo, ¿verdad? – me preguntó, sonriendo.
Le devolví la sonrisa.
–Allí donde estoy, allí está lo mío.
Frunció el ceño.
–¿Quién ha dicho esta frase?
–Yo.
–No. Usted la ha leído en alguna parte.
–No. Usted me dio pie y compuse la sentencia.
–De acuerdo, usted gana -sonrió de nuevo-. ¿Qué más?
–Poca cosa. ¿Hizo Susan Brooke una llamada telefónica a las cinco y cuarto del lunes, dos de marzo?
Se recostó hacia atrás y cruzó las piernas. Sus calcetines castaño oscuro y listas más claras del mismo color, le habrían costado, o no conocía al tipo, cuatro buenos pavos.
–Lo malo es -dijo-, que cuando me hacen preguntas siento un deseo irresistible de dar respuestas tortuosas. Probablemente es neurosis. Será mejor que se lo cuente. El «poli» ya lo intentó, y lo mismo el abogado, ¿cuál es su nombre?, espere… Oster, esto es, y el ayudante del fiscal, todos han insistido en formularme preguntas, y temo que les he dejado algo confusos. No quiero confundirle también a usted. Bien, quisiera que me explicase quién dijo «allí donde estoy, allí está lo mío». O quién lo escribió.
–¡Maldición! Lo he dicho yo. Y ni que me mataran podría recordar quién lo dijo, ni cuándo o dónde. Hábleme de Susan y de la llamada telefónica.
–Seguro. Esto me gusta. La oficina de Nero Wolfe… -tendió la vista a su alrededor-. Aquél es el globo del mundo mayor que he visto en mi vida. Bonita alfombra. Libros y más libros. Probablemente me enseñarían más que en un año de Universidad. Me encantaría poder husmear por todas esas hileras de volúmenes. Bien, supongo que es porque me gusta tanto la política. Quiero ser gobernador del Estado de Nueva York -había descruzado las piernas, y volvió a cruzarlas-. Pero usted se halla interesado en Susan Brooke.
–Ésta fue la idea.
–¿La conoció?
–No. Nos vimos una sola vez. Cinco días antes de que muriese.
–Yo hacía ya un año que la conocía. Era una damisela muy agradable, encantadora, pero quiero esperar hasta los treinta para casarme. Fue ella quien me metió en lo de los derechos civiles. Quise ayudarla, y además, si se está en la política se está en los derechos civiles, te guste o no. Dispuse la reunión para ella aquel día. Bien voy a contárselo todo.
Descruzó las piernas y mudó completamente la expresión de su rostro. Estaba reflexionando.
–Era una sala al otro lado del pasillo en el que se halla un despacho utilizado por los miembros de la Facultad. Hay un teléfono en el despacho, la extensión siete-nueve-tres, y conseguí que a partir de las cuatro y media lo pusieran a mi disposición, abonando el importe de las llamadas que se efectuasen. Se realizaron doce llamadas locales en aquel teléfono entre las cuatro treinta y las seis y media, y yo hice tres de ellas. Dos a la ROCC, aunque ninguna fue hecha alrededor de las cinco y cuarto. No se guarda ningún registro de los números de las llamadas que se efectúan, ni de las horas exactas. ¿Entendido?
–Respuesta tortuosa. Sí.
–Esperaba a unas cuarenta personas, y a las cinco en punto estaban todas presentes, estudiantes y algunos miembros de la Facultad. Sólo había unos cuantos sentados. Es una sala amplia, y casi todos formaron grupos. No convoqué la asamblea hasta que llegó Susana, algo tarde. No sé exactamente la hora a que llegó, y por lo visto nadie lo recuerda. Yo estaba cerca de un ventanal, charlando con cuatro o cinco compañeros, y ella entró y dijo: «Aquí estoy, tarde, como de costumbre.» Miré mi reloj. Eran las cinco y veinte. Esto en mi reloj. Según mis conocimientos, es posible que utilizase el teléfono al otro lado del pasillo, ¿pero lo hizo? No lo sé. Lo he estado indagando, y no he hallado a nadie que lo sepa. Pregunte.
Cambié de táctica.
–Ni lo soñaría formularle otra pregunta. De hacerlo, no sería relacionada con la llamada por teléfono; usted ya ha dicho todo cuanto sabe a este respecto. Más bien sería sobre la duración de la reunión, el momento en que se marchó Susan, y cosas por el estilo. Sonrió.
–Ya veo que sabe cómo tratarme. Si se dedicase a la política, usted sería senador y yo gobernador. La asamblea duró hasta las seis y media, pero unos cuantos nos quedamos aún por allí. Susan y yo nos fuimos a las seis cuarenta. Mi coche se hallaba en un garaje cercano, y la llevé a su casa. Al decir su casa, me refiero a la dirección de Park Avenue donde vivía con su madre. No sabía nada del apartamento de Harlem. Claro está, ahora sí. Todo el mundo lo sabe. Para terminar, llegamos allá algo después de las siete, digamos unos diez minutos. Ésta fue la última vez que la vi con vida, y sin ella. Bien, ¿por qué decidió Nero Wolfe que Whipple no la mató?
Sonreí.
–Usted es una tentación a ello.
–Seguro. Oigámoslo.
–Porque sabe que usted lo hizo.
Movió la cabeza.
–No es buena respuesta. Busque otra. ¿Cuál sería mi motivo?
–Usted creyó que ella estaba encinta, gracias a usted, y que ello acarrearía un grave trastorno a su futura carrera política.
–Esto suena un poco mejor. ¿Por qué no lo habré visto antes? Mi estupendo físico, mi innata elegancia… ¿por qué no tenía que fijarse en mí, al compararme con los de Harlem?
–Corcho quemado.
Echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.
–¡Maravilloso! Tiene razón. Usted será el gobernador y yo el senador. ¿Piensa Nero Wolfe saber quién la mató?
Wolfe no bajaría del invernáculo hasta transcurrida una hora, así que le permití quedarse y divertirse un rato más. Ahora también era uno de los candidatos, aunque el último de la lista, puesto que había llamado a Susan una «damisela muy agradable y encantadora», implicando que podía haberse casado con ella de no haber tenido otras ideas. Puesto que estaba decidido a dedicarse al juego más brutal de todos los de la tierra, la política, nada estaba más allá ni por debajo de él, incluso el machacarle el cráneo a una damisela encantadora, si hubiese tenido un buen motivo para hacerlo.
Cuando se fue me dediqué a la máquina de escribir. Wolfe le había dicho a Dolly Brooke que tal vez la policía no llegara a enterarse jamás de su ida a Harlem, pero a mí me parecía que eso era muy improbable, y que no haría daño poseer un memorándum, redactado mientras estaba todo fresco en mi memoria, de lo que se había dicho, tanto en el apartamento como en el despacho de Wolfe. Si la retención de pruebas iba a constituir un delito, tampoco yo iba a salir muy bien librado. En la Bastilla tendría tiempo más que sobrado para escribir mis memorias, y unas notas pasadas de contrabando me ayudarían mucho. Estaba ya bastante adelantado a las seis cuando entró Wolfe. Se dirigió a su mesa y tomó asiento. Luego, viendo que no cogía su libro, me di vuelta en mi silla y me quedé mirándole.
–¿El señor Magnus? – me preguntó.
–¡Lástima que se haya usted perdido la sesión! – exclamé-. No sé qué tal quedaría yendo de trapillo, pero tal como iba vestido representaba el valor de uno de los grandes. Es alto, brillante y muy charlatán, pero sabe informar casi tan bien como yo. Vea si no.
Le conté la entrevista, omitiendo lo que fue pura charla, salvo las preguntas a las que había contestado con preguntas tortuosas. Durante mi relato el ceño de Wolfe se profundizó más aún.
–Así -finalicé-, en una semana de interrogatorios podría usted averiguar que ella hizo la llamada telefónica, pero seguramente jamás podrá probar que no la hizo. Oster tuvo razón cuando afirmó que usted no llegaría a nada concluyente en este caso. Podría ser que Magnus se hallase en el despacho del otro lado del pasillo cuando la muchacha llegó, la oyese efectuar la llamada y supiese, por tanto, que Whipple no llegaría al apartamento hasta las nueve, y acabada la reunión acompañase a Susan hasta allí y la matase, pero lo dudo. No es tonto. Pero sería conveniente averiguar en qué lugar del edificio se hallaba a las cinco y cuarto.
–Susan Brooke no hizo la llamada.
–Sí, lo sé. Usted posee dos métodos para decidir las cosas. Uno, basándose en la fuerza de la evidencia y la deducción. Y el otro, en la fuerza del genio, y al diablo la deducción. Lo que en este caso significa al diablo Maud Jordan.
–Está comprometida. Ha firmado una declaración. No quiere volverse atrás.
–Seguro. Ha firmado y no quiere desdecirse.
–Sería conveniente saber si la señora Brooke ha demostrado poseer talento como imitadora. El señor Vaughn pudo habértelo dicho esta mañana.
–Ya sabía que esto saldría a relucir antes o después. Apenas podía andar o pensar con claridad. Se marchó directamente a la cama. ¿Es urgente?
–No -estrechó los ojos para mirarme-. Supongo que estás enterado de la situación.
–Lo estoy. Primero, si Dolly Brooke la mató, tenemos que probarlo en seguida o entregar el documento firmado por ella a Cramer. Ese documento es puro veneno. Pero es muy difícil que podamos probarlo. Podernos demostrar que estuvo delante de la puerta del apartamento, pero no en el interior a menos que tengamos un motivo justificable. ¿Hemos de dedicar a Saúl, Fred y Orrie a esto durante un mes o así?
–No -hizo una mueca.
–Segundo, Beth Tiger, y de ésta he de ocuparme personalmente. Tengo una idea, según lo que usted ha dicho estas dos semanas, de lo que piensa respecto a un negro que se case con una blanca. No le gusta. ¿Pero qué me dice de un blanco casándose con una negra?
–¡Hum…!
–Sí, puede ser una sorpresa para usted. Quizá sólo sea una ilusión mía, pero mientras estaba desayunándome esta mañana me puse a cavilar si sabrá hacer frituras criollas, y ya sabe lo que esto significa, aunque tal vez no. Durante cierto tiempo mi dormitorio bastaría para los dos, hasta que comenzasen a llegar los pequeñuelos, de los cuales, naturalmente, no puedo garantizar el color. En cuanto a la situación profesional, también vive en la casa y tenía un motivo mucho mejor que la señora Brooke: quería casarse con Dunbar Whipple.
–Seguramente.
–No seguramente, con certeza. Esto será un problema para mí, pero ya lo arreglaré. Profesionalmente, el problema es lograr situarla un piso más abajo, dentro del apartamento y que encaje con la situación. ¿Alguna sugerencia?
–No.
–Ni yo. Si ni la señora Brooke ni la Tiger lo hicieron pudo haberlo hecho alguien más que viva en el edificio. Saúl, Fred y Orrie podrían investigar entre todos los inquilinos, y si todos se justifican entonces sabremos con seguridad que alguien penetró en la casa a las ocho, o poco después, y se marchó antes de la llegada de Dolly Brooke. Seguramente, alguien de la vecindad debió ver a ese individuo desconocido. Saúl, Fred y Orrie verían obstaculizada su labor por el asunto del color, por lo que sería mucho mejor que pusiésemos al trabajo a tres o cuatro detectives negros. Hay bastantes. ¿De acuerdo?
–No.
–Está bien. Éste ha sido el tercer punto. Cuarto, hacer que Saúl, Fred y Orrie comprueben las coartadas del personal de la ROCC. No de los que estaban en las oficinas, sino de los treinta y cuatro empleados. Algunos pueden haberse indignado como Ewing ante la idea de que Dunbar se casase con una chica blanca. Algunos pudieron enterarse de la llamada telefónica. Una de las mujeres pudo ser capaz de imitar la voz de Susan, después de haber salido de la ROCC a las cinco. Pero lo más importante es comprobar todas las coartadas. Se necesitarían de tres a cuatro semanas. ¿No le gusta esta idea?
–No.
–Muy bien. Usted creyó que yo estaba enterado de la situación y se lo he querido demostrar. No hay nada que usted ni yo ni tampoco Fred, Orrie o Saúl podamos hacer.
–Tienes razón -concedió. Y encendió la lámpara de lectura, cogió el libro que estaba empezando, La Ciencia , el Glorioso Entretenimiento, de Jacques Barzun, y se enfrascó en su lectura.
Le miré centelleante. Acababa de convertirme en un mono. Una de mis principales funciones, quizá la más importante, es dar un repaso a la situación cuando no ve claro en un asunto, y ahora me había amordazado. Mi intención, por supuesto, era darle ocasión a que sugiriese un movimiento, a que pudiese demostrar que es mucho más listo que yo, y lo sabía.
–¡Váyase al diablo! – exclamé, y volví a enfrentarme con mi máquina, aporreándola fuertemente.
A la hora de cenar comenzó a discutir sobre el automatismo. Siempre ha sido un furibundo antimaquinista, y respecto al automatismo su postura es la de que pronto convertiría la existencia en un absurdo. Ya de por sí es bastante mala; en un día frío y ventoso de marzo, Nero Wolfe estaba cenando confortado cómodamente por un grato calor, y no tenía ninguna relación personal con la producción de dicho calor. El cheque con que pagaba el gasto de la electricidad sí estaba relacionado con el calor, pero no él en persona. Pronto, con el automatismo, nadie estaría relacionado con los procesos y fenómenos que hacen posible la vida. Todos seríamos parásitos, no viviendo sobre otros organismos vivos, sino sobre las máquinas, llegando así a la última de las ignominias. Intenté interponer algunos argumentos, pero Nero posee más facilidad de palabra que yo. Todavía, estábamos en ello cuando nos levantamos para ir a tomar el café al despacho. Estábamos en el vestíbulo cuando sonó el timbre.
Era Paul Whipple. Wolfe, mirándole a través del cristal de la puerta que permite ver en una sola dirección, soltó un bufido, pues todavía no había terminado con el tema del automatismo. Pero se trataba del cliente y además, puesto que ignoraba lo que podría hacerse con el caso, lo mejor era enterarse de las noticias que proporcionase Whipple.
No. Al contrario. Sólo deseaba formular una pregunta. Cortésmente, esperó a que Fritz hubiese servido el café, que Wolfe y yo lo hubiésemos tomado y que él hubiese bebido un par de sorbos. El vapor de la taza empañó los cristales de sus gafas, y sacó un pañuelo para limpiarlos.
–Mis dos amigos me contaron lo que ocurrió -comenzó-. Creo que usted no les ordenó callarse.
Wolfe estaba intentando aparentar que no le molestaba tener compañía, sin conseguirlo.
–Les dije que podían contárselo a usted, pero a nadie más.
–No hablarán. Usted dijo también que de su actuación podía derivarse algo prometedor. ¿Ha sido así?
–Sí y no -Wolfe dejó la taza sobre la mesa y respiró hondamente-. Señor Whipple, intentaba guardármelo para mí, y de haber usted telefoneado, lo hubiera hecho. Pero como se ha molestado viniendo a verme, tiene derecho a una respuesta. Su hijo puede salir mañana mismo. Quizá con fianza, quizás en libertad.
Las gafas cayeron al suelo, pero afortunadamente la alfombra es muy mullida.
–¡Dios mío!--exclamó Paul-. ¡Lo sabía!¡Estaba seguro que usted lo lograría!
–No he hecho gran cosa. No le daré los detalles, sólo le diré que poseo información según la cual Susan Brooke estaba ya muerta cuando su hijo llegó al apartamento. Es lo bastante auténtica como para convencer a la policía de lo inadecuado que ahora resulta retener por más tiempo a su hijo acusándole de asesinato. Pero con todo, aún no tengo el nombre del criminal, ni el menor indicio.
Whipple miraba ante sí, concentrado. Sin las gafas parecía más viejo.
–Pero… Si estaba muerta cuando mi hijo llegó…
–Sí. La información que poseo así lo demuestra. Por tanto, puedo lograr que lo suelten, probablemente bajo fianza como testigo material. Pero entonces la policía se irritará. Sospecharán de usted, de su esposa, de todos cuantos se hallan relacionados con la Comisión de Derechos Ciudadanos. Sospecharán de su hijo, no de que haya cometido el asesinato, pero sí de complicidad. Puedo lograr que lo absuelvan del asesinato presentando al asesino, pero esto será más difícil de lograr con la policía husmeando por todas partes e interrogando a todo el mundo, incluyéndome a mí. Especialmente a mí. No, no quiero darles la información que poseo. Deseo que mantengan a su hijo en custodia, satisfecho de tener al culpable. Usted, naturalmente, puede ordenarme lo contrario. Puede decirme que si retengo la información irá a decirle al fiscal que la tengo. Sí lo hace, tendré que dársela al instante. ¿Está claro?
–Sí -Whipple abatió la cabeza. He visto a muchas personas sentadas en aquel sillón, con la cabeza gacha o entre las manos cuando se dan cuenta de lo difícil que les resulta usar el cerebro teniendo enfrente los ojos de Wolfe. Paul Whipple vio las gafas en el suelo, se inclinó para cogerlas, sacó su pañuelo otra vez, y las frotó lentamente.
–No quiero apremiarle -le dijo Wolfe.
Whipple levantó la vista.
–¡Oh, no! Estaba pensando en mi mujer. Si supiera que Dunbar puede estar mañana en casa… pero no lo sabrá -irguió los hombros-. No se lo diré -se caló las gafas-. La información… bueno, ¿puede usted hacer uso de ella en el momento que le interese?
–Sí, en cualquier momento. La tengo por escrito; se trata de una declaración firmada por la mujer a la que sus amigos han visto esta tarde.
–¿Se verán ellos envueltos en esto?
–No.
–¿La conozco?
–Lo dudo. No voy a decirle su nombre.
–Quiero… quiero hacerle una pregunta.
–Ya me ha hecho tres. Puedo contestarla.
–¿Sabe usted… bueno, quiero decir si cree saber quién la mató?
–No. Ni la menor idea, ni tengo ningún plan. Sólo sé que estoy comprometido y que debo saber quién es el criminal, aunque por el momento no tenga la menor idea. ¿Cuántas veces la respuesta a alguna inquietante pregunta se le ha acudido de repente mientras se cepillaba los dientes?
–Bastantes.
–Dentro de un par de horas voy a cepillarme los míos. No con un chisme eléctrico, pues con tales artilugios el temor a la electrocución impediría todo proceso mental. Como antropólogo, ¿se halla usted preocupado por la amenaza del automatismo?
–Como antropólogo, no.
–Como hombre lo está.
–Pues sí.
–Su hijo tiene veintiún años. ¿Sabe usted que conjurando esta calamidad para él, quizá vamos a empujarle a sufrimientos mucho peores?
Perfecto. Delante de un padre angustiado por la suerte de su hijo encarcelado, no tuvo el menor reparo en hacer derivar la conversación hacia el automatismo; claro que Paul Whipple resultaba un auditorio más atento, puesto que yo ya había aguantado a Nero sus reflexiones sobre el tema a la hora de cenar. Perfecto.
Aquel miércoles resultó uno de los días peores de mi vida, profesionalmente hablando. No era nada nuevo que Wolfe se tomase cierto tiempo para resolver un caso, pero en tales ocasiones, yo siempre tenía la satisfacción de zaherirle, siendo ésta también, casi, una de mis principales obligaciones. Pero ahora no podía. Sabía que nadie podía hacer nada, y por supuesto aquel día nadie hizo nada. La única acción o frase pronunciada con relación al caso ocurrió a las cinco, cuando Wolfe se hallaba en el invernáculo, ocupado con las orquídeas. Sonó el timbre del teléfono y comenté en voz alta:
–Otra vez el automatismo. Alcé el receptor.
–Despacho de Nero Wolfe. Al habla Archie Goodwin.
–Aquí Peter Vaughn. Le llamo ahora porque sé que Nero Wolfe no está ahí. No quiero hablar con él.
–Ni yo, si puede evitarlo. ¿Está usted ya levantado y vestido?
–Seguro. He dormido diecisiete horas. Quería saber si la ha visto usted.
–Sí, y también Wolfe. Estuvo aquí una hora ayer por la tarde. Admitió lo que usted dijo. Naturalmente, usted querrá saber si hemos usado la información. No. Por el presente, nos la reservamos. Pero no le aconsejaría que se dejase caer por su casa a tomar el té. Probablemente le pondría vinagre, o algo peor. A propósito, ayer me olvidé de preguntarle si Dolly sabe hacer imitaciones. ¿Lo sabe usted? ¿Puede imitar voces de personas?
–Sí, y lo hace a menudo. En otro tiempo actuó en el teatro.
–¿Ah, sí?
–Sí, Dolly Brooke. No como figura, nada de eso. Creo que lo dejó cuando se casó con Kenneth, aunque entonces no les conocía. ¿Por qué? ¿Por qué le interesa?
–Para comprobar un dato. Mera rutina. Supongo que sabría imitar la voz de Susan, por ejemplo.
–Ciertamente, y la oí una vez imitándola en uno de sus discursos para los derechos civiles. Naturalmente, no me gustó la burla, pero reconozco que lo hacía muy bien. Oiga, hay algo que no pensaba mencionar, pero voy a hacerlo. Tal vez más tarde tendré algo importante que comunicarle. ¿Estará usted ahí esta noche?
–Sí, pero también estoy ahora. Dispare.
–Bueno, ahora… No, mejor no. Antes quiero averiguar… No. Quizá sean sólo figuraciones mías, pero lo averiguaré. Si acaso, le llamaré esta noche.
–¿Cómo piensa averiguarlo?
–Oh, formulando unas cuantas preguntas. Preferiría no haberlo mencionado. Seguramente no es nada. Oiga, deseo darle las gracias por no haberles dicho nada a los de la policía. Estaba seguro de que obrarían así. Les estoy sumamente reconocido.
Colgó y me sentí agradecido. Me proporcionaba algo para entretenerme. A lo mejor descubría alguna cosa a la que podríamos hincarle el diente, aunque no tenía idea de lo que podía ser. Con toda seguridad sería algo referente a Dolly Brooke, puesto que ella y Kenneth eran su única relación con el caso, pero no podía tratarse de nada referente a la imitación, de la voz de Susan, puesto que me había preguntado por qué me interesaba aquello. Sin embargo, también podía ser. Tal vez lo hizo para comprobar si yo sabía algo que él supiese o sospechase. Debí haberle apremiado. Le llamé. Primero a Heron Manhattan; me dijeron que no se presentó allí en todo el día. Luego a su casa; acababa de marcharse y no sabían dónde podría encontrarle.
Cuando Wolfe bajó del invernáculo se lo conté. Me escuchó con los ojos abiertos, señal que lo que le decía no necesitaba concentración. Era obvio que había decidido, por algún sutil motivo que se me escapaba, posiblemente porque no quería verla de nuevo si podía evitarlo, que Dolly Brooke no era la asesina. Cuando le sugería que no causaría ningún mal intentar localizar a Vaughn, me contestó ¡hum…!, que el señor Vaughn era claramente un asno, puesto que no poseía bastante sentido común para desarraigar su ilusión por Susan Brooke. Aquel día tuvo un final adecuado. Yo fui lo bastante sensato para subir a mi cuarto, llamar a Lucy Valdon, e invitarla a cenar al «Rusterman». Sugirió, que era preferible que cenásemos en su casa. A veces esta sugerencia es muy bien recibida, como lo fue entonces. Era un apartamento tranquilo y agradable, donde podíamos reír muy alto. Y ciertamente necesitaba a alguien con quien reír. Si Vaughn telefoneaba, Wolfe podría decirle dónde me encontraba. Me desnudé y me metí bajo la ducha.
Mi bruma matutina empieza a desvanecerse lentamente gracias a un jugo de naranja, y cuando, llego a mi segunda taza de café todo está ya claro, por lo que cuando voy al despacho hacia las nueve y media, estoy bien dispuesto para comenzar la jornada. Pero hay excepciones, y aquel jueves por la mañana fue una de ellas. Primero, eran las diez y media en vez de las nueve y media. Segundo, llegué a casa a las tres, por lo que había dormido dos horas menos que de costumbre. Tercero, no tenía nada que hacer. Si Peter Vaughn me telefoneó, no sería por nada importante, puesto que no vi ninguna nota sobre mi mesa de escribir cuando llegué a casa. Evidentemente, iba a ser un día monótono y aburrido. Se me ocurrió la idea de ir en busca del cepillo de dientes de Wolfe y colocarlo sobre su mesa, pero esto aún habría empeorado las cosas. Lo mejor sería salir y no enfrentarme con Wolfe. Esto me agradó. Mi reloj marcaba las diez y cincuenta y dos. Fui a la cocina y se lo dije a Fritz; luego me dirigí al perchero del vestíbulo en busca del abrigo, y cuando lo estaba cogiendo se interpuso un objeto delante de la luz que se filtraba por la mirilla de la puerta. Me volví. Era el inspector Cramer. Bueno, cualquiera que fuese el objeto de su visita sería bien recibido, aunque se hubiese enterado de lo de Dolly Brooke y pretendiese acusarnos de obstrucción a la justicia. Abrí la puerta en el momento en que alargaba la mano hacia el botón del timbre.
–Hola -le saludé.
–Hola -me contestó-. Precisamente quería verle a usted.
Sin comentarios. El inspector Cramer no es hombre de muchas palabras. Se quitó el abrigo y el sombrero, depositándolos sobre el sofá, y encaminose en dirección al despacho, miró su reloj y una vez allí se quedó de pie frente a la puerta del vestíbulo. Desde mi mesa la veía de espaldas, inmóvil, postura que sostuvo tres minutos, hasta que compareció Wolfe. Él se dirigió al sillón rojo, Wolfe trasladó a mí su mirada y en tanto se encaminaba a su mesa le dije:
–No he tenido tiempo de avisarle a usted. Acaba de llegar.
Puso un racimo de «Vanda suavis» en un jarro y sentándose comenzó a examinar el correo, sin prisas.
–Tómese tiempo -rezongó Cramer, ásperamente-. Tome mi tiempo. Tenemos todo el día. Va usted a repetirme todas las palabras que se han pronunciado en esta habitación, incluyendo las suyas y las de Goodwin, referente al asesinato de Susan Brooke. Empezando con Peter Vaughn. ¿Cuántas veces ha estado aquí, cuándo y qué fue lo que dijo?
Conque era lo de Dolly Brooke. Su declaración, las tres copias, todo estaba en la caja fuerte. Bueno, la caja fuerte en este caso era un cajón cerrado.
Wolfe puso el correo a un lado y se enfrentó con el inspector.
–¡Esto es extraordinario! – exclamó, aunque no en son de protesta sino de observación-. Tiene usted a un asesino en custodia. Yo he estado, y estoy, actuando en su interés como investigador por cuenta de su abogado defensor. No irá usted a esperar de mí conseguir la evidencia necesaria para que puedan inculparle con mayor facilidad. Ni aun poseyéndola se la revelaría a usted. ¡Es extraordinario! ¿O es que tal vez me hallo equivocado con respecto a la posición legal? ¿Tengo que llamar al señor Oster para que venga aquí?
Sonaba impresionante, pero Cramer no se dejó amilanar.
–Conozco la posición legal -dijo, aún áspero-. Pero usted no está actuando para Peter Vaughn, ni Oster es su abogado. Quiero saber cuándo y dónde usted y Goodwin han visto a Vaughn, y qué dijo.
Wolfe meneó la cabeza.
–¡Tonterías! Está equivocado, y esto también es muy extraño. Nosotros hemos visto al señor Vaughn sólo en nuestra calidad de investigadores del señor Whipple y su abogado, y usted, en cambio, se halla aquí en su calidad de Némesis legal del señor Whipple.
–No.
Wolfe enarcó las cejas.
–¿No?
–Estoy aquí en mi calidad de jefe de la brigada de Homicidios Sur, pero no con respecto al asesinato de Susan Brooke, sino al de Peter Vaughn.
Si buscaba un efecto teatral lo consiguió plenamente. Giré la cabeza a la izquierda, hacia Wolfe, y éste giró la suya a la derecha, hacia mí. Por su mirada podía haber deducido que pensaba que era yo quien había matado a Vaughn, y por la mía él, a su vez, podía haber pensado que yo creía lo mismo respecto a él, por lo qué Cramer debió quedarse confundido.
La cabeza de Wolfe volvió a su anterior postura.*
–Supongo que no es una broma, que sería de muy mal gusto. ¿Detalles?
–Hace unas tres horas un transeúnte miró por la ventanilla de un coche aparcado en la Segunda Avenida, cerca de la calle Treinta y dos, y le contó a un patrullero lo que había visto, y el patrullero fue a mirar a su vez. En el suelo se hallaba el cuerpo de un individuo, doblado sobre sí mismo, con la cabeza y los hombres recostados en el piso del coche. Le habían disparado un balazo por el lado derecho, cuatro pulgadas debajo de la axila, y el proyectil se alojó entre las costillas y el corazón. Si la muerte se produjo casi instantáneamente, como es de suponer, la bala fue disparada entre las nueve y la medianoche. El cuerpo ha sido identificado. Peter Vaughn. El.auto pertenece a la empresa Heron Manhattan. No se ha encontrado el arma. Sí, conozco la posición legal.
Pensé: Vaughn ya no debe temer nada por haberle mentido a la policía. Lo pensé porque en aquel momento no tenía nada más en que pensar.
Wolfe había cerrado los ojos. Ahora los volvió a abrir.
–¿Y Dunbar Whipple estaba en custodia entre las nueve y medianoche?
–Lo sabe de sobras.
–Entonces, ¿cuándo lo soltarán?
–¡Narices!
Wolfe asintió.
–Sí, resulta desconcertante, lo reconozco. Usted conoce los anales de homicidio. Es concebible que fuese otro quien matase a Peter Vaughn; incluso es concebible que entre su muerte y la de Susan Brooke no haya la menor relación, pero usted no cree que sea así, ni yo tampoco. Y usted no se atreverá a retener a Whipple. ¡Maldición! Esto hará que…
Cramer golpeó el brazo del sillón.
–¡Bueno, diablos, no se esté aquí sentado, diciéndome lo que tengo que hacer! ¡Hable! ¿Cuándo vio a Vaughn por última vez?
–No le estoy diciendo lo que tiene que hacer. Me estoy lamentando, y me siento vejado. Porque usted ahora necesita un asesino y yo también. Y que haya venido aquí con la noticia, pretendiendo hostigarme es inútil por su parte, y lo sabe -se recostó hacia atrás, cerró los ojos y apretó los labios.
Cramer le miró fijamente y suspiró.
Wolfe, a los pocos instantes, volvió a erguirse y dijo:
–Amigo Cramer. No tengo información que darle. No, no se alborote, permítame que me explique. Nosotros, puesto que incluyo al amigo Goodwin, hemos visto y hablado con el señor y la señora Kenneth Brooke. Ninguno de ellos nos dijo nada que no supiésemos ya. Anteayer, o sea el martes por la mañana, volvió solo y habló con Goodwin, también por espacio de menos de una hora. Yo no estuve presente, pero Goodwin me refirió la entrevista. El señor Vaughn le reveló ciertos hechos que usted todavía ignora, pero que en mi modesta opinión nada tienen que ver con su muerte. Hay…
–¡Esto soy yo quien debe decidirlo!
–No. Hay dos puntos. Primero, en nuestra conversación con el señor Vaughn, Goodwin y, yo éramos agentes del señor Oster, por lo que las comunicaciones eran privilegiadas. Segundo, aunque no lo hubieran sido, como no hay razón para creer que estén relacionadas con su muerte, nos las reservamos. Si los acontecimientos demostrasen que estoy equivocado, entonces, naturalmente, le llamaría a usted y se lo contaría todo. Sin embargo…
–¡Me lo va usted a contar todo y aquí mismo!
–¡Hum…! Ya sabe que no puedo. Sin embargo, le daré cierta información, privilegiada o no, que probablemente se halla relacionada con su muerte. Llamó ayer por teléfono, poco después de las cinco y habló con Goodwin. Archie, refiérele al inspector la parte de conversación que podría estar relacionada con su muerte.
Se lo conté todo a Cramer.
–Me dijo exactamente: «Oiga, hay algo que no pensaba mencionar, pero voy a hacerlo. Tal vez más tarde tendré algo importante que comunicarle. ¿Estará usted ahí esta noche? – Sí, pero también estoy ahora. Dispare-. Bueno, ahora… No, mejor no. Antes quiero averiguar… No. Quizás sean sólo figuraciones mías, pero lo averiguaré. Si acaso, le llamaré esta noche. – ¿Cómo piensa averiguarlo?-. Oh, formulando unas cuantas preguntas. Preferiría no haberlo mencionado. Seguramente no es nada.»
–¡No! – tronó Wolfe-. Goodwin es mi agente. Archie, ¿te dio la más pequeña pista sobre a quién le iba a formular preguntas?.
–No.
–¿Tienes alguna noción de qué se trataba?
Era obvio que tenía que contestar que no, por lo que así lo hice. Se volvió hacia Cramer.
–Ni yo, pero sospecho que sus preguntas fueron las que le condujeron a la muerte; por esto le he transmitido esta conversación. Si logra enterarse quien es la persona a la que Vaughn interrogó, o pensaba interrogar, seguramente tendrá al asesino.
–¡Maldito sea usted, Wolfe! – se quejó Cramer-. ¡Usted conoce ya a ese tipo!
–No. Ni siquiera por conjetura. Poseo cierta información de que usted carece, pero estoy convencido de que no se halla relacionada con la identidad del asesino. Bien, estas fueron las últimas noticias del señor Vaughn. No volvió a llamar. Antes, yo tenía una ventaja: usted pensaba que Dunbar Whipple era el culpable, y yo no. Ahora, mi ventaja se ha desvanecido. Ambos nos hallamos completamente desorientados.
–¡No me ha dado su palabra de honor!
–Empleo esta frase sólo cuando debo usarla, para satisfacerle a usted. Pero esta vez no movería un dedo para satisfacerle. Además, me gustaría que se marchase. Necesito discutir la situación con Goodwin.
–Bien, adelante. No les interrumpiré.
–Claro está. ¿Vamos a ver, qué opina del efecto que el automatismo producirá en el «Homo sapiens»?
–¡Váyase al infierno! – exclamó Cramer, y levantándose se largó.
Fui hasta la puerta, pero no asomé la cabeza al vestíbulo hasta que sonó la puerta de la calle. Me aseguré de que en efecto, se había marchado. Volví al despacho y, sentándome, dije:
–Bien, discutamos.
–¡Gggrrrhh! – bufó Nero Wolfe.
–Entonces, discutiré yo solo. Usted le ha dicho al inspector que lo que Vaughn me contó el martes no tenía relación con su muerte. Me ha hecho decir que yo no tenía la menor idea de cual era la persona a la que Vaughn iba a interrogar, pese a que usted sabe muy bien que sí la tengo. Ayer, usted no estaba interesado en lo que Vaughn me dijo por teléfono, o sea que la señora Brooke sabía imitar la voz de Susan. Si luego resulta que ha sido aquélla la que mató a la joven y a Vaughn, ¿cómo reaccionará usted ante mi desconcierto?
–Presumo que no fue ella.
–Lo sé. Pero yo no estoy tan convencido. No hay el menor indicio de que Vaughn estuviese relacionado con nadie más que con los Brooke, en conexión con este caso. ¿A quién más podía desear hacer preguntas?
–No lo sé. Pero respecto a la señora Brooke, además de la carencia de motivo aceptable, no podía haber efectuado la llamada telefónica imitando a Susan Brooke, a menos que estuviese enterada de la cita de las ocho de la noche, lo cual es muy improbable, y si no hizo la llamada, ¿quién la hizo? Quizás, claro está, la propia Susan, pero no estoy seguro de que fuese así. Y vayamos con el punto capital respecto a la señora Brooke: al volver a su casa, le dijo a Vaughn que había visto a Dunbar cuando éste entraba en el edificio. Considéralo. La mujer está en el apartamento, limpiando las huellas dactilares dejadas en la maza con la cual ha matado a su cuñada; cualquier idiota haría lo mismo. Se larga, cosa que también haría cualquier imbécil. Ya fuera, en la calle, se queda esperando la llegada de Dunbar. ¡Esto es una necedad! ¿Entonces, qué? ¿Tal vez le vio de refilón cuando salía huyendo? En tal, caso, ¿por qué hubo de decirle a Vaughn que le vio entrar en la casa?.No tiene sentido.
Le miré durante cinco segundos.
–¿Qué más?
–Nada de importancia.
–De acuerdo -me levanté-. Voy a tomarme un permiso sin sueldo. Dos horas o dos días. No lo sé.
Asintió.
–Con un poco de suerte serán dos horas. No perderás tu tiempo en balde empleándolo con el pobre señor Vaughn, aunque tengas a las legiones de Cramer a tus alcances -cogió el pequeño montón de correspondencia.
Me marché.
En mis reportajes jamás dejo de escribir algo que tenga cierta importancia. Si algo descuido, lo añado luego. Pero sería una pérdida de tiempo y espacio contarles, por ejemplo, la manera como reaccionó el conserje de Park Avenue ante el hecho de que esta vez yo sabía hablar, o como Dolly Brooke asimiló la noticia, nueva para ella, de que Peter Vaughn había muerto. Lo que sí tuve que escribir en mi reportaje fue la clase de coartada obtenida. A las siete y cuarenta de la noche del miércoles, Kenneth y Dolly Brooke habianse sentado a cenar a la mesa de otro matrimonio que vivía en la misma casa de apartamentos; poco antes de las nueve se les juntaron otras dos parejas, para una partida de bridge, y todos se marcharon a la una. Comprobé la coartada con las tres mujeres, dos en persona y una por teléfono, y con dos de los caballeros. Cuando regresé al caserón de Wolfe, éste se hallaba en el comedor, a mitad del almuerzo, y una mirada que dirigió a mi rostro le dio la respuesta a su muda pregunta. Me senté, vino Fritz y me sirvió una generosa porción de sábalo a la parrilla, con salsa de aceite y limón, sazonado con laurel, baya, tomillo y orégano, y tres cucharadas de puré de acederas. Sólo tomé tres cucharadas porque a la hora de acostarme iría a la cocina, calentaría el puré sobrante, lo extendería sobre un par de rebanadas del pan que cuece Fritz, y lo espolvorearía con nuez moscada. Y el conjunto lo acompañaría con un vaso de leche. Y, claro, tendría a mano una cucharilla para ir recogiendo el puré que cae en el plato cuando se le hinca el diente al pan.
Cuando nos dirigimos al despacho, ninguno de los dos mencionó a Dolly Brooke.
–Deduciré veintidós dólares por las dos horas -me limité a decir.
–Preferiría no compartir el coste de esta operación -gruñó-. Estoy pagando una deuda -hizo un gesto vago con la mano-. Seguramente el señor Vaughn telefoneó desde su casa.
–Sólo seguramente. Cuando le llamé a su casa, sólo media hora más tarde, me dijeron que acababa de salir.
–¿Dónde vive?
–Calle Setenta y siete, entre la Quinta y Madison. Probablemente con sus padres; en la guía figura como Samuel Vaughn.
–Necesitamos conocer sus movimientos de ayer, tanto antes como después de telefonearte.
–Seguro.
–¿Cómo te propones proceder?
–Haciendo preguntas a unas cuantas personas. Rutina. Si desea aligerar la cosa, sin reparar en el precio, Saúl, Fred y Orrie podrían ayudarnos. Una ventaja, todo el mundo tiene ya preparadas las respuestas porque ya han hablado con la policía.
–¡Intolerable! – rezongó.
–Sí, señor. Sería preferible que nos sentásemos aquí, y tratásemos de imaginarnos a quién, o al menos a qué clase de persona iba Vaughn a interrogar. Lo intenté en el taxi que me trajo hasta aquí.
–¿Y qué?
–Bueno, por la forma como se encontraba cuando salió de aquí el martes por la mañana, debió irse derechito a su casa, a meterse en cama. A la una debía estar como un tronco. Me dijo por teléfono que había dormido diecisiete horas, o sea que debió despertarse alrededor de las seis de la mañana, y tuvo el día entero para ver a alguien antes de llamarme. Dijo que tal vez más tarde tendría algo interesante que comunicarme. No lo hubiese dicho, particularmente lo de «interesante», de tratarse sólo de una idea inconcreta. Estaba investigando algo que había visto u oído. ¿Está usted satisfecho?
–Sí, pero no has avanzado.
–Ahora. ¿Qué o quién es el punto? ¿Qué le estaba preocupando cuando se marchó a dormir? Ya no tenía a Dolly Brooke sobre su conciencia, pero había dos cosas que le estaban intrigando: quién mató a Susan Brooke, y si ésta estuvo relacionada emocionalmente con Dunbar Whipple. En cuanto a quién la mató, posiblemente, o probablemente, pensaba que fue Dolly Brooke, pero esta era cuestión sobre la que, en realidad, otras personas estaban trabajando. Era la segunda cuestión la que realmente le mantenía inquieto, y de la que deseaba una respuesta. ¿Adonde iría? En realidad, era un tipo recto, simple, por lo que habría ido a ver a Dunbar Whipple, de haber estado en su mano. No podía ir a ver a Dolly; sabía que, de no ser ésta la asesina, no sabía quien era el culpable. Sólo le quedaban dos posibilidades, a mi entender: los padres de Whipple y el personal de la ROCC. Y ahí fue. A ver a Paul Whipple, o a la ROCC, o a ambos. Sugiero que usted llame a Paul Whipple, y si obtiene un no, iré a la ROCC y le preguntaré a Maud Jordan a qué hora estuvo Peter Vaughn allí, ayer.
Wolfe levantó los hombros media pulgada y volvió a abatirlos.
–No puede hacer daño. Aunque…
Sonó el timbre. Fui a la puerta a mirar, y volví la cabeza para gritarle a Wolfe:
–¡Whipple!
Mientras iba a abrir reflexioné. Estaba contento; sabía que acababa de recuperar las dos horas perdidas investigando la coartada de Dolly Brooke. Bien, ¿qué era lo que podía traer a casa a Whipple, a mitad de un día de trabajo? Cuando abrí la puerta y me alargó su mano temo que me excedí un poco. No soy un revientanudillos, pero creo que le hice un poco de daño. Le llevé al despacho, se sentó en el sillón rojo y comenzó por decirle a Wolfe que venía en vez de telefonear porque le iba a confiar algo que podía causar perjuicios a personas que no se lo merecían. Wolfe le preguntó qué personas eran, y Whipple levantó una mano para ajustarse las gafas. Unas gafas son muy convenientes en ciertas ocasiones, ya que dan una excusa, para ganar unos segundos y elegir las palabras.
–Tal vez no lo sepa -dijo al fin-. Aquel joven, Peter Vaughn, ha sido asesinado.
–Lo sé -asintió Wolfe.
–Hallaron su cadáver en un coche aparcado. Le dispararon un tiro.
–Sí.
–Bien, entonces… -se aclaró la garganta y continuó-: Ya sabe que en todo este asunto me he comportado honestamente con usted.
–No tengo motivos para dudarlo.
–Lo he sido. Absolutamente honesto. Le he dicho todo lo que a usted podía interesarle. Ahora hay algo que no quiero decirle, pero sé que es mi deber comunicárselo. Molestará a ciertas personas amigas mías, y no sólo amigas sino importantes, de mi propia raza. Pero pedirle a usted su ayuda, aceptarla, y luego retener ciertos hechos que usted debe saber… bien, no sería natural.
–Puede contarme lo que sea, lo antes posible.
–¡No quiero hacerlo lo antes posible! – alzó la voz, casi en un alarido, y se llevó las manos a los labios. Tardó un instante en proseguir-. Tendrá que excusarme. Cuando he llegado, tenía los nervios alterados y todavía no estoy calmado -irguió la cabeza-. Es una chiquillada. Ayer vino a verme Peter Vaughn y me rogó le dijese qué sabía de las relaciones entre mi hijo y esa chica, Susan Brooke.
–¿A qué hora?
–Por la mañana. Estaba esperándome en la Universidad cuando llegué. No era muy inteligente, ¿verdad? Le manifesté que no sabía nada aparte del hecho de estar asociados en su trabajo, y que no podía afirmar ni negar nada de lo que han publicado los periódicos. ¿Qué otra cosa podía decirle? Insistió, pero yo también, hasta que se marchó. Luego, durante la hora del almuerzo me llamó Tom Henchy, de la ROCC. Dijo que Peter Vaughn había estado allí, insistiendo en verle así como a algunos Otros miembros del personal, y que quería saber lo que yo le dije. Luego, hoy, hace una hora, Tom Henchy volvió a telefonearme. Me dijo que asesinaron a Peter Vaughn la noche pasada, y me pidió que no le comunicase a nadie que aquél estuvo ayer en la ROCC. Agregó que de nada serviría mencionarlo. Le contesté que volvería a llamarle a los pocos minutos y así lo hice. Durante esos minutos estuve cavilando, sobre todo, en lo que usted nos dijo aquella noche en Kanawha Spa. También estaba relacionado con un asesinato. Conque llamé a Tom y le comuniqué que estaba decidido a contárselo a usted. Ha pretendido que nos entrevistásemos para discutirlo, pero no se lo he permitido. Y he venido aquí. Esto es todo. Espero que… -dejó la frase sin concluir y abandonó el sillón-. Desearía que usted no le dijese esto a nadie.
Dio media vuelta para marcharse, pero la voz de Wolfe le inmovilizó.
–¡Por favor! ¿Quién más sabe todo esto?
–Nadie. No se lo he repetido a nadie, ni siquiera a mi mujer.
–¿Ni tampoco que ha venido a verme?
–No. Ni lo diré a nadie. Excúseme. Decirle esto me ha resultado muy penoso. Muy penoso. Y se marchó.
Yo ya me había puesto de pie, pero Wolfe sacudió la cabeza y me quedé quieto. Mi salida al vestíbulo a echar un vistazo cuando oí el portazo de la puerta fue automática, una costumbre adquirida desde el día en que un mozo la cerró desde dentro y se aproximó quedamente a la puerta del despacho, escuchando por espacio de media hora.
Regresé al despacho.
–¿Debo sentarme?
Wolfe enarcó una esquina de la boca.
–Archie, la manifestación más reveladora de tu amor propio no es una acción sino una excepción. Nunca alardeas de nada. Sin embargo, acepta mis cumplidos.
–Con mil amores. No deduciré los veinte pavos. ¿Me siento?
–No. Tráelos.
–¿Ahora?
–Sí. Cramer es capaz de ir allá de un momento a otro.
–Son las tres menos cuarto. Aunque pueda traerlos dentro de media hora, lo que es dudoso, usted no podrá posiblemente terminar con ellos en otros cuarenta y cinco minutos.
–Sé que no podré, maldita sea. Todo esto se lo debo a ese maldito viaje a Kanawha Spa.
–Pero consiguió entonces lo que quería: la receta para la saucisse minuit.
–Eso sí. Tráelos. A todos aquellos con quienes Vaughn habló o vio, sin excepciones. Antes llama a Saúl. Le necesito inmediatamente.
Mientras iba marcando el número, calculé si era la cuarta vez en la historia que consintió en perder una sesión de tarde con las orquídeas en el invernáculo, o sólo la tercera.
–¿A qué hora llegó ayer por la mañana Peter Vaughn?
Ésta había sido mi sugerencia a Wolfe antes de que Paul Whipple llamase a nuestro timbre, y el haber sido aceptada por el gran genio de detectives, hizo sobresalir en mí un defecto, aunque no estoy muy seguro de cuál. Tal vez la vanidad…
No obtuve respuesta. La Jordan se limitó a mirarme por encima de su alargada nariz y me preguntó:
–¿A quién desea ver?
No la apremié, puesto que Whipple lo había hecho innecesario. Le contesté que al señor Henchy, y que era urgente. Puso una clavija en la centralita, y luego me invitó a pasar adelante, y cuando iba por el pasillo apareció Harold R. Oster en el umbral de la habitación de la esquina. Habría preferido ver a Henchy a solas porque los abogados siempre complican las cosas, pero no me preocupé mucho por ello. No me ofreció la mano, ni tampoco Henchy cuando Oster me hizo pasar y cerró la puerta. No me ofrecieron una silla.
De pie, delante de la mesa de Henchy, dije:
–Paul Whipple le ha contado a Nero Wolfe, no por teléfono sino en persona, lo que le comunicó a usted que haría sobre lo de Peter Vaughn, y mi jefe desea verle a usted. Bien, a usted y a todos los que ayer hablaron con Vaughn.
–Siéntese -me indicó entonces Oster.
–No, porque tendré que volver a levantarme al momento para marcharme con ustedes dos. Entiendan que es algo muy urgente. No tengo que decirles lo muy pronto que los «polis» llegarán aquí, a partir de cuyo momento ya no podrían acompañarme. En cambio, si nadie de aquí sabe adonde me los llevo, entonces ustedes no se hallarán por el momento al alcance de la policía. Si creen que les estoy apremiando, lo estoy.
–En realidad… -comenzó a decir Henchy, pero Oster le atajó
–Yo arreglaré esto, Henchy. Entérese bien de esto, Goodwin: si viene la policía, y puede venir cuando quiera, contestaremos todas las preguntas que deseen hacernos. Lo cierto es que Vaughn únicamente deseaba saber algo sobre Dunbar Whipple y Susan Brooke, respecto a la intimidad que pudo existir entre ambos. Insistió un tanto y se puso algo pesado. Nada de lo que dijo o hizo aquí puede estar relacionado con su muerte. Dígale a Wolfe que le veré más tarde, a las seis, que es la hora en que está visible.
–Está visible ahora -me dirigí a Henchy-.De acuerdo, le diré algo que Wolfe habría preferido decirle en persona, pero no importa. Vaughn me llamó por teléfono a las cinco y diez de ayer tarde y me comunicó algo que deja entrever la posibilidad de que haya sido asesinado por algo ocurrido cuando estaba aquí. Y no sólo piensa esto Wolfe, sino también la policía.
–No saben que estuvo aquí -objetó Oster.
–Lo descubrirán, y no creo que tarden mucho. Están enterados de lo que Vaughn me confió por teléfono. Lo que piensan es que su asesinato fue el resultado de sus contactos de ayer, y cuando sepan que estuvo aquí… Todo el personal de la ROCC serán considerados como testigos materiales. La fianza…
–¡Dios mío! – murmuró Henchy.
–¡No lo creo! – exclamó Oster-. ¿Qué le dijo Vaughn a usted por teléfono?
–El señor Wolfe se lo dirá. Yo no estoy autorizado.
–No lo creo.
–De acuerdo. Será interesante ver quiénes llegan antes, si los de Homicidios o los del fiscal -cogí una silla y me acomodé-. También resultará interesante ver cómo se comportan. ¿Prefieren que me espere fuera?
–Sí -gruñó Oster-. Consideraremos su proposición.
–Pues será mejor que lo consideren cuanto antes -me levanté-. No sé cuánto tiempo les esperará Wolfe.
–Le acompaño-decidió Henchy, poniéndose de pie. Le colgaban las mejillas-. Voy a verle. Y usted también, Harold.
–Antes quiero reflexionar.
–No. Yo soy el responsable de esta organización. Venga conmigo.
–Y los demás -le recordé-. Todos los que hablaron con Vaughn, siquiera una sola palabra. Incluida la señorita Jordan. ¿Quiere que se queden aquí para charlar con los «polis» cuando se presenten? ¿Sin estar usted aquí?
–No -protestó Oster-. Claro que no. Si vamos nosotros, Tom, también deben venir ellos.
–Bien, les aconsejo que se apresuren.
–De acuerdo, si hemos de ir, cuanto antes mejor.
Salí del despacho. Al llegar al vestíbulo, Maud Jordan estaba muy atareada con la centralita, diciéndole a la gente que fuesen al despacho del director; poco después, una joven salió del interior para hacerse cargo de la centralita. Tenía una piel muy negra y suave, y una nariz aguileña. Decidí concederles veinte, minutos para que se preparasen, y comencé a ejercitar mi cuello girando la cabeza unas diez veces por minuto con el fin de vigilar la puerta de entrada, ansiando que no se abriese. Lo hizo una vez, y todos mis músculos se atirantaron, pero era sólo un tipo con un paquete. Sólo pasaba un minuto de los veinte cuando oí rumor de pasos en el pasillo y aparecieron, Henchy en cabeza, luego Oster, Cass, Adam Ewing, Beth Tiger y Maud Jordan. Ningún desconocido.
–¿Y la señorita Kallman? – le pregunté a Henchy.
–No está aquí. Tampoco estuvo ayer -se volvió a la muchacha de la centralita-. Señorita Bowen, usted no sabe adonde hemos ido.
–De acuerdo.
–Asimismo -sugerí-, no sabe mi nombre, y si le piden que me describa, hágalo como si le costase dar una buena descripción.
–¿Debo describirle muy cambiado?
–Sí -afirmó Oster-. Dentro de lo razonable.
Hice otra sugerencia: la de que se adelantasen ellos, y tomar yo otro ascensor y otro taxi. Tal vez estaba exagerando las precauciones, pero sabía muy bien lo que ocurriría tan pronto Cramer se enterase de que Vaughn había estado en la ROCC, si todavía era hora de oficina. Me alegró comprobar que en mi cerebro todavía había sitio para otra sugerencia, aunque tuve que tragármela: la sugerencia de que uno de ellos, en particular Beth Tiger, podía ir conmigo. Me resultó agradable ver que ni siquiera en un momento de crisis como aquél, excluía totalmente la consideración de asuntos tales como la camaradería. Reconozco que la joven todavía no me había dado la más leve indicación de considerarme humano.
Por lo tanto, fui solo en el taxi, y cuando se detuvo delante de la vieja mansión de piedra parda, temí que la cosa se complicase. Era fácil que Wolfe, harto de esperar, hubiese optado por subir al invernáculo. Tres de ellos estaban aguardando al pie de los peldaños de la entrada, y los otros salían de un taxi. Pagué la carrera y subí los escalones. Al llegar arriba se abrió la puerta y Saúl Panzer me dijo:
–El señor Henchy al despacho y los otros al saloncito.
Los abogados pueden ser fastidiosos, y usualmente lo son. Ocho personas en un rincón de un vestíbulo despojándose de los abrigos son toda una multitud, y cuando separé a Henchy del grupo y comencé a conducirlo por el pasillo hacia el despacho, Oster nos siguió apresuradamente. Pensé: «¡Al diablo! Será más sencillo utilizar la puerta de conexión, y dejarle entrar.» Como el rayo se dirigió al sillón rojo, y plantado enfrente, le espetó a Wolfe:
–Whipple no está aquí esta vez para interferirse. ¡Ahora usted me escuchará a mí!
Aliviado al ver que Wolfe nos esperaba y que yo había cumplido lo ordenado, me senté y cogí mi agenda y la pluma. Ahora le tocaba actuar a Wolfe.
No se molestó en mirar a Oster sino a Henchy, que se hallaba en una de las butacas amarillas que Saúl había acercado.
–Esto resultará bastante desagradable para todos nosotros -comenzó a decir Wolfe-. ¿Le ha explicado Goodwin claramente la situación?
–Con la debida claridad para obligarnos a venir y aquí estamos -replicó Henchy.
–Wolfe, tiene que escucharme -repitió Oster-. Queremos saber qué le dijo Vaughn a Goodwin ayer por teléfono.
Wolfe echó hacia atrás la cabeza.
–Señor Oster, no le he pedido que se siente porque no quiero que se quede aquí. Vaya a reunirse con los demás en el salón. No estoy colaborando ahora con usted; además, mi único compromiso es con el señor Paul Whipple. Su situación ante mí, y con respecto a mí, para decirlo claramente y de una vez, es la de sospechoso de asesinato -señaló con la mano-. Aquella puerta.
Oster lanzó un rugido. Se sentó.
–¡Estúpido! – rezongó-. Yo soy un miembro del foro. ¿Qué es usted?
Wolfe le contempló.
–No puedo reprochárselo. Si yo fuese un negro hace ya mucho tiempo que me habrían encerrado, o estaría muerto. Usted cree que el color de su piel y la mía son factores que cuentan en mi trato con usted. ¡Hum…! No soy un troglodita. Archie, la parte importante de su conversación telefónica con Vaughn ayer por la tarde.
La recité como había hecho para Cramer, pero más lentamente y dándole más énfasis, recalcando lo de «importante», y añadiendo que no había vuelto a llamar. Henchy escuchaba con el ceño fruncido, en grave concentración. Oster parecía escéptico, pero se hallaba interesado. Wolfe habló acto seguido.
–Estas fueron las últimas palabras que Vaughn pronunció para nosotros: «Seguramente no es nada.» Pero por desdicha, para él sí significó algo. Es una conclusión, y no una presunción, o al menos a comprobar alguna sospecha resultante de un contacto anterior. Es posible que tal contacto no se haya producido en las oficinas de la ROCC, pero no conozco a nadie más que pudiese estar relacionado con la muerte de Susan Brooke, y dudo que la policía opine de otra manera. También es una conclusión, que no puede ser de otra manera. También es una conclusión, que no puede ser descartada con ligereza, que fue asesinado por la misma persona que asesinó a la señorita Brooke. ¿Protesta, señor Oster?
–No lo protesto, si dijo lo que asegura Goodwin.
–Para mí esto no es discutible. Si lo es para usted, será un soliloquio. ¿Quiere decirme ahora lo que Vaughn le comunicó ayer a usted, y la respuesta que usted le dio?
–No me dijo nada, ni yo a él…
–¿No le vio usted?
–Sí, le vi, pero no cambié con él ninguna palabra. Yo estaba con el señor Henchy en su despacho cuando entró Vaughn; me quedé allí, oí lo que se habló, pero no me dirigí a Vaughn para nada ni él a mí.
–¿Le había visto antes?
–No.
–¿Y él a usted?
–No, que yo sepa. Le vi por televisión algunas veces.
–¿Le vio otra vez ayer? ¿Después de las cinco?
–No. La siguiente pregunta será dónde estaba yo anoche. Si tiene derecho a formular preguntas, cosa que no le concedo, también lo tiene para hacerme esta última pregunta. Le contestaré diciendo que no puedo presentar testigos para toda la noche. Para usted no me molestaría en buscarlos, mas para la policía no podría.
–Pocas personas podrían. Ahora, caballero, supongo que le gustará que esta reunión dure el menor tiempo posible, a lo cual puede ayudarme. Mientras hablo con el señor Henchy, puede ir a explicarles a los demás…
–¡No me moveré de aquí!
–Naturalmente, sólo le pide que salga de este despacho, no de mi casa. Usted…
–¡Me quedaré en este sillón! Wolfe giró la cabeza.
–Archie, necesitarás que Saúl te ayude para echarle de aquí. Puesto que hay que obrar a la fuerza, arrojadle de mi casa.
–¡No se atreverá! – tronó Oster.
Yo ya me había levantado.
–Yo podría hacerlo -le expliqué-, pero quiero que se sorprenda viendo la rapidez con que se mueve Saúl Panzer.
–¡Un momento! – intervino Henchy-. Harold, esto no me gusta. Creo que no es necesario -se volvió hacia Wolfe-. ¿Qué iba usted a decir?
–Que el señor Oster puede describirles la situación. a los demás, incluyendo lo que Vaughn le dijo a Goodwin por teléfono. También podría enterarse de sus respectivas coartadas, si las tienen, desde las ocho de anoche hasta las dos de la madrugada -se dirigió de nuevo a Oster-. Esto no debe ser difícil para un miembro del foro.
Vi claramente que el factor color de piel no tenía para Wolfe la menor importancia. Se mostraba tan duro con él como si se hubiese tratado de un piel roja. Oster pareció a punto de decir algo, primero a Wolfe y luego a Henchy, pero por lo visto creyó preferible no complicar las cosas. De haberse dirigido en línea recta a la puerta que conducía al saloncito habría tenido que pasar junto a mí, por lo que dio un amplio rodeo. También esto resultaba más digno que ser arrojado de la casa.
Cuando hubo salido y cerrado la puerta, volví a mi mesa y cogí mi agenda.
–Muchas gracias, señor Henchy -díjole Wolfe-. No me gustan los alborotos en mi casa.
El director de la ROCC asintió.
–A mí no me gustan en ningún sitio. Muchas personas no creen esto de mí, pero no me gustan. Me agrada la tranquilidad, la paz, y quizás lo consiga antes de morirme. Bien, supongo que usted desea dos cosas de mí: lo que le dije al señor Vaughn, y dónde estuve anoche.
–No necesariamente donde estuvo, a menos que tenga una coartada que pueda ser establecida.
–No la tengo, no al menos para todo el período de las ocho a las dos. Sé algo respecto a coartadas, he tenido cierta experiencia. En cuanto al señor Vaughn, creo que nunca le había visto. Veo a mucha gente. No intentaré referirle palabra por palabra lo que ayer le dije porque no sirvo para esto. Tampoco hablamos mucho; en realidad sólo tratamos de una cosa. No con respecto a quién mató a Susan… a la señorita Brooke, sino acerca de si ella y Dunbar planeaban casarse. Por supuesto, yo sabía que así era, pero no se lo comuniqué. Por el contrario, afirmé no saber nada del asunto, y que jamás me había entrometido en los asuntos privados de los miembros del personal a mis órdenes. Esto fue todo.
–¿No puede repetirme las frases exactas?
Arrugó la frente durante cinco segundos. Luego meneó la cabeza.
–No quiero intentarlo. Pero esto es lo que me dijo. No estuvimos hablando más de cuatro o cinco minutos. Quería ver a alguien más y le envié a Cass Faison.
–¿Por qué al señor Faison?
–Pues, insistió en ver a alguien, y Susan había trabajado a sus órdenes. – Henchy volvió la cabeza hacia mí y luego de nuevo se encaró con Wolfe-. Dígame una cosa. Conozco su reputación. ¿Es posible que usted honestamente crea que uno de nosotros le mató? ¿Y que mató también a Susan Brooke?
–Sí, opino que es probable.
–Bueno, pues está equivocado.
Wolfe asintió.
–Naturalmente, usted tenía que decir esto.
–No tan naturalmente -sus manos estaban asidas a los brazos del sillón-. Juro que es verdad lo que voy a decir: si alguno de nosotros es un asesino, deseo que sea castigado plenamente por su delito. Hará que las cosas sean más difíciles para nosotros… en realidad ya lo son con Dunbar en la cárcel… pero si esperamos ser tratados como ciudadanos honrados y conscientes, debemos serlo en realidad. Pero está usted equivocado. Sé positivamente que lo está. Hoy a mediodía, el señor Ewing se enteró por la radio de la noticia del asesinato de Peter Vaughn y fue a comunicármelo. Les hice entrar en mi despacho, a todos los que ayer hablaron con el muerto, y les expliqué la situación. Les advertí que la policía podía enterarse de la presencia de la víctima en nuestras oficinas, pero que en tal caso no había por qué andar con disimulos. Añadí que si uno de ellos se hallaba envuelto en el caso, deseaba saberlo al instante. Agregué aún que si alguien sospechaba, aunque fuese ligeramente, de otro, debía proclamarlo ante todos.
Soltó los brazos del sillón y colocó las manos sobre, sus rodillas.
–Conozco a mi gente, señor Wolfe. No sólo porque pertenecen a mi propia raza, sino porque los conozco. En mi posición, tengo que conocerles. Estuvieron en mi despacho casi dos horas, y tratamos del tema. Cuando hubimos terminado quedé absolutamente convencido de que ninguno de ellos se hallaba involucrado en el asesinato de Peter Vaughn o Susan Brooke, y seguro también de que ninguno sospechaba de nadie. No pretendo afirmar que en esta clase de asuntos tenga tanta experiencia como usted… ¡pero los conozco!
Ni Wolfe ni yo nos dejamos impresionar. El director de la ROCC había pronunciado muchos discursos ante vastos auditorios, y poseía mucha práctica de decir cosas como «Juro que es verdad lo que voy a decir.» Concediendo que en realidad casi había acentuado las sospechas sobre sí, respecto a los otros adoptó la única postura que le era dable, aunque debo admitir que logró hacerlo de manera más convincente que en otras ocasiones que escuché discursos similares.
–Admirable -le alabó Wolfe-. Me gusta oír hablar bien. En cuanto a hallarme equivocado, sólo los acontecimientos podrán decirlo. ¿Quiere, por favor, rogarle al señor Faison que venga?
–Con mucho gusto. – Henchy se apoyó en los brazos del sillón para incorporarse-. Iba a hablar de las coartadas. Como es natural, les pregunté a este respecto. Ninguno de ellos tiene una que pueda comprobarse fuera de toda duda. El señor Oster pudo decirle esto, pero estaba demasiado agitado. Wolfe asintió.
–Me encanta su elección de las palabras: «agitado».
Sí, lo estaba.
Yo me hallaba ya en la puerta del saloncito, y al abrirla para que pasara Henchy escuché la voz de Oster. No se calló, por lo que aparentemente Henchy llamó a Faison con el gesto; compareció el cajero y cruzó la estancia hasta el sillón que su jefe dejó vacante. Cerré la puerta.
Wolfe le miró preocupado, lo que no me extrañó.
¿Qué podía preguntarle, que no lo hubiera sido ya? Cass Faison permaneció inexpresivo, pero el resplandor de su piel seguía siendo el mismo cuando la luz se posó en él.
–No hacen falta preámbulos, señor Faison -comenzó Wolfe-, puesto que el señor Oster les ha descrito la situación. ¿Le envió a usted el señor Henchy a Vaughn?
–Exacto -asintió Faison.
–¿A su despacho?
–Sí.
–¿Estuvo usted a solas con él?
–Sí.
–¿Le había visto antes?
–No. Ninguno de nosotros le conocía.
–¿Cuánto rato estuvo con usted?
–No más de tres o cuatro minutos. No lo cronometré. Tal vez cinco.
–¿Qué dijo?
–Lo mismo que a los demás. Quería saber la clase de intimidad existente entre la señorita Brooke y el señor Whipple. Y todos le contestamos lo mismo. Respondimos que no lo sabíamos. Pero no parecía creerlo. Afirmó que alguien debía estar bien enterado. Estaba… bueno, casi desesperado. Se lo traspasé al señor Ewing.
Wolfe tenía los labios apretados. Se volvió hacia mí.
–Esto es grotesco -me dijo.
–Sí, señor.
–Tráigalos a todos.
Al atravesar la estancia se me ocurrió que podía darme una ligera satisfacción. Instalaría a Beth Tiger en el sillón rojo. Claro que Wolfe tal vez se enojaría; así que cuando abrí la puerta y le pedí a Henchy que entrasen todos, le conduje al sillón rojo. Detrás suyo aparecieron los demás. Como Saúl había dispuesto suficientes butacas para todos, me divertí contemplando la expresión de Oster cuando vio que el sillón rojo no era para él. Esto resolvió mis relaciones con Harold R. Oster. Éramos ya enemigos de por vida, lo cual me pareció de perlas.
Wolfe fue paseando su mirada por todos ellos, desde Henchy en el extremo izquierdo a Maud Jordan, en el derecho y la más próxima a mí.
–He terminado -les dijo-. He terminado con ustedes por hoy, pero no con la tarea que tengo entre manos. La situación es la misma. No he sabido nada nuevo del señor Henchy, del señor Oster o del señor Faison, salvo que ustedes presentan un frente sólido. Todos ustedes afirman que sus conversaciones con el señor Vaughn en el día de ayer fueron idénticas. No lo creo. Creo que…
–¡Yo no! – era Maud Jordan.
–¿No qué, señorita Jordan? – la mirada de Wolfe se posó sobre ella.
–Respecto a lo que usted ha dicho de conversaciones iguales. Sé que aquel individuo, ese tal Vaughn, les preguntó algo a los demás, pero a mí no. Se limitó a decirme que deseaba ver al señor Henchy.
–¿Cuando entró?
–Sí.
–¿Le dijo quién era?
–Por supuesto.
–¿Y al marcharse?
–No me dijo nada -enderezó la barbilla-. Y ahora quiero decir una cosa: Usted está molestando a todos mis compañeros y opino que es algo ultrajante. Les está amedrentando porque son negros. ¿Y quién es usted? ¿Dónde nació usted?
Sólo era la telefonista, pero nadie pretendió hacerla callar. Era una trabajadora voluntaria, y había entregado medio billete de los grandes a la organización para los hijos de Medgar Evers. Wolfe giró la cabeza a la izquierda.
–¿Quiere apoyar esta acusación, señor Henchy?
–No, aunque opino que está usted equivocado, no. No puedo decir que nos esté amedrentando.
–¿Desea añadir algo, señorita Jordan?
–No, sólo lo que dije.
–Señor Ewing, ahora le toca a usted. ¿Tiene algo que decir?
–No, excepto que me hallo de acuerdo con el señor Henchy, que opino que ninguno de nosotros es un asesino, que está usted equivocado, pero que no nos ha tratado mal. Sé lo que ocurrirá si la policía averigua que la víctima estuvo ayer en la ROCC. ¿Va usted a decírselo?
–Señorita Tiger, ¿quiere decir algo?
–No -su voz apenas era audible.
–Entonces, hemos terminado. Tal vez querré volver a verles a todos ustedes, y estoy seguro de querer ver a uno en particular, aunque daría algo por saber cuál. Para responder a la pregunta del señor Ewing, debo decirles que no pienso contarle a la policía la visita del señor Vaughn, que tan funestos resultados tuvo para él. Les deseo buenas tardes, meramente como un acto de cortesía -se recostó hacia atrás, enlazó sus dedos sobre el centro de su enorme panza, y cerró los m ojos.
Me quedé sorprendido por Oster. Ni una palabra. Se levantó encaminándose al vestíbulo. Saúl Panzer, que estaba en una butaca junto a la biblioteca, le siguió, y j en tanto los demás se ponían de pie, disponiéndose a salir, nadie dijo nada. No salí al vestíbulo. Saúl ya estaba allí. No es que me importe mucho descolgar un abrigo para un asesino, pero prefiero saber cuándo lo estoy haciendo. Consulté mi reloj las cinco y diecinueve minutos. Wolfe todavía pedía pasar cuarenta minutos con sus orquídeas, pero por lo visto prefería hacer la siesta. Me senté y me puse a contemplar cómo su enorme pecho subía y bajaba, esperando, admito que lo esperaba, ver cómo sus labios comenzaban a hacer el acostumbrado ejercicio, pero no fue así. Cuando los ruidos procedentes del vestíbulo terminaron con el portazo final, y reapareció Saúl, acomodándose en la butaca más cercana a mí, Nero Wolfe seguía sentado y respirando pesadamente.
–Es cierto -le dije a Saúl-, me alegro de que la hayas visto. En lo futuro hablaré mucho de ella, y así lo apreciarás mejor. Estoy seguro que estarás de acuerdo conmigo en que el modo mejor de tratar el asunto es camelarla y conquistarla a distancia, pero la cuestión es a qué distancia. Una milla es una distancia, pero también lo son una yarda y una pulgada. Quisiera saber más de poesía. Si pudiera escribir un buen poema que…
–¡Cállate! – bramó Wolfe.
–Sí, señor -dije, volviéndome hacia él-. Me limitaba a ponderar las excelencias de la única persona del grupo digna de atención. ¿Es que hay otra?
–No -se había enderezado.
–Entonces, no hay discusión. Podría continuar ponderando a Beth Tiger. Hace dos días afirmé que no había una sola cosa sensible que pudiese yo hacer; ahora es peor porque no hay ni siquiera una cosa insensible.
–¡Maldito seas! ¡No te quedes ahí sentado, buscando frases grotescas!
–¿Debo irme? – inquirió Saúl.
–No. Cuando Archie agote su charlatanería, tal vez tenga alguna sugerencia que hacer. Yo no. Lo que Vaughn vio u oyó ayer en la ROCC está enterrado con él. Una de estas seis personas, o le mató o sabe quién lo hizo, pero la clave para identificarla no es posible hallarla. Hay otra en alguna parte, pero ni cien hombres podrían dar con ella en cien días. ¿Saúl?
–Lo siento.
–¿Archie?
–Lo siento y me entristezco.
–Dos individuos bien adiestrados -se quejó- y bastante inteligentes, y no hacen nada. Id a cualquier sitio. Haced algo. ¿Debo volver a pasar otra velada aquí sentado, en medio de la mayor frustración? ¿Reflexionando, desesperado, como ya hice anteayer, sobre un diptongo?
Saúl y yo nos miramos. Nuestro genio comenzaba a dar muestras de decadencia. Para animarle, pregunté:
–¿Un diptongo?
–Sí. Muy tenue, casi ínfimo, indigno de consideración. Pero estoy acabado, esto es un hecho. Consígueme al señor Vaughn.
Durante medio segundo pensé que estaba peor que acabado; luego comprendí que se refería al señor Vaughn que todavía vivía, y que los diptongos debían ser su entretenimiento. Cogí el teléfono. Con su hijo aún sin enterrar, Samuel Vaughn no estaría en Heron Manhattan, Inc., pero lo probé por si acaso; me informaron que no se había presentado en todo el día, conque colgué y marqué el número de su casa. No estuvo accesible hasta que puse bien en claro que Nero Wolfe deseaba formularle una pregunta -no dije nada de un diptongo-, y a los dos minutos se puso al aparato. Le pasé la conexión a Wolfe
–Supongo que le estoy ocasionando una molestia, señor Vaughn, pero se trata de algo relacionado con la muerte de su hijo en relación con mi investigación respecto al asesinato de Susan Brooke, y necesito cierta información que usted creo puede suministrarme. Según los artículos de la Prensa, su hijo se diplomó en Harvard en 1959. ¿Es correcto?
–Sí, ¿por qué?
–Vamos a la siguiente cuestión. Quizá resulte inútil, pero es posible que sirva para desenmascarar a un asesino. ¿Sabe si su hijo trabó amistad con un condiscípulo llamado Richard Ault? A-U-L-T. ¿Quizás incluso de la misma clase?
–Temo que no voy a… Aguarde un momento… Sí. Éste era el nombre del muchacho que se suicidó aquel verano, después de haberse examinado. Mi hijo me lo contó. Sí, creo que le conocía bastante; seguían el mismo curso. Pero no entiendo… No veo qué posible relación…
–Quizá ninguna. Si descubro alguna, entonces lo entenderá. ¿Sabe si su hijo visitó alguna vez a Richard Ault en su casa… quizá por las vacaciones?
–¿Dónde estaba su casa?
–En Evansville, Indiana.
–Entonces, no. Seguro que no. ¿Tiene algún motivo para pensar que fue allá?
–No. Muchas gracias, señor Vaughn, por concederme su atención.
Cuando coloqué el receptor en la horquilla enarqué las cejas. Estaba pensando en diptongos. ¿Ch? ¿Gh? ¿Au? ¿Wh? ¿Br? Tendría que repasarlos. Hacía demasiado tiempo que había aprobado el cuarto curso, o tal vez el quinto. Me interrumpió Wolfe.
–Llama al señor Drucker.
De nuevo tardé medio segundo en comprenderle; habían transcurrido diez días desde que comí asado y pastel de manzana con Otto Drucker, el distinguido ciudadano, en el hotel de Racine. Busqué un número en el archivo y efectué la llamada, y cuando me contestó le dirigí unas cuantas frases banales antes de pasarle la conexión a Wolfe. A éste le dijo que era un gran placer hablar con un hombre cuya carrera había seguido con interés y admiración.
–Tal vez perderé todo derecho a la admiración con el asunto actual -gruñó Wolfe-. Quizás usted pueda suministrarme cierta información. Supongo que recordará su conversación con el señor Goodwin.
–Ciertamente, referente a Susan Brooke. ¿Todavía está con esto?
–Sí, y me hallo trastornado. ¿Qué puede decirme del joven estudiante que se suicidó delante del porche de la casa de los Brooke?
–No mucho. Le dije a Goodwin cuanto sabía. Ni recuerdo su nombre.
–Se llamaba Richard Ault. ¿Sabe si algún miembro de su familia estuvo en Racine? ¿O alguien que representase a sus familiares?
–No lo sé, ni lo creo probable. Según me parece recordar, el cadáver sólo estuvo en Racine uno o dos días y luego lo enviaron a su familia. No recuerdo que viniera nadie. Puedo averiguarlo.
–No vale la pena. Creo que el señor Goodwin le dijo a usted que se pusiera en contacto con nosotros siempre que desease alguna información.
–Sí, y se lo agradezco mucho, quedando a la recíproca. Si desea algo más, comuníquemelo, por favor.
Wolfe dijo que así lo haría y colgó, apartó de sí el aparato como si le enojase, lo cual es cierto, empujó su sillón hacia atrás, se puso de pie, anduvo hasta el globo terráqueo y buscó un sitio cerca del centro de Estados Unidos de América.
Al cabo de un momento preguntó, sin girarse:
–¿Dónde diablos se halla Evansville?
–Si busca Indiana, hágalo hacia el norte sobre el río Ohio.
Otros diez segundos y se giró.
–¿Cómo podrías ir allí?
–Probablemente lo más rápido sería un avión a Louisville.
–Yo tendría que estar aquí el lunes por la mañana para realizar un pequeño trabajo -dijo Saúl.
–No, irá Archie. A ti te necesito aquí. Archie, busca…
Calló porque yo me había vuelto hacia el teléfono y estaba ya marcando en el numerador.
–Archie Goodwin -dijo-. ¿No he oído este nombre en alguna parte?
–Espero que no en una lista negra. Lo habrá visto en relación con el tipo para quien trabajo, Nero Wolfe.
–¡Oh! – asintió-. Exacto. Sí, ¿cómo está él?
–Me he hecho esta pregunta mil veces, y maldito si sé la respuesta.
–Pues no espere que yo se la dé. ¿Qué le trae por aquí?
–Necesitamos cierta información respecto a un joven llamado Richard Ault, o mejor dicho, a su familia. Él ha muerto. Se suicidó en Racine, Wisconsin, el catorce de agosto de 1959.
–Sí, lo sé.
–Ésta era su población natal, ¿verdad?
–Sí, nació aquí.
–¿Le conocía usted?
–Sólo de vista. No recuerdo si llegué a hablar con él alguna vez. No era de la clase de personas con quienes la policía suele tener tratos. ¿Por qué le interesa?
–No nos interesa él. En un caso que estamos siguiendo se ha presentado un extremo del que su familia pudiera estar enterada. Les veré mañana, quiero decir hoy, pero pensé que no estaría de-más averiguar qué clase de gente son. ¿Qué tal están catalogados localmente?
–No están catalogados. Y no les verá mañana. No hay nadie a quien ver.
–¿Nadie en absoluto?
–No. Si quiere detalles, el padre de Richard Ault, Benjamín Ault, junior, poseía una fábrica de muebles, muy grande. La heredó de su padre, Benjamín, senior. Benjamín junior falleció hace unos diez años. Veamos… -cerró los ojos y agachó la cabeza. Volvió a levantarla-. Esto es, en el 1953. ¿No cree en la utilidad de tomar notas, eh? Aquí siempre las tomamos.
–También yo. ¿Qué hay de sus hermanos o hermanas?
Movió la cabeza.
–Richard era hijo único.
–Todavía queda la señora Ault. ¿Dónde está?
–No lo sé, y no conozco a nadie que lo sepa. Hay un abogado llamado Littauer, H. Ernest Littauer. Se cuidó de la venta de la fábrica.
Saqué mi agenda y garabateé una nota. Cuando vayas a Evansville, haz lo mismo que en Roma.
–Necesito toda la información que pueda conseguir -exclamé-. ¿Le estoy molestando?
–No, diablo. No, al menos, hasta que el teléfono suene para informarme de algún atraco.
–Esperemos que no sea así. ¿Cuando vendió la fábrica la señora Ault?
–Hace unos tres años. Cuando murió Benjamín junior, su marido, cambió el nombre de la empresa en M. y R. Ault, Inc. M por Marjorie y R por Richard. Luego, un par de años después de la muerte de Richard la vendió y abandonó la ciudad. Por lo que sé, no ha vuelto nunca, e ignoro dónde reside. Sabe taquigrafía, ¿eh?
–Supongo que lo llama así por cortesía. Creo que Richard fue a Harvard.
–Creo que sí. Veamos -y un momento después me confirmó-: Sí, fue a Harvard.
-¿Sabe si su madre le visitó alguna vez?
Bizqueó los ojos y luego me miró.
–Oiga, tal vez no sea tan agudo como usted, pero sé contar hasta diez. ¡Cáspita, un caso uno de cuyos extremos pudiera ser la familia…! ¿Y si me cuenta algo más?
Asentí.
–Lo intento, pero no soy agudo. Si usted me hubiese dicho que la madre seguía en Evansville, ni siquiera me habría molestado en ir a visitarla. Contésteme, ¿le visitó alguna vez en Harvard?
–No lo sé, pero no me extrañaría, porque Richard era la niña de sus ojos. Respiré profundamente.
–Bien, no me gusta pedírselo, temo hacerlo, pero ahí va. Descríbamela.
–Iba a hacerlo.
–Bien, adelante.
–Bueno, hace tres años, pongamos ciento cuarenta libras de peso. A final de sus cuarenta o primeros cincuenta. Cinco pies seis pulgadas. Cabello castaño con estrías grises. Ojos pardos, bastante próximos. Una boca no muy grande. Nariz larga y afilada, muy afilada. No una doble papada, pero sí cierta insinuación. ¿Es bastante?
–No me gusta prodigar cumplidos -le contesté-, pero opino que es usted el mejor observador que existe al sur del Polo Norte. De habérselo preguntado antes me hubiese ahorrado muchos nervios, y sangre, sudor y lágrimas. Otra pregunta: ¿le importaría hacer un viaje a Nueva York esta tarde, con todos los gastos pagados y trato real?
–¡Claro que me gustaría! Pero soy un funcionario de la ciudad de Evansville. ¿Qué ocurre con la señora Ault?
–Usted es un oficial de la ley, dedicado al servicio de la justicia, y le necesito para que identifique a un asesino… un doble asesino. Me juego el cuello. Si llama a la policía de Nueva York, verá que mi nombre es cieno para ellos. Si viene conmigo, la justicia estará mucho mejor servida. Puede quedarse allí uno o dos días, y si le gusta la propaganda podrá ver su foto reproducida en la Gazette, un periódico de un millón de ejemplares de circulación. Por supuesto, si Evansville puede pasarse unas horas sin usted…
–No tiene por qué dar tantos rodeos, Goodwin. Al grano. ¿Es la asesina Marjorie Ault?
–Repito que me juego el cuello.
–¿Cuándo se marcha usted?
–Hay un avión desde Louisville a las cinco de la tarde. Aquí tengo un coche alquilado en aquella ciudad. Me gustaría formularle al abogado Littauer un par de preguntas -me puse en pie-. ¿Cuánto tiempo lleva usted en la fuerza?
–Veintiséis años.
–Entonces ¡qué demonios!, no pueden negarle unas vacaciones. Digamos que salimos de aquí a la una y media, ¿hace?:
No estaba seguro. Dijo que me llamaría a medianoche, pero por la mirada que me dirigió y su apretón de manos estuve seguro de tener un compañero en el viaje de regreso.
Eran exactamente las tres cuando, después de avisar que me llamasen a las siete, cuarenta y cinco, me metí entre las sábanas de mi habitación del hotel. Necesitaba descansar, pero algo me atormentaba el cerebro. No era si estábamos sobre la buena pista. Esto lo di por descontado, pero sí de qué forma se había ésta descubierto. ¿Fue la suerte o el genio? Llevo varios años intentando averiguar como trabaja la mente de Wolfe, y ya he desistido de ello, pero esta vez era algo especial. No se me había ocurrido pensar que el diptongo «au» se encontraba en cuatro nombres del caso: Paul, Ault, Maud, y Vaughn, pero podía habérseme ocurrido; a cualquiera podía habérsele ocurrido. No era nada especial. Sin embargo, lo interesante era: si se me hubiese ocurrido, ¿entonces, qué? Lo habría considerado mera coincidencia, y probablemente Wolfe también habría pensado lo mismo. Sin embargo, Wolfe no dejó de darle vueltas a la cosa, junto con todos los detalles y factores del caso. ¿Y luego qué? ¿Agrupó los nombres deliberadamente?
Paul y Ault
Paul y Maud
Paul y Vaughn
Ault y Maud
Aulf y Vaughn
Maud y Vaughn.
¿Consideró luego cada pareja y finalmente decidió que era posible que Ault y Maud no fuesen una coincidencia, porque una mujer llamada Ault se cambiaba el nombre y elegía otro con el diptongo «au» en él? No. podía haberlo pensado yo mismo. No pensé en ello, pero pude haberlo hecho. Lo sucedido dentro de su mente y que me obligó a telefonear a Samuel Vaughn y a Otto Drucker, y me había enviado a Evansville, era algo que jamás lograría averiguar. Dijo «muy tenue, casi ínfimo, indigno de consideración». Pero yo estaba en Evansville, y sabía quien había matado a Susan Brooke y a Peter Vaughn, y probablemente jamás sabría si Wolfe ya llevaba muchos días reflexionando sobre el diptongo. Pensando que estaba perdiendo un tiempo precioso, di media vuelta en la cama, pero no conseguí dormirme. La mujer no sólo había usado el «au» de Ault en Maud, sino que también utilizó el «jor» de Marjorie en Jordan. Si Wolfe hubiese sabido que el nombre de la señora Ault era Marjorie habría resuelto el caso una semana antes. Entonces me dormí.
Quise que me llamasen a las siete y cuarenta y cinco porque en la calle Treinta y cinco serían las ocho y cuarenta y cinco y deseaba pillar a Wolfe antes de que subiese al invernáculo. Me contestó Fritz y pasó la conexión al dormitorio de Wolfe. La voz de éste me llegó soñolienta.
–¿Sí?
–Soy yo. He dormido cuatro horas y necesito más, conque seré breve. Si hablase una hora usted gozaría con cada una de mis palabras. Acertado. Bien, no un simple camaranchón. Reserve una habitación en el Churchill a nombre de George Sievers -le deletreé el nombre-. Llegará a las ocho y media de esta noche, conmigo. Dígale a Fritz que no me conserve la cena caliente. Cenaré con Sievers en el avión.
–¿Existen parientes en Evansville?
–No. La mujer está sola en el mundo, como ya le dijo a usted.
–Muy satisfactorio -gruñó. Y colgó…
A veces creo que se pasa de la raya. Concedo que todo lo que tenía que decirse se había dicho, pero al menos podía haberme preguntado qué tal tiempo hacía o si la cama era buena. Di media vuelta y volví a dormirme.
No era absolutamente esencial visitar a H. Ernest Littauer, y no sé si habría llegado a saltar alguna vez de la cama si el timbre del teléfono no hubiese sonado. Al atender la llamada miré mi reloj: las diez, cuarenta y dos. Era el teniente Sievers. Dijo que lo había arreglado y que existía una hora de diferencia entre Evansville y Louisiana, por lo que debíamos arrancar a la una si queríamos coger el avión de las cinco. Me levanté dando un gruñido y me encaminé al cuarto de baño.
Quizás lo malo de mis experiencias con los abogados es que no soy un cliente en perspectiva, dispuesto a firmar un cheque. Todo lo que hago es interrogarles, usualmente con preguntas que ellos no desean contestar, y esto fue lo que me ocurrió con H. Ernest Littauer, en una suntuosa estancia soleada, y con una agradable vista sobre el río Ohio. Únicamente quería saber si estuvo en contacto con la señora Marjorie Ault durante el año pasado, y él sólo me respondió que se negaba a decírmelo: Y no me lo dijo, pero creí comprender que no tenía la menor idea de donde se hallaba la mujer, y que tampoco le importaba.
Cuando llegué adonde tenía aparcado el coche, a la una menos cuarto, Sievers ya estaba allí, con una maleta bastante grande como para una semana, y comencé a sospechar que yo me había mostrado demasiado hospitalario. Su estancia en Nueva York no iba a ser abonada por ningún cliente. Pero nos ayudaría a ponerlo todo en claro, conque sería muy bien venido. No era mal compañero, aunque no de la clase de Otto Drucker. Cuando llegamos a la pista de Idlewild -quiero decir el Aeropuerto Internacional Kennedy-, resultó obvio que sólo se trataba de un buen polizonte, razón por la cual sólo era teniente después de veintiséis años de servicio. Dijo que prefería pasar la noche por su cuenta, si no le necesitábamos, así que le conduje en taxi al «Churchill», y luego me dirigí a la calle Treinta y cinco.
Sólo eran las ocho y cuarenta, pero Wolfe estaba ya en el despacho con el café, y esto le valió una mueca. Durante las comidas nunca se hablaba de negocios, por lo que había cenado muy temprano, o se apresuró a hacerlo con el fin de estar listo a mi llegada. Hubo cierta cordialidad en su voz y su mirada al saludarme, como hace siempre cuando regreso sano y salvo después de viajar en una «máquina» a larga distancia. Me planté en el centro de la alfombra y paseando la mirada a mi alrededor exclamé:
–¡Dios mío, qué frío hace aquí! Mucho más que en el río Ohio. El calor de esta estancia es maravilloso, aunque yo no tenga nada que ver personalmente con su producción. Admito que el rápido progreso del automatismo puede conducir a…
–¡Siéntate e infórmame!
Así lo hice, de palabra. No se recostó hacia atrás ni cerró los ojos, pues no había necesidad de ello, toda vez que se trataba de un final feliz. Cuando terminé, diciéndole que tal vez tendríamos al teniente Sievers una semana en Nueva York, no pestañeó.
Cogió la taza de café y la vació, volviendo a dejarla sobre la mesa.
–Archie, te presento mis excusas. Me di cuenta de ese maldito diptongo el lunes por la noche, y podía haberte hecho ir a Evansville entonces. Tres días perdidos.
–Sí. Bien, por fin todo está terminado. Acepto las excusas. Viernes por la noche no es demasiado malo, estamos al final de semana, y algunos de ellos es posible que mañana no se hallen al alcance de la mano, quizás ninguno. Sugiero, que merecen todos hallarse presentes, quiero decir todo el grupo de la.ROCC, incluso Oster. También los Brooke. ¿Y por qué no la madre de Susan? En cierto modo, más que nadie. Estaba en la casa con Susan cuando Richard Ault se pegó el tiro en la sien, en su porche. Según Drucker, ayudó a Susan a darle la patada. Ella debe…
Me callé bruscamente.
–¿Qué? – me animó Wolfe.
–Nada; es lo que usted pensaba de los diptongos. ¿Y si se le ocurre cargarse también a la madre esta noche? Para ella, esto sería algo grande.
Giré en mi silla. No tenía el número de la señora Matthew Brooke, por lo que tuve que consultar la guía. Lo hallé y marqué, pero sólo oí el zumbido intermitente, por lo que no volví a probar sino que compuse otro número, que tenía archivado, y esta vez me contestaron. Fue una voz que reconocí cuando dijo:
–La residencia de los señores Brooke.
–Soy Archie Goodwin -expliqué-, en el despacho de Nero Wolfe. El señor Wolfe desea hacerle una pregunta a la señora Matthew Brooke, pero la he llamado a su casa y no contesta. ¿Está ahí?
–No. ¿Qué quiere preguntarle?
–Nada de importancia, mera rutina, pero ayudaría si obtuviésemos ahora la respuesta. ¿No se sabe donde puedo encontrarla?
–No. Pero es extraño…
Silencio. A los cinco segundos, insistí:
–¿Qué es extraño?
–Pensé que quizás… ¿Dónde está usted?
–En el despacho de Nero Wolfe.
–¿No está ella ahí?
–No.
–Pensé que tal vez fuese a él a quien quería ver. Telefoneó hace una hora y me pidió permiso para usar mi coche, cosa que hace a menudo, y me explicó que iba a ver a alguien que podía decirle no sé qué de Susan; le pregunté si se trataba de Nero Wolfe y no me contestó. Me aseguró que había prometido no hablar. ¿Está seguro de que…?
–¿Y se llevó el coche?
–Supongo que sí, claro.
–¿El sedán azul?
–Sí.
–Lo siento, acaban de llamarme -colgué y me volví a Wolfe-. Como dije, algo grande. Hace una hora la señora Matthew Brooke le pidió a Kenneth Brooke el coche para ir a ver a alguien que la había telefoneado afirmándole que podría decirle algo de Susan. Bien, tal vez aún esté con vida. ¿Hablo con Cramer o lo hará usted?
–¿Para qué?
–¡Por los clavos de Cristo! ¡Para que detengan ese condenado coche!
–No es necesario. Saúl.
–¿Qué quiere decir Saúl? Él no puede…
–Está vigilando a la Jordan. Como sabes, le encargué ayer que investigase acerca de ella. Telefoneó esta mañana poco después de haberme llamado tú desde Evansville, y le dije que junto con Fred y Orrie mantuviese a la Jordan bajo constante vigilancia.
Devolví a mi bolsillo el llavero que había sacado. En el mismo se incluía una llave del cajón cerrado en el que guardaba cuidadosamente el número de matrícula del sedán azul.
–¡Maldición, podía habérmelo dicho!
–Estás quisquilloso, Archie.
–Si quiere decir fastidiado, sí lo estoy. ¿Cómo se sentiría usted, o yo, o el inspector Cramer, si ella hubiese añadido otro nombre a su lista de crímenes? ¿Y no piensa en que pueden perderla de vista? Incluso Saúl Panzer. A usted le gustaría entregarla a la policía envuelta en papel de seda, y a mí también. Pero sería mucho más seguro llamar ahora a Cramer y decirle que la mujer que asesinó a Susan Brooke y a Peter Vaughn se halla ahora en su territorio en un sedán azul marca «Heron», con la señora Matthew Brooke, y que piensa matarla. El número del auto está en este cajón.
Me miró, y sin concederle importancia, preguntome:
–¿Quieres hacer todo esto?
–¡Claro que sí!
–¿A pesar de Saúl?
–Si la ha perdido, sí. Si todavía la sigue, no.
–Entonces, es sencillo. Determinemos nuestra acción o inacción por la extensión de nuestra confianza en la destreza y sagacidad de Saúl. La mía, aunque no infinita, es considerable, y sabe que ella ha matado a dos personas. ¿Y la tuya?
–No tengo que decírselo. ¿Cuándo llamó por última vez?
–A las seis y veinte minutos, desde una cabina de Lexington Avenue. La Jordan estaba en la casa donde vive. Fred y Orrie la siguieron hasta allí desde el lugar de su trabajo, y Saúl relevó a Fred a las seis. Luego…
Sonó el timbre.
Fui al vestíbulo a mirar, tragué algo que había deseado tragar desde hacía diez minutos, volví la cabeza y grité:
–Son Panzer y la Jordan. ¿Estaban citados?
–Orrie está en el coche con la señora Brooke -me dijo Saúl-. ¿Tiene que entrar?
Contesté que no, que era mejor que Orrie la llevase a su casa, y fue a comunicárselo. Ya he dicho que no me importa ayudarle a un asesino a despojarse o a ponerse un abrigo, pero Maud Jordan sacudió la cabeza cuando me adelanté. Deseaba conservarlo puesto. Pensando que Saúl debía haber tenido el honor de escoltarla al despacho, esperé hasta que volvió y entonces les seguí. Saúl movió una de las butacas amarillas y buscó otra para sí, pero Wolfe le indicó que se sentase en el sillón rojo. Antes de sentarse, empero, sacó del bolsillo un objeto que depositó sobre la mesa de Wolfe… éste hizo una mueca y me dijo que lo cogiese. Era un «Haskell» del 32, y comprobé si estaba cargado. Lo estaba, y lo metí en un cajón.
–Lo tenía en un bolsillo del abrigo -explicó Saúl.
La mujer no había abierto la boca. Pero lo hizo ahora.
–No tengo permiso de armas -dijo-. Llevar un revólver sin licencia va contra la ley, pero esto no justifica este trato indigno -su mirada se clavó en Saúl y volvió a Wolfe-. Iba a entrar en el coche a invitación de la mujer que lo conducía, y ese individuo me asaltó.
Wolfe la ignoró y le preguntó a Saúl:
–¿Tienes que informar?
Él aludido movió la cabeza.
–No lo juzgo necesario, a menos que desee los detalles, dónde y cuándo. Nos acercamos cuando abrió la puerta del coche, e iba a entrar; entonces la puse en el asiento posterior a mi lado, y Orrie se acomodó delante con la señora Brooke. Esto fue todo. No hubo alboroto. La señora Brooke gritó algo, pero la aplacamos. Orrie sabe hacerlo. Fue en Central Park. ¿Quiere más datos?
–Ahora no. Probablemente nunca -se giró-. Esto no necesita prolongarse, señora Ault. Puesto que puede fácilmente…
–Mi nombre es Maud Jordan.
–Así es. No hay nada inmutable en su nombre. El nombre de un ser humano es tal como él lo elige. Si no le gusta ser llamada por su antiguo nombre, Marjorie Ault, la llamaré…
–Mi nombre siempre ha sido Maud Jordan.
–Esto no. Hay un hombre en el hotel «Churchill», mi invitado, que llegó hace una hora. El teniente Sievers, George Sievers, de Evansville. No está ahora aquí, pero vendrá. ¿Quiere que aplacemos esta charla hasta que el señor Goodwin le traiga?
Había visto a muchas caras hacer muchas cosas, pero lo que la de ella hizo en veinte segundos fue asombroso. Cuando oyó el nombre de Sievers, cerró los ojos, atirantó los músculos, y juro que pude ver cómo el color se retiraba de su piel, aunque antes no habría dicho que hubiese ningún color. No me maravillo a menudo, pero fue como si no sólo el color, sino que se le hubiese alejado la vida. No palideció, fue algo muy distinto. Y no me gustó. Miré a Saúl y vi que también la estaba observando, sin que tampoco le gustase.
Abrió los ojos al cabo de medio minuto, hacia Wolfe, pero yo la tenía de perfil, y no pude ver si también sus pupilas se habían descolorido.
–George Sievers estaba en mi clase en la escuela -dijo.
Por lo visto pensaba que era necesario un comentario. Wolfe gruñó algo.
–Bien -añadió la Jordan -, puedo hablar. No saben cuan difícil ha sido. Los negros. A veces pensé que me asfixiaría, con el señor Henchy y Ewing y uno y otro… Pero lo hice, la maté. Tenía derecho a morir, y la maté.
–Le aconsejo, señorita Jordan, que no…
–¡Me llamo Marjorie Ault!
–Como guste. Le aconsejo que no hable hasta que se haya serenado.
–Hace años que estoy serena. Desde el día en que Richard murió. Me alegro que lo haya descubierto porque ahora puedo hablar. Sabía que me gustaría. ¿Sabe cuándo pensé que usted lo descubriría?
–No.
–El día en que estuve aquí con los negros, la primera vez, cuando usted se interesó tanto por la llamada telefónica, y si era la voz de Susan. Pensé que usted ya sabía que ella no hizo la llamada, que nadie la había hecho, que no hubo llamada. ¿No fue así?
–No. De haberlo pensado… -Wolfe no continuo. No servía de nada intentar explicárselo, cuando ella sólo quería hablar y no escuchar.
–Sabía -continuó la mujer- que algún día tendría que contarlo, pero no pensé que fuese a usted. Bien, ahora quiero que lo sepa, que lo sepan todos, que no decidí matarla sólo por lo de Richard. Lo único que decidí fue que deseaba verla, saber más de ella. Por esto vendí el negocio y… ¿Sabe que tenía un negocio?
–Sí.
–Por esto lo vendí, cogí todo el dinero y vine a Nueva York. Me cambié el nombre. Luego, comprendí que no era fácil porque no quería tener «amigos» comunes con ella. Luego, cuando Susan comenzó a trabajar para la ROCC, vi mi oportunidad. Yo tenía mucho dinero, conque hice un buen donativo y me ofrecí a trabajar para ellos. Fue difícil, quiero que lo entienda bien, y quiero que entienda asimismo que hasta entonces no intentaba matarla. No tenía la menor idea de querer matarla. Ni siquiera deseaba molestarla, sino sólo conocerla. ¿Lo entiende?
–Sí.
–¿Comprende cuan difícil fue, estando allí con ellos?
–Sí.
–Quiero que lo entienda bien. Yo tuve algunos negros trabajando en mi fábrica, barriendo los suelos y cosas similares. Veamos si lo entiende. ¿Por qué decidí matarla?
–Está bien claro. Porque iba a casarse con un negro.
Asintió.
–Sí lo entiende. Mi Richard no fue bastante para ella; entre ella y su madre le echaron de su casa, dejando que se suicidase en el porche, y ahora ella iba a casarse con un negro. Era muy divertido. Susan siempre estaba hablando de los derechos civiles, y ahora iba a casarse con un negro. Entonces, ella poseía también un derecho, el derecho a morir, conque decidí matarla. ¿No lo entenderán todos esto?
–Ciertamente. Particularmente los negros. Puede ser difícil, en cambio, comprender por qué mató a Peter Vaughn. ¿La reconoció cuando estuvo en la ROCC el miércoles por la mañana?
–Pensó que sí, pero no estaba seguro. Me había visto dos veces, años atrás, cuando fue a ver a Richard a la universidad. Eran condiscípulos. Me hizo unas preguntas, y mis respuestas no le satisficieron. Entonces me procuré una cita con él para aquella noche.
–Para matarle.
Arrugó el ceño.
–No lo planeé.
–Pero se llevó el revólver.
Se humedeció los labios con la lengua.
–¡No quiero hablar de esto!
–Y esta noche había decidido hacer lo mismo con la señora Brooke. ¿El mismo revólver?
–Por supuesto. Era de mi marido. Siempre lo llevaba consigo cuando traía dinero del Banco para las nóminas. Bien, no quiero hablar de esto, sólo quiero hablar de Susan. Me llamaba Maud y yo a ella Susan. Naturalmente, mi Richard también la llamaba Susan, cuando me hablaba de ella, pero yo no la conocía. Tengo dos fotografías de ella, una con mi hijo. No sé si entienden lo que experimentaba hacia ella. No diré que la amaba porque mi Richard la había amado, no era esto exactamente, pero sí algo muy parecido. Deseaba verla a diario. ¿Lo entienden?
–Creo que sí. Es algo psicopático -Wolfe movió los ojos-. La extensión de la cocina, Archie.
Oprimí un botón, me levanté y salí. Cuando pasé junto a Saúl me guiñó un ojo. Un día de estos tengo que decirle algo. En la cocina, me senté a la mesita del desayuno, cogí el teléfono y marqué. A Cramer no le gusta que lo llamen a su casa, pero de haberlo llamado a la brigada, probablemente se habría puesto Rowcliff, y no quería perder el tiempo hablando con aquel tartamudo. Después de unos cuantos zumbidos, me dijo hola una voz de mujer.
–Aquí Archie Goodwin -contesté-, señora Cramer. ¿Podría hablar con el inspector?
Dijo que vería, y al instante siguiente oí un gruñido en mi oído.
–¿Qué quiere, Goodwin?
–Estoy en la cocina. El señor Wolfe necesita ayuda. La mujer que asesinó a Susan Brooke y a Peter Vaughn está en su despacho, hablando sin cesar. Ha explicado por qué mató a Susan, y ahora está diciendo…
–¡Maldito sea! ¿Está bromeando?
–No. Estoy cansado y enfermo de verme acusado siempre de bromista por los polizontes. Esta mañana, uno de Evansville lo hizo, y le traje aquí y…
–¿Quién es la mujer que está con Wolfe?
–Prefiero no mencionar nombres por teléfono. Otra cosa: el revólver con que fue muerto Peter Vaughn está en un cajón de mi escritorio y no tengo licencia para eso. Me gustaría que…
–¿Es cierto todo esto, Goodwin?
–Sabe usted condenadamente bien que sí lo es. Como diría Dolly Brooke, ¿estoy loco? Bien, yo…
Se acabó la conexión. Me acerqué a una alacena en busca de un vaso y luego al refrigerador en busca de leche. Probablemente transcurrirían de seis a siete minutos antes de que llegasen. Y estaba harto de ver la cara de la Jordan, aunque sólo fuese de perfil.
–He estado pensando acerca de un cheque que le envié a usted hace seis semanas. No ha sido cobrado en mi Banco y me he preguntado si no lo ha hecho efectivo.
–Lo rompí -le explicó Wolfe.
–¡No debió hacerlo! Permítame que insista. No era mucho, a cambio de lo que hizo, pero ya le dije que le pagaría lo que pudiese. Mi hijo y mi mujer… bien, todos insistimos.
–No me gusta esto, señor Whipple.
–¿No le gusta?
–Ciertamente. Lo hice para cancelar una obligación; ya estaba hecho, y ahora usted vuelve a comenzarla. ¡Hum…! No me habría enredado en este caso, contra esa desdichada mujer, por dinero. Su desarrollo no fue cosa suya ni afectó a la naturaleza de mi compromiso. Lo que usted desea es que siga estándole obligado.
–Esto es puro sofisma.
–Bueno. Probablemente ningún hombre ha acorralado la verdad, pero Protágoras estuvo más cerca de ello que Platón. Si me envía otro cheque lo quemaré. Que su hijo me mande una carta de agradecimiento y será muy bien recibida. ¿Cómo está?
–Muy bien, gracias. Fue una dura experiencia para él, pero ya está bien. Está desarrollando… eeh… otro interés personal. Probablemente la recordará, con la memoria que tiene. Beth Tiger. Una chica muy atractiva.
Wolfe me miró, y yo abatí la mandíbula. Whipple prosiguió:
–A mí esposa le agrada y es feliz con la idea de la boda. Le diré lo que mi mujer dijo el otro día. Estábamos hablando del proceso y exclamó: «Me gustaría que fuese negro» -sonrió-. Se refería a usted. Era un cumplido.
Wolfe lanzó un gruñido.
–Si yo fuese negro, también el señor Goodwin tendría que serlo.
No intenté descifrar la frase. Como ya dije, hace tiempo que dejé de tratar de saber cómo trabaja su mente.
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16/11/2009
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