¿QUÉ ES UNA CRISIS SISTÉMICA?
Cuando es necesario referirse a una estructura organizada, sólida, monolítica e innovadora con respecto a su entorno resulta imprescindible hablar del Imperio romano; pero la civilización romana no siempre reunió estas características, y lo cierto es que las retuvo poco tiempo.
La Roma potente cuyas legiones invencibles aparecen en las películas, y sus generales, en las litografías de los libros de historia antigua, nace en el año 27 a. C. o, siendo muy generosos, en el 63 a.C; su final principia a partir del 212, desde ese momento va declinando hasta su total desaparición (oficial) en el año 476. Ya ven: ni tan siquiera duró tres siglos.
En el año 63 a. C, y tras un largo período de inestabilidad, un intento de reforma social -la conjuración de Catilina- dio entrada en la escena política al hombre con el que comenzó la verdadera expansión de Roma: Julio César, miembro de una de las familias de más vieja estirpe de Roma, la familia Julia. Julio César, en coalición con un militar de prestigio -Pompeyo- y con el hombre más acaudalado de Roma -Craso-, forma el Primer Triunvirato.
César hizo mucho por Roma, pero cometió dos errores que se demostraron imperdonables. Por un lado, ir aproximándose a una situación en la que su figura iba asemejándosecada vez más a la de un rey, figura odiada desde los inicios de Roma por el pueblo; por otro lado, ir enfrentándose, crecientemente, a una serie de potentes intereses económicos. La conjura contra él se manifestó de la mano de Bruto -un usurero-, y César fue asesinado en pleno Senado.
El período comprendido entre el 44 y el 3 l a. C. supuso el renacimiento de la inestabilidad. Marco Antonio, un general fiel a César, tomó el poder aliándose con un sobrino nieto de éste -'Octavio- y con un general al mando de un potente ejército -Lépido-, dando lugar al Segundo Triunvirato.
A pesar de que el cometido de los triunviros era la restauración del orden y sus cargos eran temporales, Octavio y Marco Antonio empezaron a actuar para perpetuar sus posiciones personales. Marco Antonio se situó más cerca de la idea globalizadora de César, y acorde con esta línea se casó con la reina de Egipto Cleopatra. Octavio siguió la senda tradicional de la República, comenzando a hacer aparecer a Marco Antonio como un traidor. La batalla de Accio dejó libre el camino a Octavio, que reinstauró el viejo orden ya con el título de Augusto.
Augusto (31 a.C-14 d.C.) supo diseñar una estructura ideal: el principado. A la vez que reinstauraba todas las instituciones y los cargos populares, de modo que a los ojos del pueblo fue él el salvador de la República, se hizo conceder el cargo de tribuno del pueblo de forma vitalicia, así como el título de «princeps», lo que le daba la facultad de ser el primero en votar en el Senado en una época en que todas las votaciones eran públicas, por lo que todos los senadores podían ver la postura personal de Augusto. Había comenzado la época del imperio con Augusto como primer emperador.
Augusto no extendió el imperio, sino que lo consolidó; además, realizó una intensa labor en obras públicas y en saneamientos, y eliminó las aduanas interiores; todo ello derivó en un incremento de la actividad económica. A la vez, se legislaron ayudas para las familias numerosas.
Después de Augusto se entró en una situación de paz permanente durante doscientos años -la Pax Romana (14-2,3 5)-, en la que expansión y consolidación continuaron, lo que vino favorecido por el hecho de que las provincias fueron integrándose más y más en la idea del conjunto que representaba el imperio y participando crecientemente en la administración del «Estado».1 En el 117, con Trajano como emperador, el imperio alanza su máxima extensión.
Este magnífico período de paz iniciado tras Augusto estuvo, no obstante, acompañado de un lento aunque imparable declive económico ocasionado por los crecientes gastos del Estado, que fueron siendo financiados con una imparable depreciación monetaria que llevó a que, en doscientos años, la cantidad de plata por unidad monetaria pasase de un 95% a un 5% de su peso, aunque conservando las monedas su valor nominal, lo que fue ocasionando una fuerte inflación.
El emperador Caracalla (211-217) intentó solucionar la situación económica, agravada por la creciente concesión de títulos de ciudadanía, que comportaban la exención del pago de impuestos. Caracalla concedió la ciudadanía romana a todos los habitantes no esclavos a la vez que eliminó la exención del pago de tributos para los ciudadanos romanos; pero el ya imparable proceso de formación de grandes propiedades iniciado décadas atrás había ido formando una masa de minúsculos campesinos que no podían competir con las grandes extensiones, por lo que sus posibilidades de pagar impuestos eran casi nulas. Con el artesanado sucedió algo semejante al ir constituyéndose grandes talleres.
La situación fue degradándose de forma progresiva. El último intento de enderezar la situación de declive en la que se encontraba el imperio lo llevó a cabo Diocleciano (284-305). Diocleciano realizó una profunda reforma que pivotaba en una rígida centralización, estructurada sobre una desarrollada burocracia, y sobre la idea de que era todo el imperio el que sustentaba el poder imperial y no sólo las clases privilegiadas de las ciudades.
Este conjunto de hechos con implicaciones políticas, económicas, sociales y religiosas, unos hechos que trastocaron completamente la vida del imperio, su organización, su modo de hacer, y que la historia conoce como la crisis del siglo ni, enmarcan una de las primeras crisis sistémicas ocurridas en los últimos dos mil años.
A partir del siglo III, el Imperio romano se transformó porque los hechos ocurridos durante la crisis y las consecuencias que de ellos se derivaron le hicieron perder «algo» fundamental que lo había caracterizado desde los tiempos de Augusto: su cohesión.
El pragmatismo del enfoque organizativo romano -de ahí la frase de Mussolini que encabeza este capítulo- fue viéndose superado por el coste del mantenimiento de la estructura que lo sustentaba hasta que éste se hizo inasumible. La evolución del entorno político, económico y social llevó a una situación insostenible y sin retorno: de ahí el dramatismo de la reforma de Diocleciano; pretendía revertir un camino -una evolución- que era inevitable.
El emperador Constantino (306-337) dio el golpe de gracia al imperio al conceder la libertad de culto al cristianismo en el Edicto de Milán (313) a fin de granjearse unos apoyos de los que carecía; y acabó de rematarlo el emperador Teo-dosio (379-395) al dividir el imperio (395) entre sus hijos Honorio y Arcadio (al primero le otorgó el Imperio de Occidente y al segundo el de Oriente -hecho que favoreció la entrada masiva de tribus germánicas que el ya en la práctica inexistente Estado no pudo frenar), y al declarar, en el 480, el cristianismo como religión oficial, lo que supuso a éste la obtención de un enorme poder al instaurar la alianza entre el poder terrenal y el eclesiástico y la politización de la religión cristiana. A su vez, significó el fin de un modo de «hacer las cosas»: el de un Imperio romano politeísta y con un emperador divinizado.
La Iglesia cristiana fue configurando una función de cohesión entre las fracciones en que se descompuso el Imperio romano. El vacío de poder creado por el proceso de derrumbe en que entró el Estado, junto con el desorden generado cuando éste como tal dejó de existir, favoreció la expansión tanto del cristianismo como de la institución eclesiástica, por lo que su vinculación con el atomizado poder político y económico era una conclusión lógica: ambos ganaban en el sistema que se constituyó.
También en China se produjeron una serie de cambios profundos provocados por la irrupción por el norte de los Hu -un grupo de tribus de etnia turca y del mismo grupo étnico que los hunos- a partir del 265, cuando finaliza el período de los Tres Reinos y hasta el 419. Este período de inestabilidad no finalizará hasta la ascensión de la dinastía Tang en el 618.
La crisis del siglo III significó la ruptura con el pasado, que tuvo lugar cuando a quienes habían alcanzado el máximo en su evolución ya no les fue posible realizar el cambio radical que hubiese sido necesario para que su sistema perviviese. ¿Por qué? Porque el sistema encarnado por el Imperio romano, o por la vigente estructura política y organizativa china, ya estaba agotado.
Tanto en Occidente como en Oriente, el cambio se dio a través de la irrupción de nuevos modos de hacer, distintos pueblos y formas de pensar. El cambio también vino propiciado por la extensión de dos religiones nuevas: el cristianismo en los antiguos territorios del Imperio romano y el budismo en China.
Del nuevo conglomerado que siguió a las irrupciones exteriores iría formándose una realidad sistémica estructurada según un modo de considerar la realidad cerrado y piramidal: el sistema feudal.