–¿Qué le pasa a usted? ¿Parálisis?
Fred Durkin dice que reí entre dientes. No lo sé. Sólo recuerdo que dije con voz bastante tranquila:
–Míster Brenner quiere hablar con usted reservadamente un momento. En el vestíbulo.
Me miró con desconfianza, luego levantó su voluminosa humanidad con un gruñido, cruzó la habitación y pasó por la puerta que yo mantenía abierta. Salimos al vestíbulo.
–¿Qué hay? – me preguntó.
–Se están burlando de nosotros -dije en voz baja-. Disimule, que ahí viene alguien…
Los pasos que acababa de oír procedían de míster John Charles Dunn y de su esposa, June. Subían por las escaleras, y al llegar donde nosotros estábamos y dar vuelta al pasillo, nos vieron.
–¿Ha visto usted a Prescott, míster Wolfe? – preguntó Dunn-. Está aquí y quiere hablar con usted.
Wolfe contestó que no había visto al abogado, pero que lo vería inmediatamente. Dunn se alejó con su esposa en dirección al otro tramo de escaleras. Tan pronto como se perdieron de vista volví a hablar a Wolfe.
–Noami Karn está abajo, en el salón, pero no es esto lo que me produjo la parálisis. Daisy Hawthorne está con ella, ¡hablando con ella!
–¿Para qué diablos me saca usted aquí? – rezongó Wolfe-. Si cree usted que es ocasión para andar con niñerías…
–No, señor. Nada de eso. Le digo a usted que la dama del velo está en la biblioteca, pero también está allá abajo hablando con Noami Karn. Yo mismo la vi. Alguien nos está gastando una broma. ¿Pero quién es la bromista, la de aquí o la de abajo?
–¿Quiere usted decirme que alguien se ha disfrazado?
–Sí, ésa es la idea. Estas Hawthorne son gente muy estrafalaria.
–¿Y está en el salón hablando con miss Karn?
–Sí
–¿Las vio usted mismo?
–Sí.
–¿Habló usted con Orrie?
–Sí. Vino siguiendo a miss Karn hasta aquí. El mayordomo le abrió la puerta a las dos y veintiocho.
Wolfe quedó pensativo unos momentos, con los labios fruncidos.
–Diga a Fred que salga -me ordenó.
Lo hice así. Wolfe le dijo cuando le tuvo en su presencia:
–Vaya a donde le indiqué. No pierda la carta para míster Ames. No riña con nadie. Yo estaré aquí o en casa,
–Míster Wolfe, lamento que… – –
–También yo. Vaya a cumplir mi encargo. Fred se marchó, y Wolfe volvió a dirigirse a mí.
–No hay que darse por enterados de este incidente -me dijo-. Voy a sentarme donde estaba. Usted siéntese cerca de ella. Yo le pediré a usted que me alargue cualquier cosa y al pasar por su lado le levantará aquel maldito velo.
–No sé si…
–No hay más remedio, Archie. Ábrame la puerta. Fue aquélla una de las veces en que yo habría dimitido mi cargo en el acto, pero me contuvo la certidumbre de que Wolfe habría dado el puesto a Johnny Keems. No soy un cobarde. En cierta ocasión sujeté los brazos a una linda cubanita que había ido al despacho con una navaja en la media con intención de presentársela a Nero Wolfe por la punta, y todo porque mi jefe había hecho empapelar por un asunto de contrabando a un amiguito suyo. No soy un cobarde, repito, pero cuando seguí a Wolfe a la biblioteca y, siguiendo sus instrucciones, ocupé un asiento al otro lado de nuestra segunda versión de Daisy Hawthorne, se me hizo un nudo en la garganta y me costó trabajo disimular mis temblores.
No obstante, lo hice. Quiero decir que lo intenté. Primeramente Wolfe le dirigió unas preguntas y la hizo hablar un poco. Su voz chillona, con aquel esfuerzo que le daba a uno la sensación de que no salía de una boca, era exactamente la misma que habíamos escachado en el despacho el día antes. Yo decidí que, o era Daisy en persona, o se trataba de la mejor remedadora que había oído. Inmediatamente se me vino a la imaginación que, aunque una gran actriz no es necesariamente una buena actriz, por público asenso, April Hawthorne lo era. Wolfe ensayó otro truco, preguntándole qué hora era, pero la dama miró su reloj exactamente con la misma inclinación de cabeza, utilizando aparentemente el ojo izquierdo, que el día anterior cuando leyó el documento.
Wolfe me pidió entonces que le diese las notas que había tomado de las entrevistas con los otros. Yo me puse en pie y eché a andar hacia él. Cuando estuve junto a la silla de la dama, di un traspiés y alargué la mano para agarrarme a cualquier cosa que me impidiese caer. Pero lo que agarré fue el borde inferior del misterioso velo de nuestra visitante. Me dispuse entonces a dar un buen tirón, pero no estaba preparado para lo que sucedió. Me arrolló un ciclón. Un horroroso chillido hendió el aire, y treinta gatos salvajes se me lanzaron a la cara, que no estaba protegida por ningún velo, con todas sus uñas en funcionamiento. Como soy testarudo, me dispuse a morir luchando antes que renunciar a mí propósito, pero Wolfe gritó mi nombre y me eché rápidamente los frenos. Ella estaba a diez pasos de distancia y nunca pude comprender cómo se trasladó allí y realizó simultáneamente mi mutilación.
–¡Torpe, imbécil' -exclamó Wolfe-. ¡Discúlpese!
–Sí, señor. – Contemplé el velo, tan intacto como si nunca lo hubiese tocado-. Tropecé. No sabe lo que lo lamento, mistress Hawthorne.
–La puerta -dijo Wolfe-. Ese grito tiene que haber alarmado a la gente.
Cuando llegué a la puerta oí afuera pasos apresurados, y, al abriría, vi a Andy Dunn y a su padre, pálidos y asustados, que corrían hacia mí. Más al fondo se agitaba la blanca falda de Celia Fleet y la deslucida bata azul de May.
–¡No es nada! – dije-. ¡Tropecé y asusté a mistress Hawthorne! Discúlpeme.
Ellos dijeron algo que yo ahogué cerrándoles la puerta casi en las narices. Al parecer mi explicación les convenció de que aquel grito no era el de su agonía, pues no entraron a investigar. Yo miré a mi alrededor buscando un espejo y no vi ninguno. Me escocía la cara como si alguien me la hubiese salpicado de pólvora y aplicado después un fósforo.
–Hará usted bien en buscar un baño y lavarse esa sangre -dijo Wolfe-. Y luego haga el favor de bajar al salón para buscar las notas que se dejó usted allí. Repáselas bien y vea si son las que necesito.
Yo estaba demasiado irritado para hablar, por lo que me retiré sin pronunciar palabra. En el espejo del cuarto de baño contemplé los destrozos causados en mi rostro. Mi suave piel estaba hecha una lástima.
–Gajes del oficio -me dije amargamente-. Al diablo con él. Voy a buscarme un empleo de agente ejecutivo. Lo que Wolfe había querido decir, por supuesto, era que me asomase al salón, para ver a la segunda Daisy, y presentarle mi otra mejilla. Pero si creía que yo iba a exponer mi apreciada persona a las caricias de cualquier dama más o menos velada, estaba mal de la cabeza. Además, a juicio mío, aquello era completamente innecesario. Yo no creía que nadie, ni siquiera April Hawthorne, pudiese representar el papel de treinta gatos salvajes con semejante fervor: la Daisy que había dejado en la biblioteca estaba realmente constituida por aquel enjambre de gatos. A la otra no la había observado con cierta particularidad y no la había oído hablar; probablemente unas miradas penetrantes y un poco de conversación me revelarían cómo era. Así, pues, en cuanto terminé de adecentarme el rostro me lancé escaleras abajo hacia el salón.
Llegué demasiado tarde. Noami Karn estaba todavía allí, sentada en la misma silla que antes, pero estaba sola. Me acerqué a ella. Sus ojos trataron de perforarme, pero pude resistir la mirada. Mi imaginación estaba concentrada en otra cosa, y la joven, en lo que a mí concernía, era en aquel momento menos peligrosa que una encantadora serpiente de un circo.
–Deseaba hacer una pregunta a mistress Hawthorne -dije-. ¿Sabe usted dónde está?
Miss Karn movió la cabeza.
–Dijo que volvería en seguida.
–¿Cuánto tiempo hace que se marché?
–¿Cuánto tiempo? Oh, diez minutos.
–Me extraña, porque míster Wolfe la esperaba arriba en cuanto terminase con usted. Por cierto que le he dicho que estaba usted aquí y me contestó que sería una lastima que cerrase usted directamente el trato con esta gente, porque así nos veríamos privados de nuestros honorarios.
–No me interesan sus honorarios.
–Ya supongo que no. ¿Le telefoneó a usted mistress Hawthorne que viniese, o vino usted por su cuenta?
Hizo como que no había oído la pregunta. Una de las comisuras de sus labios se curvó con ironía.
–Puede usted decir a míster Wolfe que su baladronada no dio resultado. Me he enterado de que su ridícula oferta de los cien mil dólares no fue autorizada por sus dientes. Yo conseguiré un arreglo mucho mejor que éste.
–Muy bien. Nosotros no merecemos honorario alguno. Yo soy encarnizadamente opuesto a las tarifas detectivescas. ¿Por qué ha de contribuir usted a nuestro bienestar? Estoy de acuerdo con quien dijo que «millones como donativo, pero ni un céntimo como tributo». Dispénseme un momento.
Se me acababa de ocurrir una idea luminosa. Los cortinajes, pesados pliegues desde el techo hasta el suelo, tras los que Daisy había desaparecido aquella mañana, estaban allí, en medio de la pared, solamente a tres pasos de distancia. Mi idea era vaga; no tenía sentido suponer que ella hubiese elegido aquella salida otra vez y que nos estuviese escuchando; pero de todos modos yo sentía curiosidad por ver lo que había detrás de aquellos cortinajes. Me aproximé y los separé lo suficiente para mirar. Después, al ver lo que vi, pasé al otro lado y los dejé caer detrás de mí. Estaba allí Osric Stauffer, de espaldas a la pared, con los dedos aplicados a los labios para indicar que callase. Busqué su mirada y encontré también en ella, a pesar de la débil luz, una petición de silencio.
Miré en torno mío. Era una pequeña habitación, con una pequeña ventana en el ángulo izquierdo posterior. A un lado había un bar, de unos diez pies de largo, con un equipo de vasos y botellas en los anaqueles del rondo, y un gran cuadro con unas muchachas de pies desnudos cortando uvas. Una alfombra en el suelo completaba el mobiliario. En el rincón de la derecha había una puerta, cerrada.
Stauffer no se movió. No parecía tampoco muy amenazador, por lo que no vi razón para inmiscuirme en su manera de pasar el tiempo. Me volví, aparté las cortinas y volví a quedar frente a miss Karn.
–Cuando regrese mistress Hawthorne -dije-, le agradecería que terminase con ella lo más pronto posible, porque míster Wolfe quiere hablar más. ¿Por qué no sube usted a ver a míster Wolfe mientras espera? Le agradecería charlar un rato con usted.
Me miró despectivamente. Me encogí de hombros.
–Bien, como usted quiera -dije-. Tengo entendido que esta mañana habló usted un buen rato con un viejo amigo mío, el inspector Cramer. Le estuvo hablando a Wolfe de usted y le contó no sé qué de su coartada del martes por la tarde. Se agitó en su asiento.
–Dudo -dijo- que haya conocido en mi vida a nadie más divertido que usted.
–Permítame decirle una cosa, miss Karn -repuse, mirándola a los ojos-. Hasta ahora me he estado reservando el juicio sobre si fue usted quien voló la cabeza a Hawthorne. De ser así, haría usted mejor en dictar su propio testamento en vez de preocuparse por el de Hawthorne. Pero si no fue así, lo mejor que puede usted hacer es trotar escaleras arriba sin perder momento y reposar confiadamente su linda cabeza en el hombro de Nero Wolfe. Se lo digo yo, señorita. Las pequeñas detonaciones que se oyen por aquí no provienen de triquitraques que, a lo sumo, podrían chamuscarle las pestañas. Alguien va a sufrir graves quemaduras antes de que termine este asunto.
Le dejé aquello para que lo rumiase a sus anchas y me retiré. Teniendo en cuenta que si la Daisy de escaleras abajo era la falsificada, ya habría tenido tiempo sobrado para quitarse el disfraz, y que, por tanto, el atisbar por las cerraduras habría sido malgastar esfuerzos, decidí dar una rápida vuelta por la casa antes de regresar a la presencia de Wolfe. El resultado fue negativo. Prescindí de nimiedades tales como llamar a las puertas. Las otras tres habitaciones de la planta baja, incluso el gabinete de música. estaban deshabitadas. En una estancia, dos puertas más allá ce la biblioteca, sorprendí a Dunn, a su esposa y Prescott, discutiendo, al parecer, sus problemas. El departamento de mistress Hawthorne en el piso de arriba estaba vado. Andy Dunn y Celia Fleet me vieron entrar y salir de él desde un banco que ocupaban en el vestíbulo. No parecí interrumpirlos; evidentemente no estaban hablando de nada y se limitaban a estar uno junto a otro lo más cerca posible. En la habitación del otro lado del vestíbulo, donde yo había encontrado la primera edición de Daisy cuando Wolfe me envió a buscarla, se encontraba May Hawthorne tendida en un lecho, con los pies desnudos sobresaliendo por debajo de la veterana bata, y con los ojos cerrados. Al oír ruido preguntó: «¿Quién es?», sin moverse ni abrir los ojos, y yo contesté: «Nadie», y seguí mi camino.
Me faltaban dos personas para revisar. Las encontré juntas, en una habitación al otro extremo del pasillo. April estaba tendida en un diván, con los brazos cruzados sobre la cabeza, vestida con una especie de túnica de seda verde que se la ceñía a las formas como un guante. Sara estaba en una silla junto a ella, con un libro abierto. Se me quedó mirando. La cabeza de April no se movió, pero me vio por el rabillo del ojo.
–Podía usted llamar antes de entrar -dijo-. ¿Me necesita otra vez aquel señor?
–No. Estoy curioseando un poco.
–Menos mal -suspiró con alivio-. Mi sobrina me está leyendo «The Cherry Orchand». ¿Quiere usted escucharlo?
Dije que no, que muy agradecido y me alejé. Como había observado una mesa escritorio en la habitación de Daisy Hawthorne, me volví allí, encontré algún papel en un cajón, saqué mi pluma y escribí lo siguiente:
La Daisy de abajo desaparecida, Noami dijo que regresaría pronto, pero no fue así. Noami, mientras esperaba su regreso, habló de usted con desprecio y dijo que yo no tengo gracia. Stauffer estaba al acecho detrás de una cortina a diez pasos de ella. Dios sabe para qué. Hice un recorrido y encontré a todo el mundo en su puesto. Sara está leyendo a April The Cherry Orchand, de Chekhov. En vista del resultado, dimito.
Seque el escritorio, salí de la habitación, bajé a la biblioteca y entregué el papel a Wolfe, diciendo:
–Dudo que sea esto. Es lo único que me dejé en el salón.
Mientras lo leía me acomodé en una silla, esta vez al otro extremo de la mesa, lo más lejos posible de nuestra querida Daisy. Le lancé una mirada -seguía detrás de su famoso velo- y luego miré a otra parte.
Wolfe masculló unas palabras y me devolvió el papel.
–Puede esperar -dijo-. Mistress Hawthorne y yo hemos estado discutiendo el asunto del testamento. La señora opina que expresa los deseos de su esposo y su deliberada intención de privarle de la parte legítima de su fortuna. No la sorprende la doblez de su marido, pero se siente fuertemente ofendida por el hecho de que míster Prescott no le informase del contenido del testamento cuando fue redactado, aunque yo le he dicho que; de haberlo hecho así, habría sido un flagrante abuso de confianza. Haga el favor de tomar nota de estas observaciones. Pregunté a mistress Hawthorne si ha tratado o intentado tratar directamente con miss Karn para llegar a un acuerdo, y dice que ni lo ha hecho ni lo hará. Creo que esto es lo que hemos hablado, ¿no es cierto, madame?
–Sí -El velo se inclinó ligeramente hacia delante y volvió a enderezarse.
Wolfe lo miró con los ojos medio entornados.
–Bien, ¿le ha dicho a usted míster Dunn que me ha encargado de investigar la muerte de su esposo?
–No, pero sí su esposa. Mi cuñada June.
–¿Ha hablado usted con la policía?
El velo volvió a inclinarse.
–Anoche. El fiscal del Distrito, míster Skinner.
–¿Quiere usted que hablemos de esto? Necesito hacer constar, mistress Hawthorne, que me doy cuenta de que estoy en su casa, es decir, en la biblioteca de su casa, y que le estoy muy agradecido por permitirme seguir aquí. Le aseguro que dejaré de abusar de su amabilidad lo antes posible. No volveré a hacer otra comida a su cosa si puedo remediarlo. Permítame que le haga ahora unas preguntas.
–Estoy dispuesta a contestárselas. Pero no creo… dudo que pueda ayudarle en su investigación, aunque sé perfectamente bien quién mató a mi marido.
–Oh. ¿De veras?
–Sí. April.
Tuvo un modo especial de decir «April». Cualquiera que la hubiese oído decir sin saber a quién se refería, habría sospechado que April era un cruce entre una cucaracha y una culebra de cascabel.
–Eso ayudaría mucho mi investigación -sonrió Wolfe-. Pero tendrá usted que darme algunas razones v.
–Puedo dárselas. April está ahogada de deudas y esperaba un legado. Piensa casarse con Osric Stauffer. Finge que coquetea, pero no, piensa casarse con él. Sabe que su belleza se está marchitando y que le necesitará. Cree que él ocupará el puesto de mi esposo en la firma Daniel Cullen y Compañía. Odiaba la influencia de Noel sobre Andy. Quiere que se case con esa rubita tonta de Celia y que se haga actor. Sabía que Noel me dejaba poco más de nada en su testamento y quería que me volase también.
Se calló. Wolfe preguntó:
–¿Eso es todo?
–Sí.
–Pues es algo incongruente, mistress Hawthorne. Si ella sabía que su esposo le dejaba a usted poco más que nada, tenía que saber también lo que ella iba a recibir: un melocotón.
–Nada de eso. Noel las engañó también. Él le dijo lo que iba a dejarme a mí. pero no lo que pensaba dejarle a ella.
–¿Tiene usted alguna prueba de eso?
–No necesito ninguna -la tensión de su voz se hizo más pronunciada-. Sé muy bien cómo era mi marido.
–¿Posee usted alguna prueba de que April Hawthorne disparó contra su hermano?
–No poseo ninguna. Pero fue ella.
–Supongo que sabrá usted que ella dice que estaba en el piso de arriba durmiendo cuando ocurrió el suceso.
–Lo sé -dijo el velo, despreciativamente-. Pero no es cierto.
–¿La vio usted abandonar la casa o meterse en el bosque?
–No.
–Tenía esperanzas de que la hubiese usted visto -suspiró Wolfe-. Tengo entendido que usted estaba en el campo cogiendo amapolas.
–Estuve recogiendo margaritas.
–Está bien, margaritas. No he visto un plano de los terrenos, de modo que no sé si podía usted ver la casa o la linde del bosque desde donde se encontraba usted. ¿Podía?
–En realidad no podía ver la casa, debido a los árboles que la rodean. Estos árboles me ocultaban… es decir, ocultaban la casa a mi vista, y el bosque también. Me he equivocado de expresión porque estoy acostumbrada a considerarme como necesitada siempre de algo que me oculte.
–Es muy natural. Yo no lo llamaría a eso error de expresión.
–¿Podía usted oír desde donde se encontraba las tres detonaciones?
–No sé si podía o no, pero no las oí. El primer disparo se oyó cuando estábamos terminando de tomar el té en la pradera; lo comentamos. Pero después me fui al campo a coger margaritas. No oí más disparos. A menudo, cuando me encuentro sola como en aquella ocasión, mi imaginación está en… en mí misma. No le extrañará a usted. Quizá podría haber oído dos disparos, pero estaría abstraída.
–Comprendo. – Wolfe cerró los ojos. A poco los volvió a abrir y los dirigió hacia el velo-. Yo de usted -sugirió- me mostraría un poco circunspecta en mis manifestaciones, y más no poseyendo prueba alguna. Cuando este asunto aparezca en los periódicos, será muy desagradable.
–¿Desagradable? – sonó una risita detrás del velo-. ¿Se refiere usted a lo que dije de April?
–Sí. Si ella cometió el asesinato, probablemente pagará por él. Entretanto…
–¡Pues ella fue! ¡Sé que ella fue! No poseo pruebas, pero alguien las tiene.
–¿Quién?
–No lo sé.
–¿Dónde está esa prueba?
–No lo sé.
–¿En qué consiste?
–Eso sí que lo sé, pero no serviría de nada decírselo.
–Eso seré yo quien lo decida-replicó Wolfe-. ¿Habló usted a míster Skinner de este asunto?
–No. De nada hubiera servido decírselo, tampoco. – La nota aguda de su voz se hizo más pronunciada todavía-. ¡Ellos lo negarían todo! ¿Cómo podría yo probarlo?
–Quizá pudiera probarlo yo, mistress Hawthorne -dijo Wolfe-. Me gustaría intentarlo. ¿De qué se trata?
–De un aciano. Andy encontró un aciano cerca del cadáver de Noel. ¡Y April tenía un manojo de ellos prendido en su cinturón cuando estábamos tomando el té en el prado!
Daisy continuó hablando. Su voz había temblado con la excitación, pero ya era normal.
–No pensaba decírselo a usted -murmuró.
–¿Por qué no? – preguntó Wolfe.
–Porque no tiene objeto. Nunca podré probarlo y ellos lo negarán. Pero si me lo hubiese reservado…
–Habría usted encontrado la ocasión de utilizarlo. ¿Era ésa la idea?
–Sí. ¿Por qué no? – su voz se elevó otra vez. desafiadora-. Para algo me habría valido, aunque ellos supiesen que no puedo probarlo… ¡Qué tontería he hecho diciéndoselo a usted!
–Ahora ya no tiene remedio -dijo Wolfe. casi con sentimiento-. De todos modos dudo que hubiera usted podido utilizar eficazmente ese conocimiento. Esta gente es muy lista. ¿Dice usted que April llevaba un manojo de acianos en el cinturón mientras estaban ustedes tornando el té en el prado el sábado por la tarde?
–Sí.
–Cuéntemelo todo. Quizá podamos descubrir la manera de probarlo.
–No podrá usted. ¿Cómo va a poder? Osric Stauffer los cogió en el jardín y ella se los prendió en la cintura. Llevaba una blusa verde con pantalón de bombachos amarillos. Estuvimos comentando el contraste del azul de los acianos con los otros colores.
–¿Se reservó alguno míster Stauffer?
–No… seguro que no.
–¿O dio alguno a otra persona?
–No. Se los dio todos a April.
–¿Abandonó ella la reunión del prado antes que usted? ¿O se quedó todavía allí con los demás cuando usted se marchó?
–Quedó todavía allí. Quedaban todos, excepto Noel y John.
Sin interrumpir los garabatos de mi pluma, me permití una mueca de satisfacción. Wolfe, recogiendo todas las piezas que podía encontrar, estaba trabajando al fin metódica y pacientemente. Empleó veinte minutos en obtener de la dama una descripción completa de la escena del té, y otros diez en seguirla al campo con la imaginación para recoger sus margaritas. La dama había vuelto a la casa con una brazada de ellas, más de una hora después, y se dedicaba a colocarlas en jarrones cuando entró Celia Fleet preguntando por Dunn con voz agitada. Siguió entonces a Celia discretamente, y se enteró de todo cuando Dunn recibió la noticia de lo que Andy había encontrado en los matorrales ce la orilla del bosque.
–No me dediqué a escuchar sin que me vieran -declaró la del velo, no como disculpa, sino como parte de su información-. Fue más tarde cuando oí que Andy les contaba lo del aciano. Hasta llegué a ver realmente la flor.
–¿A qué hora fue eso? – inquirió Wolfe.
–Muy tarde, alrededor de las once. Ya entonces yo… Bueno, no diré que sospechase que Noel había sido asesinado, pero conocía lo ocurrido entre él y John con motivo del asunto del préstamo a Liberia, y me sentía curiosa y vagamente suspicaz. En cuanto se marcharon el sheriff y el doctor, me retiré a mi habitación, pero no me acosté. Me di cuenta de que algunos de ellos no habían subido a sus dormitorios, y bajé sin hacer ruido y salí por una puerta trasera. Era una noche muy calurosa y todas las ventanas estaban abiertas y había luz en el comedor. Al aproximarme, oí hablar en voz no muy alta y luego vi a John, a June y a Andy. Éste les estaba contando lo del hallazgo del aciano, y lo sacó del bolsillo y se lo enseño. Dijo que lo había encontrado a unos cinco metros del cadáver de Noel, enganchado en una rama de un rosal silvestre, y que se lo había guardado en el bolsillo. Añadió que no se le había ocurrido por el momento, pero sí después, la idea de que April hubiese estado allí para hablar reservadamente con Noel y que hubiese perdido el aciano del ramo que llevaba, pero que, desde luego, no debió de ser así, ya que April había manifestado que estuvo en su habitación durmiendo. John dijo que era cierto que la flor no podía haber sido dejada caer por April, puesto que no había estado allí, pero que Andy había estado muy acertado haciéndola desaparecer, evitando así la posibilidad de enojosas y desagradables preguntas, y todo por el inocente hallazgo de un aciano enganchado en un zarzal. El tono en que hablaban simulaba la mayor naturalidad, pero comprendí que algo les quedaba dentro. Cuando volví a subir las oscuras escaleras, iba yo convencida de que April había matado a Noel.
–Usted no puede estar convencida de nada semejante, señora -le reprochó Wolfe agitando un dedo.
–No es extraño que diga usted eso… porque está usted de su parte…
–Yo no estoy de parte de nadie -replicó Wolfe-. Me limito a procurar cazar a un asesino. Confieso que el aciano es un indicio, probablemente muy importante, ¿pero de qué? ¿De la culpabilidad de April? Quizás. ¿O de un intento del asesino para inculpar a April arrancando una flor en el jardín y abandonándola cerca del cadáver? Quizá, también. Es poco convincente, pero no carece de ingenio. ¿Sabe usted por casualidad lo que fue del aciano?
–No. Supongo que John lo destruiría. Ya dije que no podría probarlo. Pero usted tiene que. creerme… Firmó usted aquel documento prometiendo salvaguardar mis intereses…
–Oh, claro que la creo a usted. Pero mi compromiso en aquel documento se limitó a las negociaciones relacionadas con el testamento. Sírvase entenderlo así. Hay, después de todo, una remota posibilidad de que usted misma matase a su esposo. Tengo derecho a pensar que fue usted la autora de la treta de la flor.
–Ahora es usted el que dice tonterías.
–Quizá. ¿Qué longitud tenían los tallos del ramo que Stauffer regaló a April?
Volvió a trabajar paciente y metódicamente. Mientras yo les escuchaba y ponía automáticamente sus palabras en el papel sin rayar -el mejor que pude encontrar- me puse a reflexionar que estábamos perdiendo el tiempo. Lo único que habíamos conseguido sacar en la red era aquella flor encontrada en un zarzal, y la cosa no era ciertamente como para comunicársela a la familia, teniendo en cuenta que allí cerca había un jardín lleno de matas de acianos, si es que los acianos crecen en matas. Eso por no mencionar la posibilidad de que Daisy hubiese inventado todo aquello para mantener su cerebro ocupado.
Estaba yo considerando estas alternativas cuando zumbó el teléfono y me levanté para atenderlo. Era Saúl Panzer. Cuando acabé de escuchar su conciso, pero detallado informe, Wolfe había terminado con Daisy. y ésta se había levantado para marcharse.
Abrí la puerta para que saliese y regresé a la mesa.
–Si quiere que le diga mi opinión -dije-, habríamos salido mejor parados ocupándonos exclusivamente del testamento y dejando a un lado el asesinato. Todo esto de que…
–¿Era Saúl?
–Sí, señor.
–¿Y qué?
–Ha estado conferenciando con operadores de ascensores y limpiabotas. Johnny tiene una cita para llevar a una dama esta noche a cenar en el Polish Pavilion. Le costará a usted caro. Davis es casado y vive con su mujer, al menos nominalmente. Él y Noami tuvieron un idilio cuando ella era su secretaria. Esa aventurilla que May Hawthorne comprende nada más que intelectualmente. L’amour. Él se ha hecho muy melancólico y se ha entregado a la bebida. Nada de particular por el lado de Prescott, excepto que da a la gente costosos cigarros, paga buenos salarios y vive rumbosamente. Saúl tiene pistas prometedoras. Nada por el momento de la taquígrafa confidencial de marzo de mil novecientos treinta y ocho.
–Pocas moscas son ésas -rezongo Wolfe-. ¿Qué hora es?
–Las cinco v cinco. ¿Quiere que hablemos del asunto de la doble Daisy?
–Ahora no. Míster Prescott quiere verme. Primero un poco de cerveza. Vea después si miss Karn continúa allá y quién está con ella. Tráigame luego a míster Prescott.
Salí trotando y bajé al piso principal. No había nadie en el vestíbulo, por lo que abrí la puerta que daba a la parte posterior de la casa y grité: «¡Turner!» Al momento apareció una doncella y dijo que estaba en el piso de arriba, y yo contesté que todo lo que necesitaba eran tres botellas de cerveza para míster Wolfe, servidas en la biblioteca. Luego seguí hacia el salón para echar un vistazo a Noami Karn.
Pero no se lo eché. Se había marchado. La única persona que había en la habitación era un individuo de casi mi corpulencia, con los puños abultando en los bolsillos. Me detuve y le miré con sorpresa. Se había puesto los pantalones, pero le reconocí así y todo.
–¡Hola! – dije.
Cesó en sus paseos y se me quedó mirando. Antes de que pronunciara una palabra comprendí exactamente el estado en que se encontraba, más por observación que por experiencia personal. Bebe uno toda la noche, pierde el conocimiento y alguien le lleva a su casa y le tumba en una cama. Cuando vuelve uno en sí, no sabe decir qué día es. ni cuándo empezó aquel dolor de cabeza, ni cuánta gente asistió a su funeral. Pero hay que hacer algo enérgico inmediatamente. Se pone uno entonces los pantalones y los zapatos y se lanza uno a la calle para entrar es el primer bar con que se tropieza. Allí pide uno un doble whisky y se lo bebe de un trago, derramando quizá la cuarta parte. Al segundo ya derrama uno bastante menos, y cuando se ingiere el tercero, ya deja uno de temblar y aprovecha hasta la última gota. Entonces, aunque se continúa sin saber la fecha que marca el calendario, se tiene la fuerte impresión de que se está preparado para aporrear a cualquiera y allá va uno en su busca.
–¿Quién es usted? – me preguntó con voz que me hizo temer que se le hubiesen roto los frenos-. Quiero ver a Glenn Prescott.
–Sí, señor -dije humildemente-. Ya lo sabía. Venga por aquí, haga el favor.
–Yo no voy ni por ahí ni por allá -se me plantó. Sus puños continuaban abultando en los bolsillos-. Que venga él aquí. Puede usted ir a decírselo…
–Sí, señor, iré. Pero ésta es una especie de habitación pública. La gente entra y sale a cada momento. Estas sillas no son buenas para sentarse, tampoco. Llevaré a míster Prescott a donde usted diga, pero me permito indicarle que la biblioteca sería mucho mejor -Retrocedí hacia la puerta-. Venga a verlo por sí mismo. Si no le agrada puede volverse aquí.
–A mí me agrada, pero a él no -vociferó. De pronto echó a andar-. No necesita usted enseñarme el camino, sé dónde está la biblioteca. – Y avanzó con tal prisa que casi me derribó al pasar.
Fui pisándole los talones escaleras arriba, dispuesto a guiarle en caso de que se sintiera demasiado optimista sobre el sitio donde estaba la biblioteca, pero se dirigió directamente a ella, y abrió la puerta de un empujón. Yo entré con él, cerré la puerta y anuncié a Wolfe:
–Míster Eugene Davis.
Davis miró a su alrededor.
–¿Dónde está Prescott? – miró a Wolfe-. ¿Quién es usted? – Me miró a mí-. ¿Qué broma es ésta? Usted no es Turner. ¡Yo envié a Turner a buscar a Prescott!
–Es cierto -dije suavemente-, en seguida le tendremos aquí. Yo no soy Turner, soy un detective. Los detectives son mejores que los mayordomos para buscar a la gente. Le presento a míster Nero Wolfe.
–¿Quién diablos…?
Se calló bruscamente. Se habría dicho que yo había metido una mano en su cráneo y accionado un conmutador. Apareció en su rostro una especie de espasmo, sus hombros se tensaron para volverse a aflojar, y cuando enfocó sus ojos sobre Wolfe, ya no tenían aquella expresión turbia. Ahora era viva e inteligente y francamente alerta.
–Oh, ¿es usted Nero Wolfe? – dijo con un tono de voz más cambiado todavía que sus ojos.
–Sí, señor -asintió Wolfe.
–Usted está aquí para tratar de demostrar que Hawthorne fue asesinado. O que no lo fue. Comprendo. – Se volvió hacia mí-. Así es que Turner me anunció a usted en lugar de a Prescott. Y supongo que le diría a usted que estaba embriagado. Es a Prescott a quien he venido a ver. Voy a buscarle.
Echó a andar hacia la puerta, pero Wolfe le contuvo:
–¡Un momento, míster Dawson!
Se detuvo a medio camino, quedó clavado unos segundos de espaldas a nosotros y luego se volvió lentamente.
–Mi nombre es Davis -dijo con cuidadosa precisión-. Eugene Davis.
–Pero no en la Calle Once. Allí es usted Dawson. ¿Cómo supo usted que Hawthorne fue asesinado? ¿Se lo dijo míster Prescott? ¿O lo supo por miss Karn cuando cenó usted anoche con ella?
La cosa marchaba admirablemente. Conociendo la sensación que debía experimentar en su estómago, dadas las circunstancias, no pude por menos de admirarle. Todo lo que hizo fue quedarse mirando a Wolfe mientras se masticaba el labio inferior. Finalmente cruzó hasta una silla, tranquilamente y sin apresuramientos; se sentó y preguntó:
–¿Qué desea usted?
–Quiero hablarle, míster Davis.
–¿Sobre qué?
–Sobre el asesinato… Sobre el asunto del testamento…
–No sé nada de eso. ¿Cómo se enteró usted de que soy Earl Dawson en la Calle Once?
–Anoche bebió usted con exceso. Un hombre que trabaja para mí lo llevó a usted a casa y le quitó los pantalones. Otro hombre que trabaja para mí (míster Goodwin aquí presente, míster Archie Goodwin) se presentó en su domicilio esta mañana y le identificó a usted por los objetos que llevaba en los bolsillos. En cuanto a lo de la cena con miss Karn, alguien vigilaba a esa señorita.
–Naturalmente. Debió de ocurrírseme -murmuró Davis-. He sido un estúpido. Sin embargo, me sorprende comprobar que fui un estúpido porque me propuse no serlo. En cuanto a lo de Dawson, me gustaría saber si ha informado usted de ello a alguien. ¿A la policía?
–No. A nadie. Los señores Dunn saben que fue encontrado usted en cierto sitio en estado de embriaguez, pero no dónde ni que iba usted de incógnito.
–¿Es cierto eso?
–Sí, señor. No tendría remordimientos en mentirle a usted, pero es cierto.
–Lo tomaré de ese modo.
Pude ver que las uñas de su mano derecha se escarbaban la palma. Él se dio cuenta de que lo había visto y metió la mano en el bolsillo de la americana.
–En vista de cómo están las cosas -prosiguió-, sería afectación que yo tratase de negar lo de Dawson, pero desearía, míster Wolfe, que no se supiera. A cambio yo le diré cuanto sepa de lo que me pregunte usted.
–No le prometo guardar el secreto -dijo Wolfe-. Ni tácita ni explícitamente. Pero no acostumbro a revelar innecesariamente los asuntos privados de nadie.
–Si eso es todo lo que puedo obtener, lo aceptaré. ¿Qué desea usted preguntarme?
–Varias cosas. Primero, ¿dónde estuvo usted el martes por la tarde de cuatro a seis?
No hubo inmediata respuesta. Pude ver que se produjo un movimiento en el bolsillo donde guardaba el puño. Para facilitar las cosas creí conveniente entrometerme en la conversación.
–¿Qué desea usted, scotch o whisky?
Me miró y dijo sarcásticamente:
–No se privan ustedes de nada. Tráigame scotch. No le ponga soda.
Abandoné la habitación y corrí escaleras abajo. En el escondrijo de detrás de los cortinajes, en la estantería del bar, había cuatro marcas a elegir. Alargué el brazo y cogí una, llené generosamente un vaso y regresé al despacho con él. Al cogerlo, Davis no pudo evitar que le temblasen los dedos. Se lo bebió de dos tragos. Luego dejó el vaso sobre la mesa y los dedos recobraron su firmeza.
–El martes por la tarde -dijo a Wolfe- estuve con miss Karn desde las tres hasta eso de las siete.
–¿Dónde?
–En coche. Fuimos a Connecticut. Si la policía la hubiese interrogado, no es eso lo que miss Karn habría dicho, pero yo no estoy hablando con la policía, estoy hablando con usted. Si me interroga, le diré que estuve, pero dirá que estuve solo.
–¿Se detuvieron en algún sitio para comer o beber?
–No. Carecemos de corroboración.
–Mala cosa. ¿Quiere usted tomar un poco de cerveza? Davis se estremeció.
–¡No! – contestó, horrorizado.
–Yo tengo sed -dijo Wolfe, vaciando una botella en el vaso-. Es posible que se vea usted en un apuro, míster Davis. Dudo que la policía no le haya olfateado a usted todavía, pero lo hará ciertamente si continúa sus investigaciones. Se enterará de que usted sintió un gran afecto por miss Karn hace mucho tiempo, y que…
–Ésa es una vieja historia. De mil novecientos treinta y cinco nada menos. ¿Cómo se enteró usted?
–Tengo hombres que trabajan para mí. Pero ese afecto todavía existe, ¿no es cierto?
–No lo es.
–Pues el martes estuvo usted con miss Karn. Volvió usted a estar con ella anoche…
–Somos amigos. Soy abogado. Quería consultarme.
–No pierda usted el tiempo -dijo Wolfe, moviendo la cabeza-. Lleva usted dos «fotos» suyas en la cartera, y míster Dawson tiene ocho más repartidas por la habitación.
Davis enrojeció en repentina ira y apretó las mandíbulas. Luego me lanzó una mirada, de la qué debió avergonzarse teniendo en cuenta que acababa de salvarle la vida con aquel triple scotch.
–Por Dios -vociferó-, que si no estuviese atado de pies y manos…
–Acometería usted a míster Goodwin. Lo sé, y sé también lo reacio que se muestra usted a confesar su afecto por miss Karn, detalle de tanta importancia en una cuestión como ésta. Ahora es de vital necesidad para usted conservar su cabeza en claro y eficiente estado de funcionamiento, y eso es difícil cuando surge un asunto que atrae al corazón un exceso de sangre. Lo trataré, pues, con el mayor tacto posible. He aquí los materiales que tenemos que manejar: usted sentía un apasionado afecto por miss Karn… Noel Hawthorne la vio, le gustó y se la llevó. Usted, naturalmente, se sintió agraviado. No sé con qué intensidad, pero seguramente se sintió usted ofendido. No obstante, continuó usted cierta asociación con ella, o la reanudó pasado algún tiempo. ¿Cómo fue?
Davis no contestó. Wolfe prosiguió:
–No pienso ahora en el asesinato, pienso en el testamento. ¿Dónde fue redactado? En las oficinas de Dunwoodie, Prescott y Davis. ¿En dónde se guardó? En una caja de aquellas oficinas. ¿Quién se beneficiaba con él? Miss Karn principalmente. ¿Lo sabía ella? Sí; míster Prescott se lo dejó leer, poco después de ser redactado, obedeciendo las órdenes de míster Hawthorne. ¿Sabía usted eso?
–No -contestó Davis secamente-. No fue asunto mío. Prescott lo redactó.
–¿Pero usted tenía acceso a la caja fuerte?
–Soy un abogado, no un entrometido, míster Wolfe.
–¿Pero no era natural que miss Karn le habíase a usted del asunto? ¿No pudo usted enterarse por ese medio?
–Quizá fuera natural, pero miss Karn no lo hizo. Yo no supe nada, absolutamente nada, acerca de las cláusulas del testamento hasta que miss Karn me lo contó anoche. ¿Le dijo Prescott a usted que yo las conocía?
–Oh, no. Nadie me ha dicho nada. Todos son como usted. Llevo sentado en esta maldita habitación más de siete horas y sé poco más que cuando entré en ella. No me ofende que cada uno de ustedes tenga algo que ocultar (en el mundo todos ocultamos algo), pero nunca me llevó tanto tiempo encontrar un cabo suelto. Pocas preguntas más voy a hacerle. Dice usted que es amigo de miss Karn y que ella le consulta como abogado. ¿Le aconsejó usted que viniera aquí esta tarde para negociar con mistress Hawthorne?
–No. ¿Por qué?
–Porque vino.
–¿Que vino aquí?
–Sí.
–¿Cómo lo sabe? ¿La vio usted?
–No. La vio míster Goodwin. Estuvo hablando con ella. Abajo en el salón. Pensé que quizá…
Se interrumpió porque se abrió repentinamente la puerta. Nadie había llamado, pero se abrió de par en par y apareció Gleen Prescott en el umbral.
–Hola, Gene, ¿qué tal? Davis saludó con un movimiento de cabeza, pero no habló.
Desde donde yo estaba les veía bien las caras. La de Davis expresaba reserva y desprecio; la de Prescott reserva y una especie de exasperada solicitud.
–¡Tranquilízate! – dijo Davis-. ¡Deja esa cara de Ejército de Salvación! Estoy sereno. Estos señores me serenaron. Saben que estuve con miss Karn anoche, y saben que en la Calle Once mi nombre es Dawson. He estado contestando algunas preguntas. Nada indiscreto. Nada más que dónde estuve el martes por la tarde y cosas por el estilo.
–Eres un necio -dijo Prescott-. Hiciste una necedad viniendo aquí. Pudiste quedar al margen de este asunto. Posiblemente ya no pasará otro día sin que se le dé publicidad. Cuando los periódicos empiecen a hablar de él, y de ti. como uno de los complicados, ¿qué va a ser de Dunwoodie, Prescott y Davis?
–La vieja y querida firma -lloriqueó Davis con ironía.
–Sí, Gene, la vieja y querida firma. Nosotros la formamos, pero ella nos formó, también. Tú estabas destinado a presidirla. Todavía lo estás. Yo soy un buen abogado y un infatigable trabajador, pero tú eres mucho más que eso. Tú eres de los elegidos, de los que hacen la Historia. Bien lo sabes. Y ahora te presentas aquí y te metes en este lío… ¡Qué catástrofe!
Prescott se encaró bruscamente con Wolfe.
–Nos tiene usted a su merced. ¿Qué va usted a hacer? ¿Entregar el asunto a la policía?
Wolfe movió la cabeza.
–No, señor. La policía no tiene nada de lo que yo necesito. Siéntese; hablemos reposadamente. Le estaba preguntando a míster Davis sí aconsejó a miss Karn que viniese aquí a negociar con mistress Hawthorne.
–Que si la aconsejó… -repitió Prescott como si no hubiese comprendido-. ¿Y por qué le preguntó usted eso?
Davis se anticipó a la respuesta de Wolfe, diciendo:
–¡Porque vino! ¡Porque estuvo aquí! – Se puso en pie y se encaró con su socio-. ¡Y ahora te pregunto yo; ¿La trajiste tú?
–Estás loco, Gene. ¿Para qué iba yo a…?
–Yo la encontraré -declaró Davis, y salió apresuradamente de la habitación.
Todos nos quedamos mirando hacia la puerta, que no se había dignado cerrar.
–¡Habrase visto idiota! – exclamó Prescott de pronto, y se lanzó igualmente fuera de la habitación.
–¿Los sigo? – pregunté a Wolfe, poniéndome en pie.
–No, Archie -Wolfe se recostó en su asiento y suspiró-. No. gracias. – Cerró los ojos-. No, gracias -repitió.
–Como usted quiera -dije cortésmente, y me volví a sentar sin molestarme en cerrar la puerta.
Aquello era sencillamente un ejemplo más de mi dominio de mí mismo. Interiormente estaba alarmado. Conocía los síntomas. Conocía aquella manera de hablar de mi jefe. Era el primer síntoma de la proximidad del desaliento. A menos que yo le librase de él o que el asesino se presentase en el término de una hora, tendría un ataque tan seguro como que el jamón pide huevos. Y lo que le ponía en aquel estado de ánimo era que no estábamos en casa. Si nos hubiésemos encontrado en nuestro despacho, yo habría tenido probabilidades de animarle, pero allí, en territorio extraño, ni siquiera estaba yo seguro de mí mismo. Yo no sé el tiempo que habría permanecido así, tratando de decidir la mejor línea de conducta, de no haber oído pasos que se aproximaban a la puerta. Volví la cabeza y vi que era el mayordomo.
–¿Qué desea? – pregunté negligentemente.
–Míster Dunn desearía ver a míster Wolfe en el salón.
–Tráigame una grúa -contesté-. Usted ya ha cumplido su misión. Ahora veremos si puedo yo levantarle de ahí y cumplir la mía.
Se marchó. Esperé un minuto y después pregunté:
–¿Oyó usted eso?
–Sí.
–¿Y qué?
Ninguna contestación. Esperé otro minuto.
–Escuche, míster Wolfe. No está usted en su casa.
Vino usted aquí por su propia voluntad. No es culpa de Dunn que este asunto se vaya volviendo un plato de jigote agrio, a menos que él mismo matase a Hawthorne. Le invitó a usted a venir aquí y usted vino. O baja usted a ver lo que quiere o nos vamos a casa a morirnos de hambre. No hay otra solución.
Se agitó, abrió lentamente los ojos y pronunció una palabra en cierto idioma extranjero, cuyo significado nunca me molesté en preguntarle, porque sonaba como si no pudiera imprimirse. Finalmente salió de su sillón y se dirigió hacia la puerta. Le seguí expectativamente.
Encontramos que estaban celebrando una conferencia en el salón. Los delegados eran John Charles Dunn, Gleen Prescott, Osric Stauffer, un individuo esquelético a quien reconocí como el teniente detective Bronson y un gigante embutido en un traje a cuadros, con expresión concentrada y hosca. Por las presentaciones, hechas por Dunn, fue identificado como míster Ritchie, de la Cosmopolitan Trust Company, ejecutora del testamento de Noel Hawthorne.
Dunn explicó también por qué habíamos sido desalojados de la biblioteca. La policía había pedido permiso para inspeccionar los documentos privados de Hawthorne, la mayoría de los cuales estaban en una caja empotrada en una pared de aquella habitación, y la Compañía albacea lo había concedido a condición de que lo presenciase un representante suyo. Éste era míster Ritchie. Se consideró también conveniente que el abogado personal de Hawthorne estuviera presente. Éste era míster Prescott. Y para proteger, en caso necesario, los asuntos confidenciales de Daniel Cullen y Compañía, se necesitó otro individuo. Éste era míster Stauffer.
Bronson, Stauffer, Prescott y Ritchie subieron al otro piso a abrir la caja. Yo pensé para mí: «encontrarán otro testamento tan seguro como que el agua es húmeda y luego tendremos que resolver lo del maldito asesinato si queremos cobrar algunos honorarios».
John Charles Dunn preguntó a Wolfe si había hecho algunos progresos, y Wolfe le contestó secamente que no. A mí se me ocurrió cruzar la habitación hacia el sitio de los cortinajes y apartarlos para enseñar a Wolfe en dónde había visto a Stauffer al acecho. Pero habría tenido alguna otra cosa más que enseñarle, si hubiese estado a mi lado, aunque casi se me pasó inadvertida. Ella debió ver que me aproximaba, o debía estar observando por alguna rendija, el caso es que todo lo que vi fue la espalda de su bata gris y la parte posterior de su cabeza en el momento en que desaparecía por la puerta del fondo.
Llamé a Wolfe y a Dunn.
–¡Vengan aquí, un momento!
–¿Que pasa?
–Vengan y lo verán.
Fueron hacia mí y yo mantuve la cortina apartada.
–Comprendo -añadí- que esa señora está en su casa, pero es una mala costumbre fisgonear. Cuando yo estaba aquí solo esta mañana, mistress Hawthorne apareció repentinamente por detrás de estas cortinas y luego se desvaneció. Hace un momento se encontraba aquí. Cuando levanté la cortina escapó por aquella puerta.
–¿Pero fue ahora mismo?
–Sí, señor. ¿Cómo lo interpreta usted?
–Verdaderamente no sé qué pensar. Como usted dice, está en su casa. Su presencia sería siempre bien recibida, ¿por qué andar escondiéndose? Pero… ¿qué le pasa, míster Dunn?
Dunn tenía una expresión extraña. Aunque su fija mirada no parecía dirigirse a ningún sitio en particular, ciertamente que no era a nosotros. Murmuró algo ininteligible y miró en torno suyo como si esperase ver algo. Wolfe le volvió a preguntar qué le sucedía.
–¡Fue aquí! – dijo, señalando la silla en que había estado sentada la falsa Daisy cuando la encontré con Noami Karn-. ¡Estábamos aquí mismo!
–¿Quiénes? ¿Cuándo?
–¡Yo con dos caballeros! Para acordar lo del préstamo a Liberia. Vine de Washington a entrevistarme con ellos y quería mantener secreta la reunión. Noel estaba en Europa. Telefoneé a Daisy, y me dijo que no estaría en casa aquella noche y que ordenaría a Turner que nos dejase entrar. ¡Es increíble! ¡Ella no sabía con quién iba a reunirme ni lo que íbamos a tratar!
–Los que tienen la costumbre de escuchar a hurtadillas no necesitan aliciente alguno para hacerlo.
–¡Ella se ocultó aquí y escuchó! – insistió Dunn-. ¡Tuvo que ser así! Y luego se lo contó a Noel y él… -se calló bruscamente y pasado un momento continuó-: No. me equivoco. Darien, uno de los caballeros que asistió a la entrevista, mencionó estas cortinas y yo me levanté y las separé para mirar. No había nadie. Había poca luz, solamente la que penetraba por la abertura de las cortinas, pero no había nadie escuchando.
–Un momento -le interrumpí-. Me gusta esa idea; examinémosla más despacio. La señora pudo entrar por aquella puerta después de mirar detrás de los cortinajes.
Mejor todavía: pudo esconderse detrás del mostrador del bar cuando oyó a uno de ustedes mencionar los cortinones.
–No hay bastante sitio -objetó Wolfe.
–Ya lo creo que lo hay. No juzgue a los demás por usted. Yo cabría fácilmente. Mire. Voy a demostrárselo.
Me acerqué al extremo abierto del bar.
Pero la demostración quedó por hacer para siempre. Al deslizarme detrás del mostrador tropecé con algo y casi me caí. Traté de ver lo que era y un estremecimiento recorrió mi espina dorsal. Me agaché para ver mejor, pero la luz era demasiado débil.
–Hay un conmutador en la pared -dije-. Enciendan la luz,
Dunn lo hizo así. Wolfe, al oír el tono de mi voz, inquirió con ansiedad:
–¿Qué le pasa a usted?
Tuve que apoyar mis rodillas en el borde de la estantería para no arrodillarme sobre el cadáver en tan reducido espacio. Después de contemplarlo unos segundos, me erguí diciendo:
–Es Noami Karn. Está muerta. Estrangulada con aquel pañuelo que llevaba anudado al cuello.
–¿Está muerta? – me preguntó.
–Sí, señor.
–¿Está usted seguro?
–Sí, señor.
Apoyó su mano en el borde del mostrador para sostenerse. Luego se alejó con paso inseguro. Yo me adelante, cogí una silla al otro lado de los cortinajes y se la ofrecí. Se sentó, se clavó los dedos en las rodillas y murmuró con acento sombrío:
–Es el final de todo.
–O el principio -replicó Wolfe-. Archie, necesito dos minutos. Dentro de dos minutos suba a avisar al teniente Bronson.
Seguí con la mirada sus anchas espaldas cuando pasé al otro lado de los cortinajes. Yo no tenía la menor idea de lo que iba a hacer con los dos minutos, pero los seres vulgares sunca comprenden lo que se propinen hacer los genios. Medí el tiempo con el segundero de mi reloj. Dunn seguía sentado, martirizándose las rodillas, con la mirada fija en el espacio. Cuando el segundero hubo completado dos revoluciones, dije, dirigiéndome a Dunn:
–Será mejor que se quede usted aquí. Respire profundamente y eso le aliviará.
No había nadie a la vista en el vestíbulo principal, ni en las escaleras, ni en el pasillo de arriba. Abrí la puerta de la biblioteca y entré sin anunciarme. Del grupo que rodeaba la mesa, cargada de papeles, cuatro pares de ojos se volvieron para mirarme sorprendidos. Yo estaba enterado de que lo correcto hubiera sido llamar aparte al representante de la Ley, conducirle abajo, enseñarle el cadáver y dejar que los acontecimientos siguieran su curso, pero tenía curiosidad por ver la expresión de aquel par de rostros y anuncié sonoramente:
–Hemos hecho un descubrimiento allá abajo. En el bar, al otro lado de los cortinajes del salón. Noami Karn está en el suelo, muerta.
No conseguí nada muy concreto, como de costumbre. Stauffer se limitó a mirarme con expresión bobalicona. Prescott levantó la cabeza y pareció sobresaltarse. Ritchie hizo un gesto de fastidio. El teniente Bronson me preguntó con voz campanuda:
–¿Muerta? ¿Quién es Noami Karn?
–Una mujer -contesté-. La que tenía que heredar la fortuna de Hawthorne. Tiene una cosa atada al cuello y le asoma la lengua. Míster Dunn está allí. Ustedes podrían utilizar ese teléfono…
–Quédense aquí y cuídense de estos papeles -dijo el teniente bruscamente a los otros, y añadió dirigiéndose a mí-: Venga conmigo.
Se encaminó hacia la puerta. Yo troté detrás de él, escaleras abajo. Llegados al salón, me adelanté para apartar los cortinajes y dije:
–Está detrás del mostrador.
Dunn continuaba en su silla. Bronson se deslizó en el reducido espacio y se agachó. No tardó en erguirse para hablarnos:
–Voy a la biblioteca para utilizar el teléfono -dije-. Le agradeceré, a míster Dunn, que permanezca aquí hasta que vuelva. Y usted… ¿usted es Goodwin, el nombre de confianza de Nero Wolfe?
–Sí, señor.
–¿Dónde está Wolfe?
–Supongo que estará arriba. Me ordenó que le avisase.
–¿Estaba con ustedes cuando descubrieron el cadáver?
–Sí.
–¿Cuánto hace de eso?
–Unos tres o cuatro minutos.
–¿Quiere usted situarse en la puerta de entrada mientras subo? Nadie debe abandonar la casa.
–Con mucho gusto.
Fui con él hasta el vestíbulo principal.
Teniendo en cuenta el tamaño de aquella casa y el número de sus ocupantes, y en vista de las restricciones y complicaciones que iban a iniciarse dentro de seis minutos con la llegada del primer contingente de policías en un coche patrulla, yo nunca me habría enterado de lo que Nero Wolfe había hecho con aquellos dos minutos que dijo necesitar, de no ser por mi costumbre de mirar en todas direcciones. Pero posiblemente ya existía una débil sospecha en el fondo de mi imaginación, pues de otro modo no habría abierto la puerta de entrada para echar un vistazo a mi alrededor, momento en que advertí que faltaba algo muy importante. Alargué el cuello para inspeccionar los coches estacionados frente a la casa y comprobé en seguida de lo que se trataba. El sedán había desaparecido. No estaba donde yo lo había dejado ni se veía por parte alguna.
Pero Wolfe no había podido guiarlo por sí mismo, pues, aunque teóricamente sabía cómo conducir, se habría desmayado de terror a la sola idea de poner en práctica sus conocimientos. Por otro lado, como Noami Karn no había abandonado la casa, Orrie Cather tenía que seguir en su puesto, y Wolfe se habría dado cuenta de que tenía aquel chófer disponible. Lancé mi mirada en otra dirección, hacia el lado de la calle donde había encontrado a Orrie. No estaba allí. No estaba a la vista, tampoco. De haber estado por los alrededores, había tenido un ojo en la puerta de entrada, me habría visto y se habría hecho visible.
Seguí allí, dejé que la convicción empapase mi espíritu.
–Es incomprensible -murmuré amargamente-, pero los seres vulgares no podernos comprender lo que hacen los genios. Debí agarrarle por la chaqueta cuando se metió detrás de las cortinas.
Sonó una sirena a la vuelta de la esquina. Apareció en la curva de la Calle Sesenta y Siete un pequeño coche verde, se detuvo junto a la acera y saltaron de él dos individuos de uniforme, que inmediatamente se dirigieron hacia mí. Yo había dejado la puerta entreabierta y acabé de abrirla para dejarlos entrar.
Aquél era el principio de las seis horas más soporíferas y fatigosas que he pasado en mi vida. A medianoche estaba yo que me subía por las paredes. Debido a la calidad de las personas comprometidas, todas las patrullas de la ciudad fueron compareciendo por allí tarde o temprano, e hicieron igualmente acto de presencia desde el comisario y el fiscal del distrito para abajo. Daba uno un paso y siempre pisaba a alguien. Y en cuanto a recoger para mi uso particular algunos datos que me interesasen, tuve tantas oportunidades como un perro de lanas entre una manada de sabuesos. Durante toda la jornada, subió alguien cada diez minutos para preguntarme dónde estaba Nero Wolfe. Aquello se me hizo tan odioso que pensé ponerme un bozal para no morder a alguna alta autoridad.
Poco después de que llegase la primera patrulla, el teniente Bronson me llamó al gabinete de música. La entrevista fue breve y careció de importancia; lo que más deseaba saber eran los detalles de nuestro hallazgo del cadáver. Se los di completos y terminantes. No me habría importado reservarme nuestro conocimiento de la afición de Daisy a escuchar a escondidas, pero tenía que dar una razón de lo que motivó mi inspección detrás del bar, y habría sido demasiado arriesgado inventar una, puesto que el teniente había ya hablado con Dunn, y éste le habría contado probablemente cómo sucedió la cosa. Así lo hice yo también. Cuando terminó nuestra entrevista me envió al piso de arriba. Allí debía permanecer indefinidamente. Lo primero y lo último que me presunto fue: «¿Dónde está Wolfe?»
Entré en la biblioteca y no encontré allí más que a Ritchie de la Cosmopolitan Trust, con expresión displicente y ofendida, y a un policía a quien yo no conocía, por lo que me volví a salir. Prescott se me aproximó en el vestíbulo y, tras mirar en torno, me preguntó en voz baja:
–¿Donde está Wolfe?
–No lo se. No me lo vuelva a preguntar. No lo sé.
–Pues tiene que…
–¡No lo sé!
–No hable tan alto. Tenernos que procurar que Gene Davis quede al margen de este asunto. Su voz se hizo casi suplicante-. No le vio nadie más que Wolfe, usted y yo. Estoy seguro de que si Wolfe estuviese aquí podría convencerle. La policía no debe enterarse de que Gene estuvo aquí. Cuando le pregunten a usted…
–Pierde usted el tiempo. Haría usted mejor en reflexionar serenamente. Recuerde que el mayordomo le abrió la puerta.
–Pero puedo hablar a Turner, puedo persuadirle…
–Todo inútil. Hay unas nueve cosas que la policía no descubrirá por mí, pero ésa no es una de ellas. Siga mi consejo y nunca conspire con un mayordomo.,
Me agarró por la solapa.
–Pero comprenda usted que si se enteran de que Davis estuvo aquí, si empiezan a averiguar que…
–No puedo remediarlo, míster Prescott. Lo siento. A nadie le gusta más que a mí escamotear un secreto a la policía, pero eso sería buscarme un compromiso. Lo contaré todo, me prestaré voluntariamente a…
Se oyeron pasos arriba, en el otro tramo de las escaleras, y me callé. Era Andy Dunn que bajaba. Nos vio y le dijo a Prescott que su padre quería verle en la habitación de mistress Hawthorne. Prescott me miró, medio irritado y medio suplicante, y yo hice un movimiento negativo con la cabeza. Andy se dirigió a mí:
–Papá querría ver también a Nero Wolfe. ¿Dónde está?
Contesté que no lo sabía y se marchó, y yo me dirigí al otro extremo del pasillo y me senté en un banco, Al poco rato quise bajar al otro piso para ver qué nuevos visitantes habían llegado, pero un policía me hizo retroceder antes de agotar los escalones y entonces entré en la biblioteca y me apropié de un confortable sillón. Ya casi empezaba a dormirme cuando entró una doncella con bocadillos, leche y cerveza, e hice acopio de todo para unas cuantas horas. Al poco rato apareció un policía y me dijo que el mismo míster Dunn había sugerido que todos los de la casa se prestaran a dejar sus huellas dactilares, que todos estaban de acuerdo y que esperaba que yo también me prestaría a la operación.
Pero como yo estaba ofendido porque había perdido el tiempo tratando de persuadir al agente de guardia en la biblioteca de que sería muy conveniente para los intereses de la ley y el orden que me dejase utilizar el teléfono, me negué, y dije que mis huellas digitales se encontraban en los archivos de la Jefatura desde que me matriculé de detective. Él replicó que lo sabía, pero que sería más conveniente tomarlas con las de los demás. Argüí que sería más conveniente para mí marcharme a casa y acostarme, puesto que ya había anochecido, y que él podía marcharse con su almohadilla a otra parte. Confieso que estuve un poco grosero, pero no hice más que corresponderles. Todo lo que les pedí fue que me dejasen telefonear a casa y preguntar a Fritz cómo se encontraba y no me lo concedieron.
Me cansé de la biblioteca y me puse otra vez a pasear por el vestíbulo. Estaban allí las tres muchachas: Celia y Sara sentadas en un banco, y Andy en pie frente a ellas, cuchicheando. Me miraron y cesaron de cuchichear, pero no tuvieron nada que decirme. Y no queriendo inmiscuirme en secretos de chiquillas seguí mi camino hacia el otro piso. La tercera puerta de la izquierda estaba abierta de par en par, y una mirada al pasar me reveló a May y a June sentadas una junto a otra en un sofá. Noté que May había cambiado su vieja bata por algo más nuevo, un vestido blanco con pintas rosas. Al final del pasillo había una ventana, me acerqué a ella y permanecí allí un rato contemplando el movimiento de la calle. Coches estacionados junto a la acera a uno y otro lado, y una corriente ininterrumpida de curiosos puesta en movimiento por algunos guardias. La radio es ciertamente una bendición para la gente que gusta de carne fresca. Mientras presenciaba la animada escena me volvía de vez en cuando al oír ruido de pasos a mi espalda, pero siempre se trataba de alguno de los habitantes del inmueble en ruta hacia las escaleras, o de un policía que llevaba algún mensaje procedente de la planta baja.
En dos ocasiones, no obstante, los pasos continuaron sonando hasta llegar a mí. La primera vez fue Osric Stauffer. Se me quedó mirando desde diez pasos de distancia, convencido de que yo era el parroquiano que buscaba.
–Tengo entendido que Wolfe no está por aquí -me dijo-. Si usted…
–No sé dónde está -me anticipé con rapidez a contestar.
–Eso me dijo Dunn. Pero si usted… Por cierto que le estuve buscando, cuando me llamaron…
En aquel momento me dio lástima. Trataba de no balbucear, pero no podía, y su voz sonaba como si su garganta necesitase un buen aceitado.
–Pues aquí me tiene usted -dije-, pero estoy de un humor de perros. Y usted no parece sentirse muy feliz tampoco.
–No… claro que no. Encontrarme aquí con un suceso tan desagradable… con todos nosotros presentes…
–Sí, claro. No habría sido tan desagradable si ella hubiese estado sola en la casa.
Yo esperaba que se ofendiese con mi observación lo suficiente para abandonar su expresión patética, pero su imaginación estaba demasiado ocupada para darse cuenta de la inoportunidad de mi ironía. Todo lo que hizo fue aproximarse a mí unos centímetros más para hablarme en tono más bajo y apremiante:
–¿Quiere usted ganarse mil dólares?
–Ciertamente. ¿Qué hay que hacer?
–Nada. Realmente nada. Acabo de hablar con Skinner, el fiscal del distrito. No le dije que me encontraba detrás de aquellos cortinones… donde usted me vio. Habría sido… habría parecido demasiada tontería. – Stauffer lanzó la más pobre imitación de desenfadada risita de mi larga experiencia-. Fue una tontería… la cosa más tonta que he hecho en mi vida. Si cuando le interroguen a usted se olvida de que me vio allí, se ganará usted mil dólares… nada más que por evitarme el bochorno… No los traigo encima, pero tiene usted mi palabra… ¿Acepta?
–No, hermano. Si usted no la mató, me paga usted con exceso. Y si la mató, son pocos mil dólares para comprarme. Pero para que se tranquilice usted un poco, le diré que mi norma es no revelar nunca a la policía lo que me conviene callar. Hay unos cuantos detalles que pienso reservarme, al menos temporalmente, para mi uso particular (puesto que Wolfe se ha retirado) y el hecho de que usted acostumbra a introducirse en los «bares» de las casas particulares es uno de ellos.
–Bien; dice usted temporalmente. Necesitaría saber seguro si…
–Es lo más que puedo hacer por usted, y no me ofrezca más dinero. Mi madre me dijo que no lo aceptase de los desconocidos.
No quedó satisfecho, ni mucho menos. Discutimos todavía un rato más y no sé cómo me lo habría quitado de encima, si John Charles Dunn no se hubiese presentado y se lo hubiese llevado a la otra habitación, sin duda para enterarle de su entrevista con Skinner.
El segundo asalto a mi ancladero junto a la ventana fue poco después de mi breve excursión a la biblioteca para coger un cenicero. Esta vez no me buscó nadie; al menos no lo parecía. Sara, Celia y Andy subieron juntas del piso de abajo y me vieron, y Sara dijo algo a las otras dos que pareció iniciar una discusión. Pasearon un par de minutos por el vestíbulo y luego Andy y Celia se metieron en la habitación en que yo había visto a May y June hablando, y Sara se acercó a mí.
–Veo que todavía no la han detenido a usted -dije al verla venir.
–Claro que no. ¿Por qué iban a detenerme?
–No faltaban motivos. Si usted continúa confesando crímenes y fechorías, acabará por dar con uno que no se pueda probar que no lo cometió usted.
–No sea usted tan chistoso. – Se sentó en el banco del vestíbulo-. Todas estas emociones se me han bajado a las piernas. No puedo tenerme en pie. Me excitan corno combinados en un estómago vacío. Supongo que cuando me vaya a la cama, si es que me voy alguna vez, me pasaré las horas con la mirada fija en la oscuridad y hasta es fácil que llore, pero ahora las emociones me debilitan las piernas y me excitan el cerebro. Porque tengo un cerebro…
–También lo tienen los grillos -repliqué, sentándome a su lado-. Usted siempre me recuerda a un grillo.
–Eso quizá me interese algún día, pero no ahora. Andy dice que la familia está en peligro, en un horrible peligro, y que debemos unirnos y no fiarnos de nadie.
–Mientras que usted es partidaria de confiar, ¿no es así? ¿Y en quién? ¿En mí?
–No es que confíe exactamente. Le he buscado a usted meramente para contarle algo que ha ocurrido esta tarde.
–Debo advertir a usted, miss Dunn, que después de aquella confesión desconfiaré de todo lo que me diga. Creo que ni siquiera me tomaré la molestia de comprobarlo.
La joven hizo con la boca un ruido muy poco femenino.
–Nadie le pide a usted que lo compruebe. Lo que le voy a contar sucedió y nada más. Se lo conté también a papá y creo que ni siquiera me oyó. Se lo conté a míster Prescott, y dijo, «sí, sí» y me palmoteo la espalda. Se lo confié a Andy y Celia y juro que pensaron que lo inventé. ¿Y por qué iba yo a inventar que alguien me ha robado mi máquina fotográfica?
–¡Oh! ¿Es eso lo que sucedió?
–Sí, y el ladrón se llevó también dos rollos de película. Verá usted cómo fue. El miércoles por la mañana regresamos a Nueva York procedentes del campo. Papá tenía que volver a Washington, pero las famosas hermanas Hawthorne decidieron que los demás acampásemos en esta casa hasta después del funeral, y tía Daisy dio su aprobación. ¿No se le ponen a usted los pelos de punta?
Dije que sí, que se me ponían.
–Cuando llegamos aquí el miércoles por la mañana -prosiguió la joven-, fui a mi habitación de la Calle Diecinueve y me traje alguna ropa. No llevé ninguna al campo, porque míster Prescott me recogió frente a la misma tienda donde trabajo. Luego, después de los funerales, nos leyó el testamento y empezó el conflicto. Todos nos quedamos aquí la noche del jueves y anoche también. Yo dormí en aquella habitación con Celia. – La joven señaló la segunda puerta de la izquierda-. Y esa tarde me di cuenta de que mi máquina fotográfica había desaparecido. Alguien me la robó.
–O quizá se la llevaría prestada.
–No. He preguntado a todos, incluso a la servidumbre. Además, me registraron el maletín, me lo devolvieron todo y se llevaron dos rollos de película.
–Quizá fuese un criado. Es posible que no lo confiesen si se les pregunta. Hay poca gente que tenga como usted la manía de las confesiones. O quizá tía Daisy sea una cleptómana además de gustarle escuchar a escondidas.
–¿Como sabe usted eso?
–La he sorprendido trabajando.
–¿Usted? Yo nunca. Andy dice que quien me robó la cámara tuvo que ser una persona de la familia y que lo mejor que puedo hacer es cerrar la boca.
–Parece una opinión acertada. En caso de plebiscito, yo votaría por tía Daisy. En cuanto a los dos rollos de película… Disimule, que alguien viene.
Era un policía desconocido, con aires de severidad e importancia. Se acercó a nosotros.
–¿Archie Goodwin? – llamó-. El inspector Cramer dice que baje usted.
–Me hacen ustedes un gran honor -dije, tomando asiento-. ¡Nada menos que tres personajes!
–¡Cállese! – me gritó Cramer-. ¡No estamos para bromas! ¡Ni para perder el tiempo! ¡Queremos contestaciones y nada más!
–Eso está muy puesto en razón -dije con voz dolida-, pero yo vine aquí esperando ser interrogado por un sargento, o a lo más por un teniente, y me encuentro con tres de los más ilustres…
–Ya está bien, Goodwin -saltó Skinner.
–En otra oportunidad nos recitará ese romance. ¿Dónde está Nero Wolfe?
–No lo sé. Lo he dicho lo menos un millón de veces…
–Dígalo una más. Se nos ha dicho en su casa que no está allí. Salió de aquí inmediatamente después de que usted encontrase el cadáver. ¿A dónde fue?
–Regístreme.
–¿A dónde dijo que iba?
–No dijo nada. Si quieren ustedes hechos, he terminado. Si quieren una opinión, puedo darles la mía.
–Venga.
–Creo que se fue a casa a cenar.
–Tonterías. Estuvo aquí ocupado en un caso importante, con importantes clientes, y se cometió un asesinato en sus mismas narices. ¿Me va usted a hacer creer…? No. Nero Wolfe no es tan excéntrico como todo eso.
–Yo no sé nada de excentricidades, lo que sé es que tenía mucha hambre. Le habían dado muy mal de merendar. Dice usted que le han contestado que no se encuentra en casa. Naturalmente. No quiere que se le moleste. Podrían ustedes hacer abrir la puerta con un mandamiento de registro, ¿pero qué escribirían en él? Si han interrogado ustedes a la gente de la casa, habrán averiguado que estuvo en la biblioteca desde las diez y media de esta mañana hasta poco antes de que descubriésemos el cadáver. No se marchó inmediatamente. ¿Para qué le necesitan ustedes si se puede saber?
–Una de las cosas que deseamos preguntarle -ladró el comisario Hombert- es dónde y cuándo vio hoy a Noami Karn y lo que hablaron.
–Él no la vio hoy -contesté.
–Necesitamos saber los términos del convenio a que llegó con ella en nombre de sus clientes. Queremos ver ese convenio.
–No hay tal convenio. No hizo ninguno.
–Me choca eso -declaró Cramer incisivamente-. Noami Karn no llegó a un acuerdo ni firmó nada, la fortuna de Hawthorne le pertenecía cuando murió, y los clientes de Wolfe están de mala suerte.
–Pero lo estará de buena -sugerí- quien herede a Noami. ¿Han pensado ustedes en este punto de vista que les digo?
Hombert rezongó. Cramer pareció desconcertado. Skinner preguntó:
–¿Y quién es esa persona? ¿Quién la hereda?
–No tengo la menor idea. Únicamente puedo asegurar que no soy yo.
–Usted está un poco ofendido, ¿no es verdad, Goodwin?
–Sí. señor. Estoy un poco ofendido porque me han tenido arriba con el rebaño más de cuatro horas. Podían ustedes haberme interrogado el primero en vez del último. No me lo explico. – Señalé con un gesto el montón de notas que había sobre la mesa-. ¿Es que quieren cogerme en alguna mentira? Pues adelante e inténtelo.
Durante unas horas malgastaron el tiempo registrando agujeros vacíos. Me preguntaron cuándo y dónde había visto por primera vez a Noami Karn. Ídem Wolfe. Qué sabía de la previa visita a Wolfe de los Hawthorne y sus satélites. Qué había dicho April. Qué había dicho May. Qué había dicho June. ¿Había amenazado alguien? ¿Qué era lo que habíamos hablado con Noami después de retirarse los otros?
Traté de complacerles, pero, por supuesto, considere ciertos detalles como inapropiados para que el detective los pusiera en su cuaderno de notas, tales como la visita de Osric Stauffer a Noami y el ataque de Daisy Hawthorne a la integridad de mi persona. Otra cosa olvidé mencionar, fue el episodio Davis-Dawson de aquella mañana. Dije meramente que Wolfe recibió una llamada telefónica de Dunn a eso de las nueve y media, lo que le obligó a venir a la Calle Sesenta y Siete y yo me reuní con él una hora después. Luego saqué una hoja de papel del bolsillo y se la entregué a Skinner.
–Pensé que un estado cronológico simplificaría mucho este asunto -le dije-, y me he entretenido en escribir uno mientras esperaba en la biblioteca.
Hombert y Cramer se pusieron de pie y fueron a echarle un vistazo, cada uno por encima de un hombro del fiscal del Distrito. Y mientras ellos lo digerían, yo miraba la copia al carbón que me había reservado.
10,45 – Me reúno con Wolfe, Dunn y su esposa en la biblioteca.
11,10 – El mayordomo anunció que Skinner, Cramer y Hombert deseaban ver a Dunn.
11,30 – Telefonearon Durkin, Panzer y Keems. Llega Sara Dunn.
12,10 – April, Celia y Stauffer.
12,30 – Salen estos tres. Panzer y Keems van.
1,10 – Almuerzo.
2,15 – Viene Cramer.
2,35 – Se va. Viene Daisy H.
2,40 – Viene Durkin.
2,42 – Salgo a la calle y hablo con Orrie. Vuelvo a la casa y veo a Noami Karn en el salón.
2,50 – Se va Durkin.
3.10 – Bajo al primer piso y sostengo una breve charla con Noami Karn y vuelvo a la biblioteca.
4,55 – Llamada telefónica a Panzer.
5,00 – Se retira Daisy H.
5,05 – Voy al salón. Noami Karn no está allí. Está Eugene Davis. Le llevo a la biblioteca.
5,40 – Se presenta Prescott.
5,55 – Se presenta el mayordomo. Dunn espera a Wolfe en el salón. Wolfe y yo bajamos.
6,05 – Suben a la biblioteca Bronson, Stauffer, Prescott y Ritchie, dejándonos a Dunn, Wolfe y a mí en el salón.
6.11 – Descubrimos el cadáver.
Les pareció muy bien. Los pocos detalles que dejé por incluir, tales como la primera escena de los cortinones con Daisy, la petición de Sara de ver a Wolfe, la falsa Daisy y su desaparición, el acecho de Stauffer, eran todas cosas que no podía esperarse que lo supiesen por otro conducto.
–Esto nos será de gran utilidad -dijo Skinner-. Muchísimas gracias. – Se veía que trataba de ponerse untuoso-. Díganos ahora de qué estuvo hablando Wolfe con los señores Dunn.
Aquello inició la segunda hora.
Tuve tiempo sobrado para poner en orden mi imaginación, de modo que pude seguir navegando sin grandes dificultades. Excluidas la confesión de Sara, la historia del aciano de Daisy y otras cosillas más le di material suficiente para tener en qué pensar aquella tarde. Claro está que hubo algunos choques, siendo el más serio el causado por la sugestión de Skinner, de que sería un buen plan que yo le entregase mis notas de las diversas entrevistas. Le contesté que eran propiedad de Nero Wolfe y que sólo de sus manos podría recibirlas. Despotricaron bastante sobre aquello y Hombert se puso algo impertinente, pero las notas siguieron en mi bolsillo. Después volvieron a calmarse y más tarde hasta me hicieron el honor de pedir mi opinión sobre un punto técnico. La policía, dijeren, había visto el bar, solamente cuando estaba iluminado por la electricidad, mientras que yo había estado en él cuando su única luz provenía de la pequeña ventana y un momento después de que Daisy Hawthorne hubiese escapado por la puerta posterior. Mistress Hawthorne les había confesado que había estado allí y que yo la había visto desaparecer. Había manifestado, además, que como le repugnaba presentarse a la gente con aquel velo entraba con frecuencia en el bar por la puerta posterior, para observar a los visitantes desde el refugio de los cortinones; que lo había hecho así aquel día al enterarse de que habían llegado Ritchie y Bronson para inspeccionar los papeles privados de Hawthorne; que llevaba allí solamente unos minutos cuando mi proximidad la obligó a retirarse: y que no había visto nada en el suelo detrás del mostrador. Con la luz que había en aquel momento, ¿creía yo que pudo entrar por la puerta y dejar de ver el cadáver?
Dije que sí. que la luz era tan débil que ni aun cuando me agaché sobre el cuerpo pude enterarme de lo que se trataba.
Estuvieron dando patinazos un rato más y luego Skinner me hizo una pregunta, que yo estaba esperando desde que entré. La había tenido, en efecto, un par de veces en la lengua para anticiparme, pero decidí que no había derecho a privarle de un pequeño placer y le dejé seguir con su tarea.
Disimulé, pues, una mueca cuando Skinner empezó con el preámbulo.
–Uno de los puntos que más nos preocupa es que nadie oyó ningún grito, ni siquiera los criados, que se encontraban en la parte posterior de este piso, y no hay el más ligero rastro de lucha. Parece ser que miss Karn era una mujer fuerte y sana. Pero aparentemente no pidió auxilio ni ofreció resistencia alguna, por decirlo así.
–Es sorprendente -convine-. Nosotros tampoco escuchamos nada allá arriba en la biblioteca.
–Iba precisamente a preguntárselo.
–No. Claro que en caso de estrangulación se encuentra con frecuencia que la víctima fue primeramente reducida a la impotencia con un golpe, una droga o algo por el estilo. Eso el forense podrá aclarárselo a usted. Por cierto que esto me recuerda algo que olvidé mencionar: mientras Davis estuvo arriba con nosotros le ofrecí un trago, porque parecía necesitarlo, y bajé al bar y le eché media pinta de una botella de «Mac Nael's Etiqueta Diamante».
Cramer me miró con sorna.
–Esto no cuela -dijo.
Hombert soltó un bufido. Skinner dijo secamente:
–Algún día, Goodwin, le costará cara una de esas bromas.
–No se trata de una broma -protesté-. A decir verdad, yo estaba preocupado. Vi al cadáver aquella contusión en la cabeza que tenía que provenir de un golpe fuerte. Y la cosa más a mano con que se puede descargar ese golpe, con la fuerza suficiente para hacer perder el conocimiento a la víctima, era una de esas botellas, especialmente si el asesino se ocultó tras el mostrador y los cortinones, que parece ser lo más probable. Si hizo eso, limpiaría sus huellas de la botella antes de volverla al estante. Pero mis huellas estarían también claras y frescas, sobre esa botella de «Mac Nael’s». ¿Las habrían encontrado ustedes? Eso es lo que me tenía preocupado. Quizá se les hubiera pasado por alto. Finalmente decidí que lo único que cabía hacer era aclarar el asunto y decirles a ustedes exactamente…
–¡Calle y lárguese! – me ordenó Cramer-. No sé por qué mueren todos los años cuarenta mil personas en accidentes de automóviles y ninguna de ella es usted. Lléveselo, Grier. – Esto iba dirigido al policía que me había ido a buscar y que se había sentado en una silla junto a la puerta-. Váyase a casa, y si Nero Wolfe está allí, dígale… no le diga nada. Yo le veré después. Y a usted también. Quédese donde pueda encontrarle.
–Está bien. – Me puse en pie-. Buenas noches, señores, y buena suerte. Imagínense lo que sentí al pensar que cuando alargué el brazo para coger la botella, el cadáver ya estaba allí… tendido en el suelo… Bien, me voy. Perdonen si les he molestado.
Grier me acompañó al pasillo y dijo al policía que guardaba la entrada que me dejase salir. Allá afuera otra pareja de policías me miró atentamente al pasar. Había todavía una fila de coches estacionados junto a la acera. Fui andando hasta la esquina y detuve un taxi. Por el camino el conductor quiso que le diese algunos detalles del asesinato, pero le contesté con unos cuantos gruñidos inarticulados.
Inserte mi llave e hice girar el pestillo, pero la puerta solamente se abrió un par de pulgadas. Estaba echada la cadena. Me recosté sobre el timbre. Un segundo después oí pasos en el vestíbulo y el ojo de Fritz me atisbo por la rendija.
–Ah, ¿Archie? – preguntó-. ¿Viene usted solo?
–No, con un escuadrón de ametralladoras. ¡Abre!
Abrió. Le dejé la tarea de cerrar y seguí pasillo adelante. El despacho estaba a oscuras. Entré en la cocina. Estaba iluminada y olía bien, como de costumbre, y el periódico francés que Fritz estaba leyendo se encontraba sobre una silla.
–¿A qué hora llegó Wolfe a casa? – pregunté al cocinero.
–A las seis cuarenta. Queda un poco de pato, un trozo de pastel de queso, y si quiere usted…
–No, gracias. Comí unos sabrosos emparedados. – Saqué la jarra del refrigerador y. me llené un vaso de leche-. ¿A qué hora se acostó el jefe?
–Poco después de las once. Dijo que estaba cansado. Comió conmigo en la cocina, por no encender luz en el comedor, porque dijo que le seguía la policía. ¿Está en peligro, Archie?
–Claro que está en peligro. Pero olvídalo. ¿Qué diablos es eso?
Me acerqué para inspeccionar: era una rama de un palmo de larga, con una docena de vástagos, muchas hojas verdes y muchas espinas muy afiladas. La rama estaba en lo alto de un armario en un vaso con agua. Fritz dijo que no sabía lo que era; que Fred Durkin la había traído y Wolfe la había puesto en un vaso, diciendo no sé qué de madurar la simiente.
–Oh -dije-, entonces debe ser una pista. Apuesto un real a que estos palitos son Haw thorns, púas de acerolas. Eso es: Haw thorns. ¿A qué hora informó Fred?
–A eso de las diez y media. Tenía unas cuantas pistas en el saco. Y Saúl vino un poco antes y habló con míster Wolfe. También telefoneó Johnny. – Fritz miró la cuartilla que tenía debajo del teléfono-. A las diez y cuarenta y seis… Oh, aquí hay algo para usted.
Me entregó un pedazo de papel. Lo miré.
Archie:
No estoy en casa.
Por la mañana esperaba una llamada del dormitorio cuanto Fritz regresase de llevar la bandeja del desayuno, pero Wolfe no me llamó: «Si el gran búfalo quiere imaginarse que hoy es mañana de domingo, por mí no hay inconveniente», pensé. A continuación me acomodé en la cocina para saborear mi tortilla de anchoas con media docena de ilustraciones y tres páginas de texto dedicadas al asunto Dunn-Hawthorne-Stauffer-Karn en el periódico de la mañana. Alguien del distrito de Rockland había hablado y la noticia de la muerte violenta de Hawthorne era ya del dominio público.
El temor de que Wolfe hubiese caído en uno de sus acostumbrados amodorramientos quedó descartado poco después de las nueve, en que Orrie Carter y Fred Durkin llegaron simultáneamente y me dijeron que venían a informar y esperar órdenes. Se me quitó un gran peso de encima, pero seguía todavía decidido a que si la comunicación había de restablecerse, fuese por iniciativa mía. Yo sabía que se encontraba en los invernaderos porque había oído el ascensor. Y la casualidad vino en auxilio mío. Llegó una llamada telefónica del inspector Cramer. Hablé con él y llamé luego a los invernaderos por la comunicación interior. Contestó Wolfe.
Le hablé, solemnemente:
–Buenos días, señor. El inspector Cramer, de la Brigada Criminal, acaba de telefonear que ha estado en vela toda la noche, que quiere verle a usted y que se presentará aquí probablemente un poco después de las doce. Está trabajando en un caso de asesinato. Hay dos clases de detectives que trabajan en homicidios. Una de ellas se apresura a acudir a la escena del asesinato. La otra se apresura a huir de ella. El inspector Cramer pertenece a la primera clase.
–Dije en aquella nota que no estoy en casa -repuso Wolfe.
–Usted no puede continuar no estando en casa indefinidamente. ¿Hay órdenes para Fred y Orrie?
–No. Que esperen.
El receptor quedó muerto.
Una hora después a la acostumbrada, funcionó el ascensor y Wolfe bajó al despacho. Esperé hasta que se acomodó en el sillón y me dirigí a él en los siguientes términos:
–Veo que piensa usted seguir con su mutismo. Admito que no se ganará nada con una discusión prolongada. Me limito, pues, a manifestarle que su acción fue el acto más descabellado y absurdo de toda la historia de la investigación del crimen. Nada más. Ahora vamos a seguir con mi informe…
–No veo que mi acto fuese descabellado. Era lo único razonable que…
–No podría usted convencerme de eso ni en mil años. ¿Quiere mi informe?
Suspiró, se recostó en su asiento y medio cerró los ojos. Parecía tan fresco como una margarita y su rostro mostraba menos rubor que una bailarina nudista.
–Adelante -murmuró.
Le di el informe, completo y de memoria, pues no había tomado notas. Empleé en ello un buen rato. Él no me hizo pregunta alguna y me dejó proseguir hasta el final sin una interrupción. Cuando terminé volvió a suspirar, se incorporó y oprimió el timbre para pedir que le sirvieran cerveza.
–No hay remedio -declaró-. ¿Dice usted que le llamaron el último? ¿Habían interrogado a todos los demás?
–Eso creo. Sí.
–No hay esperanza. Quiero decir para nosotros. Con tenacidad y perseverancia, la policía puede romper el círculo, pero lo dudo. Está soldado demasiado fuertemente. Estaban todos en la casa de campo cuando Hawthorne fue muerto. Estaban todos en esta casa de la ciudad cuando miss Karn murió. Eran demasiados. Yo podría encontrar la verdad si me lo propusiese, ¿pero qué haría con ella? ¿Podría probarla? ¿Cómo? Ellos no la quieren, ni siquiera el mismo Dunn, aunque cree que sí. Y yo tampoco la quiero, si no voy a poder utilizarla. Especialmente, al precio que costaría. ¿Me comprende usted?
–No, señor. Lo único que comprendo es que, descubriendo la verdad, podríamos tener un pequeño depósito en el Banco.
–Estoy enterado de eso. Pero la muerte de miss Karn hace imposible continuar ni siquiera el asunto del testamento. Y si ella dejó también testamento… Lo dicho: no hay esperanza.
–Entonces, ¿qué van a hacer Fred y Orrie dando vueltas por aquí y cobrando ocho dólares por día? ¿Color local?
–No. Pienso retenerlos hasta que vea a míster Cramer.
Y a otros que vendrán antes de que termine el día. Me imagino que serán dos o tres los que querrán verme.
–¡Oh, claro que sí! – afirmé-. Stauffer querrá sobornarle a usted. Daisy querrá colocarle otra flor. Y Sara querrá, por supuesto, que recupere su máquina fotográfica. Oh, se me olvida mencionar esto. Me dijo que alguien le robó su cámara.
–¿Miss Dunn? ¿Cuándo?
–Anoche, poco antes de que me mandasen a llamar. Me lo dije entonces, pero fue ayer por la tarde cuando echó de menos la cámara en la habitación donde había dormido.
Y también dos rollos de película que guardaba en un maletín. Dijo que había preguntado a todo el mundo, incluso a la servidumbre, pero sin resultado.
–¿Estaban ya impresionados los rollos de película.-
–No lo sé. No tuve ocasión de preguntárselo, porque nos interrumpió Cramer mandándome a llamar
–Busque a miss Dunn en seguida.
–No ofreció recompensa alguna por la recuperación de su máquina -dije con sorna.
–¡Búsquela por favor! Ésta es nuestra primera oportunidad de recoger algo interesante. Pudo ser únicamente un criado ladrón, pero lo dudo, por haberse llevado los filmes también. ¿Saben los demás que le habló a usted de este asunto?
–Andy y Celia, sí. No puedo telefonearle, porque los policías…
–¡No digo que le telefonee! ¡Digo que la traiga! Que me la traiga aquí!
…Y marché corriendo.
A los pocos minutos Dunn se me reunió en el salón. Parecía como si no hubiese dormido en una semana y no esperase volver a hacerlo. Le dije que Nero Wolfe había desaparecido el día anterior con objeto de proseguir ciertas actividades sin restricciones por parte de la policía, y que se encontraba en casa, dedicado a tal tarea. El pobre señor estaba tan bebido, que ni siquiera pudo hacerme una pregunta inteligente. Entre otras cosas, farfulló que no comprendía lo que Wolfe podía hacer, que esperaba que pudiera hacer algo, pero que no lo creía…
Nunca pude imaginarme que me vería alguna vez palmoteando las espaldas de John Charles para animarle, pero así fue, y empleé veinte minutos con él tratando de persuadirle de que Nero Wolfe ahuyentaría las nubes y el sol volvería a brillar. Esto fue en parte, la preparación para decirle que necesitábamos a su hija Sara en el despacho de Wolfe, pero cuando, finalmente, expresé tal deseo, ni siquiera mostró curiosidad por saber para qué la necesitábamos. Llevaba meses sometido a una tensión penosa y se encontraba agotado.
Dunn envió al mayordomo a buscar a la joven y al poco rato yo la tenía en la calle y subíamos al roadster.
Pero cuando llegué a la casa de Wolfe seguí adelante sin aminorar la marcha, y no me detuve hasta unos ochenta metros más allá. Sara Dunn me miró sorprendida.
–¿Qué pasa? Hemos dejado atrás la puerta.
–Sí, pero aquel coche parado delante de ella es el del inspector Cramer, y no conviene que ese señor se entere de lo que no sabe. Esperaremos a que salga.
–¡Oh, qué lástima! Hubiera sido maravillosa la sorpresa que preparábamos…
–Consuélese. Algún día le enseñaré a usted el oficio de detective -le dije, acariciándola una mano, porque vi que sus labios temblaban y no quería verla llorar.
Pero aquello le hizo temblar más y abandoné el procedimiento. Giré sobre mi asiento para atisbar a través de la mirilla trasera, y al poco rato, unos diez minutos, vi que Cramer bajaba por la escalinata de entrada. Puse entonces el coche en marcha, di vuelta a la manzana, entré de nuevo en la Calle Treinta y Cinco y lo detuve frente a la casa.
Estaba casi descorazonado cuando me senté a escuchar lo que Wolfe tenía que decir a la joven. Desde luego, ya me había figurado que el robo de la cámara y los rollos de películas tuvo que ser hecho por alguien para ocultar algo relacionado o con el testamento o con el asesinato. Sin embargo, no me entusiasmaba mucho la idea por dos razones: primero, debido a las revelaciones íntimas de Sara cuando confesó que había traicionado a su padre y asesinado a su tío: yo necesitaba la prueba de que en realidad había sido robado algo. Segundo, aunque la joven era ingenua no era estúpida, y tenía que darse cuenta de que, si la investigación del robo de la cámara iba a comprometer a alguien, tenía que ser a una persona de su familia o íntima de ella.
Aparentemente, Wolfe tomaba el hurto en serio. Inquirió toda clase de pormenores, se aseguró de que la joven había dejado realmente la máquina en el dormitorio y las películas en el maletín; también quiso saber exactamente cómo y cuándo informó a cada uno de los otros de su pérdida, y lo que ellos habían dicho y cómo habían reaccionado. Ella le proporcionó todos aquellos datos sin visible repugnancia ni titubeos, excepto cuando Wolfe le hizo preguntas sobre Osric Stauffer. Entonces dudó un momento, y luego dijo que no había hablado del asunto con Stauffer. Wolfe le preguntó por qué, y ella contestó que, como no había creído nada de lo que él pudiera haberle dicho sobre la máquina, se abstuvo de preguntárselo.
–¿Es que sabía que Stauffer era un embustero?
No, pero a ella no le gustaba su boca, ni sus ojos, y no le inspiraba la menor confianza toda su persona,
Wolfe enarcó ligeramente las cejas.
–¿Debo suponer, miss Dunn, que usted cree que míster Stauffer le robó su cámara?
La joven movió la cabeza.
–No me parece natural que usted suponga nada. Yo creí que los detectives no suponían, sino que deducía::. – Lo hacen si pueden -rezongó Wolfe-. De todos modos, dudo de que el que no le gusten a usted la boca y los ojos de míster Stauffer sean motivos suficientes para acusarle de nada. – Wolfe miró el reloj, que marcaba la una y cuarto-. Toquemos brevemente otro punto antes de ir a comer. Dijo usted que los dos rollos de película del maletín no estaban impresionados. Entonces, si lo que el ladrón buscaba era un rollo impresionado, presumiblemente se llevó los dos del maletín al azar, ante la imposibilidad de detenerse a averiguarlo en su dormitorio por la premura del tiempo. Y la única película impresionada que se llevó fue la del rollo que se encontraba todavía en la cámara.
Sara volvió a hacer un gesto negativo.
–No se llevó absolutamente nada. No había nada en la cámara.
Wolfe frunció el ceño.
–Usted dijo que la instantánea que sacó en este despacho terminaba un rollo y que ese rollo estaba en la cámara cuando la dejó usted en el dormitorio.
–Cierto que lo dije. Pero usted no me dejó terminar. Quité el rollo de la cámara el viernes por la noche y lo llevé a una droguería para que me lo revelasen. Fue entonces cuando compré los otros dos rollos…
–¡Acabáramos! – razonó Wolfe-. ¿Y dónde están?
–¿Qué?
–¡Las «fotos»!
–Supongo que en la droguería. – La joven rebuscó en su bolso de mano y sacó un trozo de cartón-. Aquí está el talón. Dijeron que estarían al día siguiente por la noche… es decir, ayer…
–¿Puede darme eso? – Wolfe alargó una mano-. Gracias. Archie, llame a Fred y a Orrie.
Fui a la cocina, donde estaban escarbándose los dientes después de un refrigerio, y los llevé al despacho. Wolfe entregó el talón a Orrie, diciendo:
–Esto es para recoger unas «fotos». Ahí figura la dirección. Miss Dunn dejó el rollo el viernes por la noche. Coja el roadster; necesito las copias y el rollo lo antes posible.
Salieron los dos hombres. Wolfe se puso en pie y se dirigió a Sara.
–¿Le importaría quitarse el sombrero, miss Dunn? Deduzco que eso es un sombrero, porque lo lleva usted en la cabeza. Gracias. No me gustan resabios de restaurante en mi comedor.
Rara vez había yo visto a Wolfe apresurar la hora de la comida por cuestión de negocios, pero aquel domingo lo hizo así. Durante la primera media hora, mientras despachábamos el melón, las chuletas y la lombarda, mantuvo el acostumbrado equilibrio de consumo y conversación; pero, durante la ensalada, regresaron Fred y Orrie y fueron recibidos por Fritz. que los mandó esperar en el despacho. Yo me permití dos risitas burlonas: la primera, cuando Wolfe rompió su norma de excluir del comedor toda referencia a los negocios, preguntando a Orrie si había traído lo que había ido a buscar; y la segunda, cuando la ensalada quedo aderezada en seis minutos en vez de los ocho acostumbrados. El pelado y cortado de los melocotones habría también constituido un récord si lo hubiese cronometrado, y, por último, terminada la comida, Wolfe marchó al despacho con paso más apresurado que de costumbre.
Después de acomodarse en su sillón, tomó el sobre que le entregó Orrie y dijo a los dos hombres que esperasen afuera. Luego extendió las «fotos» sobre la mesa y habló a Sara:
–Tendrá usted que decirme lo que representa cada «foto», miss Dunn.
Empecé a arrastrar una silla para ella, pero la joven me rechazó y se sentó en el brazo de su sillón, apoyándose con una mano en el hombro de Wolfe. Él torció el gesto, pero se resignó. Yo completé el grupo colocándose al otro lado, pues las «fotos» eran tan pequeñas -las miniaturas acostumbradas de la «Leitax»-, que era preciso estar muy cerca para examinarlas.
Había treinta y seis en total, y la mayoría muy bien tomadas. Wolfe descartó una buena parte en la primera vuelta; eran «fotos» que no tenían relación discernible con Hawthorne o Dunn vivos o muertos, y nueve o diez que habían sido tomadas el lunes por la tarde en la Feria Mundial… Wolfe examinó el resto con una lupa, sin dejar de pedir detalles a Sara sobre ellas; y marcando en el reverso de cada una el lugar, la fecha y la hora en que fue tomada. Finalmente, devolvió unas treinta de ellas, junto con las películas; el sobre lo colocó a un lado, y concentró su atención en las seis que quedaron. Sara, cansada de hacer equilibrios sobre el brazo del sillón, volvió a su primitivo asiento al final de la mesa. Yo saqué mi lupa y traté también de concentrarme, estudiando cada «foto» a medida que Wolfe las iba dejando sobre la mesa para coger otra y repetí el examen al ver que mi primera vuelta no se había descubierto nada notable. He aquí las seis reproducciones de las «fotos».
La información de Sara fue que la número uno había sido tomada el miércoles por la mañana a eso de las nueve. En ella May Hawthorne mostraba uno de los cuervos muertos al día anterior por Noel Hawthorne y que Titus Ames acababa de encontrar en un prado; mistress Dunn miraba el cuerpo del ave con curiosidad, mientras April Hawthorne lo hacía con repulsión. Sara había sacado la instantánea, y un momento después, al oír un ruido a su espalda en la terraza, se volvió y encontró a Daisy cubierta con su velo, y la fotografió también. Aquélla era la «foto» número dos. La número tres había sido tomada poco después de las seis de la tarde del martes, al salir Sara de la tienda donde trabajaba y encontrarse con Glenn Prescott que la esperaba con su coche para llevarla al campo. La número cuatro había sido tomada unas tres horas antes, la misma tarde del martes. Sara había ido a Park Avenue a entregar un vaso a un cliente y se había llevado su cámara como de costumbre. Al cruzar la acera, había visto a la misma mujer a quien sorprendiera meses antes entrando en «Haterlespon's» en compañía de tío Noel. La puerta del coche al que se dirigía la mujer la mantenía abierta un individuo a quien la joven fotógrafo reconoció, aunque hacía años que no le veía, como Eugene Davis, el consocio de Gleen Prescott. La muchacha sacó una instantánea de la mujer mientras se aproximaba al coche.
La número cinco había sido tomada el miércoles por la mañana, no mucho antes de la número uno. La muchacha había ido al bosque a contemplar el sitio donde su tío Noel había encontrado la muerte, y, al encontrar allí a sus padres y a Osric Stauffer, tuvo que sufrir reproches de los tres por fotografiar la escena. La «foto» número seis, no necesitaba, naturalmente, explicación. Era la que miss Dunn sacó en el despacho oficial de Nero Wolfe el viernes por la tarde.
Mi lupa era tan buena como la de Wolfe, y puede, por consiguiente, observar bien los detalles, pero después de terminar mi tercera inspección, renuncié a la tarea. En lo que a mí concernía, lo único que aquellas «fotos» probaban era que Sara Dunn manejaba admirablemente la «Leitax». Hecha esta observación, me dirigí a mi mesa y me senté cómodamente.
Wolfe terminó también su inspección. Se recostó en su sillón con los ojos cerrados. Yo le observaba. Se movían sus labios, encogiéndose y estirándose, y aquello siempre quería decir algo. Me pregunté si realmente había descubierto alguna cosa o si era todo mera fanfarronada. Si estaba fanfarroneando, habría sido únicamente en obsequio mío, ya que Sara Dunn ignoraba lo que significaba aquel movimiento de labios.
–Y bien -preguntó de pronto la joven-. ¿decide usted algo?
Los labios de Wolfe dejaron de moverse. Sus párpados se elevaron hasta formar unas ranuras a través de las cuales miró a la joven, y un momento después, movió lentamente la cabeza.
–No -dijo-, la deducción ha terminado. Era muy sencilla. La parte difícil del asunto…
–No querrá usted decir que esas «fotos» le han dado la clave -saltó la joven.
–Las «fotos», no -replicó Wolfe-. La «foto». Sólo una de ellas. Por tal «foto» deduzco, entre otras cosas, que si usted vuelve a aquella casa, se expone a que la maten. Y el caso es que la vamos a necesitar a usted para… ¿Qué hay. Fritz?
Fritz cerró la puerta, recorrió la mitad del camino que le separaba de la mesa y contestó:
–Una visita, señor. Míster John Charles Dunn. Le acompañan un caballero y tres señoras.
Observé que era joven y activa y que pudiera haber presentado dificultades si sus manos hubiesen estado libres para continuar en mi rostro la tarea que Daisy había iniciado el día anterior, pero las utilizó para recoger las «fotos» desparramadas por la mesa. Tenía en una mano el sobre que contenía las películas descartadas y se disponía a recoger las seis restantes con la otra, cuando la sujeté. Lo hice pronta y limpiamente, rodeándole con mi brazo izquierdo los dos brazos y el cuerpo a la altura de la cintura, estrechándola contra mis costillas. No pudo ni siquiera patear, porque mis rodillas sujetaron sus piernas contra la mesa.
–¿Le hará usted daño? – preguntó Wolfe.
–No lo creo -contesté.
Él rezongó, se puso en pie, dio vuelta a la mesa y arrebató el sobre de la mano izquierda de la joven. Ésta no tenía mucha fuerza en los dedos debido a la presión que ejercía yo sobre su brazo. Wolfe recogió luego las seis «fotos» de que todavía no se había apoderado la muchacha, las metió en el sobre, cruzó la habitación, las guardó en la caja de caudales y cerró la portezuela.
A continuación volvió a la mesa, se sentó en el sillón y me dijo frunciendo el ceño:
–No me gusta la expresión de su rostro cuando hace cosas como éstas. Suéltela.
–Puede gritar.
–Reténgala entonces un minuto. – Clavó sus ojos en la joven-. Ha hecho usted todo lo que podía hacer y ya no puede deshacerse -le dijo-. Voy a terminar con este asunto lo antes posible. Ninguna persona de su familia (sus padres y su hermano) sufrirá perjuicios, ni usted tampoco. Pero no quiero que se hable de estas «fotos». Además, usted no va a abandonar esta casa. El intento de robo de esas películas demuestra que el asesino está enterado de la equivocación que cometió. Él no sabe dónde están las «fotos» y yo no quiero que se entere todavía, pero él no ignora que todo lo que vio su cámara lo vieron sus ojos también, señorita. El asesino es un torpe, pero eso no hace más que aumentar el peligro que corre usted. A menos que me prometa usted no abandonar esta casa, tendrá que entregar a la policía algo que no está preparada para digerir y que sea ella la que asuma la responsabilidad de su muerte y no yo… Suéltela, Archie.
La joven era una Hawthorne y nada tengo que decir de sus reacciones; por eso aflojé mis brazos y me retiré dos pasos simultáneamente. Pero ella me ignoró por completo. Se irguió violentamente, aspiró un par de bocanadas de aire y se encaró con Wolfe.
–Ha dicho usted él-farfulló.
Wolfe movió la cabeza,
–Tendrá usted que esperar, miss Dunn. El asunto es muy delicado. La felicito por no haber obligado a míster Goodwin a taparle la boca y encerrarla allá arriba. Tenga la seguridad de que todo lo hago en beneficio suyo, señorita. Usted no abandonará esta casa, ni hablará a nadie de las «fotos».
Se abrió bruscamente la puerta y entró John Charles Dunn dando traspiés, seguido por May, June, Celia Fleet y Stauffer. Dunn no se tambaleó literalmente, pero corrió hacia un sillón y se agarró al respaldo para sostenerse.
–Estoy cansado de esperar -dijo-. Estamos cansados de esperar.
Sara miró, contempló su demudado rostro y sus ojos inyectados en sangre y se abalanzó a él gritando:
–¡Papá! ¡Papá querido!
Le rodeó el cuello con sus brazos y le besó. Aparentemente el diablillo profesional, al obrar de aquel modo, sirvió para aflojar la tensión de los nervios de todos. Dunn rodeó con un brazo los hombros de su hija y empezó a sollozar. Celia Fleet los contemplaba, mordiéndose el labio inferior. Stauffer miró a su alrededor con ojos tan inyectados de su sangre como los de Dunn. June se sentó, sacó su pañuelo y se enjugó dos lágrimas que empezaban a deslizarse por sus mejillas. May se acercó a la mesa y dijo a Wolfe es tono despectivo:
–Yo no quería venir. Mi hermana y mi cuñado insistieron. ¿De qué se trata, de soborno o de traición?
–Vamos, miss Hawthorne -intervino Stauffer-. Eso no mejorará la situación.
–¡April está detenida! – clamó June.
Yo trataba de normalizar la escena poniendo sillas detrás de las rodillas de todos. Jamás vi pandilla más alborotadora.
–No está detenida -aclaró Dunn, dejándose caer en un sillón-. Le pidieron que fuese al despacho del fiscal y ella fue. Pero tal como están las cosas…
–Te digo, John -saltó May-, que antes de decir nada a este señor debemos exigirle una explicación satisfactoria…
–Tonterías -masculló Stauffer, en tono irritado-. Hablan ustedes como si pudiéramos elegir…
–Por favor, señores! – clamó Wolfe, agitando los brazos-. Basta de disparatar. Sus cerebros no funcionan normalmente. Usted, miss Hawthorne, está, al parecer, resentida porque cuando descubrimos el cadáver de miss Karn me vine a casa a reflexionar en vez de quedarme allí toda la noche entretejiendo mis pulgares. Creí que tenía usted más sentido. Contestando a su pregunta, diré que no fue ni soborno ni traición; fue talento. Por otra parte, no tengo que darle cuentas. Usted, con los demás, me contrató para negociar con miss Karn, pero miss Karn ha muerto. Míster Dunn me encargó que investigase el asesinato de Noel Hawthorne. ¿Continúo todavía encargado de esa misión? – preguntó mirando a Dunn.
–Sí, naturalmente -contestó Dunn, sin mucho entusiasme-. Pero no comprendo qué es lo que puede usted hacer. Prescott fue a acompañar a April…
–Purifiquemos el ambiente un poco -sugirió Wolfe-… April no corre más peligro que el de ser molestada.
Todos se le quedaron mirando. May preguntó:
–¿Cómo lo sabe usted?
–Sé bastante más que eso -afirmó Wolfe-. Pero es todo lo que puedo anticipar por ahora. Acéptelo, es bueno… Escuche, míster Dunn, voy a hacerle una sugestión. Ayer míster Goodwin encontró a miss Karn sentada en el salón, hablando con April Hawthorne, que estaba disfrazada con un velo para pasar por mistress Hawthorne.
Dunn hizo un gesto afirmativo.
–Sí, ésa es una de las cosas…
–Una de las cosas de que vienen ustedes a hablarme. Naturalmente. Pero ahí va mi sugestión: míster Goodwin apartó los cortinones que ocultan el bar y sorprendió a míster Stauffer allí. Anoche Stauffer ofreció a Goodwin mil dólares si no hablaba de ello a la policía. Goodwin rechazó el soborno, pero no se lo dijo a la policía, y yo no se lo dije al inspector Cramer cuando me visitó esta mañana. Pero podemos hacer un trato con míster Stauffer. Puesto que él era el sustituto de Hawthorne en el Departamento Extranjero de la casa Daniel Cullen y Compañía, tiene que saber la verdad de aquella indiscreción relacionada con el préstamo a Liberia. Si la cosa ocurrió como usted sospechaba ayer, cuando sorprendimos a mistress Hawthorne…
–Se le ve a usted la intención -interrumpió ásperamente Stauffer.
Wolfe enarcó las cejas.
–¿La intención?
–Sí. Va usted a sugerir que Dunn me obligue a decir la verdad del asunto del préstamo, amenazando con informar a la policía de que yo estaba escondido detrás de los cortinones cuando Noami Karn estaba allí. ¿No es eso?
–No anda usted muy descaminado.
–Bien, pues llega usted tarde. Mientras vivió Hawthorne, me fue imposible contarle a Dunn lo ocurrido, pero se lo dije esta mañana y hemos obligado a mistress Hawthorne a firmar una declaración. Para vengarse de ello se ha ido a la policía con un puñado de mentiras…
–No sabemos si mintió -objetó May.
–Aunque se haya atenido a la verdad, es lo suficiente para desmentir la afirmación de Wolfe de que April no corre peligro…
–Entonces, ¿aclaró usted lo del préstamo, míster Dunn? – preguntó Wolfe.
–Aclaré la perfidia -contestó Dunn, con sombrío acento-. Aquella mala mujer me hizo quedar en ridículo. Pero ahora ya todo ha terminado…
–No todo -declaró Wolfe-. Con un poco de suerte, podrá usted dormir esta noche, o mañana, a más tardar. Pero puede usted ayudarme a remover unos cuantos obstáculos… Excúseme…
Llamaba el teléfono. Acerqué el receptor a mi oído al mismo tiempo que Wolfe lo hacía con el suyo, sin esperar por mí.
–Aquí el despacho de Nero Wolfe -dije.
–Aquí Saúl Panzer. Archie. Son las tres y dieciocho. Informo desde…
–No se retire -le interrumpió vivamente Wolfe, dejando el aparato en su soporte y abandonando el sillón-. No tome notas. Archie -dijo encaminándose a la puerta.
Fritz abandonó la habitación con él. Yo establecí la comunicación con la derivación de la cocina y mantuve el receptor pegado a mi oído hasta que oí la voz de Wolfe y la de Saúl contestándole.
–Es un charlatán -dijo incisivamente May Hawthorne-. ¡Hablar de que dormiremos esta noche! ¡Es preciso hacer algo! Prescott no sirve para esto. Podrá ser un buen abogado, pero no sirve para esto. Y Andy es un chiquillo. Y esta burbuja de jabón de Wolfe… ¡Bah! ¡Estamos bien arreglados!
–Dice que April no está en peligro -murmuró Dunn sin convicción.
–¡Fanfarronadas! – saltó May-. Si todo lo que podemos hacer para remediar nuestra desgracia es estarnos aquí sentados, escuchando…
–Cállate, May -intervino June, con serena autoridad-. Basta de disparatar. Sabes muy bien que no hay más disyuntiva que Wolfe o nada. ¿Qué nos ha ofrecido nadie excepto un formulario pésame? Si tenemos que hundimos, nos hundiremos. No atormentes más a John. Ya estaba al borde del colapso antes de suceder esto. – Su mirada abandonó a la hermana para posarse en la hija y cambió el tono de su voz-: Sara querida, no quiero preguntarle a que viniste aquí, pero me gustaría saberlo. ¿Te envió a buscar míster Wolfe?
–Sí. – Sara ocupaba una silla próxima a. la de su padre-. Quería preguntarme algo sobre el robo de mi máquina fotográfica. Recordaréis que hablé de ello ayer, y anoche se lo conté a míster Goodwin. Por supuesto que es también todo lo que pude decir a míster Wolfe, que me ha desaparecido y que no tengo la menor idea de quién se la llevó.
Discutieron un rato lo de la cámara. Habían ocurrido dos asesinatos, una fortuna de millones se les había ido por la chimenea, Dunn estaba a punto de perder su alto puesto. April estaba siendo interrogada por la policía como sospechosa, ¡y ellos se dedicaban a hablar ce la máquina fotográfica! La cosa habría estado muy en su punto de haber sabido la relación que la máquina fotográfica tenía con el cataclismo, pero en aquel momento nadie tenía la menor idea de ello.
Estaban todavía discutiendo aquel asunto cuando regresó Wolfe. Ocupó su sillón y paseó la mirada por los rostros que le rodeaban.
–Vamos a poner un poco de orden en nuestras ideas- dijo bruscamente-. Examinemos primero esa ansia de venganza de mistress Hawthorne cuando la desenmascararon ustedes en el asunto del préstamo. Supongo que una de las cosas que dijo a la policía fue la de la flor. Andy la encontró enganchada en un zarzal, y April llevaba el martes por la tarde un ramo de aquellas mismas flores, que le había sido regalado por míster Stauffer.
Hubo miradas de asombro y dos o tres exclamaciones.
–Déjenme seguir -dijo Wolfe-. No trato de deslumbrarlos a ustedes con efectos teatrales. Esto lo supe ayer por la misma mistress Hawthorne. ¿Se lo dijo a la policía?
–Se lo dijo -contestó June.
–Y describiría, naturalmente, la escena que presenció por una ventana el martes por la noche, cuando Andy enseñó a usted y a su esposo la flor, el aciano, y dijo dónde lo había encontrado. Supongo que la policía les habrá interrogado a ustedes acerca de eso.
–Sí.
–¿Lo confesaron ustedes?
–Por supuesto que no. No era cierto. Lo negamos.
–¿Los tres?
–Sí.
–Malo -granó Wolfe-. Van a lamentarlo mucho.
–¿Y por qué vamos a lamentarlo, si nos hemos limitado a…?
–¿A decir la verdad, míster Dunn? Oh, no. Mintieron ustedes. No me tengan por tonto. Y míster Cramer tampoco lo es. Mistress Hawthorne no inventó esa historia. Ustedes mismos debieron contármela, puesto que me contrataron para aclarar este asunto. Y ahora van ustedes a decirme la verdad o a abandonar este despacho para no volver a poner en él los pies. Es importante, quizá puede ser vital, que yo tenga una declaración de usted, de su marido o de su hijo, en la que se diga que la flor de aciano fue encontrada allí y que todos ustedes la vieron. ¿Conformes?
–Es una estratagema -saltó May.
–¡Bah! – Wolfe se encaró con ella-. Este asusto la está entonteciendo a usted. Yo no empleo estratagemas con mis clientes. ¿Que dice usted? – añadió, mirando a June.
–¿Tiene usted alguna base para afirmar que April no se encuentra en peligro? – preguntó Dunn.
–La tengo. No voy a descubrirla, pero la tengo. Lo mejor que puede usted hacer, señor, es tener confianza en mí o renunciar a mis servicios.
–Muy bien, Andy encontró allí una flor de aciano y nos la enseñó a mi esposa y a mí.
–¿El martes por la noche, como dijo mistress Hawthorne?
–Sí.
–¿Qué hizo usted con la flor?
–La arrojé a la chimenea.
–¿Confirma usted eso, mistress Dunn? June titubeó un segundo y luego dijo firmemente:
–Sí.
–Bien. – Wolfe frunció el ceño-. Tendrá usted que comerse su negativa ante la policía, pero usted tiene la culpa. Usted requirió mis servicios y debió consultarme. Vamos a otra casa: el disfraz de su hermana como mistress Hawthorne. Míster Goodwin la vio allí con miss Karn, subió en seguida a la biblioteca y vio otra mistress Hawthorne hablando conmigo. Tratando de levantarle el velo averigüé que la mistress Hawthorne de la biblioteca era la verdadera. Ustedes oyeron su grito. De ello dedujimos que la falsa tenía que ser April, la consumada actriz. ¿Le dijo mistress Hawthorne también esto a la policía?
–Sí -contestó June, cabizbaja.
–¿Cómo se enteró?
–Turner se lo dijo. El mayordomo. Yo estaba en el recibidor cuando miss Karn llegó y dijo que quería ver a mistress Hawthorne. Ordené a Turner que introdujese a miss Karn en el salón mientras yo avisaba a mi cuñada. Mientras subía al otro piso, se me ocurrió una idea. Daisy estaba en la biblioteca con usted. La idea fue que April cogiese un vestido y un velo de la habitación de Daisy y se presentase a miss Karn para averiguar lo que quería. La encontré en la habitación de May y se lo sugerí, y las dos lo aprobaron. Míster Stauffer estaba allí también y…
–Yo no -protestó secamente Stauffer-. Quiero decir que yo no lo aprobé. Lo desaprobé enérgicamente. Bajé al otro piso, entré en el bar por la puerta posterior y me situé detrás de los cortinones para proteger a April en caso necesario. Goodwin me vio en aquel escondite.
–¿Y Turner? – preguntó Wolfe a June.
–No creo que sospechase nada cuando vio bajar a April. Su disfraz era perfecto. Pero Turner se enteró luego que Daisy estaba en la biblioteca al mismo tiempo que en el salón, porque la vio allí cuando fue a decirle a usted que había llegado uno de sus hombres. No se lo comunicó a su ama inmediatamente, porque no sabía cuál de las dos Daisy era la verdadera, pero se lo contó después.
–Y ahora se lo ha dicho a la policía.
–Sí.
–Y todos ustedes han sido interrogados.
–Sí.
–No dudo de que todos, excepto míster Stauffer, habrán dicho lo que sucedió.
–Se equivoca usted. Lo negamos.
–¡Válgame Dios! – exclamó Wolfe. ahogando un suspiro-. ¿Lo han negado ustedes todo?
–Sí.
–¿Y April también?
–También.
–Y Turner quedó como un redomado embustero.
–No. Dijimos meramente… que tenía que estar equivocado.
–¡Dijeron ustedes meramente! ¡Es un milagro que no estén todos ustedes encerrados! ¿Intervino en esto Prescott?
–No. Nadie estaba enterado, excepto April, May, yo y… y míster Stauffer. Ni siquiera mi marido, hasta esta mañana. Le suplico a usted, míster Wolfe, que… que comprenda. En circunstancias normales ninguno de nosotros hubiera hecho tales tonterías. Pero estábamos trastornados con tantas emociones. Mi marido y yo llevábamos, además. varios meses de tensión nerviosa insufrible.:. Tiene usted que comprender…
–Mi comprensión no les servirá a ustedes de nada -rezongó Wolfe-. Sigamos adelante. Cuénteme lo que dijo miss Karn a su hermana disfrazada de mistress Hawthorne.
–Le pidió un millón de dólares.
–¿Quiere decir usted que ofreció renunciar a toda la herencia reservándose únicamente un millón?
–Sí. Dijo que la oferta que usted le había hecho era ridícula, pero que se contentaría con un millón. April abandonó la habitación poco después de que míster Goodwin la viera en ella, porque comprendió que no tardaría en descubrirse a Daisy en la biblioteca. Dijo a miss Karn que iba a consultar con nosotros sobre su oferta, pero marchó directamente a la habitación de Daisy y se desprendió del vestido y del velo.
–¿Y usted, míster Stauffer? ¿Cuánto tiempo permaneció detrás de los cortinones?
–Permanecí un rato, porque creí que April volvería. Pero cuando Goodwin asomó la cabeza, y me vio, comprendí que estaba equivocado. Me marché unos segundos después por la puerta del fondo.
–Cuando usted se marchó, ¿miss Karn quedó sentada en la silla?
–Supongo que sí. No la vi.
La mirada de Wolfe recorrió todos los rostros.
–He aquí una pregunta para todos ustedes. Cuando míster Goodwin abandonó el salón después de una breve conversación con miss Karn eran las tres y diez minutos. ¿Ha confesado alguien haberla visto allí viva después de esa hora?
Todos movieron la cabeza en gesto negativo.
–Prescott me contó -dijo Dunn- que Davis dijo que miss Karn no estaba en el salón cuando él entró poco antes de las cinco.
–¿Condujo Turner a Davis al salón?
–No. La policía me dejó leer la declaración de Turner. Davis entró solo en el salón y Turner subió al otro piso a buscar a Prescott.
–¿Confirma Davis eso?
–No ha confirmado nada. No le pueden encontrar. Al menos no lo habían encontrado este mediodía.
–¿Sabe usted dónde está? – preguntó Wolfe entornando los ojos.
–Por supuesto que no. ¿Cómo voy a saberlo?
–Me limito a preguntárselo. Es posible que Prescott lo sepa. Davis abandonó la biblioteca a las seis menos cuarto, y Prescott salió detrás de él un momento después. ¿Que sabe usted de esto?
–Prescott dice que llegó al recibidor en el momento en que Davis abría la puerta de la calle para salir. Le llamó entonces, pero Davis se marchó sin contestar. Turner se encontraba presente y corrobora su declaración. Stauffer y yo nos encontrábamos en el salón con aquel teniente de policía y Ritchie, de la «Cosmopolitan Trust». Yo mismo oí la voz de Prescott cuando llamó a Davis, y entonces salí al pasillo y le dije que se reuniese con nosotros en el salón. Unos minutos después enviamos a Turner al piso de arriba para rogarle a usted que bajase.
La voz de Dunn era más firme y animada, y sus ojos mostraban más vida. Los fijó de pronto escrutadoramente en Wolfe, y preguntó:
–¿Qué sabe usted de Davis?
–Oh, poca cosa -contestó Wolfe-. Es mera curiosidad. El hecho de que no hayan podido encontrarle…
–No lo creo. – La voz de Dunn iba haciéndose estridente-. Aquel hombre que está a su servicio le dijo a usted ayer algo de Davis… que le habían encontrado en no sé qué sitio, embriagado. Si quiere que tenga confianza en usted, deme al menos una idea de lo que…
–¡No puedo! – le interrumpió Wolfe-. ¿Qué adelantaría usted con una idea? Le daré algo mucho mejor que una idea tan pronto como pueda. Ahora debe usted comer algo. Todos ustedes -añadió mirando en torno-. Coman algo, quítense los zapatos y échense un poco.
–Si es usted un charlatán, hay que reconocer que lo hace bien -dijo May Hawthorne-. Son las cuatro y tiene usted que subir a reunirse con sus orquídeas.
–Cierto -confesó Wolfe-. Y a ordenar unas cuantas cosas, incluyendo mi cerebro. – Se puso en pie y miró a Sara-. ¿Quiere usted venir conmigo, miss Dunn? Dijo usted que le gustaría.
Los visitantes se retiraron, no mucho menos descorazonados que cuando llegaron, tras informarnos de que habían abandonado la mansión Hawthorne de la Calle Sesenta y Siete para trasladarse a un hotel. La conducta de Daisy con la policía era la causa de ello.
Wolfe telefoneó algunas órdenes desde la azotea. Primero, que le enviase a Orrie Carter para recibir instrucciones. Lo hice así, y poco después Orrie bajó y abandonó la casa. Segundo, que enviase a Fred Durkin a la dirección de la Calle Once, donde Eugene Davis era Earl Dawson, con el encargo de ponerse en contacto con él y traerle al despacho. Di a Fred las correspondientes instrucciones y lo despaché. Tercero, que buscase a Raymond Plehn, por teléfono, de ser posible. Plehn era el perito horticultor de Ditson y Compañía, los grandes floristas al por mayor. Le puse en comunicación con el invernadero y oí que Wolfe le pedía que viniese a casa cuanto antes.
Saúl Panzer y Johnny Keems telefonearon también, y en ambos casos Wolfe me ordenó que los conectase con la azotea y que no era preciso que tomase notas, lo que significaba que mis facultades de disimulo no iban a ser sometidas a indebida tensión, sin que me sirviese de consuelo el saber siquiera en beneficio de quién iba yo a realizar tal sacrificio.
Otra cosa que acabó de ponerme de mal humor fue que me dediqué a una sesión privada de «A ver si sabe usted lo que quiere decir esta foto» y no saqué nada en limpio. Extraje las seis películas de la caja, las llevé junto a una ventana y las estudié con la lupa más potente, pero en lo que a la resolución del asesinato se refiere, lo mismo pude ponerme a examinar tarjetas postales del Gran Cañón. Si había algo en aquellas fotos, no lo había para mí; pero así y todo, continuaba examinándolas cuando Raymond Plehn llegó.
Lo anuncié, y Wolfe me dijo que ordenase a Fritz que lo subiera en el ascensor junto con el sobre de las fotos, la lupa y la «cosa» que había en un vaso de la cocina, traída por Fred de Rockland County como una de sus pistas. Aquello me puso de un humor de primera clase. Sabía que significaba algo, pues Wolfe no habría hecho ir a Plehn solamente para desazonarme, pero por mucho que paseé por el despacho y concentré mi atención, no conseguí situarme ni a un kilómetro de una simple conjetura. Estaba todavía dándole vueltas al asunto cuando oí bajar el ascensor, y Fritz acompañó a Plehn hasta la puerta de la calle. Luego entró en el despacho para entregarme el sobre, que yo devolví al cajón de la caja de caudales sin nuevo intento de resolución del jeroglífico.
Entretanto hubo otras dos llamadas telefónicas. John Charles Dunn, primero, desde la habitación de su hotel, para decir que April había vuelto sana y salva del despacho del fiscal, sin otra novedad que un gran dolor de cabeza, y que Andy Dunn había vuelto con ellos, pero no Prescott. Éste había permanecido con ellos durante el interrogatorio, pero los había dejado después, enviando recado a Dunn de que se comunicaría con él más tarde. La segunda llamada fue de Fred Durkin. Informó que había tocado el timbre marcado «Dawson» sin obtener respuesta, que el portero le había dejado entrar, que había subido al departamento, que había encontrado cerrada la puerta y que nadie respondía a sus golpes y patadas. Telefoneaba desde una droguería de la esquina de la calle. Le contesté que no se retirase del aparato, llamé a Wolfe por el teléfono interior y retransmití a Fred sus instrucciones.
Poco después, mientras estaba en la cocina exprimiendo limones, llegó Cramer. Fritz le pasó al despacho y a poco me reuní allí con él y le ofrecí un vaso de buena limonada fría. Ni siquiera me dijo que no; se limitó a refunfuñar. Por la mirada que me lanzó cualquier hubiera dicho que yo había hablado de él al alcalde.
Puse ambos vasos sobre mi mesa, me senté y dije, removiendo el líquido con una cachara:
–Está haciendo un tiempo espantoso.
–¡Al diablo usted! – refunfuñó-. Quiero ver a Nero Wolfe.
–De acuerdo, hermano -contesté, sorbiendo limonada-. Bajará dentro de unos minutos. Nada de lo que le diga usted herirá mis sentimientos. Pienso dimitir. Se ha vuelto ladino y misterioso y estoy harto de él. ¿Sabe usted lo que me hace? Telefonea a la gente y yo no puedo escuchar porque no se poner cara de cartón piedra. Aquí yo no soy más que un idiota. Un miserable lacayo. ¿No podría usted colocarme en la policía?
–Cállese.
–Muy bien. Le sorprenderá a usted. Me callaré.
Lo hice así y me dediqué a beber limonada. Había terminado con el primer vaso y empezaba con el segundo cuando entró Wolfe. Aparentemente había dejado a Sara allá arriba con Theodore Horstmann, pues venía solo. Saludó a Cramer, se sentó detrás de su mesa, llamó para pedir cerveza y soltó un suspiro.
–¿Algo nuevo? – preguntó al inspector con ojos casi cerrados.
–No -contestó Cramer con voz áspera-. Algo viejo. – Sacó un papel del bolsillo, lo desdobló y lo colocó delante de Wolfe-. Eche un vistazo a eso.
Wolfe cogió el papel, lo leyó, lo dejó caer sobre la mesa y se retrepó en su asiento. Salió de su garganta un pequeño ruido, algo entre gorgoteo y risita ahogada.
–Esto lleva la fecha de hoy -declaró-. Yo no lo llamaría viejo.
–Sí, esa parte es muy reciente -convino Cramer-, pero no lo que la hizo necesaria: las viejas trapacerías de usted. Esta mañana le ofrecí campo libre y no lo quiso aceptar. Bien. Le hago todavía un favor viniendo yo mismo a buscarle. Nos ha hecho usted demasiadas jugadas de esta clase. Aunque yo quisiera pasar ésta por alto, no podría. Todos, desde el presidente de los Estados Unidos hasta el profesorado del Varney College están enterados. – Cramer orientó un pulgar hacia el papel abandonado sobre la mesa-. Skinner fue quien sugirió eso, pero yo no me opuse. Le advertí a usted cincuenta veces que caería algún día y ya ha llegado. ¿Creía usted que porque sus clientes son gente de posición e influencia podía contar con ellos para que le sacasen del apuro?
–Yo no cuento con mis clientes. Ellos cuentan conmigo -corrigió Wolfe.
–Bien, pues esta vez no han tenido suerte. Esta mañana le di a usted una gran oportunidad. La oportunidad de aclarar lo que mistress Hawthorne le dijo a usted sobre el hallazgo de aquella flor por el joven Dunn. La oportunidad de justificar lo que April Hawthorne, disfrazada con un velo, pretendió conseguir de Noami Karn. Sabemos que Goodwin la vio en el salón y tres segundos más tarde la encontró en la biblioteca hablando con usted. Estas y otras cosas son las que vamos a dilucidar en la Jefatura. Vamos, coja el sombrero. Tengo en la calle un coche que no traquetea mucho.
Wolfe le miró con incredulidad.
–Tonterías -murmuró-. Dígame lo que quiere.
–Ya se lo dije esta mañana, ¿y de qué me sirvió? – Cramer se puso en pie-. Vamos, nos están esperando en el despacho de Skinner.
–Hoy es domingo, míster Cramer.
–Cierto. Dudo de que pueda usted poner la fianza antes de mañana. Buscaremos una.
–¡Esto es grotesco! – protestó Wolfe.
–Claro que lo es. Vamos ya. Puedo cansarme de ser cortés.
–¿Pero habla usted en serio?
–Bien lo sabe usted.
–Entonces pido un favor. Concédame tres o cuatro minutos para dictar una carta. En su presencia.
–¿A quién? – preguntó Cramer con desconfianza.
–Ya lo oirá usted.
Cramer titubeó un momento, pero al fin accedió.
–Despache pronto -dijo.
–Su cuaderno de notas. Archie -me ordenó Wolfe.
Abrí el cajón y lo saqué. Wolfe- se recostó hacia atrás,. cerró los ojos y empezó a dictarme con su acostumbrada monotonía:
A W. B. Olivar,
Director de "La Gazette".
Querido míster Oliver: el inspector Fergas Cramer me ha detenido como testigo material en el caso por asesinato Hawthorne-Karn y no podré salir bajo fianza antes de mañana. En consecuencia, deseo exponer al citado inspector y a sus superiores al ridículo y a la irrisión, y afortunadamente me encuentro en condiciones de conseguirlo. Usted sabe hasta qué punto se puede confiar en mi palabra. Sugiero que publique usted los siguientes hechos en su edición del lunes: que mi detención ha sido motivada por una pugna profesional. Que por mi brillante e ingeniosa interpretación de dos de los indicios, he descubierto la identidad del asesino. Que no estoy todavía preparado para descubrir la identidad del asesino a la policía, por temor de que su incompetencia haga saltar prematuramente la trampa que he preparado para él criminal. Que cuando llegue el momento -puede decir que pronto- la detención será realizada por representantes de "La Gazette", y el asesino entregado por ellos a la policía, junto con pruebas terminantes de su culpabilidad. Yo saldré bajo fianza el lunes al mediodía a más tardar, y si usted, tiene la amabilidad de venir a mi casa a la una y media podremos discutir los detalles, incluso la suma que está usted dispuesto a pagar por este golpe muestro. Con mis mejores deseos y afectos, cordialmente suyo.
–Firme con mi nombre y cuídese de que llegue a manos de míster Oliver antes de las diez de la noche.
Nero Wolfe se puso en pie, gruñendo como de costumbre.
–Bien, señor. Estoy dispuesto.
–Oliver no recibirá esta carta, porque me llevo a Goodwin también -dijo Cramer sin moverse.
Wolfe se encogió de hombros.
–Eso aplazará su recepción veinticuatro horas. Oliver la publicará el martes en vez del lunes.
–No se atreverá. Ni usted tampoco. Usted conoce la ley, Oliver no se atreverá a tocarla. Este caso…
–Bah, nada importa la ley. Si entregamos al asesino y las pruebas, seremos héroes. Vamos cuando usted quiera.
–Perderá usted su licencia.
–La Gazette me pagará lo suficiente para retirarme.
–¿No estará usted fanfarroneando?
–Nada de eso. He dado a míster Oliver mi palabra.
Cramer me miró. Yo le hice un gesto de simpatía. Él inclinó la cabeza hacia Wolfe y de pronto se le congestionó el rostro. Se puso en pie, descargó un puñetazo en la mesa y gritó a mi jefe:
–¡ Siéntese! ¡Maldito rinoceronte! ¡Siéntese!
Sonó el teléfono. Alcé el receptor y oí la voz de Fred Durkin, baja, ronca y apremiante:
–¿Archie? ¡Ven lo más pronto que puedas! ¡Estoy otra vez en aquel sitio y me acompaña un cadáver o algo que no tardará en serlo!
–Lo siento -dije disimulando-, pero no he tenido ocasión de hablar a míster Wolfe de ese asunto. Estoy seguro de que no podrá ir ahora… Se encuentra con una visita de la policía. No se retire, haga el favor. – Me dirigí a Wolfe, con el receptor lo suficientemente cerca para que Fred pudiera oír también-: Es aquel tal Dawson. Telefoneó esta tarde. Ha recibido un canasto de Cattleya mossias de Venezuela y quiere cien dólares por la docena. Tiene una oferta de…
–No puedo ir ahora.
–Ya se lo he dicho.
–Pero puede ir usted. Dígale que irá ahora mismo.
Volví a hablar por el aparato:
–Míster Wolfe dice que se quedará con ellas si están en buen estado, míster Dawson. Yo iré a verlas. Puede usted esperarme dentro de quince minutos.
Abandoné el despacho. Temí que el inspector entrase en sospechas e hiciese comprobar la llamada telefónica, pero por la expresión de su rostro comprendí que su imaginación estaba ocupada en otros asuntos.
Frente a la casa, el coche de Cramer olfateaba la cola de mi roadster. Saludé con una mueca a los dos policías que ocupaban el asiento del conductor, me metí en el roadster y arranqué. No era probable que los policías tuviesen instrucciones que les impulsasen a seguirme, pero para mayor seguridad di un rodeo por la Calle Treinta y Cuatro, donde me detuve un par de minutos, y luego seguí el camino.
A aquella hora de la tarde de un domingo de julio las calles estaban casi desiertas y yo sólo tenía que recorrer poco más de un kilómetro. Dejé el coche donde el día anterior, a corta distancia de la casa, entré en el vestíbulo y oprimí el botón colocado bajo el nombre de Dawson. En cuanto se abrió la puerta me subí a zancadas los dos tramos de la escalera.
Ya al final del pasillo me encontré con dos indicios de violencia. Un panel de la puerta y parte de su marco estaba hecho astillas. Aquél era uno. El otro era el rostro de Fred Durkin. Tenía hinchada la parte izquierda de la mandíbula y presentaba una contusión en la sien derecha, que aparecía despellejada.
–¡Oh! – dije-. ¿Eres tú el cadáver?
–El cadáver lo serás tú -me replicó él con su ingenio irlandés-. Ven a ver esto.
Le seguí al interior de la casa y descubrí más señales de violencia. Una mesa y una silla habían sido derribadas y las alfombras aprecian revueltas. Sobre una de ellas estaba tendido Prescott, que nos miraba con los ojos muy abiertos. Su rostro estaba en mucho peor estado que el de Fred y tenía manchas de sangre en el cuello, en la corbata y en la pechera de la camisa.
–Ha vuelto en sí -dijo Fred-, pero no hablará. Le limpié la sangre de la cara, pero continúa brotándole por la nariz.
Prescott dejó escapar un gemido.
–Hablaré -dijo débilmente-. Hablaré si… si puedo. Me temo que tengo una lesión interna. – Su mano se oprimió el vientre-. Me dio aquí.
Me arrodillé a su lado y le tomé el pulso. Luego le palpé el cuerpo cuidadosamente. Él no cesaba de quejarse, pero yo no le encontré síntoma alguno de agonía. Fred me trajo una toalla mojada y le limpié la cara con ella.
–No creo que esté usted gravemente herido -dije poniéndome en pie-, pero no estoy seguro. Supongo que sólo le golpearía a usted con los puños…
–No lo sé. Me derribó de un golpe… me puse en pie y me volvió a derribar…
–¿Quién fue? ¿Davis?:
–Seguramente fue Davis -intervino Fred-. Debió presentarse mientras yo estaba telefoneándote. Luego volví y me puse a vigilar la puerta de entrada, y al poco rato apareció este individuo, oprimió el timbre y entró. Unos minutos después oí ruidos. Salió el portero y dijo que los había oído también. Me dejó pasar, pero se negó a subir conmigo diciendo que no quería meterse en líos. Al llegar a lo alto del segundo tramo alguien me descargó un golpe. Apenas le pude ver por la rapidez de la agresión. Cuando recobré el conocimiento me encontré hecho un ovillo en las escaleras y mi agresor había desaparecido. Me puse en pie, abrí la puerta de un empujón y tropecé con este individuo tendido en el suelo.
Miré a mi alrededor, vi el teléfono, me acerqué a él y marqué un número. Un minuto después me contestó la voz de Wolfe.
–Aquí Archie -dije-. ¿Está Cramer todavía ahí?
–Sí
–¿Informo?
–Sí
–Hablo desde el departamento de Dawson. Prescott está tendido en el suelo ligeramente conmocionado. Davis le golpeó, arrojó a Fred escaleras abajo y se marchó a dar un paseo. Fred está aquí.
–¿Es grave el estado de Prescott?
–No lo creo.
–Tráigalo aquí.
–¿Y Cramer? Su coche está delante de la puerta con dos policías.
–No se preocupe. Estamos colaborando con la policía.
Colgué y me volví a Prescott:
–El inspector Cramer está en el despacho de Wolfe y quiere verle. Le pondremos a usted en pie y le ayudaremos a bajar las escaleras.
–Pero si quizás esté herido -gimió-. Quizá sea peligroso…
–No lo creo. Veamos si puede usted tenerse en pie. Ven a ayudarme, Fred.
Conseguimos ponerle derecho sin que al parecer se le rompiera nada. Por sus gemidos, se habría creído que no valía la pena de molestarse, pero después de que le hubimos levantado le tomé el pulso y vi que estaba tan bien como el mío. Echamos, pues, a andar con él y le dejamos que gimiera. Cuando llegamos a la planta baja, le senté en un escalón y salí a traer el roadster hasta la puerta. Le sacamos entonces a la calle, le izamos hasta el vehículo y yo me senté al volante y dije a Fred que ocupase el asiento de atrás.
Pero Fred no se movió de la acera y me hizo un gesto negativo.
–Tú no me necesitas y yo tengo que hacer una gestión -me dijo.
–Mira que quizá tengan que preguntarte algo. Sube. Le miré. Había una decisión en su voz y una expresión en sus ojos que me indicaron que era inútil discutir.
–Muy bien -dije-, hay una probabilidad entre un millón de que encuentres lo que buscas. Si lo logras, no seas zoquete. Recuerda que cualquier ciudadano que presencie la comisión de un delito, como, por ejemplo, una agresión, puede legalmente efectuar un arresto. De la agresión quizá no vieras mucho, pero seguramente sentiste los golpes, a juzgar por ese ojo.
–¡Anda y que te cuelguen! – me apostrofó y se alejó calle arriba.
Vi que Prescott se estaba tan quieto en su asiento y puse en marcha el coche.
A mitad de la calle Treinta y Cinco, Prescott apoyó una mano en mi brazo y dijo que había decidido que era mejor que le llevase a un hospital. Yo no me molesté en quitarle la idea de la cabeza, pero apreté el acelerador. Al llegar frente a la casa de Wolfe, vi el coche de Cramer con sus dos policías, que evidentemente nos estaban esperando. Ellos me ayudaron a sacar mi carga a la acera, sin dedicar la menor atención a sus protestas mientras le metíamos en la casa. En el vestíbulo fuimos recibidos no solamente por Wolfe y Cramer, sino también por el doctor Wollmer, que tenía su consulta en la misma calle. Wolfe tomó el mando y dio las instrucciones. El doctor y uno de los policías se trasladaron al piso de arriba, mientras yo subía con Prescott en el ascensor. Le dejé con ellos en el dormitorio de la izquierda, el que teníamos de reserva en el mismo piso que el mío y bajé al despacho.
Wolfe y Cramer estaban sentados frente a frente. Di mi informe, aunque no fue preciso añadir mucho a lo que ya había comunicado por teléfono. Wolfe se contuvo, pero pude leer en la expresión de sus ojos que de no haber sido por la visita, habría hecho severas observaciones sobre Fred Durkin. Era evidente que la persona que Wolfe encargó buscar a Fred era míster Eugene Davis. Cramer se puso al habla con su despacho, y por las órdenes que le oí dar. comprendí que Wolfe le había contado todo lo referente a Davis-Dawson y que hasta el último policía se encontraba a aquellas horas buscando al socio más joven ce la razón social «Dunwoodie, Prescott y Davis».
En el momento en que Cramer colgaba el aparato, el timbre de la puerta empezó a zumbar y ya no se detuvo. Me lancé al recibidor, tropecé con Fritz y le dije que yo abriría. Un momento después giraba la puerta sobra sus goznes y me encontraba frente a Eugene-Earl-Davis-Dawson, macilento, sucio, sin sombrero, y a su espalda, apoyándole un revólver contra los riñones, Fred Durkin.
–Bien, bien -dije aprobadoramente, echándome a un lado.
Fred Durkin, embebido en su papel, ni siquiera reparó en mí.
–Sigue adelante, gorila -ordenó a su prisionero, pinchándole con el revólver.
Davis apresuró el paso. Yo cerré la puerta y los seguí hasta el despacho. Fred encaminó a su preso hasta la mesa de Wolfe y luego se guardó el revólver y se encaró con su cautivo.
–Intenta escapar o haz el menor gesto y te…
–Basta, Fred -atajó Wolfe-. ¿Dónde le encontraste?…
–En «Wellman's». Un garito de la Calle Ocho. El sitio donde…
–Muy bien. Satisfactorio. ¿Está armado?
–No. señor.
–Bien. Siéntese, míster Davis. Parece ser que…
Se abrió la puerta y entró el doctor Wollmer. Vio el cuadro, se detuvo y luego siguió aproximándose.
–Excúsenme, pero debo retirarme. Tengo pacientes esperando. El señor que queda arriba no ofrece cuidado alguno. Presenta algunas contusiones, pero eso es todo, excepto que tiene los nervios extremadamente alterados. Aconsejo un sedativo.
–Gracias, doctor. Nos cuidaremos del sedativo. Puede retirarse. – Wolfe miré a Davis y se creyó en el caso de darle alguna explicación-. Se trata de míster Prescott. Lo trajimos aquí. Es asombroso que no lo matase usted, verdaderamente asombroso. – Wolfe trasladó su mirada al inspector-. Creo que ahora podemos seguir adelante, míster Cramer. Pero me gustaría que míster Dunn estuviese presente. Y mejor, todos ellos. ¿Quiere usted tener la bondad de telefonear a su hotel?
–Estoy dispuesto a hablar con Nero Wolfe -dijo en tono quejumbroso-. ¿Pero por qué no sube él aquí? Yo no puedo ni siquiera agacharme para ponerme los zapatos.
Yo le había sacado de la cama y le había puesto las ropas encima más o menos bien, pero ya estaba cansado de discutir con él. Saqué un calzador del tocador, me arrodillé a sus pies, le calcé y le até los cordones y me puse en pie.
–Una, dos, tres, ¡arriba! – le animé-. ¿Verdad que no quiere usted que lo llevemos a cuestas?
Prescott apretó los dientes, se incorporó apoyándose en la cama con las manos, gimió y dio un paso.
Ya abajo, en la misma puerta del despacho, se detuvo en seco, evidentemente sorprendido de ver tanta gente reunida. La habitación estaba llena y habían sido llevadas sillas extra de la habitación de delante. Sara Dunn había bajado de la azotea y ocupaba un rincón de las estanterías con Andy y Celia. Wolfe estaba sentado detrás de su mesa, y Cramer y el fiscal Skinner ocupaban el otro extremo con Eugene Davis entre ellos. April, May y June, situadas entre nosotros y la mesa, estaban de espaldas cuando entramos. Stauffer ocupaba una silla junto a la de April, siempre en actitud protectora. John Charles Dunn se puso en pie y se acercó a Prescott.
–¡Glenn! ¿Qué le sucedió? Tiene usted aspecto de… Prescott hizo un gesto vago. Dudo que oyera, ni siquiera viera, a Dunn. Sus ojos, uno de ellos hinchado y medio cerrado, miraban en dirección a Eugene Davis. Yo me senté y el policía se apostó en la puerta.
–Ahí hay una silla para míster Prescott, junto a la de usted, Archie -dijo Wolfe.
Empujé a Prescott por el codo y le hice avanzar hasta ocupar un asiento. Johnny Keems se levantó del que me pertenecía y fue a ocupar otro detrás de Saúl Panzer. Sabía demasiado bien que no me agradaba que nadie se sentase en mi silla.
–Esto es impresionante, míster Wolfe -dijo sarcásticamente May Hawthorne.
La mirada de Wolfe se trasladó a ella.
–No le soy simpático, ¿verdad, miss Hawthorne? Lo comprendo. Usted es una realista y yo un romántico. Pero lo que usted ve aquí no es para producir ningún efecto. Necesitaré alguno de ustedes y quizás a todos. Busco un asesine y se encuentra aquí. – Miró al fiscal del distrito y añadió-: Espero, míster Skinner, que se atendrá usted a lo convenido.
–Cuente con ello -contestó Skinner. La mirada de Wolfe recorrió todos los rostros y se detuvo en el menos presentable de todos.
–Míster Prescott, sé que no puede usted hablar sin gran molestia, de manera que procuraré ser yo quien lo diga casi todo. Es usted abogado y sabe, naturalmente, que no está obligado a contestar a ninguna pregunta, pero le advierto que me voy a mostrar algo testarudo y machacón en este aspecto. En primer lugar voy a rogarle que confirme unos cuantos hechos que he reunido. En marzo de mil novecientos treinta y ocho, su secretaria particular era una mujer llamada… ¿cómo se llamaba, Saúl?
–Lucille Adams -contestó el aludido.
–¿Y cuándo murió?
–Hace dos meses, en mayo, de tuberculosis, en casa de…
–Gracias. ¿Es cierto, míster Prescott?
–Sí… lo es.
–¿Fue a miss Adams a quien dicté usted el testamento de míster Hawthorne, siguiendo las instrucciones que le dio él?
–No recuerdo. – El tono de su voz subió un poco-. Supongo que sí.
–¿Era ella en aquella ocasión su secretaria particular y tomaba todos sus dictados confidenciales?
–Sí.
–Si esto es una broma, es muy mala -dijo la voz de Eugene Davis-. ¿Se trata de una investigación oficial? El fiscal del distrito está aquí. ¿Está usted a su servicio, míster Wolfe?
–No, señor. Soy un detective particular. ¿Está usted representado por abogado, míster Prescott? ¿O desea usted estarlo?
–Ciertamente que no.
–¿Desea usted que míster Davis, como abogado, intervenga en nuestra conversación?
–No.
–Entonces prosigo. Voy a referirme a las costumbres de su despacho. Los cuadernos de notas utilizados por las secretarias confidenciales están numerados. Tan pronto como se llena uno de ellos y se transcribe su contenido, es destruido. ¿No es cierto?
Prescott se agitó en su asiento, sin lanzar siquiera un gemido.
–Sí -contestó-. Permítame que yo también haga una pregunta. Desearía saber quién ha investigado los asuntos de mí oficina y por qué,
–He sido yo -dijo Wolfe en tono un poco vivo-. O mejor dicho, mis agentes, míster Panzer y míster Keems, que se sientan detrás de usted. Le aseguro que no han hecho nada punible, y le advierto que si se siente inclinado a indignarse, sólo conseguirá que se le suba la sangre a la cabeza, ocasionándole nuevos dolores y molestias. Debe usted procurar mantenerse lo más tranquilo posible.
–Siga usted con lo que interesa -intervino Skinner-. No estamos aquí para discursos.
Wolfe ni siquiera le miró, y continuó, dirigiéndose a Prescott:
–Si míster Skinner no me interrumpe, creo que podré ser breve. Se me han dado, uno tras otro, dos problemas para resolver: el testamento de Noel Hawthorne y el asesinato de Noami Karn. Que mi creencia de que los he resuelto sea acertada o que sea meramente una presunción mía, depende de la validez de una serie de hipótesis que me he formulado, basadas, naturalmente, en informaciones recibidas. Si una de ellas resulta falsa, me he equivocado. Ahora le pido a usted… a todos ustedes… que las escuchen atentamente.
»Primera: Eugene Davis estaba locamente, desesperadamente, enamorado de Noami Karn y sintió tan amargos celos cuando ella le abandonó por Noel Hawthorne. que se entregó a la bebida y a otras locuras por el estilo. Esto duró cerca de tres años. Durante ese tiempo ella le concedió todavía algunas migajas de su antiguo amor… ¿No es cierto míster Davis? Este detalle nos ayudaría mucho a conocer el carácter de aquella mujer.
Todas las miradas se dirigieron a Davis. Él no contesto. Miraba a Wolfe con los labios y las mandíbulas apretados. Un espasmo contorsionó los músculos de su garganta al tragar.
Wolfe se encogió de hombros y prosiguió:
»Segunda: Davis conocía bien el carácter de miss Karn. Sabía que era ambiciosa, insaciable y sin escrúpulos, y él nunca encontraría alivio a la agonía que sufría por su intimidad con Noel Hawthorne mientras éste viviese y fuese millonario. Conocía también las cláusulas del testamento de Hawthorne. Éste se guardaba en la caja fuerte de su firma, a la que él tenía acceso.
»Tercera: Probablemente la muerte de Lucille Adams, hace dos meses, le inspiró su plan. Un cerebro sagaz ve oportunidades que escapan a las mentalidades, vulgares. Como quiera que fuese, Davis formó su plan y esperó la ocasión de ejecutarlo. Conocía la proyectada excursión de Hawthorne a Rockland County para el martes por la tarde, y se las arregló para reunirse con miss Karn a aquella misma hora. Él dice que se dirigieron a Connecticut. A donde quiera que fuesen, lo cierto es que estuvo ausente el tiempo suficiente para ir a Rockland County y volver. Probablemente tenía un detallado plan de acción y un arma; pero al ver desde la carretera, a Noel Hawthorne en la linde del bosque con una escopeta, fue una oportunidad llovida del délo. Y se aprovechó de ella. Estoy completamente seguro de que miss Karn no se enteró de que Noel estaba allí ni de lo que estaba haciendo. Davis se guardó mucho de decírselo.
»Cuarta: El martes por la noche…
–Un momento. – Eugene Davis había decidido que ya era tiempo de decir algo-. ¿Quiere usted insinuar que yo maté a Hawthorne?
–Lo sugiero solamente como una posibilidad, míster Davis.
–Entonces es usted irremisiblemente idiota. Y no ignorará que es punible acusar…
–Es posible. O quizá no. Usted es abogado; ¿por qué no me deja continuar hasta que me hunda por completo? Cuarta. Es razonable suponer que fue el martes por la noche cuando Davis fue al despacho de su casa social y, sacando el testamento de Hawthorne de la caja, mecanografió una nueva primera página… con el mismo papel y aun con la misma máquina… redactándola y terminándola de modo que se adaptase a la continuación de la segunda, donde figuraban los testimonios y las firmas. Nunca se habría atrevido a hacer eso de no estar Hawthorne ya muerto, aunque pudo escribir previamente el texto, ya que se trataba de una tarea difícil y delicada.
»Quinta: Es probable que no hubiese legado alguno para miss Karn en el testamento de Hawthorne. Podemos solamente conjeturar los regalos que le hiciera en vida, pero dudo que su nombre figurase en el testamento. Aun suponiendo lo contrario, el legado sería de seguro relativamente modesto. Y Davis. que quería atar a miss Karn con ligaduras que hiciesen improbables nuevas aventuras con millonarios, hizo a la joven una tentadora oferta. Si ella prometía serle fiel, el testamento guardado en la caja tendría como primera página la que él había escrito, y la joven heredaría siete millones de dólares.
–Pero Glenn Prescott redactó el testamente -objetó May Hawthorne con acritud.
–Cierto. Siga escuchando. Sexta hipótesis. Davis había calculado el riesgo. De haber un duplicado del testamento en alguna parte, él sabía dónde estaba, y o lo destruía o le ponía una nueva página también. Había solamente tres elementos de prueba del contenido del testamento tal como se redactó originalmente. El cuaderno de notas de la taquígrafa. Éste, según la costumbre, había sido destruido. La misma mecanógrafa también había sido destruida, por la muerte. Glenn Prescott, su socio, que redactó el testamento, constituía el gran riesgo, y Davis lo sabía. Davis es astuto, audaz, y estaba desesperado, y lo aceptó. Conocía a Prescott; sabía que la cosa más querida para su corazón era la reputación y prosperidad de la razón social a que ambos pertenecían. Y calculó así: Prescott, al sacar el testamento de la caja fuerte y descubrir la sustitución. Quedaría horrorizado, petrificado. Sospecharía en seguida que Davis era el autor. ¿Pero se atrevería a denunciarlo?
–¡Qué serie de absurdos! – exclamó Davis-. Hace rato muy largo que se está hundiendo usted hasta el cuello.
–Pienso hundirme todavía más -dijo Wolfe imperturbable-. Davis se contestó a la pregunta de que si Prescott lo denunciaría, con un no. Prescott consideraba a Davis como un abogado de privilegiado talento, como uno de esos hombres que hacían historia. Sabía que se estaba arruinando por su pasión hacia miss Karn. Con la muerte de Hawthorne, y con la codicia de miss Karn tan adecuadamente satisfecha, gracias a Davis, éste tendría a la mujer y volvería a ser lo que fue, para la mayor gloria de la razón social a que pertenecía. Por otra parte, si Prescott denunciaba el delito, si descubría los hechos (se probase o no legalmente la culpabilidad de Davis), la cosa sería un golpe de muerte para el prestigio y estabilidad de la firma, Dunwoodie es un anciano, apenas más que un nombre. Prescott tiene habilidad, pero no brillantez, y él lo sabe. Eliminado Davis, y hecho público el escándalo, la firma se habría arruinado.
»Davis se imaginó que Prescott reaccionaría de aquel modo, y acertó. Yo no sé el tiempo que Prescott luchó consigo mismo, pero al fin se decidió a llevar el testamento a la residencia de los Hawthorne el jueves por la noche y lo leyó a la familia reunida allí. Después, naturalmente, se encontró irrevocablemente comprometido. Davis estaba ya tranquilo en lo que respectaba a Prescott. Pero se encontró amenazado por otro peligro. Cómo, cuando y dónde se mostró por primera vez, lo ignoro. No tengo tampoco pruebas de que Noami Karn se convenciese de que Davis había matado a Hawthorne y le amenazase con denunciarle (cosa que parece improbable), o anunciase su invencible repugnancia a asociarse íntimamente con un asesino (que parece mucho más lógico). De todos modos, el resultado fue que cuando Davis entró ayer por la tarde en el salón de Hawthorne y vio allí a miss Karn, le descargó un golpe en la cabeza y la estranguló y la arrastró hasta detrás de… ¡Archie!
Salté de mi silla, pero no fue necesario. Davis había intentado ponerse en píe y Cramer había extendido un brazo para sujetarlo, pero tampoco aquello hubiese sido necesario. Davis lanzó un grito inarticulado de dolor -nada de palabra- y volvió a caer en su asiento como;i no pudiese resistir más. Y allí quedó fláccido, derrengado, mirando fijamente a Wolfe.
Wolfe no miró a Davis, sino a su consocio, y prosiguió:
–Ahora voy con usted, míster Prescott. Tengo en mi poder algunas pruebas, pero antes de presentarlas, quiero llegar a un acuerdo con usted. Su intento de salvar su firma de la ruina ha fracasado. El asesino de Hawthorne y de miss Karn va a pagar sus crímenes. Si usted quiere ayudarnos, será su gran oportunidad y la última.
Wolfe volvió la mirada hacia la derecha.
–Míster Skinner, dije que tengo pruebas y no he mentido. Pero míster Prescott puede ayudamos mucho. Sugiero que si su testimonio es decisivo para acabar de desenmascarar al asesino, no se le persiga como cómplice de un delito de falsificación.
–Eso es cosa mía -rezongó Skinner.
–Ya lo sé.
Skinner titubeó unos momentos.
–Bien -dijo al fin-, todo depende del testimonio. Escuche, míster Prescott: si usted me ayuda, es posible que yo le ayude también. De lo contrario, como encubridor de un delito de falsificación, aténgase a las graves consecuencias.
Todos miraban a Prescott. Su cara era ciertamente un espectáculo. Además de estar hinchada y despellejada, presentaba en aquel momento un tinte purpúreo, como si el tráfico por los vasos sanguíneos hubiese sufrido un atascamiento difícil de deshacer. Con el único ojo sano miró a Wolfe y balbuceó:
–¿Qué quiere usted que diga?
–La verdad, señor. Lo del testamento, lo que…
–No seas tonto, Glenn -intervino vivamente Davis-. Cierra la boca.
–Lo del testamento -repitió Wolfe-. ¿Qué cantidad dejó Hawthorne a miss Karn?
–Realmente… yo…
–¡Suéltelo ya! – saltó Skinner.
–Pues… la verdad es que no le dejó nada. Ni la mencionaba siquiera.
–Comprendo. ¿Y a su esposa?
–El remanente. Había un millón para cada una de sus hermanas. Legados para sirvientes y empleados. Los destinados a sus sobrinos no fueron cambiados. Un millón para el fondo científico del Varney College. El remanente serían unos dos millones.
–Bien… Archie, tome nota de eso y de lo demás que se diga. Míster Prescott, usted es abogado y comprenderá lo que necesito saber sin necesidad de preguntárselo. ¿Qué más puede decirme?
El matiz purpúreo del rostro de Prescott tan pronto aparecía como desaparecía. Pero su voz se hizo repentinamente más enérgica.
–Puedo decirle que cuando vi a miss Karn, el jueves, me confesó que Davis había hecho la falsificación y que ella había conspirado con él. También me dijo…
–¡Eres un miserable embustero!
Fue Davis, puesto repentinamente en pie. Cramer se levantó también y lo agarró de un brazo. Yo abandoné igualmente mi asiento, pero de nuevo no fui necesario. Davis. sin hacer el menor esfuerzo por desprenderse, fija en Prescott la mirada, llameante de odio y desprecio, le apostrofaba con voz ronca por la pasión:
–¡Quieres perderme, canalla! ¡Tú la mataste! ¡Tú la mataste y yo fui tan cobarde que me limité a machacarte la cara! Quise matarte, lo confieso, pero no tuve ni valor ni energías para hacerlo. ¡Y ahora caes en la trampa que te ha tendido ese hombre y me acusas de lo que nunca cometí! ¡Eres un cobarde traidor!
Davis se encaró con Wolfe.
–Es usted astuto -dijo con amargura-. Infernalmente astuto… Acertó usted: Prescott fue el autor de los crímenes. Usted quería que yo soltase y lo ha conseguido. Prescott pretendía a Noami desde hace seis años, pero ella me prefirió a mí. Prescott siempre la quiso. Yo lo sabía, pero ignoraba que esta pasión le hubiese corroído el alma hasta que ella me contó el viernes por la noche lo que el había hecho con el testamento y lo que se había atrevido a proponerle. Y ella lo había aceptado. Iba a casarse con él. Ha comprendido usted bien su carácter, míster Wolfe: era ambiciosa, insaciable y sin escrúpulos, pero… bueno, ya ha muerto. Cuando se enteró el viernes de que Hawthorne había sido asesinado, comprendió que Prescott lo había matado. Por ella. Y decidió burlarle. Por eso la mató… por eso y por el temor de que le delatase.
–Siéntese -ordenó Cramer.
–Espere un momento -intervino Skinner. dirigiéndose a Wolfe-. Usted dijo que tenía pruebas de que Davis cometió el crimen.
–No, señor. Dije solamente que tenía pruebas. Archie, saque ese sobre de la caja.
Avancé por entre el auditorio, saqué el sobre, regresé por el mismo camino y lo entregué a Wolfe. Él volcó el contenido sobre la mesa, eligió una «foto» y me dijo que se la diese a Prescott. Lo hice así. Prácticamente tuve que ponérsela en la mano, pues él no hizo el menor movimiento para mirarla. Su único ojo bueno parecía vidrioso.
–Eso, míster Prescott -explicó Wolfe-, es una fotografía suya, tomada a las seis de la tarde del martes por Sara Dunn mientras usted la esperaba con su coche frente a la tienda donde trabaja. La flor que lleva usted en el ojal es una rosa. Una rosa silvestre. Usted recordó eso ayer y robó la cámara de miss Dunn, pero llegó usted demasiado tarde. ¿Dónde, en el corazón de Nueva York, pudo usted conseguir esa rosa silvestre?
Hizo una pausa, pero Prescott no contestó. Era evidente que no podía. Todo lo que pudo hacer fue quedarse mirando como un imbécil.
–No la consiguió usted en Nueva York -continuó Wolfe inexorablemente-. Ningún florista de Nueva York tiene rosas silvestres. Pero cuando abandonó usted su despacho a eso de la una del martes, según la observadora joven de la mesa de recepción… ¿cómo se llama. Johnny?
–Mabel Shanks -contestó Johnny, más alto de lo necesario-. Pero no es joven.
–De todos modos, una mujer. ¿Qué llevaba míster Prescott en el ojal cuando abandonó el martes su despacho?
–Un aciano.
–Eso es… Sabrá usted, míster Prescott. que Andy Dunn encontró una flor de aciano marchita no lejos del cadáver de Hawthorne, prendida en un resal silvestre. Tengo dos pruebas de que aquello era un grupo de rosales silvestres; una escena fotografiada por Sara Dunn el jueves por la mañana, y una planta en un vaso, traída por uno de mis hombres. Presumo que fue antes de que usted disparase contra Hawthorne, mientras hablaba con él. en espera de poder apoderarse de la escopeta valiéndose de algún ardid, cuando desechó su flor de aciano y la sustituyó por una rosa silvestre. O posiblemente lo hizo Hawthorne por usted al ver que su flor estaba marchita. Esto parece más probable. Para hacerlo, dejó la escopeta en tierra, y aquélla fue su gran oportunidad para apoderarse de ella. Luego, muerto ya él, en su frenesí por alejarse de aquellos lugares y volver a Nueva York lo más rápidamente posible para establecer una coartada buscando a miss Dunn, se olvidó usted de la rosa y la llevaba usted todavía en el ojal, cuando miss Dunn le fotografió al pie del coche. Fue esa «foto» la que delató…
–¡Eh, eh!
Cramer dio un salto de casi tres metros sobre las piernas de Skinner y agarró a Prescott por la garganta con ambas manos… Nunca vi nada más lastimoso ni espero verlo. El pobre diablo se había metido repentinamente la foto en la boca y empezaba a masticarla a toda prisa con su hinchada mandíbula, tratando de tragársela.
–Déjenle solo -dijo Wolfe-. Tengo la película. La pondré a su disposición, míster Skinner. Saquen a ese hombre de aquí.
Trasladé mi mirada a las célebres hermanas Hawthorne y a su acompañamiento. Cualquiera hubiera creído que nuestro despacho era una agencia de matrimonios o algo por el estilo. Andy y Celia se arrullaban junto a los estantes. April permitía que Osric la rodease con sus protectores brazos. John Charles Dunn se inclinaba sobre June, besándola, y ella le acariciaba con temblorosas manos.
May levantó su mirada hasta Wolfe y preguntó:
–¿Y qué haremos del testamento? Si Prescott destruyó aquella primera página, ¿cómo vamos ahora a probar…?
Wolfe se limitó a lanzarle una mirada harto significativa.
El mandamiento de detención de Wolfe como testigo presencial está en el cajón de mi mesa donde guardo los recuerdos.
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16/11/2009
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