Capítulo 11

Volví temprano a la casa. Trajeron vino para Año Nuevo. Allá en la ciudad blanca había músicos. Recuerdo que hace año y medio, cuando terminé The Fall of The Towers, me dije: tienes veintiún años, y vas para veintidós: eres demasiado viejo para pasar por un niño prodigio: tus obras son más importantes que la edad a que fueron hechas; sin embargo, las imágenes de juventud me acosan, Chatterton, Greenburg, Radiguet. Cuando termine LIDE espero haberlas exorcizado. Billy the Kid es el último en desaparecer. Se tambalea a través de esta abstraída novela como esos niños locos de las colinas cretenses. Lobey te buscará y te cazará, Billy. Mañana, si el tiempo lo permite, volveré a Delos a explorar las ruinas en el centro de la isla, alrededor del Trono de la Muerte, y que miran a la necrópolis de la otra orilla, en Rhenia.

Diario del autor, Miconos, diciembre de 1965

A lo largo de casi toda la historia del hombre se ha reconocido claramente la importancia del ritual, pues es a través de los actos rituales como el hombre establece su identidad con las fuerzas restaurativas de la naturaleza y logra acceder a estados superiores de desarrollo personal y de experiencia.

MASTERS & HOUSTON, Las variedades de la experiencia psicodélica

Las luces de Molienda eran amarillas detrás de las nieblas y las zarzas mientras la noche, herida y azul, se retiraba a través del frío. El sol rayaba el este aunque en el oeste quedaban todavía estrellas. Murciélago reanimó el fuego. Tres dragones habían bajado al camino; fui y los traje de vuelta. Comimos entre gruñidos y silencios.

Tan cerca del mar la mañana era húmeda. Más allá de Molienda los barcos flotaban como papeles hacia las islas. Luego a mi cabalgadura, y a las suaves sacudidas de la pendiente. Siseos a derecha e izquierda de dragones aguijoneados, pero pronto patalearon y piafaron todos juntos.

Araña fue el primero en verlos.

—Allá adelante. ¿Quiénes serán?

Por el camino venía gente corriendo; detrás, gente caminando. Las luces del camino, preparadas para algún mes de noches más largas, se apagaron de pronto.

Tuve alguna curiosidad y cabalgué hasta la cabeza de la manada.

—Están cantando —grité hacia atrás.

Araña parecía nervioso.

—¿Oyes la música?

Asentí.

Araña no movía la cabeza; el resto del cuerpo se balanceaba bajo la cara. Pasó el mango del látigo de una mano a otra y a otra; era una manera hermosa y tranquila de estar nervioso, pensé. Toqué la melodía para él, pues no se oía aún el sonido.

—¿Cantan juntos?

—Sí —dije.

—Ojo-Verde —gritó Araña—. No te apartes de mí.

Bajé el machete.

—¿Pasa algo malo?

—Quizá —dijo Araña—. Es el himno de familia de Ojo-Verde. Saben que está aquí.

Lo miré.

—Queríamos traerlo de vuelta a Molienda sin hacer ruido. —El latigazo alcanzó al dragón en las branquias—. No sé cómo supieron que llegaba hoy.

Miré a Ojo-Verde —Ojo-Verde no me miró—. Observaba a la gente que se acercaba por el camino. No se me ocurrió ninguna otra cosa, por lo tanto me puse a tocar. No le quería contar a Araña lo del hombre del carro la noche anterior.

Las voces llegaron a nosotros.

Y decidí en ese momento que de todos modos era mejor contárselo. Araña no dijo nada.

De pronto Ojo-Verde apuró al dragón. Araña trató de detenerlo. Pero el pastor eludió un brazo tras otro. En las cejas ambarinas de Araña se posó la preocupación. La montura de Ojo-Verde galopó adelante.

—¿Piensas que no debería ir hacia ellos? —dije.

—Ojo-Verde sabe lo que hace. —La gente era una masa tupida en el camino—. Eso espero.

Miré cómo se acercaban, y recordé a Pistola. El terror del hombre tenía que haberse extendido por la noche de Molienda como aceite de puerto. El rebaño de dragones iba camino abajo; el rebaño de gente camino arriba.

—¿Qué pasará?

—Lo felicitarán —dijo Araña—, ahora. Luego, ¿quién sabe?

—Conmigo —dije—. ¿Qué pasará conmigo?

Araña me miró sorprendido.

—Tengo que encontrar a Friza. Nada cambia. Tengo que destruir al Niño. Todo sigue igual.

Recordé el rostro de Pistola cuando huyó del Niño. El mismo miedo retorcía ahora el rostro de Araña; me sobresalté al verlo. Sin embargo, había tantas cosas más en aquel rostro: la fuerza desarrolla los mismos músculos que el terror. Sí, Araña era todo un hombre.

—No me importa Ojo-Verde ni ninguna otra persona —dije, y mis palabras tenían una caparazón de beligerancia—. Buscaré a Friza, y volveré con ella.

—Tú… —comenzó a decir Araña, y al fin me aceptó—. Que tengas suerte. —Miró otra vez a Ojo-Verde que se balanceaba a lo lejos, acercándose a la multitud. Había tanto de Araña que cabalgaba allá adelante con el muchacho. No supe entonces cuánto quedaba allí atrás conmigo—. Bien. hiciste tu trabajo, Lobey. Cuando entreguemos la manada te pagaremos… —Araña calló alguna otra idea—. Ven a buscar la paga a mi casa.

—¿A tu casa?

—Sí. A mi casa en Molienda-del-mar.

Recogió el látigo y golpeó las rodillas contra los lados del dragón.

Pasamos junto a otra pintura. La mujer de pelo blanco, labios fríos y ojos cálidos me miró pensativamente desde el borde del camino.

LA PALOMA DICE: «¿POR QUÉ TOMAR NOVENTA Y NUEVE SI HAY ALLÍ NUEVE MIL?».

Volví la espalda a aquella cara burlona y me pregunté cuánta gente vendría allí subiendo en la mañana. Al fin reconocieron al joven pastor y la canción se deshizo en vítores. Entramos en la multitud.

Una jungla es una miríada de individuos: árboles, enredaderas, matorrales: sin embargo, cuando uno la atraviesa la ve como una única masa verde. En una multitud ocurre algo semejante: primero se ve una cara aislada aquí (la anciana que se envuelve en una bufanda verde), allá (el muchacho que parpadea y sonríe sobre un diente que le falta) y más allá (tres muchachas boquiabiertas que se amparan mutuamente con los hombros). Luego un enjambre de codos y orejas, lenguas que rascan palabras en el fondo de la boca y las echan al aire:

—¡… muévete! ¡Ay! Saca ese… No veo… ¿Dónde está? ¿Es aquél…? ¡No! Sí… —Mientras los lomos de los dragones ondulan entre los bultos de las cabezas, la gente lanzaba vítores, y sacudía los puños en el aire. Mi tarea terminó, pensé. La gente tropezaba en mi cabalgadura—. ¿Es ése? Es… —Los dragones no estaban contentos. Seguían adelante, pacíficos, sólo porque Araña los tranquilizaba. Entramos en Molienda-del-mar entre apretujones. Y en ese momento ocurrieron muchas cosas.

No las entiendo todas. Al principio muchas de esas cosas le habrían ocurrido a cualquiera que nunca hubiese visto más de cincuenta personas juntas, y que de pronto se ve metido en calles y avenidas y plazas donde se apretujan miles. La manada de dragones me dejó (o yo la dejé a ella) y anduve dando vueltas y tropezando, boquiabierto y mirando hacia arriba. La gente me llevaba siempre por delante, y me gritaba «¡Mira por dónde vas!», que era exactamente lo que yo trataba de hacer; sólo que yo quería verlo todo al mismo tiempo. Lo que hubiese sido difícil aunque aquello no se moviera. Mientras miraba una parte, otra se me escabullía por detrás y casi me pasaba por encima. He aquí algunos fragmentos:

La música de millones fundida en un himno, como cuando te zumban los oídos y tienes ganas de dormir. En una aldea uno ve una cara y la conoce: la madre, el padre, en qué trabaja, cómo maldice, cómo ríe, cómo se complace en algunas expresiones y evita otras. Aquí una cara bosteza, otra rebosa de comida; una tiene cicatrices, otra se consume por algo que puede ser amor, otra grita: cada una entre otras mil, y ninguna se ve más de una vez. Uno empieza a acomodar el mobiliario en la cabeza para hacer sitio a esas caras, un sitio donde guardar todos esos retazos de emociones. Cuando uno entra en Molienda-del-mar y deja el campo, vuelve al campo a buscar el vocabulario que describirá a Molienda: ríos de hombres y torrentes de mujeres, tormentas de voces, lluvias de dedos y junglas de brazos. Pero esto no es justo con Molienda. Tampoco es justo con el campo.

Recorrí las calles de Molienda-del-mar columpiando el machete que yo no podía tocar, abriendo la boca ante las casas de cinco pisos hasta que vi las casas de veinticinco pisos, y abriendo otra vez la boca hasta que vi un edificio de tantos pisos que no pude contarlos, porque cuando iba por la mitad (alrededor de noventa) empecé a confundirme mientras la gente tropezaba conmigo y me empujaba.

Había unas pocas calles hermosas, donde los árboles frotaban las hojas contra las paredes. Había muchas calles sucias, donde la basura se amontonaba en las aceras, donde las casas eran cajas apiladas, sin lugar para el movimiento del aire o de las personas, la gente se estancaba, el aire se estancaba, y los dos se pudrían.

En las paredes había carteles destrozados con el rostro de la Paloma. Allí había otros también. Pasé junto a unos niños que se codeaban alrededor de uno de esos carteles, arrugado sobre una cerca. Me metí entre ellos para ver.

Dos mujeres miraban con expresión idiota desde un remolino de colores. El título: «estas mellizas idénticas no son iguales».

Los jovencitos se empujaban y reían. Algo había en el cartel que se me escapaba. Me volví hacia uno de los muchachos.

—No entiendo.

—¿Eh? —Era pecoso y tenía un brazo prostético. Se rascó la cabeza con dedos de plástico—. ¿Qué quieres decir?

—¿Qué tiene de divertido esa foto?

Primero incredulidad: luego sonrió.

—Si no son iguales —dijo abruptamente—, ¡son diferentes!

Todos rieron. La risa tenía como filigrana una risita tonta, ese signo de que la risa está podrida.

Me aparté, Busqué música; no oí ninguna. Después que uno deja de escuchar, después que uno deja de buscar… cuando las aceras y las multitudes ya no toleran tus preguntas: eso es la soledad, Friza. Empuñando el machete me abrí paso en la tarde, solo, como si estuviera perdido en una ciudad.

¡Los tonos superpuestos de la sonata para cello de Kodaly! Di media vuelta. Había árboles en la esquina. Los edificios subían inclinados detrás de portales de bronce. La música se me desenredaba en la cabeza. Parpadeando, miré de un portal a otro. Elegí. Vacilante, subí por los cortos escalones de mármol y golpeé con el machete en los barrotes.

El estruendo saltó a la calle. El ruido me asustó pero volví a golpear.

Detrás del portal, la puerta tachonada de bronce giró hacia adentro. Hubo luego un chasquido en la cerradura y el portal mismo se abrió. Me acerqué, cauteloso, a la puerta abierta. Miré la sombra del umbral, entornando los ojos, y al fin entré, cegado por el sol y a solas con la música.

Los ojos se me acostumbraron pronto a aquella penumbra: a lo lejos había una ventana. Alto, en piedra negra, un dragón se retorcía entre incrustaciones plomizas.

—¿Lobey?