IX
La sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 se convirtió enseguida, tras la gran manifestación celebrada para reprobarla, en el símbolo de la mayor agresión posible a Cataluña. La voluntad del pueblo catalán, expresada por sus representantes en el Parlamento al aprobar el Estatut, y por los ciudadanos directamente en referéndum, había sido doblemente ofendida, primero por las Cortes que, al tramitar el Estatuto, se permitieron reformarlo, y después, sobre todo, por el Tribunal Constitucional en aquella sentencia vejatoria.
La política catalana se embozó entonces con un sinfín de memoriales de agravios contra España (entidad política enunciada siempre como distinta y diferenciada de Cataluña, remarcando una imaginaria separación territorial y constitucional entre ambas), que tenían, naturalmente, una capacidad de penetración muy intensa en el ánimo de los ciudadanos porque la crisis institucional tenía lugar concurrentemente con una crisis económica despiadada que afectaba de forma dramática al empleo y a las condiciones de vida.
La primera de todas las quejas se centró en la incapacidad del Estado para comprender la singularidad de Cataluña y establecer un marco constitucional en el que pudiera ejercitarse de modo satisfactorio su autogobierno. La historia de Cataluña se convirtió en el arma más valiosa esgrimida para justificar esa reclamación. La historiografía ha ayudado mucho en los últimos años a poner fundamentos a las quejas y reclamaciones del nacionalismo catalán frente a un Estado indolente, usurpador e incapaz de comprender a Cataluña.
Esta recolocación de Cataluña en la historia no ocurrió de una sola vez en 2010, claro está. Realmente siempre ha habido historiadores catalanes activos contra las lecturas castellanas o «españolistas» de la historia[189]. Cuando don Ramón Menéndez Pidal explicó, con gran entusiasmo y detalle, el Compromiso de Caspe de 1412 como la primera gran «autodeterminación» de la historia de España porque varios reinos se reunieron allí para elegir directamente a su rey, decidiéndose por Fernando de Antequera, Soldevilla contestó prontamente desde Cataluña con un ensayo vibrante en el que defendía la tesis de la manipulación y la impostura, justificativa del inmediato levantamiento y la protesta de los partidarios del conde de Urgell[190]. Cuando J. Vicens Vives explicó, de un modo innovador y fascinante, el papel de Fernando el Católico en la solución de los pleitos de los remensas, y la actuación de este como monarca protector de las libertades y respetuoso con las constituciones catalanas, tuvo enfrente a la poderosa corriente historiográfica encabezada por Rovira i Virgili[191]. Cuando, en fin, algún historiador se atrevió a insinuar que la Nueva Planta, impuesta por Felipe V, fue una operación imprescindible para la modernización de España sin perjuicio de que arrasara las formas tradicionales de gobierno en los territorios afectados, se formularon críticas enracimadas y se invocaron opciones que hubieran sido más respetuosas con la historia catalana, aunque nunca llegaran a formar parte de lo realmente ocurrido[192].
La historia de España ha sido contada desde la primera que hizo el padre Juan de Mariana, viviendo todavía Felipe II, y pasando por la influyente de Modesto Lafuente, a mediados del siglo XIX, y continuada por las grandes síntesis hechas en el siglo XX por historiadores indiscutibles como Ramón Menéndez Pidal, Claudio Sánchez Albornoz, Américo Castro, Rafael Altamira o José Antonio Maravall[193], desde el punto de vista de Castilla. Como han denunciado Pérez Garzón o Simón Tarrés, entre muchos historiadores de su misma corriente[194], aquellas versiones de la historia de España han reiterado la «condena o desvirtuación del modelo de Estado constitucionalista y confederal propio de los países de la Corona de Aragón como alternativa histórica al modelo de Estado unitarista y unitario de raíz castellana». El mismo olvido se ha extendido a las «represiones intelectuales y culturales que se han llevado a término históricamente en aras a la imposición de un modelo de Estado unitarista, siempre reticente a reconocer la pluralidad cultural y nacional que implicó la coexistencia dentro de él de formaciones históricas diversas. Ejes discursivos, estos, destinados a construir el imaginario de una nación española casi omnisciente e incuestionable»[195].
La pérdida progresiva de fueros, constituciones, privilegios y libertades políticas singulares o derechos privados diferenciados había afectado, antes que a Cataluña, al resto de las Españas[196]. Se concretaba en fórmulas de reparto del poder, en relaciones entre monarca y sus súbditos respecto de la gobernación de los reinos, que tuvieron presencia en todos los territorios medievales hispanos[197]. Cataluña fue, en este punto, el último bastión, pero no un caso único. J. Fontana, en su discurso de apertura al famoso ciclo de conferencias de finales del 2013 «España contra Cataluña», advirtió de que los líderes catalanes de la Guerra de Sucesión declararon repetidamente que luchaban «por la libertad de todos los españoles», y recordó una famosa frase de M. Azaña, dicha en 1932: «El último Estado peninsular procedente de la antigua monarquía católica que sucumbió al peso de la corona despótica y absolutista fue Cataluña; y el defensor de las libertades catalanas pudo decir, con razón, que él era el último defensor de las libertades españolas»[198].
Recorriendo la historia de Cataluña desde 1714 hasta hoy, el propio Fontana ha seleccionado un ramillete de características positivas del pueblo catalán valoradas por propios y ajenos a la tierra, y un elenco de asaltos a la razón cometidos por los detentadores del poder de cada época, así como sus desconsideraciones y desatinos. Suelen dejarse aparte las ventajas y concesiones, que también han existido, como he remarcado en un capítulo anterior. Pero me llama la atención, al leer estas largas relaciones de desafueros cometidos contra Cataluña, el olvido del comparatismo para comprobar si las represiones y mermas de las libertades territoriales formaron parte de políticas que sufrieron en común el resto de los españoles y afectaron a todos los rincones del Estado, donde también habitaban individuos virtuosos. En fin, en 1714 no fue vencida Cataluña sino las Españas, como ya apuntó Ernest Lluch en un libro esencial, porque el austracismo y lo que representaba estuvo repartido por todo el territorio[199].
Las relaciones de agravios siempre presentan el indicado problema de no considerar la suerte de los demás habitantes de la Península, o suponer, sin más, que del perjuicio propio sacan ventaja automática otros, y no que sigue, simplemente, el atraso, la decadencia y el mal gobierno general.
Además, siempre resulta posible discutir con otro puñado de buenos argumentos la realidad o trascendencia de los agravios esgrimidos por la historiografía nacionalista. Ricardo García Cárcel, por ejemplo, ha acogido este método crítico. Siguiéndolo, es fácil echar abajo algunos mitos esenciales. Ha escrito García Cárcel[200], por ejemplo, que Rafael Casanova, el gran héroe de la derrota catalana final de 1714 y hoy símbolo de la patria, se opuso a la resistencia, cuando se discutió en 1713, tuvo relaciones conflictivas con los líderes de la misma y murió en 1743 totalmente desengañado. «Un héroe inventado como héroe», asegura[201]. O también, siguiendo una valoración extendida en toda la historiografía[202], que «la nueva planta catalana de 1716, pese a su legado tantas veces victimizado, nunca alcanzó los niveles represivos de la nueva planta en Aragón y Valencia en 1707, tras la batalla de Almansa. La pervivencia del derecho civil catalán supone un hecho diferencial importante a favor de Cataluña respecto a los otros reinos de la Corona de Aragón». Invoca la autoridad de Castellví, cronista esencial de lo ocurrido aquellos primeros años del siglo XVIII, para demostrar la rapidísima vuelta a la normalidad ciudadana de Barcelona aquel fatídico septiembre de 1714[203]. Y respecto a la recuperación económica, que comienza a mediados del siglo XVIII, recuerda: «La colaboración de la burguesía catalana con el Estado ha sido una constante en la época contemporánea con el proteccionismo por bandera»[204]. En general, son frecuentes las críticas contra las especulaciones que se basan en una hipotética evolución de España si la Guerra de Sucesión hubiera tenido un desenlace distinto. No se puede cambiar la realidad histórica.
No induzco al lector a que tome partido por alguna de las concepciones o interpretaciones de la historia que se han esbozado, sostenidas por historiadores sólidos, porque a los efectos de lo que ha de exponerse seguidamente son indiferentes las inclinaciones de que se parta. Lo considero así porque el proceso independentista impulsado por las instituciones públicas catalanas ha pasado por encima de cualquier discusión y establecido una historia oficial, incluida en documentos que llevan el marbete de la Generalitat. Y es esa historia oficial la que ha sido acogida como punto de apoyo del proyecto separatista. No tienen trascendencia los desacuerdos que el relato suscite. Cualquiera que desee discutir la existencia de un derecho a la independencia y la oportunidad de su ejercicio tendrá que elegir argumentos que no pasen por cuestionar un relato con membrete institucional. Cada nación escribe su historia como le parece; así ha sido siempre. Y quienes no sean miembros de ella no son admitidos a opinar[205].
También me parece que debo abstenerme de esa clase de análisis en este escrito, pero expondré una mínima síntesis de la historia oficial para dar noticia del punto de partida que debe ser asumido por cualquiera que desee participar en el debate sobre el futuro de Cataluña.
El documento oficial consta en los sitios web de la Generalitat y está en el Informe número 1 del Consell Assessor per a la Transició Nacional titulado «La consulta sobre el futur polític de Catalunya», publicado en Barcelona el 25 de julio de 2013. La parte dedicada a la «legitimidad histórica» de la celebración de una consulta sobre el derecho a decidir explica:
Cataluña desplegó su ordenamiento jurídico-político a partir de que sus condes se emanciparan del imperio carolingio (año 987). Las Constituciones de Pau i Treva y los Usatges establecieron los fundamentos de la Constitución civil, ampliada y perfeccionada en los siglos siguientes. Las Cortes de 1283 (denominadas «La Cort general per als catalans»), uno de los parlamentos más consolidados de la Europa medieval, institucionalizaron el protagonismo de la asamblea estamental y su función colegislativa con el rey. De esta manera llegó a formarse «la nación catalana, con rasgos culturales y lingüísticos comunes y vínculos de solidaridad, así como su Estado, consolidado con la expansión mediterránea de los siglos XIII-XIV». La compilación oficial de las Constitucions y altres drets de Catalunya se aprobó en 1589.
El pactismo, característica esencial de las relaciones entre el rey y el territorio, se erosionó mucho con la dinámica imperial que se inicia tras la muerte de los Reyes Católicos. Las tensiones, agravadas progresivamente a lo largo del siglo XVII, acabarán con la guerra de los Segadores (1640), también conocida como «guerra de separación de Cataluña». Bajo el liderazgo de Pau Claris, presidente de la Generalitat, pasa a constituirse como república independiente e, inmediatamente después, se puso bajo la protección del rey de Francia (1641). Felipe IV ganó la guerra y no introdujo cambios importantes en el sistema institucional catalán.
El constitucionalismo primigenio de Cataluña, que tenía por objeto poner límites al poder del rey y organizar la res pública, alcanza su máximo desarrollo con las Cortes de 1701-1702 y de 1705-1706. «Más allá de sancionar los privilegios señoriales propios de la sociedad del Antiguo Régimen, las Cortes catalanas, como el Parlamento inglés después de la denominada Gloriosa Revolución (1689), habían conseguido limitar el poder del monarca en los ámbitos fiscal, militar y de garantías jurídicas»[206].
Cuando se inicia el conflicto sucesorio en 1700, Cataluña «estaba a las puertas de experimentar un salto cualitativo en su consolidación nacional». Y ante el modelo absolutista francés, que portaba uno de los candidatos al trono, el pretendiente austríaco ofrecía garantías más sólidas de respeto a las instituciones catalanas.
«Con el Tratado de Utrecht (1713) se reconoció a Felipe V rey de España, y con la derrota final de Cataluña el 11 de septiembre de 1714, después de la retirada de Inglaterra y de un asedio durante meses de la ciudad de Barcelona por parte de unas tropas castellanas y francesas muy superiores en número y potencia de fuego, el rey de la dinastía borbónica apeló al “justo derecho de conquista”, haciendo desaparecer las instituciones catalanas y constituyendo una “Junta Superior de Gobierno del Principado de Cataluña” que asumirá el control del país. Era el fin del Estado catalán, y también de la monarquía compuesta. La destrucción de los derechos constitucionales catalanes se hizo efectiva con el Decreto de Nueva Planta (1716), que dejaba totalmente arrasado el ordenamiento jurídico particular de Cataluña. Una Nueva Planta jerárquica, uniformizadora y militarizada, sustituyó el pactismo y el sistema de representación política vigente hasta entonces. El castellano se convertía en la única lengua de la Administración».
El Decreto de Nueva Planta supuso una traición de Felipe V a lo acordado en el artículo XIII del Tratado de Utrecht, que había previsto que los habitantes del Principado de Cataluña conservaran todos sus derechos.
La Constitución de Cádiz (1812) trajo ciertos grados de libertad, pero conformó la España unitaria. A lo largo del siglo XIX serán breves los períodos de libertad, y nulo el reconocimiento del hecho diferencial catalán. Se multiplicarán, no obstante, las demandas de un trato diferente para Cataluña, «que serán sofocadas militarmente mediante el bombardeo sistemático de Barcelona» (1841, 1843, y 1870).
Especialmente importante fue la lucha de los industriales y comerciantes catalanes por reducir la presión fiscal del Estado. En 1899 una delegación de empresarios planteó al Gobierno español la posibilidad de establecer un concierto económico. Ante su negativa, la Lliga de Defensa Industrial i Comercial Catalana lideró el movimiento conocido como Tancament de caixes, dirigido a no pagar impuestos. El Gobierno consideró esa campaña como una sedición y declaró el estado de guerra.
Los ensayos de fórmulas que respondieran a los deseos de autogobierno, a partir de 1914, fueron fracasando o resultaron suspendidos por la dictadura de Primo de Rivera. Con la proclamación de la República (1931) se restableció la Generalitat y se aprobó un Estatuto de Autonomía (1932) «que permitiera desarrollar determinadas cotas de autogobierno». «El 6 de octubre de 1934 Lluís Companys (ERC), nuevo presidente de la Generalitat, proclamó la República catalana en el marco de la Federación de Repúblicas Ibéricas». Este acto desencadenó, por parte del Gobierno central, una represión con el encarcelamiento de todo el Gobierno de la Generalitat, los miembros del Parlamento y el Consistorio de Barcelona. Se encarcelaron cuatro mil personas. El Estatuto de autonomía fue suspendido.
Acabada la Guerra Civil (1939), una nueva dictadura, la del general Franco, puso fin a la autonomía y libertades democráticas, y llevó a cabo una represión sistemática contra la cultura catalana.
En fin, los últimos episodios de la historia de Cataluña vinieron marcados por la Constitución de 1978, los Estatutos de 1979 y de 2006, y por la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 sobre este Estatuto, que «supuso, en la práctica, la ruptura del espíritu de consenso en que se basó la Constitución de 1978». Ello sin perjuicio de la insatisfacción por el contenido de la Constitución misma, nacida en un contexto político inestable, que contenía una relación muy ambigua de los asuntos territoriales. «Ni el reconocimiento de la plurinacionalidad de la sociedad española se aborda en términos jurídicos, ni el desarrollo de los autogobiernos de Cataluña y Euskadi, auténticos motivos del establecimiento del “Estado de las autonomías”, se reguló de manera técnicamente eficiente y políticamente congruente con la realidad fáctica del pluralismo nacional del Estado».
La conclusión del análisis sobre la legitimidad histórica del derecho a decidir de Cataluña sobre su independencia subraya su condición de «sociedad nacional diferenciada, concretada en una reiterada voluntad de disponer de estructuras políticas que permitan su reconocimiento y su protección en el ámbito internacional… Durante siglos, Cataluña desarrolló lo que podía considerarse un marco estatal propio, primero en el seno de una confederación catalano-aragonesa y posteriormente bajo la unión personal de la monarquía hispánica. Sus Constituciones, Gobierno y leyes propias fueron arrancadas por la fuerza de las armas a principios del siglo XVIII en el contexto de una guerra internacional por la sucesión de la Corona española. Cataluña pasó a formar parte, de manera forzosa, del Estado español. En todo caso, Cataluña ha conseguido mantener su personalidad colectiva nacional y cultural a lo largo de los siglos. En este período han fracasado todos los intentos de llegar a acuerdos con el Estado español en términos justos y estables de reconocimiento nacional y de acomodación política, así como los intentos de obtener un poder político de calidad y una financiación suficiente en función de la riqueza que el país genera».
Esta legitimación histórica es explicada por los partidos políticos, organizaciones ciudadanas e instituciones públicas partidarias de la independencia con marcado dogmatismo, considerando una ofensa cualquier duda o, peor aún, la crítica a la relación entre ese relato histórico y las consecuencias del mismo en la actualidad, que se consideran indiscutibles.
La consecuencia de los agravios históricos, la ruptura del consenso constitucional que se imputa a la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010, y el agotamiento de la vía del Estatuto de Autonomía para satisfacer las aspiraciones de autogobierno, así como las manifestaciones masivas celebradas el 10 de julio de 2010 bajo el lema «Somos una nación. Nosotros decidimos», y el 11 de septiembre de 2012 bajo la invocación «Cataluña, nuevo Estado de Europa», sirvieron para lanzar un proceso que conduciría necesariamente a la celebración de un referéndum en el que el pueblo catalán habría de responder a la consulta sobre la transformación de la Comunidad autónoma catalana en un Estado[207].
El primer paso político relevante fue la resolución 5/X del Parlamento de Cataluña, de 23 de enero de 2013, por la que se aprueba la Declaración de soberanía y el derecho a decidir del pueblo de Cataluña.
El preámbulo de la Declaración fija de nuevo la historia oficial de Cataluña, en sus trazos esenciales, para subrayar seguidamente la gran frustración política que supuso para aquel territorio que los deseos de transformación del marco jurídico y político, y de profundización en la democracia y el autogobierno, se truncaran a causa de la sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010. Esta circunstancia, junto a otras «dificultades y negativas» de las instituciones del Estado español, «suponen un rechazo radical de la evolución democrática de las voluntades colectivas del pueblo catalán dentro del Estado español y crean las bases para una involución en el autogobierno, que hoy se expresa con total claridad en los aspectos políticos, competenciales, financieros, sociales, culturales y lingüísticos».
Dadas estas circunstancias y considerando las grandes manifestaciones populares a que antes he aludido, que expresan la voluntad del pueblo, el Parlamento catalán adoptó su Declaración, que se abre con la decisión de «iniciar el proceso para hacer efectivo el derecho a decidir para que los ciudadanos y ciudadanas de Cataluña puedan decidir sobre su futuro político colectivo». Y el primero de los principios en que dicho proceso se basa expresa que «El pueblo de Cataluña tiene, por razones de legitimidad democrática, carácter de sujeto político y jurídico soberano». Sigue luego una relación de nueve puntos, que recogen los demás principios que la Declaración asume: legitimidad democrática, transparencia, diálogo, cohesión social, europeísmo, legalidad, papel principal del Parlamento y participación. El contenido de cada uno de ellos me parece que puede adivinarse sin que lo exponga[208].
La Generalitat nombró un Consell Assessor per a la Transició Nacional, que ha recibido el formidable encargo de establecer las bases jurídicas, políticas y financieras sobre las que ha de conducirse el proceso independentista hasta crear el nuevo Estado catalán integrado en la Unión Europea. No concibo tarea más apasionante para un grupo de juristas y políticos que la de pensar en la creación de un Estado nuevo, construido por separación de otro centenario al que la comunidad y el territorio habían pertenecido desde siempre. Lo afirmo sin ninguna ironía: la encomienda es fascinante, y así supongo que lo habrán considerado los miembros de la comisión, todos designados a propuesta de los partidos nacionalistas que apoyan la independencia.
Es decir que se trata de una comisión oficial integrada por expertos no independientes. (Contrástese con lo indicado sobre el trabajo de los expertos independientes en el proceso independentista escocés, resaltado en el capítulo anterior). De aquí que la militancia política de los informes sea indisimulada por más que se envuelva en apariencias de rigor y objetividad.
Me gustaría hacer ahora un análisis pormenorizado de cada uno de sus informes, preparados para salvar los obstáculos constitucionales y políticos de la operación independentista. Sin embargo me desviaría, al hacerlo, de la ruta central de este estudio, por lo que me detendré solamente en algunos de los problemas principales con los que el Consell se ha enfrentado, y las recomendaciones que ha hecho para salvarlos.
Es de notar que, con carácter general, todos estos informes se han elaborado teniendo presente la Constitución de 1978, aunque también con la mirada puesta en la experiencia británica. La vía escocesa hacia la independencia se ha documentado con algún tiempo de antelación en relación con la catalana, y de aquí que, una vez más, Cataluña se haya mirado en su espejo. Los informes británicos (o escoceses e ingleses por separado) han encontrado a su vez una fuente de inspiración en la Declaración del Tribunal Supremo de Canadá de 1998 relativa al referéndum de independencia de Quebec. Los informes del Consejo para la Transición toman esta misma referencia, unas veces directamente y otras simultáneamente con su aplicación escocesa[209].
El informe del Consejo para la Transición Nacional de 25 de julio de 2013, ya citado, centra la fundamentación del «derecho a decidir», además de en las particularidades históricas y culturales de Cataluña, en el principio democrático. Ambos apoyos son también los que invoca la Declaración del Parlamento de enero de 2013. Este último principio se entiende activado por las manifestaciones populares que, portando pancartas alusivas a la voluntad ciudadana, tuvieron lugar en Barcelona desde 2010. Y también en la creación de organizaciones civiles como la plataforma Pel Dret a Decidir, o la Assemblea Nacional Catalana, que ha probado tener una enorme capacidad de movilización. Además considera el informe que la voluntad popular se expresó en las elecciones de finales de 2012, en las que obtuvieron una gran victoria los partidos que se habían comprometido a convocar una consulta popular sobre el futuro político de Cataluña (107 diputados obtuvieron estos partidos, de los 135 escaños que forman el Parlamento).
Con la consulta, en fin, se trataría de proteger, según el informe que sigo, los derechos individuales y los derechos colectivos de los ciudadanos. La protección es imprescindible porque, según se afirma, «Cataluña constituye una nación permanentemente minoritaria y minorizada en el seno del Estado español desde hace siglos»[210]. Y, además, «el Estado español ha mostrado un crónico rechazo a establecer procedimientos constitucionales efectivos de protección de las minorías nacionales que conviven en su interior»[211]. He aquí, por tanto, un rechazo global de lo que ha significado para Cataluña la Constitución de 1978, pese a que le ha permitido el desarrollo de un sistema de autogobierno del que no había dispuesto desde hacía siglos.
Un poco más allá de la retórica y las exageraciones aparece el problema central de cómo encajar en la Constitución una consulta al pueblo catalán en exclusiva, y no al pueblo español en su conjunto, sobre una cuestión que no es abstracta o indiferente para el resto del Estado. Es decir, que no versaría el referéndum sobre si Cataluña tiene derecho a decidir su futuro sin especificar a qué se contrae el proyecto, sino que la pregunta a contestar es sobre la constitución de un Estado nuevo independiente de España.
Los problemas constitucionales del proyecto son graves, como se puede intuir. El informe del Consejo para la Transición Nacional acoge y utiliza otro anterior del Institut d’Estudis Autonòmics[212] en el que se analizaban las vías legales para llevar a término la convocatoria de la consulta. En su criterio, se dispondría de cinco opciones: a) los referéndums previstos en el artículo 92 de la Constitución y la ley que lo ha desarrollado; b) la delegación o transferencia de competencias prevista en el artículo 150.2 de la Constitución; c) los referéndums previstos en la Ley catalana 4/2010; d) las consultas de la Ley catalana de consultas populares no referendarias, en tramitación cuando se emitió el informe; y e) la reforma de la Constitución.
Aunque el informe trata de justificar la viabilidad jurídica de cualquiera de ellas, son manifiestas sus dudas sobre c) y d) porque, al margen de su esforzada argumentación, resultan difíciles de encajar en las competencias que tiene atribuida la Generalitat en su Estatut. Convocar referéndums es competencia del Estado[213]. También se ha descartado, en principio, la reforma de la Constitución aduciendo que, siendo una minoría la representación de Cataluña en las Cortes, no saldría adelante. Quedarían como más viables la aplicación de las previsiones del artículo 92.2 y del artículo 150.2 de la Constitución.
Pero, en verdad, estos dos preceptos ofrecen un soporte fragilísimo al «derecho a decidir» catalán. El artículo 92 contempla las consultas en referéndum y se remite a una ley orgánica para la regulación de las diferentes formas que el referéndum puede utilizar. Esta remisión ha sido considerada por algunos insignes juristas para sostener que bastaría por modificar esa ley[214] para dar cabida a un tipo de consulta como la pretendida por el nacionalismo catalán. La opción es, sin embargo, constitucionalmente inviable porque, por más que se modifique la ley reguladora, siempre quedaría el problema de que el artículo 92 establece con claridad que en los referéndums consultivos han de participar «todos los ciudadanos».
Caben, desde luego, interpretaciones simplistas que le hagan decir a la Constitución lo que no dice, añadiendo, por ejemplo, que la mención a «todos los ciudadanos» podría entenderse referida a los del territorio interesado[215]. Pero aceptemos, al menos, que tanta manga ancha al interpretar la Constitución es peligrosa e insegura, y que no conviene usarla en un asunto tan delicado como la independencia de una parte del territorio de un Estado. Tienden algunos juristas a manejar las instituciones con una ligereza extrema, y a alinear en las filas de lo progresista cualquier fórmula innovadora con independencia de que, desde el punto de vista de la organización del Estado, conduzca a la catástrofe[216].
El empleo del artículo 150.2 CE es aún más forzado. Dice el precepto que «El Estado podrá transferir o delegar a las comunidades autónomas, mediante ley orgánica, facultades correspondientes a materias de titularidad estatal que por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación…»[217].
La correcta lectura de esta previsión constitucional no exige demasiadas finuras técnicas. La cuestión de transferir a la Generalitat competencias para convocar un referéndum independentista se enfrenta con el serio problema de decidir si «por su propia naturaleza» dicha materia (el referéndum independentista) es susceptible de transferencia o delegación. Basta considerar que afecta a los principios esenciales de unidad y soberanía de la nación española (artículos 1 y 2) para que, sin necesidad de ulteriores indagaciones de más obstáculos constitucionales, pueda concluirse fácilmente que ese camino no lleva al resultado apetecido por el Parlamento catalán.
De hecho, esa puerta la cerró, aplicando los mismos criterios que acabo de indicar, el Congreso de los diputados cuando debatió y rechazó la propuesta, procedente del Parlamento de Cataluña, que solicitaba la aprobación de una ley orgánica transfiriendo la competencia para convocar la consulta sobre el derecho a decidir[218].
Las posibilidades de una consulta directa al pueblo de Cataluña sobre si desea transformarse en un Estado independiente de España tienen un pronóstico muy negativo si no se reforma la Constitución[219]. Y aun así, la reforma plantearía dificultades serias que analizaré en el capítulo siguiente.
Resulta necesario, para comprender la dificultad de desmontar todo el rigor, formal y material, de la Constitución, volver a comparar el proceso independentista catalán con el escocés que, como vengo diciendo, se ha tenido muy en cuenta en los informes que apoyan y estimulan el llamado «soberanismo» catalán.
Como se ha expuesto en el capítulo anterior, también Escocia se enfrentó, en primer lugar, con el problema constitucional de la carencia de competencias para convocar un referéndum de independencia. Pero la situación constitucional del Reino Unido no tiene ningún parecido con la española, y el obstáculo fue fácil de desmontar.
Escocia era, cuando se aprobó la Union Act de 1707, un reino independiente, con su propio Parlamento soberano, circunstancia que, por más importancia que se dé a las Cortes de 1701-1702 y 1705-1706 celebradas en Barcelona, no tiene parangón posible con la situación de Cataluña a inicios del siglo XVIII. El acuerdo de unificación de los Parlamentos escocés e inglés fue considerado siempre en Escocia como un tratado internacional (el Parlamento inglés prefirió denominarlo «ley»). Todo muy alejado también del derrumbamiento forzoso de las instituciones catalanas con el Decreto de Nueva Planta de 1716.
Gran Bretaña se funda en la Union Act de 1707 y no tiene una Constitución escrita (más allá de lo que resulta de los diferentes instrumentos de gobierno y declaraciones de derechos aprobados a lo largo de la historia de las naciones que la integran), de forma que la regulación de las relaciones con Escocia, cuando se profundizó en su autogobierno mediante la devolution de su histórico Parlamento, se llevó a cabo en una ley del Parlamento británico, la Scotland Act de 1998. Era esa ley la que asignaba competencias a Escocia en diferentes materias, y la reservaba en otras al Parlamento británico. Entre estas últimas, contaba la concerniente a la convocatoria y regulación de las consultas populares (raro asunto en un país que no reconoce fuente mayor de legitimación y soberanía que el Parlamento mismo). Por tanto, la habilitación a Escocia para convocar un referéndum ha necesitado sólo de una modificación de la Scotland Act.
En España, dados los obstáculos que ya se han explicado, habría que acudir a una reforma constitucional compleja.
Habilitada la convocatoria del referéndum, también se han cuidado el Parlamento y el Gobierno británicos de establecer todas las cautelas precisas para asegurar la máxima transparencia y protección de los intereses generales en todo cuanto concierna a la convocatoria y procedimiento electoral.
Remito, en relación con todas estas precauciones, a lo explicado en el capítulo anterior, donde ya se ha visto que ha sido preciso consensuar la fecha de consulta, el contenido de la pregunta, someter todo el procedimiento al control de la Electoral Commission, que no depende del Gobierno escocés, atribuir el asesoramiento sobre cuestiones complejas a expertos independientes, profesores de las mejores universidades escocesas e inglesas, y no a órganos consultivos oficiales de discutible independencia, etc.
Buena parte, o la totalidad, de estas cautelas proceden de la experiencia del referéndum quebequés y, en particular, de las consideraciones hechas por el Tribunal Supremo en su muy conocida y muy utilizada Declaración consultiva de 1998[220].
Nunca he entendido muy bien las razones por las que las explicaciones del Tribunal Supremo canadiense se utilizan en España (no sólo ahora por el Consejo para la Transición Nacional de Cataluña, sino por buena parte de los autores que han escrito sobre estos asuntos), como si contuviera dogmas de fe. En la preparación del referéndum escocés fueron utilizados dichos criterios canadienses, aunque con las matizaciones precisas. Pero, al fin y al cabo, esa continuidad se entiende en el caso británico porque Canadá es una federación que se alimenta de la misma cultura jurídica. Durante más de un siglo la Constitución de Canadá fue una ley del Parlamento británico, la British North America Act de 1867, «repatriada», reformada y convertida en una norma de Canadá a finales del siglo XX[221]. Textos originalmente dictados para la organización de establecimientos coloniales que, en el caso particular de Quebec, siempre plantearon problemas de aceptación dadas las peculiaridades de su derecho privado tradicional, sus diferencias culturales y la tardía integración en el complejo de las colonias inglesas de Norteamérica, ya que fue francesa hasta mediados del siglo XVIII.
Más allá de la admirable argumentación del Tribunal Supremo de Canadá en su dictamen de 1998, sus conclusiones son bastante equívocas y difícilmente servirían para resolver finalmente los problemas que aborda.
La tesis del Tribunal canadiense, en resumen, consiste en reconocer que si una provincia (equivalente a un estado federado o una comunidad autónoma) como Quebec expresa, mediante manifestaciones populares masivas o acuerdos claramente mayoritarios de sus representantes elegidos, que desea la independencia, es necesario despejarle el camino. Constata el Tribunal que en el caso de Canadá ni la Constitución permite esa separación, ni tampoco hay norma alguna de derecho internacional que la ampare. Pero deduce del principio federativo, que inspira desde su origen el constitucionalismo canadiense, y, sobre todo, del principio democrático y de la protección de las minorías, que cuando un pueblo, histórica, cultural y económicamente caracterizado, desea constituirse como Estado independiente, es necesario que las demás partes de la Federación le permitan expresar su voluntad. De aquí la legitimidad constitucional del referéndum.
En términos parecidos recogen la argumentación, aplicándola a su caso, los informes del Consell per a la Transició Nacional de Catalunya. Si los resultados del referéndum fueran favorables a la independencia, el Tribunal Supremo canadiense sostiene que no sería inmediatamente vinculante implicando la secesión inmediata, sino que obligaría a las instituciones federales a abrir una negociación con Quebec para establecer las bases de su separación o las nuevas formas de integración.
Y hasta aquí llegan las explicaciones[222].
La traslación de estas pautas a la situación constitucional española suscita algunas perplejidades. Si un hipotético referéndum independentista tuviera una clara respuesta positiva (problema adicional en el que no me detengo: sería necesaria una clara mayoría favorable, como también dijo el Tribunal canadiense; pero ¿cuántos ciudadanos tienen que participar, y cuántos de ellos responder afirmativamente para entender que dicho requisito concurre?), Cataluña tendría que negociar con el Estado. El informe primero del Consell, que vengo citando, pasa de puntillas sobre esta cuestión y sostiene que ante una respuesta afirmativa en el referéndum, el Estado estaría obligado a negociar y a aprobar una reforma constitucional que reconociera la separación y sus consecuencias[223].
Suponen estas afirmaciones que la voluntad del pueblo de Cataluña se impone a la voluntad del conjunto de los ciudadanos del Estado, y esta es una conclusión que no resulta del habilidoso dictamen del Tribunal Supremo canadiense, que no llega hasta el final de la cuestión, sino que se para en la afirmación sobre la obligación de negociar.
Si el Estado no negocia, según el Consell, se plantearía un problema más político que jurídico, que podría ser resuelto recurriendo a la mediación internacional. Pero no explica cómo se sustancia esta mediación, ni si hay en el mundo algún tribunal o instancia competente a la que se pueda someter la resolución del conflicto.
Si se siguiera la vía de la reforma constitucional, el Consell parece entender que los grupos parlamentarios acatarían la voluntad del pueblo de Cataluña y aprobarían la reforma. Presunción que no tiene ningún fundamento que esté explicado. En todo caso, una reforma que rompa la unidad del Estado tiene que someterse a referéndum de todos los ciudadanos. Si la respuesta a esta consulta fuera negativa, ¿qué ocurre? ¿Resulta indiferente la opinión del soberano?
La conclusión de todo ello es que la negociación ulterior a un hipotético referéndum con respuesta positiva puede no conducir a una reforma constitucional y, en tal caso, lo único que podría hacerse es tomar nota para tratar de mejorar la regulación estatutaria del autogobierno de Cataluña.
La omisión de toda referencia a estos problemas esenciales en los informes y declaraciones oficiales puede deberse a que nadie se haya creído de verdad que la simple aplicación del principio democrático pueda conducir pacíficamente a segregar una parte de un viejo Estado (democrático, porque en otro caso no habría lugar a la aplicación de aquel principio) para constituir otro nuevo[224].
No, desde luego. El complemento de un proceso revolucionario seguido de un período constituyente puede resultar imprescindible.