Título original:

A RIGHT TO DIE

© Copyright 1964, by Rex Stout

Traducción de GIMÉNEZ SALES

© EDITORIAL MOLINO

Apartado de Correos 25 Calabria, 166 – Barcelona (15)

Depósito Legal: B. 42.697-1981 ISBN: 84-272-0764-6

Impreso en España

Printed in Spain

Gráficas Pérez- Calderón de lo Baroa, 3 – Barcelona – 32

GUÍA DEL LECTOR

En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra

AULT (Richard): Antiguo novio de Susan Brooke, quien se suicidó.

BROOKE (Dolly): Esposa de Kenneth.

BROOKE (Kenneth): Hermano de la joven Susan.

BROOKE (Susan): Agraciada joven blanca, prometida de Dunbar, víctima de un asesinato.

COHEN (Lon): Periodista, amigo de Goodwin.

CRAMER: Inspector de la Brigada de Homicidios.

DRUCKER (Otto): Detective privado, colaborador de Wolfe.

EWING (Adam): De la Comisión de Derechos Ciudadanos. Encargado, negro.

FAISON (Cass): De la Comisión de Derechos Ciudadanos. Tesorero.

GOODWIN (Archie): Ayudante de Nero Wolfe, que nos relata esta obra.

HENCHY (Thomas). De la Comisión de Derechos Ciudadanos. Director.

JORDAN (Maud): De la Comisión de Derechos Ciudadanos. Telefonista.

KALLMAN (Rae): De la Comisión de Derechos Ciudadanos. Ayudante.

MAGNUS (William): Estudiante, amigo de la Brooke.

OSTER (Harold R.): Abogado negro, defensor de Dunbar.

PANZER (Saúl): Investigador privado, al servicio de Wolfe.

ROWAN (Lily): Amiga de Goodwin.

SIEVERS (George): Teniente de la policía.

TIGER (Beth): De la Comisión de Derechos Ciudadanos. Taquígrafa, negra.

VAUGHN (Peter): Vendedor de automóviles, amigo de los Brooke.

WHIPPLE (Dunbar): Joven negro, prometido de la Brooke.

WHIPPLE (Paul): Negro, padre de Dunbar.

WOLFE (Nero): Famoso detective privado, protagonista de la obra.

CAPÍTULO PRIMERO

EL visitante no tenía hora señalada y, mientras le miraba plantado en el vano de la puerta, me dio la impresión de que no iba a traernos los primeros honorarios de 1964. Pero cuando me dijo que se llamaba Whipple y quería consultar con el señor Wolfe le dejé entrar y le conduje al despacho, porque después de un día muy aburrido me producía cierto placer imaginarme la mirada de Wolfe ante el quebrantamiento del reglamento, y también porque era un negro. Por lo que sé, en su intrépida campaña en favor de sus derechos civiles, los negros no han mencionado el derecho a consultar con un detective privado, pero, ¿por qué no? Por lo tanto, ni siquiera le pregunté cuál era su caso. Ya en el despacho, una vez se hubo instalado en el sillón de cuero rojo que se halla cerca de uno de los extremos de la mesa de Wolfe, tendió la vista a su alrededor, y luego, recostándose hacia atrás, cerró los ojos. Le había indicado que Wolfe tardaría diez minutos en presentarse, a las seis en punto, y él asintió, diciendo:

–Lo sé. Las orquídeas. Me hallaba acomodado delante de mi mesita, cuando me estremecí al oír el rumor del ascensor, y giré, la cara hacia la puerta para ver la entrada de Wolfe. Cuando estuvo ya dentro de la estancia y vio al negro en el sillón se detuvo en seco y se volvió hacia mí. Puedo asegurar que su mirada fue de las que forman época. Se la devolví lo mejor que pude.

–El señor Whipple -dije-. Viene a consultarle.

No apartó de mí la mirada. Estaba decidiendo si dar media vuelta y marcharse hacia la cocina, o empezar a vociferar. Pero de repente, frunció el entrecejo y no gritó, sino que se limitó a preguntar:

–¿Whipple?

–Sí, señor.

Giró sobre sí mismo para contemplar al negro, luego dio un rodeo para llegar al enorme butacón colocado tras su mesa de escritorio y se sentó, fijando su intrigada mirada en el visitante.

–¿Bien, caballero?

El «caballero» sonrió levemente y contestó:

–Voy a pronunciar un discurso -se aclaró la garganta, e irguiendo la cabeza, continuó-: Los acuerdos de la sociedad humana abarcan no sólo la protección contra el crimen, sino miles de otras cosas, y es completamente cierto que en América los blancos han excluido a los negros de algunos beneficios de tales acuerdos. Se dice que la exclusión a veces ha llegado hasta el crimen, que en algunas partes del país un blanco puede matar a un negro, si no impunemente, al menos con grandes oportunidades de escapar a la pena que el acuerdo social impone. Esto es deplorable, y no censuro a los negros por estar resentidos por ello. ¿Cómo es posible cambiar este estado de cosas? – alzó una mano-. Omitiré algunas frases. Pero si ustedes no protegen al negro porque no es de su mismo color, entonces hay mucho que decir. Le están prestando a su propia raza un flaco servicio. Están ayudando a perpetuar y agravar las exclusiones de que ustedes mismos se quejan. El acuerdo humano ideal es aquél en que las distinciones de raza, color y religión no sean tenidas en cuenta; cualquiera que ayude a perpetuar tales distinciones está traicionando este ideal; y ustedes están ciertamente ayudando a perpetuarlas. Si en un asunto de asesinato permiten que su acción se vea influida…

Prosiguió su discurso, pero yo no le escuchaba ya. Mis ojos estaban fijos en él, pero tampoco le veía. Estaba viendo, en realidad, una sala del Pabellón Upshur de Kanawha Spa, Virginia Occidental, una noche largos años antes. Wolfe se hallaba sentado en una silla no demasiado grande para contener sus incalculables kilos de carne, de cara a un auditorio de catorce hombres de color, cocineros y camareros, sentados en el suelo. Wolfe sabía, y yo también, que uno de ellos poseía una pieza vital de información sobre un asesinato, y durante dos horas estuvo intentando descubrir cuál de ellos era, sin el menor éxito. Casi eran ya las dos de la madrugada, cuando probó por otro medio y les espetó un discurso, que causó el efecto apetecido. El que entregó su secreto fue un estudiante de veintiún años, de la Universidad Howard, llamado Paul Whipple. Y el hombre sentado en el sillón de cuero rojo estaba pronunciando, palabra por palabra, fragmentos del discurso que Nero Wolfe les dirigió aquella noche.

Dejé el Pabellón Upshur y volví al despacho de Wolfe. ¿Debía haberle reconocido? No. Entonces era un joven, delgado, casi calvo, con unas mejillas colgándole como fláccidas bolsas, y unas gafas de montura negra. Pero su nombre, Whipple, debió haber sonado como un timbre en mis recuerdos, y no fue así. En cambio, Wolfe sí lo recordó. Esto no me gustaba. Puedo conceder que él sea un genio y yo no, pero en tocante a memoria no concedo nada.

Calló en medio de una frase, porque era allí donde Wolfe se interrumpiera aquella noche. Me obsequió con una sonrisa, y volviéndose a recostar en el sillón, amplió su sonrisa a Wolfe.

–Tiene usted muy buena memoria, señor Whipple -gruñó Nero.

–No mucha, en realidad -denegó con la cabeza-. Ordinariamente, no. Pero aquel discurso marcó un hito en mi educación. Me apresuré a transcribirlo aquella misma noche. Si tuviera buena memoria, me defendería mejor en mi profesión.

–¿En qué se ocupa?

–Soy profesor, mejor dicho, ayudante en Columbia. Temo que jamás ascenderé.

–¿Antropología?

Los ojos de Whipple se abrieron desmesuradamente.

–¡Cielo santo! ¿Se acuerda usted? ¡Eso sí es buena memoria!

–Sí, usted lo mencionó. – Nero frunció los labios-. Usted me ha acorralado, señor. Sé que le estoy obligado. Pero tal vez hubiese tardado días, o semanas, en reconocerle. Sin embargo, ha sabido halagar mi vanidad, citando mi discurso casi en su totalidad. Bien, ¿me necesita para algo?

Whipple asintió.

–Es una forma muy ruda de expresarlo, pero sé que ésta es su forma de ser. Sí, le necesito -sonrió, más ampliamente que antes-. Necesito ayuda en un asunto confidencial, y decidí acudir a usted. No sé si podré pagar lo que usted suele cobrar, pero puedo pagar.

–Esto puede esperar. Ya le he dicho que le estaba obligado. ¿Su problema?

–Es muy… personal -casi le temblaron los labios; trasladó su mirada de Wolfe a mí, y luego volvió a posarla en aquél-. En cierto modo, se halla relacionado con lo que usted dijo aquella noche; por esto lo he citado. Tengo un hijo, Dunbar, de veintitrés años. ¿Recuerda que usted habló aquella noche de Paul Laurence Dunbar?

–Ciertamente.

–Bien, le pusimos Dunbar a nuestro hijo. Es un buen chico. No carece de defectos, pero en conjunto es un buen muchacho. Trabaja en la ROCC. ¿Sabe lo que es?

–La Comisión de Derechos Ciudadanos. Les he enviado pequeñas contribuciones.

–¿Por qué?

Wolfe torció una esquina de la boca hacia arriba.

–Vamos, señor Whipple. ¿Tiene otro discurso para citar?

–Podría citar uno. O mi gente. Y también mi hijo. Sabe hacer discursos. Pero es él por quien yo… Bueno, él es el problema, o mejor, está en el problema. Se ha enredado con una chica blanca y va a casarse con ella… y no puedo hacerle cambiar de idea. Por esto necesito ayuda.

Wolfe hizo una mueca.

–No la mía -replicó enfáticamente.

Whipple sacudió la cabeza.

–No se trata de hablar con el muchacho. Sino de averiguar qué pasa con la chica.

–Salvo los defectos innatos y universales de su sexo, quizá no haya nada malo en ella.

–¡Pero es que lo hay! – las cejas de Whipple se enarcaron-. No es… no hablo como antropólogo… de buena familia. Es joven, atractiva, y económicamente independiente. Tal como es, resulta absurdo que se case con un negro. Está claro que…

–Mi querido señor. En lugar de otro discurso, soy yo quien puedo estar haciéndole citas durante una hora. Benjamín Franklin: «El hombre que siente una pasión galopa en un caballo salvaje.» O, por cortesía, una mujer. Un antiguo proverbio latino:«Ex visu amor.» El amor viene mirando. Pfui: «Nada de la naturaleza es absurdo, aunque mucho es deplorable.»

–Esto no viene a cuento.

–¿De veras?

–Sí -Whipple sonrió-. ¿Recuerda que cuando usted me preguntó la edad, y le contesté que veintiún años, Moulton me riñó por no haber añadido «señor»? La pasión o el amor no entran en juego. Que una mujer blanca se enamore de un negro, incluso que se acueste con él, no es absurdo. Pero sí el matrimonio. Y afirmo que si esta Susan Brooke desea casarse con mi hijo es porque algo le pasa. Quizá le falta un tornillo. Hay muchas dificultades, muchos obstáculos, complicaciones… No necesito subrayarlo, supongo.

–No.

–No podría ser una buena esposa para él, y debe saberlo. Algo le pasa. Puede haber algo en su pasado, o puede tratarse de algún rasgo de su carácter. Si logro averiguar qué es, podré hacérselo entender a mi hijo; no es ningún tonto. Pero el averiguarlo… bien, ya es otra cosa, no sé como hacerlo, no estoy preparado. Usted sí:-nos mostró las palmas de sus manos-. Por eso estoy aquí.

–Orgullo de raza -dijo Wolfe distintamente.

–¿Cómo?

–Sí, naturalmente. Es posible que usted no se dé perfecta cuenta…

Whipple se puso de pie. Con los ojos, semicerrados, pareció taladrar a Wolfe.

–No soy un racista. Ya veo que he cometido un error. No pensé que…

–¡Tonterías! Siéntese. Su problema…

–Olvídelo. Olvídeme. Debí olvidarme de usted. Acusarme de…

–¡El cielo le confunda, siéntese! – tronó Nero Wolfe-. ¿Un antropólogo negando el orgullo de su raza? Eso no es posible. Si es usted antropólogo, debe tenerlo. Mi observación no es ofensiva, pero la retiraré porque es inútil. Usted se siente impulsado a la acción; lo que a usted le impulsa es inmaterial. Lo que a mí me impulsa es el hecho de estar en deuda con usted; me lo ha recordado y estoy.dispuesto a pagar mi deuda. Pero antes deseo comentar un poco el asunto. ¿Quiere sentarse, por favor?

–Supongo que he de obedecer -dijo Whipple, y se sentó.

Wolfe le contempló fijamente.

–El comentario se refiere al matrimonio. Es posible que la señorita Brooke sea más realista que usted. Puede ser lo bastante inteligente para saber que, se case con quien se case, habrá problemas. Las dificultades, los obstáculos, las complicaciones, y empleo sus propias palabras, aunque preferiría otras más gráficas, son inevitables en cualquier caso. Si se casa con un individuo de su mismo color y clase, los fundamentos serán graves, serios, consecuentes y diversos. Jamás he tropezado con una mujer tan inteligente, pero puede existir. ¿Y si ésta fuese la señorita Brooke?

Whipple movió la cabeza, negando.

–No. Reconozco que esto es muy hábil. Unas frases muy bien tramadas, pero frases al fin -sonrió-. Mi padre solía decir de un buen orador: «Monta las palabras a pelo.» No, señor.

–¿Está usted convencido?

–Sí, si quiere ponerlo de este modo, lo estoy.

–Muy bien. ¿Se acuerda del señor Goodwin? Whipple me obsequió con una de sus miradas.

–Naturalmente.

–¿Podrá arreglar un encuentro entre él y la señorita Brooke? Tal vez una cena, un almuerzo con usted, ella y su hijo, con algún pretexto plausible. Whipple titubeaba claramente.

–Temo que no sea posible. Está enterada de… mi actitud. ¿Tiene necesariamente el señor Goodwin que conocerla? ¿Y a mi hijo?

–A su hijo, no es tan necesario. A ella, sí. No puedo proceder hasta que la haya visto y hablado con la muchacha y si es posible hasta bailado con ella, y yo esté informado de todo. Esto, incluso, puede dejarlo todo resuelto. Su olfato para las mujeres atractivas, la habilidad que posee para comprenderlas y su talento para conseguir su confianza puede ser todo cuanto necesitemos -se volvió hacia mí-. Archie, ¿alguna sugerencia?

–Seguro -asentí-. La conoceré, la olfatearé, la comprenderé, ganaré su confianza, la traeré aquí, la instalaré en la habitación sur, y usted la seducirá y luego se casará con ella- se lo había merecido-. En cuanto a las dificultades, obstáculos y compli…

–¡Señor Goodwin! – me cortó Whipple-. ¡Usted puede bromear sobre este asunto, pero yo no! Le miré a los ojos.

–Supongo que no, señor Whipple. Me he limitado a reaccionar ante la broma del señor Wolfe con respecto a mí y a las jóvenes atractivas. Pero, naturalmente, la conoceré. Él jamás sale de casa. ¿Es muy urgente? ¿Han fijado alguna fecha ya para la boda?

–No.

–¿Está usted seguro de que no se han casado todavía?

–Completamente seguro. Mi hijo no obraría así. No se escondería de mí… o de su madre.

–¿Está su madre de acuerdo con usted en esto?

–Sí, por completo -se volvió hacia Wolfe-. Usted dijo que su observación sobre el orgullo de raza carecía de utilidad, pero, sin embargo, hizo la observación. Bien, supongo que es cierto con referencia a mi esposa. ¿Es orgullo de raza que desee que la mujer de su hijo sea una chica, una mujer de quien ella pueda ser amiga? ¿Amiga de veras? Hablando como negro americano, como hombre y como antropólogo, ¿puede lógicamente esperar llegar a sostener una verdadera amistad con una mujer blanca?

–No -admitió Wolfe-. Ni con una negra, si es la esposa de su hijo -hizo un gesto con la mano como para alejar la cuestión-. Sin embargo, usted está convencido -dirigió la vista al péndulo: faltaban cuarenta minutos para la hora de cenar-. Puesto que la sugerencia del señor Goodwin no es practicable, veamos si yo encuentro una. Dígame todo lo que sepa de la señorita Brooke. Cogí mi agenda.

Sólo duró media hora más la entrevista, por lo que todavía faltaban diez minutos para la cena cuando volví al despacho después de escoltar a Whipple hasta la puerta de la calle, después de ayudarle a ponerse el abrigo, entregarle su sombrero, y cerrar la puerta a sus espaldas. Wolfe estaba sentado con un libro, cerrado, en las manos, contemplándolo con los labios apretados. Acababa de verse privado de una hora de lectura.

Me planté delante de su mesa, mirándole osadamente.

–Si espera que me disculpe -le dije-, puede ir esperando. Cuando hace alguna observación personal sobre mí delante de extraños, siempre reacciono.

–Naturalmente. Lo sé de sobras. Estoy a mitad de un capítulo.

–No lo sabía. Y referente a permitirle la entrada sin avisarle a usted, hay excepciones que…

–¡Bah! Lo que querías saber es si le reconocía. Bien, pues no lo hice hasta que oí su nombre. ¿Y tú?

–Puesto que usted ha sido sincero conmigo, no. Ni su cara ni su voz. También le reconocí por el nombre -continué hablando. Es lo mejor después de soltar una mentira-. Además, nos enfrentamos con un nuevo punto de vista sobre los derechos civiles. La joven tiene derecho a casarse con el hombre que ama, y fíjese quién es el que intenta impedirlo. Ese tipo ha tenido bastante caradura al comenzar la entrevista citando su discurso.

–Le estoy obligado -gruñó Wolfe.

–Sí, ¿Vamos de veras a ayudarle?

–Tú, sí.

–¿Me lo deja a mí?

–No. Lo discutiremos luego.

–No hay mucho que discutir. Sea lo que sea que yo descubra respecto a ella, probablemente Whipple…

Se oyeron pasos en el pasillo, y Fritz llamó a la puerta, para anunciar la cena. Wolfe dejó el libro sobre la mesa y acariciándolo con las yemas de los dedos, se levantó.

CAPÍTULO II

Esto ocurrió el lunes, 24 de febrero. Cuarenta y dos horas más tarde, a la una del miércoles, yo había almorzado con Susan Brooke en el apartamento de Lily Rowan, en la calle 63, entre Madison y el Park.

En los escasos datos suministrados por Whipple no había donde hincar el diente. La joven se había graduado en Radcliffe hacía cuatro o cinco años, y poco después se trasladó a Nueva York. Vivía con su hermano casado, un ingeniero en electrónica, en un apartamento de Park Avenue, lo mismo que su madre. Procedían de Wisconsin-Racine, nos dijo Whipple, aunque no estaba completamente seguro. Ignoraba asimismo si la muchacha era independiente económicamente, aunque lo presumía porque durante más de dos años estuvo trabajando en la ROCC, como voluntaria, sin percibir sueldo, y aportó algunas contribuciones que, en total, ascendían a dos mil trescientos cincuenta dólares. No se ocupaba de labores burocráticas; establecía contactos y arreglaba asambleas y fiestas para recaudar fondos. Esto era todo cuanto sabía Whipple, salvo un par de docenas de detalles inútiles, y algunas sospechas más inútiles todavía.

La idea de lo de Lily Rowan, claro está, había partido de mí, puesto que era amiga mía y no de Wolfe. Mi primera sugerencia del lunes por la noche después de cenar, fue que telefonearía a las oficinas de la ROCC, hablaría con el director, Thomas Henchy, y le diría que Wolfe estaba considerando la idea de entregar una suma sustancial, que le gustaría discutirlo, y que en mi opinión la mejor persona que podía enviar para tratar del asunto era la señorita Susan Brooke, porque habíamos oído hablar de ella y sabíamos que causaba una excelente impresión en los individuos del género masculino. Esto obtuvo el veto por parte de Wolfe debido a: 1) que se vería obligado a entregar un generoso donativo, al menos bastante generoso, y 2) que ante una atractiva joven yo podría acelerar las cosas si él no se hallaba presente. Naturalmente, la verdadera objeción estribaba en que se trataba de una mujer. Hay muchas cosas que le agradan en su viejo caserón parduzco de la calle 35 Oeste, de su propiedad; los muebles, las alfombras, los libros y su aislamiento a prueba de ruidos; el invernáculo de la terraza; Fritz Brenner, el cocinero; la enorme cocina; Theodore Horstman, el criador de las orquídeas; y yo, el hombre y el músculo. Pero lo que más le agrada es que en la casa no hay una sola mujer, y aún le parecería mejor que nunca cruzara ninguna el umbral.

Por lo tanto nombré a Lily Rowan, para quien uno de los grandes es un grano de maní, y esto le pareció satisfactorio. Cuando la llamé, aquella misma noche, dijo que no le gustaban los asuntos de negocios por teléfono, y que sería mejor que fuese a verla en persona; así que fui, no regresando a la calle 35 Oeste hasta las dos y cuarto, hora en que me metí en cama. Como suelo dormir ocho horas seguidas como un tronco, no entré al despacho el martes por la mañana hasta después de que Wolfe hubiese terminado su sesión de dos horas diarias en el invernáculo… de nueve a once. Lily telefoneó cerca de mediodía. La señorita Brooke almorzaría en su casa al día siguiente, a la una en punto, y yo podía llegar un poco antes para disponer la escena.

Las dos millas, a través de la ciudad hacia la calle 63 es uno de mis paseos favoritos, pero aquel miércoles me costó un singular esfuerzo. Cuando se está por debajo de los cero grados, y en cada esquina sopla una ventolera que arrastra grandes copos de nieve desde la Bahía Hudson, que obliga a bajar la barbilla, cerrar fuertemente la boca y encorvarse hasta casi doblarse, hay que hacer de tripas corazón y continuar, deteniéndose de cuando en cuando en las puertas de las tiendas, los bares y los hoteles. Cuando, por fin, llegué, sacudí la nieve de mi abrigo y mi sombrero en el vestíbulo, tomé el ascensor y abandonándolo en el último piso, llamé al timbre del apartamento, siendo la propia Lily quien abrió la puerta.

–La cama más cercana -dije.

Levantó una ceja, viejo truco que yo le había enseñado.

–Pruebe en la puerta siguiente, hermano -me contestó. Luego me dejó entrar y cerró la puerta-. ¡No habrás venido andando!

–Seguro, si puedes llamarlo andar -dejé mi abrigo y sombrero en el perchero-. Si a la ascensión del Everest se la llama un paseo, he venido paseando.

Nos cogimos del brazo y pasamos al saloncito, con su alfombra Kashan, 19 por 24, que parece un jardín de colores diversos, su Renoir, su Manet, su Cézanne, su piano de cola, y sus puertas vidrieras que dan a la terraza, donde el viento parecía empujar la nieve. Cuando nos sentamos extendió las piernas y murmuró:

–Piernas de antílope.

–En primer lugar -contesté-, hace de esto muchos años. En segundo, lo que dije era que parecías un antílope en una manada de Guernseys[1]. Pero lo que ahora interesa es que nos ocupemos de la señorita Brooke, aunque seguramente con este tiempo tan infernal no vendrá.

Pero vino, y sólo diez minutos más tarde. Lily hizo que la doncella le abriese la puerta, pero fue a recibirla a la arcada del vestíbulo en persona. Yo estaba de pie en el centro de la alfombra de Kashan, y fui presentado a la recién llegada como el señor Goodwin, consejero de Lily.

La descripción que Whipple nos hiciera de la joven fue partidista. No era flaca, pero sí bajita, un par de pulgadas más baja que Lily, que me llega sólo a la nariz; poseía una bonita piel suave y sonrosada, ojos y cabellos castaños, y su boca aparecía casi por completo desprovista de carmín. Su apretón de manos fue firme y amistoso, sin exageración. Lily me confió luego que su vestido de lana color castaño probablemente era de Bergdorf, y le habría costado unos doscientos pavos. No aceptó un combinado.

La abandoné a Lily. Durante el almuerzo, compuesto de estofado de setas, langosta «soufflé», ensalada de aguacate y pastel de pina, nos habló de la ROCC: del personal, de su actuación, su política, su programa. Susan Brooke estaba bien enterada de todo, y sabía cómo contarlo.

De vuelta al saloncito, cuando hubo sido servido el café, Lily se excusó y nos dejó solos. Regresó al cabo de un minuto, y le entregó a la señorita Brooke un papelito rectangular, de color azul.

–Bueno -dijo-, no es que sea mucho, pero puede ayudar. Pasto verde.

Susan lo miró… no de un vistazo, sino a conciencia.

–Un buen almuerzo… y esto -exclamó. Poseía una bonita voz grave, aunque tenía la costumbre de juntar todas las palabras-. Muchas gracias, señorita Rowan, aunque naturalmente no soy yo quien se las da, sino toda la organización. ¿Podremos considerarla como donante?

–Ciertamente, si lo desean -asintió Lily-. Mi padre ganó mucho dinero construyendo alcantarillas con una mano y ocupándose de política con la otra -cogió su taza de café y bebió un sorbo-. Puesto que usted puede permitirse el lujo de conceder su tiempo a esta organización, supongo que su padre también debe saber cómo ganarse bien la vida.

–Sí, lo sabía -la joven cerró su bolso con el cheque dentro-. No construyendo alcantarillas, sino edificios. Murió hace seis años.

–¿En Nueva York?

–No, en Wisconsin.

–¡Ah! ¿Omaha?

Lily me estaba demostrando cuan lista era. Susan Brooke no sonrió.

–No, Racine -dijo.

Lily tomó otro sorbo de café.

–Sospecho que me estoy mostrando muy entrometida, pero… bueno, es que usted me resulta fascinante. Yo no soy perezosa ni tacaña, soy solamente inútil. Y no la entiendo a usted. ¿Le molesta que lo intente?

–No, en absoluto -Susan señaló su bolso-. Su dinero no es inútil, señorita Rowan.

–Deducción de impuestos -Lily hizo un gesto evasivo con la mano-. Pero su tiempo y su dinero no lo son. ¿Siempre se ha dedicado a esto desde que llegó a Nueva York?

–¡Oh, no! Sólo desde hace dos años… tal vez algo más. No hay nada fascinante en mí, puede creerme. Cuando dejé el Instituto volví a mi casa, en Racine, y comencé a aburrirme. Entonces ocurrió algo y… bien, papá había fallecido y sólo vivíamos mamá y yo en un gran caserón. Así que nos trasladamos a Nueva York. Mi hermano estaba ya aquí y fue él quien nos lo sugirió. Pero ustedes no me han pedido mi autobiografía.

–Sí, prácticamente sí lo hicimos. ¿Vive usted con su hermano?

La joven sacudió la cabeza.

–Sí, durante una temporada, pero luego alquilamos un apartamento mi madre y yo. Y busqué un empleo -dejó sobre la mesita su taza vacía, y yo me levanté y me apresuré a llenársela otra vez. Me agradó poder contribuir con algo a la entrevista.

–Si me permite -le rogó Lily-, ¿qué clase de empleo?

–Claro que se lo permito. La lectura de manuscritos por cuenta de un editor. Fue terrible… Jamás llegarán a creer las cosas que la gente desea ver impresas. Luego tuve un empleo en las Naciones Unidas, un empleo burócrata. No era nada buena, pero allí conocí a gran cantidad de gente, y me di cuenta de cuan tonta era al buscar empleos, retribuidos, pero monótonos y aburridos, cuando en realidad el dinero no me hacía ninguna falta. Fue una chica que conocí en la ONU, una chica de color, la que me dio la idea de la ROCC, conque fui allí, y les pregunté si podía ayudarles en algo -bebió un poco de café.

–Absolutamente fascinante -declaró Lily-. ¿No opina lo mismo, señor Goodwin?

–No -objeté lisamente. Un consejero debe mostrarse duro-. Todo depende de lo que satisfaga a una persona. Ustedes dos, señoritas, tienen todo el dinero que necesitan, y en mi opinión son un poco egoístas. Podrían hallar un par de hombres a quienes hacer felices y tenerles cómodos, pero no quieren tomarse esta molestia. Ninguna de ustedes se ha casado. Al menos, usted no se habrá casado, ¿verdad, señorita Brooke?

–No.

–¿No piensa intentar la aventura?

Se echó a reír. Su risa era suave.

–Tal vez lo intente. Después de lo que acaba de decir usted, me sentiría egoísta si no lo hiciese. Les invitaré a usted y a la señorita Rowan a la boda.

–Aceptaremos encantados. Y a propósito, ¿cuál era el editor para el que leía usted los manuscritos? Una vez me rechazaron uno, y podría haber sido usted la culpable.

–¡Oh, espero que no! La Parthenson Press.

–Entonces, no fue usted. Bien, voy a decirle algo que la divertirá. Cuando la señorita Rowan tuvo la idea de hacerle un donativo a la ROCC, me pidió que investigase un poco, y un individuo me dijo que tal vez esta organización tuviera un poco de influencia comunista. Naturalmente, la gente le cuelga este sambenito a toda sociedad que no le gusta, pero ese tipo mencionó un nombre: Dunbar Whipple. No poseía ninguna prueba, solo eran rumores. Pero tal vez a Whipple le agradaría saberlo. Por mi parte, prefiero silenciar el nombre de quien me hizo la confidencia.

Nada de rubor ni de enojo. La muchacha pareció ligeramente divertida.

–Espero -dijo- que esto no sea una manera de preguntarme si soy comunista.

–No. Yo soy más sencillo que todo esto. De pensarlo, lo hubiese preguntado claramente.

–Y yo le habría contestado que no lo soy. Al principio, cuando la gente trataba de averiguar si era comunista sin parecer preguntarlo en realidad, me indignaba, pero no tardé en comprender que era una tontería. Ahora no me enfado. ¿Es usted derechista, señor Goodwin?

–Me niego a responder. Me siento indignado. La joven rió otra vez.

–Ya le pasará. En cuanto a Dunbar Whipple, es un caso especial. Es joven y le falta mucho que aprender, pero será el primer alcalde negro de Nueva York -giró la cabeza-. Le advierto, señorita Rowan, que algún día podré rogarle que haga otra clase de donativo… a los Whipple, para los fondos de la campaña de alcalde. ¿Votaría usted por un negro?

Lily contestó que dependía de varias cosas, que sólo votaba por los demócratas, en respeto a la memoria de su padre. Me levanté para servir más café, pero Susan consultó su reloj y dijo que tenía una cita. Lily señaló la terraza y contestó que con un tiempo tan abominable era mejor olvidarse de las citas, pero la Brooke replicó que no podía, que la cita era con un antiguo condiscípulo. Le estrechó la mano a Lily, repitiendo las gracias, pero no a mí, lo cual resulta comprensible, puesto que no le había dicho definitivamente que no fuese derechista. Mientras Lily la acompañaba al vestíbulo, me serví un poco más de café y me dirigí a las puertas vidrieras para admirar el tiempo.

Lily no tardó en reunirse allí conmigo.

–¡Vaya chica! – exclamó-. Si ella es fascinante, me alegro de no serlo.

–Uno de tus mayores encantos es no resultar fascinante, Lily -le dije. Dejé la taza sobre una repisa.

–Y prefiero ser egoísta. Mírame, Escamillo. ¡Conque querrías que una mujer te hiciese feliz y te tuviera cómodo!

–No a mí. Me limité a decir a un hombre.

–Nómbrame uno.

–Nero Wolfe.

–¡Aja! ¿Qué te apuestas a que yo no podría?

–Ni un centavo. Te conozco, y también a él. No hay apuesta.

–Tú tendrías que largarte -le estaban riendo los ojos. Diría que era como la mirada de un tigre acechando a una manada de ciervos, si alguna vez hubiese visto a un tigre en tales condiciones-. Despediríamos a Fritz y, naturalmente, también a Theodore. Nero me leería en voz alta. Nos desembarazaríamos de las orquídeas, derribaríamos los tabiques del invernáculo, y daríamos bailes, a los que tú no estarías invitado. Para almorzar comeríamos bocadillos de cacahuetes, mantequilla y mermelada, y…

Le coloqué una mano en la boca, y con la otra le rodeé el talle. No hizo el menor esfuerzo por apartarme, pero intentó morderme.

–Cuando estés dispuesta a discutir el asunto, cierra tu ojo derecho.

Lo cerró, y le aparté la mano de la boca.

–¿Y bien? – le pregunté.

–De acuerdo -concedió ella-. Es fascinante.

–Para ti. Es muy sencilla, en realidad. Es una buscadora de comodidades. Desea convertirse en la esposa de un alcalde.

–¡Hum…! Me he reído con tu cuento de hacer feliz a un hombre, pero esta vez no me engañas. Estás intentando que esa chica no se case con el negro Whipple, ¿verdad?

–Ésta es la idea.

–Entonces, dos cosas. Primera, no creo que consigas nada a menos que inventes algo, y sé que no lo harás. No creo que se pueda hacer nada al respecto. Segundo, si se puede hacer algo, espero que no sea debido a algo que hayas oído aquí. No te censuraría, pero sí a mí misma. Si la chica y el negro ese quieren casarse, es una tontería, pero allá ellos. Conque hazme un favor. Si logras separarlos, y esta separación se debe a algo que hayas oído aquí, no me lo digas. No quiero saberlo. Ya me conoces.

–Seguro -miré mi reloj; las tres menos cuarto-. Si tuviese en este asunto algo personal, pensaría igual que tú, pero no es así. Tienes toda la razón. La chica tiene perfecto derecho a casarse con él. El padre y la madre tienen perfecto derecho a impedirlo, todos los padres lo han estado haciendo desde hace diez mil años. Nero Wolfe tiene derecho a servir los deseos de un cliente. Yo tengo derecho a ganarme el sueldo haciendo lo que me ordenan, siempre que no se enfrente con mi derecho a permanecer fuera de la cárcel. Así, que lo dejaremos correr y me largaré al Parthenon Press, que está a poca distancia de aquí.

–No habrá nadie allí. Fíjate en la nieve que está cayendo. En cambio, puedo ofrecerte un combinado de ginebra.

La miré.

–Quizá tengas razón. ¿Puedo usar el teléfono?

Tenía razón. Me contestaron, pero no fue la chica de la centralita. Alguien me dijo que todo el mundo se había marchado. Cuando colgué, Lily me hizo señas desde la puerta entreabierta.

–Estoy aquí. Pasa. Yo también tengo derecho a ganar lo bastante para poder pagar el almuerzo.

Naturalmente, lo tenía.

CAPITULO III

Aquella fue una nueva experiencia. En todos los años de profesión he investigado a muchísima gente -mil, dos mil personas-, pero siempre respecto a algo específico, desde una coartada al motivo de un asesinato. Con Susan Brooke debía investigar, simplemente. Como estoy interesado en mí mismo, hubiese dado un par de centavos para saber lo que prefería: hallar algo que la señalase pecaminosamente, o no hallar nada digno de mención. De todas formas, llevé a cabo la tarea, y gocé con ella, porque en realidad Wolfe y yo no teníamos nada que perder.

Me costó tres días, aunque no enteros, y tres noches. La pista del Parthenon Press no me llevó muy lejos. No había realizado sus lecturas en la oficina, y sólo tres personas, dos editores y una dactilógrafa, la habían conocido. A uno de los editores no le agradaba la chica, pero según lo que confió la dactilógrafa, era porque le había insinuado ciertas proposiciones que fueron rechazadas.

La pista de la ONU me llevó más tiempo. Tardé medio día en averiguar dónde había trabajado. Luego, otro medio día tomar notas, y media hora repasarlas. Según una información, se había emborrachado en un almuerzo de despedida a una delegación griega; según otra, no era cierto. Había trabado amistad con una muchacha polaca, y se la había llevado al campo a pasar las vacaciones de verano. Tres veces, o quizá cuatro o cinco, había sido invitada a almorzar en el comedor de los delegados por un francés algo Casanova. Seguí esta pista, pero no hubo nada. Se la había visto salir del edificio en compañía de una joven marroquí, una húngara y una sueca. Y así siguiendo. Era una joven muy bien educada, culta. La ONU es maravillosa para ampliar los conocimientos de uno. Por ejemplo, las jóvenes turcas tienen las piernas cortas, y las indias los pies planos.

A las diez de la noche del sábado subí los peldaños de nuestro caserón, utilicé la llave y dejando abrigo y sombrero en el perchero, me dirigí al despacho. Wolfe se hallaba detrás de su mesa, hundido en el único sillón capaz de contenerle, con un libro en la mano. «William Shakespeare», de A. L. Rowse. Esperé a que terminase la lectura de un párrafo. Luego, levantó la vista.

–La verdad -comencé-, creo que jamás le he visto tanto tiempo con ningún otro libro.

Lo dejó sobre la mesa.

–Estoy revisando los datos sobre «Cimbelina». Creo que el autor está equivocado.

–Entonces, devuelva el libro -di vuelta a una butaca y me senté-. He llevado a una chica marroquí a cenar a lo de Rusterman. No baila, así que la devolví a su casa. Hoy me ha ocurrido algo parecido, por lo que no vale la pena que haga ningún informe. Mañana es domingo. No me molesta este trabajo, me divierte, pero no saco nada en claro. Sugiero que le diga a Whipple que si hay algo malo en la Brooke se halla ya profundamente enterrado.

–Te gusta la chica -gruñó.

–No especialmente. Ya le dije el miércoles por la noche que sospecho que la chica no tiene nada que ocultar. Y sigo creyendo lo mismo.

–¿Eres muy candido?

–Regular.

–¿Dónde está Racine?

–Entre Chicago y Milwaukee. En el lago.

Empujó hacia atrás el sillón, emergió del asiento toda su voluminosa masa, se acercó al globo mundial, que es dos veces mayor que él, le dio la vuelta y buscó Wisconsin.

–Está más cerca de Milwaukee -dijo-. ¿Hay aviones para esa población?

–Seguro. Pero el pasaje costará unos ochenta pavos, más treinta diarios. O más. Whipple tal vez se quejará.

–No podrá hacerlo -regresó a su sillón-. Veblen lo llamó el instinto del artesano. El mío quedó comprometido cuando accedí a actuar por cuenta de Whipple. En tu conversación con la Rowan y la Brooke, que me contaste el miércoles por la noche, ¿no observaste nada sugeridor? Claro, seguro que no.

–Bien, tal vez pueda llamarse sugeridor. Después de habernos explicado lo aburrido que es Racine, la Brooke añadió: «Entonces ocurrió algo y…» Se interrumpió. De acuerdo, sugeridor. Quizás el techo del caserón comenzó a resquebrajarse.

–¡Hum…! ¿Y si el pasado de la señorita Brooke fuese un elemento vital de investigación?

–Probablemente debería estar yo ahora en Racine.

–Eso es lo que harás. Mañana.¡Maldición, estoy comprometido!

Moví la cabeza negativamente.

–Objeción. Mañana es domingo y tengo una cita personal.

Lo dejamos para el lunes, y para Chicago en vez de Milwaukee, puesto que hay más aeroplanos.

Estábamos a tres sobre cero, a las cinco y veinte minutos de la tarde del lunes, cuando aparqué el coche que había alquilado en Chicago, en un lugar situado a un bloque de distancia de las oficinas del «Racine Globe», y a dos bloques del hotel donde había hecho la reserva. No me gusta dejar mi coche en el aparcamiento de los hoteles, desde el día, varios años atrás, en que perdí un contacto porque tardaron casi media hora en traerme el auto. Anduve los dos bloques con mi equipaje, y tras inscribirme en el hotel volví a salir. No tenía hora dada en el Globe, pero Lon Cohen del New York Gazette había llamado el domingo por la noche, y un tal James E. Leamis, el gerente, sabía mi llegada. Después de dos esperas, una abajo y otra en el piso tercero, me condujeron ante una puerta con su nombre en una placa. Dejó su sillón para estrecharme la mano, tomó mi abrigo y mi sombrero, que puso sobre una butaca, y me dijo que era un placer conocer a un periodista de Nueva York. Nos sentamos, intercambiamos unas frases banales, y luego le expliqué que yo no era periodista, sino un investigador privado que trabajaba momentáneamente por cuenta de la Gazette. Le dije que suponía que mi amigo Cohen le habría informado que la Gazette pensaba publicar una serie de artículos sobre la Comisión de Derechos Ciudadanos, a lo que me contestó que no, que sólo le había anunciado mi llegada con objeto de obtener cierta información.

–Bien, pero sabrá usted lo que es la Comisión de Derechos Ciudadanos.

–Claro está. Hay ramificaciones en Chicago y Milwaukee, aunque ninguna en Racine. ¿Por qué ha venido usted aquí?

–Estoy investigando sobre cierta persona. La serie se centrará sobre los personajes que actúan en Nueva York, y uno de los más importantes es una joven llamada Susan Brooke. Creo que es natural de Racine, ¿verdad?

–Sí. ¡Dios mío, la Gazette envía aquí a alguien a formular preguntas sobre Susan Brooke! ¿Por qué?

–Por ningún motivo especial. Quieren conocer el ambiente, los antecedentes, eso es todo. ¿La conoce usted? ¿O la conoció?

–No puedo decir que la conociese. Digamos que la vi alguna vez. Conozco muy bien a su hermano Kenneth. Por supuesto, la muchacha pertenece a otra generación. Le doblo la edad.

Se notaba, con sus cabellos ralos y grises, y sus arrugas. Estaba en mangas de camisa, con un chaleco desabrochado.

–¿Qué tal se la consideraba aquí? – pregunté.

–Bien… muy bien. Una de mis hijas era condiscípula suya en el Instituto. Luego, ella dejó el colegio… no recuerdo cuál.

–El Radcliffe -dije, porque la joven lo había mencionado durante nuestro almuerzo en casa de Lily Rowan.

–Sí. En realidad, los únicos antecedentes de esa joven son los de su adolescencia. Su padre sí era conocido en Racine. ¡Y de qué manera! Era el constructor más listo del sur de Wisconsin. Era el dueño de este edificio, también. Bueno, todavía pertenece a la familia. Temo no poder ayudarle mucho, señor Goodwin. Si lo que usted quiere son habladurías, no puedo hacer nada por usted.

Hubiera querido preguntarle si le había sucedido algo digno de figurar en los titulares a Susan, durante el verano o el otoño de 1959, pero no lo hice. Se trataba de la propietaria del edificio del Globe, y podían andar atrasados de alquileres. Por lo tanto, le aseguré que no iba detrás de ningún comadreo en particular, sino que me hallaba interesado únicamente en un retrato de carácter general. El individuo comenzó a dispararme preguntas sobre el ROCC, y lo que los neoyorquinos opinaban de Rockefeller y Goldwater, y yo le contesté lo mejor que pude.

Había oscurecido cuando salí a la calle, y el viento que soplaba era capaz de helar cualquier cosa. Regresé al hotel y subí a mi habitación, donde esperaba compañía a las seis y media. En Chicago había telefoneado a un fulano que mantenía tratos profesionales con Nero Wolfe de cuando en cuando. Según él, en Racine sólo existía una persona idónea, llamada Otto Drucker, por lo que le había telefoneado también, concertando una cita conmigo. Ya en mi habitación, agradablemente caldeada, me quité los zapatos y me tendí en la cama, pero no tardé en incorporarme nuevamente. De no haberlo hecho, me habría quedado dormido como un tronco. El caminar dos bloques de edificios soportando aquel viento helado era capaz de fatigar al más pintado.

Fue puntual, si no se tienen en cuenta cinco minutos de retraso. Le estreché la mano, y no dejé que se diese cuenta de mi sorpresa. Jamás hubiera podido tomársele por un hombre activo; parecía encajar mejor en el despacho de un vicepresidente ayudante de un Banco, con su rostro bien rasurado y sus ojos de amable mirada. Cuando me enfrenté con él, tras haber dejado su abrigo y sombrero sobre la cama, me preguntó con voz bien modulada:

–¿Cómo se encuentra el señor Nero Wolfe? Era un ciudadano distinguido. Jamás se me hubiera ocurrido que un detective privado pudiera comportarse así. No al menos Nero Wolfe. Es un ciudadano y es distinguido, pero no es un ciudadano distinguido.

Fue una velada muy agradable. Le gustó la idea de cenar en mi cuarto. Cuando le dije que iba a llamar por teléfono interior para que nos enumerasen el menú, me advirtió que no era necesario porque las únicas cosas que sabían guisar en el hotel eran la carne asada, jigote de patatas y pastel de manzana. Si tuviera que transcribir todo lo que me divertí aquella noche, estoy seguro de que el lector no gozaría tanto, porque en realidad casi sólo hablamos de cosas referentes al oficio. Conocía todos los trucos habidos y por haber y como llevaba actuando en Racine veinte años y todo el mundo le conocía, tenía que inventar una serie de tretas de las que incluso Saúl Panzer se habría sentido orgulloso.

Por supuesto, el eje fue Susan Brooke. No la mencioné hasta que hubimos trabado cierta amistad y haber consumido la cena, que no estuvo mal, ni mucho menos. Una vez retirado el servicio, le conté que un importante cliente de Nero estaba considerando la posibilidad de tomarla como socio en un negocio de envergadura, que todo lo que pudiera decirme sería completamente confidencial, y que su nombre no saldría a relucir en absoluto. Me habría desilusionado si no me hubiese preguntado el nombre del cliente. Lo hizo. Yo le habría desilusionado a él si se lo hubiese dicho. No lo hice.

Se quitó la pipa de la boca y recostó la cabeza hacia atrás, contemplando el techo.

–¡Recuerdos! – exclamó-. Efectué algunos trabajos para el padre de Susan Brooke. Algunos. Podría habérselo presentado, pero falleció. Ella no fue más que una jovencita de la localidad, sin nada digno de mención. Supongo que ya sabrá que la enviaron a un Instituto.

–Sí, lo sé.

–Y luego, a Nueva York. Mientras estuvo en el colegio, sólo pasaba aquí los veranos; ella y su madre viajaban bastante. En los ocho o nueve últimos años no creo que Susan Brooke haya estado en Racine más de cuatro o cinco meses en conjunto. Es decir, en los últimos cuatro años, no ha estado ni una sola vez.

–Entonces, estoy desperdiciando el dinero de mi cliente. Pero tengo entendido que estuvo aquí, en su casa, cuando salió del Instituto. En 1959. Pero quizás usted no lo sabía. Su padre ya había muerto. Poco después, ella y su madre se trasladaron a Nueva York.

¿No sabe usted cuánto tiempo después, con exactitud? Volvió a colocarse la pipa entre los labios, vio que se había apagado y procedió a encenderla.

–No entiendo por qué está intentando engatusarme -me dijo por entre una cortina de humo-. Si lo que desea son datos acerca del suicida, adelante, pregúnteme, pero es muy poco lo que sé.

Usualmente consigo ocultar mis emociones bastante bien, pero como no tenía motivos para estar en guardia, me desconcerté. Lo que me desconcertó fue aquella referencia a un «suicida». De repente, había «algo». Podía tratarse de lo peor, puesto que ella podía ser la asesina y luego haber simulado un suicidio. De la manera que me desconcertó, comprendí que no sólo no había esperado hallar nada, sino que tampoco lo deseaba.

–¿Qué le pasa? – exclamó Drucker-. ¿Creyó que no me había dado cuenta desde el principio de que estaba tomándome el pelo?

–En absoluto -sonreí-. Aunque hubiese querido tomárselo, sé condenadamente bien que no podría. No sé nada respecto al sujeto que se mató. Me he limitado a venir a Racine para investigar sobre Susan Brooke. ¿No será usted quien intente tomarme la cabellera?

–No. Tan pronto como nombró a Susan Brooke, supuse que era este extremo el que deseaba investigar.

–No. No sabía nada de esto. Bien, adelante. Ya se lo he preguntado ahora. Continúe.

–Bueno -dio una chupada a la pipa-. Fue el verano en que regresó del Instituto. Un joven llegó al pueblo a verla, y la vio, o al menos lo intentó. A las seis menos veinte del viernes por la tarde, el día catorce de agosto de 1959, el joven salió de la casa, el caserón de los Brooke, se quedó parado en el porche, sacó un revólver del bolsillo, un «Marley» treinta y ocho, y se pegó un tiro en la sien, ¿No lo sabía?

–No, ya se lo dije. ¿Hubo alguna duda?

–Ninguna. Tres personas vieron lo acontecido. Dos mujeres situadas en la acera de enfrente, y un hombre en la calzada. A usted, seguramente, le gustaría saber dónde encaja Susan Brooke con esta historia, pero esto no puedo decírselo, porque no lo sé. Tan sólo conozco lo que se publicó, y lo que contó un amigo mío que estaba en condiciones de saberlo. El joven era un estudiante, de Harvard. Había pretendido casarse con ella, y vino a Racine para seguir asediándola, pero tanto ella como su madre le despidieron con cajas destempladas. Como es sabido, esta clase de cosas suelen pasar, aunque nunca he podido comprender por qué. Tienen que haber muy buenas y sólidas razones para que un fulano se suicide, pero jamás entenderé que un hombre lo haga porque una mujer le haya dicho que no. Por supuesto, es una especie de enfermedad. Usted no está casado.

–¿No, ¿y usted?

–Lo estuve. Me dejó. Hirió mi amor propio, pero desde entonces duermo mejor. Otra cosa, si un hombre y una mujer deben convivir como es lo natural, les resulta saludable conversar de su trabajo, y un detective privado no puede hacerlo, ¿comprende?

Volvimos a hablar de cosas del oficio durante otra hora larga. No intenté volver a sacar a relucir el tema de Susan Brooke. Pero cuando se marchó, alrededor de las diez, me dije que el Globe era un diario matutino, por lo que la redacción debía estar entonces reunida en pleno, y si el pasado de la chica era un elemento vital para una investigación, valía la pena de ir a echar un vistazo. Cogí el teléfono y llamé a Leamis, obteniendo permiso para revisar los archivos.

El viento había remitido un poco, aunque no el frío, que enrojeció la punta de mi nariz. En el Globe las máquinas ya estaban trabajando; el suelo vibraba, particularmente en el segundo piso, donde me condujeron a un cuarto destartalado y polvoriento, y me entregaron a merced de un viejo guardián, desdentado. Me advirtió que no recortase o desgarrase nada y me llevó hasta una serie de estantes señalados con el número 1959.

La luz era deficiente, pero yo tengo buena vista. Empecé por el 7 de agosto, o sea una semana antes de la fecha que Drucker había mencionado, para ver si existía alguna referencia de la llegada o presencia en Racine de un joven de Harvard, pero no había nada. La noticia estaba en la primera plana del día quince. Se llamaba Richard Ault, y procedía de Evansville, Indiana. De nuevo estaba en primera plana del domingo, dieciséis, pero el lunes ya estaba la noticia en el interior, y el martes no había nada. Continué hojeando hasta terminar la semana, pero sin resultado, por lo que volví a los tres primeros días del suceso y leí la reseña con atención.

No había ni un indicio de duda. Los tres testigos fueron interrogados, sin que se hubiesen producido discrepancias ni contradicciones. El porche estaba a plena vista de la acera de enfrente; las dos mujeres le vieron con el arma en la mano antes de levantarla, y una de ellas lanzó un grito. El joven había atravesado la calle hasta llegar al porche, mientras la señora Brooke y Susan salían de la casa. Susan se negó a ser entrevistada aquella noche, pero le había contado su historia a un reportero el sábado por la mañana, contestando a sus preguntas sin ambages.

Aunque hubiese querido hallar algo extraño en la conducta de la muchacha, no habría hallado nada. Dejé los diarios en su lugar, le aseguré al guardián que no había recortado ni destrozado nada, regresé al hotel, me bebí un vaso de leche en el bar, y me metí en cama.

Ignoro si hubiera seguido investigando en Racine, de no haber sufrido una interrupción. Probablemente no, puesto que ya sabía en lo que estaba pensando Susan cuando había dicho: «Entonces ocurrió algo y…», motivo por el cual me hallaba en Racine. La interrupción me despertó el martes por la mañana. Había dejado dicho que me llamasen a las ocho, pero cuando llamó el teléfono no creí que fuese la hora todavía, por lo que consulté mi reloj. Eran las siete y diez. Pensé: «¡Malditos hoteles!», alcancé el receptor, y me dijeron que me llamaban desde Nueva York. Dije que bueno, reflexioné que en Nueva York eran ya las ocho y diez, y entonces oí la voz de Wolfe.

–¿Archie?

–Al habla. Buenos días.

–No lo hace muy bueno. ¿Dónde estás?

–En cama.

–No me excuso por molestarte. Levántate y ven a casa. Susan Brooke ha muerto. Hallaron anoche su cuerpo con el cráneo destrozado. Fue asesinada. Vuelve a casa.

Tragué, pero no tenía nada que tragar.

–¿Dónde fue…? – comencé a preguntar, pero me callé. Volví a intentar tragar-. Saldré a…

–¿Cuándo llegarás aquí?

–¿Cómo puedo saberlo? A mediodía, a la una…

–Muy bien -y colgó.

Durante diez segundos permanecí sentado al borde de la cama. Luego me incorporé y me vestí. Hice el equipaje, bajé en el ascensor, pagué la cuenta y me dirigí al aparcamiento y subiendo al coche, arranqué en dirección a Chicago. Ya desayunaría en el aeropuerto.

CAPITULO IV

No era mediodía, ni era la una cuando utilicé mi llave en la cerradura del viejo caserón de la calle 35 Oeste. Faltaban cinco minutos para las dos. El aeroplano se vio obligado a rodear un banco de niebla durante media hora antes de aterrizar en el aeropuerto de Idlewild, perdón, quise decir el Aeropuerto Internacional Kennedy. Dejé en el suelo mi maleta, y me estaba quitando el sobretodo cuando apareció Fritz en el pasillo, procedente de la cocina.

–¡Grâce á Dieu! – exclamó-. He llamado al aeródromo. Ya sabe cómo es el jefe tocante a todos los aparatos. Le guardo la comida caliente. Huevas de sábalo aux fines herbes, no con perejil.

–Me lo comeré. Pero…

–¡Archie! – tronó una voz.

Me dirigí al comedor, que se abre al pasillo, frente al despacho. En la mesa, Wolfe estaba untándose el pan con queso blando.

–¡Hermoso día! – comenté-. A usted no le gustará volver a sentir el aroma de las hierbas finas, así que iré a comer a la cocina, con el Times. La del avión era la primera edición.

Siempre nos traen dos ejemplares del Times, uno para Wolfe, que se lo llevan a su dormitorio con la bandeja del desayuno, y otro para mí. Me fui a la cocina, donde encontré mi Times colocado en una alacena, junto a la mesita donde suelo desayunar. Aunque esté fuera una semana, Fritz guarda allí los diarios. Me senté y desplegué el Times buscando los titulares, pero me vi interrumpido por Fritz, portador de una bandeja y un plato caliente. Tragué un bocado del sábalo y un pedazo de pan con una bonísima salsa, que es una de las predilectas de Fritz cuando no pone perejil.

Los detalles eran tan escasos como en la primera edición. El cadáver de Susan Brooke fue hallado poco antes de las nueve de la noche del lunes, en un cuarto del tercer piso de un edificio de la calle 128, por un joven llamado Dunbar Whipple, que pertenecía al personal de la Comisión de Derechos Ciudadanos. Le habían machacado el cráneo a golpes. Esto ya lo sabía. También sabía lo que añadían en la última edición: que Susan Brooke había pertenecido al personal de la ROCC, en calidad de empleada voluntaria, y que vivía con su madre, viuda, en un apartamento de Park Avenue; y que Dunbar Whipple tenía veintitrés años, y era hijo de Paul Whipple, profesor ayudante de antropología en la Universidad de Columbia. Lo que no sabía, aunque debiera haberlo adivinado, era que la policía y el fiscal del distrito ya habían iniciado la investigación.

Cuando el sábalo y la salsa se hubieron terminado, junto con un poco de ensalada, volví a llenar mi taza de café y me dirigí al despacho. Wolfe se hallaba ya a su mesa, golpeándose la nariz con un lápiz, absorto en un crucigrama. Pasé a mi mesa, me senté y sorbí el café. Poco después, volvió la mirada hacia mí, comprendió que no me merecía su mal humor, y se ablandó.

–¡Maldición! – exclamó-. Resulta simplemente indignante que pueda perder tus servicios y tu talento, sólo por culpa de unos aparatos vulgares. ¿En dónde estabas este mediodía?

–A cuatro millas de altura. Lo sé. Usted considera un insulto todo lo que se escapa a su control. Usted…

–No. No está en mi naturaleza. Sólo en lo que concierne a los hombres.

Asentí.

–Y lo que hacen. Por ejemplo, asesinar. ¿Posee alguna otra información, aparte de lo que dice el Times?

–No.

–¿Ninguna llamada? ¿Whipple?

–No.

–¿Quiere un informe de Racine?

–No. ¿Para qué?

–Me limité a preguntarlo. Necesito afeitarme. Como por lo visto no hay nada urgente, iré a utilizar un aparato. Si tuviese que hacerle un informe, seguro que no me pondría enfermo de tanto hablar -dejé el asiento-. Al menos, no…

Se oyó el timbre de la puerta. Fui al vestíbulo para espiar por la mirilla, y vi a dos individuos. Volví sobre mis pasos.

–Los Whipple, padre e hijo. No conozco a éste, pero no hay duda. ¿Tienen hora dada?

Me miró fijamente. Le sostuve valientemente la mirada, pero por lo visto pensó que no necesitaba añadir nada más, por lo que volví al vestíbulo y abrí la puerta.

–Tenemos que ver al señor Wolfe -dijo Paul Whipple-. Éste es mi hijo, Dunbar.

–Les está esperando -dije, lo que probablemente era verdad, y me aparté para permitirles el paso.

Uno o dos días antes me habría alegrado de conocer al negro con el que Susan Brooke deseaba casarse. Bien, acababa de conocerle. Me pareció Sugar Ray Robinson después de un combate de diez asaltos, salvo que era de piel un poco más oscura. Uno o dos días antes, probablemente habría parecido guapo y elegante; ahora era un despojo humano. Igual que su padre. Dos guiñapos. Cuando extendí la mano para cogerle el sombrero, me lo puso en los dedos, sin darme tiempo a asirlo, por lo que cayó al suelo.

Ya en el despacho le indiqué al padre el sillón de cuero rojo, y acerqué uno de los amarillos para el hijo. Éste se sentó, pero Paul continuó de pie, mirando a Wolfe con ojos fatigados.

–Siéntese, señor Whipple -dijo Wolfe-. Parecen ustedes aplastados. ¿Han comido ya?

Esto no era palabrería. Wolfe está convencido de que cuando ocurre algo desagradable, lo primero que hay que hacer es comer.

–¿Qué hizo usted? – exclamó airadamente Dunbar-. ¿Qué hizo usted?

–Calma, hijo -le aconsejó su padre, meneando la cabeza. Giró la cabeza para ver dónde estaba el sillón, lo vio detrás suyo y se acomodó. Trasladó su vista a Wolfe-. Ya sabrá lo ocurrido.

Wolfe asintió.

–He leído el diario, señor Whipple. Muchas personas que se enfrentan con algún problema se han sentado en este sillón. A veces no puedo concederles mis servicios o mis consejos, pero siempre puedo proporcionarles comida. No creo que ustedes hayan comido, ¿verdad?

–¡No hemos venido a comer! – rugió Dunbar-. ¿Qué hizo usted?

–Hablaré yo, hijo -se interpuso Whipple. Y a Wolfe-: Sé lo que quiere usted decir. Cuando veníamos para acá, le he hecho comer algo. Pensé que lo mejor era contarle la entrevista sostenida con usted, y ahora desea saber qué ha hecho usted al respecto. Compréndalo, se halla un poco… alterado. Como dijo usted, tiene un problema. Ya se hará cargo.

–Sí. Bien, pues no he hecho nada. – Wolfe se recostó en su sillón, aspiró una enorme cantidad de aire, creo que todo el que había en la estancia, que era mucho, y lo dejó escapar por su boca-. Cuéntales, Archie.

Dunbar volvió la vista hacia mí.

–Usted es Archie Goodwin.

–Exacto. ¿Le contó usted completamente todo lo que le pidió el señor Wolfe que hiciera? – le pregunté al padre de Dunbar.

–Sí, completamente.

–Está bien. Una amiga mía llamada Lily Rowan invitó a almorzar a la señorita Brooke, y yo, estuve presente. Durante el almuerzo hablamos sólo de la ROCC. Después, Lily le entregó a la señorita Brooke un cheque de mil dólares para la ROCC, y la interrogó ligeramente sobre asuntos personales. No una indagatoria, sino casualmente. La señorita Brooke explicó que había trabajado para la empresa editorial Parthenon Press, y para la ONU, por lo que estuve tres días verificando sus declaraciones, particularmente en la ONU. No hallé nada de interés, y ayer cogí el avión para Chicago, desde donde me trasladé en coche a Racine, Wisconsin. En aquella población hablé con dos individuos que habían conocido a la señorita Brooke y su familia, un periodista y un detective privado, los cuales no me contaron nada que pueda utilizarse. Usted quería descubrir si había algo sucio en su pasado. ¿Correcto?

–Sí.

–Decidí que no había nada que valiera la pena en su pasado. Cuando volví al hotel anoche, estaba decidido a regresar esta mañana, cuando a las siete de la mañana el señor Wolfe me telefoneó para contarme lo sucedido y pedirme que regresase a Nueva York inmediatamente. ¿Alguna pregunta?

Dunbar se movió. Se puso de pie, escrutándome con la mirada, y entonces me pareció más que nunca Sugar Ray Robinson, pero no terminando el décimo asalto, sino comenzándolo.

–¡Está mintiendo! – exclamó-. No sé qué está ocultando, pero lo averiguaré. ¡Usted sabe quién la mató! – se enfrentó con Wolfe-. ¡Y usted también, gorila!

–¡Siéntese! – rugió Wolfe.

Dunbar se apoyó con los puños en la mesa de Wolfe y se inclinó hacia él.

–¡Y va a decírmelo! – vociferó, por entre sus apretados dientes.

Wolfe meneó la cabeza.

–Se está usted propasando, señor Whipple. No sé cómo se comporta usted cuando se halla en pleno uso de sus facultades, pero sí sé lo que es ahora. Es usted un asno. Ni el señor Goodwin ni yo habíamos oído hablar jamás de usted ni de la señorita Brooke. No creo que piense usted que su padre me contrató para preparar su muerte, y dudo que…

–No es esto lo que…

–¡Estoy hablando yo! Y dudo que en su estado actual sospeche que el señor Goodwin o yo hayamos obrado espontáneamente. Pero puede…

–¡Yo no…!

–¡Aún estoy hablando! Usted puede sospechar que al ponerse en contacto con las diversas personas, el señor Goodwin dijo o hizo algo, involuntariamente, que condujo a una situación cuyo resultado fue la muerte de la señorita Brooke. Puede incluso sospechar que estaba o está enterado de esto. En tal caso, le sugiero que se siente y le interrogue, cortésmente. Tiene un buen cerebro, se lo aseguro. También es un cabezota y no hay nada que le intimide. Hace años que dejé de intentarlo. En cuanto a mí, no sé nada. El avión del señor Goodwin llegó con retraso, sólo hace una hora, y aún no hemos discutido el asunto.

Dunbar retrocedió, entró en contacto con el borde del asiento, dobló las rodillas por las corvas y se sentó. Inclinó la cabeza y se cubrió la cara con las manos.

–Calma, hijo -volvió a repetir Paul Whipple.

Me aclaré la garganta.

–Poseo cierta práctica en repetir mis informes de palabra. También los tonos, las miradas y las reacciones. Lo hago mejor que nadie, excepto un tipo llamado Saúl Panzer. No creo que algo hecho o dicho por mí tenga nada que ver con la muerte de Susan Brooke, pero si el señor Wolfe me lo ordena, ya que estaba y estoy actuando por su cuenta, me encantará darles un informe completo. Creo que será una pérdida de tiempo. Y en cuanto a ocultar nada, bobadas.

Whipple padre me miró fijamente.

–Creo que tiene usted razón, señor Goodwin. Dios sabe que no le hago responsable de… -no pudo terminar.

Dunbar alzó la cabeza y también me miró.

–Perdóneme.

–No hay de qué. Olvídelo.

–Pero quizá querrá contarme lo que vio y lo que se dijo. Más tarde. Ahora no me encuentro en pleno dominio de mis facultades. No he dormido y no quiero dormir. Me he estado haciendo y contestando preguntas toda la noche y toda la mañana. Creen que fui yo quien la maté. ¡Dios mío, creen que yo la maté!

Asentí.

–Pero no lo hizo, ¿verdad?

Me miró. Sus ojos no podían mirar con fijeza.

–¡Santo cielo! ¿Puede pensar que lo hice?

–No lo pienso. Pero no le conozco a usted. Ni sé nada.

–Yo sí lo conozco -terció su padre. Estaba mirando a Wolfe-. Quiso venir porque pensó… bien, lo que ha dicho. Yo no sabía qué hacer, pero estaba asustado. Mortalmente asustado de tal vez ser yo el responsable. Ahora, quizá resulte que no lo soy. ¡Ojalá no lo sea! Bien, quise venir por otro motivo. Van a arrestarle.

Creen que la mató mi hijo. Le acusarán de asesinato. Necesitamos su ayuda. Wolfe apretó los labios.

–Vine a solicitar su ayuda cuando no debí hacerlo -continuó Whipple-. Estaba equivocado y lo lamento amargamente. Entonces creí tener una justificación, y no era así. No quería decírselo a mi hijo, pero tuve que hacerlo. Tenía que saber toda la verdad. Y ahora tengo que rogarle su ayuda. Y creo que ha llegado el momento de volver a recordarle su discurso: «Pero si ustedes le protegen porque es de su mismo color, entonces hay mucho que decir. Le están prestando a su raza un flaco servicio. Están ayudando a perpetuar…»

–¡Ya basta! – rezongó Wolfe-. No es pertinente. No encaja en la presente situación.

–No de forma directa. Pero usted me persuadió a ayudarle recordándome mis deberes con los acuerdos de la sociedad humana. Entonces, yo era un chico ignorante, verde aún, y usted me convenció. No me quejo, fue un truco legítimo por su parte. No diré que éste sea un caso análogo, pero usted tuvo un problema y requirió mi colaboración, ahora yo tengo otro y necesito la suya. Mi hijo va a ser acusado de asesinato.

Los ojos de Nero Wolfe se estrecharon en una línea recta.

–Le han interrogado varias horas y no le han arrestado.

–Lo harán. Cuando estén a punto.

–Entonces, necesitará mejor un abogado.

–Necesitará algo más que un abogado. Le necesitará a usted.

–Creo que está exagerando la situación. – Wolfe se volvió hacia Dunbar-. ¿Está usted ya en dominio de sus facultades, señor Whipple?

–Aún no.

–Pues intente dominarse. Dijo que ellos piensan que usted la asesinó. ¿Esto es una fantasía o existe una base?

Ellos creen que existe una base, aunque no sea así.

–Esto no es contestar mi pregunta. Lo intentaré otra vez. ¿Por qué piensan que hay una base?

–Porque estuve allí. Porque Susan y yo éramos… amigos. Porque era blanca y yo negro. Debido a la cachiporra, a lo que la mató.

Wolfe gruñó:

–Hablemos del arma. ¿Era suya?

–Yo la tenía. Se trata de una cachiporra que había utilizado un policía en una población de Alabama para golpear a dos muchachos de color. La cogí… bueno, no importa cómo, lo cierto es que yo la tenía. La tenía en mi despacho desde varios meses antes.

–¿Estaba en su despacho ayer?

–No. Susan… -se calló.

–¿Sí?

Dunbar miró a su padre y luego a Wolfe.

–No sé por qué me he callado. Se lo he contado toda a la policía. Sabía que tenía que hacerlo, porque era algo ya conocido. Susan había alquilado y amueblado un pequeño apartamento en la calle Ciento Veintiocho, y la porra estaba allí. Susan se la llevó de mi despacho.

–¿Cuándo?

–Hace un mes.

–¿Halló la policía sus huellas en el arma?

–No lo sé, aunque no lo creo. Creo que ha sido limpiada.

–¿Por qué lo cree?

–Porque no me han dicho de modo definitivo que mis huellas estén impresas.

Sonaba bien. Aparentemente, había recuperado el dominio de sí mismo. El contestar preguntas suele lograr este resultado.

–Una presunción razonable -concedió Wolfe-. Esto en cuanto al medio empleado. En cuando a la oportunidad, usted estuvo allí, pero existe la cuestión de sus movimientos anteriores durante el día, digamos desde mediodía. Por supuesto, la policía lo habrá escudriñado todo. Cuéntemelo en resumen. Ahora estoy examinando la presunción oficial de que usted la mató.

Dunbar se sentó más erguido.

–Al mediodía estuve en mi despacho de la oficina. A la una menos cuarto me reuní con dos amigos en un restaurante para almorzar. Volví a la oficina poco después de las tres. A las cuatro estuve conferenciando con el señor Henchy, nuestro director. Terminé poco después de las seis, y cuando volví a mi despacho encontré un mensaje sobre la mesa. La señorita Brooke y yo habíamos concertado una cita en su apartamento para las ocho, y el recado era de ella comunicándome que no podría acudir hasta las nueve o más tarde. Esto me convenía, ya que me había comprometido a cenar con uno de los caballeros que asistieron a la conferencia. Eran las ocho y veinticinco cuando nos separamos en la boca del «metro» de la calle Cuarenta y Dos, y eran ya las nueve y cinco cuando llegué a la calle Ciento Veintiocho.

–¿Y descubrió el cadáver?

–Sí.

Wolfe consultó el péndulo.

–¿Le pondrá nervioso contarme lo que hizo entonces?

–No. Susan estaba en el suelo. Había sangre, y me manché las manos y las mangas de la chaqueta. Por unos instantes, no sé cuántos, no hice nada. La cachiporra estaba sobre una butaca. No la toqué. No valía la pena llamar a un médico. Me senté sobre la cama y probé a pensar, a decidir lo que debía hacer. Supongo que usted no lo encontrará natural, con ella muerta en el suelo, que me estuviese preocupando por mí. Pero esto es lo que hice. Usted no lo comprenderá porque es blanco.

–¡Hum…! Usted es un ser humano y yo también.

–Esto es lo que usted dice. Palabras. Sabía que tenía que enfrentarme con una grave amenaza o hacer algo. No tenía salida, en realidad, pero en aquellos momentos no razonaba adecuadamente. Salí de allí, busqué una cabina telefónica y llamé a la policía. Eran las diez menos veinte. Estuve en el apartamento algo más de media hora.

–La demora fue mala pero comprensible. Enfrentarse con una acusación de asesinato no es agradable. ¿Cuál es el motivo, según la policía?

Dunbar le miró extrañado.

–¿Y lo pregunta? ¿Entre un negro y una chica blanca?

–¡Tonterías! Nueva York no es Utopía, pero tampoco Dixiland.

–De acuerdo. En Dixiland me hallaría ya sentado en una gran habitación, interrogado por un policía. Aquí, en Nueva York, son más cuidadosos; se toman cierto tiempo. Pero el motivo, cuando se trata de un negro, todos lo dan por descontado. Un negro es un equivocado, un caso perdido, nace ya con motivos de que los blancos carecen. Puede ser una tontería, pero es así.

–Con la escoria, sí. Con los tontos e idiotas.

–Con todo el mundo. Muchos lo saben. La mayoría de aquí no pronuncia la palabra «negro», pero todos la llevan grabada en la mente. Todos. La han enterrado en algún lugar, pero no ha muerto. Esto es lo que comprendí cuando estuve sentado en aquella cama anoche, y por esto decidí la línea a seguir.

–Y ha hecho lo mejor. Disponer del cuerpo, por muy ingeniosamente que lo hubiese hecho, habría sido fatal. En cuanto a sus comentarios sobre la palabra «negro» -Wolfe meneó la cabeza-, indican especialmente que usted distorsiona su entendimiento. Consideremos las palabras que están enterradas en usted, aunque no muertas. Consideremos incluso las que no están enterradas, y que usted usa, por ejemplo: «gorila». ¿Debo pensar que un hombre que se parece a un gorila, o un gordo, o ambas cosas a la vez, no puede esperar buen trato o cortesía de parte de usted? Ciertamente, no. La mente, o el alma, o la psiquis, adopte el término que prefiera, de cualquier sujeto por debajo del nivel de su conciencia, es una mezcolanza de sumidero y jardín. Sólo el cielo sabe los sinónimos que yo reservo para la palabra «mujer», y me alegra no saberlos yo mismo, conscientemente.

Wolfe dirigió su atención al padre.

–Señor Whipple. El mejor servicio que puedo prestarle, y también a su hijo, es el de darles de comer. Digamos una tortilla de setas y berros. Veinte minutos. ¿Les gustan los berros?

Whipple pestañeó pesadamente.

–Entonces, no desea ayudarnos.

–No puedo hacer nada. No puedo parar el golpe, ya ha sido lanzado. Su idea de que su hijo será acusado de asesinato seguramente es ilusoria. Ahora se halla usted acongojado.

Whipple retorció la boca.

–¡Setas y berros! No, gracias -se llevó la mano al bolsillo de su chaqueta y la sacó con un talonario de cheques-. ¿Qué le debo?

–Nada, yo estoy en deuda con usted.

–El viaje del señor Goodwin. A Racine.

–No se lo autorizó usted. Le envié yo.

Wolfe empujó su sillón hacia atrás y se puso de pie.

–Perdónenme. Tengo una cita. Lamento haberme hecho cargo de este asunto. Era una frivolidad. Y deploro su desgracia -se encaminó a la puerta.

Era un camelo. Eran las 3.47 y su sesión de tarde en el invernáculo era de cuatro a seis.

CAPÍTULO V

Transcurrieron cincuenta horas.

Como cualquier ser humano, poseo ciertos medios de información que me enteran de lo que sucede: periódicos, revistas, la radio, la «tele», los chóferes de taxi, los comadreos, los amigos, y los enemigos. Y también otros dos especiales: Lon Cohen, ayudante confidencial del editor de la Gazette, y una dama que se halla en tratos íntimos, no familiares, concierto prominente ciudadano distinguido, a quien una vez presté un gran favor. Pero las noticias del arresto de Dunbar Whipple no me llegaron por ninguno de estos medios, sino por el inspector Cramer, de la Brigada de Homicidios del Sur, a quien no puedo llamar exactamente un enemigo, pero al que tampoco me atrevería a llamar amigo.

Durante aquellos dos días no sólo había leído los periódicos, sino que también telefoneé a Lon Cohen un par de veces para preguntarle si había algo nuevo en el asesinato de Susan Brooke, aparte de lo publicado. No había nada, a menos que pudiera llamarse así que el hermano Kenneth le dio un mamporro a un fiscal de distrito, y que no parecía ser cierto el rumor de que la joven estuviese embarazada. No, no lo estaba. Por supuesto, se habían publicado bastantes cosas: que su bolso, encontrado sobre una mesita del apartamento, contenía más de cien dólares; que llevaba un alfiler de oro muy costoso en su vestido, y un anillo con una gran esmeralda en un dedo (yo había visto dicho anillo); que había adquirido una botella de vino en una tienda, y varias chucherías en una charcutería, poco antes de las ocho; que su madre se hallaba postrada e inaccesible; que todos los de la ROCC habían sido o estaban siendo interrogados… El News publicó retratos de Susan Brooke, uno de ellos en bikini en una playa de Puerto Rico, pero la Gazette reprodujo la mejor de Dunbar Whipple: guapo y elegante.

No me sorprendí cuando a las cinco del jueves por la tarde, vino el inspector Cramer. Le estaba esperando, o al sargento Purley Stebbins, o al menos una llamada telefónica, desde el miércoles, cuando Lily Rowan me llamó para decirme que había tenido un visitante oficial. Claro está, habían investigado las recientes actividades de Susan Brooke, y alguien de la ROCC les habría dicho que estuvo almorzando en casa de la señorita Lily Rowan, y les habría contado el donativo de Lily, por lo que fueron a verla, y Lily se vio obligada a hablarle al visitante de mí, puesto que de no hacerlo, lo habría hecho el portero… o cualquier otro. Por lo tanto, estuve esperando compañía, y cuando sonó el timbre de la puerta y vi la corpulenta figura de Cramer y su rubicunda faz a través de la mirilla, abrí y le saludé:

–¡Ha tardado bastante! ¡Llevo días esperándole!

Me contestó al entrar. A veces no lo hace, limitándose a escurrirse dentro del vestíbulo. El hecho de que me hablase, e incluso me agradeciese que me ocupase de su abrigo y su sombrero, me demostró que no venía a fastidiarme, sino a preguntar. Cuando penetró en el despacho, no alargó la mano, puesto que sabe que Wolfe no es amigo de estrechar las manos de nadie, pero antes de dejarse caer sobre uno de los mullidos sillones profirió un saludo y trató de mostrarse sociable, preguntando:

–¿Cómo están las orquídeas?

Wolfe enarcó las cejas.

–Medianamente, Gracias. Un tiesto de «Miltonia roezli», tiene catorce bohordos.

–¡Caramba! – murmuró Cramer, y se acomodó en el sillón-. ¿Mucho trabajo? ¿Le molesta, tal vez?

–No, señor.

–¿Ningún caso? ¿Ningún cliente?

–Ninguno.

–Creí que podría estar trabajando para Dunbar Whipple. Pensé que había contratado sus servicios el martes, cuando estuvo aquí con su padre.

–No. No me pareció suficientemente amenazado para requerir mis servicios.

Cramer asintió.

–Es posible. También es posible que usted creyese que era el asesino, y no quisiera enredarse. Pero en realidad, usted tenía un cliente. Su padre.

–¿De veras?

–Seguro. Lo sabemos todo, incluido el viaje del señor Goodwin. Pero puesto que está usted fuera del asunto, seré franco con usted. Se halla en la oficina del fiscal del distrito y cuando salga de allí será conducido a una celda. Por la mañana le acusarán formalmente. Yo…

–¿Asesinato?

–Sí. Admitiré sinceramente que si usted me hubiese dicho que había aceptado el caso no esperaría respuesta a mis preguntas, y Goodwin seguramente habría sido llamado fuera de aquí. Ahora, sin embargo, tal vez no tenga que ausentarse -se volvió hacia mí-. En su encuesta sobre Susan Brooke, ¿qué descubrió de sus relaciones con Dunbar Whipple?

Miré a Wolfe. Éste movió la cabeza y a su vez fijó su mirada en Cramer.

–Por favor, ¿es una decisión definitiva acusar a Dunbar Whipple por el cargo de asesinato, sin fianza?

–Sí. Por esto estoy aquí.

–¿Tiene abogado?

–Sí. Se halla ahora en la oficina del fiscal.

–¿Su nombre, por favor?

–¿Por qué?

Wolfe mostró las palmas de las manos.

–¿Tendré que esperar a leer el diario de mañana para saberlo?

Cramer también volvió sus palmas hacia arriba.

–Harold R. Oster. Un negro. Consejero de la Comisión de Derechos Ciudadanos.

La mirada de Wolfe se trasladó a mí.

–Archie, busca al señor Parker.

Me abalancé al teléfono. No tenía necesidad de consultar la guía para saber los números de la oficina o la casa de Nathaniel Parker, el miembro del foro. Sabiendo que solía quedarse en su oficina hasta muy tarde, fue allí donde probé primero. Estaba. Wolfe cogió el teléfono de su mesa y yo quedé pegado junto al mío.

–¿Parker? Necesito unos informes confidenciales. No daré su nombre para nada. ¿Conoce a un abogado llamado Harold R. Oster?

–Le conozco. Personalmente. Trabaja para la Comisión de Derechos Ciudadanos..Se ocupa de los casos civiles.

–Sí. ¿Es eficiente para un cliente acusado de asesinato?

–¡Oh! – pausa-. ¿Dunbar Whipple?

–Sí.

–¿Está usted en esto?

–Sólo quiero información.

–Siempre suele estar complicado en esta clase de casos… Por esto lo he preguntado. Bueno, confidencialmente, diría que no. Tiene habilidad, no hay que dudarlo, pero en mi opinión podría llevar el caso de manera equivocada, en fin, hablar del negro que ha matado a un blanca. Y cargarle el crimen. Si yo fuese Dunbar Whipple, desearía un hombre de otra clase. Por supuesto, es posible que me equivoque…

–Gracias, Parker, equivocado o no. Gracias. Todo esto será confidencial. – Wolfe colgó y se volvió hacia mí-, Archie, ¿mató Dunbar Whipple a Susan Brooke?

Le conocía muy bien. Cualquiera hubiera creído que deseaba lucirse ante Cramer, mostrándole su excentricidad y su genio, pero no era así. Sólo quería mi respuesta. Si hubiésemos estado solos, le habría contestado que me apostaba diez a uno a que era inocente, pero con Cramer allí no quise hacer apuestas.

–No -respondí.

–Consígueme al señor Whipple.

Antes de volverme hacia el aparato lancé una ojeada a Cramer. Baja la barbilla, estrechos los ojos, apretados los labios, no perdía de vista a Wolfe. Le conocía demasiado bien, y sospechaba lo que iba a suceder.

Le habría fastidiado un poco a Wolfe si Whipple no hubiese estado en casa, pero estaba. Contestó al teléfono. Comencé a decirle que el señor Wolfe deseaba hablarle, pero Wolfe ya había cogido su receptor y me cortó.

–Soy Nero Wolfe, señor Whipple. ¿Me oye?

–Sí.

–Le debo mis excusas. Tenía usted razón y yo era el equivocado. Acabo de saber que han acusado a su hijo por asesinato. Estoy convencido de que la acusación es infundada. Si quiere mis servicios en favor de su hijo, se los ofrezco sin remuneración. Mi deuda con usted es demasiado grande, y antes no debí negarme. Bien, acepto el caso. Silencio. Luego:

–Su abogado telefoneó hace una hora diciendo que seguramente mi hijo estará en casa a las ocho.

–Su abogado está equivocado. Poseo una información mucho más segura. ¿Acepta mi oferta?

–Sí, claro está. Le pagaremos cuando podamos.

–No me pagará nada. Mi amor propio necesita una reparación. Pero hay una cuestión: la aprobación de su hijo y su abogado.

–La aprobarán. Sé que lo harán. ¿Pero cómo ha sabido…? ¿Está seguro de que…?

–Sí. Tengo a un polizonte sentado en el mismo sillón que ocupó usted. Cuando tenga la aprobación de su hijo y el abogado, hágamelo saber y actuaré. Debo hablar con usted y el abogado.

–Naturalmente. Lo sabía… sabía que ocurriría, pero ahora…

–Sí. Hemos perdido cierto tiempo. Bien, llámeme -y colgó.

–¿Qué clase de comedia es ésta? – preguntó Cramer con frialdad.

Wolfe arrugó la nariz.

–Creo que jamás le he hablado de cierta experiencia que tuve hace años en un lugar de Virginia. Quería marcharme de allí y volver a casa, pero necesitaba que un hombre me hiciese un favor. Un joven de color hizo posible que realizase ambos deseos. Se llamaba Paul Whipple. No le había visto desde entonces, hasta hace diez…, no, once años. Ahora llevaré la cuenta.

–¡Al diablo con la cuenta! Usted no puede estar seguro de que ese Dunbar Whipple no mató a la chica. El único modo que tiene usted de saberlo es conociendo quién es el verdadero asesino.

–No tengo la menor idea de quién la mató.

–No lo creo. Está bien claro que cuando Goodwin anduvo husmeando por ahí desenterró algo que usted ahora intenta utilizar para uno de sus asquerosos trucos. Pero no podrá hacerlo. Antes le dije que si usted llevase el caso, seguramente enviaría a Goodwin lejos de aquí. Y ahora le digo que voy a llevármelo a usted también. A ver al fiscal del distrito -se puso de pie-. Si quiere que haga las cosas en regla, le detengo como testigo material. Vamos.

Wolfe, sin apresurarse, colocó las manos sobre la mesa a fin de empujar hacia atrás el sillón, se levantó, y se tiró el chaleco hacia abajo con el pulgar y el índice de cada mano.

–Naturalmente, no despegaremos los labios y mañana saldremos con fianza. ¿Me permite dos minutos para llamar a Parker? Llámele, Archie.

Dirigí mi vista hacia Cramer, como solicitando su permiso, puesto que me hallaba bajo arresto. El inspector respiró pesadamente diez segundos.

–Usted le dijo a Whipple que el cargo contra su hijo era infundado -dijo al fin-. Oigamos la respuesta a lo que yo le he dicho, o sea que si está convencido de la inocencia de Dunbar es porque conoce la identidad del asesino.

–Ya le contesté. No tengo idea de quién la mató.

–Entonces, ¿por qué no puede ser él?

–No estoy obligado a manifestar una conclusión a la que haya llegado. Pero le diré, bajo mi palabra de honor, cosa que respeto, como sabe, que la conclusión no se apoya en ninguna base evidente. No sé nada de las circunstancias que condujeron a la muerte de Susan Brooke, que usted no sepa; quizá sé mucho menos que usted. Pero hago una sugerencia. Ahora estoy obligado a actuar en interés del señor Whipple, me gustaría proceder sin demora, y preferiría no tener que pasar esta noche bajo custodia, callado o no. Le pediré a Goodwin que haga un informe completo, con todas las conversaciones escuchadas, de su investigación sobre Susan Brooke, y me ofrezco a enviarle una copia a usted, con el correspondiente certificado. Esto debe bastarle.

–¿Y usted?

–Olvídeme. Todo lo que yo sé sobre el asunto estará contenido en el informe de Goodwin. Sigue en juego mi palabra de honor.

–¿Cuándo tendré el informe?

–No puedo decírselo, ¿cuánto tardarás, Archie?

–Depende -manifesté-. Si lo quiere todo, palabra por palabra, digamos cuarenta horas. Tres días con sus noches, no se relatan así como así. Hablé con mucha gente de muchas cosas. Si sólo quiere lo más importante, puedo hacerlo en unas diez o doce horas. El certificado incluido.

–Mañana por la tarde -sentenció Cramer-. A las cinco.

–Quizá, no se lo garantizo.

El inspector miró a Wolfe, abrió la boca y volvió a cerrarla. Luego se marchó. Wolfe levantó la voz para gritarle:

–¡Estamos bajo arresto!

–¡Narices! – respondió Cramer, sin detenerse.

Cuando me dirigí al vestíbulo para asegurarme de que se había marchado, cerrando la puerta, iba pensando que no podía reprocharle el mostrarse rudo. Se estaba enfrentando con el hecho de que se estaban cebando en el hombre al que Nero Wolfe había decidido defender. Volví a la oficina. Wolfe estaba sentado de nuevo, con gesto agrio.

Fui a mi mesa y me senté.

–Al menos disponemos de doce horas -comenté-. Luego, tal vez nos aguardará la cárcel -cogí cuartillas y papel carbón y preparé la máquina de escribir.

–¿Qué estás haciendo? – me preguntó.

–Empiezo este maldito reportaje.

–¿Por qué no lo hiciste antes?

–Pura pérdida de tiempo. Además, ¿no dije que era inocente?

–Sí. ¿Por qué?

Me volví completamente, mirándole.

–Ya sabe usted por qué, puesto que llamó a Whipple. Cuando Dunbar le ladró: «¡Qué hizo! ¡Qué hizo usted!», pensé para mí que no la había matado. Si lo hizo, estaba representando una comedia, pero entonces se trata de un actor formidable. Y sólo un genio puede ser tan bueno… y jamás he visto un genio, aparte de usted. ¿No está bien considerado?

–Sí. Posiblemente, no podía estar fingiendo. Bien, el informe no es solamente para Cramer. Necesito tener una copia.

–Seguro. Como de costumbre. Siempre dándome una tarea larga, enojosa y extremadamente difícil.

Di media vuelta en mi silla y me apliqué a la tarea.

CAPITULO VI

Tardé once horas más, cuatro la noche del jueves y la mayor parte del viernes, para redactar las treinta y dos páginas y el certificado. Podrá parecer lento, pero fue debido a la carencia de notas. Lo puse todo en un sobre dirigido al inspector Cramer, lo llevé a una notaría pública para que me protocolizaran el certificado, y luego, en taxi, me fui a la Brigada de Homicidios Sur, en la calle Veinte. También tomé un taxi al regreso. Era un día soleado de invierno, bueno para pasear, pero la Gazette estaba en los quioscos y publicaba un artículo que deseaba leer.

Hubo interrupciones. Whipple telefoneó a última hora del jueves para decirnos que Oster, el abogado, estaba de acuerdo en que Nero se ocupase del caso, aprobándolo en beneficio de su cliente. A las ocho y media del viernes por la mañana, estando ya en mi despacho, me llamó Wolfe por el intercomunicador desde su dormitorio y me ordenó que llamase a Lon Cohen y le dijese que si enviaba un periodista a nuestra casa le daríamos tema para un artículo; y además, me dijo que cuando llegase, le enviase el periodista al invernáculo, si venía entre las nueve y las once. Llegó poco después de las diez, por lo que Fritz lo condujo al ascensor. La cosa no carecía de precedentes, pero era desusada. Me hubiera gustado poder decirle a Dunbar Whipple la excepción que Nero Wolfe hacía en su interés, cuando casi nunca lo hacía por ningún blanco. Me pregunté, y sigo haciéndolo aún, si las palabras tenían algo que ver con ello, sabiendo cómo es Nero para las palabras. Como me había dicho una vez, discutiendo el valor de las palabras, de sobremesa, «negro» es una palabra española que designa a los individuos de piel oscura, y «nero» es la que significa negro en italiano. Y él había nacido en Montenegro, en las Montañas Negras. Quizás algo enterrado en él no había muerto, y estaba en su sumidero o jardín.

De las demás llamadas sólo necesito dar cuenta de una, poco después de almorzar, procedente de Oster, cuando quedó arreglado que él y Whipple vendrían a las seis para sostener una conferencia.

En el taxi con el que volví de la calle Veinte leí el artículo tres veces. Estaba en la página tres, con el titular: «Nero Wolfe se ocupa del caso». Decía así:

«Nero Wolfe, el tan conocido detective privado, se ocupa del caso de asesinato de Susan Brooke. Hoy ha anunciado que ha sido contratado por Harold R. Oster, el abogado de Dunbar Whipple, el cual se halla a cargo de la defensa del caso (véase página uno), a fin de que investigue ciertos aspectos del asunto.

»Según el récord, ninguno de los clientes de Wolfe ha sido nunca inculpado de asesinato. Interrogado esta mañana por un periodista de la Gazette si no creía que con este caso iba a manchar su récord, replicó que no. Añadió que tenía buenas razones para creer en la inocencia de Dunbar Whipple, y que confiaba que, con la ayuda de Oster, lograría las pruebas necesarias para exculparle.

»Declinó revelar sus razones para creer que Whipple es inocente, ni la naturaleza de las pruebas que espera conseguir. Pero para ciertas personas el mero hecho de que esté ansioso de hacer saber públicamente que ha sido contratado por la defensa de Dunbar, resultará significativo. Otros dirán que alguna vez tenía que ocurrir su primer fracaso.»

No publicaban ningún retrato del bien conocido detective privado, aunque en los archivos de la Gazette disponían de varias docenas. Tendría que escribirle una carta de queja al director.

Cuando llegué a casa me dirigí al despacho y noté algo. Nos traen la Gazette cada día, y siempre está en mi mesa de despacho a partir de las cinco, pero esta vez no estaba y yo quería el ejemplar extra. Fui a la cocina, le pregunté a Fritz y me dijo que no la tenía allí. Wolfe había telefoneado desde el invernáculo para que se la subieran. Aún más extraordinario. Le gusta ver su nombre en los periódicos tanto como al que más, pero siempre espera a bajar al despacho. Mientras cogía la leche del refrigerador y me servía un buen vaso, pensé que es cierto el refrán de «vivir para ver».

Whipple y Oster llegaron temprano. Una de las reglas de Wolfe, entre otras muchas, es que cuando se presentan un abogado con su cliente, es éste quien debe sentarse en el sillón de cuero rojo, pero aquella vez no se cumplió. Oster lanzó una ojeada en torno y se dirigió directamente al sillón. Era alto y corpulento, con tez del color de la miel oscura, como le gusta a Nero, no la tez sino la miel, y se movía con la soltura del personaje principal, que intenta seguir siéndolo. Sería curioso ver lo que sucedería si Nero intentaba trasladarle a una butaca amarilla.

No se molestó en cambiarle. Cuando penetró en el despacho, tras oír el sonido del ascensor, llevaba la Gazette en la mano. Saludó a derecha e izquierda y se encaminó a su mesa, pasando por entre ambos visitantes, pero Oster le salió al paso con la mano extendida. Wolfe se paró, movió la cabeza y exclamó distintamente:

–Mi muñeca -y continuó su camino. Oster se sentó y preguntó:

–¿Le duele la muñeca?

–Hace mucho tiempo -replicó Wolfe, mirando a su cliente-. ¿Ha visto a su hijo, señor Whipple?

–Sí.

–¿Y acepta mi oferta?

–Yo la he aceptado -intervino Oster; su voz era abaritonada y resonaba en las paredes-. Soy el abogado encargado del caso.

Wolfe le ignoró.

–Desearía asegurarme -dijo a Whipple- que su hijo sabe que estoy trabajando en su favor y lo aprueba. Tiene que decirle…

–¡Esto es una impertinencia! – tronó Oster-. Sabe condenadamente bien, Wolfe, que un abogado «actúa» en nombre de su cliente. De lo contrario, es usted más ignorante de lo que un hombre de su condición debe ser. Estoy sorprendido, asombrado, y tendré que volver a considerar la aceptación de su ofrecimiento.

Wolfe, por fin, le miró.

–¿Termina, señor Oster?

–Dije que tendría que volver a considerarlo.

–Quise decir si termina ya de hablar.

–Sí.

–Bien. Le he zaherido deliberadamente. Conozco los derechos de un abogado. Pero lo que me interesa es mi propio derecho. A fin de poder llevar a cabo una labor satisfactoria para el señor Whipple, debo empezar por formular una presunción que seguramente usted rechazará. Y sabiendo que inevitablemente llegará el choque, pensé que cuanto antes se produjese, mejor. Mi presunción inicial es que Dunbar Whipple no mató a Susan Brooke, sino que fue asesinada por alguien que trabaja para o en la Comisión de Derechos Ciudadanos. O sea que…

–¡Dijo muy bien que lo rechazaría! – objetó Oster, hablándole a Whipple-. ¡Este hombre es imposible! ¡Escúchele! ¡Imposible!

–¡Y usted es un chapucero! – le gritó Wolfe, con el tono de quien establece un hecho cierto.

Oster se encaró con Wolfe, trémulo de ira, sin hallar palabras.

–Aunque repudie mi presunción -continuó Wolfe-, como hombre encargado de la defensa de Dunbar Whipple, debería tener interés en saber por qué adopto esta actitud. Bien, sólo es una tentativa, meramente un punto de partida, porque debo comenzar por algún sitio. Lo más conocido del asesinato es que el asesino estaba enterado de lo del apartamento, y que la señorita Brooke estaba allí, casi con toda certeza. Puesto que no se llevaron ni el dinero ni las joyas, está claro que no se trata de un delincuente vulgar, ni tampoco pretendió el criminal que tal fuese la creencia. No creo que mucha gente estuviese enterada de la existencia del apartamento; aparentemente, según lo que dicen los diarios, eran muy pocos los enterados. En un esfuerzo por encontrarlos, hay que probar en el lugar más apropiado, en principio. Yo planteo una cuestión. Usted es su abogado. Si usted consiguiese exculparle presentando al verdadero culpable, y éste se hallase relacionado con la organización de la cual es usted el consejo legal, ¿lo haría usted?

Naturalmente, Oster tenía que afirmar. Luego añadió:

–Pero son tres condiciones.

–La primera, en realidad, no lo es. Vamos, señor Oster, seamos realistas. Ayer, a esta hora, un inspector estaba sentado en ese mismo sillón, y charlamos un poco. Creo que su cliente se hallará en un grave aprieto a menos que le encontremos un sustituto.

–¿Vino Cramer?

–Sí.

–¡Ese maldito entrometido!'

–No lo es demasiado -replicó Wolfe-. Bien, no quiero apremiarle para la respuesta. Su reputación es bastante conocida y usted no debe tomar una iniciativa a la ligera -vinagre, luego mantequilla-. Dunbar Whipple entró en aquel apartamento poco después de las nueve y no se movió de allí hasta la llegada de la policía, cuarenta minutos más tarde; así lo afirma el muchacho. El único método factible de probar que Susan Brooke falleció antes de su llegada es encontrar la persona que la mató. Busquémosla. La ROCC no es el único sitio donde se puede investigar, ciertamente. ¿El informe, Archie?

Lo cogí de un cajón.

–¿Tienes otra copia? – me preguntó.

Asentí.

–Hice tres.

–Dásela al señor Oster. Esto, señor, es un reportaje completo, sin omitir nada que pueda interesar, de la investigación de Susan Brooke llevada a cabo por mí a requerimientos del señor Paul Whipple. Todavía no lo he estudiado, pero lo haré. Sugiero que haga usted lo mismo. Cualquier indicio que contenga, por leve que sea, debe ser tomado en cuenta. Pero tan pronto como sea posible, yo debo saber…

Se calló de repente. Golpeó la superficie de la mesa.

–¡Maldición! Soy un tonto. Todavía no le he preguntado si ha pensado ya en una línea de defensa.

Oster estaba hojeando las páginas del informe. Levantó la mirada.

–No… bueno, yo… no, todavía no.:

–¿No tiene el menor atisbo de sospecha, por vago que sea, de la identidad del asesino?

–No.

–¿Y usted, señor Whipple?

–No -contestó el aludido-. Absolutamente ninguno. Pero he de hacer una pregunta. No es por curiosidad, pero mi hijo quiere saberlo, y le aseguré que se lo preguntaría a usted. Un abogado tiene que defender a su cliente, aunque le crea culpable, pero usted no.

Usted debe creer, estoy seguro de que es así, que mi hijo es inocente. Y el muchacho quiere saber por qué.

–¿Importa mucho?

–Para él, sí.

–¡Hum…i Bien, dígale que porque es negro y Susan Brooke era blanca. Esto le dejará satisfecho. Y ahora para usted: en parte por la ausencia de un motivo, pero particularmente por lo que dije el martes por la tarde en esta habitación. O es un actor muy inspirado o es inocente, y no creo que sea un buen actor. Más bien creo que es un ingenuo. Por favor, dígaselo así -volvió su atención a Oster-. Esta mañana he intentado poner un cebo. ¿No ha leído la Gazette de hoy?

–No.

Wolfe se la entregó.

–Aquí. Está abierta por la página. En la tercera columna, está mi nombre en el titular.

Oster leyó el artículo lentamente y luego le pasó el diario a Whipple.

–¡Es usted peor que arbitrario! – le dijo a Wolfe-. ¿Y el cebo? ¿Dónde está el anzuelo?

Wolfe se limitó a asentir.

–Meramente, le estoy demostrando que la presunción que usted ha rechazado no es exclusiva. En cuanto al cebo y el anzuelo, pensé que darían buen resultado. Es posible que alguien, satisfecho y aparentemente seguro porque la policía se ha fijado en Dunbar Whipple, se inquiete ahora con la noticia de que voy a ocuparme y pienso hacer algo. Remoto, ciertamente.

–Sí, lo es. ¡Qué presumido es usted! Entienda esto, Wolfe: se halla usted bajo mi dirección. Me alegro de tener este informe, es bueno. Pero todo lo que haga usted, primero debe obtener mi aprobación. ¿Entendido?

Wolfe movió la cabeza.

–No trabajo de esta forma, pero lo dejaré pasar por el momento. Para lo que intento hacer en seguida necesito, no sólo su aprobación, sino su ayuda. Mañana por la noche, a las nueve, me gustaría tener aquí a todo el personal de la oficina de la Comisión de Derechos Ciudadanos, incluyendo al señor Henchy, el director.

Oster sonrió ampliamente.

–Oiga, Wolfe. Comenzó por intentar sacarme de mis casillas, y lo consiguió. Una vez ya es bastante. Use su cabezota.

–La estoy usando. Si no aprueba mi idea y no quiere ayudarme, traeré yo misino aquí a esa gente. Tendré que ir a verles.

–Si lo intenta, ha terminado conmigo. – Oster se puso en pie, enfurecido-. En realidad, ya ha terminado ahora -se volvió a Whipple-. Vamos, Paul. Es un hombre imposible. Vámonos.

–No -respondió Whipple.

–¿Qué quiere decir, no? ¡Ya le ha oído! ¡Es imposible!

–Pero… -Whipple no continuó; en cambio, añadió-: Creo que debe volver a considerar la cuestión, Harold. ¿No es razonable que desee verles y hacerles unas cuantas preguntas?

–¡Yo les he visto ya y les he interrogado! ¡Los conozco bien! ¡Vámonos! ¡Si necesitamos un detective, hay otros!

–No como él -replicó Whipple-. No, Harold. Se está usted precipitando. Si no quiere pedirles que vengan, de acuerdo, lo haré yo. Estoy seguro de que Tom Henchy comprenderá que es muy razonable. Es un…

–Hágalo, Paul, y tendrá que buscar otro abogado para Dunbar. Se lo aviso.

–Se está precipitando, Harold.

–¡Se lo vuelvo a advertir!

–Lo sé. – Whipple había inclinado la cabeza hacia atrás. Le estaba viendo de perfil, y por primera vez vi en él el colegial de Kanawha Spa, de muchos años atrás-. Sé que es usted un buen abogado, Harold, pero no sé si lo es bastante para sacar a Dunbar de este atolladero. Voy a serle sincero: lo dudo. Si alguien puede lograrlo, es Nero Wolfe. Si tiene que ser Nero o usted, veré a Dunbar por la mañana, le diré lo que hay y que mi hijo decida. Estoy seguro que estará de acuerdo conmigo -trasladó su mirada a Wolfe-. Señor Wolfe, no es sólo la impresión que me produjo hace muchos años, cuando yo no era más que un chiquillo. He seguido atentamente su carrera. En lo que a mí respecta, es usted el encargado del caso -se volvió a Oster-. No se vaya, Harold; siéntese.

El abogado se estaba mordiendo los labios.

–¡Esto es ridículo! – exclamó-. ¡Soy abogado, un respetable miembro del foro! ¡Y él es un… es un advenedizo!

–Señor Oster -rugió Wolfe.

–¿Qué?

–Sugiero que la extravagancia del señor Whipple sea ignorada. Pongamos la defensa legal de Dunbar Whipple en sus manos, y la búsqueda de la evidencia que soporte dicha defensa en las mías. Sabía que chocaríamos, y así ha sido. No ha habido víctimas. Siéntese, por favor. Esperaba, y espero, que usted se halle presente en la conferencia de mañana por la noche. Si quiere objetar, o decir algo entonces, tiene usted lengua. No me extraña que haya querido zafarse de mí. Sé que soy difícil, aunque no imposible. Y. si quiere discutir todo esto con el señor Whipple, podrá hacerlo más tarde -miró el péndulo-. No dudo que tendrá usted informes y sugerencias para mí, y antes de media hora, estará lista la cena. Si usted y el señor Whipple quieren honrarnos cenando con nosotros, podremos discutir de sobremesa la situación. Pato silvestre con salsa Vatel y vinagre, yemas de huevo, pasta de tomate, mantequilla, nata, sal y pimienta, escalonia, estragón y escafolio. ¿Les desagrada alguno de ellos?

Oster dijo que no.

–¿Y a usted, señor Whipple?

También negó.

–Díselo a Fritz, Archie.

Me levanté y fui a la cocina. Resultaba estupendo que ninguno de ellos hubiese dicho sí, puesto que Fritz estaba ya atareado con la salsa, como Wolfe suponía. No le gustó la noticia. No es que le disgustase tener invitados a comer, pero pensó que no habría bastante pato. Le calmé diciéndole que Wolfe se conformaría con un cambio, y volví al despacho, donde encontré a Oster hundido en el sillón rojo, hablando con vehemencia, mientras Wolfe, armado de una pluma y cuartillas, tomaba notas. Les interrumpí para preguntarles con respecto a las bebidas, y me ordenaron un martini y un vodka «on the rocks». Volví a la cocina para prepararlos.

A nuestra mesa sólo comen dos clases de personajes: a) individuos hacia quienes Wolfe tiene inclinaciones personales, que son ocho únicamente, y sólo dos de ellos habitan en Nueva York, y b) personas que tienen ciertos problemas. Wolfe trata con ellos en la mesa de temas que cree interesarán a sus invitados; para él, como observó una vez, un invitado es una joya sobre el almohadillado de la hospitalidad, quizás una tontería, pero que no deja de ser un excelente sentimiento. Cuando Fritz comenzó a servir los mejillones, me pregunté cuál sería el tema para aquellos dos. Fue William Shakespeare. Después de las abundantes raciones de mejillones, regados con vino blanco y mantequilla cremada y harina, todo muy alabado por los comensales, Wolfe les preguntó si habían leído el libro de Rowse. No. ¿Pero estaban interesados en Shakespeare? ¡Oh, sí! Pocos abogados o profesores se atreverían a decir que no. ¿Seguramente estarían familiarizados con Otelo? Lo estaban. Le guiñé un ojo a Wolfe. No resultaba de mucho tacto hablarles a aquellos huéspedes de Otelo[2].

Nero tragó su último bocado de mejillones.

–Hay un punto interesante -observó-. Una cuestión. Si los hechos ocurrieron tal como son presentados en la obra, ¿podría Yago, en la actualidad y en el Estado de Nueva York, ser acusado legalmente como instigador de asesinato y ser inculpado?

Tuve que reconocer su habilidad. Era indudable que Otelo presentaba un tema en el que se hallaban interesados, y presentar a Yago bajo el punto de vista legal era un buen ardid. Discutieron el asunto apasionadamente. Cuando el pato aderezado hubo sido consumido, y Fritz sirvió las brevas «soufflé», me pareció que Yago volvía a estar de moda.

Fritz contesta las llamadas del timbre durante las comidas. Debía ser Cramer. Tras haber leído el reportaje, vendría a formular ciertas preguntas, que serían muy bien acogidas, porque era mejor esto que ser invitados a ir a la oficina del fiscal. Pero no era Cramer. Del vestíbulo nos llegó el rumor de voces, la de Fritz y otra, y luego otra no reconocible. Callaron. No era posible oír a través de una puerta cerrada; no sólo Fritz cierra las puertas, sino que también Oster estaba hablando. Volvió a aparecer Fritz, atravesó el umbral, y le anunció a Wolfe:

–Dos hombres y una mujer -antaño habría dicho: dos caballeros y una dama, pero Wolfe se lo había prohibido. Prosiguió-: El señor y la señora Kenneth Brooke y el señor Peter Vaughn. En la habitación de enfrente. Les he dicho que tenía usted la noche comprometida.

Wolfe me miró. Asentí.

–El hermano -le expliqué.

Entonces Wolfe le comunicó a Fritz que podía servir el queso, y que tomaríamos allí el café en vez del despacho, tras lo cual ensartó con el tenedor un pedazo de «soufflé».

–¿El hermano de Susan? – inquirió Oster, a lo que respondí que sí. Luego, se dirigió a Wolfe-: ¿No le esperaban?

Wolfe se tragó el bocado.

–No, de manera específica. Esperaba a otra persona, esta noche o mañana. El cebo, ¿comprende? – en su despacho se habría mostrado más grosero, pero no con unos invitados a su mesa-. Necesitaría otra sesión con ustedes, pero tendrá que esperar. ¿Quizás el señor Goodwin podría llamar mañana por la mañana a su despacho?

–Desearía discutir con esas personas.

–No, señor. Posiblemente habrá un ligero altercado con ellas. Se lo comunicaré a usted… a mi discreción.

Fritz entró con el queso.

CAPITULO VII

Yo estaba en la alcoba situada al fondo del vestíbulo, mirando a través de un agujero en la pared. Se trata de un agujero rectangular con un panel deslizante. Por el lado del despacho está tapado por el cuadro de una cascada, a través del cual puede mirarse desde la alcoba. Bien, yo estaba atisbando desde allí, a fin de estudiar previamente a los dos hombres y a la mujer que Fritz condujo al despacho después de la marcha de Whipple y Oster. Wolfe, de pie a mi lado, ya había mirado. Kenneth Brooke, en el sillón rojo, tenía el rostro vuelto hacia los otros dos, charlando con ellos. Era corpulento y sólido, no delgado como su hermana. Su esposa, en la butaca que Paul Whipple ocupara antes de la cena, era una rubia alta, de muy buen aspecto. Positiva. Me refiero a positiva, no como opuesto a negativa, sino a vago. El otro individuo, Peter Vaughn, de quien jamás oyera hablar, sentado en una butaca que Fritz había movido de su sitio, era alto y esbelto, con una faz huesuda y estrecha. Wolfe y yo llevábamos allí, mirando y escuchando, unos seis o siete minutos, pero lo que oímos no nos ayudó mucho. Estaban comentando un cuadro del despacho de Wolfe, no la cascada. Vaughn argüía que se trataba de un Van Gogh, lo que no era cierto. Lo pintó un tal Macintyre, a quien Wolfe sacara una vez de apuros.

Wolfe movió un dedo, y me apresuré a correr la mirilla. Con la mirada me preguntó si conocía a alguno de los tres. Meneé la cabeza y Nero abrió la marcha hacia el despacho. Al entrar, dio un rodeo por detrás de Brooke para llegar a su mesa, y yo pasé por detrás de los otros dos para ir a la mía.

–Siento que hayan tenido que aguardar -disculpose Wolfe antes de tomar asiento-. Usualmente, doy hora para las visitas, pero hay excepciones. ¿Es usted el hermano de Susan Brooke?

Brooke asintió.

–Lo soy. Mi esposa. El señor Vaughn, Peter Vaughn. Hemos venido… eh… sin pensarlo. Nosotros apreciamos…

–El artículo de la Gazette -intervino la señora Brooke. También se mostraba positiva hablando-. Creemos que tiene razón. Sabemos que tiene razón!

–Esto es agradable -Wolfe movió una mano hacia mí-. El señor Goodwin, mi ayudante confidencial. Los dos nos sentimos muy obligados. Pensamos que, por el contrario, seguramente iban a decirnos que estábamos equivocados. ¿Cómo saben que tenemos razón?

Hablaron todos a la vez, o lo intentaron. La señora Brooke ganó.

–Díganos cómo lo sabe. Luego, le diremos lo que sabemos -le estaba mirando fijamente-. Dicen que las damas primero, pero también nosotras podemos hacer excepciones. Esta vez, primero los caballeros.

Wolfe mantenía sus labios apretados. Creí que iba a mostrarse grosero, pero se contuvo. Casi estuvo cortés.

–Pero, señora, considere mi posición. Estoy comprometido en beneficio de un hombre que puede ser llevado a juicio por asesinato. Puede verse obligado a presentarse ante un juez y un jurado. Revelar particularidades de la defensa, a ustedes o a cualquier otra persona, sería traicionarle -miró al individuo que estaba a su lado-. ¿Quién y qué es usted, señor Vaughn? ¿Trabaja para el fiscal?

–No -repuso Vaughn-, nada de esto. Sólo soy… un amigo. Vendo automóviles… los «Heron» -sacó una cartulina del bolsillo, que me entregó, y que ya pasé a Wolfe.

No sólo había oído hablar de él, sino que le había visto, de casualidad. Su padre, Sam Vaughn, era el dueño de «Heron Manhattan, Inc.», que yo visitaba al menos una vez al año, para cambiar el sedan de Wolfe por uno nuevo.

Wolfe movió la cabeza.

–¿Y usted, señor Brooke?

–¿Importa esto? Soy el hermano de la pobre Susan. Soy ingeniero. Electrónica. Le aseguro que no queremos traicionar a nadie… muy al contrario.

–Queremos saber -intervino su esposa- si conoce usted la verdad, toda la verdad sobre Susan.

Wolfe soltó un bufido.

–Bien, no la sé toda. Pero quizás ustedes puedan ayudarme. ¿Qué parte de verdad quieren comunicarme?

–Cómo era -explicó la señora Brooke.

–Su carácter, su personalidad -agregó el marido.

–Su «cualidad» -agregó Vaughn-. Es imposible que estuviese… con un negro… en aquel apartamento. Iba a casarme con ella.

–¿De veras? ¿Estaban comprometidos?

–Bueno… se sobreentendía… desde hace casi dos años. Yo esperaba hasta que se hubiese cansado de… de esa chifladura.

–¿Chifladura?

–O capricho. Bondad de corazón.

–No era «bondad de corazón» -declaró la señora Brooke-. Me alabo de ser a veces misericordiosa. Pero Susan tenía que llevar las cosas hasta su extremo. Darles dinero no era suficiente para ella, y tenía que trabajar allí. Claro, que esto tampoco era bastante aún. Tenía que poseer un apartamento en medio de los barrios pobres de Harlem, e incluso a veces comer y dormir allí.

–¿Estuvo usted alguna vez en aquel apartamento? – se interesó Wolfe.

–Sí, fui con la madre de Kenneth… la madre de Susan, claro. Insistió en verlo. Fue terrible la vecindad, la porquería, el olor, y aquella «desdichada» gente. No quieren que se les llame «negros», pero es lo que son. Pero la idea de que Susan pudiese convivir con uno de ellos… que pudiese tener uno de esos seres en su apartamento, es absolutamente absurda. Era una dama. Tenía un capricho, de acuerdo, pero era una dama. Por lo tanto, tiene usted toda la razón al afirmar que Dunbar Whipple no la mató. La mató algún horrible negro del barrio. El cielo sabe que hay bastantes.

Wolfe asintió.

–Su lógica parece perfecta. Entiendo que la policía ya ha considerado dicha posibilidad y la ha rechazado porque las cosas de valor que se hallaban a la vista no fueron arrebatadas, y la señorita Brooke tampoco fue asaltada sexualmente.

–Esto no prueba nada. Algo asustó al ladrón, algún ruido… algo. O no intentaba matarla, y fue esto lo que le asustó.

Wolfe no estuvo de acuerdo:

–Muy posible. Como conjetura, perfectamente admisible. Pero se necesita algo más que una conjetura para salvar al señor Whipple; estaba en el apartamento; llevaba allí más de media hora cuando llegó la policía. La teoría de un ladrón resulta fútil, a menos que sea descubierto. No estoy seguro de comprender la posición de ustedes. Si, como usted dijo, la idea de que la difunta no podía tener a uno de ellos en su apartamento es absurda, ¿cómo explica usted que Whipple estuviese allí?

–Fue a preguntarle algo o a decirle cualquier cosa respecto a su trabajo. Vive a pocos bloques de distancia.

–Pero tengo entendido que iba allí con cierta frecuencia, y que le ha dicho a la policía que él y la señorita Brooke iban a casarse.

–¡Es un embustero! – saltó Vaughn.

–¡Absolutamente absurdo! – corroboró la señora Brooke.

–No comprendo su posición -dijo Brooke-. Según el artículo del periódico, posee usted un buen motivo para creer en la inocencia de Dunbar Whipple. ¿Querrá decirnos por qué opina que Dunbar Whipple es inocente?

–No, señor. ¿Por qué lo está usted? Si es que lo está.

–No estoy seguro de estarlo.

–Su esposa ha afirmado que usted sabe que tengo razón.

–Debió decir que lo deseábamos -Kenneth Brooke se inclinó hacia delante-. Cuando mi esposa me enseñó el artículo de la Gazette, exclamé: «¡Gracias a Dios!» Mi hermana ha muerto, y esto no tiene arreglo, pero todo lo que se publica y dice respecto a ella está matando a su madre. A mi madre. Es algo tan repugnante… el apartamento y el negro. Si éste no la mató y usted puede probarlo, todo será diferente. Quizá Dunbar fue allí para hablarle del trabajo, y la halló muerta. Esto sería distinto. Podría salvar la vida de mi madre. Creo que sabe usted de qué estoy hablando. Admito que no es imposible que mi hermana quisiese casarse con un joven de color…

–¡Kenneth! ¿Estás loco?

–Estoy diciendo lo que pienso, Dolly -volvió su atención a Wolfe-. No me hubiera gustado… pero admito que es posible. Sin embargo, no estaban casados… ¿o lo estaban?

–No.

–Entonces, si él la mató es algo… horrible. Sórdido y horrible. Pero si usted puede demostrar que no fue él, será diferente. Lo sé, me estoy repitiendo, pero ya sabe lo que trato de decir. Es el asesinato lo que cuenta. Si la mató otra persona, la gente se olvidará de Dunbar Whipple. Incluso mi madre se olvidará de ese hombre… no absolutamente, supongo, pero, repito, será todo diferente. Por tanto, queremos…queremos saber por qué afirmó usted que Whipple es inocente.

Su esposa estaba intentando meter baza. Ahora lo hizo.

–¡Estás loco, Kenneth! ¡Susan no se habría casado jamás con un negro!

–Olvídalo, Dolly. Ya sabes lo que dijiste hace un mes.

–¡Hablé por hablar!

–Bien, lo dijiste -se volvió a Wolfe-: Necesito saberlo. No sólo saberlo, sino que quiero ayudar. Ya sé que usted percibe honorarios muy elevados, y no supongo que Whipple o su padre anden sobrados de dinero. Si usted me dice la forma en que piensa sacar a Dunbar Whipple de ese conflicto, deseo ayudar.

–También yo -terció Vaughn-. No creo que Susan… Pero esto no importa. ¡Dios mío, cuando pienso…! – no acabó la exclamación.

Wolfe sacudió la cabeza.

–Posiblemente puede usted ayudarme, pero no con dinero. En cuanto a mi posición, no puedo revelar la base en que me apoyo para proclamar la inocencia del señor Whipple, aunque ello no incluye el conocimiento de la identidad del asesino. Usted podría ayudarme en esto; todos ustedes, mejor dicho, porque eran íntimos de la difunta. Si no fue ni el señor Whipple, ni un ladronzuelo del barrio, ¿quién fue? ¿Quién se beneficia con su muerte, en mente, cuerpo o dinero? Ésta es siempre la cuestión. No, no meneen la cabeza; considérenlo. ¿Qué existencia será ahora más fácil, gracias a la muerte de Susan Brooke?

–La de nadie -repuso Brooke.

–¡Hum…! Alguien la mató, y alguien que conocía el apartamento. Si quieren ayudarme a descubrir al criminal, indaguen en sus recuerdos. Yo no los tengo; empecé de la nada y estoy casi lo mismo. Señor Brooke, ¿dónde estaba usted aquella noche entre las ocho y las nueve?

Brooke se limitó a mirar a Wolfe.

–Hablo en serio -aclarole éste-. Ha habido casos de fratricidio. ¿Dónde estaba?

–¡Buen Dios! – exclamó Brooke.

–¿Le extraña? Pudo ser usted. ¿Dónde estaba?

–En mi laboratorio.

–¿De ocho a nueve?

–Desde las siete hasta casi medianoche. Estaba allí cuando mi esposa me telefoneó lo de Susan.

–¿Estaba solo?

–No, había tres personas más.

–Entonces, su asombro es más comprensible -la cabeza de Wolfe se inclinó hacia la derecha-. ¿Señor Vaughn?

–No me gusta esto -tenía las mandíbulas apretadas.

–Naturalmente. Ni a nadie. ¿Dónde estaba?

–En mi club. Harvard. Cenando, y luego mirando una partida de bridge.

–¿De ocho a nueve?

–Sí. Y antes y después.

–Su disgusto también es comprensible. ¿Señora Brooke?

–Tampoco me gusta -se ruborizó-. ¡Esto es… ridículo!

–Pero no impertinente, si de veras desea ayudar. ¿Dónde estaba?

–En mi casa. Toda la noche.

–¿Sola?

–No. Con mi hijo.

–¿Qué edad tiene?

–¡Es usted un grosero!

–Digo el niño.

–¡Ah! Ocho años.

–¿Alguien más? ¿Un criado?

–No, la doncella había salido -se puso de pie bruscamente. Le cayó el bolso al suelo, y Vaughn se agachó a recogerlo-. ¡Esto es un insulto! ¡Me sorprende que lo toleres, Kenneth! Si no quiere decirnos nada, lamento haber sugerido que viniéramos. Llévame a casa.

La mirada de Brooke recayó en Wolfe, en mí y en Vaughn. Aparentemente, invitaban a una sugerencia que no llegó. Su esposa estaba ya junto a la puerta. Levantándose, Kenneth le dijo a Wolfe:

–Estoy en la guía telefónica, tanto por mi laboratorio como por mi casa. Cuando le dije que deseaba ayudar, era de veras. Vámonos, Peter.

Pareció que Vaughn iba a añadir algo, pero no lo hizo, y gracias a su vacilación, llegué al vestíbulo antes que ellos. La señora Brooke estaba ya junto al perchero, cogiendo su abrigo, por lo que me acerqué a ofrecerle mi ayuda. Me ignoró, con una mirada despreciativa, y esperó la llegada de los dos hombres. Entonces dijo:

–Sostenme el abrigo, Kenneth.

Abrí la puerta rápidamente, a fin de que el aire helado de la calle se colase dentro, azotando a la señora Brooke antes de estar embutida en el abrigo. Mientras salían y yo cerraba la puerta, decidí ir a visitar a aquel niño de ocho años y preguntarle a qué hora se fue a la cama el lunes, 2 de marzo. Ninguna mujer puede abofetearme y quedarse tan tranquila.

Me dirigí al despacho.

–Bien -le dije a Wolfe-, Dolly Brooke la asesinó porque iba a casarse con un maldito negro. ¿Cómo podemos demostrarlo?

Frunció el ceño.

–Ya te he dicho antes que esta palabra no me gusta nada.

–Estaba repitiendo su forma de hablar.

–Cállate. Me refiero a la palabra «maldito», y lo sabes.

Me senté y no disimulé un bostezo.

–Es demasiado estar sentado y no moverme. Seis horas a la máquina. La señora Brooke me ha insultado deliberadamente al marcharse. Fue idea suya la de venir. Quería averiguar lo que sabíamos. Hace un mes le dijo a su marido que sabía o sospechaba que Susan iba a casarse con un negro. Sabía dónde se hallaba radicado el apartamento, pues estuvo allí. Tenía que matar a Susan. El asesinar a Dunbar no habría solucionado el problema, porque Susan se habría encaprichado de otro negro según su modo de pensar. La coartada es inocente. Para algo tan importante como un asesinato no puede ser censurada por dejar a un niño durmiendo en la cama, o por ponerle una pastilla de pentobarbital sódico en la leche. O la madre Brooke fue a entretener al niño, sabiéndolo o sin saberlo. El filicidio es tan conocido como el fratricidio. ¿He olvidado algo?

–Tres ligeros puntos. Dijo que Susan Brooke era una dama. Y no la consideraba así. Sabía que el señor Whipple no vive lejos del apartamento. Dejó caer el bolso cuando se levantó. ¿Dónde vive?

Fui a mi mesa y cogiendo el anuario de Manhattan busqué la página.

–Park Avenue, por las Sesenta. Sesenta y siete o Sesenta y ocho.

–¿Cómo pudo ir hasta allí?

–Seguramente en taxi. Quizás en su propio coche, si lo tiene.

–Busca a Saúl. Que averigüe si esa mujer posee coche, y en tal caso, si lo utilizó aquella noche. Tu agenda.

Objeté. Los honorarios de Saúl Panzer son de diez dólares por hora, más gastos.

–¿Estoy impedido acaso? – pregunté cortésmente.

–Tienes que hacer otra cosa: ocuparte del señor Oster y del señor Whipple. Tu agenda. Para mañana en la Gazette. A una sola columna de dos pulgadas. Encabezamiento: «Un taxista», en negrillas. Luego; «tomó a una mujer bien vestida, coma, de unos treinta años, coma, desde las calles Sesenta a la Ciento veintiocho, a primera hora de la noche del lunes, 2 de marzo. Será recompensado si se comunica conmigo.» Debajo, mi nombre, dirección y número de teléfono. Que lo publiquen durante tres días, mañana, el lunes y el martes. ¿Algún comentario?

–Uno. Calle Sesenta Este.

–Añádelo.

–Ella puede verlo. ¿No importa?

–No. Si es propicia a la amenaza, cuanto más se estremezca, mejor. Tu agenda. Preguntas al señor Oster y a Paul Whipple. No queremos un ejército aquí. Sólo los que…

–Primero me ocuparé del anuncio -cogí el teléfono y marqué el número de la Gazette.

CAPÍTULO VIII

Fue un final de semana desastroso. Nada fue bien. Nada, asimismo, fue terriblemente mal, pero todo salió desquiciado.

Mi cita del sábado por la mañana con Oster y Whipple fue cancelada porque a Oster lo llamaron a Washington para una conferencia en el Departamento de Justicia. Estaría de vuelta el domingo por la noche. Saúl Panzer es el mejor detective por cuenta propia que haya jamás frenado una puerta que se cierra con el pie, pero incluso él se vio defraudado cuando supo que el empleado de servicio la noche del lunes en el garaje donde los Kenneth Brooke guardaban sus dos «Heron» se había ido fuera a pasar el final de semana, sin que supiera nadie dónde. A las cuatro de la tarde del sábado, fue invitado a la oficina del fiscal para discutir algunos apartados del reportaje que le entregué a Cramer, y un ayudante del fiscal, llamado Mandel, me retuvo bastante tiempo, pareciendo que le hubiera gustado verme entre rejas; al final llegué con dos horas de retraso al baile del «Flamingo», donde estaba citado. Lon Cohen telefoneó una vez el sábado y dos el domingo. Algún sesudo periodista, quizás el propio Lon, había leído el anuncio, recordando el hecho de que el hermano casado de Susan vivía en las Sesenta Este, y Lon quería saber qué era todo aquello. Pude esquivarle el sábado, pero llamó dos veces al día siguiente para saber si había aparecido el taxista. No había aparecido.

Un final de semana desastroso.

Finalmente, vi a Oster el lunes por la tarde, en las oficinas de la ROCC, que ocupaban todo un piso en un edificio de la calle Treinta y nueve, cerca de Lexington Avenue. No era lujoso, pero tampoco sórdido. Me quedé ligeramente sorprendido al ver que la mujer de la centralita, que se ocupaba también de la recepción, tenía mi color de piel, aún más claro: una mujer de mediana edad, con un pelo casi grisáceo, con doble papada, y una nariz muy larga, que no encajaba en su rostro. Más tarde me enteré que el personal de las oficinas era de treinta y cuatro personas, cinco blancas, y de ellas cuatro voluntarias, lo que Dolly Brooke llamaría «misericordiosas».

La oficina de Oster era pequeña, con una ventana, pero tras unas palabras de excusa me acompañó al despacho del director, Thomas Henchy, que era una estancia agradable, con unas cuantas docenas de fotografías en los muros, donde los estantes y alacenas dejaban espacio. Había visto a Henchy un par de veces por la televisión, como todo el mundo: ancho de espaldas, mejillas levemente fláccidas, pero no colgantes, cuello corto. Color, el del café fuerte con una cucharadita de nata. Nos estrechamos las manos, y procuré retirar pronto la mía. Los hombres de cuello corto suelen tener mucha fuerza.

Cuando me marché, más de una hora después, estaba dispuesto el programa para la noche. Le expliqué que al decir Wolfe «todo el personal», no lo dijo en sentido literal. Sólo quería ver a los que, debido a sus contactos o relaciones con Susan o Dunbar, o ambos, podían quizás aportar alguna información; útil; y la selección corrió a cargo de Henchy y Oster, previa consulta a mi persona. Todo fue satisfactorio. Al salir llevaba una lista en mi bolsillo, que pasé a máquina en el despacho de Nero Wolfe.

Thomas Henchy, de 50 años, director. Es cortés, pero no cordial. Sabe que el asunto le ocasiona perjuicios a la ROCC y no le gusta. Posiblemente opina que Whipple la mató.

Harold R. Oster, abogado. Evidentemente le ha dicho a Henchy que la idea de la conferencia en nuestro despacho fue suya, cosa que no he desmentido.

Adam Ewing, de 40 años, de color, encargado de las relaciones públicas, trabajando íntimamente con Whipple. Le he visto. Listo y ávido de ayudar. Piensa saberlo todo, y quizá sea verdad.

Cass Faison, 45 años, de color, encargado de los fondos de la organización. Susan Brooke trabajaba a sus órdenes. Le he visto. No me extrañaría que le hubiese gustado Susan, y no le gustase Dunbar. Es todo sonrisas. No intentó ninguna insinuación.

Rae Kallman, de la edad de Susan, blanca. Ayudaba a Susan en las fiestas y reuniones para allegar fondos. Susan la reclutó y le pagaba personalmente, pero piensa seguir en la ROCC. No la he visto. Me dio la impresión de que no aprueba el sentimiento de Susan hacia Dunbar. No quiero hacer hincapié en ello, puesto que no es mi misión, pero tengo esa impresión.

Beth Tiger, de color, 21 años, mecanógrafa. Sólo Henchy tiene secretaria, taquígrafa, y tomaba el dictado de Dunbar. Otra impresión, de un comentario de Henchy: le habría gustado tomar algo más que el dictado de Dunbar. No la he visto.

Maud Jordan, blanca, 50 o más, telefonista y recepcionista. Está incluida en la lista, principalmente porque fue quien recibió la llamada de Susan aquella tarde y dejó el mensaje de la joven sobre la mesa de Dunbar, referente a que no podía estar en su apartamento antes de las nueve. Es trabajadora voluntaria, interesada en derechos civiles, también misericordiosa, evidentemente con mucha pasta, puesto que no cobra y Henchy mencionó que había entregado quinientos dólares al fondo para los hijos de Medgar Evers. La vi al entrar y al salir. Una solterona, como usted, que necesita interesarse por algo, y ha dado la casualidad de que ese algo son los derechos civiles. Mi impresión, se basa en mi infalible comprensión de las mujeres por debajo de los 90.

Todos estaban enterados de lo del apartamento. Henchy, Ewing, Faison y Kallman sabían dónde estaba.

Oster dice que no. La Jordan conocía el número telefónico. La Tiger, no.

Cuando Wolfe bajó del invernáculo a las seis en punto, cogió este informe, lo leyó dos veces, frunció el ceño durante dos minutos, dejó el papel en un cajón, y se apoderó del libro que estaba leyendo. No era el de Rowse sobre Shakespeare, sino El Ministro y la Corista , de un abogado llamado Kunstler. Yo lo había leído y se lo recomendé. Durante la cena lo discutimos y estuvimos de acuerdo en que el Departamento de Policía de Nueva York y la oficina del fiscal del distrito jamás habían promovido tanto alboroto en torno a un caso, ni lo harían otra vez.

La velada no empezó demasiado bien. Cuando cuatro o más individuos tienen que venir a casa para una conferencia después de cenar, equipo un bar portátil en la cocina, y lo traslado al despacho, y en efecto allí estaba cuando llegó el primer visitante; pero veinte minutos después, cuando ya estaban todos reunidos y sentados, y entró Wolfe, aún no había hecho ninguna venta. Fue algo muy notable. De ocho personas, a las nueve de la noche, podía pensarse que al menos dos o tres se mostrasen sedientas, o deseasen beber algo, pero todos dijeron que no. No podía ser a causa de mis modales, al ofrecerme a servir a gente de una raza inferior. Primero, dos de los presentes eran blancos, y segundo, cuando me considero superior a alguien, cosa que suele ocurrirme con frecuencia, necesito un motivo mejor que el color del pellejo.

Los reunidos estaban segregados, no en razón del color, sino de su sexo. Wolfe me ordenó que colocase a Whipple, su cliente, en el sillón rojo, y como había llegado antes que Oster no hubo ningún choque. En la fila de butacas amarillas, se hallaba Oster en el extremo más alejado de mí, luego venían Henchy, Ewing, el relaciones públicas, y Faison, el encargado de los fondos. En la fila de atrás estaban Rae Kallman, Maud Jordan y Beth Tiger. Era la primera vez que veía a las señoritas Kallman y Tiger. La primera, que probablemente llevaba más carmín del necesario en sus labios, engordaría con los años, pero en la actualidad era muy esbelta y curvilínea. La Tiger era uno de esos seres que no pueden ser detallados con justeza. Mencionaré que su tez tenía el color de un tazón de oro macizo, que Wolfe tenía en su dormitorio, y que jamás permitía a Fritz que lo limpiase; que si la joven hubiera sido Cleopatra, en vez de la Liz, no me habría perdido la película, y que tuve un verdadero problema con mis ojos toda la noche, puesto que con un grupo en casa se suponía que debía observar todas las expresiones y movimientos. Esto me resultó especialmente difícil porque la Tiger, que se hallaba cerca de mí en la fila de atrás, estaba situada en un ángulo a mi derecha. Fue mi error.

Eran las nueve y diez cuando llamé a la cocina por el intercomunicador para comunicarle a Wolfe que habían llegado todos; se presentó casi al instante, dio la vuelta por detrás de Whipple al dirigirse a su mesa, y permaneció de pie mientras anunciaba los nombres de los asistentes. Cada cual fue asintiendo, y luego se volvió hacia mí y me preguntó:

–¿Los refrescos, Archie?

–Ofrecidos y declinados -respondí.

–Bien. Cerveza para mí, por favor -cuando me levanté, se volvió a su cliente-. Señor Whipple, aquella noche en el Pabellón Upshur, usted tornó cerveza de jengibre.

–¿Se acuerda de esto? – Whipple abrió los ojos desmesuradamente.

–Ciertamente. Pero el otro día tomó un martini. ¿Quiere ahora cerveza de jengibre? Yo prefiero la cerveza, y le invito a imitarme… si es su gusto.

–Está bien. De acuerdo. Scotch y soda.

–¿Señor Henchy?

–Se pierde tiempo -objetó el director.

–Vamos, caballero, ¿tan precioso es el tiempo, en realidad? El mío no. Si lo es el suyo, resulta más tentador robárselo.

Los ojos de Henchy sonrieron, pero no abrió la boca.

–Usted gana -dijo al fin-. «Bourbon on the rocks».

Al aceptar el jefe, los demás le imitaron. Rae Kallman se ofreció a ayudarme, lo que redujo la pérdida de tiempo. La única que se negó fue Maud Jordan, y cuando los demás hubieron sido servidos, se puso en evidencia pidiendo un vaso de agua. Yo me combiné una tónica con ginebra, porque era lo que había pedido la Tiger. Creo en el compañerismo.

Wolfe dejó el vaso sobre la mesa, y paseó sus ojos por la izquierda y luego hacia la derecha.

–Supongo que todos ustedes saben que estoy actuando sobre la presunción de que Dunbar Whipple no se halla complicado en el asesinato de Susan Brooke. Esto no necesita ser discutido, a menos que alguno de ustedes no esté de acuerdo.

Unos movieron la cabeza y otros dijeron que no.

–Dejémoslo bien sentado. ¿Quieren, por favor, levantar la mano los que estén de acuerdo conmigo en este punto?

Al levantar la señorita Tiger su mano, volvió la cabeza hacia la derecha. Para comprobar. Dos de los presentes, Cass Faison y Rae Kallman, se mostraron algo lentos. Henchy sólo movió el antebrazo a un ángulo de cuarenta y cinco grados.

–¡Pero nosotros no somos ni el juez ni el jurado! – objetó Adam Ewing.

–La intención, señor mío, es que el asunto no llegue jamás a verse ante un juez ni un jurado -replicó Wolfe, mirando de izquierda a derecha-. Naturalmente, todos ustedes han sido interrogados separadamente por la policía, salvo el señor Oster. Para nuestro propósito, o sea la exculpación del señor Whipple, era preferible una conferencia conjunta, mas para evitar confusionismos, empezaremos con cada uno, unitariamente. Atiendan, por favor: si alguno de ustedes oye una declaración formulada por otro con la que no estén de acuerdo, díganlo al instante. Intervengan. No la dejen pasar. ¿Comprendido?

Nadie dijo que no.

–Muy bien. El señor Goodwin me informa que todos ustedes estaban enterados de la existencia del apartamento, y presumo asimismo que todos sabían dónde estaba, con excepción del señor Oster. ¿Alguna pregunta?

–Bien -dijo Beth Tiger-, yo sí sabía dónde estaba.

–Yo no -gruñó Maud Jordan-. Sólo sabía el teléfono, y que pertenecía a Harlem, pero ignoraba la dirección.

–Sin embargo, estoy presumiendo que sí lo sabía, señorita Jordan, puesto que sabiendo el número telefónico no le habría sido difícil localizarlo en la guía. Y ahora, señor Oster, no voy a exceptuarle ni siquiera a usted. Aunque resulta algo improbable que uno de ustedes fuese el apartamento y matara a Susan Brooke, no es una cosa completamente inconcebible. Como es natural, esta posibilidad se halla en mi mente, aunque no en primer plano. La policía ya les ha interrogado respecto a sus respectivas andanzas la noche de autos, pero yo no. Más adelante veremos si se produce alguna contradicción. Una coartada resulta muy pocas veces completamente exculpadora. Lo que…

–¡Un momento! – le atajó Henchy-. Cuando nos ha preguntado si estábamos convencidos de que Whipple no la había matado, he levantado la mano. Si ahora nos pregunta si pensamos que nadie de este despacho la ha matado, volveré a levantarla -se golpeó una rodilla con el puño-. Si quiere exculpar a Whipple, siga adelante, y ojalá lo logre, pero no trate de echar las culpas a alguno de los que estamos aquí.

–No deseo echarle las culpas a nadie, señor Henchy. Quiero sencillamente descubrir al individuo «culpable» del crimen -Wolfe consultó el péndulo-. Hace casi exactamente una semana que hay un «culpable». Bien, empezaré por usted, señorita Jordan.

–¿Por mí? – se quedó con la boca abierta.

–Sí. Un extremo vital es la llamada telefónica efectuada por la señorita Brooke y el mensaje hallado sobre la mesa del despacho del señor Dunbar Whipple poco antes de las seis. ¿Fue usted quien llevó el mensaje al despacho?

–Sí. Ya se lo conté a la policía.

–Ciertamente. ¿Fue usted misma quien habló por teléfono con la señorita Brooke?

–Sí, en la centralita.

–¿A qué hora?

–A las cinco y cuarto. Lo señalé en el registro: las cinco y quince.

–¿Qué le dijo?

–Quería hablar con el señor Whipple, y le contesté que estaba en una conferencia; entonces me rogó que le comunicase que no podría ir allá hasta las nueve o un poco más tarde.

–¿No podría citarme las palabras exactas?

Frunció el ceño, y pareció que se le alargaba la nariz.

–Ya lo intenté. Con la policía. Cuando dije: «Comisión de Derechos Ciudadanos», me contestó: Aquí, Susan, Maud. Por favor, póngame con el señor Whipple. Contesté: Está de conferencia en el despacho del señor Henchy, con unos de Filadelfia. Entonces, me dijo: Cuando le vea dígale que no llegaré allá hasta las nueve o un poco más tarde. Le contesté: Yo me marcho de aquí a las cinco y media. ¿Quiere que le deje el recado en su despacho?, y me repuso: Sí, claro está. Luego colgó.

Wolfe me consultó con la mirada, vio que yo estaba ajetreado con la agenda, y volvió a concentrarse en la solterona.

–Sobre el extremo siguiente es lamentable que ya haya sido interrogada por la policía, pero no puedo hacer otra cosa. Seguramente lo tiene grabado en su mente, pero debo volver a insistir sobre ello. ¿Está segura de que la que habló era la propia señorita Brooke?

Asintió.

–Era ella. La policía quiso saber si estaba dispuesta a jurarlo en el estrado de los testigos, y les manifesté que no podía jurarlo porque no la vi, pero si era alguien que imitó su voz, tendría que volver a oírlo antes de creerlo.

–¿Solía llamarla por su nombre de pila?

–Sí.

–¿Cuándo le habló no notó nada raro?

–No, en absoluto.

–Acaba de decir «en absoluto» porque tiene usted una idea fija, señorita Jordan. Usted se ha comprometido en esto. Y es una lástima, puesto que al presente no tengo base para contradecirla -Wolfe giró la vista de izquierda a derecha-. Esto es algo crucial. ¡Ojalá hubiese hablado con la señorita Jordan antes de que la interrogase la policía! Si presumo que el señor Whipple es inocente, debo también presumir que no fue la señorita Brooke quien efectuó la llamada telefónica.

O esto o…

–No -objetó Oster-, no necesariamente. Pudo hacerla y luego llegar allí antes de lo que esperaba. La cuestión es saber si llegó antes que Whipple, y cuánto tiempo antes; respecto a esto hay evidencia. La joven estaba en la vecindad, puesto que sabemos que entró en una charcutería y en otra tienda, antes de las ocho. Por tanto, debió llegar antes que Whipple, probablemente una hora antes, y esto es lo interesante.

Wolfe movió la cabeza.

–No es lo interesante. Tomemos al asesino. Puesto que no fue Dunbar Whipple, llamémosle X. Estaba enterado de la existencia del apartamento y que la señorita Brooke llegaría pronto aquella noche, y es muy probable que también supiera que el señor Whipple tenía que ir. ¿Debió entrar, seguramente admitido por la señorita Brooke, y golpearla, exponiéndose a que Whipple se presentase en cualquier momento? No lo creo. Debía haber terminado cuando llegase Whipple, y no sólo el asesinato, sino también el descenso de dos tramos de escaleras y su salida del edificio. Bien, lo rechazo. Creo que X estaba enterado de la llamada telefónica, y que por lo tanto Whipple no llegaría hasta más tarde. O sabía que la señorita Brooke había llamado, o era él quien hizo la llamada, imitando la voz de la señorita Brooke, en cuyo caso debe ser ella, y no él, o bien hay otra persona que realizó la llamada por cuenta del asesino. Por lo tanto, señorita Jordan, necesitamos de usted aún otra cosa. ¿Quién, aparte de usted, se enteró de la llamada?

–Nadie -la papada era más visible por tener abatido el mentón-. Ya se lo dije, estaba yo en la centralita.

–¿No se lo dijo a nadie?

–No.

–La llamada se produjo a las cinco y cuarto. ¿Redactó el recado, inmediatamente?

–Sí. No iba a tardar en marcharme.

–¿Cuándo llevó el mensaje al despacho de Dunbar Whipple?

–Cuando me marché. Un instante antes.

–¿Pudo alguien verlo en la centralita?

–No. No vino nadie hasta que marché, y entonces lo tenía en la mano.

–¿Había alguien en el despacho del señor Whipple cuando entró usted?

–No.

–¿Lo dejó sobre la mesa del despacho, bien a la vista?

–Por supuesto. Para que el señor Whipple lo viese. Debajo de un pisapapeles.

Los ojos de Wolfe se posaron en el director.

–Señor Henchy, Dunbar Whipple me dijo que la conferencia terminó un poco después de las seis. ¿Es cierto?

–Sí. Unos cinco o seis minutos después.

–¿Asistió alguien más, aparte de usted, a la conferencia?

–Sí, los señores Ewing, Faison y Oster.

–¿Abandonó alguno de ustedes el despacho después de las cinco y media, antes de que terminase la conferencia?

Adam Ewing explotó.

–¡Esto es inicuo! ¡Nos está usted sometiendo a un tercer grado!

Wolfe le miró severamente.

–Creo, caballero, que se halla usted encargado de lo que se denomina «relaciones públicas» en la organización. Seguramente le interesará, si Dunbar Whipple es inocente, que el asesino sea apresado lo antes posible. Naturalmente, no desea que fuese ninguno de los presentes, y yo tampoco. He contribuido a la Comisión de Derechos Ciudadanos… ¿con cuánto, Archie?

–Con ciento cincuenta dólares anuales durante los siete últimos años -lancé una ojeada a la señorita Tiger para ver si se había impresionado. Aparentemente, no.

–Pero esta llamada telefónica es un extremo vital, y si la señorita Brooke fue quien la hizo, debo enterarme de quién pudo estar al corriente de la misma. Señor Oster, le advertí que si quería intervenir, objetar sobre algo, tiene usted lengua. ¿Tiene algo que decir sobre esto?

–No. Creo que es inmaterial, pero esto no es un tribunal.

–Puede ser inmaterial. Repetiré la pregunta, señor Henchy.

–No. La contestaré. Yo estuve en mi despacho continuamente mientras duró la conferencia.

–Yo no -intervino Cass Faison. Lo veía de perfil, y la luminosidad que recaía sobre su negra mejilla le procuraba un extraño resplandor-. Tenía una cita y me marché sobre las seis menos cuarto.

–¿Penetró en el despacho del señor Whipple?

–No. Y quiero decir algo: dudo que Dunbar Whipple la matase, y menos con una cachiporra, pero si lo hizo espero que le lleven a la silla. Sea quien fuere que haya matado a Susan Brooke, esté o no en esta habitación, espero que acabe en la silla.

–Yo también -aprobó Ewing-. Y todos -miró a Wolfe con sus pardas pupilas-. Si Oster no protesta, yo tampoco. Estuve fuera del despacho unos minutos para ir al lavabo; esto pudo ser después de las cinco y media, no lo sé. No entré en el despacho de Whipple, y nada sé con respecto a la llamada telefónica ni al mensaje.

–Entonces no necesito molestarle más. Señor Oster, si no hay objeción por su parte, ¿estuvo usted en la conferencia?

–Sí, y como el señor Henchy, continuamente. Supe lo de la llamada telefónica a la mañana siguiente por la señorita Jordan.

–Señorita Kallman, ¿entró usted en el despacho del señor Whipple durante el período de tiempo específico?

–No estuve allí -dejó su copa sobre la mesita situada entre su butaca y la de la solterona. Añadió-: Casi nunca estaba en la oficina. Suelo estar fuera. Y así fue aquel día -esto no cuadraba con lo que me dijera Henchy sobre la presencia de la Kallman aquel día en la oficina. Probablemente, era algo inmaterial.

–¿Estuvo la señorita Brooke con usted aquella tarde?

–No. Estuve en Brooklyn visitando a ciertas personas. Ella tenía una cita con unos estudiantes, en la NYU, a las cinco.

–¿Cuándo la vio por última vez?

–Aquella mañana, en la oficina. Nos encontrábamos allí a menudo, especialmente los lunes, para preparar los planes del día. Pero creo que debo decirle… -se calló.

–¿Sí?

–Se lo conté a la policía. A menudo la telefoneaba por la noche, por si había algún informe. Aquella mañana me dijo que estaría en el número de Wadsworth por la noche, y a las ocho y media, quizás algo más, marqué el número, pero no contestó nadie.

–¿El número del apartamento de la calle Ciento veintiocho?

–Sí.

Wolfe soltó un bufido.

–La policía probablemente opina que la joven aún no había llegado. Yo supongo que ya estaría muerta. ¿Entonces, usted no estaba enterada de su llamada a la oficina aquella tarde?

–No.

–¿Y usted, señorita Tiger?

Ahora podía contemplarla directamente, lo cual fue un alivio. Nunca había contemplado una damita tan compuesta. Decidí que sus pestañas eran naturales.

–Yo sí vi el mensaje -le confesó a Wolfe, con una vocecita ligeramente aguda-. Estaba sobre la mesa. Fue cuando le llevé unas cartas para la firma.

La mirada de Wolfe era la misma que empleó con la solterona Jordan. Y sin embargo, es todo un hombre.

–Bien -dijo-. Entonces deberá decirme dónde pasó las tres horas siguientes.

No opuso la menor objeción.

–Estuve en la oficina hasta las seis y media, ocupada en las cartas que el señor Whipple había firmado. Luego comí algo en un restaurante. Después me marché a casa y me puse a estudiar.

–¿Estudiar?

–Economía. Quiero ser economista. ¿No sabe dónde vivo?

–No. ¿Dónde?

–En el mismo edificio de la calle Ciento veintiocho. Tengo una habitación en el cuarto piso. Cuando Susan Brooke buscaba un apartamento por Harlem, me preguntó si sabía de alguno, y resultó que el del tercer piso estaba libre. De haberlo sabido…

–¿Qué?.-',

–Nada.

–¿Estuvo sola aquella noche en su habitación?

–Sí, a partir de las ocho. La policía al principio creyó que yo la había matado. No lo hice. No salí de mi cuarto, ni siquiera después de la llegada de la policía. Quisieron llevarme no sé adonde para interrogarme, pero me negué a ir a menos que me arrestasen, cosa que no hicieron. Conozco mis derechos de ciudadana. Al día siguiente estuve en la oficina del fiscal. Deseo preguntarle algo. Se lo pregunté al señor Oster, pero no sé si está en lo cierto, y quiero que me lo aclare usted. Si una persona afirma haber cometido un asesinato no se la puede inculpar por su sola palabra. Tiene que existir alguna prueba. ¿Es verdad?

–Sí.

–Entonces, actuaré de testigo y diré que la maté. El señor Oster afirma que me contrainterrogarán y echarán por tierra mi declaración, pero no lo creo. No, si puedo contestar a todas las preguntas que me formulen. Así, el señor Whipple no sería inculpado, y a mí tampoco podrían incriminarme. ¿No es verdad?

Wolfe mantenía los labios apretados. Respiró profundamente. Henchy y Oster dijeron algo, pero los ignoró. Volvió a aspirar hondo.

–Señorita, merece una respuesta sincera. O es usted un diablillo o una tonta. Si la mató se expone a un desastre; y si no lo hizo está invitando a que se burlen de usted. Si la mató le aconsejo que no se lo diga a nadie, y menos aún a mí; si no lo hizo, ayúdeme a descubrir al culpable, sea hombre o mujer.

–Yo no la maté.

–Entonces, tenga un poco de cerebro. Veamos: ¿se halla el apartamento en el tercer piso, directamente debajo de su habitación?

–No, está al fondo. Mi cuarto da al frente.

–¿Oyó algún ruido desusado aquella noche, entre las ocho y las nueve?

–No. Los primeros ruidos desusados los oí cuando llegó la policía.

–Supongo que el señor Whipple sabía que usted vivía allí, en el piso de encima. Me dijo que permaneció en el apartamento hasta la llegada de la policía, o sea más de media hora después de haber descubierto el cadáver. Hay que pensar que, en semejante situación, el deseo de hablar con alguien, con una persona amiga, que tan próxima se hallaba, debió ser casi irresistible. Pero no lo hizo, ¿verdad?

–No. Y me alegro de que no lo hiciera.

–¿Por qué?

–Porque sé… bien, creo que habría bajado y estampado mis huellas dactilares en la cachiporra.

–¡Hum…! ¿Cree que el señor Whipple se lo habría permitido?

–Ni se hubiese enterado, pues se habría quedado en mi habitación.

–Entonces me alegro tanto como usted de que no fuese a verla. Este asunto ya está bastante enredado sin esto. Archie, los vasos están vacíos.

Cuando me dirigí al bar para coger una botella de cerveza y entregársela, un par de los asistentes hizo alguna observación que puede ser pasada por alto. La señorita Kallman vino a ayudarme. Todos aceptaron de nuevo la copa casi llena, aunque con el hielo fundido, pero tampoco aceptó más cubitos. Cuando los demás estuvieron servidos, Henchy había ya casi vuelto a vaciar su copa, por lo que dejé la botella del «bourbon» sobre la mesita entre él y Oster; entonces, apuró la copa, cogió la botella y volvió a servirse. En cuanto a mí me marché a la cocina y cogí un vaso de leche. Me gustaría ser leal con la señorita Tiger y decir que lo que ella no quería, tampoco lo quería yo, pero la verdad era que desde una vez en que me perdí un extremo importante por haberme tomado cuatro martines, en un intento de sociabilidad, me limito a una dosis cuando estoy trabajando. Cuando volví al despacho con la leche, Oster hacía uso de la palabra:

–…por eso no objeté, pero era inmaterial. ¿Qué importa averiguar quién pudo enterarse de la llamada telefónica o del mensaje? Digamos que yo vi el mensaje sobre la mesa de Whipple. Bien, habría sabido que seguramente él no iría al apartamento de la señorita Brooke hasta después de las nueve, pero también que la propia Susan no estaría allí. Por lo tanto, no habría ido a las ocho para visitarla o asesinarla antes de la llegada de Whipple. En consecuencia, todo esto es improcedente.

Wolfe asintió y dejó el vaso sobre la mesa.

–Es obvio, si fuese tan sencillo, pero no lo es. Lo que es cierto es que si usted hubiese visto el mensaje habría sabido que Whipple no llegaría allá hasta las nueve, poco más o menos. Durante esas dos horas entre las seis y las ocho, habría podido enterarse, no importa cómo, puesto que hay varias posibilidades, de que la señorita Brooke cambió sus planes, y pensaba llegar antes a su casa. Podía haber ido a su encuentro, expresamente o por casualidad, y haberla acompañado al apartamento con cualquier pretexto.

–Posible -Oster torció los labios, luego levantó la barbilla y pensé que había decidido aceptar la acusación. Pero sólo dijo-: ¿Está ignorando el hecho de que aparte de la señorita Tiger, otra persona estaba enterada del mensaje?

–No. Lo guardaba para más adelante, pero si lo quiere ahora… -la mirada de Wolfe pasó a la derecha-. Naturalmente, se refiere a usted, señorita Jordan. Usted salió de la oficina a las cinco y media. ¿Cómo pasó usted las tres horas siguientes?

Sus ojos relampaguearon, cosa que no habría creído posible.

–No las pasé matando a nadie -le fulminó.

–Bueno. Ni, supongo, entretenida en ningún otro delito. Debe habérselo dicho a la policía. ¿Por qué no contármelo ahora a mí? La señorita Tiger lo ha hecho.

–Oh, sí, se lo diré. Lo que les dije a ellos. Me detuve en tres sitios, camino de casa, para comprar varias cosas: un libro, unas medias, pan, nata y conservas; luego me fui a casa, guisé la cena y me la comí, y después estuve leyendo el libro hasta que me acosté.

–¿Qué libro?

El Grupo, de Mary Maccarthy.

Wolfe torció el gesto. Había leído dos capítulos y no le gustó.

–¿Dónde vive?

–Tengo un apartamento en la calle Cuarenta y siete, cerca de la Lexington Avenue. Estoy sola en el mundo.

–Al menos se da cuenta del hecho. Mucha gente, no. Y ahora, señorita, un punto del que no hemos tratado todavía. ¿Qué opina del casamiento entre un negro y una blanca?

Otra vez el centelleo de sus pupilas.

–¡No es asunto suyo!

–No es asunto personal mío, de acuerdo. Pero me preocupa el tema, por ser la persona contratada por el señor Whipple para descubrir quien asesinó a Susan Brooke. Si tiene algún motivo para negarse a contestar…

–No tengo ningún motivo. Es impertinente, eso es todo. Todo el mundo en la ROCC sabe lo que pienso sobre esto, igual que lo saben otros. Cualquiera tiene derecho a casarse con quien desee. Es un derecho. El casarse con la mujer elegida, o con el hombre ansiado, es un derecho concedido por Dios.

–¿Entonces no le molestaban las relaciones entre la señorita Brooke y el señor Whipple?

–No era cosa mía. Salvo que pensaba que si la joven se casaba con él, todo su dinero iría a parar a la causa, lo cuál habría sido maravilloso.

–Todos opinábamos lo mismo -intervino Cass Faison-. O casi todos.

–Yo no -terció Adam Ewing-. Soy la excepción. Desde el punto de vista de las relaciones públicas, pensaba que era poco prudente. Sabía que lo era. Puedo decir exactamente lo que sentía, porque ya lo he explicado ante otras asambleas, algunas de ambas razas. El sexo y el dinero se hallan en el fondo de toda oposición a los derechos civiles, lo mismo que se hallan en el fondo de todo lo demás. Que un negro se case con una blanca es como aparear una cierva con un toro -hizo un gesto-. Pero no mataría a una mujer por impedirlo. No soy un asesino. Dejemos que la oposición sea la que cometa los asesinatos.

–Yo también soy una excepción -dijo Beth Tiger-. No pensé que aquel casamiento fuese – brilloso.

–¿Está de acuerdo con el señor Ewing?

–No es esto. Dije que no creí que fuese maravilloso. Y no quise decir nada más.

–¿Señorita Kallman?

Rae Kallman movió la cabeza, pero sin abrir la boca.

–¿Quiere decir que lo desaprobaba?

–No. Significa que le dije a Susan lo que tenía que decirle. Ella era la única que tenía derecho a oírlo y ha muerto. La policía no pudo sacarme nada, y usted tampoco podrá.

–No lo intentaré. ¿Señor Henchy?

Se aclaró la garganta. Si hubiese hecho como él con el «bourbon» también habría tenido que aclararme la mía, pero dos veces.

–En conjunto, lo aprobaba. El matrimonio es un asunto personal, pero en lo tocante a los intereses de la organización, estaba de acuerdo con el señor Faison. Opinaba que las ventajas pesaban más que las desventajas. En mi posición debo mostrarme realista. La señorita Brooke era una mujer muy acaudalada -cogió su copa.

–¿Y usted, señor Oster?

El abogado ladeó la cabeza.

–Usted sabe, Wolfe, por qué estoy sentado aquí. Le estoy largando toda la cuerda que desea. Pero preguntarme a mí qué me parece un casamiento entre un negro y una blanca, creo que es llevar las cosas un poco lejos. Le enviaré un ejemplar de una revista con un artículo que escribí hace cuatro años. Cada esfuerzo de civilización de la humanidad sobre la tierra es el resultado del cruce de razas. Evidentemente, la Naturaleza lo aprueba, y yo también. No deseo interferirme en los deseos de la Naturaleza.

–¿Y no opina de modo particular en este caso?

–Ciertamente, no.

Wolfe se sirvió más cerveza, vaciando la botella. La dejó sobre la mesa, mirándolos a todos.

–Reconozco que mucho de lo que hemos hablado ha sido una pérdida de tiempo. Espero que haya sido así, puesto que a pesar de la convicción de la señorita Jordan, no puedo descartar la sospecha de que la llamada telefónica no procedía de la señorita Brooke. Me gusta esta idea. Posee muchos atractivos -sus ojos se posaron en mi camarera ayudante-. Señorita Kallman, dijo usted que la señorita Brooke tenía una reunión aquel día, a las cinco. ¿Sabe dónde?

–En la NYU, pero no sé en qué edificio o apartamento.

–¿Puede averiguarlo?

–Sí, con facilidad.

–¿Y los nombres de algunos de los asistentes?

–Ahora mismo puedo darle un nombre. William Magnus. Tengo sus señas y número telefónico en la oficina. Éste podrá darle los demás nombres. Le vi la semana pasada. Mucha gente ha querido verme, desde que Susan…

–La reunión se celebró y la señorita Brooke asistió, ¿verdad?

–Sí.

–¿Podría el señor Goodwin llamarla por la mañana y conseguir la dirección del señor Magnus?

–Llamaré yo al señor Goodwin. Nunca sé a qué hora estoy en la oficina.

–¿Lo hará?

–Sí, lo haré.

–He hablado con Magnus -dijo Oster-. Y la policía. No sacará nada en claro, Wolfe.

El aludido estaba bebiendo cerveza. Una velada plenamente cervecera, tres botellas en vez de la una, o dos, normales. Dejó el vaso y se enjugó los labios.

–Siempre hay la posibilidad de un indicio, y el señor Goodwin sabe aprovecharlos. No sé por qué, pero si la policía está satisfecha con la llamada como perteneciente a la señorita Brooke, yo no. Si hay algo que…

Le interrumpió el teléfono, y acudí.

–Aquí la residencia de…

–Saúl, Archie. He dado con una rodaja de tocino.

–Tal vez nos servirá. Tenemos con nosotros compañía. Espera.

–Seguro.

Apreté un botón, rodeé las butacas, pasando sólo a ocho pulgadas de la espalda de la Tiger, fui a la cocina y cogí el aparato instalado sobre mi mesita de desayuno.

–Al habla Goodwin.

–Pues pareces el teniente Rowcliff.

–No lo soy. No tartamudeo. ¿Bien?

–Costó veinte pavos. Algunos empleados garajistas tienen sueños de grandeza. Los Brooke poseen dos coches, «Heron», un sedán y una rubia. El señor Brooke utiliza la rubia diariamente, de lunes a viernes, cuando va al laboratorio de Brooklyn. Aquel lunes por la noche, el dos de marzo, volvió al garaje con el coche, alrededor de medianoche. La señora Brooke salió y se llevó el sedán aquella noche entre las siete y las ocho. Casi a las ocho menos cuarto. Lo devolvió una hora después, tal vez una hora y media.

–Saúl, te amo, precioso, excepto cuando jugamos al póquer. ¿Se lo contará a ella?

–No. Negaría incluso habérmelo dicho. Tuve que jurarle que no se mencionaría su nombre.

–De acuerdo. Bien, naturalmente tienes el color y la licencia del coche. ¿Cómo iba ataviada la dama?

–No se fijó.

Con Saúl no hay que hacer preguntas tontas, tales como si Dolly Brooke iba sola al ir y al volver.

–Está bien -dije-, quizá no sea una asesina, pero es una abominable embustera. Wolfe se está terminando la tercera botella de la reunión. Uno de los presentes es una chica rubia, a la que será mejor que no conozcas si no quieres quedar fascinado. No quiero ser brusco, pero he de volver allí. ¿Dónde estás?

–En una cabina. Sesenta y cuatro y Lexington.

–¿Dónde estarás?

–En mi cama. Es casi medianoche.

–Si no te llamo esta noche, lo haré mañana. ¿Estarás?

Dijo que sí. Colgué el aparato y permanecí un minuto contemplándolo. Era la clase de cosa que más odia Wolfe, y a mí tampoco me gusta. Intentar hallar a alguien que hubiese visto aquella noche el coche aquel en Harlem era trabajo para un ejército. Enfrentarla con el hecho sin darle el nombre del informador, sería una pérdida de tiempo. Me levanté, pronunciando una palabra en voz alta que no es preciso transcribir, y fui al vestíbulo, hallando que la conferencia haría terminado. Dos de los asistentes se dirigían ya hacia la puerta, y los demás salían del despache, salvo Paul Whipple, que estaba conversando con Wolfe.

Acudí para ayudarles con los abrigos y los sombreros, y deliberadamente escogí a la solterona Jordan, dejando que otro sirviese a la señorita Tiger. No quería producirle la impresión de que me tenía cogido. Luego se presentó Paul Whipple, y tuve que ayudarle. Fue el último en marcharse.

Cuando volví al despacho, Wolfe tenía encendida la lamparilla y había abierto El Ministro y la Corista. Esto me agradó; me haría compañía mientras yo quitaba todo lo del servicio de bar. Marcharse a la cama, dejándome a mí todo el trabajo, habría sido por su parte una falta de colaboración. Al entrar, me hizo una pregunta con la mirada. Asentí.

–Saúl. La señora Brooke olvida las cosas. El lunes por la noche, el dos de marzo, sobre las ocho menos cuarto, sacó su coche del garaje y regresó una hora más tarde. Saúl le entregó veinte pavos al empleado del garaje y le prometió no mencionar su nombre. Iba sola.

–¡Maldita sea! – gruñó Wolfe.

–Amén. Le he dicho a Saúl que le llamaremos esta noche, o mañana por la mañana. ¿Algunas instrucciones?

–Es hora de acostarse. Dile a Saúl que venga a las once. Si la señorita Kallman no ha llamado a las diez, llámala tú.

–Bien. ¿Quiere ver a Magnus?

–No, lo harás tu.

Con esto me dio a entender que no le concedía excesiva importancia. Elevó el libro a la altura de sus ojos, y comencé a recoger las copas. La de Tiger seguía llena hasta sus dos tercios. ¡Lástima de ginebra Follansbee!