30 de mayo

Vuelta al día de ayer. Llegué al hotel muy achispado por los hectolitros de vino tinto ingerido. El espectáculo me dejó bastante perturbado. Fue, sobre todo, un golpe al pudor. Desde niño he tenido horror a contemplar ese tipo de actividades corporales. Las he seguido evadiendo toda la vida. Enfrentarme a esa sorprendente verbena excrementicia me desquició. Más que el hedor, lo que en verdad me alteró fue la naturalidad con que eran realizadas esas funciones. Me imagino que aquel escritor asediado por la insaciable brama de las damas de Occidente se propuso acompañarme a los mingitorios para disminuir el efecto si hubiese entrado solo al lugar. Salimos del restaurante, bajamos por una calle-escalera que iba a dar al río, y antes de llegar al malecón entramos en una pequeña puerta. Me parece que ni siquiera había una señal aclaratoria en el exterior, aunque no estoy seguro. Lo cierto es que no era un lugar clandestino, para nada. Apenas cruzado el umbral, sentí un fuerte golpe en el estómago, un mareo, una repelente racha de aire pútrido. Bajamos aún un tramo de escalera hasta llegar a un espacio amplísimo. Por el bullicio que se oía, el local debía ser un lugar muy concurrido. Tal vez, la letrina central de la ciudad. La luz era pésima. En un momento empecé a vislumbrar tras la fétida neblina una larga hilera de hombres de todas las edades, sentados en una banca interminable. Era un mingitorio colectivo, lo que jamás habría imaginado que existiera, fuera de las instalaciones penales, si acaso. Unos cuantos leían el periódico, todos hablaban y discutían. Mi acompañante dijo que ese día había sido de fútbol, por eso tanta gente, y tanta bulla. Me dio la espalda para saludar a alguien. En la otra parte de la sala gigantesca corría de pared a pared un canal metálico: el urinario, hacia donde me dirigí. El pudor colectivo era inexistente. Se oían carcajadas al mismo tiempo que ruidos de vientre. La pestilencia del antro era intolerable. Temí desmayarme. Busqué a aquel loco Virgilio que me había conducido a ese círculo fecal del infierno para pedirle que me sacara inmediatamente de allí, y lo vi feliz, como si hubiera llegado al agora en el momento cenital, conversando alegremente con unos muchachos y saludando a otros, mientras se desabrochaba los pantalones y se dirigía a uno de los agujeros para defecar. Salí como pude, llegué al restaurante, pedí a la guía que me llevara en un taxi al hotel y caí como una piedra en la cama. Desperté, ya lo he dicho, creo, con pesadez, me bañé y cambié de ropa, y las escenas que había vislumbrado bailaban en mi cabeza como algo lejano, vago, trozos sueltos de una pesadilla. Decidí no hacer de aquello un drama. Las aspirinas habían hecho ya su efecto. Tomé un par de expresos en el hotel y me eché a caminar por la avenida Rushtaveli, la más importante de la ciudad. Llegué al teatro del mismo nombre, y recordé la fabulosa representación del Ricardo III de Shakespeare que la compañía de este teatro había presentado en el Festival Cervantino unos tres o cuatro años atrás. Una representación que tenía algo del expresionismo alemán más radical y también de las marionetas populares, muy coloridas, muy marcados los rasgos, los gestos, todos los movimientos. El teatro está rodeado por un parque muy arbolado. Caminé por un sendero. La primavera estaba en su mejor momento. Los árboles comenzaban a florecer y el aroma era maravilloso, un perfume de... iba yo a decir durazno, creo, pero de pronto, ante mi estupefacción, abro la boca y pronuncio en voz alta: "Sal mojón /de tu rincón / hazme el milagro / niño cagón". Y repetí ese estribillo dos o tres veces, y vislumbro un patio, al lado de una escalera, o en el descanso de ella, con macetas grandes de hortensias blancas, sentado en una baciniquita, con mis pantalones bajados hasta los tobillos, y una sirvienta muy joven, casi una niña todavía, que repetía estos versos, una y otra y otra vez, enseñándome a defecar en ese lugar determinado y no en la ropa. Debe ser el recuerdo más antiguo, o uno de los dos más lejanos que haya rescatado de mi memoria. ¿Qué edad podría yo tener? Tres años, cuando mucho cuatro. Lo volví a recitar. Estaba yo en Puebla, en casa de unos tíos, donde pasábamos una temporada. Todo era nítido, transparente, una dicha me rodeaba. En alguna de las habitaciones arriba de la escalera estaría mi madre, y mi tía Querubina y mis primas Lilia y Olga, que eran casi de la edad de mi madre) y seguramente vivía aún mi padre; todo era felicidad, sí, pero sobre todo vaciar el vientre en aquel momento y repetir las palabras que la jovencita me enseña, y golpearme los muslos con los puños al ritmo de las palabras, y mi mamá seguramente me espera y me abrazaría tan pronto me viera en el vano de la puerta, me sentaría en su regazo, me besaría porque la joven le decía que ya había yo hecho en la bacinica. "No puedo soportar tanta realidad. / El tiempo pasado y el tiempo futuro, / lo que pudo haber sido y lo que ha sido / tienden a un solo fin, presente siempre." Una felicidad me abrazó en el parque que rodeaba al teatro Rushtaveli y salí del hechizo y advertí que tal recuerdo no se hubiera revelado de no ser por ese shock sufrido horas atrás. Salí del parque, me detuve frente al teatro a ver los programas del mes y las fotos de las nuevas producciones, y luego llegué al hotel y tomé otro café y una tostada y volví a mi cuarto y recordé a la señora que asistió a mi conferencia sobre El Periquillo Sarniento de Fernández de Lizardi en la Biblioteca de Lenguas Extranjeras de Moscú, quien me habló de los estudios antropológicos de su marido, de las festividades de primavera donde se reverenciaba a un niño cagón, o algo así, si no deliro, y luego establecí un parecido entre esa mujer con otra que vi hace muchos años en un restaurante de Estambul, que de pronto comenzó a cantar "Ramona", aquella canción de los años veinte interpretada por Dolores del Río, y los rostros se sobreponían, y supe entonces que estoy a punto de escribir una novela que recogerá todo esto cuando llegue a Praga.

Hoy, durante el día, he visto rincones espléndidos de Tbilisi, he salido de la ciudad, he visto prodigios, he hablado con gente interesante, comido platos deliciosos, bebido vinos oscuros como sueños, y soñado visiones de ebriedad. Mi acercamiento a todas estas actividades es real, pero al mismo tiempo vive en mí el proyecto de la novela del bajo vientre. Ansío llegar a Praga, a la estantería donde se encuentra el libro de Bajtín sobre el carnaval y las funciones del bajo vientre en la cultura popular a finales de la Edad Media e inicios del Renacimiento. La señora de la biblioteca y la turca que cantó en un café de Estambul serán una misma persona, una caucasiana, georgiana o armenia. Tal vez el narrador venga a Tbilisi, o a los sofisticados balnearios georgianos del Mar Negro, Sujumi, Batumi, y visite a esta dama que cuida como un tesoro los papeles de su marido. Debe haber cierta ambigüedad en cuanto a la personalidad del antropólogo, podrá ser un genio o un charlatán, ambigüedad que siempre existe cuando las viudas hablan de sus maridos difuntos: pueden enaltecer a unos badulaques de miedo, y eso les da importancia, fama, status, saben que el mundo está convencido de que detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer, y con el tiempo van forzando el proceso, construyendo un edificio virtual hablan de cómo surgió la idea central, la que ha hecho famoso al occiso, y modestamente insinúan que de una conversación familiar, o de algo que ella comentó una vez, una súbita iluminación que tuvo en la cocina, o en el baño, o en el parque, quizás fue una triple iluminación y, cuando conversó de ella con su marido, a él se le iluminó el cerebro y comenzó a trabajar en una dirección determinada, la que ella señalaba, y ya al final, en plena vejez, después de muchos años de viudez, lamentaba haberse casado con un hombre que si bien era bueno y generoso, también era limitado, sobre todo mediocre, que lo poco que hizo fue gracias a ella, sí, claro, pero que si hubiese tenido talento, si hubiera logrado entender lo que ella era, intentado siquiera comprenderla, se habría convertido en un Einstein, un Nietzsche, un Borges. Bueno, sería interesante investigar cuál era realmente la impresión que de su marido tenía este personaje femenino en el que pienso: Marietta se va a llamar, Marietta Karapetián. Y sé que deberá tener un contrincante, un enemigo, tal vez secreto, a lo largo de toda su vida. Y la parte central de la novela será sobre su viaje a las selvas mexicanas con su marido y la celebración de la primavera con un festín fecal en el que participará como protagonista final un niño. Y en la tramoya del relato, en el substrato del idioma estará, por supuesto, la instantánea visión de la letrina de Tiflis, pero sin hacer nunca mención a esa circunstancia en la novela. Alguien, su marido, o tal vez su contrincante, o varios de sus amigos, se referirán a ella como La divina garza.

Cenando con unos periodistas georgianos comenté el incidente del restaurante de la Asociación de Escritores, años atrás, cuando llegó Ajmadulina, en un momento difícil, del brazo con el ministro de Cultura de la República de Georgia, y la seguridad que eso le daba. 'Ya desde entonces sentíamos aquí la necesidad de abrir ventanas, de que corriera el aire. Sabíamos que tendría que llegar el momento, que nos acercábamos a él y que si no procedíamos a tiempo se nos escaparía." Me explica que el actual ministro de Relaciones Extranjeras Edvard Schevernadze era entonces el dirigente del Partido Comunista en Georgia, el hombre fuerte, pues. Schevernadze comenzó a elaborar una protoperestroika a nivel local desde hace más de diez años. Con pocas declaraciones y una acción firme se estimuló una cultura más cercana a la de Polonia o Hungría que a la imperante en la URSS. Y eso fue posible debido a la buena administración económica, a los niveles alcanzados, y a una política cauta y a la vez segura; tranquila pero audaz. Parece muy difícil, pero se ha logrado. Schevernadze es quizás el político más cercano a Gorbachov, el que goza de su mayor confianza. "¿Y la población apoya esta transformación política y social?", le pregunto. "Me parece que sí, por varias razones. Los estalinistas, que constituirían el frente enemigo más duro, más visceral, no se han manifestado en contra. Pienso que ellos avizoran como solución a largo plazo la autonomía, la independencia. Salir de la Federación y constituir un Estado Georgiano independiente, una república o monarquía, les daría lo mismo; se han cansado de los rusos, se sintieron intensamente traicionados después del XX Congreso. Georgia fue diezmada por el estalinismo; y sin embargo, el pueblo no daba crédito a los crímenes denunciados por Jruschov. La situación aquí era extremadamente delicada. Fue un milagro que no estallara una revolución. Revueltas sí las hubo, a veces sangrientas, pero sin trascendencia. Ahora vamos a ver. El futuro se ha abierto. ¿Qué traerá para nosotros?"