CAPÍTULO 01
La señora Megalith miró el cadáver y soltó un prolongado suspiro. ¡Qué espectáculo tan desagradable a primera hora de la mañana! Estaba rígido y frío y parecía uno de los objetos que sus nietos confeccionaban en el colegio con papel maché, pero esto no era una travesura. La señora Megalith chasqueó la lengua con gesto de contrariedad y se puso la bata. Acto seguido tomó su bastón y tocó el cadáver. Era poco más que un sarnoso y nauseabundo amasijo de piel, huesos y pelo. Al contemplar la muerte la señora Megalith pensó en lo repulsivo que resultaba un cuerpo, incluso el de un gato, después de que el espíritu lo hubiera abandonado. La única emoción que experimentó la anciana fue irritación. Tenía tantos gatos que había perdido la cuenta. Aparecían continuamente, a pesar de la escasa atención que les prestaba, y no conocía a ninguno por su nombre. No tenía remota idea de dónde salían, pero estaba claro que se sentían atraídos por ella como por una fuerza misteriosa. Lo cual no dejaba de ser asombroso, dado que la señora Megalith era una magnífica clarividente.
La señora Megalith recogió al gato del suelo, preguntándose por qué había elegido su dormitorio para morirse, y echó a andar renqueando por el pasillo hacia la escalera. Era un mal presagio, de eso estaba segura. La anciana encontró a Max en la cocina, preparándose una taza de Ovaltine.
—¿Qué haces levantado a estas horas, hijo mío? —Eran las seis de la mañana y Max no solía aparecer antes de las ocho y media.
—He encontrado un gato muerto en mi habitación —respondió Max con toda naturalidad. Seguía teniendo acento vienés y de no ser por la sangre judía que circulaba por sus venas, Hitler le habría considerado el prototipo de hombre ario: el pelo rubio y espeso, los ojos azules como la sodalita, una expresión noble aunque sensible en un rostro amplio e inteligente. Pese a su aire despreocupado, era un joven responsable cuyo corazón era mucho más complejo de lo que cabía imaginar, con unos recovecos y resquicios sombríos y profundos poblados de sombras. Max no solía mostrar las emociones que bullían en su interior, pues a su padre le habría disgustado que revelara sus temores y su dolor, prefiriendo que fuera fuerte como su hermana, Ruth. Max se lo debía.
El joven se rió al ver a la señora Megalith sostener al gato muerto con las yemas de los dedos. Estaba acostumbrado a los gatos y consideraba que formaban parte del mobiliario. El día en que llegó a Elvestree House, en 1938, siendo un niño refugiado de diez años, había sentido miedo de las solitarias criaturas que habitaban en la casa y le observaban con recelo desde todas las mesas y repisas, pero la señora Megalith les había regalado a Ruth y a él un gatito. Aunque en esos momentos Max ignoraba que jamás volvería a ver a sus padres, añoraba los olores familiares de su hogar. El gatito le había proporcionado cierto consuelo.
—¿Tú también? Vaya por Dios —exclamó la señora Megalith meneando la cabeza—. Un gato muerto es una contrariedad, pero dos es francamente inquietante. No augura nada bueno. ¿Qué querrán decirme? A fin de cuentas, hemos ganado la guerra.
La señora Megalith entrecerró los ojos, del color gris lechoso de la labradorita que lucía siempre colgando entre sus voluminosos pechos, y chasqueó la lengua. Max tomó el gato muerto de sus manos, lo sacó por la puerta trasera y lo dejó en el jardín junto con el otro. Cuando regresó, la señora Megalith estaba sentada en la butaca junto a los fogones.
—Siempre buscas un significado en todo, Primrose —dijo Max—El hecho de que dos gatos hayan muerto en una noche no es más que una coincidencia. Quizás ingirieron matarratas.
La señora Megalith frunció los labios.
—No. El presagio es claro como el cuarzo.
—La guerra ha terminado —observó Max—. Hitler se acabó.
—¡Gracias a Dios! Yo estuve en cierta ocasión a punto de irme al otro barrio, por lo que no creo que el augurio se refiera a mí —dijo la señora Megalith recordando una noche durante los bombardeos aéreos en que se había alojado en casa de su hermana en Londres. Esa noche también había muerto un gato. Pero la señora Megalith era incombustible; cojeaba y no cesaba de refunfuñar, pero estaba más viva que nunca—. No, el presagio no tiene nada que ver con la guerra. Está relacionado con nuestra casa —prosiguió la anciana restregándose la barbilla con gesto pensativo.
—Hoy llega George de Francia —dijo Max pensando en Rita y confiando en que el mal presagio no tuviera nada que ver con ella. George era otra cuestión.
—¡Cielo santo, tienes razón! —exclamó la señora Megalith—. La vejez es humillante. Yo tenía una memoria prodigiosa. Ahora es pasable, como la de todo el mundo —rezongó la anciana—. Es un milagro que el joven George Bolton haya sobrevivido volando en esos cacharros de hojalata. Gracias a los jóvenes como él no nos veremos obligados a aprender alemán y no tendré que ocultarme en mi desván. No es un desván muy cómodo. Tú habrías tenido una ventaja sobre el resto de nosotros, puesto que hablas alemán. —La anciana pensó entonces en su nieta—. Hace tres años que Rita no ha visto a George.
—Es mucho tiempo —comentó Max animadamente. Se había enamorado de Rita Fairweather desde el primer momento en que la había visto. El enamoramiento del chiquillo había madurado lentamente dando paso a un sentimiento más profundo, pues Rita tenía tres años más que Max y había entregado su corazón a otro hombre.
—Durante la Primera Guerra Mundial estuve cuatro años sin ver a Denzil. Y lo acepté con toda naturalidad.
—Pero tú no eres como las demás personas —replicó Max con tono socarrón—. Eres una bruja.
El rostro de la señora Megalith se suavizó y sonrió a Max. Pocos se atrevían a gastar ese tipo de bromas a la «Bruja de Elvestree» y era sabido que ésta consideraba a la mayoría de la gente intolerable. Pero Max gozaba de su beneplácito. La señora Megalith veía lo que no veían otros, el profundo sufrimiento que se ocultaba en los profundos y sombríos entresijos del corazón del joven. Jamás olvidaría el día en que los dos aterrorizados huerfanitos fueron entregados a su custodia. La señora Megalith quería a Max y a Ruth intensamente, más que a sus propias hijas, quienes jamás habían conocido el temor. La anciana constituía la única familia de esos niños, a quienes quería y cuidaba en lugar de sus padres, los cuales habían muerto, deseosa de darles lo que todo niño merece por derecho propio.
—Puede que sea una bruja, querido Max, pero soy tan humana como la que más y eché de menos a Denzil. Desde luego, tuve amantes. —Max arqueó una ceja—. Aunque te rías —prosiguió la señora Megalith apuntándole con su largo dedo—, yo era muy atractiva de joven. Anda, vuelve a acostarte. Pareces cansado —añadió la anciana levantándose con dificultad y apoyándose en su bastón.
—No vale la pena. Ya ha amanecido. Iré a enterrar los cadáveres —respondió Max encaminándose hacia la puerta trasera.
—Arrójalos entre los arbustos, cariño —dijo la señora Megalith agitando la mano. Sus anillos de cristal relucían bajo el sol como caramelos de frutas—. Saldré al jardín para gozar de los primeros rayos de sol.
La casa de la señora Megalith consistía en un amplio edificio de color blanco, de excelente factura tanto en sus proporciones como en su simetría. Una parte estaba cubierta por delicadas clemátides rosas, cuyos pétalos se agitaban al viento como confeti, y la otra por rosas trepadoras y vistaria. Las ventanas abiertas mostraban unas cortinas floreadas, unos tiestos con geranios y algún que otro gato dormitando al sol. La señora Megalith tenía unas vacas que le proporcionaban leche, unos pollos que le proporcionaban carne y huevos y cinco patos blancos Aylesbury para deleitarse observando cómo nadaban airosamente en el estanque. Los patos Aylesbury eran muy apreciados por los zorros porque no podían volar, de modo que la señora Megalith mantenía una linterna encendida toda la noche para ahuyentar a los zorros. La anciana era una apasionada de la jardinería y disponía sus plantas sin orden ni concierto, plantándolas donde había sitio. Clon ayuda de Néstor, el viejo jardinero, había excavado la mitad de su jardín para sembrar amapolas, aciano y flores silvestres, y debajo de los rosales había plantado unas nomeolvides cuyas semillas se diseminaban a través de los parterres en los que la anciana cultivaba arañuelas, campanulas y euforbias. El viento y las aves transportaban las malvas rosas, que florecían entre las grietas de la terraza de piedra de York y las fisuras de la tapia que rodeaba el jardín. El aire estaba saturado del dulce aroma a hierba recién cortada y álamo balsámico, y la brisa transportaba el intenso perfume de las campanillas que ere cían en el bosque cerca de la casa.
Elvestree House tenía también la ventaja de estar situada frente al estuario, poblado por diversas aves marinas, desde la gaviota argéntea de color gris pálido hasta el cormorán negro. En esos momentos el clamor de las aves resonaba a través de la extensa playa donde la marea baja había dejado un magnífico festín para las aves, compuesto por multitud de gusanos de arena y pequeños crustáceos. La señora Megalith contempló el mar y el horizonte pensando en los gatos muertos y el presagio que nublaba un cielo por lo demás radiante. Sabía que Rita estaría en la playa, admirando el mismo panorama, ansiando que George regresara sano y salvo de Francia y reflexionando en su futuro y la realización de todos sus sueños.
Rita no había pegado ojo. Estaba demasiado excitada. En la mano sostenía la carta que George le había remitido de Francia indicando la fecha y hora de su llegada. Era transparente, las palabras casi desgastadas por la leve corrosión del amor. Estaba sentada en el acantilado, mirando el mar embravecido sobre el que revoloteaban unas gaviotas, el mismo mar que les había separado durante mucho tiempo y ahora traería a George de regreso a casa.
Hasta el amanecer parecía hoy más bello. El cielo más pálido, más translúcido, el sol como el dulce roce de un beso. Lo que más le gustaba a Rita era contemplar el mar, pues mostraba humores semejantes al de una persona, que tan pronto parecía calmo y sereno como revelaba toda la fuerza de su furia. Pero esas aguas eran infinitamente más profundas que una persona. Pese a su veleidosa naturaleza el mar era constante, fiable y capaz de procurar a Rita una levedad de espíritu como ninguna otra cosa hacía en su vida. El espectáculo de aquel inmenso océano la conmovía hasta lo más profundo de su ser. En ocasiones, al anochecer, cuando el cielo reflejaba los matices dorados y rojos del sol crepuscular y el mar aparecía casi inmóvil, como impresionado por la escena celestial que se desarrollaba sobre él, Rita tenía la certeza de que Dios existía. No el Dios remoto del que le habían hablado en el colegio y en la iglesia, sino el Dios de su abuela: un Dios que formaba parte integrante del mar, las nubes, los árboles, las flores, los animales y los peces, y también una parte integrante de sí misma. A veces Rita cerraba los ojos e imaginaba que era un ave que volaba sobre la tierra, con el viento de cara que agitaba su cabello.
Rita amaba la Naturaleza. De niña sólo le gustaban las clases de naturales, las demás le parecían complicadas y absurdas. Mientras sus compañeros jugaban ruidosamente en el patio, Rita solía tumbarse en la hierba y observar a las mariquitas, una gota de rocío sobre una hoja o intentaba domesticar a un paro con una nuez del jardín del padre de George. Se entretenía dibujando insectos, observando hasta el mínimo detalle con gran curiosidad. Rita tenía pocas amigas íntimas. Nadie tenía la paciencia ni el interés suficiente para permanecer tanto rato sentado. Pero todo el mundo la apreciaba, por más que la consideraban un tanto excéntrica, pues era una niña dotada de un gran encanto.
Pero hoy Rita tenía otras cosas en que pensar aparte del fluido movimiento de las gaviotas que revoloteaban en lo alto o los bichejos que correteaban por la hierba en busca de comida, pues George iba a regresar a casa. Rita rogó a Dios que regresara sano y salvo, murmurando unas palabras al viento como había hecho durante toda la guerra y especialmente durante los dolorosos momentos en que el hijo del reverendo y la señora Hammond había muerto en el frente y el prometido de Elsa Shelby había desaparecido en combate. Pero su George había sobrevivido. A Rita le avergonzaba expresar su gratitud en voz alta por temor a que trajera mala suerte. Por tanto dio gracias a Dios en unos murmullos sofocados por el bramido del mar y el clamor de las aves que volaban con las alas desplegadas a lomos del viento. Rita abrió los brazos y echó a correr sobre la arena imitándolas, con el corazón rebosante de alegría y esperanza, sin que nadie pudiera oír su risa o reprochar su exuberancia infantil.
Rita conocía a George de toda la vida. Sus padres eran amigos y ambos habían asistido a la misma escuela rural, aunque él no iba a su clase, pues era tres años mayor que ella. George solía esperar al término de la jornada para acompañarla a casa antes de continuar su trayecto en bicicleta, pues su padre era granjero y vivían a unos kilómetros del pueblo. George había enseñado a Rita a jugar a las castañas y a los palitos, a buscar camarones y erizos de mar en las charcas de rocas en la playa y en verano le había enseñado a hacer fuego utilizando tan sólo unas gafas. El día en que Rita cumplió trece años George había sido el primero en besarla, porque, según dijo, no quería que lo hiciera otro. George consideraba que tenía la responsabilidad de iniciar a Rita en el amor con prudencia, pues una experiencia desagradable podía traumatizarla para siempre. George la había abrazado en la oscura cueva que constituía un lugar especial para ambos y había oprimido sus labios contra los suyos mientras la marea penetraba en la cueva para presenciar su secreto y llevárselo consigo. Rita y George habían descubierto así una nueva dimensión de su amistad y, con el entusiasmo de dos chiquillos con un juguete nuevo, habían visitado la cueva tan a menudo como habían podido para besarse durante horas, interrumpidos sólo por alguna golondrina de mar o gaviota que irrumpía inesperadamente en la cueva.
George siempre había ansiado volar. Al igual que Rita, le encantaba sentarse en lo alto del acantilado y observar a las aves revoloteando sobre el mar. Las contemplaba mientras surcaban el aire y de repente descendían en picado para posarse sobre el agua. Analizaba la forma en que despegaban y aterrizaban, y juró a Rita que algún día volaría como ellas en un avión. Cuando estalló la guerra George aprovechó la oportunidad de cumplir su sueño no obstante el peligro que entrañaba. En aquel entonces era joven y estaba convencido de su inmortalidad. Había emprendido su gran aventura y Rita se había sentido orgullosa y llena de admiración por él. Al contemplar las aves marinas surcando el aire Rita pensaba en George. Pero al ver los faisanes y los pichones que su padre cazaba, temía por él.
Rita se sentó en una roca en la cueva que les pertenecía a ambos y recordó esos besos. Recordó el penetrante olor que exhalaba la piel de George, su pelo, su ropa, un olor familiar e inmutable a lo largo de los años. Imaginó que estaba allí, su presencia tan imponente que hacía que la pequeña cueva pareciera insignificante. Lo imaginó encendiendo un cigarrillo, pasándose los dedos por su pelo castaño y rizado, mirándola con aquellos ojos grises moteados, esbozando su típica sonrisa torcida, una sonrisa irónica, socarrona. Rita recordó su poderoso maxilar, su pronunciado mentón, las arruguitas que se formaban en las esquinas de sus ojos cuando reía. Pensó en el vínculo que les unía, entusiasmada ante la perspectiva de un futuro que constituía una grata continuación del pasado. Envejecerían juntos en esta playa, en esta cueva, en este pueblecito de Devon marcado por las huellas indelebles de su infancia.
Cuando Rita regresó a casa se encontró a su madre preparando unas gachas, con su pelo teñido de color cobrizo enrollado en unos rulos y su rollizo cuerpo de matrona envuelto en una bata de color rosa pálido.
—Ya estamos a viernes, cariño. Me parece imposible. Creí que hoy no llegaría nunca. Han pasado tantos años... Estoy muy emocionada. —La mujer dejó la cuchara de madera y abrazó a su hija con fuerza—. Dios te ha bendecido, Rita —añadió con tono serio, retrocediendo y mirando a su hija con los ojos empañados por la emoción—. El domingo debes ir a la iglesia con el corazón rebosante de gratitud. Mucha gente no ha tenido tanta suerte. Trees y Faye deben de estar locos de alegría de pensar que su hijo por fin vuelve a casa... Se me forma un nudo en la garganta. —La madre de Rita siguió removiendo las gachas, enjugándose los ojos y sorbiéndose los mocos.
Hannah Fairweather era una mujer profundamente sentimental. Tenía un rostro amplio, generoso, unos ojos de lágrima fácil, sobre todo cuando se trataba de algo que concernía a sus hijas, y unos pechos grandes y esponjosos que habían amamantado a sus tres hijas hasta bien pasado su primer año de vida. Era una de esas madres tierra de la Naturaleza cuyo único propósito en la vida era criar y amar a sus hijos, cosa que Hannah hacía con gran orgullo. Parecía una urraca, lo conservaba todo: los primeros zapatos de Rita, el primer dibujo de Maddie, un mechón de pelo de Eddie. Las repisas y las paredes estaban repletas de recuerdos que no significarían nada para un visitante pero que para Hannah lo significaban todo; un auténtico museo de su pasado.
La espaciosa casa de los Fairweather estaba situada en el pueblecito costero de Frognal Point, oculta detrás de unos elevados setos de tejo y unos limoneros, rodeada por un jardín bien cuidado repleto de aves. La hija menor de Hannah tenía catorce años y estaba todo el día en la escuela, de modo que las aves que Hannah domesticaba y cuidaba eran para ella como sus hijos. El ruiseñor que había construido su nido en el laberíntico seto vivo, los pequeños paros que aparecían en otoño y comían migas de pan de su mano, y las golondrinas, sus aves preferidas, que regresaban cada primavera para construir sus nidos en la esquina superior del porche. Hannah, dulce y modesta como los pequeños gorriones, tenía un corazón bondadoso y tierno, como suelen tener los hijos de madres autoritarias.
—Me pregunto por qué nuestra Rita está tan radiante esta mañana —dijo Humphrey al entrar en la cocina, atraído por el aroma de las gachas y las tostadas. Era un hombre bajo y grueso, vestido con un pantalón de color gris, unos tirantes de color rojo escarlata y una camisa blanca recién planchada, casi completamente calvo excepto por unos gruesos rizos blancos alrededor de las orejas. Se agachó, besó a su hija en la sien y le dio unas palmaditas afectuosas en la espalda.
—Ha estado en la playa —respondió Hannah. Humphrey ocupó su lugar habitual a la cabeza de la mesa y se sirvió una taza de té.
—¿Entonces no tiene nada que ver con el hecho de que George regresa a casa? —Humphrey se rió y abrió el periódico, el Southern Gazette, que él dirigía. Emitió una exclamación de aprobación al contemplar la portada, en la que aparecía una fotografía de gran tamaño de una mujer besando a un soldado que regresaba del frente. Si George tenía algunas historias interesantes que contar sobre el valor y la aventura Humphrey estaría encantado de publicarlas en su periódico. Eso era lo que la gente deseaba en esos momentos, historias de heroísmo y victoria.
—Estoy muy emocionada, papá, pero al mismo tiempo asustada.
Humphrey miró a su hija por encima del periódico.
—No tienes por qué estar asustada, Rita. George regresará sano y salvo.
—No es por eso. —Rita se detuvo y mordisqueó una tostada—. ¿Creéis que habrá cambiado?
Hannah echó unas cucharadas de gachas en un cuenco para su marido.
—Por supuesto que habrá cambiado —dijo—. Estará hecho un hombre.
Rita sonrió y se ruborizó.
—Espero no decepcionarle.
—Tú no puedes decepcionar a nadie, tesoro —contestó Humphrey riendo y desapareciendo de nuevo tras el periódico—.Tú representas para George el hogar, como tu madre lo representaba para mí. No debes subestimar eso.
—Recuerdo que cuando tu padre regresó de los Dardanelos, estaba tan tostado que apenas le reconocí, y muy delgado. Tuve que cebarlo como a uno de los pollos de mi madre. Pero enseguida volvimos a adaptarnos el uno al otro. Es posible que George tarde un tiempo en adaptarse, pero estará en casa y junto a su novia. La guerra te enseña que lo único importante son las personas que amas. Tú has sido su salvavidas durante todos estos años, Rita. —A Hannah se le quebró la voz y tosió para disimular, recordando los horrores de la Primera Guerra Mundial y el abatimiento de los soldados que regresaron vivos—. ¿Dónde se ha metido Eddie? Llegará tarde al colegio. —Hannah salió apresuradamente de la habitación para despertar a su hija menor.
Cuando Eddie entró en la cocina, medio dormida aún, farfulló brevemente «buenos días» antes de recordar que hoy regresaba George.
—Debes de estar muy ilusionada, Rita —dijo Eddie despabilándose—. ¿Dejarás que te haga ahora el amor?
El sorprendido rostro de Humphrey asomó sobre el periódico y Hannah se volvió y miró horrorizada a su hija de catorce años.
—¡Eddie! —exclamó Hannah—. ¡Di algo, Humphrey!
Humphrey arrugó exageradamente el entrecejo.
—¿Qué sabes tú sobre hacer el amor, Eddie? —inquirió, preguntándose quién había contaminado la mente de la niña.
—El novio de Elsa Shelby regresó hace una semana y ese mismo día hicieron el amor. Lo sé porque me lo contó Amy. —La hermana menor de Elsa Shelby era tan indiscreta como Eddie.
—¿Y qué sabe la pequeña Amy? —preguntó Hannah apoyando las manos en las caderas y sacudiendo la cabeza con tanto ímpetu que casi se le cayeron los rulos.
—Se lo dijo Elsa. Le dijo que era como bañarse en una bañera llena de miel tibia. —Eddie sonrió pícaramente al observar la irónica sonrisa de su padre.
—Hija mía —dijo Hannah con tono severo, ignorando la expresión divertida de su marido—, el amor físico es para procrear hijos dentro del matrimonio.
—¡Están prometidos! —protestó Eddie sonriendo a su hermana, que de pronto se había ruborizado y parecía nerviosa—. A fin de cuentas, Elsa temía que hubiera muerto.
—Debieron haber esperado. Total, sólo faltan unos meses más —insistió Hannah.
—George y Rita se prometerán dentro de poco —dijo Eddie dirigiéndose a Rita—. ¿Me contarás lo que se siente cuando hagáis el amor?
Rita dejó que su larga cabellera castaña le cayera sobre la cara en unos espesos rizos y se rebulló en su silla, turbada.
—Cómete el desayuno, Edwina. Llegarás tarde al colegio —dijo Hannah cambiando de tema. Estaba acostumbrada a la tendencia de Eddie de decir exactamente lo que pensaba, sin pensar en si era correcto o no. Era un rasgo que había heredado de su abuela. Eddie observó a su madre servir unas cucharadas colmadas de gachas en un cuenco y cambió una mirada con su padre. El rostro de Humphrey mostraba una expresión indulgente.
—Eddie, cariño, ¿es necesario que traigas a Harvey a la mesa? —preguntó su madre, observando al pequeño murciélago negro que estaba agarrado a la manga de la rebeca de Eddie.
—Ya te he dicho que no le gusta que le deje solo, mamá. Se ha acostumbrado a mí.
Hannah suspiró y tomó su taza de té, que estaba tan diluido que parecía agua sucia.
—Por más que la guerra haya terminado, este país tardará mucho en recuperarse. ¡Daría cualquier cosa por una taza de té decente con una buena cucharada de azúcar!
Maddie había cumplido diecinueve años y era una chica con las ideas muy claras que no veía la necesidad de levantarse a una hora tan intempestiva. Aunque sus padres la animaban a que buscara trabajo, ella no lo consideraba un asunto urgente. Además, encontraría marido y entonces no tendría que trabajar. Cuando veía a Rita salir por las mañanas para trabajar de jornalera en la granja de Trees Bolton, regresar a la caída del sol con las manos sucias y el pelo lleno de polvo, apestando a vacas y estiércol, se alegraba de no tener que realizar esos trabajos manuales. Había suficientes personas que mantenían el fuego del hogar encendido sin que Maddie engrosara sus filas. Era una lástima que los hombres de la granja fueran viejos y feos, pues de haber sido tan jóvenes y guapos como esos soldados americanos quizá le habría gustado serles útil y levantarles la moral acostándose con ellos. Maddie se dio la vuelta en la cama y pensó que debía lavarse el pelo y hacerse la manicura. Luego recordó que hoy regresaba George del frente.
Después de ponerse una bata, Maddie bajó la escalera y se encontró a Rita y a su padre a punto de salir.
—Suerte, Rita —dijo Maddie—. Pensaré en ti. Es a las cuatro, ¿no? Márchate un rato antes para que pueda peinarte —añadió advirtiendo el aspecto desaliñado que presentaba su hermana. Pero sabía que era inútil. Rita era tan natural como el mar que tanto amaba y siempre llevaría el pelo alborotado como las algas marinas—. Te echaré una mano. Tienes que estar muy guapa para recibir a George—. Luego Maddie se volvió hacia su madre y parecía como si estuviera a punto de derretirse de la emoción—. ¿No te parece lo más romántico del mundo, mamá?
Rita partió en su bicicleta, Humphrey en su Lee Francis y Eddie echó a andar de mala gana hacia la escuela con Harvey, de modo que Maddie se quedó sola con su madre para comerse lo que quedaba de las gachas, las cuales se habían enfriado y estaban cubiertas por una gruesa tela de nata. Hannah, que no había tenido el valor de decir a Rita que ordenara su habitación y había pasado por alto su descuidado aspecto, se volvió hacia su hija mediana. Rita quizá fuera desordenada pero al menos no era una holgazana como Maddie.
—¿Qué vas a hacer hoy? —preguntó Hannah, tratando de hallar la forma de animarla a emplear el tiempo en algo provechoso.
Maddie suspiró y esbozó una mueca.
—Voy a lavarme el pelo —dijo, mordisqueando una tostada como había hecho su hermana.
—¿Es realmente necesario, cariño?
—¡Yo también quiero tener un buen aspecto para cuando llegue George! —insistió Maddie sabiendo que George no tenía nada que ver en eso—. Voy a peinarme como Lauren Bacall. Además, mañana por la noche es la fiesta de bienvenida para George. Nunca se sabe quién asistirá. Quizá conozca al hombre con el que estoy destinada a casarme. Quiero estar guapa para él.
—¿Por qué no me acompañas a ver a Megagran? —propuso Hannah. Años atrás Humphrey había puesto a la señora Megalith el grosero mote de Megagran—. Han florecido las campanulas azules en el bosque y el jardín de Megagran está precioso. Podemos almorzar allí. Así transcurrirá el tiempo más deprisa.
Maddie hizo un mohín.
—Insistirá en leerme las cartas.
—Y te aconsejará que busques trabajo.
Maddie puso cara de resignación.
—Nunca me dice lo que quiero oír —se quejó.
—Porque Megagran nunca miente —contestó Hannah retirando las cosas del desayuno—. Ya la conoces. Se toma esas cartas muy en serio.
—Instrumentos del espíritu —replicó Maddie imitando la voz grave de su abuela—. De acuerdo, iré contigo, pero sólo porque no tengo nada mejor que hacer.
Maddie lamentaba que los soldados hubieran regresado a Estados Unidos. Sonrió para sus adentros al pensar en que regresarían junto a sus esposas y sus novias con las polifotos de ella en el bolsillo del pecho.
Hannah y Maddie se dirigieron a casa de la señora Megalith en sus bicicletas porque la gasolina aún escaseaba. La primavera había hecho que la campiña floreciera y había pintado los árboles y los arbustos con una nueva paleta de colores. El majuelo y las flores blancas de los manzanos relucían entre los verdes fosforescentes de las hojas y las hierbas. El cielo ofrecía un espléndido color cerúleo sobre el que se deslizaban unas nubecillas como espuma sobre el mar. Hannah aspiró los aromas de esa deliciosa escena, sintiendo la presencia de Dios en la belleza y el poder de la Naturaleza.
—¿No os parece glorioso este cuarzo rosa? —preguntó la señora Megalith cuando su hija y su nieta entraron por la puerta de la cocina. Las miró por encima de sus gafas y sonrió afectuosamente. Maddie contempló los cristales de diversos colores y tamaños dispuestos en unas hileras sobre la mesa de la cocina y torció el gesto al percibir el penetrante olor a gato.
—¿Para qué sirven? —preguntó Maddie con expresión de disgusto ante la excentricidad de su abuela. Desde que Megagran había visitado la India entre guerras estaba obsesionada con unas cosas rarísimas.
—Ésta, por ejemplo —respondió la anciana sosteniendo el cuarzo rosa—, es la piedra del amor delicado. Su energía es suave, sedosa y calmante. Restituye la armonía y la claridad a las emociones. Pero esta pobre piedra necesita una buena limpieza. La lavaré con sal y la dejaré en el jardín durante veinticuatro horas para que absorba los elementos. Así se sentirá mucho mejor —añadió acariciando la piedra con afecto—. ¿Sigues holgazaneando, Madeleine?
Maddie puso cara de resignación.
—Voy a casarme con un hombre muy rico y no tendré que trabajar —replicó arqueando las cejas en un gesto desafiante a su abuela.
—Eso quizá te resulte más difícil de lo que crees. Ha habido una guerra, por si no te habías enterado —contestó la señora Megalith hundiendo la papada en su cuello—. ¿Cómo está nuestra Rita? —preguntó a Hannah.
—Imagino que necesita un cuarzo rosa —comento Maddie tomando distraídamente una fulgurita.
—Está muy ilusionada —dijo Hannah con tono alborozado—. Dudo que hoy haga nada útil en la granja.
—Mi querida niña... Confío en que el joven George se case con ella este verano. Rita ha sido un modelo de paciencia. Pásame mi bastón —dijo la anciana agitando su mano cubierta de joyas hacia su nieta al tiempo que trataba de levantarse. Su vestido de color celeste cayó en torno a sus piernas como una tienda de campaña, sostenido por el saliente formado por sus voluminosos pechos y sus rollizos hombros—. Venid a admirar mi jardín. Parece el paraíso.
Las tres mujeres echaron a andar por el pasillo, donde unos gatos, estaban tumbados sobre las soleadas repisas de las ventanas. Maddie estornudó. Los gatos no le gustaban. La señora Megalith se acordó de los dos gatos muertos.
—Decid a Rita que venga a verme mañana. Quiero leerle las cartas. Presiento algo. No me preguntéis qué es, porque no lo sé. Pero ahora que George va a regresar a casa creo que esa chica necesita cierta orientación por parte de una vieja bruja.
—Hace unos centenares de años te habrían quemado en la hoguera, abuela.
—Lo sé, querida Madeleine. Me quemaron durante la Inquisición española y te aseguro que no fue agradable. Pero he vuelto a reencarnarme muchas veces. La verdad resiste las llamas y un día la gente dejará de tener miedo del poder que reside en todos nosotros. Incluso los escépticos como tu Humphrey, Hannah. Incluso él.
Pasearon por el jardín, admirando «las inteligentes florecillas» que diseminaban sus semillas y brotaban en lugares tan inusitados como tapias y terrazas, y dieron de comer a los patos que nadaban satisfechos debajo de los sauces llorones y los álamos. Luego se sentaron en la terraza y bebieron un licor de saúco que elaboraba la misma señora Megalith. La guerra parecía no haber afectado en absoluto Elvestree House, en la que abundaban los huevos, la leche y el queso. La anciana trocaba mantequilla por carne y pescado, y adquiría unos cupones en el mercado negro a una libra esterlina cada uno. Incluso cultivaba plátanos en su invernadero, según ella gracias a los cristales que colocaba entre ellos. Todo prosperaba en Elvestree, y, para consternación de Hannah, el jardín de Megagran era un fértil campo de juegos para toda clase de pájaros, incluso para los frailecillos y las lavanderas, que por lo general no se detenían en Inglaterra. Por alguna misteriosa razón, Elvestree era un paraíso para las aves migratorias, aunque tuvieran que desviarse muchos kilómetros de su ruta para llegar allí.
Comieron un suculento pollo acompañado por unas verduras que la anciana señora Megalith cultivaba en su huerto, tras lo cual Hannah y Maddie la ayudaron a limpiar sus cristales. Cuando los dispusieron en el jardín, el aire había cambiado y la luz era más suave. Las tres mujeres consultaron sus relojes. Eran las tres y media de la tarde. Apenas habían reparado en el tiempo transcurrido.
—Santo cielo, Hannah —exclamó la señora Megalith jugueteando con la hilera de cuentas que había atado a sus gafas para no perderlas—. ¡George!
—¡Prometí a Rita que la peinaría! —se lamentó Maddie, sintiéndose culpable. Pero su abuela se volvió hacia ella, censurándola por su frivolidad.
—George no va a fijarse en el pelo de Rita, Madeleine. La quiere tal como es.