Título original: WHERE THERE'S A WILL?.

Traducción: E. MACHO QUEVEDO

GUÍA DEL LECTOR

En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra

AMES (Tiras): Servidor de Dunn.

BRENNER (Fritz): Mayordomo y cocinero de Wolfe.

BRONSON: Teniente de policía.

BRYANT (Mister): Sheriff de Rockland.

CARTER (Orrie): Compañero de Keems; al servicio de Wolfe.

CRAMER (Fergas): Inspector de policía, de la Brigada de Homicidios.

CHAMBERS (Lon): Comisario del sheriff de Rockland.

CHARLES DUNN (John): Esposo de June y secretario de Estado de los Estados Unidos.

DAWSON (Earl) o EUGENE (Davis): Socio de Prescott.

DAISY: Esposa de Noel.

DUNN (Andrés): De 24 años, hijo de June y Charles Dunn.

DUNN (Sara): De 22 años, hermana del anterior.

DUQUE DE LOZANO: Esposo divorciado de April.

DURKIN (Fred): Ayudante de Wolfe.

FLEET (Celia): Secretaria de April.

GOODWIN (Archie): Secretario de Wolfe.

GYGER: Forense de Rockland.

HAWTHORNE (April): De 36 años, actriz.

HAWTHORNE (June): De 46 años, escritora.

HAWTHORNE (May): De 41 años, presidenta del Varney College.

HAWTHORNE (Noel): De 49 años, socio de la firma «Daniel Cullen y Cía», y hermano de las tres anteriores mujeres.

HOMBERT: Comisario de policía.

HORSTMANN (Theodore): Jardinero de Nero Wolfe.

KARN (Noami): Heredera de Noel y ex amante de E. Davis.

KEEMS (Johnny): Auxiliar de Wolfe.

PANZER (Saúl): Ayudante de Wolfe.

PLEHN (Raymond): Perito horticultor de los floristas Dirson y Compañía.

PRESCOTT (Gleen): Abogado de Noel Hawthorne.

REGAN (B. A.): Fiscal del distrito de Rockland.

RITCHIE: Representante de la Cosmopolitan Trust, albacea testamentario de Noel.

SKINNER (Bill): Fiscal del Distrito de Nueva York.

STEBBINS (Purley): Sargento de policía.

STAUFFER (Osric): De la firma «Daniel Cullen y Cía.».

WOLFE (Nero): Detective y protagonista de esta novela.

CAPITULO PRIMERO

Puse abierta sobre la mesa, porque me cansaba de sostenerla en la mano en aquel caluroso día, la edición de 1938-1939 de «Who's Who in America» («Quién es quién en América»).

–Vinieron a este mundo a discretos intervalos -dije en voz alta-. Si no mintieron cuando proporcionaron los daros, April tiene treinta y seis años, May cuarenta y uno, y June cuarenta y seis. Cinco años de diferencia. Al parecer sus padres empezaron a mitad del calendario y trabaron retrocediendo, y, también al parecer, a June le pusieron June porque la muchacha nació en junio de mil ochocientos noventa y tres. Pero la siguiente revela un esfuerzo de imaginación. Prefiero suponer que la idea fue de mamá; aunque la chiquilla nació realmente en febrero, le pusieron May. Mayo…

No había síntomas de que Nero Wolfe me escuchase, recostado como estaba en su sillón con los ojos cerrados, pero yo seguí de todos modos. En aquel caluroso día de julio, a pesar de la excelente colación que nos había servido Fritz, yo hubiera vendido el mundo por un centavo. Mis vacaciones habían terminado. Las noticias de Europa le daban a uno ganas de poner cada diez metros a lo largo de la costa unos cartelitos que dijeran: «Playa particular. No se admiten tiburones políticos.» Yo llevaba vendajes en los brazos, en los sitios donde me habían chupado la sangre las moscas negras del Canadá. Lo peor de todo era que Nero Wolfe se había metido en una serie de gastos fantásticos, la liquidación del Banco era la más baja que habíamos conocido durante años, y el negocio detectivesco era una pura ruina. Pero Nero, sólo por llevarme la contraria, en lugar de aceptar su parte de preocupación por la mala marcha de los asuntos, adoptaba la actitud del que cree que sería una necedad oponerse a las leyes de la Naturaleza. Y aquello me tenía furioso. Por eso seguí mosconeando.

–Todo depende -declaré- del apuro en que se encuentren. Debe ser algo importante, pues de otro modo no habrían solicitado verle a usted en corporación. La muerte de su hermano Noel habrá probablemente aumentado sus preocupaciones financieras. Aquí viene también Noel -dije, fijando la mirada en el tomo del «Who's Who»-. Contaba cuarenta y nueve años, era el mayor, tres años más viejo que June, y formaba parte de la razón social «Daniel Cullen y Compañía». Lo hizo todo por sí mismo, empezó allí como corredor en mil novecientos ocho con doce dólares a la semana. Todo esto figura en su óbito del Times de anteayer. ¿Lo leyó usted?

Wolfe siguió inmóvil. Yo le hice una mueca y proferí:

–Tardarán todavía veinte minutos en presentarse. Así qué puedo seguir entregándole los frutos de mi investigación. Este artículo de revista que acabo de exhumar dice más cosas que el «Who's Who». Un montón de ricos y pintorescos detalles. Dice, por ejemplo, que May ha gastado medias de algodón desde que los japoneses bombardearon Shanghai. Dice que la mamá es una mujer admirable porque fue madre de cuatro extraordinarias criaturas. Nunca he comprendido por qué, en casos como éste, se supone que la contribución de papá fue despreciable, pero no tengo tiempo de profundizar más por ahora. Vamos a ocuparnos de estas extraordinarias criaturas:

Volví una página de la revista y continué.

–Empezaremos por Noel, que murió el martes. Parece ser que tenía instalada en la mesa de despacho de sus oficinas de Wall Street una hilera de botones: uno para cada país de Europa y Asia, por no mencionar América del Sur. Cuando oprimía un botón, el Gobierno del país correspondiente dimitía y le telefoneaba preguntándole quién lo reemplazaba. No dirá usted que esto no era extraordinario. La hija mayor, June, nació, como digo, en junio de mil ochocientos noventa y tres. A la edad de veinte años escribió un atrevido y sensacional libro llamado Corrida en Pelo y un año más tarde otro titulado Aventuras de un Paro. Luego se casó con un joven abogado de Nueva York, llamado John Charles Dunn, que es en la actualidad secretario de Estado de los Estados Unidos de América. La semana pasada envió una convincente carta al Japón. La revista afirma que este meteórico encumbramiento de Dunn se debe en gran parte a su notable esposa. Mamá, otra vez. June es, en efecto, una mamá que tiene un hijo, Andrés, de veinticuatro años, y una hija, Sara, de veintidós.

Cambié de postura para levantar los pies.

–Las otras dos extraordinarias criaturas siguen llamándose Hawthorne. May Hawthorne nunca se casó. Se piensa en perseguirla por su monopolio de células cerebrales. A la edad de veintiséis años revolucionó la química coloidal con no sé qué ampollas y gotas. Desde mil novecientos treinta y tres es presidenta del Varney College, y en esos seis años ha aumentado los fondos de la fundación en más de doce millones de dólares, demostrando que ha pasado de lo coloidal a lo colosal, Se dice que su poder intelectual es extraordinario.

»Me equivoqué cuando dije que las otras dos siguen llamándose Hawthorne. En el caso de April debí decir "ha vuelto" en lugar de "sigue". En mil novecientos veintisiete, mientras tomaba a Londres por asalto, contempló la nobleza postrada a sus pies y eligió al Duque de Lozano. Otros cuatro duques, un puñado de condes y barones y dos fabricantes de jabón, se suicidaron. Pero, ¡ay!, tres años más tarde se divorció de Lozano, mientras triunfaba en París, y volvió a ser de nuevo, tanto pública como privadamente, April Hawthorne. Es la única actriz, viva o muerta, que ha representado a Juliet y a Nora. En la actualidad triunfa en Nueva York por octava vez. Puedo confirmar eso personalmente porque hace un mes pagué a un revendedor cinco dólares y cincuenta centavos por una localidad para ver Scrambled Eggs ("Huevos Revueltos"). Recordará usted que intenté persuadirle a que fuera. Pensé que siendo April Hawthorne la reina de la escena americana, debía usted ir a verla.

Ni un parpadeo. No había manera de sacar a Nero Wolfe de su sopor.

–Por supuesto -dije sarcásticamente- que es deplorable que esas extraordinarias hermanas Hawthorne no tengan más consideración para su aislamiento y vengan a molestarle antes de que termine usted su digestión. No importa cuál sea su conflicto, no importa que su hermano Noel les haya dejado un millón por cabeza y quieran pagarle a usted medio por montar una vigilancia contra su banquero, nada importa todo eso: debieron tener más consideración con usted, aunque sólo fuese por cortesía. Cuando June telefoneó esta mañana, yo le dije…

–¡Archie! – Sus ojos se abrieron-. Me doy cuenta de que llama usted a mistress Dunn, a quien nunca ha conocido, por su primer nombre, porque cree que me irrita. Sí que me irrita. No lo haga. Cállese.

–Dije a mistress Dunn que era una intolerable invasión a su inalienable derecho de estar sentadito aquí, en paz, viendo desaparecer nuestra cuenta corriente a la media luz de la lenta pero inevitable dispersión de sus energías mentales y al lastimoso colapso de su instinto de conservación…

–¡Archie! – gritó Nero, descargando un puñetazo en la mesa.

Era hora de recoger velas, pero me vi relevado de tal necesidad por la apertura de la puerta y la aparición de Fritz Brenner. Fritz estaba radiante, y en seguida me figuré por qué. Los visitantes que venía a anunciarle habíanle probablemente impresionado como algo desacostumbradamente prometedor en materia de clientes. Los únicos secretos de la vieja casa de Nero Wolfe en la Calle 35, cerca de Hudson River, eran secretos profesionales. Era, pues, inevitable que yo, su secretario, guardia de corps y jefe auxiliar, estuviese enterado de que nuestra cuenta corriente estuviese ya casi agotada, pero Fritz Brenner, cocinero y mayordomo de la casa, y Theodore Horstmann, guardián de la famosa y colosal colección de orquídeas que Wolfe guardaba en los invernaderos de la azotea… lo sabían también. Y Fritz estaba radiante, evidentemente porque el trío cuya llegada iba a anunciar representaba mayores honorarios de los que estábamos acostumbrados a ver por nuestro despacho desde hacía meses. Por eso Fritz anunció a los visitantes tan campanudamente. Wolfe le contestó, sin ningún entusiasmo, que los hiciese pasar. Yo quité mis pies de encima de la mesa.

Aunque las extraordinarias hermanas Hawthorne no se parecían grandemente unas a otras, mis discretas miradas de apreciación, mientras las iba acomodando en las sillas, me convencieron de que eran hijas de la misma maravillosa madre. A April la había visto en escena: ahora que la veía fuera de ella me sentí dispuesto a reconocer que era capaz de tomar el despacho de Nero Wolfe por asalto, si se lo proponía. Parecía ardiente, quisquillosa, bella y dominante.

Cuando me dio las gracias por la silla, decidí casarme con ella tan pronto como pudiera ahorrar lo bastante para poder comprar un nuevo par de zapatos.

May, la gigantesca intelectual y presidenta de Academia, me sorprendió. Parecía amable. Más tarde, al ver el gesto voluntarioso de su boca y la energía de su voz, según lo requiriesen las circunstancias, rectifiqué mi primer juicio, pero por el momento siguió pareciéndome amable, inofensiva y no del todo vieja. June, mistress Dunn para ustedes, era más delicada que ninguna de sus hermanas más jóvenes. Estaba casi en los huesos, con cabellos que iban volviéndose grises y ojos inquietos y ardientes… de esos ojos que nunca se han visto satisfechos y nunca se verán. En lo más que se parecían todas era en la frente, ancha, algo alta, con bien marcadas depresiones parietales y pronunciadas patas de gallo.

June hizo las presentaciones; primero de sí misma y de sus hermanas, y luego de los dos varones que las acompañaban. Éstos se llamaban Stauffer y Prescott. Stauffer tenía probablemente menos de cuarenta años, quizá cinco más que yo, no mal parecido si hubiese descuidado un poco más su cara. El otro, Prescott, rondaba los cincuenta. Era de estatura mediana, con una gran circunferencia central que él haría gruñir cuando se agachase para atarse los cordones de los zapatos. Nada semejante, naturalmente, a la grandeza globular de Nero Wolfe. Le reconocí por un retrato que publicaron en huecograbado cuando fue elegido para no sé qué en el «Bar Association». Pertenecía Glenn Prescott a la razón social de abogados Dunwoodie, Prescott Davis. Vestía corbata y camisa Metzger y un traje que le habría costado ciento cincuenta dólares, y lucía una flor en el ojal.

La flor fue causa de una pequeña discusión al principio. He renunciado a tratar de comprobar si Wolfe hace estas cosas debido a sus costumbres excéntricas o por mera curiosidad, pero lo cierto es que apenas se habían acomodado todos en sus asientos ajando fijó su mirada en Prescott y preguntó cortésmente:

–¿Es una Centaurea?

–Perdóneme -dijo Prescott, desorientado-. Ah, ¿se refiere usted a mi ojal? No lo sé. Entré en la tienda del florista y elegí cualquier cosa.

–¿Lleva usted una flor sin saber su nombre?

–Ciertamente. ¿Por qué no?

Wolfe se encogió de hombros.

–Nunca he visto una Centaurea de ese color.

–No lo es -intervino mistress Dunn, impaciente-. La Centaurea cyanus tiene las hojas mucho más apretadas.

–Yo no dije Centaurea cyanus, señora -replicó Wolfe-. Tenía en mi imaginación la Centaurea leucophylla.

–Oh, nunca vi ninguna. De todos modos, ésta no es una centaurea leuco… lo que sea. Es un Dianthus superbus.

April se echó a reír. May sonrió como Einstein podría haber sonreído a un gatito. June desvió su mirada en aquella dirección y April cesó de reír y dijo con su famosa voz ondulante:

–Tú ganas, June. Es un Dianthus superbus. No me importa que siempre tengas razón, nada de eso, pero cuando me parece gracioso no puedo contener la risa. ¿Puedo preguntar si se me ha arrastrado hasta aquí para oíros discutir de botánica?

–No te ha arrastrado nadie -protestó la hermana mayor-. Yo no, al menos.

May levantó una mano en gesto implorante.

–Tiene usted que perdonarnos, míster Wolfe, Nuestros nervios están un poco alterados. Deseamos consultar con usted algo muy serio. – Me miró y sonrió tan dulcemente que le devolví la sonrisa. Luego añadió, dirigiéndose a Wolfe-: es algo extremadamente confidencial.

–Perfectamente -la tranquilizó Nero Wolfe-. Míster Goodwin es mi brazo derecho. No puedo hacer nada sin él. El incidente de la botánica fue culpa mía; yo lo inicié. Hablemos de este asunto serio que les trae a ustedes.

–¿Lo explico yo? – preguntó Prescott de mala gana.

April, sacudiendo una mano para apagar el fósforo con el que había encendido un cigarrillo, y haciendo guiños para apartar el humo de sus ojos, movió la cabeza en gesto negativo.

–No creo que le corresponda a usted explicar nada estando nosotras tres presentes -dijo.

–Creo -sugirió May- que sería mejor que June…

–Se trata del testamento de mi hermano -dijo bruscamente mistress Dunn.

Wolfe se la quedó mirando con el ceño fruncido. Aborrecía las cuestiones sobre testamentos. En cierta ocasión llegó a decirle a un cliente en perspectiva que se negaba a forcejear con nadie para arrebatarle los despojos de un muerto. Pero en esta ocasión preguntó sin demasiada rudeza:

–¿Hay algo anormal en ese testamento?

–Lo hay -protestó June en tono incisivo-. Pero antes me gustaría decir… Usted es un detective. No es un detective lo que necesitamos. Fue idea mía la de dirigirnos a usted. No tanto por causa de su reputación como por lo que hizo usted en cierta ocasión por una amiga mía, mistress Leewellyn Frost. También he oído a mi marido ponderar mucho sus habilidades. Tengo entendido que hizo usted algo difícil para el Departamento de Estado.

–Muchas gracias. Pero usted misma dice que no necesitan un detective -objetó Wolfe.

–Así es. Pero necesitamos muchísimo los servicios de un hombre listo, astuto, discreto y sin escrúpulos.

–Eso es diplomacia -dijo April, sacudiendo la ceniza de su cigarrillo.

Nadie se dio por enterado de su comentario.

–¿Qué clase de servicios? – preguntó Wolfe.

Me di cuenta en aquel momento de qué era lo que en el rostro de June necesitaba un arreglo. Sus ojos eran los ojos de un halcón, pero su nariz, que debió ser un pico para hermanar con los ojos, tenía una bonita forma. Yo prefería mirar a April. Pero era June la que estaba hablando:

–Servicios muy excepcionales, me temo. Mi marido dice que se necesitaría un milagro, pero él es un hombre cauto y conservador. Usted sabrá, naturalmente, que mi hermano murió el martes, hace tres días. El funeral se celebró ayer por la tarde. Míster Prescott (abogado de mi hermano) nos reunió anoche para leernos el testamento. Su contenido nos dejó desconcertados… a todos sin excepción.

Wolfe emitió un pequeño gruñido de disgusto. Yo lo tomé por tal, pero supongo que pasó por expresión de simpatía ante las personas a quienes acababa de conocer. De todos modos, dijo secamente:

–Esas desagradables emociones no ocurrirían nunca si las herencias estuviesen grabadas con un impuesto del cien por cien.

–Estamos de acuerdo. Habla usted como un bolchevique. Pero no fue la decepción de esperados legados, fue algo mucho peor…

–Perdóname -interrumpió May-. En mi caso lo fue. Él me había hablado de dejarme un millón de dólares para los fondos científicos de mi colegio.

–Lo que yo quiero decir -declaró impaciente June- es que no somos hienas. Ciertamente que ninguno de nosotros contaba con una inminente herencia de Noel. Sabíamos, naturalmente, que era rico, pero tenía solamente cuarenta y nueve años y excelente salud. – Volvió a dirigirse a Prescott-. Creo, Glenn, que la manera más rápida será que diga usted a míster Wolfe las cláusulas del testamento.

El abogado se aclaró la garganta.

–Debo volver a recordar a usted, June, que una vez que se haga público…

–Míster Wolfe lo tomará como confidencia. ¿No es verdad, míster Wolfe?

–Ciertamente -asintió Nero.

–Bien. – Prescott volvió a aclararse la garganta-. Míster Hawthorne dejó cierto número de pequeñas mandas a sirvientes y empleados, por un total de ciento sesenta y cuatro mil dólares… Cien mil a cada uno de los dos hijos de su hermana, mistress John Charles Dunn, e igual cantidad para los fondos científicos del Varney College. Quinientos mil a su esposa; él no tenía hijos. Una manzana a su hermana June, una pera a su hermana May y un melocotón a su hermana April.

El abogado parecía estar violento.

–Le aseguro a usted que míster Hawthorne (quien no sólo era mi cliente, sino también mi amigo) no era un extravagante. En una de las cláusulas del testamento declara que sus hermanas no necesitan nada de él y que hace tales legados solamente como símbolos de su acendrado y fraternal afecto.

–Entendido. ¿Cubre esto todos los bienes? ¿Alrededor de un millón?

Prescott pareció aún más desasosegado.

–No -contestó-. El resto será unos siete millones deducidos los impuestos. Probablemente un poco menos. Se los deja a una mujer cuyo nombre es Noami Karn.

–La femme -dijo April.

No era ni una ironía ni una impertinencia, sino meramente la afirmación de un hecho. Wolfe suspiró.

–El testamento -prosiguió Prescott- fue redactado por mí, siguiendo las instrucciones de míster Hawthorne. Está fechado el siete de marzo de mil novecientos treinta y ocho, y reemplaza a otro hecho tres años antes. Fue guardado en una caja fuerte en el despacho de mi firma. Menciono esto debido a ciertas intimaciones que se me hicieron anoche por mistress Dunn y miss May Hawthorne, de que debí avisarles de su contenido cuando fue dictado. Como usted sabe, míster Wolfe, eso habría sido…

–Tonterías -dijo May incisivamente-. Usted sabe muy bien que nos dejó desconcertadas, boquiabiertas…

–Todavía lo estamos -intervino June-. Comprenderán ustedes que mis hermanas y yo nos sentimos completamente satisfechas con nuestra fruta. No se trata de eso. ¡Pero piensen en la sensación y el escándalo que se va a producir! ¡No quiero pensarlo! Es increíble. Mi hermano dejando toda su fortuna, la mayor parte de ella, a esa… a esa…

–Mujer -sugirió April.

–Muy bien, mujer.

–La fortuna era de su hermano -observó Wolfe-. Y aparentemente consiguió con ella lo que se proponía.

–¿Lo que quiere decir…? – inquirió May.

–Que si es la sensación y el escándalo lo que les horroriza a ustedes, cuanto menos digan y hagan más pronto se olvidará.

–Muchas gracias -dijo sarcásticamente June-. Necesitamos algo mejor que eso. La sola publicación del testamento ya sería bastante desagradable. Considere que se trata de unos millones, que la posición de mi marido y de mi hermana… ¡Dios mío! ¿No se da usted cuenta de que somos las famosas Hawthorne, lo queramos o no?

–Por supuesto que lo queremos -afirmó April-. Estamos encantadas.

–Habla por ti, Ape. – June clavó su mirada en Wolfe-. Puede usted imaginarse lo que dirán los periódicos. Pero aun así, creo que su consejo es bueno. Creo que el mejor plan sería no hacer ni decir nada, dejarlo seguir su curso y olvidarlo. Pero no va a ser posible dejarlo seguir su curso. Algo muy horrible va a suceder. Daisy va a impugnar el testamento.

El ceño de Wolfe se acentuó:

–¿Daisy?

–Oh, perdóneme. Como dice mi hermana, nuestros nervios están ya hechos trizas. La muerte de nuestro hermano fue un choque terrible. Luego el velatorio, ayer el funeral, y ahora esto. Daisy es la mujer de mi hermano. Su viuda. Es muy conocida por su trágica figura.

–La dama del velo -asintió Wolfe.

–Así, pues, conoce usted la leyenda.

–No es una leyenda -declaró May-. Mucho más que una leyenda es un hecho.

–Comparto meramente el conocimiento público -dijo Wolfe-. Dice la historia que hará unos seis años Noel Hawthorne estaba practicando el tiro de flecha con arco, que dejó escapar una inadvertidamente y que el proyectil desgarró el rostro de su mujer desde la ceja hasta la barbilla. Ella había sido una mujer bellísima. Desde entonces no se ha vuelto a verla sin un velo,

–Fue espantoso -dijo April, con un estremecimiento-. Yo la vi en el hospital y todavía sueño con ello. Era la mujer más bella que he visto, exceptuando una muchacha que vendía cigarrillos y otros efectos de fumador en un café de Varsovia.

–Era una mujer emocionalmente estéril -afirmó May-. Como yo, pero sin alternativas. No debió casarse con nuestro hermano ni con nadie.

June movió la cabeza.

–Las dos os equivocáis. Daisy era demasiado fría para ser verdaderamente bella. Las semillas de la emoción estaban en ella, esperando germinar. Dios sabe que ahora están dando sus frutos. Todos nosotros hemos oído anoche en su voz los acentos de la venganza, y eso es una emoción, ¿no es cierto? – La mirada de June volvió a fijarse en Wolfe-. Es una mujer implacable. Hará todo el daño que pueda. La renta de medio millón de dólares sería suficiente para ella, pero está dispuesta a luchar. Usted sabe lo que son esos pleitos. Algo sencillamente horrible. Su consejo de que dejemos que el escándalo siga su curso, es por consiguiente, inadecuado. Ella odia a los Hawthorne. Mi marido sería llamado como testigo. Todos nosotros lo seríamos.

Intervino May, desaparecida toda la dulzura de su tono de voz y de sus ojos.

–Vamos a impedirlo -dijo.

–Sí, vamos -la apoyó April-. Y queremos que sea usted quien lo impida, míster Wolfe.

–Mi marido habló encomiásticamente de usted -afirmó June, como si aquello lo arreglase todo, incluso el tiempo.

–Muchas gracias -dijo Wolfe, paseando una mirada por el auditorio-. ¿Y qué se espera de mí? ¿Que borre del mundo a mistress Hawthorne?

–No -contestó June con energía-. Con ella no se puede hacer nada. Tendrá usted que atacar el asunto por otro lado. A la mujer, Noami Karn, oblíguela a que renuncie a la mayor parte de… al menos a la mitad de su herencia. Si usted lo logra, nosotros haremos el resto. Por alguna razón desconocida, Daisy necesita realmente el dinero, aunque sabe Dios lo que piensa hacer con él. Usted quizá lo encuentre difícil, pero seguramente no es imposible. Puede usted decir a miss Karn que si no renuncia por lo menos a la mitad, tendremos pleito y puede perder mucho más que esa mitad.

–Cualquiera puede decirle eso, señora -Wolfe se volvió hacia el abogado-. ¿Es legal eso? ¿Podría mistress Hawthorne recurrir al pleito?

Prescott montó el labio inferior sobre el superior en gesto característico.

–Verá… podría pleitear, por supuesto. La ley dice…

–No, por favor. Abrevie. En una palabra, ¿podría mistress Hawthorne anular el testamento?

–No lo sé. Creo que sí. En vista del modo como está redactado, la ley deja paso a los hechos. – Prescott parecía nervioso otra vez-. Debe usted apreciar que me encuentro en una situación anómala. Peligrosamente próxima a una postura poco airosa. Yo mismo extendí el testamento en nombre de míster Hawthorne, con la orden de redactarlo lo más inatacable posible. No puede esperarse de mí que sugiera los medios de atacar mi propio documento; mi deber es más bien defenderlo. Por otra parte, como amigo de todos los miembros de la familia Hawthorne, no como abogado… y puedo decir, también de míster Dunn, que ocupa un puesto nacional preeminente, me doy cuenta del incalculable daño que resultaría de un pleito. Es muy de desear poder evitarlo, de ser posible, y en vista de la actitud que mistress Hawthorne ha adoptado desgraciadamente…

Prescott se detuvo y montó los labios otra vez. Luego prosiguió:

–Hablando franca y confidencialmente, pues me parece falto de ética que yo diga esto, considero que ese testamento es un ultraje. Así se lo dije a Noel Hawthorne cuando se redactó; pero, como insistió, todo lo que pude hacer fue obedecer sus instrucciones. Dejando aparte la falta de equidad del testamento para con mistress Hawthorne, yo estaba enterado de que Noel había dicho a su hermana que le dejaría un millón de dólares para el Varney College y en el testamento sólo se consignaba un diez por ciento de aquella cantidad. Eso era poco equitativo, casi rayano en la falta de honradez, y así lo manifesté. No conseguí nada. Mi opinión era, y sigue siéndola, que bajo la influencia de miss Karn, míster Hawthorne había perdido su ecuanimidad.

–Yo todavía no lo creo -dijo May, sin rastro de su acostumbrada dulzura en la voz-. Sigo creyendo que si Noel hubiese decidido no hacer lo que me había prometido, me lo habría dicho así.

–Mi querida miss Hawthorne -replicó Prescott, apretando los labios en gesto de exasperación-. Anoche decidí dar por no oídas sus observaciones, porque sabía que se encontraba usted bajo el peso de una grande e inesperada decepción. – Hubo un temblor de indignación en su voz-. Pero que se atreva a insinuar aquí, en presencia de otras personas, que las cláusulas del testamento de Noel no están de acuerdo con sus instrucciones precisas, es intolerable. ¿Acaso no sabía él leer? ¿No se habría dado cuenta de que…?

–Tonterías -interrumpió May, incisivamente-. Yo me he limitado a expresar mi incredulidad. Me siento tan lejos de querer atacar su honradez como a las leyes de la termodinámica… Quizás ustedes dos estaban hipnotizados. – De pronto cambió el tono de su voz, que se hizo quejumbroso-. Bueno. Todo esto es intolerablemente desagradable. No añadiría ni una palabra más, de no ser porque la trágica obstinación de Daisy hace indispensable que hagamos algo. Insisto, pues, en el arreglo con miss Karn. No podemos consentir perder el legado para los fondos científicos hasta la suma que mi hermano tenía pensado destinar cuando me habló del asunto.

–¡Ah! – murmuró Wolfe.

Prescott, con los labios todavía apretados, le miró como diciendo: «Ya ve usted de lo que se trata».

–No sigas, May -dijo June a su hermana-; estás haciendo el asunto aún más difícil y quizás imposible. Ya sé que todo son baladronadas. Te conozco. Pero es preciso no crear mayores dificultades. Si míster Wolfe puede convencer a esa mujer, muy bien; soy la primera en desear que tus fondos se aumenten en un millón, pero el punto principal es Daisy, y tú lo sabes bien. Todos estamos de acuerdo en que…

Se calló porque se abrió la puerta del pasillo. Entró Fritz, se acercó a la mesa de Wolfe y extendió la mano con una bandeja, Wolfe cogió la tarjeta, la leyó y la colocó cuidadosamente bajo un pisapapeles. Luego miró a mistress Dunn.

–Esta tarjeta dice mistress Noel Hawthorne -anunció tranquilamente.

Todos pusieron cara de asombro.

–¡Oh, Dios mío! – exclamó April.

–Debimos ataría -dijo May.

June se levantó de su asiento y preguntó:

–¿Dónde está? Yo la veré.

–Por favor -dijo Wolfe, levantando una mano-. La visita es para mí. Yo la recibiré.

–Pero esto es ridículo -clamó June-. Nos dio de tiempo hasta el lunes. Prometió no hacer nada hasta entonces. Dejé a mis hijos con ella para estar segura…

–Los dejó usted con ella, ¿dónde?

–En casa de mi hermano. En su casa. Todos pasamos la noche allí… Pero no es su casa tampoco, y ésa es una de las razones que la impulsan a obrar así, pues como parte de los bienes residuales de mi hermano irán a parar también a manos de aquella mujer… Pero ella prometió no hacer nada…

–Haga el favor de sentarse, mistress Dunn. De todos modos tenía que verla antes de aceptar el encargo de ustedes. Haz pasar a mistress Hawthorne, Fritz.

–Hay con ella dos señoras y un caballero, señor.

–Hazlos entrar a todos.

CAPÍTULO II

Cuatro personas, sin contar a Fritz, que actuaba de ujier, entraron en el despacho. Fritz tuvo que traer un par de sillas de otra habitación.

Me gusta ver caras. En muchísimos casos, lo confieso, me basta con una mirada, pero generalmente presentan detalles, de una clase u otra, que exigen más que un vistazo. Andrés Dunn se parecía mucho a los retratos que yo había visto de su padre. Su hermana Sara tenía los ojos de ave de presa de su madre y la frente de los Hawthorne, pero la boca y la barbilla eran algo nuevo. La otra muchacha era una rubia en capullo, de esas que habrían convencido a cualquier jurado imparcial de que todas las bellezas anatómicas de este gran país no han sido monopolizadas por Hollywood. Posteriores informes revelaron que se llamaba Celia Fleet y que era secretaria de April Hawthorne.

Pero aunque a mí me gusta ver caras, y aquellas tres eran dignas de atención, la única que atrajo mi mirada fue la única que no podía ver. La historia decía que la flecha de Noel Hawthorne que hirió a su mujer le había desgarrado diagonalmente la piel desde la ceja hasta la barbilla, y que lo que quedaba se ocultaba detrás de aquel velo, incluyendo el único ojo sano, Y aquello era lo que deseaba ver yo. No podía remediarlo. El velo gris estaba sujeto a su sombrero, se extendía por debajo de la barbilla y estaba ribeteado con una cinta de seda. No era visible otro pedazo de piel que el de las orejas. Era de estatura mediana, y su figura se hubiera llamado ordinariamente linda y juvenil, sólo que con el velo y, sabiendo lo que se ocultaba detrás, no le daba a uno la sensación de tal lindeza. Me senté y estuve contemplándola, tratando de vencer cierta inclinación a ofrecer a alguien alguna cosa por que le levantase el velo, a sabiendas de que si lo hacía, probablemente tendría, que haber ofrecido otra cualquier cosa para que se lo volviese a bajar.

La dama del velo no aceptó la silla que coloqué para ella. Permaneció en pie, muy erguida. Me dio la sensación de que no podía ver, pero era obvio que podía. Después de los saludos, y cuando yo había vuelto a mi asiento, noté que los dedos de April temblaban ligeramente mientras buscaban un cigarrillo. May había recobrado su expresión de dulzura, pero se la veía emocionada.

–¡Mi querida Daisy, esto es innecesario! – exclamó June-. ¡Fuimos muy candidos contigo! Te dijimos que íbamos a consultar con míster Nero Wolfe. Tú nos diste de plazo hasta el lunes. No había razón para que desconfiases. Sara, diablejo, ¿qué estás haciendo? ¡Guarda eso!

–No es más que un momento, mamá. – El tono de la voz de Sara fue apremiante-. ¡Todos quietos!

Nos deslumbró un fogonazo. Hubo exclamaciones, las más ruidosas y menos galantes de Prescott. Yo, que me había puesto en pie de un salto, me quedé como quien ve visiones.

–Quería una «foto» de Nero Wolfe sentado a su mesa -explicó Sara, tranquilamente-. Perdónenme.

–¡Sara! ¡Siéntate!

Dejamos de parpadear. Yo volví a mi asiento. Wolfe inquirió secamente:

–¿Es su hija fotógrafo profesional, mistress Dunn?

–No. Pero un demonio profesional sí lo es. Va a dejar pequeñita la leyenda de las ilustres hermanas Hawthorne. Cuando se le mete una cosa en la cabeza…

–¡Pero si no ha sido nada de eso! Sólo quería una instantánea…

–¡Por favor! – clamó Wolfe.

Sara le hizo una mueca. Él trasladó su mirada a la dama del velo.

–¿No quiere usted sentarse, mistress Hawthorne?

–No. muchas gracias.

Su voz me puso nervioso y sentí deseos de levantarle el velo por mí mismo. Era una voz chillona, emitida con tal esfuerzo que me dio la impresión de que no salía de una boca.

La dama volvió el velo hacía June.

–¿Así es que crees que mi venida fue innecesaria? Tiene gracia. ¿No dejaste a Andrés y a Sara y a la secretaria de April para que me guardasen y no pudiera estorbaros?

–No -declaró June-, no hicimos eso. Por Dios, Daisy, sé razonable. Nosotros solamente queríamos…

–No tengo el menor deseo de ser razonable. No soy una imbécil. June. Fue mi rostro lo que destrozó Noel, no mi cerebro. – Repentina e inesperadamente se encaró con la hermana más joven-. Escucha, April, ya que hablamos de rostros, tu secretaria es mucho más guapa que tú. Claro que sólo tiene la mitad de tu edad. Has tenido valor admitiéndola a tu servicio.

April bajó los ojos y no dijo nada.

–No he venido aquí para estorbaros -prosiguió la dama, dirigiéndose otra vez a June-. He venido porque desconfío y tengo motivos para ello. Vosotros sois Hawthorne… los célebres Hawthorne. Vuestro hermano era un Hawthorne. Me prometió muchas veces que sería generoso conmigo. Empleó esa misma palabra: generoso. Yo sabía que tenía a esa «mujer», me lo dijo así… era cándido también, como vosotros. Me daba mensualmente más dinero del que necesitaba, más del que podía gastar, para acallarme, para callar mi desconfianza. ¡Y ahora ni siquiera mi casa es mía!

–Dios mío, ¿es que no lo sé? – June levantó una mano y volvió a dejarla caer-. Querida Daisy, ¿es que no lo sé? ¿No puedes creer que nuestro único deseo, nuestro único propósito…?

–No, no puedo. No puedo creer nada de lo que diga una Hawthorne. – El aliento de las amargas palabras agitó el velo, pero la cinta de seda lo detuvo en su sitio-. Ni de usted, Gleen Prescott. No me fío de usted. De ninguno de ustedes. Ni siquiera quise creer que viniesen a ver a Nero Wolfe, pero veo que lo hicieren.

Se volvió a Wolfe:

–He oído hablar de usted. Conocí a un hombre que le admira de veras. Le telefoneé hoy para pedirle nuevos detalles. Dijo que podía confiar por completo en usted, pero que como enemigo es usted audaz y peligroso. Me dijo también que sí le preguntaba francamente si está usted o no de mi parte, usted no me mentiría. Y he venido a preguntárselo.

–Siéntese, mistress Hawthorne.

–No. Solamente vine a preguntarle eso y me retiraré inmediatamente.

–Entonces le contestaré -dijo bruscamente Wolfe-. Yo no estoy de parte de nadie. Todavía no. Siento una violenta repugnancia por las discusiones sobre la propiedad de un muerto. No obstante, me encuentro de momento muy necesitado de dinero. Necesito un trabajo. Si acepto éste, me comprometeré a persuadir a miss Noami Karn a que renuncie en favor de usted a una gran parte, a la mayor posible, del legado de míster Noel Hawthorne. Esto es lo que estos señores me han pedido que haga. ¿Está usted conforme?

–Sí, pero como derecho mío, no como dádiva de ella. Preferiría obligarla…

–Preferiría usted pleitear. Pero hay la posibilidad de que pierda usted, y además, si la persuasión no da resultados satisfactorios, siempre habrá tiempo de entablar el pleito. Usted ha venido a verme porque no se fía de esas personas. ¿Es cierto?

–Sí. Mi marido era su hermano. Glenn Prescott era su abogado y amigo. Todos han tratado de engañarme y defraudarme.

–¿Y usted sospecha que han venido para conseguir mi ayuda para nuevas trapacerías?

–Sí.

–Bien, prescindamos de eso. Insisto en que se siente usted -Wolfe se volvió a mí-. Archie, escriba esto y póngalo a máquina. Una copia. «Por la presente declaro que en cualquier negociación que pueda entablar referente al testamento de Noel Hawthorne, difunto, consideraré a mistress Noel Hawthorne como una de mis clientes, salvaguardaré de buena fe sus intereses, y le notificaré con anticipación cualquier cambio en mi comisión; quedando entendido que la citada señora pagará la parte que le corresponda de mis honorarios». Deje una línea para la firma de un testigo.

Giré sobre mi sillón, tecleé un rato en la máquina y entregué el original a Wolfe. Éste lo leyó, lo firmó y me lo devolvió, y yo lo firmé como testigo. Luego lo doblé, lo metí bajo sobre y lo entregué a Daisy Hawthorne. La mano que lo tomó tenía una palidez de muerte, surcado el dorso por venas azules, y largos y delgados dedos.

–¿Está conforme, señora? – le preguntó Wolfe, cortésmente.

No contestó. Sacó la hoja del sobre, la desdobló, y la leyó con la cabeza inclinada, utilizando, al parecer, el ojo izquierdo por detrás del velo. Luego guardó el pliego en su bolso, se volvió y se dirigió hacia la puerta. Me puse en pie y fui a abrirla, pero el joven Dunn se me adelantó, aunque los dos perdimos el tiempo. La dama cambió bruscamente de trayectoria y se encaró con April Hawthorne, lo suficientemente cerca para tocarla, pero cuando levantó la mano, fue nada más que para sujetarse el borde del velo.

–Mírame, April -exclamó-. No me importaría que los otros me viesen, pero tú, como un favor, en memoria de Noel.

–¡No! – gritó April-. ¡No la dejéis!

Hubo conmoción. Casi todos abandonaron sus asientos. La que llegó primero fue Celia Fleet[1], haciendo honor a su apellido. Yo no sabía que los ojos de una rubia pudieran llamear como lo hicieron los suyos al enfrentarse con la dama del velo.

–¡Vuelva a intentarlo -dijo furiosa-, y se lo arrancaré! ¡Juro que lo haré! ¡Inténtelo!

–¡Salga de aquí! ¡Salga! – intervino una voz masculina.

Era el de míster Stauffer, el individuo de la cara retocada. Ahora estaba rojo de indignación, mientras apartaba a Celia Fleet para colocarse protectoramente delante de April, que se había dejado caer en su asiento, cubriéndose el rostro con las manos. Salió de detrás del velo una terrible risita, luego la viuda de Noel Hawthorne se volvió y se encaminó de nuevo hacia la puerta. Pero de nuevo, a mitad del camino, se detuvo para hablar, esta vez a mistress Dunn.

–No envíes a los mocosos para que me guarden, June. Cumpliré mi palabra. Os daré de plazo hasta el lunes.

Salió. Fritz estaba en el pasillo, un poco asustado por el grito que había oído, y yo me alegré de poder dejarle la misión de escoltar a la dama hasta la puerta de la escalera. Aquel maldito velo me atacaba los nervios. Cuando reaparecí en escena, los hombros de April se agitaban espasmódicamente y míster Stauffer le palmoteaba uno y Celia Fleet el otro. May y June observaban tranquilamente la operación. Prescott se enjugaba el rostro con un pañuelo. Yo pregunté si debía traer un poco de brandy o alguna cosa.

–No, gracias -dijo May, sonriéndome-. Mi hermana es muy exagerada en todas sus cosas. Dudo de que pudiera ser una buena actriz si no fuera por eso. Al parecer los artistas tienen que ser así. Todo les impresiona. Antes se atribuía a la llama del genio, pero ahora se habla de glándulas.

April levantó el pálido rostro.

–¡Cállate! – gritó.

–Sí, cállate, May -intervino June, y añadió dirigiéndose a Wolfe-: Reconocerá usted que yo tenía razón cuando dije que nuestra cuñada es implacable.

Wolfe asintió.

–Lo reconozco. Mucho necesito el dinero, pero yo no intentaría persuadirla a que renunciase a nada. Y, ya que hablo de dinero, les participo que tengo una exagerada opinión del valor de mis servicios.

–Lo sé. Su factura, si no es desaforada, seré pagada religiosamente.

–Prepare el cuaderno de notas. Archie. Ustedes desean un convenio firmado con miss Karn. La mitad de los bienes residuales, y más si es posible, para mistress Hawthorne. ¿Además del medio millón que ya hereda?

–No sé… lo que usted pueda.

–¿Y novecientos mil dólares para el fondo científico-del Varney College?

–Sí -dijo May, positivamente.

–Si puede usted conseguirlo, naturalmente -añadió June-. No se deje usted impresionar por la idea de que mi hermana echará a rodar el convenio si no figura en él esa partida. Acostumbra a fanfarronear.

–Muy bien. ¿Y qué hay de usted y sus hermanas? – preguntó ahora Wolfe-. ¿Qué desean para ustedes?

–Nada. Tenemos nuestra fruta.

–Es cierto -Wolfe miró a Mary-. ¿Está usted conforme, miss Hawthorne?

–Ciertamente. No quiero nada para mí.

Wolfe miró a la más joven.

–¿Y usted?

–¿Qué? – preguntó distraídamente April.

–Estoy preguntando si pide usted una parte de los bienes de su hermano.

–Oh, no, por Dios.

–No es que no lo necesitemos -explicó June-. April vive con un año de adelanto, por lo menos, respecto a sus ingresos y está empeñada hasta las orejas. May se lava ella misma las medias. Nunca tiene nada porque comparte su sueldo con las pensionistas del Varney, que, sin esa ayuda, tendrían que abandonar el Colegio. En cuanto a mí, me veo en apuros para pagar las cuentas de la tienda de comestibles. Mi marido tiene un buen ingreso por sus asuntos particulares, pero el sueldo de un secretario de Estado es muy pequeño.

–Entonces, creo que deberíamos intentar persuadir a miss Karn…

–No. No lo intente. Si mi hermano nos hubiese dejado algo, ciertamente que lo hubiésemos aceptado… y supongo que todos estamos sorprendidos de que no lo hiciera. Pero no… no regatee por dinero. Directamente de nuestro hermano, todo, pero de manos de esa mujer, nada.

–Si lo consigo, ¿lo aceptarán ustedes?

–No lo intente. No nos tiente. Ya sabe usted lo que son estas cosas. Usted mismo está necesitado de dinero.

–Veremos. ¿Y los niños?

–Heredan cien mil dólares cada uno.

–¿Eso es satisfactorio?

–Por supuesto. Pueden considerarse riquísimos.

–¿Alguno de ustedes desea algo más de la señorita Karn?

–No.

Wolfe miró al abogado.

–¿Qué le parece, míster Prescott? ¿Tiene usted que hacer algún comentario? Prescott movió la cabeza.

–Ninguno. Mi único deseo es mantenerme al margen de este asunto. Recuerde que yo redacté el testamento.

–Lo recuerdo. – Wolfe trasladó la mirada a June-. Quedamos de acuerdo. Sacaremos todo lo que podamos. Hablemos ahora de miss Karn.

–¿De miss Karn?

–¿Quién es ella, qué hace, dónde está?

–Yo no estoy muy enterada -dijo June, y añadió volviéndose al abogado-: Contéstele usted, Glenn.

–Bien… -Prescott se frotó la nariz-. Es una mujer joven, quizá le falten dos años para los treinta…

–¡Espere un momento! – La interrupción vino de Sara Dunn, el diablillo profesional, que se acercó a la mesa de Wolfe con algo en la mano-. Mire esto, míster Wolfe. Lo traje porque pensé que quizá pudiéramos necesitarlo. Ésta es miss Karn, y el hombre que está con ella es tío Noel. Le puedo prestar la «foto» si quiere, pero tiene que devolvérmela.

–¿De dónde, en nombre del cielo, sacaste eso? – preguntó mistress Dunn,

–Oh, es una instantánea que saqué un día de la primavera pasada en que sabía que encontraría a tío Noel con esa mujer. No me vieron sacarla. Es una buena «foto» y la hice ampliar.

–Que tú sabías… que tú sabías… -tartamudeó June-. ¿Qué es lo que sabías tú, desdichada?

–No te sulfures, mamá -dijo Sara-. No he nacido sorda, ya he cumplido los veintiuno. Tú eras precisamente de mi misma edad cuando escribiste las «Aventuras de un Paro».

–Muchísimas gracias, miss Dunn -Wolfe puso la «foto» debajo de un pisapapeles, encima de la tarjeta de Daisy Hawthorne-. Me acordaré de devolvérsela. Sigamos hablando de miss Karn. ¿La conoce usted, míster Prescott?

–No muy bien -contestó el abogado-. Es decir, la conozco, en cierto modo, desde hace seis años. Era taquígrafa en nuestra oficina.

–¿Su taquígrafa particular?

–Oh, no. Tenemos treinta o más… son unas oficinas muy importantes. Ella fue una de tantas durante un par de años y luego pasó a secretaria del asociado más joven, míster Davis. Fue en el despacho de míster Davis donde míster Hawthorne la vio por primera vez. No mucho tiempo después… -Prescott se calló y pareció desasosegarse-. Pero eso no tiene ahora importancia. Iba a explicar cómo la conocí yo. Ella abandonó nuestro empleo hará unos tres años… aparentemente por sugestión de míster Hawthorne…

–¿Aparentemente?

–Bueno… admisiblemente. Como el mismo míster Hawthorne no hizo un secreto del asunto, no se puede exigir mayor discreción de mí.

–Los Hawthorne -intervino May- somos demasiado orgullosos para andar con disimulos.

–Evidentemente su hermano no se anduvo con ellos -convino Wolfe, mirando la «foto» que tenía bajo el pisapapeles-, cuando se exhibió con ella por la Quinta Avenida.

–Creo deber advertirle -dijo Prescott- que su misión será difícil.

–Así lo espero. Siempre es difícil convencer a alguien de que suelte cuatro millones de dólares.

–Lo sé, pero quise decir que será excepcionalmente difícil. Dios sabe que le deseo a usted suerte, pero por lo que sé de miss Karn… le costará trabajo. Pregúnteselo a Stauffer; él le dirá lo que opina. Por eso le pedí que nos acompañase a ver a usted para preguntarle.

–¿Stauffer?

Salió una voz de la izquierda:

–Yo soy Osric Stauffer.

Wolfe miró al caballero del retocado rostro.

–¡Oh! Es usted…

El del rostro retocado pareció amoscarse ligeramente.

–Osric Stauffer, de la firma «Daniel Cullen y Compañía». Míster Hawthorne dirigía el Departamento del Exterior y yo era el subdirector. Por eso intimamos bastante.

Así, pues, aquel hombre vivía de su trabajo. A juzgar por sus revoloteos en torno a April Hawthorne yo me había equivocado por completo: creí que estaba justificando una pasión.

–¿Conoce usted a miss Karn? – inquirió Wolfe.

–Me ha sido presentada, sí -la voz de Stauffer era rotunda y precisa-. Míster Prescott se refiere a que fui a verla esta mañana para tratar de este asunto. Fui requerido a hacerlo por mistress Dunn… y, en cierto modo, extraoficialmente, como representante de mi firma. La impugnación del testamento sería altamente desagradable por tratarse de un socio de la casa.

–¿Así es que vio usted a miss Karn esta mañana?

–Sí.

–¿Qué sucedió?

–Nada. No adelanté absolutamente nada. Naturalmente, en mi puesto, se me han confiado gestiones delicadas y difíciles, y he tenido que tratar con clientes recalcitrantes, pero ninguno tanto como miss Karn. Su contestación fue que sería impropio, y aun indecoroso, poner obstáculos a los deseos de un muerto tal como los había expresado en lo referente a la disposición de sus bienes. Por lo tanto, no podía ni siquiera discutirlo y no lo discutiría. Yo le dije que habría pleito y que quizá lo perdiera, y ella me contestó que sentía un gran respeto por la justicia y que acataría gustosa cualquiera decisión judicial siempre que no existiese tribunal superior al que apelar.

–¿Ofreció usted condiciones?

–No especifiqué nada. No llegué tan lejos. Ella estaba… -Stauffer pareció no poder encontrar la palabra apropiada-. Bueno, no parecía inclinada a escuchar nada relacionado con el testamento, que era el propósito de mi visita. Hasta intentó presumir de nuestra relativamente ligera amistad.

–¿Quiere usted decir que trató de hacerle el amor?

–¡Oh, no! – Stauffer enrojeció, miró involuntariamente a April Hawthorne y enrojeció todavía más-. Nada de eso. Quiero decir que se comportó como si mi visita fuese una visita puramente amistosa. Es- una mujer extremadamente astuta.

–¿Y cree usted que no se asustó con la amenaza del pleito?

–Estoy seguro de que no. Nunca vi a nadie menos asustado.

Wolfe rezongó no sé qué y se dirigió a June con gesto avinagrado.

–¿Qué se propuso -preguntó- pidiéndome que le derribe la caza con municiones que ya han sido disparadas?

–Ése es el mérito -contestó June-. Por eso nos hemos dirigido a usted. Si se hubiese logrado con una simple amenaza, habría sido muy sencillo. Sé que es una dura tarea. Por eso estamos conformes en pagarle los honorarios que nos exija si sale triunfante.

–Por eso también -intervino May- no es cierto lo que dijo mi hermana al principio. Dijo que no necesitábamos un detective, pero es precisamente lo que necesitamos. Tendrá usted que encontrar la manera de obligar a miss Karn con algo más fuerte que la amenaza de un pleito ante los tribunales.

–Entendido -dijo Wolfe, haciendo una mueca de disgusto-. Por algo no me gustan a mí las discusiones sobre los bienes de los muertos. Son siempre luchas innobles…

–Ésta no lo es -declaró June-. Lo sería si Daisy y esa mujer llegasen al pleito, pero lo que nosotros pretendemos no tiene nada de innoble. ¿Qué cosa más natural que tratemos de evitar un gran escándalo convenciendo a esa mujer de que sólo tiene derecho a tres o cuatro millones de la fortuna de nuestro hermano? Si su avaricia y su testarudez hacen que la persuasión sea tan difícil…

–Y aunque fuese innoble, habría que hacerlo -dijo tranquilamente May-. Creo, míster Wolfe, que le hemos dicho todo lo que necesita saber. ¿Lo hará usted?

Wolfe miró el reloj colgado en la pared. Me dio lástima mi jefe. No le agradaba el encargo, pero tenía que apechugar con él. Además, no consentía que nada estorbase su costumbre de pasar cuatro horas diarias en los invernaderos de la azotea -de nueve a once por la mañana y de cuatro a seis por la tarde- y el reloj marcaba las cuatro menos cinco. Wolfe me miró, lanzó un resoplido ante la mueca que le hice, y volvió a fijar la mirada en el reloj. Luego se levantó de su asiento tan bruscamente como su corpulencia se lo permitió.

–Lo haré -anunció de mala gana-. Y ahora, si ustedes me lo permiten, tengo una cita a las cuatro…

–¡Lo sé! – exclamó Sara Dunn-. Va usted a contemplar sus orquídeas. Me gustaría verlas…

–En otra ocasión, miss Dunn. Ahora no estoy de humor. ¿La avisaré a usted, mistress Dunn? ¿O a míster Prescott?

–A cualquiera de los dos. O a ambos -dijo June, levantándose.

–A los dos entonces. Tome nombres y direcciones, Archie.

Así lo hice. El domicilio y el despacho de Prescott, la casa de los Hawthorne en la Calle 67, donde se alojaban todos temporalmente, y el no menos importante departamento de Noami Karn en Park Avenue, Luego salieron todos al pasillo y dejé a Fritz el cuidado de abrirles la puerta. Me di cuenta de que Stauffer no se separó un momento de April Hawthorne. May fue la última en salir del despacho. Se había rezagado para cambiar con Wolfe una palabra que no pude entender. Oí cerrarse la puerta de la escalera y los pasos de Fritz que retrocedían hacia la cocina.

–¡Puff! – resopló Wolfe.

–Han estado un poco pesados -reconocí-, pero en lo de la herencia no se han portado como buitres. ¡Voy a casarme con April. Pasados unos meses me divorciaré y me casaré con su rubia secretaria…

–¡Qué más quisiera usted! – exclamó Wolfe-. Pero ahora tendrá usted que pensar en otra cosa. Le quedan dos horas…

–Lo sé -le interrumpí, afectando un falso alborozo-. Permita que lo diga por usted. Tengo que traer aquí a miss Karn, a las seis, o unos minutos antes, para no hacerle esperar a usted mucho.

–Pongamos las seis menos diez minutos -dijo Wolfe.

Me dieron ganas de arrojarle algo a la cabeza, pero hacía mucho calor. Me limité a hacer un ruido irrespetuoso y me lancé a la calle, donde tenía estacionado mi roadster. Subí a él y lo puse en marcha.

CAPÍTULO III

Según mis cálcalos, por asuntos de la profesión o fuera de ella, me he visto obligado a relacionarme de una manera u otra, con más de un centenar de lindas muñequitas. Por eso daba por descontado que mi visita a Noami Karn aquella tarde añadiría una más al número, pero me equivoqué. Cuando la doncella me escoltó a través del amplio y lujoso foyer del departamento de Park Avenue -donde conseguí que me admitiesen diciendo que me enviaba míster Gleen Prescott- y me introdujo en un fresco gabinete con frescas fundas veraniegas en los muebles, y estuve lo suficientemente próximo para poder contemplar a la mujer que estaba de pie junto a la banqueta del piano, comprendí en seguida que me había equivocado.

Ella sonrió, no diré que me sonriera a mí, pero sonrió.

–¿Míster Goodwin? ¿Le envía míster Prescott?

–Así es, miss Karn.

–Debí negarme a recibirle. Pero no me gusta hacer eso… es muy desairado.

–¿Y por qué debió usted negarse a recibirme?

–Porque si le ha enviado a usted míster Prescott, viene usted a intimidarme. ¿No es eso?

–Intimidarla, ¿por qué?

–Oh, no se haga el inocente.

Volvió a sonreír. Esperé un segundo, vi que se le habían terminado las sonrisas y dije:

–En realidad no me envía Prescott. Me envía Nero Wolfe. Las hermanas de Noel Hawthorne le han encargado que discuta el testamento con usted.

–¿Nero Wolfe, el detective?

–El mismo.

–¡Qué interesante! ¿Cuándo va a venir a verme?

–Nunca va a ver a nadie. Aborrece el movimiento. Considera una grave ofensa preponerle que abandone su casa, de la que sólo ha salido en raras ocasiones y nunca para negocios. A mí me paga para que vaya por ahí invitando a la gente a ir a verle.

–Entonces, ¿viene usted a invitarme?

–Naturalmente. Pero no hay prisa. Son sólo las cuatro y media y no la espera a usted hasta las seis menos diez.

–Lo siento, porque hubiera sido interesante discutir con Nero Wolfe -dijo ella.

–Entonces, anímese y venga.

–No.

Fue el «no» más rotundo e irrevocable que jamás he oído.

La miré. No había en ella indicios de muñeca frívola y antojadiza. Iba a ser algo nuevo en mi experiencia. No era fea y no era linda. Era más bien morena que rubia, pero no podría haber sido alistada entre las trigueñas. Ninguna de sus facciones era correcta, pero es que uno no veía sus facciones, la veía a ella. Después de cambiar con ella un par de frases me sentí humillado. Durante nueve años de trabajo detectivesco yo me había acorazado de manera que ninguna expresión humana hiciera mella en mí, pero había algo en los ojos de Noami Karn, o detrás de ellos, o en alguna parte, que me hacía desear encontrarlos y rehuirlos al mismo tiempo. No era el talismán en la alfombrilla de la puerta que la biología utiliza para atrapar voluntades; yo podía escurrirme por aquello como melaza por un embudo de hojalata. Era algo tan femenino como sutil; era una mujer que se permitía mirarle a uno a los ojos, pero había en su mirada como un desafío viril de un cerebro superior. Yo no pude resistirla y comprendí que ella se había dado cuenta de ello; por eso me sentí humillado.

–La verdad es -dije- que este asunto ha sido llevado torpemente. Tengo tendido que ese Stauffer vino a verle a usted esta mañana para comunicarle que, de no ceder, la viuda de Hawthorne iría al pleito.

–Sí -sonrió ella-. Osric trató de decir algo por el estilo.

–¿Osric? Bonito nombre.

–Celebro que le guste.

–Pero Osric la engañó a usted. El asunto de que se trata es mucho más grave que un vulgar pleito, y mucho más peligroso, también.

–Pobre de mí, eso es alarmante. ¿De qué se trata?

–Me está prohibido decírselo -alegué-; pero esta habitación es el sitio más fresco en que he estado hoy. Podría darle a usted algunos maravillosos consejos si me permitiera permanecer aquí un rato más. ¿Qué son esas cosas con cuatro patas? ¿Sillas?

Se echó a reír con todas sus ganas.

–Siéntese, míster…

–Goodwin, Archie.

Se movió. Hubiera sido un placer verla moverse de no haber estado resentido con ella. No era tan graciosa como April Hawthorne, pero sus movimientos eran más elegantes y fáciles. Oprimió un botón:

–¿Qué le gustaría beber? – me preguntó.

–Acostumbro a tomar un vaso de leche -contesté.

Elegí una silla a dos pasos de distancia de la que ella se disponía a ocupar. Entró la doncella y le fue ordenado que trajese un vaso de leche y una botella de agua de Borrand. Miss Karn rehusó un cigarrillo que le ofrecí.

–Le confieso que me ha alarmado usted -dijo cuando hube encendido el mío-. Y terriblemente. ¿Le ayudará la leche a darme el consejo prometido?

–Lo tengo ya preparado -contesté, sosteniendo ahora valientemente la mirada de sus ojos-. Le aconsejo a usted que no vea a Nero Wolfe. Quizá sea una deslealtad hacia mi jefe, pero soy de carácter naturalmente traidor y, además, no me agrada lo que traman contra usted. Ya opinaba así antes de verla a usted, pero ahora…

–Ahora la traición es un placer.

–Pudiera ser.

–Es usted muy galante. ¿Por qué me aconseja que no vea a Nero Wolfe?

–Porque conozco la trampa que le preparan. Lo que debe usted hacer es buscar un abogado, un buen abogado, y que Wolfe se las entienda con él.

Ella hizo un mohín de disgusto.

–No me gustan los abogados. Los conozco demasiado… Trabajé tres años con ellos.

–Si hay pleito, tendrá usted que buscarse uno.

–Eso supongo. Pero usted dijo que estoy amenazada por algo más peligroso que un pleito. ¿Qué trampa es esa que me prepara Nero?

Hice un guiño y moví la cabeza. La doncella entró con las bebidas, y cuando el vaso de miss Karn quedó lleno de agua de Borrand, tomé un sorbo de mi vaso de leche. Estaba demasiado fría y abrigué el cristal con mis manos.

–Verdaderamente que se está fresco aquí -dije, fingiendo entusiasmo-. Me encuentro muy a gusto. ¿Y usted?

–No -contestó ella con repentina y sorprendente brusquedad en la voz-. No me encuentro a gusto. Un amigo mío ha muerto… hace tres días. Míster Noel Hawthorne. Otro hombre a quien consideraba como amigo mío hasta cierto punto (al menos no como enemigo) se está portando abominablemente. Es míster Glenn Prescott. Vino aquí ayer tarde a informarme de las condiciones del testamento y lo hizo con unos modales y un tono intolerables. Ahora conspira abiertamente contra mí en unión de la familia de míster Hawthorne. Envió a Stauffer a amenazarme. Y ahora le envía a usted con esa historia infantil de trampas y traiciones. ¡Bah! ¿Encuentra buena la leche?

–Sí. Perdóneme, pero eso de la historia infantil merece que lo discutamos más seriamente.

–No tengo el menor deseo de discutir nada. Lo único sensato que ha dicho usted es que este asunto ha sido llevado torpemente. ¡Enviar a Osric a amenazarme…! ¡Pero si puedo hacerle tartamudear con sólo mirarle! Por cierto que a usted no le ha hecho efecto.

–No, pero ha estado muy cerca -sonreí-. Y está usted convencida de que otros veinte minutos bastarían para tocar los resultados; por eso me invitó a sentarme. Quizá tenga usted razón, pero puedo asegurarle que yo no soy Osric. La verdad es que estoy matando el tiempo. Mi jefe me ordenó que la llevase a usted a su casa, en la calle Treinta y Cinco, a las seis menos diez, pero yo preferiría que no llegásemos allí hasta bien pasadas las seis. Necesita una lección para que sepa lo que es esperar. – Consulté mi reloj de pulsera-. Ya es hora de que marchemos. Dejé el coche en la Tercera Avenida.

–Ya le dije, míster Goodwin, que no estoy de humor para nada. Veo que ha terminado usted la leche.

–No quiero más, gracias. ¿De modo que no piensa usted ir?

–Ciertamente que no.

–¿Qué piensa usted hacer, renunciar a decir esta boca es mía hasta que reciba copia de la demanda y una citación?

–Yo no renuncio a nada -replicó la joven-. Lo único que digo es que lamento la manera con que se ha llevado este asunto. Sé que de mistress Hawthorne no se podía esperar nada razonable, ¿pero no pudo venir a verme mistress Dunn o pedirme que fuese a verla para hablar de la cuestión? ¿No pudo decirme sencillamente que consideran injusto el testamento y que esperan de mí un arreglo más equitativo? ¿No pudo condescender a decir que ella y sus hermanos se consideran con un derecho natura! a alguna parte de los bienes de su hermano?

–Pero no lo hicieron. Es Daisy quien está empeñada en que haya guerra.

–No lo creo. Opino que fue Prescott quien lo inició y ellas le ayudaron a convencer a mistress Hawthorne. Y creen que el mejor procedimiento es intimidarme. Primer enviaron a ese Stauffer, y luego contrataron a un detective Nero Wolfe, cuya especialidad es descubrir asesinos. Cualquiera diría que yo lo soy. Pero tampoco esto va a dar resultado. Tenían derecho a pretender un bocado de los bienes de Noel… de míster Hawthorne; pero si lo consigue, ahora será por que un tribunal les dé la razón.

–Muy bien -dije-. Estoy de acuerdo con usted. Absolutamente de acuerdo. Ellas son una manada de ansiosas, Prescott un picapleitos con dos caras y Stauffer un imbécil. ¿Pero puedo hacerle una pregunta hipotética?

–Se necesitará más que una pregunta hipotética par sacarme de aquí, míster Goodwin.

–De todos modos se la haré. Será un buen entretenimiento para pasar el tiempo. Digamos, claro está que nada más que como hipótesis, que Nero Wolfe es un hombre despiadado, sin escrúpulos y muy astuto; que usted le ofende negándose a ir a discutir con él; que él se propone vengarse; que concibe la luminosa idea de basar su ataque en el testamento, fundándose, no en que es injusto, sin que es falso…

–¿Conque esas tenemos? – preguntó miss Karn, taladrándome con la mirada-. Ésa es la famosa amenaza ¿eh? No es mejor que la otra, ni siquiera tan buena. ¿No redactó el testamento el mismo míster Prescott? ¿No estaba en su poder?

–Claro que sí. Ésa es la verdad. ¿Pero no dijo usted que cree que conspira contra usted? Puesto que redactó el testamento y lo tuvo en su poder, ¿no está en una situación ideal para apoyar la afirmación de Wolfe de que hubo una sustitución y el testamento es falso?

–No. No podría. Ha hecho constar la autenticidad del testamento.

–¿Pero ante quién? Ante Wolfe y los Hawthorne. Sus compañeros de conspiración.

–Pero… -La joven hizo una pausa y quedo pensativa. Luego continuó lentamente-: Míster Prescott no haría eso. Después de todo es un abogado de gran posición y reputación…

–Parece que tiene usted muy buena opinión de el.

–Mi opinión no tiene importancia. Hay otro detalle: si él pensaba hacer una jugarreta tan sucia como ésa, pudo sencillamente no enseñar el testamento. Pudo destruirlo.

–No tenía tal intención. Mi hipótesis es que Wolfe concibe la idea y se la vende a ellos. ¿No dije que iba a hablar de un modo hipotético?

–Sí. Dijo usted eso -sus ojos se achicaron-. ¿Pero es de verdad hipotético o es lo que me tiene preparado Nero Wolfe?

Me encogí de hombros.

–Tendrá usted que preguntárselo a él, miss Karn. Todo lo que yo sé es que quiere que vaya usted a discutir el asunto con él. Se ha comprometido a persuadirla a usted que firme una especie de arreglo. Nunca he conocido a nadie que haya ganado algo rehusando hablar con Wolfe cuando él lo propone.

Me clavó la mirada durante otros segundos, y luego se puso bruscamente en pie, sin tomarse siquiera la molestia de disculparse, y abandonó la habitación. Me levanté también y me aproximé a la puerta del pasillo, y allí estuve aplicando el oído, pensando que podría sorprender alguna conversación telefónica o algo por el estilo, pero el piso era demasiado grande o demasiado a prueba de ruidos y perdí el tiempo. Pasaron quince minutos y ya me había decidido a dar una vuelta de exploración, cuando oír el ruido de pasos, y al entrar ella ya me había trasladado yo al centro de la habitación. La joven había cambiado su vestido por otro azul y se había puesto un sombrerito.

–Que conste que no voy porque esté asustada -me dijo-. Por otra parte, eso no debe importarle a usted. A usted le encargaron exclusivamente que me llevase allí. Vamos.

Cuando nos encontramos en la acera, descubrí que era muy agradable caminar a su lado. La mayoría de las jóvenes, cuando caminan al lado de uno por una acera muy concurrida, son pegadizas, tropezonas o trotadoras, y no sé cuál es peor. Miss Karn sentía por mí el mismo afecto que un petirrojo por una culebra, pero como íbamos paseando junios como dos camaradas, se adaptó a las circunstancias admirablemente.

No hablamos nada, ni aun después de acomodarse en el roadster e incorporarnos al torrente del tráfico. Aquello me convenía. El gambito utilizado por mí para sacarla de casa había sido improvisado. No iba a merecer por él ninguna medalla de Wolfe. Tuve, pues, que discurrir la manera de comunicarle su naturaleza puramente hipotética de un modo diplomático. Wolfe podría perdonarme que le hubiese presentado como un hombre cruel, sin escrúpulos y marrullero, pero ciertamente que no se mostraría muy entusiasmado si llegaba a enterarse de que le había presentado ante la joven como un trapisondista. Lo único que debía hacer era depositarla en la habitación de delante y cambiar unas palabras a solas con él antes de presentársela. Habría sido mejor cambiar aquellas pocas palabras arriba, en los invernaderos, pero no había que contar con ello porque eran las seis y cuarto cuando llegamos y ya estaría en el despacho esperándonos.

No pude realizar mi plan. Tres coches estacionados junto a la acera me advirtieron que había concurrencia. Abrí la puerta con mi llave, introduje a la joven en el recibidor y allí nos salió al encuentro Benner.

–¿Visita? – le pregunté.

Hizo un gesto afirmativo.

–Las señoras y caballeros que estuvieron aquí esta tarde. Han vuelto. Llegaron a las seis menos tres minutos. – Esto es algo tan inesperado como desgraciado -dije, dirigiéndome a miss Karn-. Me temo que tendrá usted que esperar unos minutos. – La llevé hasta la puerta de la habitación de delante-. Aquí no estará tan fresca como en su casa, pero…

Ella también se movió, pero tan rápidamente que no me enteré de que no me seguía. Debía tener más cuidado, ¿pero cómo iba a imaginarme que iba a descubrir por instinto la puerta del despacho, a correr hacia ella como un cohete y a colarse de rondón? Yo me lance detrás de ella, pero cuando llegué al umbral ya estaba dentro y en medio de la asamblea. Me eché entonces los frenos y dejé que las cosas siguieran su curso.

Estaban todos allí, toda la pandilla excepto la viuda del velo. Las Hawthorne miraron a la intrusa con sorpresa, Sara Dunn lanzó un pequeño chillido, y Osric Stauffer y Glenn Prescott un par de exclamaciones de asombro. La intrusa, sin dedicar la menor atención a ninguno de ellos, avanzó directamente hacia la mesa, se encaró con Wolfe y dijo con toda calma:

–¿Usted es Nero Wolfe? Yo soy Noami Karn. Me han dicho que quiere usted discutir conmigo no sé qué asunto.

–¡Dios mío! – murmuró June.

May alargó el cuello para ver mejor.

April se echó, a reír y dijo con energía:

–Telón. Telón rápido.

Wolfe había fruncido los labios. Antes de que pudiera abrirlos para pronunciar la primera palabra, miss Karn se volvió a Glenn Prescott.

–¿Es cierto que trama usted un complot para hacer que se declare falso el testamento? ¡Contésteme!

El- abogado se quedó con la boca abierta.

–¿Cómo dice? – balbuceó-. Un complot para… ¿Pero qué diablos…?

–Insisto en que echemos el telón -declaró April.

Sus hermanas dijeron algo también, Stauffer las apoyó, y Prescott y miss Karn siguieron apostrofándose hasta que la voz de Wolfe lo dominó todo.

–¡Basta!; Señoras y señores! ¡Mi despacho no es un gallinero! – me dirigió una mirada de través-. ¡El diablo le confunda, Archie! – se volvió al abogado-. Míster Prescott, le ruego me perdone por tener a mis órdenes un joven cuya ardiente imaginación discurre cosas tan endiabladas como complots siniestros y testamentos falsificados… En cuanto a usted, miss Karn, supongo que se creerá audaz e intrépida… Por lo visto, vino usted dispuesta a agarrar el toro por los cuernos. ¡Bah! Siempre es posible atenerse al código de los modales decentes aun cuando se luche por una fortuna. Debería ser también posible para una joven con ojos tan inteligentes como los suyos no dejarse engañar por las cabriolas elefantinas de míster Goodwin. Admito que quizá se desconcertase usted porque al venir aquí esperaba una entrevista privada conmigo y se encuentra con todas estas personas reunidas en mi despacho. No fue culpa mía, ni de ellos. Ellos no sabían que usted iba a venir, ni yo esperaba la visita de estos señores. Vinieren, sin previo aviso, para decirme que mistress Noel Hawthorne, inmediatamente después de abandonar mi despacho, esta tarde, marchó a contratar los servicios de un abogado, y que éste ha solicitado ya formalmente de míster Prescott una copia del testamento. Como ve, no es usted la única… ¿Que hay, Fritz?…

Fritz había hecho su entrada de la manera más solemne, pero un inesperado empujón le estropeó el estilo. Mis ojos se dilataron cuando vi quién le había empujado al pasar: nuestro viejo amigo el inspector Cramer, de la Brigada de Homicidios. Y pisándole los talones, aquel pilar del pesimismo llamado Skinner, fiscal del distrito, y un poco más atrás un individuo bajo y huesudo con bigote, que lucía un sombrero de paja del año anterior. Fritz, empujado, viendo que ya no había nada que anunciar, se echó a un lado y trató de no estallar de indignación.

–¿Qué tal, señores? – cantó la voz de Wolfe-. Como ustedes ven, estoy muy ocupado. Si tienen ustedes la bondad…

–Nada de cumplidos, míster Wolfe -le interrumpió la voz de bajo de Skinner, y el fiscal pasó por delante de Cramer-. ¿Míster John Charles Dunn? – preguntó, paseando la mirada por todos los rostros-. Soy el fiscal del distrito, Skinner. ¿Miss May Hawthorne? ¿Miss April Hawthorne? Traigo noticias… un poco desagradables para ustedes. Y como era preciso encontrarles en seguida…

–Permítame, señor -le interrumpió Wolfe-. ¡Esto es intolerable! Estamos conferenciando sobre asuntos privados…

–Lo lamento -dijo Skinner-. Créame que lo lamento. Nuestro asunto es extremadamente urgente, de otro modo no nos habríamos atrevido a esto. Deseamos hacer unas investigaciones sobre la muerte de míster Noel Hawthorne, ocurrida el martes por la tarde. ¿No fue así, mistress Dunn?

–Sí -los ojos negros de June parecieron querer taladrarle-. ¿Por qué desea practicar esas investigaciones?

–Porque ése es nuestro desagradable deber -contestó Skinner, sosteniéndole la mirada-. Porque tenemos pruebas de que la muerte de su hermano no fue accidental: fue asesinado.

Se produjo un silencio de muerte. Skinner y Cramer observaron los rostros y yo hice lo propio. Estaba muy cerca de April, de modo que cuando movió los labios percibí el bisbiseo de dos sílabas, «Telón», pero su palidez y la fijeza de su mirada me dijeron que no se había dado cuenta de que las había pronunciado.

CAPÍTULO IV

Wolfe dejó escapar un profundo suspiro. Prescott se puso en pie, abrió la boca, la volvió a cerrar y se sentó de nuevo. Osric Stauffer emitió un ruido indicador de indignada incredulidad, que pasó inadvertido.

June, con los ojos perforando todavía a Skinner dijo:

–Eso es imposible. – Y elevando un poco la voz, añadió-: ¡Completamente imposible!

–Ojalá lo fuese, mistress Dunn -declaró Skinner-. Sinceramente lo digo. Nadie se da cuenta mejor que yo de lo que esto significará para todos ustedes, para su esposo, para sus hermanas… Créame que ha sido para mí el mayor disgusto…

–Conocemos el olor de la política. Esto significa que usted va a utilizar la muerte de mi hermano para arruinar la carrera de mi cuñado. Quizá lo consiga usted. Inténtelo, pero ahórrenos gazmoñerías.

Skinner la dejó terminar.

–Está usted equivocada, miss Hawthorne -dijo luego, sin alterarse-. Aseguro a usted que fue con profundo y verdadero pesar…

–¿Va usted a negar que durante los últimos meses su chusma se ha dedicado a difundir especies calumniosas sobre mi cuñado y sus relaciones con mi hermano?

–Sí, lo niego. Yo no tengo chusma, a menos que se refiera usted a mi partido político. He oído habladurías. Mucha gente ha…

–¿Y niega usted…?

–Cállate, May -intervino June-. ¿Para qué discutir? – Sus ojos volvieron a perforar a Skinner-. Afirma usted que tiene pruebas de que mi hermano fue asesinado. ¿Cuáles son esas pruebas?

–Se lo diré a usted después, mistress Dunn. Para poder saber exactamente lo que significan esas pruebas o indicios será necesario que usted me proporcione una pequeña información. Por eso he…

–¿Puedo hacer una pregunta? – intervino Glenn Prescott.

–Ciertamente -contestó Skinner a su colega-. Celebro que esté usted presente, Prescott. No es que me proponga dar a mistress Dunn motivos para consultar a un abogado, pero de todos modos celebro que esté usted aquí.

–También lo celebro yo -dijo Prescott-. La pregunta es ésta: Si hubo asesinato, ocurrió en Rockland County, ¿no es cierto?

–Sí. – Skinner se volvió bruscamente para indicar con un gesto al individuo del sombrero de paja-. Les presento a míster B. A. Regan, fiscal del distrito de Rockland. Míster Regan, supongo que habrá usted oído hablar de Glenn Prescott, de la razón social Dunwoodie, Prescott y Davis.

–Ya lo creo -declaró míster Regan-. Es un gran placer conocerle.

–Lo mismo digo -correspondió Prescott.

–Míster Regan vino a consultarme -explicó Skinner-. Pero quizá prefiera usted que sea él quien hable…

–Nada de eso. Prosiga. Pero se me ocurre otro punto, de carácter particular ahora. Dice usted que tiene indicios de que Noel Hawthorne fue asesinado en la finca de John Charles Dunn, siendo su huésped y estando presente el dueño. ¿No habría sido más correcto avisar a míster Dunn antes de nada? Antes de dar publicidad al asunto debió tenerse en cuenta el puesto que ocupa míster Dunn y que no es precisamente una muestra de atención hacia él venir a buscar aquí a su señora para hablarle de un asunto tan desagradable en presencia de tanta gente.

El rostro del fiscal adoptó una expresión de inusitada gravedad.

–No me gusta su tono, Prescott -declaró. – Nada importa mi tono. ¿Qué responde a mis preguntas?

–Tampoco me gustan sus preguntas. No obstante, las contestaré. Traté durante una hora de comunicar con míster Dunn. Como usted debe saber, se encuentra en Washington informando ante una comisión del Senado. No pude ponerme al habla con él. Entretanto me enteré de que mistress Dunn y sus hermanas habían venido al despacho de Nero Wolfe. No he dado publicidad al asunto. Nada me agradaría tanto como tener que dársela. Soy un enemigo político, un enemigo enconado, si usted quiere, del secretario Dunn y de la política que representa, pero no acostumbro a combatir con bombas de gases malolientes y usted debiera saberlo. Su insinuación de que vine en busca de mistress Dunn porque me asustaba dirigirme a su esposo es ofensiva y arbitraria. Míster Regan vino a exponerme sus sospechas y me pidió mi ayuda. Para interpretar acertadamente los indicios que poseemos se necesitan algunos informes de mistress Dunn y, probablemente, de otras personas. Yo la requiero, y a los demás si fuese necesario, a cooperar conmigo en el cumplimiento de mi deber.

–¿Cuáles son esos indicios? – preguntó Prescott, poco impresionado al parecer por las palabras del fiscal.

–No lo sé. No puedo saberlo hasta que reúna la información que necesito. Me falta concretar algunos hechos.

Skinner se volvió a Wolfe.

–Quizá desee usted que abandonemos su despacho -dijo.

Wolfe hizo un gesto negativo.

–Su asunto es más urgente que el mío, señor. Archie, Fritz, más sillas.

Fritz y yo trajimos más sillas de la habitación de delante. Noami Karn se había situado en segundo término, junto a las estanterías, y le llevé una allí. Me pareció un poco preocupada. Los tres jóvenes se movieron para hacer sitio. Andrés Dunn se acercó más a su madre y los otros se colocaron detrás. El inspector Cramer salió al pasillo y volvió acompañado de mi antiguo camarada, el sargento Purley Stebbins, quien ignoró mi saludo cuando le entregué una silla, que colocó a un extremo de mi mesa. Luego sacó un cuaderno de notas y un lápiz y se dispuso a trabajar. Mi pie rozó su espinilla cuando volví a mi asiento.

–¿Es taquígrafo este joven? – preguntó Prescott a Nero Wolfe, señalándome con el pulgar.

–Sí. Archie, su cuaderno de notas, haga el favor.

Miré de reojo a Purley y saqué el cuaderno a tiempo de coger exactamente lo manifestado en las primeras palabras de Skinner.

–Todo lo que necesito, mistress Dunn, son algunos hechos. Voy a procurar molestarla lo menos posible. Hubo una reunión en su casa de campo de Rockland County el pasado martes, once de julio, ¿no fue así?

–Sí. – June se volvió a Prescott-. Opino, Glenn, que es muy probable que May tenga razón en que esto es una celada política.

–Me inclino a creer lo mismo.

–Entonces, ¿debo contestar a este caballero?

–Sí -dijo Prescott ceñudo-. Si se niega usted, será peor. Como estoy presente, le indicaré cuándo debe callar si él… Además, tomaremos nota del diálogo en taquigrafía.

–Desearía que Johnny estuviera aquí. Quisiera telefonearle.

–Dudo que consiga usted ponerse al habla. Confíe en mí, June. Y no olvide que su hijo está aquí. Él es abogado también. ¿Cuál es su consejo, Andy?

El muchacho palmoteo la espalda de su madre y dijo con voz que quería ser tranquilizadora:

–Adelante, mamá. Si trata de extralimitarse…

–No me extralimitaré -dijo bruscamente Skinner-. ¿Para qué era la reunión, mistress Dunn?

–Para celebrar el vigésimoquinto aniversario de nuestra boda. Por eso estaba mi hermano allí. Quiero decir con esto que mi marido y mi hermano hacía tiempo que no se veían. Todos estábamos enterados de la calumnia que circula sobre lo del préstamo a Liberia y creímos conveniente no dar motivos para…

–No son necesarias tantas explicaciones, June -interrumpió Prescott-. Limítese a exponer los hechos.

–Sería mejor -convino Skinner-. ¿Quiénes estaban presentes?

–Mi marido. Yo. Nuestro hijo Andrés. Mi hija Sara…, no, no: Sara llegó después con míster Prescott. Mi hermana May y mi hermana April. Mi hermano y su mujer. Míster Stauffer. Osric Stauffer. Era una reunión familiar, pero míster Stauffer se presentó para dar a mi hermano un mensaje sobre la marcha de los negocios y le invitamos a quedarse. Esto es todo.

–Perdóneme. Yo también estaba allí.

June se volvió al oír la voz.

–Oh, ¿es usted, Celia? Le ruego me perdone. Miss Celia Fleet, secretaria de mi hermana April -añadió, presentando a la joven.

–¿No hubo nadie más, mistress Dunn?

–Nadie más.

–¿Criados?

–Solamente un hombre y su mujer, gente del pueblo. Ella guisa y él trabaja en el campo. Es una finca modesta y vivimos allí modestamente.

–¿Sus nombres?

–Los conozco -dijo míster Regan.

–Está bien. Pasemos a otra cosa, mistress Dunn. Usted sabe, naturalmente, que el doctor Gyger, médico forense de Rockland County, y míster Bryant, el sheriff, fueron avisados y se presentaron allí. Hicieron algunas preguntas y tomaron notas que yo he leído. Hacia las cuatro de la tarde su hermano cogió una escopeta y marchó al campo a tirar a los cuervos. ¿Es cierto?

–No. Salió a tirar a un halcón.

–Pues tengo entendido que mató dos cuervos.

–Es posible, pero él salió a tirar a un halcón. Discutió con mi esposo sobre la dificultad de cazarlo y salió a intentarlo.

–Muy bien. Mató dos cuervos. Los disparos fueron oídos en la casa, ¿no es cierto?

–Sí.

–Y su hermano no regresó. A las seis menos cuarto su hijo Andrés, y una joven, creo que era usted, miss Fleet, salieron de un bosque y tropezaron con un cuerpo. Tenía la mitad de la cabeza destrozada por un disparo de escopeta. El arma estaba a su lado. Su hijo se quedó allí y miss Fleet corrió a la casa, situada a unos cuatrocientos menos del bosque, a avisar a míster Dunn. Éste telefoneó a New City. El sheriff Bryant y un comisario se presentaron a las seis y treinta y cinco, y el doctor Gyger unos minutos después. Los tres llegaron a la conclusión de que Hawthorne había tropezado con un zarzal, el cadáver estaba entre unas zarzas, y que el gatillo de la escopeta se había enganchado en una rama descargándose accidentalmente.

–Se mostraron de acuerdo en eso, y sus informes oficiales así lo expresan separadamente -intervino míster Regan-. Si no hubiese sido por Lon Chambers, ésa es la versión que hubiera prevalecido.

–¿Quién es Lon Chambers? – preguntó extrañado Prescott.

–El comisario del sheriff -contestó Skinner. Su mirada se posó en el hijo de June-. Usted es Andrés Dunn, ¿verdad?

–Sí, señor -contestó el joven.

–¿Fueron usted y miss Fleet quienes descubrieron el cadáver de Hawthorne?

–Sí, señor.

–¿Decidieron ustedes en seguida que estaba muerto?

–Por supuesto. Era evidente.

–¿Usted se quedó allí y envió a miss Fleet a la casa a avisar a su padre?

–Ella se ofreció a ir. Todo esto se lo conté al sheriff y al forense y, como usted dice, tomaron notas. ¿Las ha leído usted?

–Naturalmente. ¿No le molestará que siga preguntándole, míster Dunn?

–No. Prosiga.

–Gracias. Antes de que miss Fleet marchase hacia la casa, tocaron o movieron ustedes el cadáver o la escopeta?

–No. Miss Fleet se marchó casi inmediatamente.

La mirada de Skinner se trasladó a la joven secretaria.

–¿Tocó usted el cadáver o la escopeta antes de marchar, miss Fleet?

Celia reveló el estado de sus nervios diciendo mucho más alto y explosivamente de lo necesario:

–¡Claro que no!

–Y usted, míster Dunn, ¿tocó o movió el cadáver o la escopeta después de marchar miss Fleet?

–No

–¿Cuánto tiempo estuvo usted allí solo?

–Unos quince minutos.

–¿Quiénes se presentaron?

–Primero mi padre. Había telefoneado a New City. Le acompañaba Stauffer. Luego Titus Ames, el hombre que trabaja allí. Y nadie más hasta que se presentó el sheriff.

–¿Estuvo usted continuamente en el mismo sitio del suceso desde el momento en que descubrió el cadáver hasta que llegó el sheriff?

–Sí.

–¿Con la escopeta y el cadáver a la vista?

–La escopeta no estaba a la vista: estaba oculta por las zarzas. Yo no la vi hasta que la busqué después de la marcha de miss Fleet. Si trata usted de establecer que nadie tocó la escopeta ni el cadáver antes de la llegada del sheriff, puedo atestiguarlo. Como abogado, estoy enterado del procedimiento adecuado en casos de muerte violenta. Trabajo con Dunwoodie, Prescott y Davis.

–¿Miembro de la firma?

–No tanto. No hace más que un año que fui admitido en estrados.

–¿Y puede usted declarar lo que ha afirmado?

–Sí. Y lo mismo mi padre y los otros. El fiscal del distrito volvió a pasear la mirada por los presentes.

–Míster Stauffer, ¿se presentó usted en el lugar del suceso con míster Dunn, padre? ¿Confirma usted que…?

–Sí -interrumpió Stauffer-. Ni el cadáver ni la escopeta fueron tocados.

Skinner miró a Prescott y luego a June.

–Como ve usted, mistress Dunn, yo solamente deseaba comprobar algunos hechos. Le diré a usted ahora el fundamento de mis manifestaciones de hace un rato. Parece ser que el comisario del sheriff es un hombre curioso y escéptico. Sus superiores se inclinaban a dar por terminado el suceso, calificándolo de tragedia casual; él no se conformó con eso. Debido a su insistencia, han podido establecerse los siguientes hechos: Primero, tanto el cañón como la caja de la escopeta habían sido recientemente frotados o enjugados, no con un paño, como es costumbre, sino con algo áspero que dejó muchos arañazos, revelados claramente con una lente de aumento. Segundo: en vez de presentar diferentes series de huellas dactilares de Noel Hawthorne, como habría sido lo lógico, tratándose de una escopeta manejada por él más de media hora, quizás una, y disparada dos veces, presentaba únicamente tres series de huellas y todas de los dedos de la mano derecha: una en la caja, otra en el cerrojo y otra en el cañón. Las huellas eran desacostumbradas: los cuatro dedos muy juntos, yuxtapuestos, y ninguna del pulgar. Las encontradas en el cañón eran aún más notables: estaban invertidas, es decir, como si el fusil no hubiese sido agarrado de la manera corriente, sino para utilizarlo para golpear algo con la culata.

–Todo eso son nimiedades -declaró el joven Dunn, burlonamente.

–Déjele terminar, Andy -dijo Prescott.

–Seré breve -prometió Skinner-, pero deseo hacer constar que me limito a seguir la inevitable marcha de los acontecimientos bajo la guía de la Ley. Para acabar con lo de las huellas dactilares, añadiré que todas fueron hechas después de frotar la escopeta con algo áspero. Como ya sabrá usted, mistress Dunn, la escopeta es propiedad de Titus Ames, que trabaja para usted. Ames dice que nunca limpió la escopeta con otra cosa que con un trapo suave, que utiliza para ese fin, y que la limpió con él el martes por la tarde, cuando fue a buscarla para entregársela a míster Hawthorne por orden de míster Dunn.

–Así, han interrogado a Ames -observó Prescott.

–Claro que sí -contestó míster Regan.

Skinner no se dio por enterado, y prosiguió:

–Pero aunque Chambers, el comisario, comprobó estos hechos, no pudo aún convencer al sheriff y al fiscal del distrito, míster Regan, aquí presente, de que había razonables dudas de que se tratase de un accidente. En mi opinión, esto dice mucho de su carácter bondadoso y de su deseo de no ocasionar molestias a un ciudadano tan eminente como míster Dunn. No obstante, el sheriff no impidió a su comisario que realizase nuevas investigaciones. El miércoles, Chambers trajo la escopeta a Nueva York, El jueves, ayer, nuestro laboratorio de la policía informó que existían residuos de sangre, recientemente depositados, en cantidad analizable, en la hendidura entre la caja y el cañón, así como en otros lugares. También ayer Chambers encontró algo. Un sendero que atraviesa el bosque hacia el Nordeste se bifurca en cierto punto en otros dos: uno se dirige hacia el Norte al salir a la carretera, y el otro tuerce hacia el Este en dirección a la casa. Bajo unos matorrales cercanos a ese sendero, Chambers encontró un manojito de hierba retorcida y aplastada, utilizado, al parecer, para frotar algo, por lo que presentaba ciertas manchas. Chambers y míster Regan lo trajeron esta mañana a Nueva York. El laboratorio informó hace cuatro horas que las manchas son una mezcla de sangre y grasa de escopeta y, además, que ciertas partículas descubiertas previamente en el arma son filamentos de polen y fibra procedentes del manojito de hierba. Me dijo francamente que, debido a la destacada posición de las personas comprometidas, temía actuar. A pesar de lo que miss May Hawthorne pueda pensar, acepté con verdadera repugnancia su conclusión, y con no menor repugnancia me decidí a ayudarle.

–¿Y qué conclusión es ésa? – preguntó June.

–La evidente e indiscutible, de que su hermano fue asesinado, mistress Dunn -contestó Skinner-. Si su muerte fue un accidente, si el gatillo de su escopeta se enganchó en unas zarzas, como se supone, es difícil explicar lo de las huellas dactilares. Nadie maneja una escopeta de ese modo. Y puesto que tenemos la afirmación de su hijo y la de míster Stauffer, de que el arma no fue tocada después del descubrimiento del cadáver, no hay posibilidad de explicar, si fue un accidente, el hallazgo del manojo de hierba, las manchas de sangre que presenta y la limpieza del arma con él. Idénticas objeciones habría que hacer a la hipótesis de un suicidio, si alguien se atreviese a formularla. Sólo en el supuesto de que se trate de un asesinato pueden explicarse satisfactoriamente tales hechos. El asesino disparó contra su hermano, mistress Dunn. Decidió no utilizar su pañuelo, si es que lo tenía, para borrar sus propias huellas dactilares y las manchas de sangre de la escopeta, y utilizó en su lugar un puñado de hierba. Luego imprimió en el arma las huellas de los dedos de su hermano, utilizando la mano derecha, y aplicándolos sobre el cañón en sentido inverso. Al salir del bosque arrojó el manojo de hierba entre unos matorrales. Si lo hubiese hecho después de llegar a la bifurcación del sendero en vez de antes, sabríamos si se dirigió hacia la carretera o hacia la casa. De todas maneras obró torpemente, bien porque se figurase que no se sospecharía de un crimen, bien por torpeza o porque temiera que se presentase alguien, cosa que le obligó a obrar apresuradamente.

–No lo creo -declaró April Hawthorne. Todos la miraron. Su palidez había desaparecido y su voz volvía a tener su famoso trémolo-. No creo nada de eso.

–¿Qué es lo que no cree usted, miss Hawthorne? – preguntó Skinner-. ¿Los hechos o su interpretación?

–No creo sencillamente que mi hermano fuese asesinado. No creo que a los Hawthorne nos haya sucedido esto. No lo creo.

–Ni yo tampoco -la apoyó enérgicamente Osric Stauffer.

El fiscal se encogió de hombros y volvió a dirigirse a June.

–¿Y usted, mistress Dunn? Deseo que se dé cuenta de que los hechos son los hechos, por muy crueles y despiadados que sean. Yo lo lamento, pero cumplo con mi deber tratando de aclarar este asunto.

June le miró sin decir nada ni hacer el menor gesto.

–Quiero convencerla a usted -añadió Skinner-. Necesito su cooperación y debe usted comprender que las sospechas de sus hermanas, que supongo compartirá usted, carecen en absoluto de fundamento. Ni la difamación ni la política tienen nada que ver con este asunto. Supongo, ya que han venido ustedes a consultarle, que consideran ustedes a Nero Wolfe como su amigo. Él es ciertamente un experto criminalista. Mister Wolfe, ¿opina usted que la muerte de Noel Hawthorne fue un accidente? Wolfe movió la cabeza.

–Yo soy un espectador, míster Skinner. Si me encuentro aquí, es porque éste es mi despacho.

–¿Pero cuál es su opinión, basada en lo que ha escuchado?

–Bien… ¿Tengo que aceptar los hechos?

–Sí. Son inconmovibles.

–Entonces debo decir que, ateniéndonos a ellos, míster Hawthorne fue asesinado.

Skinner se volvió, pero cuando volvió a enfrentarse con June, ésta ya estaba en pie.

–Podrá usted encontrarnos en la residencia de nuestro hermano -dijo la dama-. Todos estaremos allí reunidos. Voy a telefonear a mi esposo. Mejor será que venga usted también. Gleen. Habrá que tomar alguna decisión. Vamos, Andy, May…

–Un momento, mistress Dunn -interrumpió la voz de Wolfe-. ¿Desea usted que prosiga con aquel pequeño, encargo que me dio?

–Yo creo… -empezó a decir Prescott.

Pero June le interrumpió con viveza:

–Sí, míster Wolfe -dijo-, puede usted proseguir. Vamos, muchachos.

CAPÍTULO V

Acérquese más, miss Karn -dijo Wolfe-, así no tendremos que gritar. Aquella silla roja es la más cómoda.

Noami Karn se levantó sin pronunciar palabra, se acercó a la silla roja, recientemente desocupada por May Hawthorne, y se sentó. No había quedado nadie más en el despacho. Inmediatamente después de la marcha de los Hawthorne y Dunn con su acompañamiento, los dos representantes de la Ley nos habían también abandonado. El inspector Cramer, al advertir a la joven en un rincón, había intentado satisfacer su curiosidad dirigiendo una pregunta a Wolfe, pero éste contestó agitando la mano en despedida y el inspector se apresuró a seguir a los otros.

Wolfe contempló a la joven con ojos entornados.

–Bien. Ahora está usted metida en un apuro -dijo unos momentos después.

La joven enarcó ligeramente las cejas y preguntó:

–¿Yo? Nada de eso.

–Oh, sí, no le quepa duda -replicó Wolfe, agitando un dedo-. Dejémonos de rodeos. Usted sabe muy bien que se encuentra en un gran apuro. Esos policías se pondrán ahora en interrogatorios interminables. Entre otras cosas, saldrá a relucir lo del testamento de Hawthorne. Aun suponiéndose que se trate de una zancadilla política, cosa que parece dudosa, inquirirán lo del testamento, aunque sólo sea por cubrir las apariencias. Siempre lo hacen. Luego la interrogarán a usted. Espero que el inspector Cramer tomará eso por su cuenta. Las armas de míster Cramer no son notables por su penetración, pero producen grandes magulladuras. – Wolfe oprimió un botón-. ¿Quiere usted cerveza?

La joven rehusó con un gesto.

–No puedo imaginarme que nadie pueda hacerme una pregunta que yo no pueda contestar sin dificultad -declaró.

–Se engaña usted, miss Karn. Hay centenares de preguntas a las que yo mismo me vería apurado para contestar, y supongo que esto tendrá aplicación a todos los miembros de nuestra raza. Quiero decir específicamente que usted sufrió un susto mortal cuando míster Skinner anunció que Noel Hawthorne fue asesinado. La confianza y la resolución que brillaban en sus ojos un momento antes se derritieron como nieve. Y ahora permítame que le pregunte, también específicamente: ¿por qué está usted aquí?

–Estoy aquí porque usted envió a buscarme y porque no quiero…

–No, no, no. Ya hemos vuelto esa página. Míster Skinner la volvió. La bomba que soltó aquí empezó un nuevo capítulo. Produjo un momento de calma sólo temporal quizá, pero completo, en las hostilidades sobre el testamento; todos habían olvidado ese asunto hasta que yo pregunté a mistress Dunn si deseaba que prosiguiese mis gestiones. Es más: usted también lo había olvidado, después de la conmoción que produjo el anuncio de míster Skinner, hubiese usted continuado pensando en el testamento, su rostro hubiera conservado su expresión desafiadora; en este momento solamente revela cautela y ansiedad. Su imaginación no piensa en el dinero, miss Karn, piensa en un asesinato y yo nada tengo que ver con eso. ¿Por qué no se levantó usted y se marchó en cuanto lo hicieron los otros? ¿Por qué se quedó?

Me pareció que Wolfe se había excedido, pues ella no le contestó con palabras, sino con hechos. Se levantó silenciosamente de su asiento y se encaminó hacia la puerta.

Wolfe continuó hablándole, sin ningún cambio en el tono de voz.

–Cuando deje usted de pensar en el asesinato y vuelva a preocuparse del dinero comuníquemelo y hablaremos. Yo me sentía disgustado. Dando por supuesto que la bomba de Skinner hubiese llenado el aire de fragmentos, después del trabajo que me había costado llevar a la joven allí me parecía una tontería dejar que se fuese de aquel modo sólo por el gusto de escucharse. Lo menos que podía yo hacer era no ayudar prestándome a abrir la puerta, y continué sentado. De pronto vi que los pies de la joven se arrastraban remolones y que, ya con la mano en el tirador de la puerta, se detenía y quedaba de espaldas a nosotros. Pasados unos segundos, se volvió bruscamente, regresó a la silla roja y se sentó.

–Me quedé -dijo-, porque mientras estuve sentada allí estuve pensando en algo.

–¿Decidió alguna cosa? – preguntó amablemente Wolfe.

–Sí. Llegué a una decisión. Iba a comunicársela a usted, cuando me desconcertó hablándome del apuro en que estoy metida y del susto que he pasado. No estoy asustada, míster Wolfe. – Sus ojos le miraron fijamente y ciertamente que no revelaban el menor temor, ni su voz emoción alguna-. No podrá usted intimidarme -añadió-, La última vez que tuve miedo fue a la edad de dos años, cuando me tragué una rana viva. No lo tendré ahora, aunque hubiese asesinado a míster Hawthorne.

–Eso está bien. Me gustan las mujeres resueltas. ¿Cuál fue la decisión que tomó usted?

–Sólo puedo decirle que pensé que quizá fuese mejor pleitear que firmar un compromiso.

–Entonces no tomó usted ninguna resolución.

–Sí que la tomé. Pero creo que… que no la pondré en práctica. Le aseguro que no me impulsa el miedo, pero confieso que han influido algo las… las últimas noticias… No me encuentro en ningún apuro, pero tengo el suficiente juicio para comprender que podría encontrarme en él con todos los Hawthorne por enemigos. Ellos tienen posición e influencia. Estoy dispuesta a cederles la mitad de los bienes. La mitad de lo que me corresponde a mí.

Wolfe cerró los ojos y al poco rato los entreabrió,

–¿De manera que ésa fue su decisión?

–Ésa fue…

–¿Y se propone usted mantenerla?

–Sí.

–¡Qué lástima!

–¿Por qué dice usted eso?

–Porque es muy probable que si hubiese hecho usted esa oferta esta mañana, cuando míster Stauffer la visitó, habría sido aceptada. Ahora, desgraciadamente, no puede ser tomada en consideración. ¿Quiere usted escuchar una contrapropuesta?

–¿Cuál es?

–Que se conforme usted con cien mil dólares y mis clientes recibirán el resto.

Miss Karn se empequeñeció, se encogió toda ella. Yo observé el fenómeno durante un rato. Pero al parecer todo consistió en un enrollamiento de los muelles interiores, ya que se echó a reír repentinamente y fue una risa sana y franca. Luego cesó de reír y dijo:

–La broma tiene gracia.

–Oh, no se trata de una broma -replicó Wolfe.

–Quiero decir que tiene gracia que Wolfe se haya equivocado tan por completo. ¡Qué pifia para un detective! ¡Su ingenuidad debe de haber llegado hasta el extremo de pensar que yo maté a Hawthorne! No sé si sabrá usted que estuve en Nueva York toda la tarde del martes.

–No soy tonto, miss Karn, y le aconsejo a usted que no lo sea.

–Lo procuraré. – La joven se levantó de su silla y corrigió la inclinación de su sombrero-. ¿Por que es usted tan generoso que me ofrece cien mil dólares? Supongo que será para que contrate un buen abogado defensor. Es usted sencillamente encantador. ¿Encontraré un taxi por estos andurriales?

–¿Se va usted?

–Sí; es preciso. Siento abandonar una reunión tan agradable.

–Quizá pueda persuadir a mis clientes cara que doblen esa cantidad. Doscientos mil dólares. Me encontrará usted aquí a cualquier hora. Los taxis no abundan por esta orilla del río. Míster Goodwin la llevará a usted a casa. Archie, haga el favor de pasar por la cocina y diga a Saúl que cenaremos cuando usted regrese.

Le lancé una mirada de sorpresa. El muy pillo había hecho algunas gestiones durante mi ausencia. Dije a la heredera que sólo tardaría un momento, la dejé en el recibidor y seguí hasta la cocina. No había duda: allí estaba Saúl Panzer jugando a las cartas con Fred Durkin en la mesa donde yo acostumbraba desayunar. Sus grises ojos, los mejores ojos para ver sobre la superficie del Globo, me miraron vivamente.

–¿Para qué te han fletado? – le pregunté-. ¿Para vigilar a una mujer llamada Karn?

–Sí.

–Ahora va a salir. La voy a llevar a su casa, Park Avenue número setecientos ochenta y siete. Es posible que me pida que la deje bajar antes de llegar allí. ¿Trajiste tu coche? Bien. Así, iré despacio. Por la Calle Treinta y Cuatro al Parque y de allí a su casa.

Volví al recibidor y acompañé a la joven hasta el roadster. No hizo el menor esfuerzo por entablar conversación mientras atravesábamos lentamente la ciudad, hasta que vi por el espejo retrovisor que el coupé de Saúl nos seguía a dos coches de distancia. Por el camino yo iba pensando en lo sucedido. En el viaje de ida a casa de Wolfe, yo había llevado a mi lado en el asiento siete millones de dólares, y ahora, en el de regreso, todo quedaba reducido a un centenar de miles o al doble todo lo más. No era extraño que la joven no tuviera ganas de hablar, con semejante disminución. Cuando la dejé en la acera, frente a su casa, apenas si.acertó a murmurar las gracias. Saúl acababa de dar vuelta a la esquina en busca de un lugar de estacionamiento. Yo me entretuve en inspeccionar una rueda hasta que volvió a estar a la vista, y luego subí al coche y pise el acelerador.

Regresé a casa a las ocho y media y me conmoví al enterarme de que Wolfe me había esperado para cenar, siendo las ocho nuestra hora acostumbrada. Fred Durkin se encontraba todavía por allí, devengando su dólar por hora, cosa que me sorprendió, porque Wolfe no era hombre que tomase costosas precauciones cuando el tesoro dejaba ya vela tablazón del fondo. Si se hubiese tratado de Saúl Panzer o de Orrie Carter, habría comido con Wolfe y conmigo, pero como se trataba de Fred comió en la cocina con Fritz. Fred echaba vinagre en las comidas, y nadie que hiciese aquello podía comer a la mesa de Wolfe. Fred cometió tal delito en 1932, fecha en que pidió vinagre para derramarlo sobre un pichón. Nada se le dijo por el momento, porque Wolfe consideraba como una inmoralidad turbar las comidas de nadie hasta que hubiese terminado el proceso digestivo, pero al día siguiente despidió a Fred y le tuvo alejado de su servicio durante un mes.

Después de cenar volvimos al despacho. Wolfe se acomodó detrás de su mesa con el atlas, y yo ya iniciaba una sonrisa burlona cuando vi que en lugar de partir para un pequeño viaje por la Mongolia exterior había cogido el mapa del Estado de Nueva York y, a juzgar por el brillo de sus ojos, se encontraba viajando por el distrito de Rockland. Yo había cogido un libro para matar una hora cuando sonó el teléfono. Alcé un poco el aparato y dije en el transmisor:

–Aquí el despacho de Nero Wolfe.

Al oír pronunciar mi nombre por una voz familiar, dije a Wolfe que era Saúl Panzer, y él dejó el atlas con un suspiro y descolgó su aparato en derivación.

–Son las nueve y cincuenta y seis, señor -dijo la voz de Saúl Panzer-. A las ocho y catorce entró en la casa la señorita conducida por Archie. A las nueve y doce volvió a salir, tomó un taxi hasta el restaurante italiano Santoretti y entró en él. Yo la seguí, comí spaghetti y hablé en italiano con el camarero. Ella está ahora sentada a una mesa con un hombre, comiendo pollo con setas. Él no tiene apetito, pero ella sí. Hablaban en voz baja. Estoy telefoneando desde una droguería de la esquina de la Calle Sesenta y Dos y Segunda Avenida. Si se separan después de abandonar el restaurante, ¿a quién de ellos sigo?

–Descríbame al individuo.

–De cuarenta a cuarenta y cinco años, metro sesenta, setenta kilos. Bebe, traje de corte, tejido gris tropical, elegante sombrero de fieltro, peso pluma. Afeitado de ayer. Camisa azul a rayas. Mandíbula prominente, boca grande y labios llenos, nariz larga y estrecha, párpados abultados, ojos castaños con un guiño nervioso, orejas…

–Ya basta. ¿Le conoce usted?

–No, señor.

Saúl se disculpó por tener que informar sobre un hombre que no había tenido entrada en el extenso fichero que llevaba en el cerebro.

–Fred se reunirá con usted lo más pronto posible frente al Santoretti -dijo Wolfe-. Si se separan, que Fred siga al hombre. La mujer podría ser más difícil para él.

–Sí, señor, de acuerdo.

Wolfe colgó el aparato y me hizo una seña, y yo fui a la cocina, donde interrumpí a Fred en medio de un bostezo que habría podido contener un azumbre de vinagre. Le conté lo que nos había comunicado Saúl, le dije lo que esperábamos de él y le acompañé hasta la puerta de la calle. Me detuve en lo alto de la escalinata de piedra para respirar el aire caliente de julio y le seguí con la mirada hasta que le vi doblar la esquina. Casi simultáneamente avanzó un taxi en mi dirección, oí el chillido de los frenos y vi que se detenía al pie de la escalinata. Bajó de él una mujer, pagó al conductor, cruzó la acera y subió los siete escalones de piedra. Al llegar a mi lado me sonrió dulcemente a la luz que se filtraba por la puerta abierta de nuestra vivienda.

–¿Puedo ver a míster Wolfe?

Asentí hospitalariamente y la conduje al recibidor, diciendo que esperase allí un minuto. Luego entré en el despacho y anuncié a Nero Wolfe que miss May Hawthorne solicitaba una audiencia.

CAPÍTULO VI

El despacho había vuelto a su normal condición en cuanto a las sillas. Como de costumbre, la roja estaba colocada a la derecha de la mesa de Wolfe, y la presidenta del Varney College se sentó en ella. Parecía cansada y sus ojos tenían unos pequeños ramalazos rojos en la córnea, pero su espina dorsal se mantenía muy erguida.

–Fue conmovedora la escena que presenciaron ustedes aquí esta tarde -dijo Wolfe.

–Sí, y muy penosa -confirmó la dama-. Especialmente para mi hermana April, porque cree que tiene que reírse de todo. El arte haciendo muecas a la vida. ¿Habló usted con miss Karn?

–Muy poco. Se quedó aquí después que se marcharon los demás.

–¿Llegó usted a un acuerdo con ella?

–No. Me ofreció renunciar a la mitad de los bienes, pero yo lo rechacé.

–Hizo usted bien. – Miss Hawthorne pareció aliviada de una gran preocupación-. Su fama me hizo temer un momento que la hubiese usted apretado demasiado y nos hubiese comprometido. Pero usted se ha dado cuenta, naturalmente, de que la situación ha cambiado por completo. En mi opinión, no es ahora aconsejable tratar con esa mujer.

–¿Están los otros de acuerdo con usted?

–No lo sé. Creo que estarán. Deseábamos un arreglo con miss Karn para evitar el pleito que mi cuñada estaba decidida a entablar. Ahora ya no importa. Con el hollín que una investigación por asesinato arrojaría sobre nosotros, la impugnación de un testamento apenas nos tiznaría.

–Comprendo su punto de vista -dijo Wolfe-. Supongo que míster Skinner y los otros les acompañarían a ustedes a casa…

–Ciertamente. Mí cuñada accedió a recibirlos, pero los demás, por consejo de míster Prescott, nos negamos a verlos hasta que June hubo telefoneado a su esposo en Washington. Él le aconsejó que ayudásemos a las autoridades en cuanto pudiéramos, contestando las preguntas pertinentes. Luego la policía procedió a interrogarnos. Estuvo muy considerada y cortés. El resultado parece ser que todos nosotros somos sospechosos de asesinato.

–¿Todos?

–Casi todos. Supongo que esta especie de pesadilla le será familiar a usted, pero yo no soy detective, no leo relatos de crímenes de los periódicos y estoy demasiado ocupada. Al parecer mi hermano murió entre las cuatro y media y las cinco y medía. Titus Ames oyó un tercer disparo un poco antes de las cinco. Anteriormente se habían oído otros dos que supusimos hechos contra los dos cuervos muertos. En aquel momento mi hermana April estaba en el piso de arriba durmiendo la siesta, pero no había nadie con ella. Mi hermana June había salido a coger frambuesas y hojas de parra para adornar una mesa. Yo estaba en el cuarto de baño lavando unas medias.

»Celia (miss Fleet) estaba en su habitación escribiendo cartas. Contesta todas las cartas que mi hermana April recibe de sus admiradores. La señora Ames estaba haciendo sus preparativos para la cena. Daisy, la esposa de Noel, había ido al prado a coger margaritas. John, mi cuñado, se dedicaba a cortar leña. La policía me preguntó, muy cortésmente, si había oído los golpes del hacha todo el tiempo que estuve lavando las medias. También me lavé la cabeza. Míster Stauffer, a quien aborrezco cordialmente, había ido a nadar al estanque. Titus Ames ordeñaba las vacas. Andrés había marchado con el coche a Nyack para traer nata, pero esto no le justifica por completo, porque la carretera pasa no lejos del sitio donde ocurrió el suceso, al otro lado de una faja de bosque. Sara y míster Prescott se encontraban en Nueva York y no regresaron hasta las siete y media, casi dos horas después de haber sido encontrado el cadáver de mi hermano. Míster Prescott llevó a Sara en su coche, pero tampoco se encuentran libres de sospechas, porque uno de ellos pudo venir en aeroplano y volver a marchar.

Wolfe asintió gravemente.

–O deslizarse por un toboggan desde el rascacielos del Empire State, que está solamente a unos cuarenta o sesenta kilómetros. Tratándose de fantasías, no hay qué asustarse de nada.

–No son fantasías -replicó miss Hawthorne-. Es la fría y horrible realidad. Y ahora van a iniciar un proceso basándose en la hipótesis de que mi hermano fue asesinado porque tenía la carrera de John Dunn en el puño y no la quería soltar. No pueden acusar a nadie del asesinato, pero sí que pueden arruinar a John y lo arruinarán seguramente. Miss May se llevó la mano a la frente y cerró los ojos.

–Un poco de brandy, Archie -murmuró Wolfe.

Me levanté para ir a buscarlo, pero ella me detuvo con un movimiento de cabeza.

–No, gracias -dijo-. Ya me siento bien. – Luego abrió los ojos y añadió, volviendo a dirigirse a Wolfe-: Perdóneme… Si he hablado de todo esto ha sido para explicar por qué opino que no debe usted seguir sus gestiones con miss Karn, Ya no tememos el escándalo. No le guardo rencor a miss Karn, pero no hay razón para que entre en posesión de lo que mi hermano no pensaba dejarle. No creo que el grotesco documento que nos leyó míster Prescott exprese las intenciones de mi hermano. Noel tenía defectos, muchos, pero dijo que dejaría un legado de un millón de dólares para los fondos científicos del Varney College, y nada me convencerá de que así no lo hizo.

–Ya dijo usted eso esta tarde.

–Lo repito.

–Entonces, así acusa a míster Prescott de villanía. Él redactó el testamento y exhibe éste como auténtico. ¿Cree usted que está en combinación con miss Karn?

–No, Dios me libre.

Wolfe frunció el ceño.

–Temo que su imaginación no funcione muy bien, miss Hawthorne. No me extraña con las conmociones que ha sufrido. Dice usted que cree… ¿Cuándo le dijo su hermano que se proponía dejar un millón para los fondos?

–Lo mencionó dos o tres veces. Hará un año por el invierno, me anunció que pensaba destinarme un millón en vez de la mitad de esa cantidad. El verano pasado me comunicó que lo había hecho así.

–¿El verano de mil novecientos treinta y ocho?

–Sí.

–Bien. Dice usted que está convencida de que no la engañaba. Que había hecho lo que dijo. Pero el testamento que míster Prescott presenta como auténtico está fechado el siete de marzo de mil novecientos treinta y ocho, y fue después de esa fecha cuando su hermano le dijo a usted que lo había cambiado para dejar un millón para sus fondos. Por lo tanto, acusa usted a míster Prescott de fraude.

–Nada de eso -declaró impaciente miss May-. Si yo tuviera que basar mi reclamación en una suposición tan improbable como ésa la abandonaría. Conozco a Gleen Prescott. Es un abogado de Wall Street competente y sagaz, con la natural flexibilidad ética y moral para desempeñar sus funciones en el ambiente en que vive, pero carece por completo de la audacia e imaginación requeridas para el bandolerismo de alto copete. Tan probable es que yo escriba un gran poema épico como que él robe tres millones de dólares valiéndose de la falsificación del testamento de mi hermano. Supongo que sería esto lo que quiso usted decir al mencionar lo de la combinación con miss Karn.

–En el fondo sí. Pero hay diversos grados de falsedad. No todo consiste en falsificar las firmas. ¿Ha visto usted el documento?

–Sí

–¿Está todo en una página?

–No. En dos.

–¿Escrito a máquina?

–Sí.

–¿Se encuentra alguna de las principales cláusulas en la segunda página?

–No… Espere… sí; ahora recuerdo. La mayor parte de las cláusulas figuran en la primera página, y unas pocas en la segunda, con las firmas de mi hermano y testigos.

–Entonces no habría sido necesario intentar el arriesgado proceso de falsificar las firmas. Pero si usted excluye toda idea de fraude por parte de Prescott, ¿en qué va a fundarse para impugnar…?

–Eso es lo que he venido a decirle. Opino que sucedió de este modo. Noel hizo que Prescott redactase el testamento tal como está ahora, y lo guardó en la caja de su despacho. Pero al mismo tiempo, o un poco después, quizá al día siguiente, Noel lo reemplazó redactando otro por sí mismo, sin conocimiento de Prescott, en el que disponía de su fortuna con arreglo a sus verdaderos deseos. La cuestión es ésta: ¿dónde está el último testamento, el único válido?

–Todavía hay otra cuestión anterior a ésa -rezongó Wolfe-. ¿Por qué hizo su hermano que míster Prescott redactase un testamento que pensaba reemplazar tan pronto?

–El mismo Prescott -dijo miss May- ha dado la clave para contestar esa pregunta. Anoche le preguntamos si miss Karn conocía el testamento, y contestó que sí. Dijo que el día después de ser redactado miss Karn lo vio y lo leyó por completo. Fue al despacho de Prescott, citada por Noel, y éste mismo ordenó a Prescott que le enseñase el testamento.

–Comprendo -murmuró Wolfe. – Su pregunta queda, pues, contestada. – Un débil, casi imperceptible rubor apareció en las mejillas de la directora del Varney College-. No pretendo saber todo lo referente al seso y a su manera de influir en el carácter. Hay pocas cosas sobre hombres y mujeres que yo no comprenda bastante bien, pero confieso que el sexo sigue siendo un misterio para mí. Tengo mi Colegio, mis triunfos, mi carrera, me tengo a mí misma. Pero sólo por un proceso racional, y no por una comprensión sentimental, se me hace inteligible que mi hermano descendiese a semejante estratagema. Él deseaba mantener la palabra que me dio y cumplir sus obligaciones hacia los otros. Pero tenía también que retener a miss Karn, y sólo podía lograrlo demostrándole que si moría recibiría su… recompensa. Confieso que soy incapaz de comprender por qué quería retener a miss Karn precisamente y con tan impetuosa necesidad, pero en esto me acompañan millares de peritos, desde Shakespeare a Fith Baldwin.

–No discutiremos por eso -dijo Wolfe-. Acaba usted de exponer toda una hipótesis. ¿Es de usted exclusivamente?

–La discurrí yo. Mis hermanas se inclinan a ella. Míster Prescott arguye débilmente que Noel estaba por encima de tal estratagema, pero creo que en el fondo está conforme conmigo. Sospecho que sabe del sexualismo tan poco como yo. Nunca ha sido casado.

–¿Ha venido usted aquí como representante del grupo que me contrató para negociar con miss Karn?

–Sí. Es decir, con excepción de mi cuñada, Daisy. Ésta no quiere darse a razones. En cuanto a mis hermanas, se encuentran en tal estado de ánimo, producido por la tragedia de mi hermano, que el testamento ya no les interesa gran cosa. A mí, sí. Mi hermano ha muerto. Lo hemos enterrado. Él deseaba y se proponía que en el caso desgraciado de su muerte, mi Colegio se beneficiase. Por eso estoy dispuesta a procurar que su intención se cumpla. Con la aquiescencia de mis hermanas… propongo que aplace usted las negociaciones con miss Karn.

–Le he ofrecido que le dejaríamos doscientos mil dólares y que el resto de la fortuna se dividirá entre mistress Hawthorne y ustedes.

May se quedó con la boca abierta

–¿Y aceptó ella esa oferta?

–No. Pero quizá la acepte mañana. Está asustada.

–¿Por qué?

–Asesinato. Una investigación por asesinato es una vorágine de amenazas, miss Hawthorne. A usted, en cambio, no parece haberla asustado mucho.

–Soy fuerte. Las Hawthorne somos todas muy fuertes. Pero dígame, ¿es que cree usted que miss Karn asesinó a Noel por sí misma? Confieso que no me había pasado por la imaginación.

–No tengo la menor idea de quién asesinó a su hermano -contestó Wolfe-. Continuemos con el testamento. A pesar de su interesante teoría, y dando por concedido que sea correcta, si miss Karn acepta mi oferta, redactaré un acuerdo y haré que lo firme, y aconsejaré a ustedes que lo firmen también.

–Ella no aceptará.

–Hablo de una contingencia.

–A la que haremos frente si se presenta, míster Wolfe. Pero permítame que le exponga el motivo principal de mi visita, que ya he dilatado bastante. Queremos que busque usted el testamento de mi hermano. El último, el verdadero. Si en él deja algo a miss Karn, lo cumpliremos de buen grado.

Wolfe movió la cabeza en gesto de desaliento.

–Ya me temía que me dijese usted esto. No soy un hurón, señora. No puedo comprometerme a lo que usted pretende.

Aquello inició una disputa. Duró un cuarto de hora y no condujo a ninguna parte. Wolfe mantuvo la posición de que sería burlesco que él emprendiese tal tarea, ya que no tenía acceso a los diversos edificios, despachos, dependencias, habitaciones y recintos en los que Noel Hawthorne pudiera haber depositado el testamento, y que conseguir tal acceso por intermedio de la autoridad del ejecutor testamentario, la «Cosmopolitan Trust Company», sería difícil si no imposible, y que si existiese tal testamento sería encontrado a su tiempo por las personas que registrasen los papeles del muerto. May replicó que se atribuía a los detectives la misión de buscar cosas y que él era un detective.

Se produjo un empate. Miss Hawthorne se puso en pie y abandonó el despacho sin reconocer, ni con sus palabras ni con la expresión de su rostro, que se daba por vencida. Yo la acompañé hasta el recibidor y no me disgustó que aceptase mi ofrecimiento de conducirla en mi coche a casa, ya que ello me proporcionaba la ocasión de respirar el aire fresco de la medianoche. Ella se quitó el sombrero, cerró los ojos y dejó que el aire agitase sus cabellos mientras corríamos por la Quinta Avenida. La residencia de los Hawthorne en la Calle Sesenta y Siete, que miré con moderada curiosidad al parar ante ella, era una vieja construcción de cuatro pisos, con rejas en las ventanas y vetustas piedras grises. May sonrió dulcemente cuando me dio las gracias y me deseó buenas noches.

De vuelta en casa, me dirigí a la cocina y me llené un vaso de leche antes de continuar hacia el despacho. Wolfe acababa de terminar la segunda de un par de botellas ce cerveza. Yo me entretuve en sorber mi leche, sin dejar de mirar a Wolfe aprobadoramente. La leche estaba demasiado fría y me llevó mi tiempo sorberla.

–¡Basta de sonrisas estúpidas! – me gritó Wolfe.

–¡Pero si no estoy sonriendo! – repliqué, depositando la parte posterior de mi persona en el borde de una silla-. ¡Cuidado que es usted admirable! ¡Las cosas que se le ocurren para despistar a la gente! ¿Qué opina usted de las famosas hermanas Hawthorne?

Wolfe rezongó no sé qué.

–Lo del asesinato -proseguí- no puede estar más claro. Titus Ames lo cometió porque quería vestirse de señorita y asistir al Varney College para estudiar Ciencias, e impulsado por su lealtad hasta el «alma mater» se decidió a asesinar a Noel para que los fondos del Colegio percibiesen su millón. Ahora May está furiosa porque el millón se ha evaporado, y como tiene una imaginación volcánica le ha colocado a usted esa historieta de un testamento secreto oculto en el hueco de un árbol y…

–A mí no me ha colocado nada -vociferó Wolfe-. ¡Váyase a la cama!

–¿Da usted crédito a esa hipótesis del segundo testamento?

Apoyó sus manos en el borde de la mesa, preparándose para apartar el sillón, pero yo me adelanté y me apresuré a abandonar la escena. Unos momentos después me encontraba en mi cuarto. Allí, después de terminar la leche, desnudé mi persona, me afeité las piernas, me quité las pestañas postizas y me dejé caer lánguidamente en brazos de Morfeo.

Cuando me levanté a las ocho de la mañana, el día prometía ser tan caluroso como el anterior. El aire que penetraba por la ventana le hacía a uno boquear aún más y desear una hoja de palmera por todo vestido. Abajo, en la cocina. Fritz resoplaba a consecuencia de su excursión al segundo piso para llevar a Wolfe la bandeja del desayuno. Me senté a echar un vistazo al Times, mientras entablaba relaciones con un vaso de jugo de naranja y unos huevos cocidos, pero no encontré indicios de que Skinner, Cramer y Compañía hubiesen abierto el saco de las grandes noticias referentes a la muerte de Noel Hawthorne. Aparentemente no creían llegado el momento de dar publicidad al asunto. Me serví mi segunda taza de café y me disponía a leer la página de deportes cuando llamó el teléfono. Lo atendí desde la cocina, por la derivación de Fritz. Era la voz de Fred Durkin y tenía un tono apremiante que me dio la impresión de que se encontraba en apuro mayúsculo.

–¿Archie?

–Al habla.

–Necesito que vengas inmediatamente.

Ciertos eran mis temores. El pobre Fred estaba detenido.

–¿Qué número tiene la celda que ocupas?

–No es nada de eso, Archie. Escucha. Ven inmediatamente. Me encuentro en el número novecientos trece de Calle Once, donde he entrado de contrabando. Oprime el timbre que corresponde al inquilino Dawson y sube dos tramos de escalera. Yo mismo saldré a abrir.

–¿Pero qué diablos haces…?

–Tú ven en seguida y déjate de preguntas tontas. Quedó cortada la comunicación. Mascullé algo expresivo. Fritz rió entre dientes y le arrojé un panecillo, pero él lo cogió al vuelo y me lo devolvió, aunque erró el blanco. Tuve que apurar el café de un trago y estaba tan caliente como el agua de fregar de los infiernos. Di a Fritz un recado para Wolfe, me detuve en el despacho para coger mi automática, por si acaso; fui trotando hasta el garaje para sacar el roadster y unos minutos después corría a reunirme con Fred Durkin.

Dejé el coche a unos quince metros del número 913 de la Calle Once, subí la escalinata del viejo vestíbulo, oprimí el botón colocado bajo el nombre de Earl Dawson y me lancé a franquear dos tramos de oscuras y estrechas escaleras. Una puerta se abrió cautelosamente al final del pasillo y me dejó vislumbrar la figura de Fred. Me acerqué a ella, entré y volví a cerrar rápidamente tras mí, la puerta.

–Te esperaba impaciente, no sabía lo que hacer -musitó Fred.

Miré a mi alrededor. Era una gran habitación con magníficas alfombras sobre un suelo reluciente, y cómodos sillones lujosamente tapizados. No había habitantes a la vista.

–Bonito piso te has proporcionado -observé-. Pero todavía parecería mejor si…

–Cállate -me bisbiseó Fred, encaminándome hacia la puerta de una habitación interior-. Entra y mira -me dijo cuando llegamos a ella.

Le seguí. Aquella habitación era más pequeña, con otra magnífica alfombra, un par de sillones, un tocador, una cómoda y una soberbia cama. Concentré mi mirada en el hombre que estaba tendido en ella y vi que coincidía con la descripción que Saúl nos había hecho del acompañante de Noami Karn en el restaurante Santoretti, a pesar de que le faltaban un par de detalles. La camisa azul y el traje gris tropical estaban colocados sobre su persona, pero debajo de ellos había solamente unos calzoncillos blancos, unas piernas desnudas y unos calcetines azules con ligas. El individuo respiraba como un geyser pronto a estallar.

Fred le miró con orgullo y musitó:

–Gruñía cuando le quité los pantalones y por eso no acabé ce desnudarle.

–No tiene una facha muy digna -comenté-. ¿Has averiguado ya su nombre?

–Sí, pero me he hecho un lío. Allí debajo dice Dawson, que es adonde él me dijo que le trajese, y de cuyo piso tenía las llaves, pero ése no es su nombre. Su nombre es Eugene Davis y está asociado con unos abogados: Dunwoodie, Prescott y Davis, en el cuarenta de Broadway.

CAPÍTULO VII

¿Qué te hace creerlo así? – pregunté. – Lo registré. Mira ahí en el tocador. Me acerqué de puntillas a inspeccionar el montoncito de objetos. Entre otras cosas, había, allí una licencia de conductor a nombre de Eugene Daris. Una tarjeta de socio de la Cámara de Abogados de Nuera York a favor de Eugene Davis, de la razón social «Dunwoodie, Prescott y Davis». Un pase para la Feria Mundial de Nueva York de 1939 con una «foto» pegada en él. Una tarjeta de identidad de una Compañía de Seguros. Tres cartas recibidas por Eugene Davis y dirigidas a su despacho. Dos «fotos» de Noami Karn, una en traje de baño…

–Ponte en la puerta del recibidor y grita si viene alguien -dije a Fred-. Voy a curiosear un poco por aquí Hice un registro rápido, pero completo. Davis continuaba tendido en el lecho, roncando como un oso. Lo registré todo: aquel dormitorio y otro más pequeño, el cuarto de baño, la cocina, el gabinete y hasta los roperos. Me hubiera puesto a gritar por la ventana si hubiese encontrado un testamento de Noel Hawthorne fechado posteriormente al 7 de abril de 1938, pero no lo encontré. Ni tampoco nada que se relacionase con un asesinato u otro fenómeno de interés, a menos que tomase como tal otras ocho «fotos» de Noami Karn, de diversas formas y tamaños, tres de ellas con la dedicatoria «A Gene», con fechas de 1935 y 1936. Hasta la nevera estaba vacía.

Eché, al salir, una mirada al durmiente, recogí a Fred, bajamos a la calle y nos metimos en el roadster. A los pocos minutos nos encontrábamos en la esquina de la Sexta Avenida, parados junto a la acera, a la sombra de los edificios.

–¿Qué ha sucedido? – pregunté.

–Debiste parar donde pudiéramos ver… -protestó Fred.

–El prójimo tiene sueño para unas horas -le tranquilicé-. No seas tonto y cuéntaselo todo a papá.

–Poco tengo que decirte. Me puse a seguirle y…

–¿Él y la muchacha abandonaron juntos el Santoretti?

–Sí, a las once. Fueron andando hasta Lexington. Yo los seguí a pie, y Saúl remoloneando en su coche. Ella subió luego a un taxi y Saúl la siguió. Mi hombre se detuvo hasta que perdió de vista al taxi y luego echó a andar hacia el Sur, como si acabase de recordar algo que había dejado olvidado en Florida. Daba unas zancadas como una jirafa y tuve que mover de firme las piernas para alcanzarle. ¡El maldito se dirigió como un cohete a la Calle Ocho!

–Le diremos que no lo vuelva a hacer. ¡Cómo debes de haber sufrido! Mira que correr de ese modo…

–¡Anda y que te cuelguen! Como te iba diciendo, el prójimo entró en un establecimiento de la Calle Ocho, cerca de la Seis, donde hay un bar y un restaurante que se llama «Welman's». Da la casualidad que conozco a un individuo que trabaja allí. Esperé un rato fuera y luego entré y vi que Sam, que es el individuo que conozco, estaba despachando en el mostrador. Pedí una copa y me puse a charlar con él. El otro estaba un poco más allá cargando de lo lindo. Empleaba diez minutos en vaciar una copa, y luego la dejaba sobre el mostrador y se la volvían a llenar. Después de hora y media de realizar esta operación, Sam empezó a fruncir el ceño y yo le pregunté lo que le pasaba. Por cierto que tuve que soltar dos dólares y sesenta céntimos por el refresco.

–Lo creo. Espera a que Wolfe vea la cuenta de gastos, pues no la aprobaré.

–Hombre, Archie, considera que…

–Allá veremos. Termina con el informe a tu superior.

–Déjame que me ría un poco. Ya está. Sam dijo que el individuo aquél era un buen cliente, demasiado bueno a veces. Su nombre era Dawson y vivía por aquellos alrededores. En los dos últimos años, Dawson había tenido que ser llevado a casa en un taxi una docena de veces. Bien, el individuo siguió empapándose como una esponja. Al cabo de un rato se aproximó tambaleándose a una mesa, se sentó y pidió que le sirvieran más whisky. Finalmente, se derrumbó. Sam y yo hicimos un par de esfuerzos para enderezarle, pero no había manera de que se tuviera en pie. Yo me ofrecí entonces para llevarle a casa, y Sam dijo que me lo agradecería mucho, y yo cargué con el borracho y lo subí a cuestas dos tramos de escalera. Pesaba noventa kilos.

–Saúl dice que sesenta.

–Saúl no le subió por las escaleras como yo. Eran las cinco y cuarto cuando entramos en el piso. Le quité los pantalones y los zapatos, y luego me senté y me puse a reflexionar. El problema principal era cómo me las arreglaría para sacarte de la cama a aquella hora. Sé el genio que tienes antes de desayunar…

–Y te echaste un sueñecito y luego telefoneaste un SOS como si…

–No eché un sueñecito. Quiero que te des cuenta de que…

–Muy bien. Ahórrate el discurso. Estoy dispuesto a reconocer que el jefe te pagará lo que bebiste. Reconoceré también que es muy natural que conozcas a tantos Sams en otros tantos bares. Espérame aquí, que en seguida vuelvo.

Salté a la acera, fui hasta la esquina y entré en una droguería. Allí encontré una cabina telefónica y marqué un número. Una voz familiar dijo: «¡Diga!»

–Aquí Archie, Fritz. Ponme con los invernaderos.

–Mister Wolfe no está arriba.

Consulté mi reloj de pulsera y vi que marcaba las diez y cinco.

–¿De qué estás hablando? ¿Cómo no va a estar arriba?

–De verdad que no, Archie. Míster Wolfe ha salido.

–Estás loco. Si te dijo que contestaras eso es otra cosa. Ponme inmediatamente con los invernaderos.

–Pero Archie, le digo que ha salido. Recibió una llamada telefónica y salió. Me dio unos recados para usted… Espere… tomé nota. Primero, que Saúl informó y míster Wolfe dispuso que lo relevase Orrie Carter. Segundo, que debido a la ausencia de usted tendría que hacer el viaje en un taxi. Tercero, que tiene usted que ir en el sedán a la residencia de míster Hawthorne, difunto, en Calle Sesenta y Siete.

–¿Es en serio, Fritz?

–Se lo juro, Archie. Yo también me quedé sorprendido.

Colgué el aparato, volví al coche y le dije a Fred:

–Ha empezado una nueva Era. La Tierra se ha puesto a dar vueltas en el otro sentido. Míster Wolfe ha abandonado su hogar en un taxi para trabajar en un caso.

–¡No me digas!

–Fritz lo ha jurado por no sé cuántas cosas y tiene que ser cierto.

–El jefe va a hacerse matar. Archie.

–Yo me cuidaré de impedirlo. Tú vete a casa y termina el sueñecito. Tu amigo Davis tiene ronquidos para varias horas. Si te necesitamos, te telefonearé.

–Pero, ¿y si míster Wolfe…?

–Yo me cuidaré de él.

Saltó a la acera y se quedó moviendo la cabeza con gesto de preocupación mientras yo desaparecía. Yo no iba preocupado, pero sí ligeramente aturdido. Al llegar a nuestro garaje, me trasladé al sedan, di vuelta a la rampa para salir a la calle y puse de nuevo proa hacia el Norte. No había duda de que el estado de nuestra cuenta corriente en el Banco era la causa de que Wolfe hubiese roto su inflexible norma de no salir a la calle para asuntos de negocios, pero aquella repentina resolución de tomar un taxi indicaba un avanzado estado de locura. Mi alma estaba inundada de infinita piedad por mi patrón cuando dejé el sedán en la Calle Sesenta y Siete y me encamine a la puerta de entrada de la mansión de los Hawthorne.

Al pie de la escalinata no vi ningún periodista, ni los reporteros y fotógrafos se encaramaban a las ventanas, por lo que deduje que Skinner y Cramer no habían soplado todavía el cuerno de las noticias. Al mayordomo que me abrió la puerta le rezumaban los distinguidos antepasados por todos sus poros.

–Buenos días, Jeeves -le dije-. Soy lord Goodwin. Si míster Neto Wolfe llegó aquí vivo, me estará esperando. Es un hombre muy gordo. ¿Se encuentra en la casa?

–Sí, señor. – El mayordomo se hizo a un lado para dejarme pasar-. ¿El sombrero, señor? Por aquí, si tiene la bondad, señor. – El camarero cruzó el gran vestíbulo hasta otra puerta y volvió a hacerse a un lado-. ¿Debo anunciar a míster Dunn y míster Wolfe que está aquí?

Asentí con un movimiento de cabeza y el mayordomo desapareció.

Ya estaba explicado por qué Wolfe había abandonado su nido. Habría sido más conveniente para nuestro negocio que míster Dunn hubiese sido Secretario de Hacienda en vez de Secretario de Estado, pero al cielo azul nunca le falta ana nube. Procuré desechar tan tristes pensamientos y miré a mi alrededor. Con todo su tamaño, su elegancia y su mayordomo, no habría elegido yo aquella habitación para vivir sí se hubiera muerto mi tío rico. Había demasiadas sillas que parecían hechas para ser fotografiadas más bien que para sentarse en ellas. Lo único que vi que me gustó fue una estatua de mármol que representaba a una mujer en actitud de coger una toalla de baño. Por lo menos tenía un brazo extendido y servía para colgar algo. Di unos pasos para examinarla más de cerca y lo estaba haciendo cuando sentí una sensación en la parte posterior del cuello, aunque no había oído ruido alguno. Giré sobre mis talones y descubrí la causa de tal sensación. Mistress Noel Hawthorne estaba al otro extremo de la habitación, mirándome. Es decir, me habría mirado si hubiese tenido un rostro. Vestía un traje gris que le llegaba hasta los tobillos y el velo era del mismo color.

Había algo en aquel maldito velo que me atacaba los nervios. Tuve intención de decir, con mi acostumbrada suavidad, «Buenos días, mistress Hawthorne», pero tuve la sensación de que aquello le hubiera arrancado un grito y no dije nada. Ni ella tampoco. Después de permanecer allí una hora -al menos eso me parecieron los nueve segundos que duró la escena- se volvió y, pisando sin ruido la gruesa alfombra, desapareció detrás de unos tapices. Yo crucé la estancia como si fuese a hacer algo: supongo que si hubiese tenido mi espada a mano me habría lanzado a través de la tapicería como Hamlet en el tercer acto.

Pero antes de llegar a la puerta me detuvo una voz a mi espalda:

–¡Hola!

Me volví como Gary Cooper rodeado de asesinos, vi quién era y grité como en pleno bosque: «¡Hola!»

Sara Dunn, el diablillo profesional, se me aproximó.

–Olvidé su nombre -dijo-. Supongo que viene usted a reunirse con Nero Wolfe y mi padre.

–Así es, si vivo lo suficiente.

Estaba frente a mí, mirándome con los ojos de cuervo de su madre.

–¿Quiere hacerme un favor…? Dígale a Nero Wolfe que necesito verle antes de que se marche. Lo más pronto posible. Dígale que es preciso que no se entere mi padre.

–Lo intentaré. Podría usted ahorrar tiempo diciéndome de lo que se trata.

–Me gustaría decírselo a él…

Se volvió al oír un ruido. Acababa de aparecer el mayordomo en el umbral.

–¿Qué hay, Turner?

–Perdóneme, miss Dunn. Su padre espera a míster Goodwin.

–Si usted quiere hablarme, pueden esperar un poco más -dije a la joven.

–No. Comuníquele mi encargo. ¿Lo hará usted?

Dije que lo haría y seguí al mayordomo; subimos por una amplia y curvada escalera y al llegar al primer piso, el mayordomo pasó por delante de la primera puerta de la derecha y abrió la segunda. Entré. Un vistazo me reveló que aquella habitación se aproximaba mucho más a mi idea de la que yo habitaría si tuviese un tío rico y se muriera. Tres de sus muros estaban cubiertos de estanterías llenas de libros, pinturas de caballos y perros, una gran mesa de roble, muchos y cómodos sillones y una radio. No había nadie sentado a la mesa. Nero Wolfe estaba hundido en un amplio sillón de cuero de espaldas a una ventana. Mistress John Charles Dunn se sentaba al borde de otro. De pie, entre los dos, estaba un hombre alto, encorvado de espaldas, en mangas de camisa, de ojos hundidos y una maraña de cabellos que iban volviéndose grises. Yo le habría reconocido inmediatamente por los retratos que de él había visto, pero acabó de confirmármelo aquella costumbre de despojarse de la americana y el chaleco siempre que las circunstancias permitían.

Wolfe saludó. June me presentó a su esposo.

–Siéntese, Archie -dijo Wolfe-. Ya he explicado sus funciones a los señores Dunn. ¿Volvió Fred a meterse en algún lío?

–No, señor. Yo no lo llamaría lío. Siguiendo las instrucciones que le di, anduvo dando vueltas toda la noche y luego se metió en un bar a tomar un refresco basta las cinco de la madrugada. Uno de los parroquianos del bar necesitaba que se le llevase a casa y Fred se ofreció a ello. Yo me reuní con él en el piso del parroquiano en la dirección que encargué a Fritz le comunicase a usted cuando diesen las nueve. El parroquiano estaba tendido en el lecho, sumido en un coma producido por un ataque de alcoholismo agudo. Después de examinar la habitación para cerciorarme de que todo estaba en orden partí, telefoneé a casa y Fritz me comunicó su recado. Fred se ha ido a dormir.

–¿Identificó al parroquiano?

–Sí, señor.

–¿Quién era?

Me encogí de hombros como declinando la responsabilidad de que se enterasen los demás que nos acompañaban.

–Eugene Davis, de la razón social Dunwoodie, Prescott y Davis.

–¡Ah!

–¿Gene Davis? – preguntó mistress Dunn.

–¿Le conoce usted, mistress? – inquirió Wolfe.

–No mucho. Hace mucho tiempo que no le veo. – Se volvió a su esposo-. ¿Le recuerdas, John? Eugene Davis, el socio de Gleen. No creo que le hayamos visto desde que marchamos a Washington.

Dunn asintió con cierta inseguridad.

–Creo recordarle. Es un individuo de nariz afilada y labios gruesos. ¿Pero qué tiene que ver ese Davis con nuestro asunto?

–No lo sé -contestó Wolfe-. Ahora está sumido en un sopor que le durará algún tiempo. ¿Pero qué iba a decirme, señor…?

–Ah, sí -Dunn me miró de reojo y volvió a dirigirse a Wolfe-. No me agrada que este señor esté presente, aunque lo que tengo que decir no tiene ya gran importancia.

–Ya le he explicado a usted lo que para mí significa míster Goodwin -dijo Wolfe-. Sin él soy como un oído sin tímpano. Prosiga. Hizo usted una hermosa afirmación dramática, que me agradó mucho porque soy un incurable romántico. Dijo usted que iba a poner su suerte en mis manos.

–No veo en ello nada dramático. Fue meramente la afirmación de un hecho.

–También me gustan los hechos.

–A mí no -murmuró Dunn-. Por lo menos estos hechos. – Se volvió y miró a su esposa, luego se inclinó bruscamente y la besó en los labios-. June querida -exclamó-, apenas si he tenido tiempo de saludarte.

–Míster Dunn acaba de llegar de Washington -me explicó Wolfe-. Me telefoneó desde el aeropuerto.

Dunn se irguió y volvió a dirigirse a Wolfe.

–Ya estará usted enterado de lo que se dice por ahí acerca de mis relaciones con Noel Hawthorne.

–Algo he leído, señor. El editor de la Gazette come conmigo una vez al mes. Se dice que la decisión de conceder un préstamo a Liberia fue acordada en el Departamento de Estado. Que poco después de anunciarse ese préstamo se supo que importantes concesiones industriales de Liberia habían sido aseguradas por Compañías intervenidas por Daniel Cullen y Compañía. Que Noel Hawthorne había recibido, por mediación de usted, su cuñado, una previa información secreta del préstamo y sus condiciones. Que usted, Secretario de Estado, puede darse por convicto de venalidad.

–¿Cree usted todo eso?

–Yo no sé nada por cuenta propia.

–Es una miserable mentira. Si lo cree usted, queda descalificado para lo que le necesito.

–Carezco de base para creerlo o no creerlo. No trato de borrar la realidad cerrando los ojos, ni comulgo con ruedas de molino. Como ciudadano, me gustan sus métodos y apruebo su política. Soy un detective profesional, y si acepto una tarea me dedico a ella con todo mi interés. ¿Qué desea usted que haga?

–Realizó usted un brillante trabajo en el caso Westzler, desde luego.

–Gracias, señor. ¿Qué quiere usted que haga?

–Necesito que descubra usted al asesino de Noel Hawthorne.

–Perfectamente.

Wolfe ahogó un suspiro. Miré a June y vi que tenía los dedos fuertemente entrelazados sobre el regazo mientras miraba de reojo a su marido.

–Mi carrera está destrozada de todos modos -declaró Dunn-. La de mi mujer también, pues tanto era mía como suya. Probablemente tendré que dimitir dentro de un mes. Algún día se pondrá en claro cómo la casa Cullen consiguió su información por anticipado. Mi cuñado me juró que él no fue la causa. Reivindicaré mi honor antes de morir, a pesar de todas las intrigas, tenebrosidades y obstáculos. Pero lo primero que hay que aclarar es este asesinato.

–Dunn cerré los puños-. ¡Por Dios, que no abandonaré Washington con esto sobre mis hombros!

–Miss May Hawthorne -rezongó Wolfe- parece creer que sus enemigos políticos utilizan deliberadamente la muerte de Hawthorne como palanca para hacerle saltar a usted. ¿Opina usted lo mismo?

–No sé qué decir. No quiero acusar a nadie. Lo único que puedo afirmar es que si el asesinato no se aclara, nunca me veré libre de fango, ni antes de mi muerte, ni después. – Dunn volvió a crispar los puños-. Este asunto de Liberia me ha destrozado los nervios y ya no me fío de nadie. De nadie. Muchos que se sientan a la misma mesa que yo en las reuniones del Gabinete ayudarán a desollarme. ¿Voy a confiar mi vida, más que mi vida, a un fiscal del distrito de Rockland o a un adulador de la chusma como Bill Skinner? ¡Nunca! En Washington ninguna de las personas de mi confianza está en condiciones de poderme ayudar en un asunto como éste. A la gente no le gusta ayudar al caído, y menos cuando ocupa una posición como la mía. Le necesito a usted, míster Wolfe… Necesito que descubra quién mató a Hawthorne cuanto antes.

–Está bien -dijo Wolfe, agitándose en su sillón-. Ya he aceptado una comisión…

–Lo sé. Pero hablemos primero de otra cosa, mi sueldo es de quince mil dólares al año y vivo trabajosamente con él. Si dimito y reanudo mis actividades privadas…

Wolfe rechazó la sugerencia con un movimiento de la mano.

–Si usted me confía su suerte, bien puedo yo confiarle mis honorarios. Pero no puedo comprometerme a realizar dos gestiones al mismo tiempo. Su esposa y sus hermanas y mistress Hawthorne me han encargado el asunto del testamento. Son mis clientes. Si acepto también su trabajo corro el riesgo de verme en la penosa necesidad…

Wolfe dejó la frase en el aire. Dunn le miro con expresión sombría. La escena fue interrumpida por un golpecito en la puerta, al que siguió la entrada del mayordomo.

–¿Qué pasa? – preguntó Dunn. – Tres caballeros desean ver a usted, señor. Míster Skinner, míster Cramer y míster Hombert.

–Diles que esperen. Diles… hazlos pasar a la habitación del piano. Los recibiré allí.

El mayordomo se inclinó y salió. June miró fijamente a Wolfe y le preguntó bruscamente:

–¿Cree usted que uno de nosotros mató a mi hermano?

–¡Absurdo! – exclamo Dunn.

–Absurdo para nosotros, John, pero no para míster Wolfe -replicó June, volviendo a fijar la mirada en el detective-. Si nosotros le pedimos que desenmascare a un asesino, es porque deseamos que lo haga si puede. ¿Cree usted verdaderamente que uno de nosotros es el asesino?

–Todavía no he empezado a reflexionar -dijo Wolfe evasivamente-. El asunto es muy desagradable. Me gustaría no intervenir en él. Yo trabajo como detective para ganar dinero, y espero ganar bastante en el asunto del testamento. Preferiría no ocuparme de más, pero mi maldita vanidad no me dejará. Míster Dunn pone su suerte en mis manos. ¿Qué otra cosa puede hacer sino aceptar un vanidoso como yo? Le advierto, míster Dunn, que si emprendo la busca de ese asesino soy muy capaz de dar con él… o con ella.

–Así lo espero; confío en lograrlo.

–Y yo también -dijo June-. Todos lo esperamos.

–Todos menos uno -corrigió Wolfe-. En este momento no sé nada del asunto, pero si míster Skinner sigue actuando sobre la hipótesis de que Hawthorne fue muerto por alguien que asistió a la reunión en su casa, no le censuro. Yo mismo tendré que interrogar a todos separadamente. ¿Quiénes están ahora aquí?

–Mis hermanas, los chicos, y creo que miss Fleet -contestó June.

–Yo vi a mistress Hawthorne allá abajo, o al menos una mujer con velo -intervine,

–Esto basta para empezar -dijo Wolfe-. Y voy a empezar por usted, míster Dunn. A míster Skinner no le molestará esperar unos minutos más. Tengo entendido que usted se encontraba cortando leña. Miss May Hawthorne dice que la policía le preguntó si había oído funcionar su hacha continuamente desde las cuatro y media a las cinco y media.

–Puedo afirmar que no -dijo lacónicamente Dunn-. No soy un leñador. Me senté en un leño. Estaba muy nervioso. No me agradaba que Noel Hawthorne estuviese allí, ni siquiera trazándose de nuestro aniversario.

–Parece ser que la reunión no era muy alegre -insinuó el jefe.

–En efecto, no lo era,

–¿A eso de las cuatro usted y Hawthorne hablaron de ir a cazar un halcón?

–Sí, el halcón revoloteaba por encima del bosque. Ames me había dicho que el día anterior había cogido una cría, y yo se lo conté a Noel. En seguida quiso ir a disparar unos tiros. Le gustaban esas cosas. Busqué a Ames y le dije que prestase una escopeta a Noel y marchó a buscarla. Yo tome otro camino, por detrás de los cobertizos. para calmar mis nervios cortando leña.

–¿Fue el mismo Hawthorne quien sugirió lo de ir a cazar el halcón o se lo sugirió usted para deshacerse de él?

–Lo sugirió él. – Dunn frunció el ceño-. Mire, míster Wolfe, haría usted bien en ponerme al final de la lista. Estoy enterado de lo que es usted capaz, y comprenderá que no le habría encargado este asunto si mis propios tobillos estuviesen expuestos a sus dentelladas.

–Lo comprendo, míster Dunn, pero cada uno trabaja a su modo. ¿Había alguien más presente cuando hablaron del halcón?

–Sí; estábamos tomando el te en el prado. – Entonces podré interrogar a los otros. ¿Recuerda usted si aquella tarde ocurrió algo más que pueda serme útil?

–No recuerdo nada por ahora.

–¿Sospecha usted de alguien corno asesino de Hawthorne?

–Sí, sospecho de su mujer: de su viuda.

–¿Alguna razón especial? – preguntó Wolfe, levantando las cejas.

–Eso es un salto en las tinieblas, John -reprochó June-. La pobre Daisy es una cuitada rencorosa, pero…

–Me he limitado a contestar su pregunta, querida June. Míster Wolfe me preguntó si sospecho de alguien… No tengo ninguna razón especial, míster Wolfe. Daisy es maligna y le odiaba. Eso es todo.

–¿No notó usted en sus manos olor a pólvora quemada o algo parecido?

–No, no. Nada.

Wolfe se dirigió a la dama.

–Y usted, mistress Dunn, estuvo recogiendo frambuesas, ¿no es cierto?

–Sí.

–Hacia que hora?

–Poco después de que Noel marchase con la escopeta. Terminarnos de tomar el té y nos diseminamos. ¿Quién le dijo a usted que fui a coger frambuesas?

–Su hermana May. ¿Frambuesas silvestres?

–No; tenernos un plantel en un rincón de la huerta.

–¿Oyó usted los disparos hechos contra los cuervos?

–Sí. Y oí también el tercer disparo, el… el último. Débilmente, pero lo oí. Pensé, naturalmente, que era mi hermano que insistía en cazar el halcón, pero a mí me ponen nerviosa las armas y me asustan las detonaciones. El tercer disparo fue hecho un poco antes de las cinco. Yo terminé de coger frambuesas y fui al huerto a buscar unas cuantas hojas de vid y cuando llegué a casa eran las cinco y diez.

–Tengo entendido que Titus corrobora eso… la hora del tercer disparo.

–Sí; estaba en la era ordeñando -confirmó June.

–Al parecer, hubo por aquí gran variedad de actividades -comentó Wolfe-. Vamos a ver, mistress Dunn, si le hago unas preguntas, ¿me servirían de algo?

–No lo sé. Lo único que puedo asegurarle es que las contestaré de buena gana.

–¿Conoce usted algo que pueda ayudarme?

–No. Sé muchas cosas de mi hermano, de su carácter y personalidad, y de sus relaciones con nosotros y con otras personas, pero nada que, a mi juicio. le ayude a usted a descubrir al asesino.

–Hablaremos de esto más tarde. Voy a interrogar primero a los otros. Escuche, mistress Dunn; deseo enviar un hombre a su casa de campo. ¿Puede darme una nota para Titus Ames, diciéndole que le permita curiosear por allí y que conteste a las preguntas que le haga? Mi hombre se llama Fred Durkin.

–La escribiré -ofreció June-. Y le enviaré a usted… ¿A quién le envío primero, míster Wolfe?

–A su hija, si hace el favor, mistress Dunn -me atreví a intervenir.

–¿A mi hija? – La dama me miró sorprendida-. ¡Pero si no estuvo allí! No llegó hasta después.

–De todos modos la interrogaremos primero -insistí.

June aceptó, y el matrimonio abandonó la habitación, rodeándole él los hombros con el brazo.

Cuando se cerró la puerta, me preguntó Wolfe:

–¿Por qué la hija?

–A petición suya -contesté, mirando en los cajones de la mesa en busca de algo donde tomar notas-. Por lo visto, quiere ganar un premio y necesita retratarle a usted.

CAPÍTULO VIII

Sara Dunn se apresuró a presentarse, pero tuvo que esperar un rato hasta que despachamos ciertos trámites. Hicimos una llamada telefónica a Saúl Panzer para que nos informase lo antes posible de sus gestiones; otra a Fred Durkin pata lo mismo, y una tercera a Johnny Keems con igual objeto. A Fritz le telefoneamos también, para comunicarle que no iríamos a merendar a casa. Una petición, trasladada por una doncella al mayordomo, nos trajo unas botellas de cerveza. A continuación hice a Wolfe un informe detallado del episodio de míster Eugene Davis. Después de esto, Wolfe se sentó, se echó hacia atrás, suspiró y se dirigió a su primera víctima.

–¿Dijo usted a míster Goodwin que quería verme, mistress Dunn?

–Sí -contestó la muchacha. Era asombroso cómo se parecían sus ojos a los de su madre, mientras que la boca y la barbilla no tenían nada de Hawthorne-. Quiero decirle a usted algo.

–La escucho.

–Pues… supongo que sabrá usted que, en opinión de mis padres, yo no sirvo para nada.

–No hemos discutido todavía ese punto. ¿Y usted está de acuerdo con ellos?

–No he tenido tiempo de pensarlo. Lo que a mí me pasa es que soy hija de una de las famosas Hawthorne. Si ellas hubiesen tenido un montón de hijas, supongo que habría sido diferente, pero sólo han tenido una y ésa soy yo. Pero a la edad de diez años ya estaba yo cansada de serlo y tenía un complejo de inferioridad del tamaño del perisferio. Era horroroso. En el colegio no hacían más que mirarme como si esperasen que empezase a echar por las orejas soles y estrellas. Me sublevé… Un día me escapé del colegio y de casa, y me busqué una colocación para vivir. Pero como era la hija de un Hawthorne, tuve que descubrir un medio poco costoso de ser excéntrica y audaz, y lo mejor que se me ocurrió fue proporcionarme una máquina fotográfica de segunda mano y dedicarme a fotografiar a la gente sin que se enterase. Todavía lo hago. ¿No es patético? Como ve usted, no tengo imaginación. Discurro muchas cosas atrevidas, pero todas son estúpidas, imposibles o sencillamente tontas. Ni siquiera tengo confianza en mí misma. La manera que tengo de hablarles ahora no es más que pura fanfarronada. Por dentro estoy temblando como una cobarde.

–No hay por qué temblar -dijo Wolfe, dejando el vaso de cerveza y limpiándose los labios-con un pañuelo-. ¿Dice usted que huyó de casa?

–Sí, señor. Hará más de un año. Le dije a mi madre… pero eso no importa ahora. El caso es que rompí las amarras, ¿sabe usted? Encontré una colocación de veinte dólares a la semana para vender cristalería antigua en una tienda de Madison Avenue y compré una máquina fotográfica. Estupendo, ¿eh? Siempre me resistí a volver a casa, ni siquiera para pasar el fin de semana. La última vez que estuve a punto de ceder en eso fue el último lunes, cuando mamá entró en la tienda a pedirme que asistiese al aniversario de sus bodas de plata. Yo había rehusado ya en una carta. A la mañana siguiente, martes, míster Prescott fue a la tienda y trató de persuadirme. Seguí resistiéndome, pero cuando salí del trabajo a las seis, me estaba esperando delante de la tienda con su coche. Yo traté de huir, pero me obligó a subir al vehículo. Cuando llegamos a la casa, el tío Noel había muerto.

–Mala suerte -dijo Wolfe pacientemente-. Una triste recepción en su primera visita a casa después de un año de ausencia. Me temo que no podré hacer nada en este asunto. ¿Es eso para lo que me quería usted?

–No -contestó la joven, mirando a los ojos de Wolfe. No había en ellos nada desconcertante, como en los de Noami Karn, pero su cruel fijeza daba la impresión de una estocada más bien que de una mirada.

–No -contestó-; le dije a usted eso solamente porque necesita usted saberlo si va a ayudarme. Estaba dispuesta a presentarme al fiscal del distrito, Skinner, esta mañana, pero lo pensé mejor y me di cuenta de que no podía hacerlo sin ayuda. Tengo que hacerlo de manera que le convenza, y a todos los demás, de que fui yo quien le contó a tío Noel lo del préstamo a Liberia y quien le mató de un tiro el martes por la tarde.

La punta de mi pluma dio un salto y salpicó de tinta el papel.

–¿Cómo? – dijo Nero Wolfe-. Repítalo otra vez.

–Ya lo ha oído usted -dijo Sara, sin alterarse-. Una tarde, creo que fue en abril, oí que mi padre hablaba del préstamo con el embajador de Liberia y fui a contárselo a tío Noel para sacarle algún dinero. Recientemente mi tío me amenazó con descubrirme… con decirle a mi padre cómo se había enterado de lo del préstamo… y por eso le maté.

–Comprendo. ¿Y cómo es que confiesa usted ahora estos crímenes? ¿Porque le remuerde la conciencia?

–No. La conciencia no me remuerde en absoluto. Lo hice por salvar a mi padre de la ruina. Y a mi madre también, puesto que comparte su suerte. En el momento de cometer el crimen no me detuve a considerar cuáles serían sus consecuencias.

–Debió usted hacerlo -dijo Wolfe gravemente-. Y ahora debiera usted detenerse a considerar las consecuencias de su confesión. Dentro de dos minutos estará usted detenida. Una pregunta tan sólo: ¿Alcanzó usted con el brazo desde Madison Avenue hasta Rockland County para apretar el gatillo de la escopeta? ¿Cuál fue la frase que utilizó usted hace un momento? «Estúpidas, imposibles, o sencillamente tontas…» Esta vez ha recorrido usted toda la escala. Discurra algo mejor.

–¡Pero si se decide usted a ayudarme, podríamos hacerlo pasar como cierto! Yo puedo decir que abandoné la tienda… -propuso la joven.

–¡Por favor, miss Dunn! Tengo que hacer un trabajo para su padre. ¿Tiene usted la bondad de decir a miss April Hawthorne que venga?

Le llevó diez minutos persuadirla a que abandonase la habitación y estuve a punto de cogerla en brazos y sacarla al pasillo. Pero finalmente se decidió a obedecer.

Wolfe respirando con satisfacción se sirvió un vaso de cerveza y murmuró:

–Si todas son como ésta…

–Pues no ha terminado usted con ella todavía -le comuniqué-. No olvide que Skinner y Cramer están ahí abajo. Le apuesto cinco contra diez a que la chica estará en la cárcel antes de que termine el día… y tendrá usted que sacarla. Es también nuestra cliente. Esta vez hemos hecho negocio redondo.

Antes de que terminase el día no me habría importado ocupar yo mismo una tranquila celda, para tener ocasión de reflexionar en los acontecimientos.

Cuando entró April tenía, al parecer, dolor de cabeza. Traía una comitiva, que caminaba a su lado como caballerizos en torno de una carroza real, compuesta por Celia Fleet, que tenía el aspecto de no haber dormido mucho, y Osric Stauffer. Ossie, como le llamaba Noami Karn, que había estado en su casa el tiempo suficiente para cambiarse de ropa. Tocos ellos ocuparon sillas, rodeando a la realeza, sin invitación alguna por nuestra parte.

April habló con el trémolo de voz mucho menos pronunciado que el día antes.

–No puedo hablar de este asunto, no puedo -declaró-. He venido porque mi hermano me dijo que era preciso, pero no puedo hablar porque se me hace un nudo en la garganta. ¿Por qué seré así? Otras personas permanecen inconmovibles suceda lo que suceda.

Celia Fleet le sonrió. Stauffer la contempló con bobalicona sonrisa. Quizá yo hice lo propio. Cuando ella suspiró y se oprimió las sienes con las manos, como la heroína al final del segundo acto, desistí de casarme con ella, pero la cosa no fue tan fácil. Algo que irradiaba de su persona le hacía a uno olvidar que era una profesional que sabía hacer que un millón de personas pagasen cuatro dólares y cincuenta centavos en la taquilla para verla trabajar. Yo habría muerto por ella allí mismo de no encontrarme tan ocupado tomando notas.

–No habrá necesidad de que usted hable mucho -la tranquilizó Wolfe-. Nuestra conversación será probablemente inútil, pero debo hurgar en todas partes. No se trata ahora del testamento, como usted sabe. ¿Le dijo a usted su hermana que míster Dunn me ha encargado que descubra quién mató a Noel Hawthorne? Stauffer contestó por ella.

–Sí -dijo lacónicamente-. Y deseo que lo logre usted. Pero no adelantará nada con atormentar a miss Hawthorne. Anoche ese maldito inspector de policía…

–Lo sé -le atajó Wolfe-. Míster Cramer es hombre muy expeditivo. A mí no me gusta atormentar a nadie. Me abstendré, pues, de interrogar a miss Hawthorne. Vamos a ver, miss Fleet, ¿estuvo usted escribiendo cartas el martes por la noche?

Celia hizo un gesto afirmativo.

–Miss Hawthorne recibe centenares de cartas. Yo contesto todas las que puedo. Cuando acabamos de tomar el té, a eso de las cuatro y cuarto, me metí en el despacho y estuve allí sola, escribiendo, una hora hasta que entró Andy… bueno, míster Dunn.

–Llamémosle Andy. Hay otro míster Dunn en la casa. ¿Qué hicieron ustedes después?

–Andy sugirió un paseo. Paseamos… entramos en el bosque…

Celia pareció tropezar con un obstáculo, April terminó la explicación por ella.

–Están enamorados. Es un conflicto familiar. Celia y yo queremos que Andy se dedique a la escena. Nació para ella. June y su esposo quieren que sea abogado y político, y que lleguen a elegirle presidente. Mi hermano siempre suspiró por un hijo y no tuvo ninguno. Durante el té discutimos una vez más sobre el asunto. Son idiotas. Andy es un mal abogado.

–Estuvimos, un rato en el bosque -prosiguió Celia-, y después fuimos a salir por el otro lado. No vimos nada hasta que tropezamos con ello. Yo casi me caí y Andy me sostuvo…

–No necesito todos esos detalles -interrumpió Wolfe-. Lo importante es que usted estaba escribiendo cartas a las cinco. – Wolfe miró a April-. Y usted estaba en el piso de arriba durmiendo.

–Sí. Míster Stauffer me propuso ir a nadar, pero yo no tenía ganas. El estanque está sucio.

–Y entonces se fue usted a nadar solo -dijo Wolfe a Stauffer.

–Sí. El estanque está en dirección opuesta al bosque, casi al pie de la colina.

Wolfe dejó escapar una risita.

–A la policía le gustaría saber esto. No se ofenda. Quizás ahora mismo esté realizando discretas averiguaciones sobre el hueco que la muerte de Hawthorne le deja a usted en la casa Daniel Cullen y Compañía. ¿Le nombrarán a usted jefe del Departamento Exterior? ¿Le harán socio? Buena breva… Oh, no es que yo pregunte, pero es probablemente lo que estará haciendo la policía.

–Sus palabras, míster Wolfe, son realmente ofensivas… -protestó Stauffer.

–No se ofenda, míster Stauffer. ¿Qué quiere usted que hagan si están investigando un asesinato? Ustedes tienen suerte. Debido a su posición social, no les molestarán mucho. Aunque usted mismo hubiese matado a Hawthorne, no oirá una palabra descortés hasta que el fiscal le haga comparecer en el estrado de testigos. Puede usted acompañar a miss Hawthorne a su habitación. Con miss Fleet he terminado también. Si los necesitase… ¡Entre!

Se abrió la puerta para dar paso al mayordomo. Empezaba a tener el aspecto de no importarle volver a sus antecámaras ancestrales durante una temporada.

–Dos hombres desean verle, señor; un tal Panzer y un tal Keems.

Wolfe le ordenó que los hiciera pasar, pues los necesitaba.

CAPÍTULO IX

Dejé la pluma sobre la mesa y miré a Wolfe con disgusto.

–Muy bonito -dije, con aquel tonillo que sabía le ponía nervioso-. ¡Está usted martirizando a esta gente! Se me parte el alma de verles padecer tanto. En materia de crueldad, nunca le he visto a usted en mejor forma…

–¡Archie! ¡Cállese!

–¿Pero quién ha creído que es usted, un inquisidor?

–¡Déjeme en paz, Archie! Trato de reflexionar, y de descubrir el fondo de esta gente. Son demasiados. Si uno de ellos se introdujo en el bosque, le quitó la escopeta a Noel Hawthorne y le voló con ella la cabeza, ¿quién puede probarlo y cómo…? Buenas tardes, Saúl. Buenas tardes, Johnny. Entren. Siéntense… ¿Soy yo un indio para ir allí a arrastrarme sobre manos y rodillas, olfateando las pisadas? ¿Y creen ustedes que vamos a lograr que ningún miembro de esta tribu nos diga nada? ¡Tiene gracia! ¡Mira que tratar de interesarme a mí en una discusión de familia sobre si Andy debe ser o no actor! ¡ Bah! – Se encaró conmigo, amenazándome con un dedo-. ¡Déjeme usted en paz! Una mueca más y… ¿Pero en qué diablos voy a pensar yo si no hay nada en qué pensar?

Elevé mis hombros y le mostré las palmas de mis manos.

–Pues entonces podemos marcharnos a casa a entretenernos con el atlas -dije.

–Estoy de acuerdo con usted. ¿Qué hay, Saúl? ¿Vio usted a Orrie?

–Sí, señor. – Saúl siempre fingía no enterarse de las discusiones entre Wolfe y yo-. Miss Karn no había aparecido cuando Orrie me relevó a las nueve y veinte. Cinco minutos después, llamé a miss Karn por teléfono y ya estaba en su departamento.

–¿Dijo usted a Orrie, que me llamase aquí?

–Sí, señor.:

–Necesita usted dormir.

–Aguantaré hasta la noche.

–Y usted, Johnny, ¿está libre?

–Sí, señor, yo siempre estoy libre cuando me necesita usted.

Su tono adulador me daba pena. Era uno de esos individuos que ensayan sus gestos todas las mañanas y compran chicles en todos los aparatos automáticos como un pretexto para mirarse en el espejo. Docenas de veces habría yo dimitido mi puesto de no haber sabido que el estaba deseando reemplazarme.

–Tomen nota de esto -dijo Wolfe-. Dunwoodie. Prescott y Davis, consultorio jurídico de Broadway. Míster Glenn Prescott. Míster Eugene Davis. Noami Karn tuvo un empleo allí como taquígrafa en mil novecientos treinta y cuatro, y a los dos años, pasó a ser secretaria de míster Davis. Un año después, abandonó este puesto para asociarse con míster Noel Hawthorne de un modo particular. Necesito que averigüen lo que puedan de estos personajes. Saúl dirigirá las investigaciones. Usted, Johnny, consultará con él, como de costumbre. Un detalle: el nombre de la persona que realizó un trabajo taquigráfico confidencial el día siete de marzo de mil novecientos treinta y ocho. Cualquier gestión acerca de esa persona tendrá que hacerse con gran circunspección. Johnny se dedicará al sexo femenino con esos galantes modales que le caracterizan. ¿Qué le pasa, Archie?

–Nada.

Sólo había hecho un ruido. El muy rinoceronte tenía la idea idiota de que cuando Johnny miraba a una muchacha y sonreía, la muchacha se derretía como un mantecado al sol de verano. Pero la realidad… Bueno, ¿para qué voy a hablar de esto? Se casaría con la hija de un carterista por su dinero.

Los dos hombres, especialmente Saúl, hicieron unas cuantas preguntas y se marcharon. Cuando hubieron desaparecido, Wolfe quedó como en éxtasis. Yo ni le hice caso ni traté de despertarle, porque era la una y media lo que estaba esperando. No tardó en llegar. El mayordomo trajo una bandeja, y una doncella de uniforme con una hendidura en la uña de su índice derecho le siguió con la otra. Vi la hendidura cuando metió el dedo en mi vaso de leche. La muchacha se ofreció para quedarse y servirnos las cosas, pero Wolfe la despidió.

Wolfe levantó las coberteras de los platos con una expresión de confiada esperanza, pero cuando vio que no salía vaho de ninguno de ellos, pareció tan desconcertado, que me dieron ganas de llorar. Luego se inclinó sobre la bandeja y examinó su contenido con incredulidad.

–Eso es cosa fina -afirmé, frotándome las manos con placer-. Consomé gelatinoso, una buena ensalada Waldorf, té helado y esta especie de barquillos…

–¡Es increíble! – murmuró estupefacto Wolfe.

Sólo por puro egoísmo me decidí a bajar yo mismo a la cocina a requisar un par de chuletas de cordero y una jarra de café.

Las bandejas estaban vacías, y Wolfe sorbía la última taza de café, que confieso no estaba bastante caliente, con sombría repugnancia, cuando se abrió la puerta y entró el inspector Cramer.

–¿Cómo le va, señor? – saludo Wolfe-. Estoy muy ocupado.

–Eso me han dicho. – Cramer cruzó hasta una silla y se sentó; sacó un cigarro, se lo clavó en la boca y lo volvió a retirar. Su cara estaba más roja que de costumbre a causa del calor-. Tengo entendido que trabaja usted para míster Dunn -añadió.

Wolfe rezongó no sé qué de ofensivo.

–Ha merendado pésimamente -expliqué. – Yo lo he hecho en el mostrador de un bar y me ha sucedido lo mismo -dijo Cramer, y añadió, volviendo a dirigirse a Wolfe-: A usted le pasa lo que a mí. Yo aborrezco los líos de la alta sociedad… y de los políticos. No hay manera de moverse sin tropezar con ellos. Traigo un recado para usted de parte del comisario.

Wolfe volvió a rezongar algo ininteligible.

Cramer sacó de su cigarro unas bocanadas de humo y añadió:

–Quizás usted haya oído hablar de él, el comisario de policía Hombert. Quiere que comprenda usted que no se va a dar a la publicidad este asunto hasta que él lo crea conveniente. Dice también que, como es usted tan inteligente, le será fácil apreciar la necesidad de guardar una gran discreción en un caso que compromete a gente de tan elevado rango, y, por último, que no duda que cooperará usted conmigo. Por ejemplo, si me dijese usted qué hacía ayer en su despacho toda aquella pandilla, le llamaríamos cooperación.

–Pregúnteselo a ellos -sugirió Wolfe.

–Ya lo he hecho. Son muy notables. Casi todos parecen ser tan excéntricos como usted. Excepto mistress Dunn, que tiene bien sentada la cabeza, y Prescott, el abogado. Prescott me contó lo del testamento. Dicen que le encomendaron a usted que hiciese una gestión acerca de miss Karn para llegar a un acuerdo con ella. ¿Desde cuándo se ha convertido usted en Comisión de Arbitraje?

–Prosiga, vamos al grano -murmuró Wolfe.

–En él estoy. ¿Fueron para eso a su despacho? ¿Para que usted llegase a un acuerdo con miss Karn?

–Sí.

–Pero también estuvo miss Karn allí, ¿no es cierto? Entre paréntesis; pudo usted haberme dicho quién era cuando se lo pregunté, pero supongo que eso sería demasiado esperar. Afortunadamente toda esta gente tiene lengua en la boca, y su abogado también. Pero una de las cosas que no he podido averiguar es qué es lo que querían que hiciese usted que ellos no pudieran hacer.

Wolfe se encogió de hombros.

–Les habían informado que yo soy un hombre hábil, astuto, discreto y sin escrúpulos -contestó con ironía.

–Eso se lo podría haber dicho yo también. – Cramer se quitó el cigarro de la boca y observó la punta-. He estado tratando de discurrir para qué le necesitaban., contando como contaban con un buen abogado. Me gusta encontrar explicación a las cosas. ¿Sospecharán que miss Karn asesinó a Hawthorne y quieren que usted recoja pruebas para dar forma a sus sospechas? Ésa sería una buena labor para un detective. Miss Karn firmaría entonces un convenio cediéndoles la mayor parte de la herencia, y usted podría decidir que las pruebas no eran suficientemente buenas para acusarla de asesinato. Así todo el mundo quedaría satisfecho, excepto, quizá, Hawthorne, pero éste ya ha muerto. ¿Qué le parece este modo que tengo de discurrir?

–Muy chapucero -contestó Wolfe-. Si ellos me considerasen capaz de entenderme con un asesino, habrían creído igualmente probable que yo retuviera las pruebas para hacerles objeto de chantaje durante el resto de sus vidas. Eso sin mencionar el detalle de que no estaban enterados de que Hawthorne hubiese sido asesinado. Usted presenció su emoción y sorpresa cuando les comunicó la noticia.

–Sí, ya lo vi. Ciertamente que se emocionaron mucho.

–¿No apoya usted, entonces, la hipótesis de que Hawthorne fue muerto porque arruinó la carrera de míster Dunn con aquel asunto del préstamo a Liberia?

–No soy cocinero, soy policía. Si alguien utiliza este asesinato para cortar a alguno el resuello, no seré yo. A mí me pagan para buscar a un asesino. Y, por lo que me ha dicho Dunn, para lo mismo le pagan a usted.

–Así es.

–De acuerdo. Busquémosle pues. Voy a ser franco con usted. Personalmente, me gusta la idea de miss Karn. No necesita usted decírselo a Skinner. Ella hereda siete millones de dólares, y ha habido muchos asesinos por bastante menos que eso. Verá dónde tenía que ir aquel día y quiénes iban a encontrarse allí. Sale en un coche. Va en su busca, probablemente armada con un revólver. Elige aquel lugar para realizar su proyecto, porque sabe que allí hay una docena de personas que podrían resultar sospechosas por una razón u otra. Tiene suerte y le ve desde la carretera, junto a la linde del bosque, con una escopeta. Cruza a campo traviesa y charla con él. Luego se las ingenia para llevarle a un lado del bosque donde no puede ser visto desde la carretera, inventa una excusa para coger la escopeta y le mata. No tuvo ni siquiera que utilizar su propia arma. Luego limpia la escopeta con un manojo de hierba, imprime en ella las huellas del muerto y escapa.

–Cualquiera entre un millón podría haber hecho eso -rezongó Wolfe.

–Cierto. Pero a mí me entusiasma la idea de la culpabilidad de miss Karn, especialmente después de la conversación que sostuve con ella esta mañana. No me tengo por tan sutil como usted, pero sé distinguir a una tigresa de dos patas cuando me la tropiezo. Karn es una mujer peligrosa. Lo dicen sus ojos. Un detalle que le regalo a usted por nada: no podrá justificar el empleo de su tiempo el martes por la tarde. Ella cree que tiene una coartada, pero es de las que dan dos por una perra gorda.

El inspector sacó la barbilla y elevó el cigarro.

–Ahora vamos a hacer una suposición. Andy Dunn y la joven Fleet, y el mismo Dunn y ese Stauffer, fueron los primeros en presentarse en escena cuando se descubrió el cadáver. Supongo que registraron aquellos alrededores por curiosidad y que uno de ellos encontró algo. Un compacto de colorete o un paquete de cigarrillos o un pañuelo… cualquier cosa. Quizá sabían que pertenecía a miss Karn y quizá no. Quizá decidieron ocultar el hallazgo con el honrado propósito de no comprometer así a ninguna dama. Pero luego recibieron un puñetazo en un ojo cuando se leyó el testamento. ¡Toda la fortuna, excepto un miserable medio millón, para miss Karn! Entonces juntaron las cabezas y. probablemente, Prescott metió también la suya. De la reunión salió el acuerdo de dirigirse a usted y enseñarle el compacto, el paquete de cigarrillos o lo que fuese. Quizá sabían ya que pertenecía a miss Karn… o quizá formase parte de la tarea de usted el probarlo. De todos modos usted era el encargado de apretarle los tornillos.

»Y ahora que el asesinato se ha descubierto,, ¿dónde están ellos y dónde está usted? Ellos no pueden abrir el saco, aunque quieran, sin confesar que han ocultado el conocimiento de un crimen y una de sus pruebas. Y no lo harían, aunque pudiesen, porque si miss Karn fuese procesada y condenada, la herencia sería dividida por el Tribunal; y si resultase absuelta, toda la herencia sería suya y ellos se quedarían silbando. ¿No encuentra usted eso lógico?

–Perfecto -declaró Wolfe-. Le felicito a usted. No encuentro la menor falta. ¿Lo ha discurrido usted sin ayuda de nadie?

–A usted vengo en busca de esa ayuda. Voy a hacerle una proposición. Piénsela bien, y consiga que ellos hagan lo mismo, y yo garantizo que el asunto no tendrá publicidad y que nadie sufrirá la menor molestia. Garantizo también que contaremos con Skinner. Me doy cuenta de que tendrá usted que consultarlos primero y le concedo de plazo hasta mañana por la mañana a las nueve.

–¡Qué lástima! – exclamó Wolfe, con voz melosa-. Siempre me hace usted pedidos de mercancías que no tengo en el almacén. Buenos días, señor. Archie…

–Espere un momento -dijo Cramer, achicando los ojos-. Esta vez va usted a perder. Esta vez, gracias a Dios, tengo en el bolsillo más municiones de las que imagina usted. Y las voy a explotar debidamente. He acudido a usted con una oferta absolutamente honrada…

–Me ha acusado usted -saltó Wolfe- de bribón y badulaque. Buenos días, señor.

–Le daré a usted hasta…

–No me dé nada. No lo necesito.

–Está bien. Ya se arrepentirá..

El inspector Cramer se puso en pie y abandonó la habitación. Wolfe dio un respingo cuando oyó el portazo.

–Es una triste cosa -observé- que cuanto más puras son nuestras intenciones, peores son los insultos que tenemos que aguantar. ¿Recuerda usted aquella vez que…?

–Más tarde hablaremos de eso, Archie. Vaya a buscar a mistress Hawthorne.

–No me gusta esa mujer -rezongué. – A mí sí. Vaya a buscarla.

Salí. En el vestíbulo me encontré con la doncella, que iba a retirar las bandejas, y ella me informó de que las habitaciones de mistress Hawthorne estaban en el piso de arriba, por lo que busqué las escaleras y subí otro tramo. Llamé en la puerta de la derecha -la tercera vez fuerte y repiqueteado-, pero sin resultado alguno. Ordinariamente, yo habría abierto la puerta para echar un vistazo, pero como no me gustaba la misión que llevaba, seguí hasta la puerta siguiente y la aporreé también. Idéntico resultado. Crucé entonces el pasillo y llamé en una tercera puerta, tras la cual me pareció oír rumor de voces, y como recibiera una invitación a entrar, la empujé y entré.

Interrumpí una conferencia. Todos se callaron para mirarme. Celia Fleet y Andy Dunn estaban sentados uno junto al otro en un sofá, cogiditos de la mano, y frente a ellos May Hawthorne, con una vieja bata azul muy deslucida y el pelo tapándole el ojo derecho. No me atrevo a decir lo que me pareció. De pie, junto a ella, estaba Glenn Prescott, rozagante y fresco, dentro de su traje de seda blanca, con una flor amarilla en el ojal, que no era ningún Dianthus superbus, pero no puedo decir más. En un sillón, a su derecha, se encontraba sentada Daisy Hawthorne, con el mismo traje gris, incluso el velo, con que la había visto en su fugaz aparición de aquella mañana.

Me incliné graciosamente.

–Perdóneme, mistress Hawthorne. Míster Wolfe pregunta si tendrá usted la bondad de ir a la biblioteca.

–A mí también me gustaría hablar con míster Wolfe -dijo Prescott, de mal talante-. Míster Dunn me ha dicho que le ha comisionado…

–Sí, señor. Le diré que está usted aquí. A quien quiere ver ahora es a mistress Hawthorne… ¿Tendrá usted la bondad?

La dama se puso en pie y avanzó hacia la puerta.

–Muy bien -dijo Prescott-. Estaré aquí o abajo en el salón de música con míster Dunn.

Abrí la puerta para que me precediese Daisy, la seguí escaleras abajo y la hice pasar a la biblioteca. Wolfe, como saludo, le ido su acostumbrada excusa por no levantarse, mientras ella avanzaba hacia la silla que Cramer acababa de dejar vacante.

–No sé qué espera usted saber por mí -dijo la dama con su voz chillona-. ¿Cree que podré decirle algo?

–No, mistress Hawthorne -le contestó cortésmente Wolfe-. Dudo de que nadie de esta casa pueda decirme nada. No hago otra cosa que moverme en las tinieblas con un brazo extendido. Si quisiera usted decirme brevemente…

Se oyó un golpe en la puerta, y Wolfe contestó:

–¡Adelante!

Era el mayordomo.

–Un hombre desea ver a usted, señor. Se llama Durkin.

–Hágale subir inmediatamente.

Yo esperaba que la filípica iba a ser lo suficientemente divertida para apartar mi imaginación del velo, pues habían pasado más de tres horas desde que telefoneé a Fred que viniese inmediatamente a la Calle Sesenta y Siete. Pero luego resultó que la diversión vino por otra parte. Nada más hizo que aparecer en la puerta Fred, y empezó a hablar alto y rápido:

–La razón de que me presente tan tarde, míster Wolfe, es que después de que Archie me telefoneó me eché en la cama un minuto y me puse a ordenar los acontecimientos en mi mente, pero tras de la noche que he pasado…

–Se echó usted a dormir otra vez -dijo Wolfe, con la peor intención del mundo.

–Sí, señor, y la patrona quedó en despertarme, pero no lo hizo. La ventaja de mi descuido es que vuelvo a tener la cabeza sobre los hombros y que me funciona como una lira. Es lo que acabo de decir a Orrie.

–¿A quién ha dicho?

–A Orrie Carter. Le dije que…

–¿Dónde vio usted a Orrie?

–Allí abajo, en la esquina.

–¿En qué esquina?

–En la de enfrente. Al otro lado de la calle. Le dije:

–Vaya a buscarle -me dijo Wolfe, sin querer oír más.

Me lancé al pasillo, troté escaleras abajo, salí, crucé al otro lado y torcí a la izquierda. Allí estaba Orrie, a la entrada de un bar. Al pasar le hice una seña y luego seguí y doblé la esquina. Orrie no tardó en reunírseme.

–¿Qué es eso de ponerse a charlar con Fred cuando estás de servicio? – le pregunté.

–Fue él quien se puso a charlar conmigo -replicó-. Yo le rehuí.

–¿Y se puede saber qué haces aquí? ¿Tienes una cita con una institutriz?

–No, coronel, estoy trabajando. ¿Qué te creías; gorila? La muchacha sometida a mi vigilancia está ahí.

–¿En dónde?

–En la casa de donde acabas tú de salir.

–¡Maldita sea! ¿Cuánto tiempo hace?

–Llegamos a las dos y veintiocho. Hará veintisiete minutos.

–De acuerdo. No te muevas de aquí.

Desanduve trotando el camino por donde haría venido, oprimí el botón y fui recibido por el mayordomo. Me detuve en el recibidor para reflexionar un poco, y el criado se quedó mirándome hasta que le hice seña de que me dejase solo. Conociendo a Wolfe como yo lo conocía, no había duda de que en cuanto me presentase a él y le informase de que Noami Karn se encontraba en la casa, me preguntaría inmediatamente, «¿Dónde?»; decidí, pues, llamar al mayordomo y le abordé de este modo:

–¿Puede usted decirme dónde se encuentra miss Karn? La señorita que llegó hará una media hora.

–Sí, señor -me contestó-. Está en el salón con mistress Hawthorne.

Me quedé estupefacto. Decidí que la vista era mejor que el oído; dirigí mis pasos a la habitación indicada y metí la cabeza. Al primer vistazo comprobé que no se podía uno fiar ni de la una ni del otro. En una de las sillas del fondo estaba sentada Noami Karn, con el mismo traje azul que había llevado a casa de Wolfe el día antes, y en otra, directamente frente a ella, Daisy Hawthorne. Ambas me miraron, por lo menos Noami, y el velo puedo decir que se volvió hacia mí.

–Excúsenme -dije, y me lancé escaleras arriba.

No habría nada que decir a Wolfe, pues Daisy habría sido informada en su presencia de la visita que acababa de llegar.

Pero al abrir la puerta de la biblioteca comprendí mi equivocación. ¡Vaya si tendría que decir a Nero Wolfe! Mi patrón estaba hablando con Fred, que continuaba en pie dándole vueltas al sombrero… ¡pero Daisy Hawthorne seguía sentada en el mismo sitio donde la dejé! La cosa me pareció incomprensible.