27 de mayo

Ayer estuve desasosegado por el sueño, donde me vi bailando desaforadamente con la señora D'Erzell a quien jamás conocí. Durante el día recordé escenas del baile, que me hacían reír alegremente, pero en la noche al escribirlo detecté una conexión con sueños muy viejos, una absurda floración de remordimientos allá por mis treinta años, cuando llevaba una vida proclive a la juerga, al vacilón, a la llamada mala vida, y llegaba a mi casa de madrugada para infaliblemente dormirme y soñar que había perdido el paso, que si no me corregía no sería sino basura, y en esos sueños de madrugada me veía a menudo degradado en la opinión de mis maestros y sobre todo de mis compañeros de letras, mis contemporáneos disciplinados y eficientes, golpes bajos que por fortuna al mediodía siguiente cuando despertaba desaparecían en un instante, para dejarme en libertad de actuar como me diera la gana. Una vez revisado el sueño, encontré que su sentido era del todo opuesto a aquellas juveniles moralinas oníricas, una forma que me permitía la posibilidad de reírme de mí mismo, de entrar con pie derecho al corazón del carnaval, vivir el destino del rey feo y recibir la merecida paliza con la que termina esa ficción monárquica. El carnaval en pleno. Pero estoy furioso porque he tenido problemas con los representantes de la Asociación de Escritores que por lo visto no quieren dejarme ir a Georgia, y sobre todo por un episodio terrible, una comedia de equivocaciones que me hizo sentir un pánico extremo y acercarme a una pesadilla peor que las conocidas. Comienzo: a la hora del desayuno llegó un empleado de la Asociación de Escritores, muy untuoso, muy locuaz, preguntando si me sentía bien en la ciudad, que ellos, la Asociación y sus dirigentes, estaban felices de mi visita y me invitaban a participar pasado mañana a un importante simposio en la ciudad de Tula sobre la obra de Turguéniev con especialistas extranjeros, que ya habían hablado sobre eso a mi embajada y que a la agregada cultural le había parecido una idea perfecta. Le contesté con acidez que la embajada no tenía por qué decidir por mí; mi visita no es oficial, insistí en que había hecho este viaje en respuesta a una invitación de los escritores georgianos y por lo mismo no entendía por qué se me proponían otras actividades. El mensajero pareció estar de acuerdo en todo, pero dijo que un embajador de un país en otro país no deja de tener una connotación oficial, y que en la URSS todas las asociaciones de escritores, de pintores, de aviadores, de médicos, de cualquier profesión eran organismos autónomos, sí, pero oficiales al fin y al cabo. Era un diálogo de sordos; yo seguí insistiendo: ¿por qué esa obstinación en impedirme hacer el viaje a Georgia?, que les dijera a sus superiores que esta tarde regresaría a Praga, que me comunicaría también con mi embajada para informarles de las circunstancias en que se desarrollaba esta visita. Dijo que lo haría, pero no por el momento, porque en la mañana estaba programada una excursión a varios lugares pushkinianos en la ciudad y en sus alrededores, que estaba seguro que la visita a Pushkino me resultaría fascinante. Rehusé, le dije que preferiría descansar y tener todo preparado para el viaje, que me avisara a qué hora saldría el avión a Praga. El empleado no se inmutó, tomó los últimos sorbos de su taza de café, miró hacia todas partes, luego fijó los ojos en el libro que está en la mesa, que es Ginzeng, de Mijaíl Prishbin, en una traducción italiana, y junto al libro una tarjeta en donde acababa yo de tomar unas notas. Había llevado el libro para entender la relación tan estrecha que guarda la literatura rusa con la naturaleza que siempre me ha impresionado. En la nota había escrito: "Si, nel mió romitaggio io mi convinci, una volta per sempre, che le saponette profumatte e gli spazzolini non representano che una Ínfima parte de civiltá, la cui essenza risiede nella forza creatrice del comprenderse e del formare un légame tra gli uomini..."4 Señaló el libro. Quería seguir hablando, pero evidentemente no sabía bien de qué, ni yo le ayudaba, comía queso blanco y pan... Por fin dijo que había aprendido en la universidad como segundo idioma extranjero el italiano, que le gustaba mucho, pero que estaba muy por debajo de sus conocimientos del español. Buscaba argumentos para convencerme de ir a la celebración de Turguéniev pero no lograba encontrarlos. Me levanté de la mesa y le dije con frialdad que me llamara por teléfono tan pronto como hubiera arreglado mi salida de Leningrado. Al regresar a mi cuarto me entró una racha de ira imponente. Llamé a la embajada en Moscú y a Luz del Amo, en México. Me eché a la cama. Me sentía exhausto. Traté de dormir un rato más y olvidarme del personajito gris que me había visitado para desviarme de Georgia. Me dormí y antes de hacerlo del todo sentí una bonanza en espera de que Catalina D'Erzell me invitara a bailar con ella ya no Un asesinato sino una pieza más larga, con efectos más brillantes que me permitieran lucirme en grande ante el respetable, como El jardín de los cerezos, por ejemplo. Desperté una hora después, sin recordar ningún sueño, pero de mucho mejor ánimo. Eso sí, decidido a no doblarme. Salí a la calle, fui a la librería de viejo de la Perspectiva Nevski, a unas dos o tres calles del hotel. Al llegar a la librería me arrepentí. ¿Qué tal si en esos momentos los escritores me llamaban para anunciarme que todo estaba listo para salir al aeropuerto y volar a Tbilisi o a Praga, que ya lo mismo me daba? Y que luego me dijeran que me habían buscado, que tenían todo arreglado y por no encontrarme en mi cuarto como habíamos quedado tuvieran que anular el vuelo y entonces me vería obligado a acompañarlos a Tula e improvisar una charla sobre el autor de Padres e hijos. La preocupación me obligó a hacer una visita de médico, sin detenerme a hurgar en las estanterías el tiempo que hubiera querido. Encontré el libro de Karlinski sobre la oscura sexualidad de Gógol que había buscado desde varios años atrás, una antología de cuentos de Borís Pílniak, donde aparecía uno espléndido, virulento original sobre el que he estado pensando desde mi llegada a la ciudad: "Su Majestad, Kneeb Piter Komandor", una diatriba casi demencial por su empecinamiento contra la occidentalización impuesta por Pedro el Grande a Rusia, y en la sección inglesa, Mr. Byculla, una novela policiaca de John Linklater, que leí en la adolescencia en El Séptimo Círculo de Borges y Bioy Casares, y que en aquel tiempo me fascinó, una historia complicadísima de una secta religioso-criminal que se va deslizando a través de los siglos. Dos veces había comprado después la edición original inglesa, para perderla casi de inmediato en ambas ocasiones. La de hoy, la tercera, fue la más acelerada. Al llegar al cuarto de hotel encontré en la bolsa sólo los libros de Karlinski y Pílniak. En la librería no podía haber dejado a Mr. Byculla porque lo iba hojeando con fruición en la calle. Bajé al café, señalé la mesa en que me senté y me respondieron que ningún mesero había recogido un libro. "Como usted ha visto —me dijo el empleado—, esta mañana hemos tenido mucha gente, alguien pudo habérselo llevado"; pregunté luego en la recepción, donde me había detenido antes un segundo para preguntar si no me había llamado alguien por teléfono, y no, nadie lo había hecho ni tampoco dejado algo. Subí a mi cuarto, le pedí la llave a la tosca matriushka que custodiaba el piso, una de esas mujeres robustas y pétreas enfundadas en un horrendo uniforme paramilitar, encargadas de la vigilancia y control de los huéspedes. Le pregunté si no habría dejado allí un libro cuando le pedí la llave cinco minutos antes. No movió un rasgo de la cara, sólo los ojos duros se le abrieron hasta volvérsele redondos como los de un muñeco siniestro, abrió el cajón de su mesa, sin dejar de mirarme y sacó dos revistas pornográficas finlandesas, evidentemente una era de Tom of Finland, porque la línea genial de las figuras era inconfundible. En la portada dos policías jóvenes se entretienen en juegos rudos, uno le está desabotonando los pantalones del uniforme a su compañero y con la otra mano se extrae de su propia bragueta un instrumento capaz de destrozarle la vagina a una elefanta. A los dos polizontes les brillan los ojos y parecen lamerse los labios de placer. Al monumento al cuerpo policiaco que tengo enfrente el rostro se le tiñó de un color morado, como un gran tomate oscuro, al mirar la portada, y con una vocecita aguda que no se compadecía con la estatura y el vigor de su cuerpo, en vez del vozarrón de bajo profundo que uno esperaría, me dijo que a la policía hay que respetarla, y que quien difunde propaganda subversiva en la Unión Soviética, especialmente cuando trata de degradar a los valientes hombres y mujeres que integran los cuerpos de seguridad del estado, tiene que pagar la pena correspondiente a su desvergüenza criminal. Y terminó: "¿Así que tú fuiste quien los dejó en el cuarto? ¡Y todavía tienes la desvergüenza de reclamarlos! Dame la llave, dame la llave de tu cuarto, si opones resistencia te vas a arrepentir. Dámela —me tuteaba con la voz finita pero firme y con aspecto marcial—. Me la das por las buenas o te rompo la crisma." Se puso de pie y me tendió la mano. Decir que estaba aterrado no significaría nada. Me di cuenta de que me habían preparado vilmente una trampa. Al día siguiente saldría mi foto en los periódicos envuelto en una nube de escándalo; me expulsarían del país, en medio de vejaciones pavorosas. ¿Todo eso por haber querido ir a Georgia y no a las celebraciones de Turguéniev? ¿O por haberme portado con irreverencia el día en que me invitó a comer el presidente de la Asociación de Escritores? Le di la llave. El monstruo vio el número, se sorprendió, cambió de tono, me preguntó mi nombre, se lo di. Se dejó caer en su silla con una expresión de estupor. Me pidió con suma corrección un documento de identificación que no fuera el pasaporte. A Dios gracias ya no me tuteaba. Cubrió con una toalla las revistas de Tom of Finland. Estudió escrupulosamente mi tarjeta diplomática, y luego dijo con una voz que era un trino temeroso: "Perdóneme ciudadano, ha habido un error. Me dice que vino a rescatar un libro; pero nadie me ha entregado un libro perdido, ésta es la hora en que los turistas desocupan sus cuartos y dejan todo hecho una porquería, las camas, los muebles llenos de libros de propaganda antisoviética, sí, y en todos los idiomas del mundo". En eso, apareció por el corredor una pareja de ancianos, gente muy elegante, la mujer cubierta con un súper lujoso abrigo de piel, con paso y ademanes indiscutibles del gran mundo, él, un poco deteriorado, se apoyaba en un bastón ortopédico, y a su lado un traductor, o secretario, también muy bien vestido. Se detuvieron en la mesa, muy sonrientes, como si estuvieran muy satisfechos de su estancia, y hablaron en finés con su acompañante. Este le dijo algo seca, autoritariamente a la mujer, y ella les entregó las revistas pornográficas. El intérprete le habló con un tono de autoridad implacable; cuando ella entregó sumisamente las publicaciones, él sonrió burlonamente, con condescendencia, casi con desprecio, y ella, la terrible guardiana del orden que tanto me espantó, se hizo chiquita como alumna de escuela reprendida, y subió un poco los hombros, como para excusarse. Y yo no entendí nada. ¿Quiénes eran esos ancianos? ¿Por qué reclamaron esas revistas pornográficas? ¿Qué poderes tenían? Misterios del más allá. Recordé una novela de Highsmith, a quien últimamente le soy muy afecto: El rescate de un perro, donde un joven policía es aterrorizado por un maleante, un siniestro pobre diablo, quien lo acusa una vez que ha sido descubierto por un delito, de exigirle, a él, el policía, un porcentaje de todo lo que obtiene en sus fechorías. Y pensé lo vulnerable que alguien, cualquiera, puede ser cuando otro hace una acusación absurda, levanta una calumnia y la sostiene sin amedrentarse. Me tendí de nuevo en la cama, me tomé un sedante, lo único que en ese momento quería era volver a Praga lo más rápidamente posible, en tren si acaso no había cupo en los aviones, y pensé que bailar con Catalina D'Erzell me había transmitido una mala suerte pavorosa. Tal vez en vida había sido gafe, y en las evoluciones de aquel baile inacabable me fue permeando de una esencia que era gettatura pura. Mis maletas estaban listas, tenía que guardar sólo los medicamentos que tenía en la mesa de noche y algunos libros. Me llamó la intérprete para decirme que no me preocupara, ya estaba reservado el pasaje; no, no sabía a qué hora exacta debíamos salir del hotel, pero que por favor me que dará en el cuarto, alguien pasaría a la agencia a recoger los pasajes y a acompañarme al aeropuerto. Todo listo. ¡Qué descanso! ¿Un pasaje para dónde?, me pregunté después de haber colgado el teléfono. ¿Serían tan hijos de puta de devolverme a Praga? ¿Y por qué no me dijeron a qué hora exacta pasarían a recogerme? ¡Todavía podía ver mil cosas en la ciudad! Pasar al museo ruso, que estaba a un paso, o acercarme, aunque fuera sólo para ver la fachada, a la casa donde vivió y sufrió Ana Ajmátova, que por lo que sé está también muy cerca, en la Fontanka. Lo último que leí ayer, durante varias horas, fueron las fantasmagóricas Veladas de Dikanka de Gógol: leí y releí ese relato prodigioso titulado "Iván Fedorovich Schponka y su tía", escrito apenas llegado a Petersburgo de una aldea de Ucrania, un jovencito de quien todos se burlan y con razón porque no hace sino decir disparates, y actúa como un loquito, pero que con ese cuento (él no lo sabrá nunca) se ha anticipado por lo menos un siglo y medio a la mejor literatura de vanguardia. Cada vez que lo leo me embriagan la alegría y el asombro. Es único en su género. Lo escribió en la adolescencia; los otros relatos que le hacen compañía en ese libro le son por entero ajenos. Lástima haber leído estas Veladas apenas hasta anoche cuando debí haberlas comenzado a la llegada a Leningrado. Habría abierto una vía paralela y antagónica a mis recorridos. Brujas, sangre derramada por todas partes, demencia, fantasmas a granel y de variados órdenes, toda la proterva estirpe del maligno. Hubiera resultado un eficaz anafrodisiaco para no caer arrodillado de amor por la extrema perfección de la ciudad. Basta pensar que esas historias fueron concebidas allí mismo. Y no sólo en Leningrado debí haber comenzado con Gógol, sino desde el mismo momento de subir al avión que me llevó a Moscú... Me encantaría escribir un pequeño libro: cinco efigies sobre el fondo de la ciudad imperial: Pushkin, Gógol, Blok, Ajmátova, Bély: cinco infiernos personales. U otro, con temas diversos y muy libres, como los apuntes casuales de Mándelstam en Armenia, que son digresiones en torno a mil cosas distintas que las más de las veces nada tienen que ver con Armenia, y recordar la figura monumental de Marietta al entrar en el salón de la Biblioteca Internacional de Moscú, donde leí mi conferencia, las comisuras de sus labios, sus rictus, la distancia que mostraba al mundo, y la busca de los trabajos de su marido, donde, según decía, había maravillas que nadie conocía sobre fiestas de México, algunos ritos arcaicos, entre los cuales el más apasionante tenía que ver con la defecación infantil, una auténtica consagración de la primavera, un renacer del mundo.