Capítulo 7

Dejamos las aguas nocturnas del Adriático y ahora avanzamos por el estrecho hacia el Pireo. En el horizonte, a la derecha y a la izquierda, montañas monstruosamente bellas muerden el cielo. El barco navega serenamente en la mañana. Los altavoces difunden música pop francesa, inglesa y griega. El sol platea la cubierta recién lavada, arde sobre la chimenea. Compré pasaje de cubierta; me metí anoche en un camarote y dormí magníficamente. Esta mañana, otra vez afuera, me pregunto qué efecto tendrá Grecia en LIDE. El tema central del libro es el mito. Esta música es tan apropiada para el mundo en que floto ahora. Sabía lo bien que se adecuaba a la vida encapsulada de Nueva York. Estas atormentadas armonías son todavía más congruentes con el resto del mundo. ¿Cómo haré para traer a Lobey, empujando esos sonidos, al centro de este caos brillante? Anoche me quedé bebiendo hasta tarde con los marineros griegos; en mal italiano y en peor griego hablamos de mitos. Taiki no aprendió la historia de Orfeo en la escuela ni en lecturas sino de su tía de Eleusis; ¿dónde iré yo a aprenderla? Los marineros de mi edad querían escuchar música pop inglesa y francesa en la radio portátil. Los más viejos querían oír las canciones griegas tradicionales.

—¡Canciones demóticas! —exclamó Demo—. ¡Todos los jóvenes de las letras quieren morir cuanto antes pues el amor los ha tratado mal!

—Eso no pasa con Orfeo —dijo Taiki, un poco misteriosamente, levantando un poco la voz.

¿Quiso seguir viviendo Orfeo luego de perder a Eurídice por segunda vez? Cuando decidió mirar hacia atrás se le planteaba una alternativa muy moderna. ¿Cuál es la esencia musical de esa alternativa?

Diario del autor / Golfo de Corinto, noviembre de 1965

Llevo hermosos dragones

para un hermoso señor de dragones.

Un señor de hermosos dragones

y una manada de dragones.

Ojo-verde cantó silenciosamente mientras desmontábamos. Por primera vez en mi vida oí melodía y palabras.

Me sorprendió y me volví a mirar. Pero Ojo-Verde estaba aflojando los arreos.

El cielo era un vidrio azul. Hacia el oeste las nubes tiznaban la tarde de un amarillo sucio. Los dragones arrojaban largas sombras en la arena. Las brasas brillaban en la hoguera. Murciélago estaba ya cocinando.

—McClellan y la Mayor —dijo Araña—. Hemos llegado.

—¿Cómo lo sabes? —dije.

—He estado aquí antes.

—Oh.

Los dragones estaban empezando a pensar que nos habíamos detenido. Muchos se habían echado en el suelo.

Mi cabalgadura (a la que yo inadvertidamente había puesto un nombre impublicable; las repeticiones del día habían fijado el mote. La llamaremos pues «mi cabalgadura») me hociqueó afectuosamente el pescuezo, me tiró casi al suelo, apoyó el mentón en la arena, plegó las patas de adelante y dejó caer las partes traseras donde correspondía. Así lo hacen los dragones. Sentarse, quiero decir.

Diez pasos y pensé que no caminaría más. Me até el látigo alrededor de la cintura, me acerqué todo lo que pude a la comida sin pisar a nadie y me senté. Los músculos fatigados de las piernas se me doblaban como sacos de agua. Las provisiones y el equipaje estaban amontonados a un lado. Araña estaba acostado encima de todo con una mano colgando en el borde. Le miré la mano a través del fuego: porque estaba frente a mí, eso es todo. Y aprendí muchas cosas de Araña.

La mano era grande, y le salía de una muñeca nudosa. Tenía la piel agrietada entre el pulgar y el índice, como una piedra, y unas líneas de barro le cruzaban los nudillos: tierra empapada de sudor. El duro trabajo con los dragones le había encallecido la palma, debajo de los dedos ásperos. Pero también había un callo en el dedo del medio, a la altura de la primera articulación del lado del índice. Eso viene de escribir con algo. La Dira tenía un callo así y le había preguntado una vez. Tercero, en las puntas de los dedos (pero no del pulgar; era una mano izquierda) había sitios lisos y brillantes: eso viene de tocar un instrumento de cuerdas, guitarra, violín, violoncelo quizá. A veces, cuando toco con otras personas lo noto. De modo que Araña arrea manadas de dragones. Y escribe. Y toca música…

Mientras estaba allí, sentado, se me ocurrió lo difícil que era respirar.

Comencé a pensar en árboles.

Tuve un momento la pesadilla de que Murciélago nos daría algo tan difícil de comer como cangrejos con caparazón y alcachofas hervidas.

Me apoyé en un hombro de Ojo-Verde y dormí.

Supongo que él también durmió.

Desperté cuando Murciélago levantó la tapa de la olla El aroma me hizo abrir la boca, se me metió en la garganta, me apretó el estómago y me lo retorció. No sabía bien si era una sensación placentera o dolorosa. Seguí sentado, moviendo las mandíbulas, con un dolor en la garganta. Me incliné hacia adelante, de rodillas, y apreté arena en los puños.

Murciélago sirvió el guiso en unos cuencos, deteniéndose de vez en cuando para quitarse el pelo de los ojos. Me pregunté cuánto pelo habría en el guiso. En verdad no me importaba. Era sólo curiosidad. Murciélago nos pasó los cuencos humeantes y yo me puse el mío entre las piernas cruzadas. Luego vino una hogaza de pan chamuscado. Cuchillo partió un pedazo y la masa esponjosa asomó a través de una veta dorada en la corteza. Arranqué un trozo y me di cuenta de la fatiga que tenía en los hombros y en los brazos y casi me da un ataque de risa. Estaba demasiado cansado para comer, demasiado hambriento para dormir. Junto con esta paradoja el sueño y la comida dejaron la categoría de placer, que era donde yo siempre los había puesto, y se transformaron en obligaciones, partes de ese trabajo loco en el que yo, parecía, estaba metido. Mojé el pan en el guiso, lo llevé a la boca, mordí, y me estremecí.

Tragué la mitad antes de notar que estaba demasiado caliente. Yo tenía hambre, hambre más allá de toda necesidad… es terrible tanta hambre.

Ojo-Verde se metía algo en la boca con el pulgar.

Ése fue el otro único sonido humano que escuché durante la comida hasta que Fétido balbuceó:

—¡Más!

Cuando me sirvieron la segunda porción, fui más despacio y miré alrededor. Uno puede decir cómo es la gente por la forma en que comen. Recordé la cena que Nativia nos había preparado. Oh, qué distinta aquella comida. ¿Había pasado un día, dos?

—Saben —gruñó Murciélago, viendo cómo desaparecía la comida—, hay postre.

—¿Dónde está? —dijo Cuchillo, terminando la segunda porción y estirando la mano hacia el pan, en la oscuridad.

—Primero un poco más de comida-comida —dijo Murciélago—; que me lleve el diablo si vas a comer tan rápido mi postre.

Murciélago se inclinó hacia adelante, le quitó el cuenco a Cuchillo y lo llenó; las manos grises se cerraron sobre el borde de lata y desaparecieron de nuevo en la oscuridad. Ruidos de masticación obstinada.

Araña, callado hasta ahora, levantó los ojos plateados, parpadeando.

—Un buen guiso, cocinero.

Murciélago miró de reojo.

Araña que arrea dragones; Araña que escribe; Araña que lleva la música multiplicada de Kodaly en la cabeza: bueno recibir un elogio de un hombre así.

Miré a Araña y a Murciélago, y otra vez a Araña. Deseé haber dicho un buen guiso porque lo era, y porque decirlo hacía sonreír así a Murciélago. Lo que dije, con palabras desfiguradas por aquel increíble azote del hambre, fue:

—¿Qué es postre?

Creo que Araña era una persona más grande que yo. Como les decía, esa clase de hambre es aterradora.

Murciélago sacó del fuego, con unos trapos, un plato de cerámica.

—Torta de grosellas. Cuchillo, alcánzame el ron.

Oí que la respiración de Ojo-Verde cambiaba de tempo. La boca se me hizo agua otra vez. Miré, observé cómo la cuchara de Murciélago echaba las moras en los cuencos.

—¡Cuchillo, aparta esos dedos!

—… sólo quería probar. —Pero la mano gris se retiró. Las llamas iluminaron una lengua que mojaba unos labios.

Murciélago le alcanzó un cuenco a Cuchillo.

Araña fue el último en recibir el postre. Sin embargo lo esperamos para empezar, ahora que ya habíamos enlosado el fondo del pozo.

—Noche… arena… y dragones —murmuró Fétido—. Sí.

Lo que era muy oportuno.

Yo acababa de sacar el machete para tocar cuando Araña dijo:

—Esta mañana preguntabas por Niño Muerte.

—Cierto. —Puse el machete en el regazo—. ¿Tienes algo que decirme?

Los otros callaron.

—Le hice un favor al Niño una vez —dijo Araña, pensativo.

—¿Cuando estaba en el desierto? —dije, pensando qué clase de persona hay que ser para ser distinto y hacerle favores a Niño Muerte.

—Cuando acababa de salir del desierto —dijo Araña—. Estaba escondido en un pueblo.

—¿Qué es un pueblo? —pregunté.

—¿Sabes lo que es una aldea?

—Sí. Vengo de una.

—Y sabes lo que es una ciudad. —Araña mostró la arena alrededor—. Bueno, una aldea crece y crece hasta que se convierte en pueblo; luego el pueblo crece y crece hasta que se convierte en ciudad. Pero éste era un pueblo fantasma. Eso significa que era muy viejo, que había pertenecido a la antigua gente del planeta. Había dejado de crecer. Todos los edificios tenían grietas, las alcantarillas se habían derrumbado, las hojas muertas volaban por las calles, amontonándose al pie de los faroles; una fábrica abandonada, ratas, culebras, tiendas: ésas son las cosas que hay en un pueblo. También los parias más sucios y ruines de una docena de especies, de una perversidad que ninguna inteligencia alcanzaría a concebir. Porque si hubiera detrás una inteligencia, serían los decadentes y altivos señores del mal, y dominarían el mundo en vez de revolcarse en la basura de un pueblo fantasma. Son criaturas que uno no pondría en una kaula.

—¡¿Qué hiciste por él?! —dije.

—Maté a su padre.

Fruncí el ceño.

Araña se limpió un diente con los dedos.

—Era un detestable gusano, de tres ojos, que pesaba ciento cincuenta kilos. Sé que había asesinado por lo menos a cuarenta y seis personas. En tres ocasiones trató de matarme, mientras yo vagaba por el pueblo. Una vez con veneno, una vez con una llave para tuercas, una vez con una granada. Las tres veces erró, y mató a algún otro. Había engendrado un par de docenas, un número bastante inferior al de sus víctimas. Una vez, cuando estábamos en buenas relaciones, me dio una de sus hijas. La mató y la cocinó él mismo. En el pueblo escasea la carne fresca. No contó con que uno de sus varios hijos enkaulados, que había abandonado a miles de kilómetros, lo seguiría desde el desierto. Tampoco contó con que el niño fuese un genio criminal, un psicótico, una criatura totalmente diferente. El Niño y yo nos encontramos en el pueblo, donde el padre vivía lo mejor posible, dentro de los límites de un estercolero. El Niño tendría entonces unos diez años.

»Yo estaba sentado en un bar, escuchando a unos que se jactaban y fanfarroneaban, mientras había una lucha en la esquina. El perdedor sería la cena. Entonces aparece este flaco de pelo de zanahoria y se sienta en una pila de trapos. Se pasó casi todo el tiempo con la vista clavada en el suelo, de modo que para verle los ojos había que espiar entre unos velos dorados. Tenía la piel blanca como el jabón. Miró la pelea, escuchó las fanfarronadas, y en un momento dibujó algo en el polvo con el dedo gordo de un pie. Cuando la conversación se hacía aburrida, se rascaba un codo y hacía muecas. Cuando las historias eran insólitas y fascinantes, se ponía muy tieso, entrelazaba las manos, y bajaba los ojos. Escuchaba como un ciego. Al fin las historias se acabaron, y él se fue. Entonces alguien susurró: ¡Ése era Niño Muerte!, y todo el mundo se quedó quieto. Ya tenía una buena reputación.

Ojo-Verde se me había acercado un poco más. Hacía frío en la Ciudad.

—Un poco después, mientras paseaba por el pueblo —siguió diciendo Araña—, lo vi nadando en el lago del parque.

»Eh. Hombre-araña, me gritó desde el agua.

»Fui hasta allí y me agaché al borde del lago: Hola, niño.

»Tienes que matarme a mi padre. Estiró un brazo y me tomó por un tobillo. Traté de soltarme. El Niño se echó hacia atrás hasta que el agua le cubrió la cara y asomaron unas burbujas: Tienes que hacerme este pequeño favor. Araña. Tienes que hacerlo.

»Se le pegó una hoja al brazo. Si tú lo dices, Niño.

»Ahora estaba de pie en el agua, con el pelo aplastado contra la cara, huesoso, pálido, y mojado. Le digo.

»¿Te importa si te pregunto por qué? Le aparté el pelo de la frente. Quería ver si era real: dedos fríos en mi tobillo; pelo mojado bajo mi mano.

»El Niño sonrió, inocente como un cadáver. No me importa. Tenía arrugados los labios, las tetillas, las cutículas de las garras. En este mundo queda todavía mucho odio, Hombre-araña. Cuanto más fuerte es uno, más sensible está a esos recuerdos que rondan todavía en montes, ríos, mares y junglas. ¡Y yo soy fuerte! Oh, nosotros no somos humanos, Araña. La vida y la muerte, lo real y lo irracional no son lo que fueron para la pobre raza que nos ha dejado este mundo. Nos dicen a los jóvenes, me lo dicen incluso a mi, que antes que llegaran aquí los padres de nuestros padres, el amor, la vida, la materia y el movimiento no nos concernían. Pero hemos tomado un nuevo hogar, hay que agotar el pasado, si queremos acabar con el presente. Tenemos que agotar lo humano en nosotros, para mudarnos a nuestro propio futuro. El pasado me aterra. Por eso tengo que matarlo… por eso tienes que matármelo.

»¿Estás tan atado a ese pasado, Niño?

»El Niño asintió. Desátame, Araña.

»¿Qué pasa si no lo hago?

»Se encogió de hombros. Tendré que matarte a ti… a todos. Suspiró. En el fondo del mar hay tanto silencio… tanto silencio, Araña. Susurró: ¡Mátalo!

»¿Dónde está?

»Se pasea por la calle, tambaleándose, mientras los mosquitos le envuelven la cabeza, como una nube de polvo a la luz de la luna; arrastra un talón por el hilo de agua, a lo largo del canal que asoma al pie del viejo muro de la iglesia; se detiene y se apoya, ladeando, en el museo

»Está muerto, dije. Abrí los ojos. Desprendí de las vigas una plancha de cemento para que resbalase y…

»Hasta pronto. El Niño sonrió y se sumergió otra vez en el charco. Gracias. Tal vez un día pueda hacer algo por ti, Araña.

»Tal vez, dije. El Niño se hundió en la espuma plateada. Yo volví al bar. Estaban asando la cena.

Luego de un rato hablé:

—Debes de haber vivido bastante tiempo en el pueblo.

—Demasiado —dijo Araña—. Si llamas vivir a eso.

Se incorporó y miró alrededor de las llamas.

—Lobey, Ojo-Verde, vigilarán la manada en la primera guardia. Dentro de tres horas despierten a Cuchillo y a Fétido. Yo y Murciélago haremos el último turno.

Ojo-Verde se levantó a mi lado. Yo también me puse de pie, mientras los otros se preparaban para dormir. Mi cabalgadura dormitaba. Había salido la luna. Unas luces fantasmales corrían por los espinazos jorobados de las bestias. Las piernas doloridas, los brazos duros, subí a mi cabalgadura, y junto con Ojo-Verde comencé a rondar la manada. El látigo se balanceaba junto a mi pierna mientras cabalgábamos.

—¿Cómo los ves?

No esperaba una respuesta. Pero Ojo-Verde se frotó el estómago con una mano tiznada.

—¿Hambrientos? Sí, creo que tienen hambre en toda esta arena. —Miré al joven delgado y sucio que se mecía detrás de la joroba escamosa—. ¿Tú de dónde eres? —pregunté.

Ojo-Verde me sonrió instantáneamente.

Nací de una madre solitaria

sin padre ni hermana ni hermano

Alcé los ojos, sorprendido.

Ella me espera a la orilla del agua

mi madre, mi madre de Molienda-del-mar

—¿Eres de Molienda-del-mar? —dije.

Ojo-Verde asintió.

—Entonces regresas.

Otro cabezazo.

Cabalgamos en silencio hasta que al fin me puse a tocar, con dedos cansados. Ojo-Verde cantó algunas cosas más mientras nos movíamos bajo la luna.

Me enteré de que la madre de Ojo-Verde era una verdadera dama en Molienda-del-mar, parienta de muchos importantes líderes políticos. A Ojo-Verde lo habían mandado a cuidar dragones durante un año, junto con Araña. Ahora volvía por fin a la casa materna; y este año de viajes y de trabajo era una especie de rito de pasaje. Había muchas cosas que yo no entendía en aquel muchacho delgado, peludo como un matorral, tan hábil con el rebaño.

—¿Yo? —dije, cuando me interrogó aquel ojo, a la última luz de la luna—. No tengo tiempo para las elegancias de Molienda-del-mar, tal como la describes. Me gustará verla, de paso. Tengo cosas que hacer.

Una pregunta muda.

—Busco a Niño Muerte, para recobrar a Friza, y detener a eso que está matando a todos los diferentes. Quizá signifique detener a Niño Muerte.

Ojo-Verde asintió.

—Tú no sabes quién es Friza —dije—. ¿Por qué dices que sí?

Ojo-Verde alzó la cabeza de un modo extraño; luego miró de través a la manada.

Soy diferente, y así cuando canto

traigo palabras para los cantantes.

Asentí con un movimiento de cabeza, y pensé en Niño Muerte.

—Lo odio —dije—. Tengo que aprender a odiarlo más, para poder encontrarlo y matarlo.

No hay muerte, sólo amor.

Eso me llegó oblicuamente.

—¿Cómo dijiste?

No quiso repetirlo. Y así pensé más en la frase. En la cara sucia de Ojo-Verde había ahora una mirada triste. Sobre el horizonte, unas nubes oscurecieron la luna abultada. Los hilos de sombra que le cruzaban a Ojo-Verde la maraña de pelos se le ensanchaban en el resto de la cara. Parpadeó; me volvió la espalda. Terminamos el recorrido, arreamos de vuelta dos dragones. La luna, descubierta otra vez, era una pulida articulación ósea, incrustada en el cielo. Despertamos a Cuchillo y a Fétido, que se levantaron y montaron los dragones.

No había otro color que el de las brasas. Y durante un momento, cuando Ojo-Verde se agachó para mirar una figura que serpeaba en las cenizas, la luz le dio en la cara de un solo ojo. Se tendió junto al fuego.

Yo dormí bien, pero me despertó un movimiento antes del alba. La luna se había puesto. La luz de las estrellas empalidecía la arena. Las brasas estaban apagadas. Un dragón silbó. Dos gimieron. Silencio. Cuchillo y Fétido volvían. Araña y Murciélago estaban levantándose.

Me dormí y volví a despertar cuando sólo había un tinte de luz azul en las dunas orientales. El dragón de Murciélago caminó alrededor del fuego. El de Araña lo siguió pesadamente. Alcé la cabeza, apoyándome en los codos.

—¿No duermes? —dijo Araña.

—¿Eh?

—Repasaba otra vez la cosa de Kodaly.

—Oh. —Podía oírla venir, sobre la arena fría—. Espera. —Me puse de pie. Comenzaban otra ronda—. Un segundo. Voy con ustedes. Quiero preguntarte algo. Ya estaba por levantarme.

Araña no esperó pero yo salté en mi dragón y los alcancé.

Me puse al lado de Araña, que rió débilmente.

—Espera a estar aquí unos días. No perderás por nada esos minutos finales de sueño.

—Me duele demasiado el cuerpo para dormir —dije, aunque aquel trote lento empezaba a aflojarme. Tenía las articulaciones duras de frío.

—¿Qué querías preguntarme?

—Sobre Niño Muerte.

—¿Qué quieres saber?

—Tú dices que lo conociste. ¿Dónde puedo encontrarlo?

Araña calló. Mi cabalgadura resbaló en el camino y recuperó el equilibrio antes que Araña respondiese.

—Aunque pudiera decírtelo, aunque decírtelo sirviese de algo, ¿qué obligación tengo? El Niño podría acabar así contigo. —El látigo chasqueó en la arena; volaron unos granos—. No creo que al Niño le guste que yo ande por ahí diciendo dónde está a la gente que quiere matarlo.

—Supongo que no importaría mucho si es tan fuerte como dices.

Pasé el pulgar por la boquilla del machete.

Araña alzó algunos de los hombros.

—Quizá no. Pero como te decía el Niño es amigo mío.

—A ti también te tiene bajo el talón, ¿eh? —No es fácil herir con una frase gastada. Lo intenté.

—Algo parecido —dijo Araña.

Toqué con el látigo a un dragón que parecía estar pensando en irse. El dragón bostezó, sacudió las crines, y se echó de nuevo.

—Creo que en cierto sentido también me tiene a mí. Dijo que yo trataría de buscarlo hasta haber aprendido bastante. Luego yo trataría de huir.

—Está jugando contigo —dijo Araña. Tenía una sonrisa burlona.

—En realidad nos tiene dominados a todos.

—Algo parecido —dijo otra vez Araña.

Fruncí el ceño.

—Algo parecido no es todos.

—Bueno —dijo Araña, mirando en una dirección que no era la mía—, hay unos pocos a los que no puede tocar, como su padre. Por eso tuvo que obligarme a matarlo.

—¿Quiénes?

—Ojo-Verde es uno. La madre de Ojo-Verde también.

—¿Ojo-Verde? —Repitiendo el nombre yo había hecho una pregunta. Quizá Araña no me oyó. Quizá decidió no contestar.

Por lo tanto le hice otra:

—¿Por qué Ojo-Verde tuvo que irse de Molienda-del-mar? Me lo explicó a medias anoche, pero no entendí bien.

—No tiene padre —dijo en seguida Araña que parecía preferir este tema.

—¿No pueden llevar un registro de paternidad? Los médicos viajeros lo hacen siempre en mi aldea.

—No dije que no saben quién es el padre. Dije que no tenía padre.

Lo miré perplejo.

—¿Cómo estás en genética?

—Puedo dibujar un mapa de factores dominantes —dije.

La mayoría de la gente, aun en las aldeas más pequeñas, conocía genética, aunque no supiese sumar. El sistema humano de cromosomas era tan ineficiente en el nivel de radiación de entonces que la genética había llegado a ser una disciplina de supervivencia. Me he preguntado a menudo por qué no habremos inventado un método de reproducción más compatible con nuestra división (creo-que-usted-la-llamaría-sexual) triple. Pereza, nada más.

—Continúa —le dije a Araña.

—Ojo-Verde no tuvo padre —repitió.

—¿Partenogénesis? —dije—. Es imposible. El cromosoma que distingue el sexo lo lleva el macho. Las hembras y los andróginos sólo producen hembras. Ojo-Verde tendría que ser mujer, con cromosomas haploides, y estéril. Y ciertamente no es una mujer. —Pensé un momento. Por supuesto, si fuera un pájaro sería diferente. En ese caso es la hembra la que lleva el cromosoma del sexo—. Miré por encima de la manada. —O un lagarto.

—Pero no es eso —dijo Araña.

Coincidí.

—Es asombroso —dije, mirando el fuego donde dormía el asombroso muchacho.

Araña asintió.

—Cuando nació vinieron a verlo sabios de todas partes. Es haploide. Pero es del todo potente y del todo macho, aunque una vida de acoso lo ha inclinado a la castidad.

—Qué lástima.

Araña asintió.

—Si participara activamente de las orgías del solsticio, o hiciese algún sacrificio propiciatorio en las celebraciones otoñales de las cosechas, evitaría parte del problema.

Alcé una ceja.

—¿Cómo se sabe que no participa en las orgías? ¿En Molienda no las hacen en la oscuridad, cuando no hay luna?

Araña lanzó una carcajada.

—Sí, pero en Molienda-del-mar se han transformado en hábitos refinados; se practican con inseminación artificial. Se da bastante publicidad a la entrega del semen, sobre todo si procede de un hombre de familia importante.

—Suena bastante frío e impersonal.

—Sí, pero funciona. Cuando una ciudad tiene más de un millón de personas, no basta con apagar las luces y dejar que todos corran desenfrenados por las calles como en una pequeña aldea. Probaron eso un par de veces, allá cuando Molienda-del-mar era mucho más chica, y aún entonces los resultados fueron…

—¿Un millón de personas? —dije—. ¿Hay un millón de personas en Molienda-del-mar?

—Cuando hicieron el último censo había tres millones seiscientas cincuenta mil.

Lancé un silbido.

—Es mucho.

—Más de lo que puedes imaginar.

Miré la manada de dragones; sólo un par de cientos.

—¿A quién le interesa participar en una orgía de inseminación artificial? —pregunté.

—En una sociedad más grande —dijo Araña— hay que hacer así las cosas. Hasta que haya un equilibrio general del depósito genético, lo único acertado es conseguir que los genes se mezclen, se mezclen y se mezclen. Pero nos hemos vuelto sectarios, más en los sitios como Molienda-del-mar que en las montañas. Cómo lograr que la gente no tenga más que un hijo de la misma pareja. En una apartada aldea de los bosques todo se arregla con unas pocas noches de licencia. En Molienda todo ha de ser verificado por computación matemática. Y se sabe de familias que duplicarían en seguida el número de hijos si se les diera media oportunidad. De cualquier manera Ojo-Verde no se mete en lo que no le importa, y dice a veces cosas muy desconcertantes a las personas menos indicadas. El hecho de que sea diferente e inmune a Niño Muerte, de familia respetada, y bastante reservado en cuanto a costumbres rituales, ha hecho de él una persona muy controvertida. Todo el mundo echa la culpa al nacimiento partenogenético.

—Eso es mal mirado hasta en el sitio de donde vengo —le dije a Araña—. Significa que la estructura genética es idéntica a la de la madre. Así no se va a ninguna parte. Si eso ocurre muy seguido, en un abrir y cerrar de ojos volveremos todos al gran rock y al gran roll.

—Hablas como uno de esos tontos solemnes de Molienda-del-mar. —Araña parecía molesto.

—¡Es exactamente lo que me enseñaron!

—Piensa. Cada vez que lo dices, Ojo-Verde se acerca un poco más a la muerte.

—¿Qué?

—Ya intentaron matarlo. ¿Por qué crees que lo mandaron lejos?

—Oh —dije—. ¿Entonces por qué vuelve?

—Porque quiere volver. —Araña se encogió de hombros—. Y si es así, no puedo impedírselo.

Lancé un gruñido.

—Por lo que veo Molienda-del-mar no parece un sitio muy interesante. Demasiada gente, la mitad de ella loca, y ni siquiera saben cómo tener una orgía. —Tomé el machete—. No puedo perder tiempo en disparates.

De Araña salía una música fúnebre. Toqué sonidos agudos, alegres.

—Lobey.

Volví a mirarlo.

—Sucede algo, Lobey, algo que ya sucedió antes, cuando los otros estaban aquí. Muchos estamos preocupados. Tenemos las historias de lo que pasó, de lo que vino después, y esto quizá sea grave. Puede hacernos daño a todos.

—Estoy cansado de las viejas historias —dije—, las historias de ellos. No somos ellos; somos nuevos, nuevos en este mundo, en esta vida. Conozco las historias de Lo Orfeo y de Lo Ringo, las únicas que me interesan. Tengo que encontrar a Friza.

—Lobey…

—Esa otra no me importa. —Saqué una nota estridente—. Despierta a los pastores. Hay que arrear dragones.

Me adelanté galopando en mi cabalgadura. Araña no me llamó más.

Antes que el sol llegara a lo más alto, el borde de la Ciudad asomó en el horizonte. Mientras balanceaba el látigo en un mediodía de calor deficiente, permuté las últimas palabras del muchacho, y los pensamientos acompañaban el ritmo. Si había muerte ¿cómo podría recobrar a Friza? Que el amor bastaba, si era sabio, coherente y osado. Pensé en La Dira, que habría dicho (los dragones pasaron de arenas calientes a lomas frondosas) no hay muerte, sólo ritmo. Cuando la arena enrojeció detrás de nosotros, y las bestias tambaleantes pisaron tierra más firme y aceleraron el paso, saqué el machete y toqué. La Ciudad estaba detrás de nosotros.

Ahora los dragones galopaban fácilmente en el retamar. Un arroyo bordeaba las lomas nudosas y las bestias se detuvieron a mojarse las cabezas, restregando los pies en la orilla, atravesando hierba, atravesando arena, hasta la tierra oscura. El agua les lamió las rodillas, se enturbió cuando las bocas arrancaron plantas acuáticas. En una rama se meneaba una mosca, arreglándose el prisma quebrado de un ala (del tamaño de uno de mis pies), y pensando una música lineal de artrópodo. La toqué para ella en el machete, y la mosca volvió hacia mí el cuenco rojizo del ojo y susurró un elogio asombrado. Los dragones echaban las cabezas hacia atrás, gargarizando. No hay muerte. Sólo música.