Capítulo 17

Decidirme me cuesta unas dos semanas de dar vueltas por la casa, tomarme innumerables tazas de café, hablar con mis padres, con Suze, con Michael, con Philip (mi antiguo jefe), con una nueva agente que se llama Cassandra...; en fin, con toda la gente que conozco. Al final consigo ver claro.

Luke no me ha llamado y me temo que ya no volveremos a hablarnos. Michael me ha dicho que trabaja unas diecisiete horas diarias para intentar salvar Brandon Communications y mantener el interés de los norteamericanos, y que está muy estresado. Al parecer todavía no se ha recuperado del golpe. Por lo de Alicia y que el Banco de Londres estuviera pensando en trabajar con ella, por descubrir que no es inmune a la mierda, como dijo poéticamente Michael.

—Ése es el problema de que te adore todo el mundo —me dijo hace poco—. Un día te despiertas, el mundo está flirteando con tu mejor amigo y no sabes qué hacer. Te deja tirado.

—¿Han dejado tirado a Luke? —le pregunté retorciendo las manos en una complicada postura.

—Más bien lo han arrojado en medio del prado y han dejado que una piara de jabalíes lo pisoteara.

He descolgado el teléfono varias veces con un deseo urgente de hablar con él, pero, tras respirar hondo para coger valor, siempre he acabado por colgar. Es su vida y yo también he de seguir adelante con la mía. Con mi nueva vida.

Oigo un ruido en la puerta y me vuelvo para mirar. Suze está de pie contemplando mi habitación vacía.

—Bex, qué mal rollo —dice apenada—. Mételo todo otra vez haz que vuelva a estar completamente desordenado.

—Al menos es fengshui —digo intentando sonreír—. Seguramente te traerá mucha suerte.

Entra, camina por la desnuda moqueta hasta la ventana y luego se da la vuelta.

—Parece más pequeña. Debería parecer más grande sin todas tus cosas, ¡qué raro! Es como una caja vacía.

Nos quedamos en silencio un rato. Mientras, observo a una araña que sube por el cristal de la ventana.

—¿Has decidido lo que vas a hacer? ¿Vas a compartir el apartamento?

—No creo. Vamos, no tengo prisa. Tarquin me ha sugerido que la utilice como oficina durante un tiempo.

—¿Ah, sí? —Me vuelvo hacia ella con las cejas enarcadas— Eso me recuerda... ¿Era él al que oí anoche y el que se iba esta mañana?

—No —contesta nerviosa—. Bueno, sí. —Me mira a los ojos y se sonroja—. Pero era la última vez. Esta vez sí.

—Hacéis muy buena pareja —digo sonriendo.

—¡No digas eso! —exclama horrorizada—. ¡No somos pareja!

—Vale, lo que quieras. —Miro el reloj—. Tenemos que irnos.

—Sí, supongo que sí. Oh, Bex...

La miro y veo que sus ojos se llenan de lágrimas.

—Ya sé... —Le aprieto el brazo con fuerza y nos quedamos en silencio. Después cojo el abrigo.

—En marcha.

Vamos andando al pub King George, que está al final de la calle. Entramos y subimos un tramo de escaleras de madera hasta llegar a una sala decorada con cortinas rojas, una barra y montones de mesas con caballetes a ambos lados. Hay una tarima provisional en un extremo y han dispuesto unas cuantas filas de sillas de plástico en el centro.

—¡Hola! —saluda Tarquin al vernos entrar—. Tomad una copa. El vino tinto no está nada mal.

—¿Está todo dispuesto? —pregunta Suze.

—Por supuesto —contesta Tarquin—. Todo está arreglado.

—Bex, esto lo pagamos nosotros —dice Suze parándome con la mano cuando intento coger el monedero—. Un regalo de despedida.

—Suze, no tienes por qué...

—Quiero hacerlo, y Tarquin también.

—Dejad que os ponga algo de beber —ofrece Tarquin. Y después, bajando más la voz, añade—: Ha venido un montón de gente, ¿eh?

Mientras se va, Suze y yo nos damos la vuelta para inspeccionar el lugar. En las mesas que hay dispuestas alrededor de la habitación, la gente se arremolina para mirar montones de ropa cuidadosamente doblada, zapatos, hileras de CDs y diversas baratijas. En una de las mesas hay unos catálogos fotocopiados. La gente los coge y va haciendo marcas en ellos mientras dan vueltas alrededor de las mesas.

Una chica con pantalones de cuero grita: «¡Mira esto! ¡Y esas botas de Hobbs!» Al otro lado de la habitación, hay dos chicas probándose unos pantalones mientras sus pacientes novios les sujetan» las copas.

—¿Quién es toda esta gente? — pregunto con incredulidad—.— ¿Los habéis invitado vosotros?

—Bueno, estuve mirando mi agenda, y la de Tarquin, y la del Feny...

—¡Ah! Eso lo explica todo.

—¡Hola, Becky! —oigo una voz detrás de mí. Me doy la vuelta y veo a Milla, la amiga de Fenella, con un par de chicas que me suenan—. Voy a pujar por la chaqueta violeta, y Tory por ese vestido con piel, y Annabel ha visto unas seis mil cosas que le interesan; ¿Hay sección de complementos?

—Allí —contesta Suze señalando un rincón.

—¡Gracias! Nos vemos luego —contesta Milla; las tres chicas se unen a la melé y oigo a una que dice: «Necesito un buen cinturón.»

—Becky. —Tarquin me da un golpecito en el hombro—. Toma una copa de vino y deja que te presente a Caspar, mi amigo de Christie's.

—Hola —digo al ver a un chico rubio con una camisa azul y un enorme sello de oro en el dedo—. Muchas gracias por venir. Te estoy muy agradecida.

—No hay de qué. He estado mirando el catálogo y parece bastante sencillo. ¿Tienes una lista de precios para las reservas?

—No —contesto sin pensarlo—. No hay reservas. Tiene que venderse todo.

—Muy bien —dice sonriendo—. Bueno, voy a ir a prepararme un poco.

Cuando se aleja, tomo un trago de vino. Suze está mirando algo en las mesas y me quedo un rato contemplando cómo va aumentando la afluencia de público. Veo a Fenella en la puerta y la saludo con la mano, pero rápidamente la rodea un grupo de bulliciosas amigas.

—Hola, Becky —dice una voz temblorosa a mis espaldas. Me doy la vuelta y, sorpresa, es Tom Webster.

—¡Tom! —exclamo—. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo te has enterado?

Toma un trago de su vaso y me sonríe.

—Suze llamó a tu madre y se lo contó todo. Por cierto, me han encargado unas cosas. —Saca una lista del bolsillo—. Tu madre quiere la máquina de hacer capuchinos, si está a la venta.

—Sí, sí que lo está. Le diré al subastador que se asegure de que se queda con ella.

—Y mi madre quiere el sombrero de plumas que llevaste en mi boda.

—Muy bien.

Cuando me acuerdo de ese día, me invade la nostalgia.

—¿Qué tal la vida de casado? —pregunto mirándome las uñas.

—Oh, muy bien.

—¿Eres tan feliz como esperabas? —digo intentando sonar alegre.

—Bueno, ya sabes... —contesta con la mirada un tanto atormentada—. No sería muy realista esperar que todo fuera perfecto desde el principio, ¿no?

—Supongo que no.

Se produce un incómodo silencio, y a lo lejos oigo una voz que dice: «¡Kate Spade! Mira, está nuevo.»

—Becky, siento mucho cómo nos portamos contigo el día de la ceremonia —dice Tom.

—¡No pasa nada! —exclamo restándole importancia.

—Sí pasa. —Menea la cabeza—. Tu madre se fue dolida. Eres amiga de toda la vida; desde entonces me he sentido fatal.

—De verdad, Tom. También yo tuve mi parte de culpa. Simplemente tendría que haber admitido que Luke no estaba. —Sonrío con arrepentimiento—. Todo hubiera sido más fácil.

—Lucy se estaba pasando contigo y, bueno, no es nada raro que...— —Se calla y continúa bebiendo—. En fin, da igual. Luke parece un buen tipo. ¿Va a venir?

—No —digo al cabo de un rato—. No va a venir.

Al cabo de una media hora, la gente empieza a sentarse. Al fondo de la sala hay cinco o seis amigos de Tarquin pegados a los móviles; Caspar me explica que representan a personas que quieren pujar por teléfono.

—Son los que se han enterado de la subasta y por alguna razón no han podido venir. Hemos repartido infinidad de catálogos y hay mucha gente interesada. El vestido de Vera Wang ha despertado una gran expectación.

—Perfecto —digo entusiasmada. Me fijo en las radiantes y expectantes caras, en la gente que todavía está echando una última mirada por las mesas. Una chica está curioseando entre un montón de pantalones vaqueros; otra, probando el cierre de mi diminuto neceser blanco. No acabo de hacerme a la idea de que mañana ninguna de esas cosas será mía. Estarán en otros armarios, en otras habitaciones.

—¿Estás bien? —pregunta Caspar siguiendo mi mirada.

—Sí, claro —contesto—. ¿Por qué no iba a estarlo?

—He hecho muchas ventas en casas. Sé lo que se siente. Se acaba cogiendo mucho cariño a las cosas personales, ya sea un chiffonier del siglo dieciocho o... —mira el catálogo— un abrigo rosa imitación de leopardo.

—La verdad es que ése nunca me gustó mucho —digo sonriendo—. Además, esto es diferente. Quiero comenzar una nueva vida y sé que ésta es la mejor forma de hacerlo. ¡Venga! ¡Vamos a empezar!

—¡De acuerdo! —Da un golpecito en el atril y eleva la voz—. Señoras, señores: En primer lugar, me gustaría darles la bienvenida en nombre de Becky Bloomwood. Tenemos mucho camino por recorrer, así que no voy a entretenerles. Sólo quiero recordarles que el veinticinco por ciento de lo que se recaude, así como lo que sobre una vez que Becky haya pagado sus cuentas pendientes, se destinará a obras de caridad.

—Seguro que se llevan un buen corte. —Se oye una voz seca; fondo, y todo el mundo se echa a reír. Miro entre las cabezas para averiguar quién es y no salgo de mi asombro. Es Derek Smeath, de pie con un vaso de cerveza en una mano y un catálogo en la otra. Me sonríe y le saludo tímidamente con la mano.

—¿Cómo se ha enterado? —le susurro a Suze, que acaba de subir a la tarima.

—Se lo dije yo. Me aseguró que le parecía una idea estupenda y que, cuando te ponías a pensar, nadie te igualaba en ingenio.

—¿En serio? —Vuelvo a mirarlo y me ruborizo ligeramente.

—Les presento el lote número uno —empieza Caspar— par de sandalias de color mandarina en muy buen estado, casi sin usar. —Las pone en la mesa y Suze me aprieta el brazo con fuerza—. ¿Alguna oferta?

—Quince mil libras —dice Tarquín levantando la mano.

—Quince mil libras —repite Caspar un poco sorprendido— Alguien ofrece quince mil libras.

—¡No! —le interrumpo—. Tarquin, no puedes ofrecer esa cantidad.

—¿Por qué no?

—Porque tienen que ser precios realistas —afirmo con mirad severa—. Si no, te echarán de la subasta.

—Vale, mil libras.

—¡No! Puedes decir... diez libras.

—Bueno, diez libras —dice bajando dócilmente la mano.

—Quince —se oye una voz al fondo.

—Veinte —grita una chica cerca de la tarima.

—¡Veinticinco! —exclama Tarquin.

—Treinta.

—¡Treinta y...! —Tarquin me mira, se sonroja y se calla.

—Treinta libras. ¿Alguien da más? —Caspar mira a la sala con ojos de halcón—. ¡A la una! ¡A las dos! Adjudicado a la chica del abrigo verde.

Me sonríe, anota algo en una hoja de papel y le entrega las sandalias a Fenella, que es la encargada de distribuir los objetos vendidos.

—¡Tus primeras treinta libras! —me susurra Suze a la oreja.

—Segundo lote: tres chaquetas bordadas de Jigsaw, sin usar. Todavía llevan las etiquetas. ¿Podemos empezar la puja con...?

—Veinte libras —dice una chica vestida de rosa.

—Veinticinco —la supera otra.

—Tengo una oferta telefónica de treinta —afirma un chico levantando la mano al fondo.

—Treinta libras de uno de los postores por teléfono. ¿Alguien ofrece más? Recuerden que parte de los fondos recaudados se destinará a obras de caridad.

—¡Treinta y cinco! — grita la chica vestida de rosa, y se vuelve hacia la persona que tiene al lado—. Seguro que una sola vale más en la tienda. Además, ¡están nuevas!

Tiene razón. Treinta y cinco libras por una chaqueta no es nada.

—¡Cuarenta! —me oigo gritar sin poder contenerme. Toda la sala me mira y me pongo roja como un tomate—. Digo si alguien ofrece cuarenta.

La subasta continúa. Es sorprendente la cantidad de dinero que se ha recaudado. Mi colección de zapatos alcanza como poco mil libras, una colección de joyas de Dinny Hall doscientas y Tom Webster paga seiscientas por mí ordenador.

—¡Tom! — Exclamo preocupada cuando éste se acerca a la tarima para rellenar el recibo—. No deberías haber ofrecido tanto dinero.

—¿Por un Macintosh nuevo? Lo vale. Además, Lucy lleva tiempo comentando que quiere uno. Tengo muchas ganas de decirle que ha conseguido el tuyo.

—Lote número setenta y tres —anuncia Caspar a mi lado—. Estoy seguro de que despertará un gran interés. ¡Un vestido de cóctel de Vera Wang!

Muy lentamente, enseña el vestido color violeta oscuro y se oye un murmullo de admiración en la sala.

No creo que lo pueda soportar. Es demasiado doloroso, demasiado reciente. Mi precioso y fastuoso vestido de estrella de cine. Ni siquiera puedo mirarlo sin acordarme de todo como si me pasaran imágenes de una película a cámara lenta. Nueva York, el baile con Luke, los cócteles, aquel alegre y embriagador entusiasmo... Para después despertarme y ver que todo a mí alrededor se había ido a pique.

—Perdonadme —murmuro, y me levanto. Salgo rápidamente de la habitación y bajo a respirar el aire fresco de la noche. Me apoyo en la valla del pub, desde donde puedo oír las risas y el parloteo de arriba, e intento concentrarme en las razones positivas de todo esto.

Un momento después aparece Suze.

—¿Estás bien? — pregunta ofreciéndome un vaso de vino

—Toma esto.

—Gracias —digo bebiendo un buen trago—. Estoy bien, de verdad. Supongo que todo esto me ha afectado un poco.

—Bex... —empieza a decir. Se calla y se pasa la mano por la cara con torpeza—. Siempre puedes cambiar de opinión. Puedes quedarte. Con un poco de suerte, mañana habrás pagado todas tus deudas. Podrías buscar un trabajo, seguir en el apartamento conmigo...

La miro en silencio y siento algo tan fuerte que casi me hace daño. Sería tan fácil aceptar... Irme a casa con ella, tomar una taza de té y volver a mi antigua vida.

Pero no. Niego con la cabeza.

—No, no aceptaré lo primero que me ofrezcan nunca más. He encontrado algo que realmente me interesa, y lo voy a hacer.

—Rebecca.

Una voz nos interrumpe. Levantamos la vista y vemos a Derek Smeath saliendo del pub. Lleva en la mano el cuenco de madera, uno de los marcos de Suze y un atlas de tapa dura que compré hace tiempo, cuando pensaba en abandonar el estilo de vida occidental y dedicarme a viajar.

—¡Hola! — Digo mirando su botín—. ¡Buena elección!

—Cierto —asegura enseñando el cuenco—. Esta pieza es muy bonita.

—Salió en Elle Decoration. Es muy elegante.

—¿De verdad? Se lo diré a mi hija —comenta poniéndoselo debajo del brazo—. Así que mañana se va a Nueva York.

—Sí, por la tarde, después de hacerle una visita a su amigo John Gavin.

En su cara se dibuja una leve sonrisa irónica.

—Estoy seguro de que estará encantado de verla. —Extiende la mano como puede para que se la estreche—. Bueno, buena suerte, Becky. Ya me dirá qué tal le va.

—Lo haré —afirmo sonriendo cariñosamente—. Y gracias por..., ya sabe, todo.

Asiente con la cabeza y desaparece en la noche permanezco fuera con Suze un buen rato. La gente empieza a marcharse, llevándose sus tesoros y contándose por cuánto los han conseguido. Un chico se aleja sujetando fuertemente la mini trituradora de papel y varios botes de miel de lavanda, una chica arrastra un cubo lleno de ropa, otra se ha quedado con todas las invitaciones de los trocitos de pizza... Empiezo a sentir frío. Alguien nos grita desde las escaleras.

—¡Eh! — Grita Tarquín—. Es el último lote, ¿queréis venir a verlo?

—¡Vamos! — Me urge Suze apagando el cigarrillo—. Tienes que ver la última puja. ¿Qué es? No sé —digo mientras subimos—. ¿La careta de esgrima?

Cuando entramos en la habitación, siento una sacudida. Caspar está mostrando mi pañuelo de Denny and George. Mi querido pañuelo azul resplandeciente, de terciopelo sedoso, estampado en azul pálido y adornado con cuentas iridiscentes.

Mientras me detengo a contemplarlo, un nudo me va creciendo en la garganta, y recuerdo con dolorosa intensidad el día que lo compré. Lo desesperada que estaba por tenerlo, las veinte libras que Luke me prestó, la forma en que le dije que era para mi tía.;

Cómo solía mirarme cuando lo llevaba puesto.

Los ojos se me llenan de lágrimas y parpadeo con fuerza intentando mantener el control.

Bex, no lo vendas —me pide Suze mirándolo con angustia—. Quédate al menos una cosa.

—Lote ciento veintiséis —anuncia Caspar—. Un bonito pañuelo de seda y terciopelo.

—Bex, diles que has cambiado de opinión.

—No —digo mirando al vacío—. Ya no tiene sentido guardarlo.

—¿Qué puedo pedir por este delicado accesorio de diseño de Denny and George?

—¡Denny and George! —repite la chica vestida de rosa. Tiene a su lado un montón de ropa que no sé cómo conseguirá llevar a casa—. ¡Colecciono cosas de esa tienda! ¡Treinta libras!

—La señorita ofrece treinta libras —informa Caspar mirando Por toda la habitación, que se va vaciando rápidamente. La gente hace cola para recoger sus artículos o pedir algo en el bar, y los pocos que quedan en las sillas están hablando.

—¿Alguien da más?

—¡Sí! — Dice una voz al fondo, y veo a una chica vestida de negro que levanta la mano—. Tengo una oferta por teléfono de treinta y cinco libras.

—Cuarenta —dice la chica de rosa rápidamente.

—Cincuenta.

—¿Cincuenta? —se extraña la primera chica volviéndose-... ¿Quién está pujando? ¿Miggy la pija?

—Mi representado prefiere mantener el anonimato —explica la chica del fondo. Me mira a los ojos y, por unos segundos, se me para el corazón.

—Seguro que es Miggy —dice la otra—. Bueno, pues no me va a ganar esta vez. Sesenta libras.

—¿Sesenta libras? —Pregunta el chico que hay junto a ella, observando el montón de ropa un tanto alarmado—. ¿Por un pañuelo?

—Es de Denny and George, idiota —replica tomando un trago de vino—. En una tienda, seguro que cuesta más de doscientas. ¡Setenta! ¡Qué tonta, si no es mi turno!

La chica de negro murmura algo al teléfono y mira a Caspar.

—Cien.

—¿Cien? —La chica de rosa se mueve nerviosa—. ¿Va en serio?

—La puja está en cien libras —dice Caspar con calma—. Tengo una oferta de cien libras por el pañuelo de Denny and George. ¿Alguien da más?

—¡Ciento veinte! —grita la chica de rosa.

Se producen unos segundos de silencio, la chica de negro habla bajito por teléfono otra vez, levanta la vista y dice:

—Ciento cincuenta.

Por toda la sala se propaga un murmullo de admiración, y la gente que estaba hablando en el bar vuelve a prestar atención a la subasta.

—Ciento cincuenta libras —repite Caspar—. Han ofrecido ciento cincuenta. Ciento cincuenta libras, señoras y señores.

Hay un tenso silencio y me doy cuenta de que me estoy clavando las uñas en la piel.

—¡Doscientas! —exclama desafiante la chica de rosa. Se oyen gritos ahogados—. Y dígale a su anónimo pujador, la señorita Miggy la pija, que ofrezca lo que ofrezca, la superaré.

Todo el mundo se vuelve para mirar a la chica de negro, que murmura algo en el teléfono y, luego, niega con la cabeza.

—Mi representado se retira —afirma. Siento una inexplicable decepción y, rápidamente, sonrío para disimularla.

—Doscientas libras —le comento a Suze—. No está nada mal.

—A la una, a las dos, adjudicado a la señorita del vestido rosa —dice Caspar golpeando con el martillo.

Se oyen aplausos y Caspar sonríe a todo el mundo. Coge el pañuelo y está a punto de dárselo a Fenella cuando le detengo.

—Un momento. Me gustaría dárselo personalmente, si no te importa.

Me lo entrega y lo mantengo entre las manos unos segundos, sintiendo su vaporosa textura. Todavía huele a mi perfume y recuerdo cómo me lo ponía Luke en el cuello.

«La chica del pañuelo de Denny and George.»

Respiro hondo y bajo de la tarima hacia la chica. La miro y se lo doy.

—¡Disfrútalo! ¡Es muy especial!

—Lo sé —dice bajito, y por un momento, mientras se cruzan nuestras miradas, creo que me entiende. Después se da la vuelta y se levanta como si fuera un trofeo—. ¡Jódete, Miggy!

Vuelvo a mi sitio. Caspar se ha sentado, parece agotado.

—¡Buen trabajo! —Le felicito sentándome a su lado—. Muchas gracias de nuevo. ¡Lo has hecho de maravilla!

—De nada. La verdad es que me lo he pasado muy bien, algo diferente a la porcelana alemana de principios de siglo. —Señala sus notas—. Además, creo que hemos recaudado bastante.

—¡Has estado fantástico! —Le alaba Suze, que se ha acercado a nosotros con una cerveza para Caspar—. Bex, creo que estás a salvo. Esto demuestra que, en el fondo, tenías razón, ¡las compras son una inversión! ¿Cuánto has sacado por el pañuelo?

—Esto... —Cierro los ojos para intentar calcularlo—. Casi un sesenta por ciento.

—¡En menos de un año! ¿Ves? Es mejor que invertir en la horrible y anticuada bolsa. —Saca un cigarrillo y lo enciende—. ¿Sabes?, es posible que también venda todas mis cosas.

—¡Pero si no tienes nada! ¡Te desposeíste!

—¡Anda, es verdad! —exclama poniendo cara larga—. ¿Por qué lo haría?

Me apoyo en el codo y cierro los ojos. De repente, y sin ningún motivo en especial, me siento agotada.

—Así que te vas mañana —dice Caspar tomando un trago de cerveza.

—Sí-contesto mirando al techo. Mañana dejaré Inglaterra y me iré a vivir a Estados Unidos. Por alguna razón, dejarlo todo y empezar otra vez me parece irreal.

—Espero que no sea en uno de esos vuelos que salen al alba —dice mirando el reloj.

—No, gracias a Dios, salgo a las cinco de la tarde.

—Muy bien, eso te da bastante tiempo.

—Sí. —Miro a Suze y ésta me sonríe—. El suficiente para hacer un par de cosillas.

—¡Becky! ¡Nos alegramos mucho de que hayas cambiado de idea! —grita Zelda en cuanto me ve. Me levanto del sofá en el que he estado esperando en recepción y sonrío—. ¡Todo el mundo está encantado de que hayas venido! ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?

—No lo sé. Una de esas cosas que pasan.

—Bueno, vamos directamente a maquillaje. Tenemos un caos absoluto, como de costumbre, así que hemos adelantado un poco tu espacio.

—Estupendo. Cuanto antes mejor.

—Estás guapísima —me alaba mirándome con cierto tinte de decepción—. ¿Has perdido peso?

—Un poco, supongo.

—¡Ah, el estrés! —diagnostica convencida—. Ese asesino silencioso. Vamos a emitir un documental sobre el tema la semana que viene. ¡Ésta es Becky! —exclama al entrar en la sala de maquillaje.

—Ya sabemos quién es, Zelda —asegura Chloe, que me ha estado maquillando desde el primer día que salí en Los Desayunos de Televisión. Me hace una mueca en el espejo y tengo que contener la risa.

—Sí, claro. Perdona, Becky, te tenía apuntada en la mente como invitada. Chloe, no te compliques mucho con ella. No queremos que salga resplandeciente y alegre. —Baja la voz—. Y ponle rimel resistente al agua. De hecho, pónselo todo a prueba de agua. ¡Hasta luego!

Sale pitando de la sala y Chloe la fulmina con la mirada.

—Venga, voy a hacer que estés más guapa que nunca. Hiperalegre e hiperresplandeciente.

—Gracias —digo sonriendo, y me siento en una silla.

—Y, por favor, no me digas que vas a necesitar rimel water Prof. —añade poniéndome un peinador.

—Ni hablar. Tendrían que pegarme un tiro.

—Seguro que lo hacen —interviene una chica desde el otro lado de la sala, y todas nos echamos a reír.

—Espero que al menos te paguen bien por hacer esto —dice Chloe poniéndome la base de maquillaje.

—Pues sí, da la casualidad de que sí. Pero no lo hago por eso.

Media hora más tarde, estoy sentada en la habitación verde y entra Clare Edwards. Lleva un vestido verde oscuro que no le favorece mucho y, ¿es mi imaginación o alguien ha hecho que parezca más pálida? A la luz de los focos va a dar la impresión de que lleva toneladas de maquillaje.

Supongo que ha sido Chloe. Casi se me escapa la risa. — ¡Oh! — exclama desconcertada al verme—. ¡Hola, Becky!

—Hola, Clare. ¡Cuánto tiempo!

—Sí —asegura retorciendo las manos—. Siento mucho lo de tus problemas.

—Gracias. Pero bueno, no hay mal que por bien no venga, ¿eh?

Se ruboriza, aparta la mirada y me avergüenzo de mí misma. Ella no tiene la culpa de que me despidieran.

—Me alegro mucho de que te hayan dado este trabajo —afirmo con más amabilidad—. Creo que lo estás haciendo muy bien.

—¡Bien! — exclama Zelda entrando a toda prisa—. Estamos listos, Becky. —Me coge del brazo mientras entramos—. Sé que esto va a ser traumático. Estamos preparados para que te tomes el tiempo que necesites. Si pierdes el control, o te echas a llorar, o cualquier cosa..., no te preocupes.

—Gracias, Zelda. Lo tendré en mente.

Llegamos al plato y allí están Rory y Emma sentados en los sofás. Miro al monitor al pasar y veo que han hecho una ampliación de la horrible foto de Nueva York, la han teñido de rojo y la han titulado El trágico secreto de Becky.

—¡Hola, Becky! — me saluda Emma cuando me siento, y me da una compasiva palmadita en la espalda—. ¿Estás bien? ¿Quieres un pañuelo?

No, gracias. Quizá luego. —Me parece muy valiente que hayas venido —afirma Rory mirando sus notas—. ¿Es verdad que tus padres te han repudiado?

—¡Entramos en cinco segundos! — avisa Zelda desde el fondo—. Cuatro, tres...

—Bienvenidos de nuevo —saluda con gravedad Emma—. Hoy contamos con una invitada muy especial. Muchos de ustedes habrán seguido la historia de Becky Bloomwood, nuestra antigua experta en finanzas. Becky apareció en las páginas del Daily World como alguien que dista mucho de tener ninguna seguridad financiera.

En el monitor aparece la foto en la que salgo de compras por Nueva York, a la que sigue una serie de titulares de la prensa sensacionalista con la canción «La gran compradora» como telón de fondo.

—Bueno, Becky —empieza Emma cuando acaba la música—. En primer lugar, todos estamos muy afligidos por las dificultades por las que estás atravesando; quiero que sepas que comprendemos tu situación. Dentro de un momento preguntaremos a nuestra nueva experta en finanzas, Clare Edwards, lo que tendrías que haber hecho para prevenir esta catástrofe. Pero antes, para que los espectadores se aclaren un poco, ¿puedes decirnos exactamente cuánto dinero debes?

—Encantada, Emma —digo respirando hondo—. En la actualidad mis deudas ascienden a... —me detengo y siento que todo el estudio se prepara para la gran conmoción— cero.

—¿Cero? —Emma mira a Rory como para comprobar que ha oído bien—. ¿Nada?

—El director de mi banco, el señor John Gavin, estará encantado de confirmar que esta mañana a las nueve y media he pagado mi descubierto. He liquidado todas y cada una de mis deudas.

Me permito una ligera sonrisa al acordarme de la cara de John Gavin cuando le he dado fajos y fajos de billetes. Quería que se avergonzara, que se enfadara. Pero, a partir del primer par de miles ha empezado a sonreír y a hacerles señas a todos los empleados para que se acercaran. Al final me ha estrechado la mano afectuosamente y me ha dicho que entendía lo que le había dicho Derek Smeath sobre mí.

¿Qué le habrá dicho?

—Así que, como ves, no estoy atravesando ninguna dificultad. De hecho, nunca he estado mejor.

—Ya veo —dice Emma desconcertada, y sé que Barry debe de estar gritándole algo por el auricular—. Pero, aunque hayas arreglado temporalmente tu situación económica, tu vida debe de ser una ruina. —Se inclina hacia delante con expresión compasiva—. No tienes trabajo, los amigos te rechazan...

—Todo lo contrario. Tengo trabajo. Esta tarde cojo un avión hacia Estados Unidos, donde me espera una nueva carrera. Es un riesgo y, por supuesto, será un desafío, pero estoy segura de que allí seré feliz. Respecto a mis amigos... —mi voz se quiebra ligeramente y respiro hondo—, son ellos los que me han ayudado, los que me han apoyado.

¡Dios! No puedo creérmelo, al final se me han saltado las lágrimas. Parpadeo para que desaparezcan y sonrío abiertamente a Emma.

—Así que mi historia no es la de alguien fracasado. Es cierto que contraje unas deudas y que me despidieron, pero reaccioné. —Miro a la cámara—. Y me gustaría decirles a las personas que me están viendo y que tengan un problema como el que yo he tenido, que también pueden salir de él. ¡Haced algo! ¡Vended la ropa! ¡Solicitad un nuevo trabajo! ¡Podéis empezar de nuevo, igual que yo!

Se produce un silencio en el estudio. Y de repente se oyen aplausos. Miro hacia el público y veo a Dave, el cámara, que me sonríe y dice: «Buen trabajo.» Gareth, el regidor, se le une. Y alguien más. Y, en un momento, todo el estudio está aplaudiendo, menos Emma y Rory, que se han quedado completamente perplejos, y Zelda, que está hablando frenéticamente por su micrófono.

—Bueno —dice Emma por encima del sonido de los aplausos—. Esto... Ahora haremos una pausa, pero vuelvan con nosotros para saber más sobre nuestra entrevista del día: la trágica..., esto...

—Duda mientras escucha por su auricular—. O mejor dicho, la triunfal...

Suena la sintonía del programa y mira enfadada a la cabina de producción.

—¡Podrías aclararte un poco!

—¡Adiós a todos! —me despido levantándome—. Tengo que irme.

—¡Pero no puedes irte ahora!

—Sí que puedo. —Busco el micrófono y Eddie, el chico de sonido, viene rápidamente a soltármelo.

—¡Bien dicho! — susurra mientras lo retira de mi chaqueta—. ¡Que se coman su mierda! Barry está que muerde ahí arriba.

—¡Eh, Becky! —me llama Zelda horrorizada—. ¿Dónde vas?

—Ya he dicho lo que tenía que decir. Ahora tengo que coger un avión.

—¡No puedes marcharte! ¡No hemos acabado!

—¡Yo sí que he acabado! —afirmo cogiendo el bolso.

—¡Pero las líneas telefónicas están al rojo vivo! —grita acercándose—. ¡La centralita está saturada y todo el mundo...! —Me mira como si no me hubiera visto nunca—. No teníamos ni idea. ¿Quién iba a pensar que...?

—Tengo que irme, Zelda.

—¡Espera un momento! — me suplica cuando llego a la puerta del estudio—. Barry y yo acabamos de tener una pequeña charla y nos preguntábamos si...

—Zelda —la interrumpo amablemente—, demasiado tarde, me voy.

Cuando llego al aeropuerto de Heathrow son casi las tres de la tarde y todavía estoy sofocada por la comida de despedida que he tenido en el pub con Suze, Tarquin y mis padres. Una parte de mí está a punto de echarse a llorar y volver corriendo a su lado, pero jamás me he sentido tan segura de mí misma. Nunca había estado tan convencida de estar haciendo lo correcto.

En la parte central de la terminal hay un puesto en el que regalan ejemplares del Financial Times y, al pasar por delante, cojo uno, por los viejos tiempos. Además, si me ven llegar con él, a lo mejor me ponen en clase preferente. Estoy doblándolo cuidadosamente para ponérmelo debajo del brazo cuando me fijo en una noticia que hace que me pare en seco.

«Brandon intenta salvar su empresa. Pág. 27.»

Abro el periódico con dedos temblorosos, busco el artículo y leo:

El empresario Luke Brandon lucha por conservar a sus clientes después de una grave pérdida de confianza debida a la reciente deserción de varios de sus más antiguos directivos. En la que fue una de las más innovadoras agencias de relaciones públicas, la moral parece estar por los suelos y corren rumores de que el incierto futuro de la empresa pueda hacer que los empleados opten por abandonar. En la reunión de urgencia que se celebrará hoy, Luke Brandon intentará convencer a sus patrocinadores para que aprueben sus radicales planes de reestructuración, entre los que...

Llego hasta el final y miro un momento la foto de Luke. Parece tan seguro como siempre, pero me acuerdo del comentario de Michael en el que decía que lo habían arrojado al medio del prado. Su mundo se ha venido abajo, igual que el mío, y no hay muchas posibilidades de que su madre se ponga al teléfono para decirle que no se preocupe.

Por un momento siento lástima por él y casi le llamo para decirle que todo se arreglará. Pero no serviría de nada, está muy ocupado con su vida y yo con la mía, así que cierro el periódico y me dirijo con paso firme hacia el mostrador de facturación.

—¿Algo para facturar? —pregunta sonriendo la chica que hay detrás.

—No, llevo poco equipaje. Sólo una bolsa. —Pongo el Financial Times encima para que se vea más—. Supongo que no habrá ninguna posibilidad de que me cambien de clase, ¿no?

—Lo siento, hoy no. Pero, si quiere, puedo ponerla al lado de la salida de emergencia. Hay mucho espacio para estirar las piernas. ¿Me deja que pese la bolsa, por favor?

—Sí, claro.

En el momento en que me inclino para poner mi maletita en la cinta, oigo una voz que me resulta familiar.

—¡Espera!

Siento una sacudida interior, como si me hubiese caído de una altura de diez metros. Me doy la vuelta temblorosa y... ¡Es él!

Es Luke, avanzando hacia mí. Está tan elegante como siempre, pero tiene la cara pálida y demacrada. Por la sombra que hay debajo de sus ojos da la impresión de haber estado a dieta, de haber dormido muy poco y haber tomado mucho café.

—¿Dónde coño vas? — pregunta cuando está más cerca—. ¿Te vas a Washington?

—¿Qué haces aquí? —replico nerviosa—. ¿No tenías una reunión de urgencia con tus inversores?

—La tenía hasta que ha venido Mel a traerme un té y me ha dicho que te había visto en la televisión.

—¿Has abandonado la reunión? —pregunto mirándole—. ¿A mitad?

—Me ha dicho que te ibas. —Sus ojos oscuros estudian mi cara—. ¿Es verdad?

—Sí —contesto dejando la bolsa en la cinta—. Al igual que tú viniste aquí sin decirme nada.

Mi voz tiene un tono de reproche y Luke se estremece.

—Becky...

—¿Ventana o pasillo? —pregunta la chica del mostrador.

—Ventana, por favor.

—Becky...

Su móvil empieza a sonar y lo apaga visiblemente irritado.

—Becky, me gustaría hablar contigo.

—¿Ahora quieres hablar? Estupendo, justo en el momento en el que estoy facturando —golpeo el periódico con la mano—. ¿Y qué pasa con la reunión de urgencia?

—Eso puede esperar.

—¿El futuro de tu empresa puede esperar? —Enarco las cejas—. ¿No es... un poco irresponsable?

—¡Mi empresa no tendría una mierda de futuro de no ser por ti! — Exclama casi enfadado, y muy a mi pesar, siento un hormigueo por todo el cuerpo—. Michael me dijo lo que hiciste: que te enteraste de lo de Alicia, que le avisaste, que te diste cuenta de todo. No lo sabía. De no haber sido por ti, Becky...

—No tenía que habértelo dicho —mascullo furiosa—. Le pedí que no lo hiciera. ¡Me lo prometió!

—Bueno, pues me lo contó, y ahora... —Se calla—.Y ahora no sé qué decir. Gracias no me parece suficiente.

Durante un momento nos miramos en silencio.

—No tienes por qué decir nada —hablo finalmente, apartando la mirada—. Lo hice solamente porque no aguanto a Alicia, eso es todo.

—La he puesto en la fila treinta y dos —me informa alegremente la chica del mostrador—. El embarque es a las cuatro y media. —Mira con más detenimiento mi pasaporte y le cambia la expresión—. Usted es la que estaba en Los Desayunos de Televisión, ¿verdad?

—Sí, lo era —contesto con sonrisa educada.

—Ah, bien —dice un tanto confusa. Cuando me da el pasaporte y la tarjeta de embarque se fija en la fotografía del Financial Times. Mira a Luke y vuelve a mirar el periódico.

—Un momento. ¿Es usted? —pregunta indicando la fotografía.

—Sí, lo era —contesta—. Vamos, Becky, deja que al menos te invite a una copa.

Nos sentamos en una mesita con nuestros vasos de Pernod y me fijo en que la luz de su móvil se enciende cada cinco segundos, lo que quiere decir que alguien está intentando hablar con él, pero no parece ni darse cuenta.

Quería llamarte —confiesa mirando su vaso—. He tenido intención de hacerlo todos los días, pero me daba miedo hacerlo y tener que colgar a los cinco minutos. Lo que dijiste acerca de que no tengo tiempo para una relación se me quedó grabado. —Toma un buen trago—. Créeme, últimamente no he tenido mucho más de diez minutos libres. No sabes lo que ha sido...

—Michael me dio una idea.

—Estaba esperando a que las cosas se calmaran un poco.

—Y por eso has elegido hoy. —No puedo evitar una ligera sonrisa—. El día que han ido a verte todos los inversores.

—No es el momento ideal, de acuerdo —acepta esbozando una sonrisa—. Pero ¿cómo iba a saber que te ibas del país? Michael ha sido de lo más discreto. No podía quedarme sentado y dejar que te fueras. —Empuja el vaso por la mesa, abstraído, como si buscase algo, y lo miro preocupada—. Tenías razón, estaba obsesionado con triunfar en Nueva York. Era una especie de locura. No podía ver otra cosa. ¡Dios! Lo he jodido todo, ¿verdad? Tú, nosotros, el negocio...

—Venga, Luke —replico—. No tienes la culpa de todo. Yo también jodí unas cuantas cosas.

Me callo cuando Luke niega con la cabeza. Apura el vaso y me mira con expresión sincera.

—Hay algo que tienes que saber. Becky, ¿cómo crees que se enteró el Daily World de tus deudas?

Lo miro sorprendida.

—Fue la chica de los impuestos. La chica que fue al apartamento y estuvo fisgoneando mientras Suze...

Vuelvo a callarme cuando mueve otra vez la cabeza.

—Fue Alicia.

Durante unos segundos, estoy demasiado desconcertada como para hablar.

—¿A...licia? —consigo decir finalmente—. ¿Cómo lo has...? ¿Porqué iba a...?

—Cuando registramos su oficina encontramos extractos de tus cuentas y algunas cartas en su mesa. Sólo Dios sabe cómo las consiguió. Esta mañana, un chico del Daily World me ha confesado que su fuente de información era ella. Sólo tuvieron que investigar lo que les entregó.

Lo miro y siento un escalofrío al recordar el día que fui a su oficina, la bolsa de Conran con todas mis cartas y Alicia en la mesa de Mel con cara de gato que ha atrapado un ratón...

—Sabía que me había olvidado algo. ¡Joder! ¿Cómo pude ser tan tonta?

—Tú no eras su verdadero objetivo. Lo hizo para desacreditarme a mí y a mi empresa, y desviar la atención de lo que estaba planeando. No lo confesará, pero estoy seguro de que también era la «fuente interna» que les dio todos mis detalles. —Hace una pausa y continúa—. La cuestión es que me equivoqué por completo. Tú no tuviste la culpa de que mi negocio no saliera bien, fui yo quien arruinó el tuyo.

Por un momento me quedo paralizada, incapaz de hablar. Siento como si algo muy pesado empezara a quitárseme de encima y no estoy muy segura de qué pensar o sentir.

—Siento mucho todo lo que has pasado, Becky.

—No. No ha sido culpa tuya. Ni siquiera de Alicia. Puede que les diera informaciones, pero, si no hubiera tenido todas esas deudas y no me hubiera vuelto loca comprando en Nueva York, no habrían tenido nada sobre lo que escribir. Fue horrible y humillante, pero lo curioso es que leer el artículo me vino bien. Hizo que me enterara de unas cuantas cosas sobre mí misma.

Cojo mi vaso, me doy cuenta de que está vacío y lo vuelvo a dejar en la mesa.

—¿Quieres otro?

—No, gracias.

Permanecemos en silencio y a lo lejos, una voz informa a los pasajeros del vuelo British Airways 2340 a San Francisco que embarquen por la puerta 29.

—Sé que Michael te ha ofrecido un trabajo —dice señalando mi bolsa de mano—. Supongo que esto significa que lo has aceptado. —Se calla y le miro un poco temblorosa, sin decir nada-Becky, no te vayas a Washington. Quédate y trabaja conmigo.

—¿Trabajar contigo? —pregunto atónita.

—Quédate y trabaja para Brandon Communications.

—¿Te has vuelto loco?

Se aparta el pelo de la cara y, de repente, lo veo más joven y vulnerable; alguien que necesita una oportunidad.

—No, no estoy loco. La empresa está diezmada y necesito a alguien como tú en un puesto de responsabilidad. Conoces el mundo de las finanzas, has sido periodista. La gente te quiere y conoces el negocio...

—Luke, no te costará nada encontrar a alguien como yo. Seguro que a alguien incluso mejor. Alguien que tenga experiencia en relaciones públicas, que haya trabajado con...

—Vale, estaba mintiendo, no necesito a alguien como tú. Te necesito a ti.

Me mira a los ojos con franqueza y me doy cuenta de que no está hablando de Brandon Communications.

—Te necesito, Becky. Confío en ti. No me he dado cuenta hasta que no estabas. Desde que te fuiste, he estado dándole vueltas a tus palabras. Lo que dijiste sobre mis ambiciones, sobre nuestra relación, incluso sobre mi madre...

—¿Tu madre? Me enteré de que habías intentado concertar una cita con ella.

—No fue culpa suya. —Toma un trago de Pernod—. Le surgió un imprevisto y no pudo acudir. Pero tenías razón, debería pasar más tiempo con ella, conocerla mejor y forjar una relación más próxima, como la que tú tienes con la tuya. —Levanta la vista y frunce el entrecejo al ver mi atónita expresión—. A eso te referías, ¿no?

—Sí —contesto precipitadamente—. Eso es lo que quería que entendieses.

—¿Ves? Eres la única persona que me dice las cosas que necesito saber, aunque no me guste escucharlas. Tendría que haberte hecho caso desde el principio. He sido..., no sé, arrogante, idiota.

Suena tan duro consigo mismo que me siento totalmente abatida.

—Luke...

—Becky, ya sé que tienes tu propia carrera, y lo respeto. No te hubiera dicho nada si no pensara que es un buen paso para ti. Pero, por favor —dice poniendo una cálida mano encima de la mía—, vuelve y empecemos de nuevo.

Me deja desarmada, y lo miro mientras siento que la emoción crece en mí como un globo.

—Luke, no puedo trabajar contigo —digo tragando saliva e intentando mantener el control de mi voz—. Tengo que ir a Estados Unidos y aprovechar esta oportunidad.

—Sé que es importante para ti, pero lo que yo te ofrezco también puede serlo.

—No es lo mismo —afirmo apretando con fuerza el vaso.

—Puede serlo. Cualquier cosa que te haya ofrecido Michael, puedo ofrecértela yo. —Se inclina hacia delante—. Más todavía...

—Luke —le interrumpo—. No he aceptado el trabajo de Michael.

Su cara se sobresalta.

—¿No? ¿Entonces...?

Mira mi bolsa, luego me mira a los ojos y le devuelvo la mirada en completo silencio.

—Entiendo —acepta finalmente—. No es asunto mío.

Parece tan destrozado que siento una puñalada de dolor en el pecho. Quiero decirle algo, pero no puedo. No puedo arriesgarme a hacerlo, a oír cómo flaquean mis argumentos, a preguntarme si he tomado la decisión adecuada. No puedo arriesgarme a cambiar de opinión.

—Luke, tengo que irme —digo con un nudo en la garganta—. Y tú tienes que ir a tu reunión.

—Sí —admite tras una pausa—. Tienes razón. Me voy. —Se levanta y busca algo en el bolsillo—. Sólo una cosa más. No te vayas sin esto.

Muy despacio, saca un pañuelo azul pálido de seda y terciopelo salpicado de cuentas iridiscentes.

¡Mi pañuelo! ¡Mi pañuelo de Denny and George!

Noto que me quedo lívida.

—¿Cómo...? ¿Eras tú el que pujaba por teléfono? Pero te retiraste. Fue la chica la que... —Me callo y lo miro completamente confundida.

—Yo era los dos.

Me lo pone suavemente en el cuello, me mira unos segundos y me besa en la frente. Después, se da la vuelta y desaparece entre la muchedumbre.