Capítulo 13
El Hermitage era mucho más grande de lo que Helen se esperaba. Se acercaron a la casa por la parte de atrás, y Martin dejó el coche en el establo. La impresionante fachada principal, de grandes ventanales, estaba rodeada de macizos de césped y flores y castaños centenarios a un lado. La parte trasera era aún más tentadora, con el invernadero al final del salón de baile, cuyos escalones conducían a una pequeña fuente y a un jardín formal. Más allá había un bosque.
Del brazo de Martin, se dirigieron hacia una de las puertas laterales.
—Supongo que debería llevarte por la puerta principal, pero es un buen paseo —dijo. Observando su cara, Martin se había dado cuenta de que ella parecía cansada, cosa nada sorprendente, después del día que había tenido. Pero al menos estaba sonriendo y tenía los ojos brillantes. Le dio unos golpecitos en la mano.
—Querrás descansar y arreglarte para la cena.
Helen se detuvo de repente, al darse cuenta de algo. Se miró el vestido, completamente arrugado.
—¡Oh, Martin! —dijo con voz lastimera.
Rápidamente, Martin la atrajo hacia sí y la besó.
—Mi madre te daría la bienvenida aunque fueras vestida de harapos. Tranquilízate —y sonrió—. Te llevaré con Bender, mi ama de llaves. Estoy seguro de que te ayudará.
Veinte minutos después, Helen le dio las gracias a Bender. La mujer, alta y con la cara redonda, había entendido inmediatamente su petición silenciosa. Mientras ella se lavaba la cara y las manos, y se cepillaba el pelo para quitarse el polvo del camino, su vestido fue sacudido sin piedad y planchado. Nunca sería el mismo de nuevo, por supuesto, pero al menos parecía respetable. Cuando Martin llamó a la puerta de la agradable habitación donde Bender la había llevado, Helen estaba lista para enfrentarse a lo que en su interior consideraba el obstáculo final para alcanzar la felicidad.
La presencia de Martin a su lado, infinitamente reconfortante, la ayudó a mantener la cabeza alta mientras traspasaban el umbral de la habitación. Al darse cuenta de que, si el destino lo había dispuesto así finalmente, sería pronto la señora de todo aquello, su confianza se tambaleó un poco. Pero entonces, Martin ya estaba hablando, presentándola. Helen observó los ojos grises que la miraban, sorprendida.
Su primer pensamiento fue cómo se parecían madre e hijo, pero rápidamente se dio cuenta de que también había sutiles diferencias. Las cejas de la madre de Martin eran mucho más finas, aunque sus rasgos eran igualmente arrogantes. Tenía la barbilla y los labios mucho más suaves, y sus ojos grises, tan asombrosamente parecidos, carecían del brillo perverso que lucía en los de su hijo. Helen se dio cuenta de que la estaba mirando fijamente. Con un pequeño respingo, hizo una reverencia.
—Es un honor conocerla, señora.
Catherine Willesden miró a la belleza de cabello dorado y no le desagradó lo que vio. Era una mujer más alta de lo normal, de cuerpo proporcionado, y la viuda se dio cuenta de qué era lo que había suscitado el interés de su hijo en Helen Walford. Además, parecía de las que criarían bien a sus hijos, y disfrutarían haciéndolo, lo cual era incluso más importante. Pero lo que decidió a la viuda a favor de Helen, más allá de todas las dudas, fue el orgullo con que su hijo la miraba. Aquello, pensó la viuda, era lo que contaba sobre todo lo demás.
—Créeme cuando digo que el honor es mío, querida —la viuda le lanzó una mirada significativa a su hijo antes de, con un esfuerzo, levantar las manos para tomar los dedos fríos de Helen.
Al darse cuenta de la dificultad de la viuda, Helen le agarró con suavidad las manos y se inclinó para darle un beso en la mejilla.
Desde entonces, habría buen entendimiento entre la próxima condesa de Merton y la condesa viuda. Satisfecho con su aceptación mutua y también muy entretenido, Martin se retiró, dejando a las dos mujeres que se conocieran. Pero después de haber cenado y hablado sobre los detalles de la boda y de la fiesta durante la sobremesa, ya había tenido suficiente.
—Mamá, es tarde. Te llevaré arriba.
Su madre abrió unos ojos como platos. Abrió la boca para protestar, pero, cuando vio a su hijo, la cerró de nuevo.
—Muy bien —accedió, y se volvió hacia Helen—. Duerme bien, hija mía.
Martin se llevó a su madre, y cuando volvió de la habitación de la viuda, se encontró a Helen paseando por el vestíbulo, examinando los paisajes que había colgados en las paredes.
—Vamos a dar un paseo. Todavía hay luz.
Helen sonrió, y lo tomó del brazo. Por dentro, sólo sentía calma: La viuda no era ningún monstruo, y claramente tenía buen carácter. La casa de Martin estaba más allá de todos sus sueños. Ya se sentía arrastrada a él, al hogar con su hechizo, aunque no sabría decir si aquel sentimiento lo provocaba la casa o era un reflejo de su amor por Martin.
Mientras bajaban de la terraza hacia el camino de gravilla, hacia el jardín, se sentía tan feliz como nunca.
—Podemos enviarles las cartas a los Hazelmere y a los demás mañana.
El murmullo de Martin le movió los rizos de al lado de la oreja. Helen se volvió a sonreírle y, suavemente, apoyó la mejilla en su hombro. Sin necesidad de palabras, ambos se quedaron al lado de la fuente. Suavemente, Martin hizo que se diera la vuelta, de modo que Helen apoyara los hombros en su pecho. Él inclinó la cabeza y le besó un hombro. Helen sintió que se le escapaba la risa. Sólo un vividor muy experimentado, estaba segura, elegiría un jardín laberíntico para una seducción. Sin embargo, no estaba de humor para rechazarlo, así que dejó caer la cabeza hacia atrás, ofreciéndole el cuello. Ni siquiera intentó reprimir el escalofrío de puro placer que la recorrió provocado por aquellas caricias.
Un crujido hizo que Martin levantara la cabeza. Traspasó los arbustos con la mirada y, en la oscuridad, distinguió la figura inmóvil de un hombre. Con un juramento, Martin soltó a Helen y salió corriendo hacia los arbustos, detrás del individuo.
Las largas piernas de Martin le dieron ventaja. Alcanzó a Damian antes de que llegara al bosque. Lo agarró por un hombro y su hermano cayó al suelo.
Durante un instante, Damian se quedó inmóvil, con los ojos cerrados. Después gruñó. Completamente seguro de que no le había hecho daño, Martin se quedó de pie sobre él, con las manos en las caderas, y esperó a que se levantara. Cuando tuvo claro que Damian no se iba a levantar sin ayuda, Martin apretó la mandíbula. Estaba inclinándose cuando Helen llegó corriendo de entre la oscuridad y lo tomó por el brazo.
Una sola mirada a Damian confirmó las sospechas de Helen.
—¡No lo mates! —le rogó.
Cuando, de repente, se había quedado sola en la fuente, no había podido reaccionar durante unos momentos, pero después los había seguido, agarrándose las faldas para saltar los arbustos y los setos. Finalmente, había encontrado a Martin como si fuera a darle una paliza a su hermano, y lo único que había pensado era que tenía que detenerlo.
Para su alivio, Martin se retiró y le tomó las manos, observándola con una mirada curiosa.
—No iba a hacerlo —respondió suavemente—. Pero no habría pensado que, dadas las circunstancias, te hubiera importado.
Casi sin respiración, Helen sacudió la cabeza. Había sabido de la maldad de Damian por su propia madre.
—Si fuera tan sencillo, te daría mi visto bueno. Pero si lo matas, te juzgarían por asesinato, y, ¿dónde quedaría mi arco iris?
—¿Qué? —preguntó Martin, sonriendo.
Ella se ruborizó.
—Bueno, no importa. Luego me lo explicarás —le dijo, todavía sonriente. Después se volvió hacia su hermano—. ¡Por Dios, levántate! No te voy a golpear de nuevo, aunque te mereces una buena paliza.
Damian se incorporó a la mitad.
Martin lo miró, exasperado.
—Puedes darle las gracias a la que va a ser tu cuñada, por librarte del castigo que yo quiero imponerte —y, al ver que Damian no decía nada, simplemente los observaba fijamente, le dijo—: Ve a tu habitación. Nos veremos mañana.
Acercó a Helen a su lado y empezó a andar hacia la casa. Sin embargo, se dio la vuelta para hacerle una última advertencia:
—Si estás planeando una partida repentina, tengo que decirte que he dado órdenes para que no te dejen salir. No hasta mañana, cuando partirás para Plymouth.
—¿Plymouth? —preguntó Damian, estremeciéndose—. No iré —dijo, pero Helen notó que su tono de voz era débil.
—Creo que sí —el tono de Martin, por el contrario, era firme—. Mamá y yo hemos decidido que un viaje a las Indias te vendría tan bien como a mí —hizo una pausa, y siguió en un tono mucho más pensativo—. Creo que te resultaría difícil vivir en Londres, una vez que se sepa que te hemos retirado la asignación.
Incluso en la oscuridad, Helen vio cómo Damian palidecía. Era evidente que la amenaza de Martin iba bien dirigida. Martin no esperó a ver cómo reaccionaba su hermano. Se colocó la mano de Helen en el antebrazo y ambos se pusieron en camino hacia la casa.
Algunos truenos en la lejanía los avisaron de que se estaba acercando una tormenta. Después de unos minutos, Helen observó que la expresión severa de Martin había cambiado por otra más pensativa, de la que no supo si debía desconfiar.
—Y ahora, ¿dónde estábamos? —murmuró, antes de sonreír con picardía—. Fuera donde fuera, creo que deberíamos continuar dentro de casa. Está empezando a hacer frío y no puedes seguir fuera sin un chal.
Pasando por alto el detalle de que la falta de chal era culpa de él, Helen le permitió encantada que la escoltase dentro. Subieron las escaleras con un candelabro, y él le fue enseñando los cuadros de sus antepasados, colgados en los pasillos del piso de arriba.
Eligió los episodios más escandalosos de la familia, los más útiles para su propósito de mantener a Helen en ascuas mientras recorrían el largo pasillo que llevaba al ala oeste. Añadiendo algunos detalles, se aseguró de que ella no se diera cuenta de que llegaban a la puerta que había al final del pasillo.
Sólo entonces, Helen, avisada por el brillo de los ojos de Martin, miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba perdida, y en compañía de un calavera en el que no se podía confiar. Sin embargo, lejos de sentirse amenazada, disfrutó de la deliciosa impaciencia que aquello le provocó. Observó la puerta que había frente a ella, y después miró a Martin, con una ceja arqueada a modo de pregunta.
Todo lo que él hizo fue sonreír y abrir la puerta. Ella dio un paso adelante y cruzó el umbral. La habitación era muy grande, y había una cama con dosel. Las ventanas estaban abiertas y la brisa de la noche refrescaba la habitación. Helen observó cómo él cerraba las contraventanas. La única luz que quedó en la habitación fue la de los candelabros.
Martin se acercó a ella y la abrazó. Antes de que pudiera besarla y dejarla embobada de nuevo, Helen le puso las manos en los hombros y le preguntó sonriendo:
—¿Aquí es donde tengo que decir «sí»?
Martin sonrió lentamente.
—De hecho, dada la dificultad que tienes para pronunciar esa palabra, he decidido que no te vendría mal un poco de práctica.
—¿Práctica? —preguntó Helen, con un tono de voz tan ingenuo como pudo.
—Mmm —murmuró Martin, inclinando la cabeza para rozarle los labios—. Creo que voy a hacer que lo digas muchas veces —dijo, y la besó suavemente.
—¿Y cómo vas a conseguir que lo diga?
Martin no respondió.
Se lo enseñó.
Mucho después, Martin extendió un brazo para apagar las velas de la mesilla de noche. El otro brazo lo tenía ocupado abrazando a Helen, que estaba dormida a su lado, completamente exhausta después de haber dicho muchas veces la palabra que él quería oír. Martin sonrió. Ella todavía necesitaba más práctica, pero estaba seguro de que podría convencerla de aquello más tarde. Con su cabeza en el hombro y sus rizos haciéndole cosquillas en la garganta, oyó pasar la tormenta. Helen ni siquiera se había dado cuenta de que estaba tronando, demasiado absorta en la tormenta que ellos mismos habían creado en la habitación.
Con un profundo suspiro, Martin cerró los ojos. La satisfacción le recorría las venas como una droga, proporcionándole paz. Su casa estaba en orden, Juno estaba a su lado sana y salva. Aquella noche, con suerte, podría dormir. Y, al contrario de la otra noche tormentosa que había pasado a su lado, la tortura entre despertares sería mucho más de su gusto. Cerró una mano sobre el pecho de Helen y se quedó dormido.
Helen se despertó para rascarse la nariz, y se dio cuenta de que lo que le hacía cosquillas era el vello del pecho de Martin. Dejó escapar una risita y miró hacia arriba. Se encontró con que la estaba observando con un brillo sospechoso en la mirada.
Con una sonrisa, Helen se estiró como un gato, y notó que él la abrazaba con más fuerza. Le puso las manos en el pecho. ¡Cielos! Al menos, necesitaba dos minutos para pensar.
—¿Cuál es su sueño, milord? —ronroneó, con la esperanza de distraerlo y satisfacer su curiosidad de una vez.
Martin se relajó y se rió, dejando que el calor de su mirada se extendiera por el cuerpo de Helen como una lengua de fuego.
—¿Debería decírtelo? —preguntó, retóricamente—. Bueno, quizá sí —dijo, con sorna—. No creo que sea demasiado difícil para ti —su sonrisa se hizo más amplia—. Con tus capacidades, me refiero.
Y al sentir que su pecho retumbaba de risa, Helen exclamó:
—¡Martin!
—Ah, sí. Bueno, una vez que he tenido la oportunidad de comprobar tus habilidades, mi amor, y habiendo confirmado que realmente disfrutas con nuestras actividades conjuntas por lo que tienen de placenteras, me siento seguro de que, una vez que averigües cuál es mi sueño, no te verás obligada a sacrificar ningún sentimiento para ayudarme a conseguirlo.
Helen lo miró fijamente.
—¡Martin! ¿Qué es?
Martin la observó con cierta cautela.
—¿Me prometes que no te vas a reír?
—¿Por qué iba a reírme? —le preguntó asombrada. Al ver que él no decía nada, prometió—: Está bien, no me reiré. ¿Cuál es tu sueño?
—Tengo una visión de ti, delante de la chimenea de la biblioteca de Merton House... — Martin se interrumpió, y después siguió apresuradamente—: Con mi hijo en tus brazos.
Helen parpadeó.
—Oh —dijo, como si no le diera importancia. Pero no pudo evitar la sonrisa que se le dibujó en los labios, y después le alcanzó los ojos. Mirando fijamente a los ojos grises que le correspondían, al ver la expresión dubitativa de su rostro, Helen supo que ella también había alcanzado sus sueños. Pestañeó para aclararse los ojos de las lágrimas de felicidad que amenazaban con derramársele, tragó saliva y dijo:
—¡Oh, Martin! —antes de rodearle el cuello con los brazos y esconder la cara en su cuello.
Él le devolvió el abrazo.
—Entonces, ¿esto quiere decir que estás de acuerdo?
Un murmullo, que era claramente de asentimiento, fue todo lo que obtuvo como respuesta. Martin sonrió y la abrazó aún más fuerte al notar las lágrimas en su hombro.
Una vez que ella recuperó la compostura, no pudo evitar preguntarle:
—¿Ese es el típico sueño de un calavera?
—Te aseguro que es el sueño de este calavera —Martin la miró y sonrió—. Ahora, ven aquí y pon de tu parte para hacerlo real.
Helen sonrió también.
—Con placer, milord.
Ella alzó la cabeza para besarlo. En realidad, no tenía más sueños en la cabeza que ayudarle a realizar los suyos.