CAPÍTULO 11

José Antonio era un gigante: medía casi dos metros de estatura, era de complexión fuerte, con una barriga cervecera y el pelo negro, espeso y rizado. Al ver a George sonrió alegremente.

—¡George! Bienvenido a Las Dos Vizcachas. —Su inglés era fluido aunque conservaba un marcado acento argentino. En lugar de ofrecerle la mano dio una palmada a George en la espalda al tiempo que emitía una sonora carcajada—. Seguro que Agatha te ha enseñado la estancia. Se siente muy orgullosa de su casa.

—Sí, es un lugar precioso —respondió George, abrumado por el magnetismo de José Antonio.

—Celebro que te guste. Será tu hogar durante un tiempo y confío en que te sientas a gusto aquí. —José Antonio se volvió y fijó sus ojos castaños y profundos en su esposa—. ¡Comamos, tengo hambre!

Agatha hizo sonar una campanita de plata que había junto a ella en la mesa y apareció apresuradamente Agustina portando una bandeja ovalada con carne, patatas y ensalada. En la cocina sonaron unos chillidos. José Antonio rió y se sirvió un buen vaso de vino.

—Veo que Dolores vuelve a estar en pie de guerra —dijo alzando el vaso en un brindis en honor de George—. ¡Y tú creías que la guerra había terminado!

—Hoy está de un humor de perros. Aunque debo decir que en todos los años que llevo aquí no la he visto sonreír una sola vez —comentó Agatha sirviéndose de la bandeja.

George llenó su plato tanto como pudo sin dar la impresión de que era un glotón y probó una generosa porción de carne. Su sabor era tan delicioso como su aspecto.

—Dicen que las personas se convierten en sus nombres, ¿sabes? Dolores sin duda hace honor al suyo —dijo José Antonio.

—¡Esa mujer no sufre ningún dolor! —protestó Agatha.

—No, Gorda, pero se lo produce a los demás —replicó su marido prorrumpiendo en carcajadas.

—Si lo que dices sobre los nombres es cierto no cabe duda de que yo me he convertido en el mío —dijo Agatha sonriendo. Luego se volvió hacia George y añadió—: José Antonio me apoda Gorda.

George quiso tranquilizarla diciéndole que no estaba gorda, pero habría sido una ridiculez, por lo que se limitó a decir:

—Eres una mujer imponente, tía Agatha.

—Tengo que serlo para dirigir esta estancia; José Antonio vive como un rey.

Era cierto. José Antonio vivía a cuerpo de rey, atendido por su esposa y por Dolores, que le conocía desde que era niño. A George le sorprendió observar que en presencia de su marido Agatha parecía reprimir su personalidad. Apenas hablaba y se reía de todos sus chistes, por malos que fueran. Estaba claro que era más inteligente que su marido y tan competente que éste no sabía el esfuerzo que requería administrar su hogar. Todo estaba tal como quería José Antonio. Las comidas eran servidas puntualmente, los alimentos eran siempre frescos y exquisitos, los caballos siempre estaban preparados, el puesto de los gauchos estaba bien organizado y funcionaba con eficiencia y el pequeño grupo de sirvientes trabajaban en silencio de forma que José Antonio sólo era consciente de la perfección de la escena y no del sudor entre bastidores. Con frecuencia tenían huéspedes en casa, y las habitaciones estaban siempre limpias, con sábanas de hilo en las camas, flores y pastillas de jabón por estrenar. José Antonio los recibía afablemente, pero nunca se le ocurría dar las gracias a su esposa por sus esfuerzos. Sólo Dolores gritaba y gemía, sin que nadie pudiera controlarla. Pero José Antonio la toleraba porque formaba parte de la estancia. La había oído gritar durante toda su niñez y estaba acostumbrado a ella.

Después de comer José Antonio hacía la siesta. A veces iba a la ciudad a caballo para visitar a su amante, Molina. Después de triscar durante un rato con ella, se quedaba dormido sobre sus voluminosos y mullidos pechos. A diferencia de Agatha, Molina era una mujer joven y delgada, con la piel del color del azúcar quemado. Lo que más le gustaba a José Antonio de ella era su trasero, suave y redondo como un melocotón. Pero hoy José Antonio estaba cansado. El darse tono delante de George había requerido que ingiriera más vino y el vino le había producido modorra, de modo que se había tumbado en su cama y había dormido a pierna suelta durante un par de horas, soñando con las nalgas firmes de Molina. George había dormido un rato en la hamaca que pertenecía a los niños. Hacía calor y la noche anterior apenas había pegado ojo. Por fortuna, la habitación de José Antonio se hallaba en una de las torres situadas a ambos lados de la casa, de modo que George había podido descansar sin que los ronquidos y el sonido de las tripas de su tío al hacer la digestión le importunaran.

Por la tarde George acompañó a José Antonio a caballo a dar una vuelta por la estancia. Hacía aún calor, pero menos intenso. Pese a la tosca naturaleza de su tío, George se sentía a gusto con él. Cabalgaron a través de la llanura donde el trigo y el maíz crecían en campos durados y los girasoles se inclinaban hacia la luz. Grandes manadas de vacas de color pardo pastaban entre la hierba y las flores silvestres, mostrando un pelaje espeso y reluciente, rebosantes de salud. José Antonio disponía de una legión de jornaleros que realizaban buena parte de sus faenas a caballo. Lucían el atuendo tradicional de los gauchos: unos pantalones anchos remetidos dentro de las botas de cuero y una faja enrollada alrededor de la cintura, sobre la que descansaba un vistoso cinturón decorado con monedas de plata. Presentaban un aspecto pintoresco con su sombrero de ala ancha, sus zahones de cuero, sus lustrosas espuelas y su cuchillo, un elemento muy importante, sujeto en el cinturón. Pero a José Antonio le interesaba más hablar sobre George.

—La Gorda me ha dicho que tienes una mujer en Inglaterra —dijo. Pero antes de que George pudiera responder, José Antonio añadió riendo a mandíbula batiente—: ¿De qué sirve una mujer si no puedes hacerle el amor? Si quieres una buena puta, conozco un lugar limpio y agradable en la ciudad. Un hombre tiene que joder al igual que tiene que comer y cagar, ¿no es así? —George le miró estupefacto, pero José Antonio no se percató—. Una esposa es para tener hijos con ella —prosiguió—. Organiza tu vida y cuida de ti. Una puta es para gozar. Si yo hubiera querido pasar el resto de mi vida haciendo el amor con mi esposa me habría casado con Molina. Pero Molina sólo sirve para eso. Todos los hombres deberían tener una mujer para amar y otra para follar, ¿no crees?

George no había tenido reparos en mantener conversaciones eróticas con el comedor de oficiales, pero le parecía impropio hablar de esos temas con el marido de su tía. José Antonio le miró con sus ojos de color caoba y dijo sonriendo socarronamente:

—Ya veo que estás enamorado.

—Voy a casarme con Rita —respondió George un tanto turbado. Sacó un cigarrillo y lo encendió.

—En ese caso necesitas a una mujer que te mantenga ocupado —observó José Antonio, que al parecer era una autoridad en el tema—. Un año es mucho tiempo y eres joven. Cuando yo era joven hacía el amor siempre que podía porque, a medida que te haces mayor, no tienes la vitalidad ni el tiempo para hacerlo a menudo. Tú mismo comprobarás que tengo razón. —En vista de que George no decía nada, José Antonio añadió con gesto pensativo—: Rita debe de ser una mujer muy hermosa.

—Lo es —respondió George, imaginando su rostro y preguntándose qué pensaría Rita de José Antonio. Tenía ganas de hablarle sobre él en su próxima carta.

—A mí siempre me han gustado las mujeres hechas y derechas. Las chicas jóvenes carecen de experiencia. Son como frutas verdes en un árbol. Mejoran al cabo de un tiempo de estar expuestas a los elementos. Necesitan madurar.

George pensó en Susan y se arrepintió de no haberle pedido al menos su dirección. El saber que quizá no volviera a verla nunca la convertía en una persona más interesante y enigmática.

—Una mujer que ha visto mundo resulta muy atractiva —comentó George.

—Y que ha probado la fruta prohibida. Las jóvenes son ingenuas, confiadas, empalagosas. Carecen de personalidad. Yo me sentí atraído por la Gorda porque era una mujer de carácter. Fuerte y competente. Me tiene sin cuidado que hable el español como una turista.

—Debo decir, José Antonio, que te expresas admirablemente en inglés —comentó George con sinceridad, preguntándose si algún día lograría aprender el español.

—Tuve una institutriz que se quedó hasta que cumplí los veinte años. —No, no —se apresuró a agregar José Antonio prorrumpiendo de nuevo en sonoras carcajadas—. Para entonces yo ya había aprendido a utilizar el orinal, te lo aseguro.

Cuando regresaron al puesto vieron a dos niños de piel tostada sentados sobre la cerca, esperándoles. Al verlos acercarse se levantaron apresuradamente y se dirigieron corriendo hacia los potros. Pía tenía ocho años y José Antonio, al que apodaban Tonito para evitar confusión, diez. Su padre desmontó rápidamente y abrazó a los dos niños. Estos rieron alborozados y Pía apoyó sus manitas sobre el áspero rostro de su padre y le besó.

—Venid, quiero presentaros a vuestro primo George.

Los niños se aferraron a su padre tímidamente, observando a George con los mismos ojos oscuros que éste. Ninguno de los dos se parecía a su madre. Pía estaba destinada a ser una belleza y Tonito un gigante. Formaban parte de Argentina al igual que el ombú forma parte de la pampa. A George le sorprendió comprobar que no hablaban inglés correctamente, pues sus padres les hablaban en su lengua nativa, más por pereza que intencionadamente.

—Vamos a casa a tomar el té —dijo Tonito en español. Luego se volvió a George y tradujo a George en su inglés macarrónico—: Es hora de merendar.

El té estaba dispuesto en la veranda, los cubiertos de plata y el servicio de porcelana colocados ordenadamente sobre un pulcro mantel blanco. Los niños se bebieron sus vasos de leche y contaron a sus padres lo que habían hecho en la escuela. José Antonio se mostró tolerante con ellos. Agatha estaba pendiente de su conducta y sus modales.

—Niños, a partir de ahora debemos hablar en inglés puesto que nuestro invitado es inglés —dijo José Antonio acariciando con su mano grande y musculosa el pelo de su hijo—. Mostradnos lo que habéis aprendido hoy en la escuela.

—Lunes, martes, miércoles, jueves —dijo Tonito riendo.

—Habréis aprendido algo más que eso, ¿no? —exclamó Agatha irritada.

—No quiero contestar —protestó Pía, mirando a su padre debajo de sus espesas cejas negras. Ya había aprendido el arte de coquetear.

—George pilota aviones —dijo su madre tratando de hacer que los niños participaran en la conversación—. Ha luchado en la guerra.

—Como un pájaro —dijo Pía señalando el cielo.

—Igual que un pájaro —respondió George sonriendo—. Pero una vez me estrellé. Caí al suelo. ¡No como un pájaro!

Los niños se rieron; era evidente que comprendían más de lo que daban a entender.

—¡Dios santo! ¿Es eso cierto, George? —preguntó Agatha con ojos como platos.

—Por poco me mato —contestó George, tras lo cual añadió suavemente—: Me salvé por la gracia de Dios.

De pronto se oyó el ruido de unos platos al estrellarse, de unas sillas al caer al suelo, y los inimitables alaridos de Dolores les indicaron que se había producido un altercado en la cocina. Todos se enderezaron alarmados, mirándose perplejos. Pía se rió nerviosa, tapándose la boca con la mano. José Antonio se levantó, masticando un trozo de queso y membrillo, y echó a andar pausadamente atravesando la terraza. Al entrar en la cocina vio a la anciana de pie en el centro de la habitación, blandiendo un cuchillo contra un agresor invisible. Parecía un cuervo enfurecido, vestida como de costumbre con un vestido negro y unos zapatones negros, y peinada con un severo moño en la nuca.

—¡Fuera! ¡Fuera! —gritaba furiosa. Al ver a su amo le espetó—: Señor, si ha venido para echarme de aquí suplico a Dios por anticipado que perdone mis pecados.

—¿Por qué iba a querer echarte de aquí, Dolores? ¡Nadie prepara las empanadas como tú! —dijo José Antonio con tono sereno pero enérgico.

—En la barriga tengo un melón que no deja de crecer. Por eso han venido para llevarme con ellos.

José Antonio era mucho más alto que la anciana y no le habría costado arrebatarle el cuchillo, pero los ojos de ésta reflejaban más terror que ira.

—¿Quiénes han venido para llevarte con ellos? —preguntó José Antonio pacientemente—. No veo a nadie aquí.

La anciana alzó el mentón y señaló la pared.

—Unos espíritus. Vienen cuando ha llegado tu hora, para llevarte al otro mundo. Pero les he dicho que aún no estoy preparada. ¡Váyanse, váyanse!

José Antonio se puso serio y arrugó el ceño. Esto no era una escena montada por una loca, pues él mismo había oído hablar de los espíritus y los había visto.

—¿Quién hay ahí, Dolores? —preguntó bajando la voz.

—Mamá Ernesto.

—Deja el cuchillo. No puedes herir a unos espíritus con un cuchillo.

José Antonio avanzó unos pasos hacia la anciana. Ésta alzó los ojos, enrojecidos y húmedos, se mordió su delgado labio y le entregó cuchillo.

—Diles que se vayan, pero educadamente —dijo José Antonio depositando el cuchillo en la mesa.

Dolores obedeció. José Antonio la observó agitar la mano como para ordenar que se alejara a un perro que la estaba importunando. Luego la anciana se volvió, se alisó su pelo entrecano y le miró muy seria, asintiendo con la cabeza.

—Se acerca mi hora, señor —dijo con voz ronca.

José Antonio apoyó las manos en las caderas y emitió un suspiro de resignación.

—Un cuchillo y unas palabrotas no pueden demorar tu encuentro con Dios, Dolores. No, han venido con una advertencia. Llamaré a la señora.

Cuando José Antonio regresó a la mesa Agatha estaba relatando a George las célebres anécdotas relacionadas con Dolores. El día en que por poco la mata un jabalí, la pelea que tuvo con una prostituta de Jesús María y el descubrimiento de que su marido, Ernesto, mantenía una doble vida y tenía otra familia en La Cumbre.

—El pobre murió al poco tiempo —dijo Agatha—. Como puedes imaginar, Dolores le hizo la vida imposible.

Al ver acercarse a su marido, Agatha se detuvo y le miró con expresión inquisitiva.

—¿Qué diantres le ocurre a Dolores?

—Ve a verla, Gorda. Dice que tiene un melón en la barriga que no deja de crecer. No creo que se refiera a uno auténtico. —José Antonio se volvió hacia George y añadió—: Eso son cosas de mujeres.

—¿Va a morirse? —preguntó Pía observando a su madre doblar la servilleta ordenadamente y dejarla en la mesa.

—Por supuesto que no, mi amor—respondió José Antonio dándole una palmadita en el hombro.

—¡Qué pena! —exclamó la niña en español. George se quedo atónito. Aunque conocía pocas frases en español, estaba seguro de haber entendido la palabra «pena».

—¡Pía, un poco más de respeto, por favor! —le reprendió Agatha enojada. Detestaba involucrarse en las vidas personales de sus sirvientes, y no digamos en sus funciones corporales. La idea de que la anciana tuviera un melón en la barriga le produjo náuseas. No quería saber nada de ello. Pero hizo lo que su marido le había pedido.

Agatha encontró a Dolores sentada en una silla, bebiendo mate. Parecía una anciana bondadosa, nada que ver con la fiera que había impuesto su autoridad en la cocina durante los cuarenta últimos años.

—¿Te sientes bien? —le pregunto Agatha en español. Por más que trató de suavizar el tono sabía que no parecía preocupada.

—¿Qué significa eso? —gimió Dolores—. Estoy a punto de irme al otro barrio.

—No digas tonterías —contestó Agatha, deseando añadir que llevaba dos décadas tratando inútilmente de librarse de ella—. El señor José Antonio me ha dicho que tienes una cosa que te crece en la barriga. —Se abstuvo de mencionar el melón, pues le parecía demasiado absurdo.

—El señor que se ocupe de sus cosas —replicó Dolores ásperamente.

Agatha se rindió.

—Bueno, en tal caso todos nos ocuparemos de nuestras cosas —respondió con no menos aspereza, tras lo cual salió de la cocina, aliviada de no tener que llevar el asunto más lejos.

George sabía que se sentiría feliz en su nuevo hogar. Al atardecer se dio un chapuzón en la piscina y luego se sentó en las losas del suelo, observando a las moscas y los mosquitos revolotear sobre la superficie lisa del agua y dejando que los perfumes de los eucaliptos y las gardenias invadieran sus sentidos. Se sentía maravillosamente distanciado de Inglaterra. Tanto física como mentalmente, se hallaba a miles de kilómetros y, por primera vez desde la guerra, se sentía en paz. El suave mugido de las vacas acompañaba el chirrido de los grillos y el dulce canto de los pájaros, mientras el sol crepuscular teñía la llanura de un color ambarino.

Por la noche cenaron en el patio junto a un gigantesco árbol cuyas flores rojas se abrían inopinadamente con un sonoro chasquido. Dolores parecía haberse recuperado de su angustia y la oyeron gritar a la pobre Agustina y a Carlos. Los niños bebieron vino y conversaron con los adultos. George, cansado del viaje, se retiró antes que los demás. Durmió sin que ninguna pesadilla turbara su descanso, arrullado por el dulce aire nocturno y el ligero resoplido de los potros.

Dos días más tarde George comenzó a trabajar. Se sentía a gusto cabalgando a través de la pampa y había mucho que aprender. Hacía un día espléndido que contribuyó a que se sintiera animado e intensificó su sensación de libertad. Sintiendo el viento que agitaba su pelo y el sol que acariciaba su rostro, George cabalgó con los gauchos, acorralando al ganado e inspeccionando los florecientes campos de maíz y trigo. Se sentía como uno más entre los gauchos y era consciente de que le observaban atentamente. George imitó su estilo despreocupado de cabalgar, con la espalda encorvada, sosteniendo las riendas en una mano y con el sombrero ladeado y cubriéndoles un ojo. Sólo hablaban español y George lamentó no poder comunicarse con ellos más que por medio de gestos. Pero le miraban sonriendo socarronamente, intuyendo que era un buen tipo. El entusiasmo de George les divertía, su forma temeraria de cabalgar y la infinita cantidad de cigarrillos que fumaba. Cuando le ofrecieron un trago de mate, George se atragantó debido al sabor amargo de la bebida, pese a que habían añadido miel para endulzarla. A partir de entonces George decidió llevarse una petaca de brandy de naranja para beberlo en lugar del mate. José Antonio explicó a los gauchos que George había sido un valeroso piloto durante la guerra y debido a ello le apodaron El Gringo Volador. Por primera vez George se alegró de su incapacidad de comunicarse con ellos, pues así se ahorraba tener que hablarles sobre la guerra.

Agatha le envió a Jesús María para que aprendiera español con una mujer de talante lánguido llamada Josefa. Ésta tenía el pelo negro como ala de cuervo y la piel morena y húmeda, era rolliza, exhalaba un olor fragante y era holgazana como un oso perezoso tumbado al sol. Tenía un par de libros de texto que por lo visto conservaba de su época escolar y era muy aficionada a conjugar verbos. Por fortuna tenía un carácter afable y una paciencia infinita. Corregía los errores de George una y otra vez sin irritarse y escuchaba atentamente sus primeros y fallidos intentos de formar unas frases. Todo indicaba que no había tardado en encariñarse con él, pues solía perfumarse con colonia, trenzarse el pelo, maquillarse y adornar su cuerpo sensual con lociones y joyas. El calor le permitía lucir la menor cantidad de ropa posible sin transgredir las normas de la decencia, mostrando un escote más pronunciado con cada visita de su pupilo. Pero George estaba decidido a aprender el español y sólo le interesaba el celo de su maestra en enseñarle el idioma, no sus pechos. Intuyendo la presencia fantasmagórica de otra mujer, Josefa se resignó a no poder satisfacer sus deseos.

Noviembre transcurrió rápidamente, ensombrecido por los crecientes arrebatos de furia de Dolores y la menguante paciencia de Agatha. George había aprendido a comunicarse en español y a montar a caballo como los gauchos, aunque su técnica con el lazo dejaba mucho que desear. Por las noches se sentaba con ellos alrededor de una fogata e incluso había aprendido la letra y melodía de algunas de las canciones que cantaban, acompañados por un joven delgaducho llamado El Flaco que tocaba la guitarra como un ángel. George insistía en que nunca se aficionaría al mate, pero se consideraba perfectamente capaz de matar y desollar a un animal. Pedro, el gaucho de pelo canoso que mantenía su edad tan en secreto como los nombres de sus amantes que visitaba en Jesús María, le regaló un cuchillo de plata, explicándole con orgullo que debía utilizarlo cuando realizara su primera castración.

Cada vez que George contemplaba la luna pensaba en Rita. Se preguntaba cómo estaba su familia, la señora Megalith, los amigos que tenía en la ciudad. Pero estaba convencido de que la vida en Frognal Point no cambiaría nunca. Se había cansado de los acantilados y las fértiles llanuras y brumosas montañas de Córdoba le parecían más atrayentes. También pensaba en Susan. Cuando daba rienda suelta a su imaginación, cuando su recuerdo le asaltaba de improviso, cuando sus pensamientos vagaban libremente en sueños. Siempre veía su imagen apoyada en la balaustrada del barco, recogiéndose un mechón rebelde detrás de la oreja, su sonrisa reticente y aquellos ojos azules y tristes que ocultaban unos secretos que George jamás conocería.

Pero de pronto los vientos del destino, que a menudo habían soplado en su contra, comenzaron a soplar a favor de George. Todo empezó con el melón. Agatha había achacado el problema a un nuevo y desagradable giro en el eterno drama de la vida de Dolores. La anciana no cesaba de protestar, gritar y humillar al pobre Carlos ante el menor fallo de éste. Agustina estaba desesperada y rompía a llorar a la primera de cambio. George se había acostumbrado a los gritos y, al igual que José Antonio, no les prestaba atención. Dolores preparaba siempre una comida excelente. Pero un buen día, a principios de diciembre, Pía salió corriendo a la terraza a la hora del té gritando en español:

—¡Papá, papá, Dolores está muerta!

George hablaba ya suficiente español para entender lo que había dicho la niña. Agatha se levantó con tal ímpetu que cualquiera hubiera pensado que estaba impaciente por contemplar con sus propios ojos la prueba del fallecimiento de la vieja cascarrabias. José Antonio atravesó la casa con no menos rapidez. Incluso George, que rara vez entraba en la cocina, les siguió.

Dolores yacía inerte en el suelo, pero Agatha se llevó un chasco al comprobar que su pulso seguía latiendo y sus pulmones seguían aspirando aire, aunque débilmente. Llamaron al médico y José Antonio transportó a la anciana al cuarto de estar como si fuera un haz de ramas y la depositó en un sofá. George advirtió enseguida que tenía el vientre muy dilatado. Se acordó del melón y sintió náuseas. Dolores no ofrecía un espectáculo agradable. Estaba envejecida y arrugada como uno de los nogales de su padre. George pensó en Trees y son rió para sus adentros.

El médico declaró que Dolores tenía efectivamente un objeto enorme y engorroso en el vientre. No era un melón, se apresuro a añadir cuando uno de los niños lo mencionó, sino un tumor. Era preciso extirpárselo cuanto antes. Agatha no tenía más remedio que llevar a Dolores a Buenos Aires para que la operaran. La idea de pasar unas horas encerrada en un coche con esa fiera, que para colmo tenía un tumor en la barriga, disgustó a Agatha. Pero sabía que estaba obligada a hacerlo. José Antonio no se daba cuenta del sacrificio que ese viaje representaba para ella. Agatha tenía que desahogarse con alguien, y se apresuró a quejarse a George.

—¡Cielo santo! —exclamó mientras metía unas cosas en la maleta—. Qué pesadilla. He pasado todos los años de casada interponiendo la máxima distancia entre ese espantoso ser que algunos consideran una mujer y yo. Yo la considero un demonio o un monstruo, pues no tiene ningún rasgo humano. Y ahora va y se le ocurre desarrollar un tumor. No me explico por qué Dios no ha aprovechado esta ocasión para llevársela.

—¿Cuánto tiempo permanecerás en la ciudad? —preguntó George.

—Mucho más de lo que quisiera —contestó Agatha con un respingo—. No sé, diez días, dos semanas. ¡Qué incordio!

—¿Dónde te alojarás?

—Eso no es problema. Tenemos suficientes parientes en Buenos Aires para poblar una ciudad. Ni una palabra de gratitud por parte de José Antonio, que nunca da las gracias por nada. No es que me queje, es un buen hombre, pero carece de sensibilidad. Según él el aspecto doméstico de la vida me corresponde única y exclusivamente a mí. Mi misión es comprender y no molestarme nunca por nada. Lo malo es que Dolores entre en esa categoría.

—¿Quieres que la lleve yo? —propuso George un tanto precipitadamente—. O al menos deja que te acompañe.

—No, no es necesario. Pero gracias por ofrecerte, querido George. Eres un joven muy generoso.

El ofrecimiento de George no tenía nada de generoso. Lo había hecho confiando en que al estar en la misma ciudad que Susan, quizá se produjera un milagro y sus caminos se cruzaran.

George observó a las dos mujeres partir para la ciudad y de pronto se sintió deprimido. Se consoló pensando que era poco probable que se topara con Susan en una ciudad de millones de habitantes. Había sido un ingenuo al imaginarlo siquiera.

Pasaron doce días. George anhelaba que Agatha y Dolores regresaran porque, mientras estuvieran en Buenos Aires, no podía por menos de imaginar que Susan andaba cerca de ellas, por más que su tía lo ignorara. Quizás habían tomado el té en el mismo café, o habían entrado en la misma tienda. De haber acompañado George a su tía quizá se habría encontrado por casualidad con Susan. Aunque Agatha se topara con una mujer con el rostro horriblemente desfigurado, no sabría que su sobrino suspiraba por ella.

Por fin Agatha regresó con Dolores. George había salido con los gauchos, pero José Antonio se apresuró a comunicarle la noticia.

—Dolores está curada —dijo sonriendo, expresando su alegría gesticulando exageradamente con sus enormes manos. George se preguntó qué opinaba su tía al respecto—. Por si fuera poco, el melón contenía un veneno que infectaba todo su cuerpo, incluso su carácter. Es otra mujer. ¡Incluso sonríe!

—¿Y tía Agatha? —inquirió George.

—Al parecer La Gorda es incapaz de ir a la ciudad sin regresar con un recuerdo humano de su visita.

—Yo creo que merece una recompensa por haber llevado a Dolores en coche a Buenos Aires —dijo George diplomáticamente.

—Una mujer curada, otra desfigurada. ¡Las desgracias nunca vienen solas! —exclamó José Antonio con tono jovial, encogiéndose de hombros. George sintió que el corazón le daba un vuelco—. La Gorda ha invitado a una mujer para que te haga compañía, gringo —añadió con tono socarrón dándose una palmada en el muslo—. Claro que tú sólo tienes ojos para Rita.

—¿Qué?

—La Gorda ha decidido montar un santuario para mujeres convalecientes. Estoy por irme a vivir con Molina. No te preocupes, gringo, esa mujer no es para ti. Dios ha destruido su belleza rajándole cara —dijo José Antonio pasándose su áspero dedo por la mejilla—. ¡Venga, que hay mucho que hacer!