Confusamente, porque no le daba la vista mayores alcances, se dio cuenta del gesto del muchacho. Se detuvo atenta, lo vio luego levantarse, inclinar la cabeza, como si recitase una oración por el descanso de los infortunados infantes, que, aunque esa sea la costumbre, no nos atreveremos a desear eterno, por habernos fallado la imaginación cuando, una sola vez, intentamos representarnos lo que podría ser eso de descansar eternamente. Jesús acabó su responsorio y miró alrededor, muros ciegos, puertas cerradas, sólo se veía, allí parada, una vieja muy vieja, vestida con una túnica de esclava y apoyada en su bastón, demostración viva de la tercera parte del famoso enigma de la esfinge, cuál es el animal que anda a cuatro patas por la mañana, dos por la tarde y tres al anochecer, es el hombre, respondió el expertísimo Edipo, no se le ocurrió entonces que algunos ni al mediodía consiguen llegar, nada más en Belén, de una sentada, fueron veinticino. La vieja se fue acercando, acercando, y ahora está delante de Jesús, agacha el cuello para verlo mejor y pregunta, Buscas a alguien, El muchacho no respondió en seguida, en verdad no andaba buscando a persona alguna, las personas que había encontrado estaban muertas, aquí, a dos pasos, ni se podría decir que fueran personas, unas criaturas de pañales y chupete, llorones y babeantes, de pronto la muerte llegó y los convirtió en gigantescas presencias que no caben en nichos ni osarios y, todas las noches, si hay justicia, salen al mundo mostrando las heridas mortales, las puertas por donde se les fue la vida, abiertas a tajos de espada, No, dijo Jesús, no busco a nadie. La vieja no se retiró, parecía esperar a que él continuase, y esa actitud sacó de la boca de Jesús palabras que no había pensado decir, Nací en esta aldea, en una cueva, me gustaría ver el sitio. La vieja retrocedió un difícil paso, afirmó la mirada cuanto pudo y, temblándole la voz, preguntó, Tú, cómo te llamas, de dónde vienes, quiénes son tus padres. A una esclava sólo responde quien quiera hacerlo, pero el prestigio de la última edad, incluso siendo de inferior condición, tiene mucha fuerza, a los viejos, a todos, se les debe responder siempre, porque siendo ya tan poco el tiempo que tienen para hacer preguntas, extrema crueldad sería dejarlos privados de respuestas, recordemos que una de ellas bien pudiera ser la que esperaban. Me llamó Jesús, vengo de Nazaret de Galilea, dijo el muchacho, que no anda diciendo otra cosa desde que salió de casa. La vieja avanzó el paso que había retrocedido, Y tus padres, cómo se llaman, Mi padre se llamaba José, mi madre es María, Cuántos años tienes, Voy por los catorce.

La mujer miró a su alrededor como si buscara donde sentarse, pero una plaza de Belén de Judea no es lo mismo que el jardín de San Pedro de Alcántara, con bancos y vista apacible al castillo, aquí nos sentamos en el polvo del suelo o, en el mejor de los casos, en el umbral de las puertas o, si hay una tumba, en la piedra que se deja al lado de la entrada para el reposo y desahogo de los vivos que vienen a llorar a sus seres queridos, o incluso, quién sabe, de los fantasmas que salen de sus tumbas para llorar las lágrimas que sobraron de la vida, como es el caso de Raquel, aquí tan cerca, en verdad está escrito, es Raquel quien llora a sus hijos y no quiere ser consolada porque ya no existen, no es preciso tener la astucia de Edipo para ver que el sitio condice con la situación y el llanto con la causa. La vieja se sentó trabajosamente en la piedra, el muchacho hizo un gesto para ayudarla pero no llegó a tiempo, los gestos no totalmente sinceros llegan siempre con retraso. Te conozco, dijo la vieja, te equivocas, respondió Jesús, yo nunca estuve aquí y tú nunca me viste en Nazaret, Las primeras manos que te tocaron no fueron las de tu madre, sino las mías, Cómo es posible esto, mujer, Mi nombre es Zelomi y fui tu comadrona. En el impulso de un instante, demostrándose así la autenticidad caracteriológica de los movimientos hechos a tiempo, Jesús se arrodilló a los pies de la esclava, vacilando inconscientemente entre una curiosidad que parecía a punto de recibir satisfacción y un simple deber de cortesía, el deber de manifestar reconocimiento a alguien que, sin más responsabilidad que haber estado presente en la ocasión, nos extrajo de un limbo sin memoria para lanzarnos a una vida que nada sería sin ella.

Mi madre nunca me habló de ti, dijo Jesús, No tenía por qué hablar, tus padres aparecieron por casa de mi amo pidiendo ayuda y como yo tenía experiencia, Fue en el tiempo de la matanza de los inocentes que están en la tumba, Sí, y tú tuviste suerte, no te encontraron, Porque vivíamos en la cueva, Sí, o quizá porque os habíais marchado antes, eso no llegué a saberlo, cuando fui a ver si os había pasado algo, encontré la cueva vacía, Te acuerdas de mi padre, Sí, me acuerdo, era entonces un hombre joven, de buena figura, buena persona, Ha muerto ya, Pobre hombre, qué corta le salió la vida, y tú, siendo primogénito, por qué has dejado a tu madre, supongo que todavía estará viva, He venido para conocer el lugar donde nací y también para saber más de los niños que fueron asesinados, Sólo Dios sabrá por qué murieron, el ángel de la muerte, tomando figura de unos soldados de Herodes, bajó a Belén y los condenó, Crees que fue voluntad de Dios, Sólo soy una esclava vieja, pero, desde que nací, oigo decir que todo cuanto ocurre en el mundo, incluso el sufrimiento y la muerte, sólo puede suceder porque Dios antes lo quiso, Así está escrito, Comprendo que Dios quiera mi muerte uno de estos días, pero no la de unos niños inocentes, tu muerte la decidirá Dios a su tiempo, la muerte de los niños la decidió la voluntad de un hombre, Poco puede la mano de Dios si no basta para interponerse entre el cuchillo y el sentenciado, No ofendas al Señor, mujer, Quien como yo nada sabe no puede ofender, Hoy, en el Templo, oí decir que todo acto humano, por insignificante que sea, interfiere la voluntad de Dios, y que el hombre sólo es libre para poder ser castigado, No es de ser libre de donde viene mi castigo, sino de ser esclava, dijo la mujer. Jesús se calló. Apenas había oído las palabras de Zelomi porque el pensamiento, como una súbita hendidura, se abrió hacia la ofuscadora evidencia de que el hombre es un simple juguete en manos de Dios, eternamente sujeto a hacer sólo lo que a Dios plazca, tanto cuando cree obedecerle en todo, como cuando en todo supone contrariarlo.

Caía el sol, la sombra maléfica de la higuera se acercaba. Jesús retrocedió un poco y llamó a la mujer, Zelomi, ella alzó con dificultad la cabeza, Qué quieres, preguntó, Llévame a la cueva donde nací, o dime dónde está, si no puedes andar, Me cuesta caminar, sí, pero tú no la encontrarías si yo no te llevase, Está lejos, No, pero hay otras cuevas y todas parecen iguales, Vamos, Pues sí, vamos, dijo la mujer.

En Belén, las personas que aquel día vieron pasar a Zelomi y al muchacho desconocido se preguntaron unas a otras de dónde se conocerían. Nunca llegarían a saberlo, porque la esclava guardó silencio los dos años que aún tuvo de vida y Jesús no volvió nunca a la tierra donde nació. Al día siguiente, Zelomi regresó a la cueva donde dejó al muchacho. No lo encontró. Contaba con que iba a ser así. Nada tendrían que decirse si todavía estuviera allí.

Mucho se ha hablado de las coincidencias de las que la vida está hecha, tejida y compuesta, pero casi nada de los encuentros que, día a día, van aconteciendo en ella, y eso a pesar de que son estos encuentros, casi siempre, los que orientan y determinan la misma vida, aunque en defensa de aquella concepción parcial de las contingencias vitales sea posible argumentar que un encuentro es, en su más riguroso sentido, una coincidencia, lo que no significa, claro está, que todas las coincidencias tengan que ser encuentros. En los casos generales de este evangelio, ha habido coincidencias bastantes y, en cuanto a los particulares de la vida de Jesús propiamente dicha, sobre todo desde que, habiendo él salido de casa, pasamos a prestarle una atención exclusiva, puede observarse que no han faltado los encuentros. Dejando de la lado la infortunada peripecia de los ladrones camineros, por no ser futuribles los efectos que en el porvenir próximo y distante puedan acabar teniendo, este primer viaje independiente de Jesús se ha mostrado bastante rico en encuentros, como la aparición providencial del fariseo filántropo, gracias al cual no sólo el afortunado muchacho pudo sacarse el hambre de la barriga, como, por emplear en comer el tiempo que empleó, llegó al Templo a la hora de oír las preguntas y escuchar las respuestas que, por así decirlo, harían de colchón a la cuestión que trajo de Nazaret, acerca de responsabilidades y culpas, si todavía nos acordamos. Dicen los entendidos en las reglas del bien contar cuentos que los encuentros decisivos, tal como sucede en la vida, deberán ir entremezclados y entrecruzarse con otros mil de poca o nula importancia, a fin de que el héroe de la historia no se vea transformado en un ser de excepción a quien todo le puede ocurrir en la vida, salvo vulgaridades. Y también dicen que es éste el proceso narrativo que mejor sirve al siempre deseado efecto de la verosimilitud, pues si el episodio imaginado y descrito no es ni podrá convertirse nunca en hecho, en dato de la realidad, y ocupar lugar en ella, al menos ha de procurarse que pueda parecerlo, no como en el relato presente, en el que de modo tan manifiesto se ha abusado de la confianza del lector, llevando a Jesús a Belén para, de buenas a primeras, darse de bruces, nada más llegar, con la mujer que hizo de partera en su nacimiento, como si ya no pasara de la raya el encuentro y los puntos de partida adelantados por la otra que venía con el hijo en brazos, colocada adrede para las primeras informaciones. Pero lo más difícil de creer está por venir, después de que la esclava Zelomi hubiera acompañado a Jesús a la cueva y lo dejara allí, porque así se lo pidió él, sin contemplaciones, Déjame solo, entre estas oscuras paredes, quiero, en este gran silencio, escuchar mi primer grito, si los ecos pueden durar tanto, éstas fueron las palabras que la mujer creyó haber oído y por eso aquí se registran, aunque sean, en todo, una ofensa más a la verosimilitud, debiendo nosotros imputarlas, por precaución lógica, a la evidente senilidad de la anciana. Se fue pues Zelomi con su vacilante andar de vieja, paso a paso tanteando la firmeza del suelo con el cayado sostenido con ambas manos, aunque más hermosa acción habría sido la del muchacho si hubiera ayudado a la pobre y sacrificada mujer a regresar a casa, pero la juventud es así, egoísta, presuntuosa, y Jesús, que él sepa, no tiene motivos para ser diferente de los de su edad.

Está sentado en una piedra, al lado, sobre otra piedra, el candil encendido ilumina débilmente las paredes rugosas, la mancha más oscura de los carbones en el sitio de la hoguera, las manos caídas, flojas, el rostro serio, Nací aquí, pensaba, dormí en aquel comedero, en esta piedra en la que ahora estoy sentado se sentaron mi padre y mi madre, aquí estuvimos escondidos mientras los soldados de Herodes andaban matando niños, por más que haga no conseguiré oír el grito de vida que di al nacer, tampoco oigo los gritos de muerte de los niños y de los padres que los veían morir, nada viene a romper el silencio de esta cueva donde se juntaron un principio y un fin, pagan los padres por las culpas que tuvieron, los hijos por las que acabaron teniendo, así me lo explicaron en el Templo, pero si la vida es una sentencia y la muerte una justicia, entonces nunca hubo en el mundo gente más inocente que aquella de Belén, los niños que murieron sin culpa y los padres que esa culpa no tuvieron, ni gente más culpable habrá habido que mui padre, que calló cuando debería haber hablado, y ahora éste que soy, a quien le fue perdonada la vida para que conociese el crimen que le perdonó la vida, aunque no tenga otra culpa, ésta me matará. En la penumbra de la cueva Jesús se levantó, parecía como si quisiera huir pero no dio más de dos pasos inciertos, se le doblaron de pronto las piernas, sus manos acudieron a los ojos para sostener las lágrimas que rompían, pobre muchacho, allí enroscado y revolcándose en el polvo como si sintiese un dolor infinito, he aquí que lo vemos sufriendo el remordimiento de aquello que no hizo, pero de lo que, mientras viva, será, oh incurable contradicción, el primer culpable. Este río de agónicas lágrimas, digámoslo ya, dejará para siempre en los ojos de Jesús una marca de tristeza, un continuo, húmedo y desolado brillo, como si, en cada momento, hubiera acabado de llorar. Pasó el tiempo, fuera fue poniéndose el sol, se hicieron más largas las sombras de la tierra, preanunciando la gran sombra que de lo alto descenderá con la noche, y la mudanza del cielo hasta en el interior de la cueva podía notarse, las tinieblas ya cercan y sofocan la mínima almendra luminosa del candil, cierto es que se le está acabando el aceite, así también será cuando el sol esté apagándose, entonces los hombres se dirán los unos a los otros, Estamos perdiendo la vista, y no saben que los ojos ya no les sirven de nada.

Jesús duerme ahora, lo rindió el misericordioso cansancio de estos días, la muerte terrible del padre, la herencia de la pesadilla, la confirmación resignada de la madre y, luego, el penoso viaje a Jerusalén, el Templo aterrador, las palabras sin consuelo proferidas por el escriba, el descenso a Belén, el destino, la esclava Zelomi llega desde el fondo del tiempo para traerle el conocimiento final, no es sorprendente que el cuerpo extenuado hubiera hecho que el mísero espíritu cayera con él, ambos parecían reposar, pero ya el espíritu se mueve y en sueños hace que el cuerpo se levante para ir ambos a Belén, y allí, en medio de la plaza, confesar la tremenda culpa, Yo soy, dirá el espíritu con la voz del cuerpo, aquel que trajo la muerte a vuestros hijos, juzgadme, condenad este cuerpo que os traigo, el cuerpo del que soy ánimo y alma, para que lo podáis atormentar y torturar, pues sabido es que sólo por el castigo y por el sacrificio de la carne se podrá alcanzar la absolución y el premio del espíritu. En el sueño están las madres de Belén con los hijos muertos en los brazos, sólo uno de ellos está vivo y la madre es aquella mujer que encontró Jesús con el niño en brazos, es ella quien responde, Si no puedes restituirles la vida, cállate, ante la muerte no hay palabras. El espíritu, humillándose, se recogió en sí mismo como una túnica doblada tres veces, entregando el cuerpo inerme a la justicia de las madres de Belén, pero Jesús no llegará a saber que podría sacar de allí el cuerpo salvo, era lo que la mujer que todavía llevaba en brazos al niño vivo se disponía a anunciarle, Tú no tienes la culpa, vete, cuando lo que a él le pareció un repentino y ofuscante resplandor inundó la cuerva y lo despertó de golpe, Dónde estoy, fue su primer pensamiento, y levantándose con dificultad del suelo, los ojos lagrimosos, vio a un hombre alto, gigantesco, con una cabeza de fuego, pero pronto se dio cuenta de que lo que le pareció cabeza era una antorcha alzada en la mano derecha casi hasta el techo de la cueva, la cabeza verdadera estaba un poco más abajo, por el tamaño podía ser la de Goliat, pero la expresión del rostro no tenía nada de furor guerrero, más bien era la sonrisa complacida de quien, habiendo buscado, halló. Jesús se levantó y retrocedió hasta la pared de la cueva, ahora podía ver mejor la cara del gigante, que al fin no lo era tanto, sólo un palmo más alto que los hombres más altos de Nazaret, las ilusiones ópticas, sin las que no hay prodigios ni milagros, no son un descubrimiento de nuestra época, basta ver que el propio Goliat no acabó jugando al baloncesto sólo porque nació antes de tiempo. Quién eres, preguntó el hombre, pero se notaba que era sólo para iniciar la charla. Colocó la antorcha en una grieta de la roca, dejó contra la pared dos palos que llevaba, uno pulido por el uso, de gruesos nudos, otro que parecía acabado de desgajar del árbol, aún con la corteza, y luego se sentó en la piedra mayor, componiendo sobre los hombros el amplio manto en que se envolvía. Soy Jesús de Nazaret, respondió el muchacho, Y qué has venido a hacer aquí, si eres de Nazaret, Soy de Nazaret pero he nacido en esta cueva, he venido para ver el sitio donde nací, Donde naciste fue en la barriga de tu madre y ahí no podrás volver jamás. Por no oídas antes, así tan crudas, las palabraas hicieron ruborizarse a Jesús que se calló. Te has escapado de casa, preguntó el hombre. El muchacho vaciló como si estuviese reflexionando en su interior si realmente podría llamarse fuga su marcha y acabó por responder, Sí, No te entendías con tus padres, Mi padre ha muerto ya, Ah, dijo el hombre, pero Jesús experimentó una extraña e indefinible sensación, la de que él ya lo sabía, y no sólo esto, sino que sabía también todo lo demás, lo que había sido dicho y lo que aún estaba por decir. No has respondido a mi pregunta, insistió el hombre, A cuál, Si no te entendías con tus padres, Eso es cosa mía, Háblame con respeto, muchacho, o tomo el lugar de tu padre para castigarte, aquí no te oiría ni Dios, Dios es ojo, oreja y lengua, lo ve todo, lo oye todo, y si no lo dice todo es porque no quiere, Qué sabes tú de Dios, chiquillo, Sé lo que he aprendido en la sinagoga, En la sinagoga no habrás oído decir nunca que Dios es un ojo, una oreja y una lengua, La conclusión es mía, si Dios no fuese eso no sería Dios, Y por qué crees tú que Dios es un ojo y una oreja y no dos ojos y dos orejas como tú y como yo, Para que un ojo no pudiera engañar al otro ojo y una oreja a la otra oreja, para la lengua no es necesario, es una sola, La lengua de los hombres también es doble, tanto sirve para la verdad como para la mentira, A Dios no le es permitido mentir, Quién se lo impide, El mismo Dios, o se negaría a sí mismo, Ya lo has visto, A quién, A Dios, Algunos lo han visto y lo anunciaron. El hombre se mantuvo en silencio mirando al muchacho como si buscara en él unos rasgos conocidos, luego dijo, Sí, es cierto, algunos creyeron haberlo visto. Hizo una pausa y prosiguió ahora con una sonrisa de malicia, No has llegado a responderme, Responderte a qué, A si te llevabas bien con tus padres, Salí de casa porque quería conocer mundo, Tu lengua conoce el arte de mentir, muchacho, pero sé bien quién eres, eres hijo de un carpintero de obra basta llamado José y de una cardadora de lana llamada María, Cómo lo sabes, Lo supe un día y no lo he olvidado, Explícate mejor, Soy pastor, hace muchos años que ando por ahí con mis ovejas, mis cabras y el bode y el carnero para cubrirlas, estaba por estos sitios cuando viniste al mundo y seguía aquí cuando vinieron a matar a los niños de Belén, te conozco desde siempre, como ves. Jesús miró al hombre con temor y preguntó, Cómo te llamas, Para mis ovejas no tengo nombre, Yo no soy una oveja tuya, Quién sabe, Dime cómo te llamas, Si te empeñas en darme un nombre, llámame Pastor, con eso basta para que venga, si me llamas, Quieres llevarme contigo de ayudante, Estaba esperando que me lo pidieras, Y qué, Te recibo en mi rebaño. El hombre se levantó, tomó la antorcha y salió al aire libre. Jesús lo siguió. Era noche cerrada, todavía no había salido la luna. Juntas, a la entrada de la cueva, sin más ruido que el leve tintineo de las campanillas de algunas, las ovejas y las cabras, tranquilas, parecían haber estado a la espera de la conclusión de la charla entre su pastor y el ayudante nuevo.

El hombre levantó el hachón para mostrar las cabezas negras de las cabras, los hocicos blancuzcos de las ovejas, los lomos secos y escurridos de unas, las redondas y felpudas grupas de otras, y dijo, {éste es mi rebaño, procura no perder ni uno solo de estos animales.

Sentados a la boca de la cueva, bajo la luz inestable de la antorcha, Jesús y el pastor comieron del queso y del pan duro que llevaba en las alforjas. Luego el pastor fue adentro y trajo el palo nuevo, el que tenía aún la corteza. Encendió una hoguera y, en poco tiempo, moviendo hábilmente el palo entre las llamas, le fue quemando la corteza hasta hacerla saltar en largas tiras, después alisó toscamente los nudos. Lo dejó enfriar un poco y volvió a meterlo en la lumbre, ahora moviéndolo más deprisa, sin dar tiempo a que las llamas lo quemasen, oscureciendo de este modo y fortaleciendo la epidermis de la madera, como si sobre la joven vara se hubiesen anticipado los años.

Cuando llegó al final de su trabajo, dijo, Aquí tienes, fuerte y derecho, tu cayado de pastor, es tu tercer brazo.

Pese a no ser de manos delicadas, Jesús tuvo que soltar el palo, que cayó al suelo, tan caliente estaba.

Cómo lo puede aguantar él, pensó, y no encontró respuesta. Cuando nació la luna, entraron en la cueva para dormir. Unas pocas ovejas y cabras entraron también y se acostaron al lado de ellos.

Alboreaba el primer lucero de la mañana cuando el pastor sacudió a Jesús, diciéndole, Levántate, basta ya de dormir, el ganado está hambriento, de aquí en adelante tu trabajo será llevarlo a los pastos, nunca en tu vida harás nada más importante. Lentamente, porque la marcha iba regulada por el paso trabado y menudo del rebaño, yendo el pastor delante y el ayudante detrás, se fueron todos, humanos y animales, en una fresca y transparente madrugada que parecía no tener prisa de hacer nacer el sol, celosa de una claridad que era como la de un mundo recién comenzado.

Mucho más tarde, una mujer mayor, que apenas podía andar ayudándose de un bordón como una tercera pierna, vino de las escondidas casas de Belén y entró en la caverna. No se quedó muy sorprendida al no hallar allí a Jesús, probablemente ya nada tendrían que decirse el uno al otro. En la media oscuridad habitual de la cueva brillaba la almendra luminosa del candil que el pastor había cargado nuevamente de aceite.

Dentro de cuatro años Jesús encontrará a Dios. Al hacer esta inesperada revelación, quizá prematura a la luz de las reglas del buen narrar antes mencionadas, lo que se pretende es tan sólo disponer convenientemente al lector de este evangelio a dejarse entretener con algunos vulgares episodios de la vida pastoril, aunque estos, lo adelantamos ya para que tenga disculpa quien sienta la tentación de saltárselos, nada sustancial aportan a la materia principal. No obstante, cuatro años siempre son cuatro años, sobre todo en una edad de tan grandes mudanzas físicas y mentales, ellas son el cuerpo que crece de esta desatinada manera, ellas son la barba que empieza a sombrear una piel ya de sí morena, ellas son la voz que se vuelve profunda y gruesa como una piedra rodando por la falda de una montaña, ellas son la tendencia al devaneo y al soñar despierto, cosas siempre censurables, especialmente cuando hay deberes de vigilancia que cumplir, es el caso de los centinelas en cuarteles, castillos y campamentos, por ejemplo, o, por no salirnos de la historia, de este novel ayudante de pastor a quien fue dicho que no podía perder de vista las cabras y ovejas del patrón. Que, a decir verdad, no se sabe quién es.

Pastorear, en este tiempo y en estos lugares, es trabjo para siervo o esclavo torpe, obligado, bajo pena de castigo, a dar constante y puntual cuenta de la leche, del queso y de la lana, sin hablar ya del número de cabezas de ganado, que siempre deberá estar en aumento, para que puedan decir los vecinos que los ojos del Señor contemplan con benignidad al piadoso propietario de bienes tan profusos, el cual, si quiere estar conforme con las reglas del mundo, más deberá fiarse de la benevolencia del Señor que de la fuerza genesíaca de los cubridores de su rebaño. Extraño es, sin embargo, que Pastor, que así quiso él que lo llamáramos, no parezca tener amo que lo gobierne, pues en estos cuatro años no vendrá nadie al desierto a recoger la lana, la leche o el queso, ni el mayoral dejará el ganado para ir a dar cuenta de su obligación. Todo estaría bien si el pastor fuese, en el sentido conocido y acostumbrado de la palabra, el dueño de estas cabras y de estas ovejas, pero es muy difícil creer que realmente lo sea quien, como él, desperdicia cantidades de lana que superan todo lo imaginable y, por lo visto, sólo trasquila para que no se ahoguen de calor las ovejas, o quien aprovecha la leche, si la aprovecha, sólo para fabricar el queso de cada día y cambiar la que sobra por higos, támaras y pan, o quien, finalmente, enigma de los enigmas, no vende cordero o cabrito de su rebaño, ni siquiera en tiempos de Pascua, cuando, por el aumento de la demanda, alcanzan muy buen precio. No es de admirar, pues, que el rebaño crezca y crezca sin parar, como si, con el entusiasmo de quien sabe garantizada una duración justa de vida, cumpliese aquella famosa orden que el Señor dio, quizá poco seguro de la eficacia de los dulces instintos naturales, Creced y multiplicaos. En esta grey insólita y vagabunda se muere de vejez y es el propio Pastor, en persona, quien, serenamente, ayuda a morir, matándolos, a los animales que por dolencia o senilidad ya no pueden acompañar al rebaño.

Jesús, la primera vez que tal cosa aconteció después de que empezase a trabajar para el pastor, protestó contra aquella fría crueldad, pero él respondió simplemente, O los mato, como siempre he hecho, o los dejo abandonados para que mueran solos por estos desiertos, o retengo el rebaño y me quedo aquí a la espera de que mueran, sabiendo que si tardan días en morir, se acabarán los pastos, que no son suficientes para los que todavía están vivos, dime cómo procederías tú si estuvieses en mi lugar y si, como yo, fueses señor de la vida y de la muerte de tu rebaño. Jesús no supo qué responder y, para cambiar de tema, preguntó, Si no vendes la lana, si tenemos más leche y más queso de lo que necesitamos para vivir, si no haces comercio de corderos y cabritos, para qué quieres el rebaño y lo dejas crecer así, hasta el punto de que un día, si continúas, acabará cubriendo todos estos montes, llenando la tierra entera, y Pastor respondió, El rebaño estaba aquí, alguien tenía que cuidar de él y defenderlo de la codicia ajena, y me tocó a mí, Aquí, dónde, Aquí, allí, en todas partes, Quieres decir, si no me engaño, que el rebaño siempre estuvo, siempre fue, Más o menos, Fuiste tú quien compró la primera oveja y la primera cabra, No, Quién fue, Las encontré, no sé si fueron compradas, y ya eran rebaño cuando las encontré, Te las dieron, Nadie me las dio, las encontré, me encontraron ellas, Entonces, eres el dueño, No soy el dueño, nada de lo que existe en el mundo me pertenece, Porque todo pertenece al Señor, debías saberlo, Tú lo dices, Cuánto tiempo hace que eres pastor, Ya lo era cuando naciste tú, Desde cuándo, No lo sé, tal vez cincuenta veces la edad que tienes, Sólo los patriarcas de antes del diluvio vivieron tantos años o más, ningún hombre de los de ahora puede esperar tan larga vida, Lo sé muy bien, Si lo sabes, pero insistes en que has vivido todo ese tiempo, admitirás que yo piense que no eres hombre, Lo admito. Aunque Jesús, que tan bien encaminado venía en el orden y secuencia del interrogatorio, como si en la cartilla socrática hubiese aprendido las artes de la mayéutica analítica, aunque Jesús preguntase, qué eres, entonces, ya que hombre no eres, es muy probable que Pastor condescendiese a responderle con aire de quien no quiere dar extrema importancia al asunto, Soy un ángel, pero no se lo digas a nadie. Ocurre esto muchas veces, no hacemos las preguntas porque aún no estábamos preparados para oír las respuestas, o, simplemente, por tener miedo de ellas. Y, cuando encontramos valor suficiente para hacerlas, es frecuente que no nos respondan, como hará Jesús cuando un día le pregunten, Qué es la verdad.

Entonces, se callará hasta hoy.

Sea quien sea, Jesús ya sabe, sin necesidad de preguntar, que su enigmático compañero no es un ángel del Señor, pues los ángeles cantan a todas horas del día y de la noche las glorias del Señor, no son como los hombres, que sólo lo hacen por obligación y en las ocasiones reglamentadas, también es cierto que los ángeles tienen razones más próximas y justificadas para cantar tanto, pues con el dicho Señor viven ellos en el cielo, por así decir, a pan y manteles.

Lo que primero extrañó a Jesús fue que, al salir de la cueva de madrugada, no hubiera Pastor procedido como él procedió, agradeciendo a Dios aquellas cosas que sabemos, haberle restituido el alma, haber dado inteligencia al gallo y, como tuviese necesidad de ir tras unos matojos para aliviar urgencias, agradecerle los orificios y los vasos existentes en el organismo humano, providenciales en el sentido absoluto de la palabra, pues qué sin ellos.

Pastor miró al cielo y a la tierra como hace cualquiera tras saltar de la cama, murmuró algunas palabras sobre el buen tiempo que los aires prometían y, llevándose dos dedos a la boca, soltó un silbido estridente que puso a todo el rebaño en pie como un solo hombre. Nada más. Pensó Jesús que habría sido un caso de olvido, siempre posible cuando una persona anda con el espíritu ocupado, por ejemplo, que estuviera Pastor pensando en la mejor manera de enseñarle el rudo oficio a un mozo habituado a las comodidades de un taller de carpintero. Sabemos nosotros que, en una situación normal, entre gente común, Jesús no tendría que esperar mucho para enterarse del grado efectivo de religiosidad de su mayoral, pues los judíos de aquel tiempo emitían oraciones unas treinta veces al día, por un quítame ahí esas pajas, como ya se ha visto ampliamente a lo largo de este evangelio sin necesidad ahora de mejor demostración. Pasó el día, y nada de oraciones, vino la noche, dormida al relente, en un descampado, y ni la majestad del cielo de Dios fue capaz de despertar en el alma y en la boca de Pastor una sola palabrita de alabanza y gratitud, que el tiempo podía estar de lluvias y no lo estaba, cosa que era, a todo título, tanto humano como divino, señal indudable de que el Señor velaba por sus creaturas. A la mañana siguiente, después de comer, cuando el mayoral se disponía para dar una vuelta al rebaño, a modo de reconocimiento, para ver si alguna inquieta cabra había decidido salir a la ventura por los alrededores, Jesús anunció con voz firme, Me voy. Pastor se detuvo, lo miró sin cambiar de expresión, sólo dijo, Buen viaje, no hace falta decirte que no eres mi esclavo ni hay contrato legal entre nosotros, puedes marcharte cuando quieras, Y no quieres saber por qué me voy, Mi curiosidad no es tan fuerte que me obligue a preguntártelo, Me voy porque no debo vivir al lado de alguien que no cumple sus obligaciones con el Señor, Qué obligaciones, Las más elementales, las que se expresan por medio de oraciones y acción de gracias.

Pastor se quedó callado, con una media sonrisa que se revelaba más en los ojos que en la boca, luego dijo, No soy judío, no tengo que cumplir obligaciones que no son mías.

Jesús retrocedió un paso, escandalizado. Que la tierra de Israel estuviese llena de extranjeros y seguidores de dioses falsos era algo sabido, pero nunca había dormido junto a uno de ellos, comido de su pan y bebido de su leche. Por eso, como si sostuviera ante sí una lanza y un escudo protector, exclamó, Sólo el Señor es Dios. La sonrisa de Pastor se extinguió, la boca se contrajo en una mueca amarga, Sí, si existe Dios tendrá que ser un único Señor, pero mejor sería que hubiese dos, así habría un dios para el lobo y otro para la oveja, uno para el que muere y otro para el que mata, un dios para el condenado y otro para el verdugo, Dios es uno, completo e indivisible, clamó Jesús, a punto de echarse a llorar de piadosa indignación, a lo que el otro respondió, No sé cómo puede Dios vivir, la frase no pasó de aquí porque Jesús cortó con la autoridad de un maestro de la sinagoga, Dios no vive, es, En esas diferencias no soy entendido, pero lo que sí te puedo decir es que no me gustaría verme en la piel de un dios que al mismo tiempo guía la mano del puñal asesino y ofrece el cuello que va a ser cortado, Ofendes a Dios con esos sentimientos impíos, No valgo tanto, Dios no duerme, un día te castigará, Menos mal que no duerme, de esa manera se evita las pesadillas del remordimiento, Por qué me hablas tú de pesadillas y remordimiento, Porque estamos hablando de tu dios, Y el tuyo, quién es, No tengo dios, soy como una de mis ovejas, Ellas al menos dan hijos para los altares del Señor, Y yo te digo que como los lobos aullarían esas madres si lo supieran. Jesús se quedó pálido, sin respuesta. El rebaño los rodeaba, atento, en un gran silencio. El sol había nacido ya y su luz tocaba como una pincelada de rojo rubí el vellón de las ovejas y los cuernos de las cabras. Jesús dijo, Me voy, pero no se movió. Apoyado en su bordón, tan tranquilo como si supiera que todo el tiempo futuro estaba a su disposición, Pastor esperaba. Al fin, Jesús dio algunos pasos, abriéndose camino entre las ovejas, pero se paró de repente y preguntó, Qué sabes tú de remordimientos y pesadillas, Que eres el heredero de tu padre. Estas palabras no las pudo soportar Jesús. En el mismo instante se doblaron sus rodillas, le resbaló del hombro la alforja, de donde, por obra del azar o de la necesidad, se cayeron las sandalias del padre, al tiempo que se oía el ruido de la escudilla del fariseo al romperse. Jesús se echó a llorar como un niño abandonado, pero Pastor no se acercó, sólo dijo desde donde estaba, Recuerda siempre que lo sé todo sobre ti desde que fuiste concebido, y ahora decídete de una vez, o te vas, o te quedas, Dime primero quién eres, Todavía no ha llegado el tiempo de que lo sepas, Y cuando lo sepa, Si te quedas, te arrepentirás de no haber marchado, y si te vas, te arrepentirás de no haberte quedado, Pero si me fuera ahora nunca llegaría a saber quién eres, Te equivocas, tu hora ha de llegar y en ese momento estaré presente para decírtelo, y basta ya de charla, el rebaño no puede quedarse aquí todo el día a la espera de lo que tú decidas.

Jesús recogió los trozos de la escudilla, los miró como si le costara separarse de ellos, realmente no había motivo para eso, ayer, a esta hora, aún no había encontrado al fariseo, además las escudillas de barro son así, se rompen con mucha facilidad. Tiró los fragmentos al suelo como si los sembrase, y entonces Pastor dijo, Tendrás otra escudilla, pero esa no se romperá mientras vivas. Jesús no lo oyó, tenía las sandalias de José en la mano y pensaba si debería ponérselas, es cierto que en tan poco tiempo pasado los pies no podían haberle crecido hasta la medida, pero el tiempo, bien lo sabemos, es relativo, parecía que Jesús hubiera andado con las sandalias del padre en la alforja durante una eternidad, qué sorpresa si todavía le quedaran grandes. Se las puso y, sin saber por qué lo hacía, guardó las suyas. Dijo Pastor, Pies que crecieron no vuelven a encoger y tú no tendrás hijos que de ti hereden la túnica, el manto y las sandalias, pero Jesús no las tiró, el peso ayudaba a que la alforja casi vacía se aguantara en el hombro. No fue preciso dar la respuesta que Pastor había pedido, Jesús ocupó su lugar detrás del rebaño, divididos sus sentimientos entre una indefinible sensación de terror, como si su alma estuviese en peligro, y otra aún más indefinible, de sombría fascinación. Tengo que saber quién eres, murmuraba Jesús mientras, en medio del polvo levantado por el rebaño, hacía avanzar a una oveja retrasada y, de este modo, creía explicarse el motivo por el que al fin decidió quedarse con el enigmático pastor.

{éste fue el primer día. De asuntos de creencia e impiedad, de vida, muerte y propiedad, no se volvió a hablar, pero Jesús, que se dedicó a observar los más sencillos movimientos y actitudes de Pastor, notó que, coincidiendo casi siempre con las veces en que él mismo rezaba al Señor, su compañero se inclinaba, asentaba suavemente las palmas de las dos manos en la tierra, bajando la cabeza y cerrando los ojos, sin decir una palabra. Un día, cuando era muy niño, Jesús había oído contar a unos viejos viajeros que pasaron por Nazaret que en el interior del mundo existían enormísimas cuevas donde se encontraban, como en la superficie, ciudades, campos, ríos, bosques y desiertos, y que ese mundo inferior, en todo copia y reflejo de éste en que vivimos, fue creado por el Diablo después de que Dios lo arrojara desde las alturas del cielo, en castigo a su revuelta. Y como el Diablo, de quien Dios al principio había sido amigo, y él favorito de Dios, hasta el punto de que se comentaba en el universo que desde los tiempos infinitos nunca se vio una amistad semejante como el Diablo, decían los viejos, estuvo presente en el acto del nacimiento de Adán y Eva y pudo aprender cómo se hacía, repitió en su mundo subterráneo la creación de un hombre y una mujer, con la diferencia, al contrario de Dios, de que no les prohibió nada, razón por la que en el mundo del Diablo no habría pecado original. Uno de los viejos se atrevió incluso a decir, Y como no hubo pecado original, tampoco hubo ningún otro. Después de que los viejos se fueran, expulsados, con ayuda de algunas pedradas persuasivas, por nazarenos furiosos que finalmente percibieron adónde querían llegar los impíos con su insidiosa conversación, hubo una rápida conmoción sísmica, cosa ligera, sólo una señal confirmadora nacida de las entrañas profundísimas de la tierra, fue lo que se le ocurrió a Jesús entonces, ya muy capaz este pequeño de unir un efecto a su causa, pese a su poca edad. Y ahora, ante el pastor arrodillado, con la cabeza baja, las manos así posadas en el suelo, levemente, como para hacer más sensible el contacto de cada grano de arena, de cada piedrecita, de cada retícula ascendida a la superficie, el recuerdo de la antigua historia despertó en la memoria de Jesús y creyó, durante un momento, que este hombre era un habitante del oculto mundo creado por el Diablo a semejanza del mundo visible, Qué habrá venido a hacer aquí, pensó, pero su imaginación no tuvo ánimo para ir más lejos. Cuando Pastor se levantó, le preguntó, Por qué haces eso, Me aseguro de que la tierra continúa estando debajo de mí, Y no te bastan los pies para tener la certeza, Los pies no perciben nada, el conocimiento es propio de las manos, cuando tú adoras a Dios no levantas los pies hacia él, sino las manos, aunque podrías levantar cualquier parte del cuerpo, hasta lo que tienes entre las piernas, si no eres un eunuco.

Jesús se ruborizó violentamente, la vergüenza y una especie de temor lo sofocaron, No ofendas al Dios que no conoces, exclamó por fin, y Pastor, acto seguido, Quién ha creado tu cuerpo, Dios fue quien me creó, Tal como es y con todo lo que tiene, Sí, Hay alguna parte de tu cuerpo que haya sido creada por el Diablo, No, no, el cuerpo es obra de Dios, Luego todas las partes de tu cuerpo son iguales ante Dios, Sí, Podría Dios rechazar como obra no suya, por ejemplo, lo que tienes entre las piernas, Supongo que no, pero el Señor, que creó a Adán, lo expulsó del paraíso y Adán era obra suya, Respóndeme derecho, muchacho, no me hables como un doctor de la sinagoga, Quieres obligarme a darte las respuestas que te convienen, pero yo, si es preciso, puedo recitarte todos los casos en los que el hombre, porque así lo ordenó el Señor, no puede, bajo pena de contaminación y muerte, descubrir una desnudez ajena o la suya propia, prueba de que esta parte del cuerpo es, por sí misma, maldita, No más maldita que la boca cuando miente y calumnia, y ella te sirve para alabar a tu Dios antes de la mentira y después de la calumnia, No te quiero oír, tienes que oírme, aunque sólo sea para responder a la pregunta que te he hecho, qué pregunta, Si Dios podrá rechazar como obra no suya lo que llevas entre las piernas, dime sí o no, No puede, Por qué, Porque el Señor no puede no querer lo que antes quiso.

Pastor movió lentamente la cabeza y dijo, En otras palabras, tu Dios es el único guardián de una prisión donde el único preso es tu Dios.

Todavía el último eco de la terrible afirmación vibraba en los oídos de Jesús cuando Pastor, ahora en tono de falsa naturalidad, volvió a hablar, Escoge una oveja, dijo, Qué, preguntó Jesús desorientado, Te digo que escojas una oveja, a no ser que prefieras una cabra, Para qué, Vas a necesitarla, si realmente no eres un eunuco. La comprensión alcanzó al muchacho con la fuerza de un puñetazo. Peor, sin embargo, fue el vértigo de una horrible voluptuosidad que del ahogo de la vergüenza y de la repugnancia en un instante emergió y prevaleció. Se tapó la cara con las manos y dijo con voz ronca, {ésta es la palabra del Señor, Si un hombre se une a un animal, será castigado con la muerte y mataréis al animal, también dijo, Maldito el que peca con un animal cualquiera, Dijo todo eso tu Señor, Sí, y yo te digo que te apartes de mí, abominación, criatura que no eres de Dios, sino del Diablo.

Pastor oyó y no se movió, como si diera tiempo a que las airadas palabras de Jesús causaran todo su efecto, fuese el que fuese, terror de rayo, corrosión de lepra, muerte súbita del cuerpo y del alma.

Nada aconteció. Un viento sopló entre las piedras, levantó una nube de polvo que atravesó el desierto y después nada, el silencio, el universo callado contemplando a los hombres y a los animales, tal vez a la espera, él mismo, de saber qué sentido le atribuyen, o le encuentran, o le reconocen unos y otros, y en esa espera consumiéndose, ya rodeado de cenizas el fuego primordial, mientras la respuesta se busca y tarda, De pronto, Pastor levantó los brazos y clamó, con estentórea voz, dirigiéndose al rebaño, Oíd, oíd, ovejas que ahí estáis, oíd lo que nos viene a enseñar este sabio muchacho, que no es lícito fornicaros, Dios no lo permite, podéis estar tranquilas, pero trasquilaros, sí, maltrataros, sí, mataros, sí, y comeros, pues para eso os crió su ley y os mantiene su providencia.

Después dio tres largos silbidos, agitó sobre su cabeza el cayado, Andad, andad, gritó, y el rebaño se puso en movimiento hacia el lugar por donde había desaparecido la columna de polvo. Jesús se quedó allí, parado, mirando, hasta que se perdió en la distancia la alta figura de Pastor y se confundieron con el color de la tierra los dorsos resignados de los animales. No voy con él, dijo, pero fue. Se ajustó la alforja al hombro, se ciñó las correas de las sandalias que fueron de su padre y siguió de lejos al rebaño. Se unió a él cuando cayó la noche, apareció de la oscuridad hacia la luz de la hoguera diciendo, Aquí estoy.

Tras el tiempo, tiempo viene, es sentencia conocida y de mucha aplicación, pero no tan obvia como pueda parecer a quien se satisfaga con el significado próximo de las palabras, bien vengan ellas sueltas, una por una, bien juntas y articuladas, pues todo depende de la manera de decir y ésta cambia con el sentimiento de quien las exprese, no es lo mismo que las pronuncie alguien que, viniéndole la vida mal, espere días mejores, o que las diga otro como amenaza o como prometida venganza que el futuro tendrá que cumplir. El caso más extremo sería el de alguien que, sin fuertes y objetivas razones de queja en cuanto a su salud y bienestar, suspirase melancólicamente, Tras el tiempo, tiempo viene, sólo porque es de naturaleza pesimista y siempre prevee lo peor. No sería del todo creíble que Jesús, a su edad, anduviese con estas palabras en la boca, cualquiera que fuese el sentido con que las usara, pero nosotros sí, que como Dios todo lo sabemos del tiempo que fue, es y ha de ser, nosotros podemos pronunciarlas, murmurarlas o suspirarlas mientras lo vamos viendo entregado a su trabajo de pastor, por esas montañas de Judá, o descendiendo, a su tiempo, al valle del Jordán. Y no tanto por tratarse de Jesús, sino porque todo ser humano tiene por delante, en cada momento de su vida, cosas buenas y cosas malas, tras de unas, otras, tras tiempo, tiempo. Siendo Jesús el evidente héroe de este evangelio, que nunca tuvo el propósito desconsiderado de contrariar los que escribieron otros, y en consecuencia no osará decir que no ocurrió lo que ocurrió, poniendo en lugar de un Sí un No, siendo Jesús ese héroe y conocidas sus hazañas, nos será mucho más fácil llegar junto a él y anunciarle el futuro, lo buena y maravillosa que será su vida, milagros que darán de comer, otros que restituirán la salud, uno que vencerá la muerte, pero no sería sensato hacerlo, pues el mozo, aunque dotado para la religión y entendido en patriarcas y profetas, goza del robusto escepticismo propio de su edad y nos mandaría a paseo.

Cambiará de ideas, claro está, cuando se encuentre con Dios, pero ese decisivo acontecimiento no es para mañana, de aquí hasta entonces Jesús va a tener que subir y bajar muchos montes, ordeñar muchas cabras y muchas ovejas, ayudar a fabricar el queso, ir a cambiarlo por productos de las aldeas. También matará animales enfermos o dañados y llorará por ellos. Pero lo que nunca le ocurrirá, sosiéguense los espíritus sensibles, es que caiga en la horrible tentación de usar, como le propuso el malvado y pervertido Pastor, una cabra o una oveja, o las dos, para descarga y satisfacción del sucio cuerpo con el que la límpida alma tiene que vivir.

Olvidemos, por no ser ahora lugar para análisis íntimos, sólo posibles en tiempos futuros a éste, cuántas y cuántas veces, para poder exhibir y presumir de un cuerpo limpio, el alma a sí misma se cargó de tristeza, envidia e inmundicia.

Pastor y Jesús, pasados aquellos enfrentamientos éticos y teológicos de los primeros días, que por algún tiempo aún se repitieron, llevaron siempre, mientras estuvieron juntos, una vida buena, el hombre enseñando sin impaciencias de veterano las artes del pastoreo, el muchacho aprendiéndolas como si su vida fuera a depender máximamente de ellas. Jesús aprendió a lanzar el cayado, remolinando y zumbando en el aire hasta caer en los lomos de unas ovejas que, por distracción u osadía, se apartaban del rebaño, pero ese fue un dolorido aprendizaje porque un día, no estando aún seguro en la técnica, tiró el palo demasiado bajo, con el trágico resultado de que en su trayectoria diera de lleno con el tierno cuello de un cabrito de pocos días, que murió en el mismo instante. Accidentes como éste pueden ocurrirle a cualquiera, hasta un pastor veterano y diplomado no está libre de que le ocurra algo así, pero el pobre Jesús, que ya tantos dolores transporta consigo, parecía una estatua de amargura cuando alzó del suelo al cabritillo, todavía caliente. No había nada que hacer, la propia madre cabra, tras olfatear por un momento al hijo, se alejó y continuó pastando a dentelladas la hierba rasa y dura que arrancaba con secos movimientos de cabeza, aquí debemos citar el conocido refrán, Cabra que bala, bocado que pierde, o lo que es lo mismo, No se puede llorar y comer a un tiempo. Pastor fue a ver qué había pasado, Peor para él, que murió, tú no te pongas triste, Lo he matado, se lamento Jesús, y era tan pequeño, Sí, si fuese un carnero feo y hediondo no tendrías pena, o no sería tanta, déjalo en el suelo, que yo me encargaré de él, tú sigue, que hay allí una oveja a punto de parir, Qué vas a hacer, Desollarlo, qué creías, vida no le puedo dar, no soy hábil en milagros, Pues yo juro que de esa carne no como, Comer al animal que matamos es la única manera de respetarlo, lo malo es que se coman unos lo que otros tuvieron que matar, No lo comeré, Pues no lo comas, más para mí, Pastor sacó el cuchillo del cinturón, miró a Jesús y dijo, Tarde o temprano, también esto tendrás que aprenderlo, ver cómo son por dentro aquellos que fueron creados para servirnos y alimentarnos. Jesús volvió la cara hacia un lado y dio un paso para retirarse de allí, pero Pastor, que había detenido el movimiento del cuchillo, dijo, Los esclavos viven para servirnos, quizá deberíamos abrirlos para saber si llevan esclavos dentro y después abrir un rey para ver si tiene otro rey en la barriga y, ya ves, si encontrásemos al Diablo y él se dejase abrir, tal vez nos lleváramos la sorpresa de ver saltar a Dios de allí dentro.

Antes hablamos de repeticiones de los choques de ideas y convicciones entre Jesús y Pastor y éste es un ejemplo.

Pero Jesús, con el tiempo, aprenderá que la mejor respuesta es callar, no darse por enterado de las provocaciones, aunque fuesen brutales, como ésta, e incluso así ha tenido suerte, podría haber sido peor, imaginemos el escándalo si Pastor decidiera abrir a Dios para ver si el Diablo estaba dentro. Jesús fue en busca de la oveja parturienta, al menos allí no le esperaban sorpresas, aparecería un corderillo igual a todos, verdaderamente a imagen y semejanza de la madre, a su vez retrato fiel de sus hermanas, hay seres así, no llevan dentro nada más que eso, la seguridad de una pacífica y no interrogativa continuidad. La oveja había parido ya, en el suelo el corderillo parecía hecho sólo de piernas, y la madre intentaba ayudarle a alzarse dándole empellones con el hocico, pero el pobre, aturdido, apenas sabía hacer movimientos bruscos con la cabeza como si buscase el mejor ángulo de visión para entender el mundo donde había nacido. Jesús le ayudó a afirmarse sobre sus patas, las manos se le quedaron húmedas de los humores de la matriz de la oveja, pero a él no le importó nada, es lo que hace el vivir en el campo con animales, saliva y baba es todo lo mismo, este corderillo viene en buen momento, tan bonito, con el pelo rizado, ya su boca rosada y frenética buscaba la leche donde estaba, en aquellas tetas que nunca había visto antes, con las que no podía haber soñado en el útero de la madre, en verdad ninguna creatura puede quejarse de Dios, si acabada de nacer ya sabe tantas cosas útiles. A lo lejos, Pastor levantaba la piel del cabrito tensada en un armazón de palos en forma de estrella, el cuerpo desollado, ahora dentro de la alforja envuelto en un paño, será salado cuando el rebaño se pare a pasar la noche, menos la parte que Pastor entienda que va a ser su cena, que Jesús ya ha dicho que no comerá de una carne a la que, sin querer, quitó la vida. Para la religión que cultiva y las costumbres a las que obedece, estos escrúpulos de Jesús son subversivos, reparemos en la matanza de esos otros inocentes todos los días sacrificados en los altares del Señor, sobre todo en Jerusalén, donde las víctimas se cuentan por hecatombes. En el fondo, el caso de Jesús, a primera vista incomprensible en las circunstancias de tiempo y de lugar, tal vez sea sólo una cuestión de sensibilidad, por así decir, en carne viva, recordemos cuán próxima está la trágica muerte de José, cuán próximas las revelaciones insoportables de lo que aconteció en Belén hace casi quince años, admirable es que este muchacho mantenga su juicio entero, que no haya sido tocado en las poleas y engranajes del cerebro, pese a esos sueños que no lo dejan, últimamente no hemos hablado de ellos, pero continúan.

Cuando el sufrimiento pasa a más, llegando al punto de transmitirse al propio rebaño que despierta, en plena noche, creyendo que vienen a matarlo, Pastor lo despierta suavemente, Qué es eso, qué es eso, dice, y Jesús pasa de la pesadilla a sus brazos, como si de su desgraciado padre se tratase. Un día, muy al principio, Jesús le contó a Pastor lo que soñaba, intentando, no obstante, esconder las raíces y las causas de su nocturna y cotidiana agonía, pero Pastor dijo, Déjalo, no vale la pena que me lo cuentes, lo sé todo, hasta lo que estás intentando ocultarme. Ocurrió esto en aquellos días en los que andaba Jesús recriminándole a Pastor por su falta de fe y por los defectos y maldades que se deducían y reconocían en su comportamiento, incluyendo, y perdónesenos que volvamos al asunto, el sexual.

Pero Jesús, bien mirado, no tenía en el mundo a nadie, salvo la familia, de la que se había alejado y de la que anda olvidado, excepto de su madre, que para eso es siempre la madre, la que nos dio el ser y a la que algunas veces en la vida nos hemos visto tentados a decir, Ojalá no me la hubieras dado, aparte de la madre, sólo su hermana Lisia, no se sabe por qué, la memoria tiene esto, sus propias razones para recordar y olvidar. Siendo estas cosas lo que son, Jesús acabó por sentirse a gusto en compañía de Pastor, imaginémoslo nosotros mismos, el consuelo que será no vivir solos con nuestra culpa, tener al lado a alguien que la conozca y que no tenga que fingir que perdona lo que perdón no puede tener, suponiendo que estuviera en su poder hacerlo, procediese con nosotros con rectitud, usando de bondad y de severidad según la justicia de que sea merecedora aquella parte nuestra que, cercada de culpas, conservó una inocencia. Se nos ocurre explicar esto ahora, aprovechando la ocasión, para que con mayor facilidad se puedan entender las razones, y darlas por buenas, por las que Jesús, en todo diferente a su rudo hospedero, acabará quedándose con él hasta su anunciado encuentro con Dios, del que tanto hay que esperar, pues no va Dios a aparecerse a un simple mortal sin tener para ello fuertes razones.

Antes, sin embargo, querrán las circunstancias, el azar y las coincidencias de que tanto se ha hablado, que Jesús se encuentre con su madre y con algunos de sus hermanos en Jerusalén, con motivo de esta primera Pascua que él creía que iba a vivir lejos de la familia. Que Jesús quisiera celebrar la Pascua en Jerusalén podría haber sido, para Pastor, causa de extrañeza y motivo de radical negativa, estando ellos en el desierto y precisando el rebaño de abundancia de asistencia y cuidados, sin contar, claro está, con que no siendo Pastor judío ni teniendo otro Dios para honrar, podía, aunque sólo fuese por antipática tozudez, decir, Pues no vas, no señor, éste es tu lugar, el patrón soy yo y no me voy de vacaciones. Pero hay que reconocer que no fue así.

Pastor se limitó a preguntar, vas a volver, aunque, por el tono de voz, parecía convencido de que Jesús volvería, y fue lo que el muchacho respondió, sin vacilar, pero sorprendido, él sí, por haberle salido tan pronta la palabra, Vuelvo, Elige entonces un corderillo limpio y sano y llévalo para el sacrificio, ya que vosotros sois dados a esos usos y costumbres, pero esto lo dijo Pastor para probar, quería ver si Jesús era capaz de llevar a la muerte a un cordero de aquel rebaño que tanto trabajo le daba guardar y defender. A Jesús nadie le avisó, no llegó mansamente un ángel, de los otros, pequeños y casi invisibles, para susurrarle al oído, Cuidado, cuidado, que es una trampa, no te fíes, este tío es capaz de todo. Su simple sensibilidad le dio la buena respuesta, o quizá fue, quién sabe, el recuerdo del cabrito muerto y del cordero nacido, No quiero cordero de este rebaño, dijo, Por qué, No llevaría a la muerte algo que he ayudado a criar, Me parece muy bien, pero supongo que has pensado que lo tendrás que buscar en otro rebaño, No puedo evitarlo, los corderos no caen del cielo, Cuándo quieres salir, Mañana temprano, Y volverás, Volveré.

Sobre este asunto no dijeron más palabras, pese a que nos quede la duda de cómo Jesús, que no es rico y que trabaja por la comida, va a comprar el cordero pascual. Estando él tan libre de tentaciones que cuesten dinero, es de suponer que aún lleve consigo aquellas pocas monedas que le dio el fariseo hace casi un año, pero este poco es muy poco, visto, como quedó dicho, que en esta época del año los precios del ganado en general, y especialmente de los corderos, se disparan a alturas tan especulativas que es, realmente, un Dios nos valga.

Pese a todo lo malo que le ha ocurrido, apetecería decir que a este muchacho lo cuida y defiende una buena estrella, si no fuera sospechosísima debilidad, sobre todo en boca de evangelista, éste u otro cualquiera, creer que cuerpos celestes tan alejados de nuestro planeta puedan producir efectos decisivos en la existencia de un ser humano, por mucho que a esos astros hayan invocado, estudiado y relacionado los solemnes magos que, si es verdad lo que se dice, habrían andado por estos páramos hace unos años, sin más consecuencia que ver lo que vieron y seguir su vida. Lo que en definitiva pretende decir este discurso largo y trabajoso es que nuestro Jesús encontrará, seguro, manera de presentarse dignamente en el Templo con su borreguito, cumpliendo lo que se espera del buen judío que ha demostrado ser, aun en tan difíciles condiciones como fueron los valientes enfrentamientos que sostuvo con Pastor.

Gozaba el rebaño por estos tiempos de los pastos abundantes del valle de Ayalón, que está entre las ciudades de Gezer y Emaús. En Emaús intentó Jesús ganar algún dinero con el que comprar el cordero que precisaba, pero pronto llegó a la conclusión de que un año de pastor lo había especializado de tal modo que resultaba inepto para otros oficios, incluyendo el de carpintero, en el que, por otra parte, no había llegado a avanzar gran cosa por falta de tiempo. Se echó al camino que sube de Emaús a Jerusalén, haciendo cuentas sobre su difícil vida, comprar ya sabemos que no puede, robar ya sabíamos que no quiere, y más milagro que suerte sería encontrar un cordero que en el camino de Emaús se hubiera perdido. No faltan aquí los inocentes, van con una cuerda al cuello tras las familias, o en brazos si les correspondió en suerte el consuelo de un amo compasivo, pero, como en sus juveniles cabezas se les metió la idea de que los llevan de paseo, van excitados, nerviosos, quieren saberlo todo, y como no pueden hacer preguntas, utilizan los ojos, como si ellos les bastaran para entender un mundo hecho de palabras. Jesús se sentó en una piedra, a la orilla del camino, pensando en la manera de resolver el problema material que le impide cumplir un deber espiritual, vana esperanza, por ejemplo, sería la de que apareciese aquí otro fariseo, o el mismo, si de tales actos hace práctica cotidiana, preguntando, él sí, con palabras, Necesitas un cordero, como antes le había preguntado, Tienes hambre. La primera vez, no necesitó Jesús pedir limosna para que le fuese dado, ahora, sin la seguridad de que le darán, se verá obligado a pedir. Tiene ya la mano tendida, postura que de tan elocuente dispensa explicaciones, y tan fuerte en expresión que lo más común es que desviemos de ella los ojos como los desviamos de una llaga o de una obscenidad.

Algunas monedas fueron dejadas caer por viandantes menos distraídos en el cuenco de la mano de Jesús, pero tan pocas que no será por este andar por el que el camino de Emaús llegue a las puertas de Jerusalén. Sumados el dinero que ya tenía y el que le dieron, no alcanza ni para medio cordero, y es de sobra sabido que el Señor no acepta en sus altares nada que no esté perfecto y completo, por eso se rechaza al animal ciego, lisiado o mutilado, sarnoso o con verrugas, imagínense el escándalo en el Templo si nos presentásemos con los cuartos traseros de un animal, aunque cumpliera la condición de no tener los testículos pisados, aplastados, quebrantados o cortados, caso en el que sería igualmente segura la exclusión. A nadie se le ocurre preguntar a este muchacho para qué quiere el dinero, esto se empezó a escribir en el preciso momento en que un hombre de mucha edad, con una larga barba blanca, se aproximaba a Jesús, dejando a su numerosa familia, que, por deferencia para con el patriarca, se detuvo en medio del camino, a la espera.

Pensó Jesús que allí venía otra moneda, pero se engañó.

El viejo le preguntó, Tú quién eres, y el muchacho se levantó para responder, Soy Jesús de Nazaret, No tienes familia, Sí, Y por qué no estás con ella, He venido a trabajar de pastor en Judea, y ésta fue una manera mentirosa de decir la verdad o de poner la verdad al serivicio de la mentira. El viejo lo miró con una expresión de curiosidad insatisfecha y preguntó al fin, Por qué pides limosna, si tienes un oficio, Trabajo por la comida, y no tengo dinero suficiente para comprar el cordero de Pascua, Y por eso pides, Sí. El viejo hizo una señal a uno de los hombres del grupo, Dale un cordero a este chico, compraremos otro cuando lleguemos al Templo. Los corderos eran seis, atados a una misma cuerda, el hombre soltó el último y se lo llevó al viejo, que dijo, Aquí tienes tu cordero, así no hallará falta el Señor en los sacrificios de esta Pascua, y sin esperar las expresiones de gratitud, fue a unirse a su familia, que lo recibió sonriente y con aplauso. Jesús les dio las gracias cuando ya no podían oírlas y, no se sabe cómo ni por qué, el camino quedó desierto en aquel instante, entre una curva y otra curva no estaban más que estos dos, el muchacho y el corderillo encontrados por fin en el camino de Emaús por la bondad de un judío viejo.

Jesús sostiene la punta de la cuerda que había unido el cordero a la reata, el animal miró a su nuevo amo y baló, hizo me-e-e-e de aquella manera tímida y trémula de los corderos que van a morir jóvenes por amarlos tanto los dioses. Este sonido, oído sabe Dios cuántas veces a lo largo de su novel actividad de pastor, conmovió el corazón de Jesús hasta el punto de hacerle sentir que se le disolvían de pena los miembros, allí estaba, como nunca antes de esta manera absoluta, señor de la vida y de la muerte de otro ser, este cordero blanco, inmaculado, sin voluntad ni deseos, que alzaba hacia él un hocico interrogador y confiado, se le veía la lengua rosada cuando balaba, y era rosado bajo los mechones de lana el interior de las orejas, y rosadas también las uñas, que nunca llegarán a endurecerse y transformarse en cascos, todavía tienen un nombre común con el hombre. Jesús acarició la cabeza del cordero, que correspondió levantándola y rozándole la palma de la mano con el hocico húmedo, haciéndolo estremecerse. El encanto se deshizo como había empezado, al fondo del camino, del lado de Emaús, aparecían ya otros peregrinos en tropel, un revuelo de túnicas, alforjas y bordones, con otros corderos y otras alabanzas al Señor. Jesús tomó su cordero en brazos, como a un niño, y empezó a caminar.

No había vuelto a Jerusalén desde aquel distante día en que aquí lo trajo la necesidad de saber cuánto valen culpas y remordimientos, y cómo se han de soportar en vida, si divididos, como los biens de la herencia, o por entero guardados, como cada uno su propia muerte. La multitud de las calles parecía un río de barro pardusco que iba a desaguar en la gran explanada frontera a la escalinata del Templo. Con el corderillo en brazos, Jesús asistía al desfile de la gente, unos que iban, otros que venían, aquéllos llevando los animales al sacrificio, estos ya sin ellos, con rostro alegre y gritando Aleluia, Hosanna, Amén, o sin decirlo, por no ser propio de la ocasión, como tampoco será propio que saliera alguien gritando Evoé o Hip hip hurra, aunque en el fondo, las diferencias entre estas expresiones no sean tan grandes como parecen, las empleamos como si fuesen quintaesencia de lo sublime y luego, con el paso del tiempo y del uso, al repetirlas, nos preguntamos, Para qué sirve esto, y no sabemos responder.

Sobre el Templo, la alta columna de humo, enroscada, continua, mostraba a toda la tierra de alrededor que cuantos allí habían ido a sacrificar eran directos y legítimos descendientes de Abel, aquel hijo de Adán y Eva que al Señor, en aquel tiempo, ofreció los primogénitos de su rebaño y las grasas de ellos, con favorable recepción, mientras su hermano Caín, que no tenía para presentar más que simples frutos de la tierra, vio que el Señor, sin que hasta hoy se haya sabido el porqué, desvió de ellos los ojos y a él no lo miró. Si ésta fue la causa de que Caín matara a Abel, podemos hoy vivir descansados, que no se matarán estos hombres unos a otros, pues todos sacrifican, por igual, lo mismo, es cosa de ver cómo crepitan las grasas y cómo rechinan las carnes, Dios, en sus empíreas alturas, respira complacido los olores de aquella carnicería. Jesús apretó el corderillo contra su pecho, no comprende por qué no acepta Dios que en su altar se derrame un cuenco de leche, zumo de la existencia que pasa de un ser a otro, o que en él se esparza, con gesto de sembrador, un puñado de trigo, materia entre todas sustantiva del pan inmortal. Su cordero, que hace poco fue oferta admirable de un viejo a un muchacho, no verá ponerse el sol este día, ya es tiempo de subir las escaleras del Templo, tiempo de conducirlo al cuchillo y al fuego, como si no fuese merecedor de vivir o hubiera cometido, contra el eterno guardián de los pastos y de las fábulas, el crimen de beber del río de la vida.

Entonces Jesús, como si una luz hubiera nacido dentro de él, decidió, contra el respeto y la obediencia, contra la ley de la sinagoga y la palabra de Dios, que este cordero no morirá, que lo que le había sido dado para morir seguirá vivo, y que, habiendo venido a Jerusalén para sacrificar, de Jerusalén partirá más pecador de lo que entró, como si no le bastasen las faltas antiguas, ahora cae en otra más, el día llegará, porque Dios no olvida, en que tendrá que pagar por todas ellas. Durante un momento, el temor del castigo lo hizo dudar, pero la mente, en una rapidísima imagen, le representó la visión aterradora de un mar de sangre infinito, la sangre de los innumerables corderos y otros animales sacrificados desde la creación del hombre, que para eso mismo fue puesta la humanidad en este mundo, para adorar y sacrificar.

Hasta tal punto lo perturbaron estas imaginaciones que le pareció ver la escalinata del Templo inundada de rojo, corriendo la sangre en cascadas de peldaño en peldaño, y él mismo allí, con los pies en la sangre, levantando al cielo, degollado, muerto, a su cordero. Abstraído, parecía que Jesús estuviese en el interior de una burbuja de silencio, pero de repente estalló la burbuja, se rompió en pedazos y se encontró de nuevo sumergido en medio del barullo de gritos, de oraciones, de llamadas, de cánticos, de las voces patéticas de los corderos y, en un instante que hizo que todo callase, el mugido profundo, tres veces repetido, del chofar, el largo y retorcido cuerno de carnero hecho trompeta. Envolviendo al cordero en la alforja, como para defenderlo de una amenaza ahora inminente, Jesús corrió fuera de la explanada, se perdió en las calles más estrechas, sin preocuparse de en qué dirección iba. Cuando se recuperó, estaba en el campo, había salido de la ciudad por la puerta del norte, la de Ramalá, la misma por donde entró cuando venía de Nazaret. Se sentó bajo un olivo, al borde del camino, y sacó al cordero de la alforja, nadie se sorprendería al verlo allí, pensarían, Está descansando de la caminata, ganando fuerzas para ir al Templo a llevar el cordero, qué bonito es, no sabremos, nosotros, si en la idea de quien lo pensó el bonito es el cordero o es Jesús. Tenemos nuestra propia opinión, que los dos lo son, pero, si tuviéramos que votar, así, a primera vista, daríamos el voto al cordero, aunque con una condición, que no crezca.

Jesús está tumbado de espaldas, sostiene la punta de la cuerda para que el cordero no huya, innecesaria precaución, que las fuerzas del pobrecillo están agotadas, no es sólo la poca edad, es también la agitación, el ir y venir, este continuo traer y llevar, sin hablar ya del poco alimento que le dieron esta mañana, que no conviene ni es decente que vaya a morir alguien, sea borrego o mártir, con la barriga llena. Tumbado está Jesús, poco a poco se le fue calmando la respiración, y mira al cielo entre las ramas del olivo que el viento mueve suavemente, haciendo danzar sobre sus ojos los rayos del sol que pasan por los intersticios de las hojas, debe ser más o menos la hora sexta, la luz cenital reduce las sombras, nadie diría que la noche vendrá a apagar, con su lento soplo, este deslumbramiento de ahora.

Jesús ya descansó, ahora le habla al cordero, Te voy a llevar al rebaño, dice, y empieza a levantarse. Por el camino pasa gente, otras personas vienen atrás, y cuando Jesús posa los ojos en éstas se lleva un sobresalto, su primer movimiento es huir, pero no lo hará, cómo iba a atreverse, si quien se aproxima es su madre y algunos de sus hermanos, los mayores, Tiago, José y Judas, también viene Lisia, pero esa es mujer, lleva mención aparte, no la que le correspondería si siguiéramos el orden de nacimientos, entre Tiago y José. No lo han visto aún.

Jesús baja al camino, lleva otra vez el cordero en brazos, quizá para tenerlos ocupados.

Quien primero repara en él es Tiago, alza un brazo, después habla precipitadamente con la madre y María mira, ahora apresuran todos el paso, por eso Jesús se siente obligado a hacer también su parte de camino, aunque transportando al cordero no puede correr, cuesta tanto tiempo explicarlo que parece como si no quisiéramos que estos se encuentren, pero no es eso, el amor maternal, fraternal y filial les daría alas, sin embargo hay reservas, cierta contención incómoda, sabemos cómo se separaron, no sabemos qué efectos han causado tantos meses de alejamiento y falta de noticias. Andando, siempre se acaba por llegar, ahí están ellos, frente a frente, Jesús dice, Tu bendición, madre, y la madre dice, El Señor te bendiga, hijo. Se abrazaron, luego les tocó el turno a los hermanos, Lisia la última, luego, tal como habíamos previsto, nadie supo qué decir, no iba María a preguntarle al hijo, Qué sorpresa, tú por aquí, ni él a la madre, Esto es lo último que se me hubiera ocurrido pensar, tú en la ciudad, a qué has venido, el cordero de uno y el cordero de los otros, que lo traían, hablaban por ellos, es la Pascua del Señor, la diferencia es que uno va a morir y el otro ya se ha salvado. Nunca tuvimos noticias tuyas, dijo por fin María, y en este momento se le abrieron las fuentes de los ojos, era su primogénito el que allí estaba, tan alto, la cara ya de hombre, con unos inicios de barba, y la piel oscura de quien lleva una vida bajo el sol, cara al viento y al polvo del desierto. No llores, madre, tengo un trabajo, soy pastor, Pastor, Sí, Creía que habrías seguido el oficio que te enseñó tu padre, Pues acabé de pastor, eso es lo que soy, Cuándo volverás a casa, Ah, eso no lo sé, un día, Al menos, ven con tu madre y tus hermanos, vamos al Templo, No voy al Templo, madre, Por qué, aún tienes ahí tu cordero, Este cordero no va al Templo, tiene algún defecto, Ningún defecto, pero este cordero morirá cuando le llegue su hora natural, No te entiendo, No necesitas entenderme, si salvo a este cordero es para que alguien me salve a mí, Entonces, no vienes con la familia, estaba ya de vuelta, Adónde vas, voy al lugar al que pertenezco, al rebaño, Y por dónde anda, Está ahora en el valle Ayalón, Por dónde queda ese valle de Ayalón, Del otro lado, Del otro lado de qué, De Belén.

María retrocedió un paso, se quedó pálida, se podía ver cómo había envenjecido, pese a tener sólo treinta años, Por qué hablas de Belén, preguntó, Porque fue allí donde encontré al pastor, mi patrón, Quién es, y antes de que el hijo tuviera tiempo de responder, dijo a los otros, Seguid, esperadme a la puerta, luego cogió a Jesús de la mano, lo condujo a la orilla del camino, Quién es, preguntó de nuevo, No lo sé, respondió Jesús, tiene nombre, Si lo tiene, no me lo ha dicho, le llamo Pastor, nada más, Cómo es, Muy alto, Dónde estabas cuando lo encontraste, En la cueva donde nací, Quién te llevó hasta allí, Una esclava llamada Zelomi que estuvo en mi nacimiento, Y él, {él, qué, Qué te dijo, Nada que tú no sepas. María se dejó caer al suelo como si una mano poderosa la hubiera empujado, Ese hombre es un demonio, Cómo lo sabes, te lo dijo él, No, la primera vez que lo vi me dijo que era un ángel, pero que no se lo dijera a nadie, Cuándo lo viste, El día en que tu padre supo que estaba embarazada de ti, apareció en nuestra puerta como un mendigo y dijo que era un ángel, Lo volviste a ver, en el camino, cuando tu padre y yo fuimos a Belén a censarnos, en la cueva donde naciste y la noche después del día en que te fuiste de casa, entró en el patio, yo pensé que serías tú, pero era él, lo vi por la rendija de la puerta arrancando el árbol que estaba al lado de la entrada, recuerdas, el árbol que nació en el sitio donde se enterró el cuenco con la tierra que brillaba, Qué cuenco, qué tierra, Nunca lo has sabido, fue el cuenco que el mendigo me dio antes de irse, una tierra que brillaba dentro del cuenco donde comió lo que le di, Si de la tierra hizo luz, sería realmente un ángel, Al principio creí que lo sería, pero también el diablo tiene sus artes. Jesús se había sentado al lado de su madre dejando libre al cordero, Sí, ya he comprendido que, cuando uno y otro están de acuerdo, no se puede distinguir a un ángel del Señor de un ángel de Satán, dijo, quédate con nosotros, no vuelvas con ese hombre, te lo pide tu madre, Le he prometido que volvería, cumpliré mi palabra, Promesas al diablo, sólo para engañarlo, ese hombre, que no es hombre, lo sé, ese ángel o ese demonio, me acompaña desde que nací y quiero saber por qué, Jesús, hijo mío, ven al Templo con tu madre y tus hermanos, lleva ese cordero al altar como es tu obligación y su destino y pídele al Señor que te libre de posesiones y de malos pensamientos, Este cordero morirá en su día, {éste es su día de morir, Madre, los corderos que de ti nacieron tendrán que morir, pero tú no querrás que mueran antes de su tiempo, Los corderos no son hombres, mucho menos si esos hombres son hijos, Cuando el Señor mandó a Abraham que matase a su hijo Isaac, no se notaba la diferencia, Soy una simple mujer, no sé responderte, sólo te pido que abandones esos malos pensamientos, Madre, los pensamientos son lo que son, sombras que pasan, no son ni buenos ni malos en sí, sólo las acciones cuentan, Alabado sea el Señor que me dio un hijo sabio, a mí, que soy una pobre ignorante, pero sigo diciéndote que esa no es ciencia de Dios, también se aprende con el Diablo, Y tú estás en su poder, Si por su poder se salva este cordero, algo se habrá ganado hoy en el mundo. María no respondió.

Volviendo de la puerta de la ciudad, Tiago se acercaba.

Entonces María se levantó, Encontré a mi hijo y volví a perderlo, dijo, y Jesús respondió, Si no lo tenías perdido, no lo has perdido ahora. Metió la mano en la alforja, sacó el dinero que había reunido, de limosnas todo, Es cuanto tengo, tantos meses para tan poco, trabajo por la comida, Mucho debes de querer a ese hokmbre que te gobierna para que con tan poco te contentes, El Señor es mi pastor, No ofendas a Dios, tú, que vives con un demonio, Quién sabe, madre, quién sabe, quizá sea un ángel servidor de otro dios que vive en otro cielo, El Señor dijo Yo soy el Señor, no tendrás a otro más que a mí, Amén, remató Jesús.

Tomó al cordero en brazos y dijo, Ahí viene Tiago, adiós, madre, y María dijo, Hasta parece que quieras más a ese cordero que a tu familia, En este momento, sí, respondió Jesús. Sofocada de dolor y de indignación, María lo dejó y corrió al encuentro del otro hijo. No se volvió nunca hacia atrás.

Por el lado de fuera de las murallas, ahora por otro camino, atravesando los campos, Jesús empezó la larga bajada hacia el valle de Ayalón. Se detuvo en una aldea, compró, con el dinero que la madre no quiso aceptar, algún alimento, pan e higos, leche para él y para el cordero, era leche de oveja, diferencias, si las había, no se notaban, al menos en este caso es posible aceptar que una madre bien valga por otra.

A quien le extrañase verlo por allí a aquellas horas, gastando dinero con un cordero que ya tendría que estar muerto, podríamos responderle que este muchacho, antes, era dueño de dos corderos, que uno de ellos fue sacrificado y está en la gloria del Señor, y que a éste lo rechazó el mismo Señor por sufrir un defecto, una oreja rasgada, Mire, Pero la oreja está entera, dijeron, Pues si lo está, yo mismo la desgarraré, diría Jesús, y, poniéndose el cordero sobre los hombros, seguiría su camino. Avistó el rebaño cuando ya la última luz de la tarde declinaba, más deprisa ahora porque el cielo se había ensombrecido con oscuras nubes bajas. Se respiraba en la atmósfera la tensión que anuncia las tormentas y, para confirmarlo, el primer relámpago desgarró los aires en el momento preciso en que el rebaño apareció ante los ojos de Jesús. No llovió, era una de aquellas tormentas que llamamos secas, que asustan más que las otras porque ante ellas nos sentimos realmente sin defensa, sin la cortina, por decirlo de alguna forma, y que nunca imaginaríamos protectora, de la lluvia y del viento, en verdad esta batalla es un enfrentamiento directo entre un cielo que se rasga y atruena y una tierra que se estremece y se crispa, impotente para responder a los golpes. A cien pasos de Jesús, una luz deslumbrante, insoportable, hendió de arriba abajo un olivo, que se incendió de inmediato, ardiendo con fuerza, como una antorcha de nafta. El choque y el estruendo de la tormenta, como si el cielo se hubiese rasgado de una vez, de horizonte a horizonte, tiraron a Jesús al suelo, sin conocimiento. Cayeron otros dos rayos, uno aquí, otro allá, como dos decisivas palabras, y después, poco a poco, los truenos empezaron a oírse más distantes, hasta perderse en un murmullo amable, una conversación de amigos entre el cielo y la tierra. El cordero, que había salido ileso de la caída, se acercó, pasado el susto, y vino a tocar con la boca la boca de Jesús, no gruñó ni olfateó, fue sólo un roce y fue, quiénes somos nosotros para dudarlo, suficiente.

Jesús abrió los ojos, vio al cordero, luego el cielo oscurísimo, como una mano negra que sofocara lo que quedaba del día. El olivo todavía estaba ardiendo. Al moverse, Jesús sintió dolores, pero se dio cuenta de que era señor de su cuerpo, si tal se puede decir de quien, con tanta facilidad, puede ser destruido y lanzado a tierra.

Con dificultad, consiguió sentarse y, más por el presentimiento del tacto que por la certificación de los ojos, comprobó que no estaba quemado ni tullido, que no tenía roto ningún miembro y que, exceptuando un zumbido fortísimo en la cabeza, que parecía un interminable sonido de chofar, estaba vivo y sano.

Cogió al cordero en brazos y yendo a buscar palabras donde no sabía que las tenía, dijo, No tengas miedo, sólo ha querido mostrarte que podría haberte matado, si quisiera, y a mí vino a decirme que no fui yo quien te salvó la vida, sino él. Un lento y último trueno se arrastró por el espacio como un suspiro, allí abajo la mancha blanquecina del rebaño era un oasis a la espera. Luchando todavía contra sus miembros entorpecidos, Jesús empezó a descender la ladera. El cordero, sólo por cautela sujeto por la cuerda, trotaba a su lado como un perrito.

Tras ellos, el olivo seguía ardiendo. Y a la luz que él proyectaba más que a la del crepúsculo que se extinguía, Jesús vio alzarse a su frente, como una aparición, la alta figura de Pastor, envuelto en aquel manto que parecía no tener fin, sosteniendo el cayado con el que podría, si lo levantase, tocar las nubes.

Dijo Pastor, Sabía que la tormenta estaba esperándote, Y yo debía saberlo, dijo Jesús, Qué cordero es ese, El dinero que tenía no bastaba para comprar el cordero de Pascua, por eso me puse a pedir a orillas del camino y vino un viejo que me dio éste que aquí ves, Y por qué no lo has sacrificado, No pude, no fui capaz. Pastor sonrió, Ahora lo entiendo mejor, te esperó, te dejó venir en paz hasta el rebaño para mostrar, ante mi vista, su fuerza. Jesús no respondió, le había dicho más o menos lo mismo al cordero, pero no quería, recién llegado, sostener una discusión más sobre las razones de Dios y de sus actos. Y ahora, este cordero, qué vas a hacer con él, Nada, lo he traído para que se quede con el rebaño, Los corderos blancos son todos iguales, mañana ya no lo reconocerás en medio de los otros, {él me conoce, Llegará el día en que empezará a olvidarte, además llegará a cansarse de ser él quien siempre te busque, el remedio sería marcarlo, darle un tajo en una oreja, por ejemplo, Pobre animalillo, No sé por qué, también tú estás marcado, te han cortado el prepucio para se sepa a quién perteneces, No es lo mismo, No debería serlo, pero lo es.

Mientras hablaban, Pastor había juntado alguna leña y se ocupaba ahora de encender una hoguera, sacando chispas con el eslabón. Dijo Jesús, Sería más fácil ir a buscar una rama de aquel olivo que está ardiendo, y Pastor respondió, Al fuego del cielo hay que dejarlo consumirse por sí mismo. El tronco del olivo era ahora una sola brasa que refulgía en la oscuridad, el viento arrancaba de él chispas, pedazos incandescentes de corteza, ramillas que volaban ardiendo y luego se apagaban. El cielo se mantenía pesado, insólitamente presente. Con lo que era en ellos habitual, hicieron Pastor y Jesús su cena, lo que llevó a Pastor a comentar, irónico, Este año no comes cordero pascual. Jesús oyó y calló, pero en el fondo no estaba contento, su problema, a partir de ahora, sería la insoluble contradicción entre comer cordero y no matar a los corderos. Bueno, qué hacemos, preguntó Pastor, y continuó, Marcamos o no marcamos al cordero, No soy capaz, dijo Jesús, Dámelo, yo me encargo de eso. Con un movimiento rápido y firme del cuchillo, Pastor seccionó la punta de una de las orejas, luego, sosteniendo el trocito cortado, preguntó, Qué quieres que haga con esto, lo entierro, lo tiro, y Jesús, sin pensarlo, respondió, Dámelo, y lo dejó caer en el fuego. Como hicieron con tu prepucio, dijo Pastor. De la oreja del cordero goteaba una sangre lenta, pálida, que en poco tiempo se estancaría. De las llamas, con el humo, se expandía el olor embriagador de tierna carne quemada. Así, al cabo del largo día, después de pasadas tantas horas en demostraciones pueriles y presuntuosas de un querer contrario, el Señor recibía, al fin, lo que le era debido, quién sabe si gracias a aquel majestuoso y atronador aviso de truenos y centellas que, por la vía irresistible de las casualidades profundas, habría encontrado camino para hacerse obedecer por los renitentes pastores. Cayó la última gota de sangre del cordero y la tierra la embebió, porque no estaría bien, de tan disputado sacrificio, perder lo más precioso.

Ahora bien, fue éste, precisamente, el animal, transformado ya por el tiempo en una oveja vulgarísima, sólo diferente de las otras en que le faltaba la punta de una oreja, el que, pasados unos tres años, vino a perderse en unos agrestes parajes al sur de Jericó, lindando con el desierto. En un tan grande rebaño, una oveja más o menos parece que da igual, pero este ganado, si todavía es necesario que lo recordemos, no es como los otros, tampoco los pastores se parecen a los que conocemos de vista o de oídas, por lo que no es de extrañar que Pastor, mirando desde una elevación del terreno, descubriera la falta de una cabeza de ganado sin que, para ello, hubiera tenido que contarlas todas. Llamó a Jesús y le dijo, Tu oveja no está en el rebaño, búscala, y como Jesús, en respuesta, no preguntó, Y cómo sabes tú que es la mía, tampoco lo preguntaremos nosotros. Lo que sí importa es ver cómo va a orientarse Jesús, entregado ahora a su poca ciencia de los lugares y a la falible intuición de los caminos por donde antes nadie había pasado en esta completa redondez del horizonte. Procedentes ellos de la parte fértil de Jericó, donde no quisieron entretenerse por estimar más la tranquilidad de un vagabundeo continuo que el fácil trato de las gentes, lo más probable sería que se perdiera la persona, o la oveja, sobre todo si adrede lo habían hecho, en sitios donde la fatiga de buscar alimento, por excesivo, no fuese agravante de la buscada soledad. Según esta lógica, estaba claro que la oveja de Jesús, disimulando, como quien no quiere la cosa, se había quedado atrás y debía de estar ahora retozando en los verdes de las márgenes frescas del Jordán, a la vista de Jericó, para mayor seguridad. No obstante, la lógica no lo es todo en la vida, y no es raro que justamente lo previsible, que lo es por ser el remate más plausible de una secuencia, o porque simplemente había sido anunciado antes, no es raro, decíamos, que lo previsible, guiado por razones que sólo son suyas, acabe escogiendo, para revelarse, una conclusión que podríamos llamar aberrante, tanto al lugar, como a la circunstancia. Si es éste el caso, entonces deberá nuestro Jesús buscar su extraviada oveja, no en aquellos lozanos prados de la retaguardia, sino en la árida y requemada sequedad del desierto que tiene ante él, de nada sirve aquí la fácil objeción de que la oveja no habría decidido perderse para ir a morirse de hambre y de sed, primero, porque nadie sabe lo que pasa realmente en el cerebro de una oveja, segundo, considerando la ya referida imprevisibilidad a que lo previsible recurre algunas veces. Al desierto irá Jesús, hacia allí se encamina ya, sin que a Pastor le haya sorprendido la resolución, antes bien, callado, la aprobó, con un lento y solemne movimiento de cabeza que, extraña idea, podía ser tomado también como un gesto de despedida.

Este desierto no es una de aquellas amplias, largas y conocidas extensiones de arena que el mismo nombre usan. Este desierto es más bien un mar de secas y duras colinas arenosas, encabalgadas unas en las otras, formando un laberinto inextricable de valles, en el fondo de los cuales apenas sobreviven unas raras plantas que parecen hechas sólo de espinos y cerdas, con las que tal vez pudieran atreverse las sólidas encías de una cabra, pero que, al primer contacto, desgarrarían los labios sensibles de una oveja. Este desierto es más amedrentador que los formados sólo de lisas arenas y de aquellas dunas inestables que mudan constantemente de forma y de hechura, en este desierto cada colina oculta y anuncia la amenaza que nos espera en la colina siguiente, y, cuando a ésta llegamos, temblando, sentimos de inmediato que la amenaza, la misma, pasó para detrás de nuestras espaldas.

Aquí, el grito que demos no responderá, por el eco, a la voz que lo gritó, lo que oiremos, sí, en respuesta, son las propias colinas gritando, o lo desconocido, lo no sabido, que en ellas se obstina en esconderse. He aquí, pues, que provisto sólo de su cayado y de su alforja, Jesús entró en el desierto.

Pocos pasos más allá, apenas acababa de cruzar los límites del mundo, notó, de súbito, que las viejas sandalias que fueron de su padre se deshacían bajo sus pies. Mucho habían durado, pese a todo, por la virtud remendera de las piezas asiduamente recosidas, a veces in extremis, pero ahora las artes de zapatero remendón de Jesús ya no podían auxiliar a sandalias que tantos y tantos caminos habían andado y tanto sudor amasado en polvo. Como si obedecieran a una orden, se desengarzaban los últimos hilos, se soltaban, flojas, las tiras, se partían sin remedio los atadijos, en menos tiempo del que lleva contarlo, quedaron descalzos los pies de Jesús sobre los restos de las sandalias. Recordó el muchacho, le llamamos así por hábito adquirido, que a los dieciocho años, siendo judío, más es hombre hecho y derecho que mocito adolescente, recordó Jesús sus antiguas sandalias guardadas durante todo este tiempo en la alforja como reliquia sentimental del pasado y, movido por una vana esperanza, intentó ponérselas.

Razón tuvo Pastor cuando le dijo, Pies que crecieron no vuelven a encoger, a Jesús le costaba trabajo entender que alguna vez sus pies hubieran podido caber en estas sandalias minúsculas. Estaba descalzo ante el desierto, como Adán cuando lo expulsaron del paraíso y, como él, vaciló antes de dar el primero y doloroso paso sobre el torturado suelo que lo llamaba. Pero luego, sin haberse preguntado por qué lo hacía, quizá sólo porque se acordó de Adán, dejó caer la alforja y el cayado y, levantándose la túnica por el orillo, se la quitó por la cabeza en un solo gesto, quedando, como Adán, desnudo.

Aquí, donde está, ya no lo ve Pastor, ningún borrego curioso lo siguió, desde el aire lo ven los pocos pájaros que por estas fronteras se atreven, y los bichos de la tierra, que son hormigas, alguna escolopendra, un escorpión que, de susto, alza el aguijón venenoso, estos no tienen memoria de hombre desnudo por estos sitios, ni saben para qué sirve. Si se lo preguntasen a Jesús, Por qué te has desnudado, tal vez respondería de una manera incomprensible para el entendimaiento de los himenópteros, miriápodos y arácnidos, Al desierto sólo es posible ir desnudo. Desnudo, decimos nosotros, pese a los espinos que desgarran la piel y erizan los pelos del pubis, desnudos pese a las aristas que cortan y las arenas que desuellan, desnudo pese al sol que quema, reverbera y deslumbra, desnudo, en fin, para buscar la oveja perdida, aquella que nos pertenece porque con nuestra marca la marcamos. El desierto se abre a los pasos de Jesús para luego cerrarse, como cortándole el camino de retirada. El silencio resuena en los oídos como un sonido de caracola, de esas caracolas que llegan muertas y vacías a la playa y se quedan allí, llenándose del vasto rumor de las olas, hasta que alguien pasa y las encuentra y, acercándolas lentamente al oído, se pone a escuchar y dice, El desierto. Los pies de Jesús están sangrando, el sol aparta a las nubes para herirlo como una espada en los hombros, los espinos le cortan la piel de las piernas como uñas ávidas, las cerdas lo azotan, Oveja, dónde estás, grita él, y las colinas se pasan la consigna, Dónde estás, dónde estás, si se dijeran sólo esto sabríamos, por fin, qué es el eco perfecto, pero el largo y remoto son de la caracola se sobrepone, murmurando, Diiiiiiooos, Diiiiiiooos, Diiiiiiooos. Entonces, como si de pronto las colinas se hubiesen detenido en su camino, Jesús salió del laberinto de los valles hasta un espacio circular liso y arenoso donde, en el centro exacto, vio a la oveja. Corrió hacia ella todo lo que le permitían sus pies heridos, pero una voz lo detuvo, Espera. Una nube de la altura de dos hombres, que era como una columna de humo girando lentamente sobre sí misma, estaba ante él, y la voz llegó de la nube. Quién me habla, preguntó Jesús estremecido, pero adivinando ya la respuesta. La voz dijo, Yo soy el Señor, y Jesús supo entonces por qué tuvo que desnudarse en el umbral del desierto. Me has traído aquí, qué quieres de mí, preguntó, Por ahora, nada, pero un día lo querré todo, qué es todo, La vida, tú eres el Señor, siempre estás llevándote de nosotros las vidas que nos das, No tengo otro remedio, no puedo dejar que el mundo se detenga, Y mi vida, para qué la quieres, Todavía no es tiempo de que lo sepas, aún tendrás que vivir mucho, pero vengo a anunciártelo, para que vayas disponiendo el espíritu y el cuerpo, porque es de ventura suprema el destino que estoy preparando para ti, Señor, Señor, no comprendo ni lo que me dices ni lo que quieres de mí, Tendrás el poder y la gloria, qué poder, qué gloria, Lo sabrás cuando llegue la hora de que te llame otra vez, Cuándo será, No tengas prisa, vive tu vida como puedas, Señor, aquí estoy, si desnudo me has traído ante ti, no tardes, dame hoy lo que tienes guardado para darme mañana, quién te ha dicho que intento darte algo, Lo prometiste, Es un cambio, nada más que un cambio, Mi vida por no sé qué pago, El poder, Y la gloria, no se me olvida, pero si no me dices qué poder y sobre qué, qué gloria, y ante quién, será como una promesa hecha demasiado pronto, Volverás a encontrarme cuando estés preparado, pero mis señales te acompañarán desde ahora, Señor, dime, Calla, no preguntes más, la hora llegará, ni antes ni después, y entonces sabrás qué quiero de ti, Oírte, Señor, es obedecer, pero tengo que hacerte una pregunta más, No me aburras, Señor, es preciso, Habla, Puedo llevarme mi oveja, Ah, era eso, Sí, era sólo eso, puedo, No, Por qué, Porque la vas a sacrificar como prenda de la alianza que acabo de establecer contigo, Esta oveja, Sí, Te sacrificaré otra, voy hasta donde está el rebaño y vuelvo en seguida, No me contraríes, quiero ésta, Pero, Señor, ésta tiene un defecto, tiene la oreja cortada, Te equivocas, la oreja está intacta, fíjate bien, Cómo es posible, Yo soy el Señor y al Señor nada es imposible, Pero ésta es mi oveja, Te engañas de nuevo, el cordero era mío y tú me lo quitaste, ahora paga la oveja aquella deuda, Sea como quieres, el mundo todo te pertenece y yo soy tu siervo, Sacrifícala o no habrá alianza, Pero, mira Señor, que estoy desnudo, no tengo cuchillo ni puñal, estas palabras las dijo Jesús lleno de esperanza de poder salvar aún la vida de la oveja, y Dios le respondió, No sería yo el Señor si no pudiera resolverte esa dificultad, ahí tienes. Apenas dichas estas palabras, apareció a los pies de Jesús un cuchillo nuevo, Rápido, empieza, tengo otras cosas que hacer, dijo Dios, no puedo quedarme aquí eternamente. Jesús empuñó el cuchillo, avanzó hacia la oveja, que había alzado la cabeza, vacilante, como si no lo reconociera, pues nunca lo había visto desnudo, y, como se sabe, el olfato de estos animales no vale gran cosa.

Estás llorando, preguntó Dios, Siempre tengo los ojos así, dijo Jesús. El cuchillo se alzó, buscó el ángulo del golpe, y cayó velozmente como el hacha de las ejecuciones o la guillotina que todavía no se ha inventado. La oveja no soltó ni un balido, sólo se oyó, Aaaah, era Dios, suspirando de satisfacción.

Jesús preguntó, Y ahora, puedo irme ya, Puedes irte, y no olvides que a partir de hoy me perteneces por la sangre, Cómo debo alejarme de ti, En principio, da igual, para mí no hay delante y detrás, pero la costumbre es retroceder haciendo reverencias, Señor, Qué pesado eres, hombre, a ver, qué te pasa ahora, El pastor del rebaño, Qué pastor, El que anda conmigo; Qué, Es un ángel o un demonio, Es alguien a quien yo conozco, Pero dime, es ángel o demonio, Ya te lo he dicho, para Dios no hay delante ni detrás, que te diviertas. La columna de humo estaba y dejó de estar, la oveja había desaparecido, sólo la sangre se percibía aún, pero procuraba esconderse en la tierra.

Cuando Jesús llegó al campamento, Pastor lo miró fijamente y preguntó, La oveja, y él respondió, He encontrado a Dios, No te he preguntado si has encontrado a Dios, te he preguntado si encontraste la oveja, La he sacrificado, Por qué, Dios estaba allí, tuve que hacerlo.

Con la punta del cayado, Pastor hizo una raya en el suelo, profunda como el surco del arado, imposible de cruzar como una cerca de fuego, luego dijo, No has aprendido nada, vete.

Cómo voy a irme, con los pies así, pensó Jesús viendo alejarse a Pastor hacia el otro lado del rebaño. Dios, que tan limpiamente había hecho desaparecer a la oveja, no lo había beneficiado, desde dentro de la nube, con la gracia de su divina saliva, para que el mortificado Jesús pudiera, con ella, untar y sanar las heridas por las que seguía manando la sangre que brillaba sobre las piedras.

Pastor no lo ayudará, lanzó aquellas palabras conminatorias y se retiró como quien espera que la sentencia se cumpla y no intenta estar presente en los preparativos de la partida, y mucho menos despedirse. Trabajosamente, arrastrándose sobre las rodillas y las manos, Jesús llegó hasta la tienda, donde, en cada parada, se ordenaban los utensilios de gobierno del rebaño, los cántaros para la leche, las tablas para la prensadura, y también las pieles de oveja y de cabra que se iban curtiendo y con las que, por trueque, adquirían las cosas que necesitaban, una túnica, un manto, alimentos más variados. Pensó Jesús que no podrían culparlo si se cobrase el salario por su mano, cortando de las pieles de oveja una especie de sandalias o coturnos para envolver los pies, empleando después para atarlas unas tiras de piel de cabra, más manejable porque tienen menos pelo. Al ajustárselas dudó si la lana debería quedar por la parte de dentro o de fuera, y decidió al fin usarla como forro, por dentro, visto el mísero estado en que tenía los pies. Lo malo será que se le pegarán las heridas a los pelos, pero, como ya ha decidido que su camino va a ser la orilla del Jordán, bastará que meta los pies calzados en el agua y poco a poco se disolverá la sangre seca. El propio peso de las botazas, que eso es lo que parecen, metidas en el agua y empapadas, ayudará a despegar suavemente los pies del lanoso guateado, sin llevarse consigo las costras benevolentes y protectoras que se están formando. Algo de sangre que arrastra la corriente es señal, por su buen color, de que las heridas aún no se habían infectado, por mucho que cueste creerlo. Jesús, en su divagante caminata hacia el norte, se tomaba largos descansos, se quedaba sentado a la orilla del río, con los pies metidos en el agua, gozando del frescor y de la medicina. Le dolía haber sido expulsado de aquella manera, después de haberse encontrado con Dios, acontecimiento inaudito en el pleno sentido de la palabra, pues, que él supiera, no había hoy un solo hombre en toda Israel que pudiera envanecerse de haber visto a Dios y sobrevivir.

Cierto es que, lo que se dice ver, no vio, pero si se nos presenta una nube en el desierto, en forma de columna de humo, y dice, Yo soy el Señor, y mantiene después una conversación, no sólo lógica y sensata, sino con una expresión de autoridad sin réplica que sólo divina podía ser, cualquier duda, por pequeña que fuese, sería una ofensa. Que el Señor era el Señor, quedó demostrado con la respuesta dada cuando le preguntó acerca de Pastor, aquellas palabras despreocupadas, en las que era patente un poco de desprecio, pero también de intimidad, y luego reforzado por la negativa a responder si era ángel o diablo. Pero lo más interesante era que las palabras de Pastor, duras y aparentemente ajenas a la cuestión central, no hacían más que confirmar la verdad sobrenatural del encuentro, No te he preguntado si has encontrado a Dios, como si estuviera diciendo, Hasta ahí ya lo sé, como si el anuncio no lo hubiera sorprendido, como si lo supiera de antemano. Lo cierto era que no le había perdonado la muerte de la oveja, otro sentido no podían tener sus palabras finales, No has aprendido nada, vete, y después se retiró ostensiblemente hacia el otro lado del rebaño, y se mantuvo allí, de espaldas, hasta que él se hubo ido.

Ahora bien, en una de estas ocasiones en que Jesús dejaba su imaginación explayarse en previsiones de lo que podría querer el Señor cuando volvieran a encontrarse, las palabras de Pastor le sonaron repentinamente en sus oídos, tan claras y distintas como si estuviese a su lado, No has aprendido nada, y en ese instante el sentimiento de ausencia, de falta, de soledad, fue tan fuerte que su corazón gimió, allí estaba él, solo, sentado a la orilla del Jordán, mirando sus pies en la transparencia del río y viendo manar de uno de sus calcañares un leve hilo de sangre, y lentamente moverse entre dos aguas, de pronto no le pertenecían la sangre ni los pies, era su padre que llegaba, cojeando con sus calcañares agujereados, a gozar del fresco del Jordán, y le decía igual que Pastor, Tienes que volver al principio, no has aprendido nada. Jesús, como si alzase del suelo una pesada y larga cadena de hierro, recordaba su vida, eslabón por eslabón, el anuncio misterioso de su concepción, la tierra iluminada, el nacimiento en la cueva, los niños muertos de Belén, la crucifixión del padre, la herencia de las pesadillas, la huída de casa, el debate en el templo, la revelación de Zelomi, la aparición del pastor, la vida con el rebaño, el cordero salvado, el desierto, la oveja muerta, Dios. Y como esta última palabra era excesiva para que su espíritu pudiera ocuparse de ella, se fijó obsesivamente en un pensamiento, por qué un cordero que había sido salvado de la muerte acabó muriendo oveja, cuestión tan estúpida como cualquiera puede ver, pero que se comprenderá mejor si la traducimos así, Ninguna salvación es suficiente, cualquier condena es definitiva. El último eslabón de la cadena es éste, estar a la orilla del río Jordán, oyendo el doliente canto de una mujer que desde allí no se puede ver, oculta entre los juncos, tal vez lavando la ropa, tal vez bañándose, y Jesús quiere entender cómo esto es todo lo mismo, el cordero vivo que se transforma en oveja muerta, sus pies sangrando de la sangre de su padre y la mujer que canta, desnuda, tumbada boca arriba en el agua, los pechos duros sobresaliendo, el pubis negro soalzado en la ondulación de la brisa, no es verdad que Jesús hubiese visto, hasta hoy, una mujer desnuda, pero si un hombre, partiendo sólo de una columna de humo, puede ponerse a vaticinar lo que será estar con Dios cuando les llegue el día al uno y al otro, se comprenderá que las minucias de una mujer desnuda, suponiendo que sea apropiada la palabra, puedan ser imaginadas y creadas desde una música que se la oye cantar, incluso sin saber si las palabras nos son dirigidas.

José ya no está aquí, ha regresado a la fosa común de Séforis, de Pastor no asoma ni la punta del cayado, y Dios, que está en todas partes, como se dice, no eligió una columna de humo para mostrarse, tal vez esté en aquella agua que corre, la misma donde se baña la mujer. El cuerpo de Jesús dio una señal, se hinchó lo que tenía entre las piernas, como les sucede a todos los hombres y a todos los animales, la sangre corrió veloz a un mismo sitio hasta el punto de que se le secaron súbitamente las heridas, Señor, qué fuerte es este cuerpo, pero Jesús no fue en busca de la mujer, y sus manos rechazaron las manos de la tentación violenta de la carne, No eres nadie si no te quieres a ti mismo, no llegas a Dios si no llegas primero a tu cuerpo. No se sabe quién dijo estas palabras, pero Dios no las diría, no son cuentas de su rosario, de Pastor, sí, podrían ser, si no estuviese tan lejos de aquí, quizá, a fin de cuentas, fuesen las palabras de la canción que la mujer cantaba, en ese momento pensó qué agradable podría ser ir allí y pedirle que se las explicase, pero la voz ya no se oía, tal vez se la había llevado la corriente, o la mujer, simplemente, salió del agua patra secarse y vestirse, acallando así su cuerpo. Jesús se calzó las zapatillas empapadas y se puso en pie, haciendo que el agua saliera de entre los lados, como si apretara una esponja. Mucho se reiría la mujer, si aquí viniera, al encontrarse con estas grotescas zapatillas, pero bien podría ser que esta risa de burla no durase mucho, cuando los ojos de ella subieran por el cuerpo de Jesús, adivinando las formas que la túnica esconde, y se detuvieran a mirar los ojos de él, doloridos por causas antiguas y ahora, por una razón nueva, ansiosos. Con pocas o ninguna palabra, el cuerpo de ella volverá a desnudarse y cuando haya sucedido lo que de estos casos siempre hay que esperar, ella le quitará las sandalias con gran cuidado, curará las heridas poniendo en cada pie un beso y envolviéndolos después, como un capullo de seda, en sus propios cabellos húmedos. No viene nadie por el camino, Jesús mira alrededor, suspira, busca un rincón escondido y hacia allí se encamina, pero se detiene de súbito, ha recordado a tiempo que el Señor le quitó la vida a Onán por derramar su semen en el suelo. Es verdad que si hubiera dado Jesús otra vuelta más analítica al episodio clásico, cosa que concordaba con sus procesos mentales, tal vez no lo detuviera la implacable severidad del Señor, y esto por dos razones, siendo la primera porque no había allí cuñada con quien debiera, por ley, dar posteridad a un hermano muerto, y la segunda, acaso más fuerte que la otra, porque el Señor tiene, tal como le hizo saber en el desierto, algunas firmes aunque no reveladas ideas en cuanto a su futuro, luego no es creíble ni lógico que se olvidara de las promesas hechas, estropeándolo todo porque una mano sin gobierno hubiese osado llegar a donde no debía, sabiendo el Señor lo que son las necesidades del cuerpo, no es sólo lo trivial de comer y de beber, trivial, decimos, habiendo otros ayunos no menos costosos de soportar. Estas y otras semejantes reflexiones, que deberían ayudar a Jesús a llevar adelante el humanísimo movimiento de buscar, para cierto fin, un refugio lejos de vistas ajenas, acabaron por tener efecto contraproducente, que el pensamiento se distrajo de lo que tenía en mente, se encontró envuelto en los meandros de su propio pensar, y el resultado fue írsele la voluntad de lo que quería, de deseo ni hablemos, que, siendo pecaminoso, un simple nada le hace vacilar y retraerse.

Resignado con su propia virtud, se echó Jesús la alforja al hombro, empuñó el cayado y se lanzó al camino.

En el primer día de este viaje a lo largo de la orilla del río Jordán, el hábito de cuatro años de aislamiento llevó a Jesús a apartarse de los lugares poblados que por allía había. Pero, a medida que se aproximaba al lago de Genesaret, se fue haciendo cada vez más difícil, para él, bordear las aldeas, rodeadas como estaban de campos cultivados, no siempre cómodos de atravesar, tanto por los desvíos que se veía obligado a hacer como por la desconfianza que su aire vagabundo despertaba en los labradores.

De modo que se decidió Jesús a ir al mundo, y la verdad es que no le disgustó lo que vio, sólo le importunaba mucho el ruido, del que casi se había olvidado. En la primera de estas aldeas en que entró, una traviesa banda de chiquillos lo siguió riéndose de sus botas, buena cosa fue, porque Jesús tenía dinero suficiente para comprarse unas sandalias nuevas, recordemos que no toca el dinero que lleva, desde aquel que le dio el fariseo, vivir cuatro años con tan poco y no tener necesidad de gastarlo es la máxima riqueza, no hay que pedirle más al Señor. Ahora, compradas las sandalias, quedó su tesoro reducido a dos monedas de exiguo valor, pero la penuria no lo aflige, ya poco le falta para llegar a su destino, Nazaret, su casa, a la que regresará porque un día, al dejarla, y parecía que para siempre la dejaba, dijo, De una manera u otra siempre volveré. Viene sin prisa, bordeando las mil curvas del Jordán, también es verdad que el estado en que llevaba los pies no le permitía grandes hazañas de andarín, pero la razón principal de su vagar consistía en su propia certeza de llegar, como si pensase, Es como si ya estuviese allí, pero otro sentimiento, ese menos consciente, retardaba sus pasos, algo que podría expresarse con palabras como éstas, Cuanto antes llegue, antes vuelvo a marcharme.

Subía a lo largo de la orilla del lago en dirección al norte, está ya a la altura de Nazaret, si quisiera llegar rápidamente a casa no tendría más que mover las piernas hacia el sol poniente, pero las aguas del lago lo retienen, azules, anchas, tranquilas, Le gusta sentarse a la orilla y seguir con la mirada las maniobras de los pescadores, alguna vez, de pequeño, vino a estos parajes acompañado de sus padres, pero nunca se detuvo a mirar con atención el trabajo de estos hombres que dejaban tras de sí todos los olores del pescado, como si también ellos fuesen habitantes del mar. Mientras anduvo por aquí, Jesús se ganó el sustento ayudando en lo que sabía, que era nada, y en lo que podía, que era poco, arrastrar una barca a tierra o empujarla al agua, echar una mano para arrastrar una red que se desbordaba, los pescadores le veían la necesidad en la cara y le daban dos o tres peces espinosos, llamados tilapias, como salario. Al principio, tímido, Jesús los asaba y comía aparte, pero habiéndose demorado por allí tres días, al segundo lo llamaron los pescadores para que formase rancho con ellos. Y al tecero, Jesús fue al mar, en la barca de dos hermanos que se llamaban Simón y Andrés, mayores que él, ninguno de los dos con menos de treinta años.

En medio de las aguas, Jesús, sin experiencia del oficio, riéndose él mismo de su torpeza, se atrevió, incitado por sus nuevos amigos, a lanzar la red, con aquel gesto abierto que, mirado de lejos, parece una bendición o un desafío, sin otro resultado que caerse al agua una de las veces que lo intentó. Simón y Andrés se rieron mucho, ya sabían que Jesús sólo entendía de cabras y ovejas, y Simón dijo, Mejor vida sería la nuestra si este otro ganado se dejara traer y llevar, y Jesús respondió, Por lo menos no se pierden, no se extravían, están aquí todos en el cuenco del lago, todos los días huyendo de la red, todos los días cayendo en ella. La pesca no había sido abundante, el fondo de la barca estaba poco menos que vacío, y Andrés dijo, Hermano, vámonos a casa, que este día ya dio de sí todo lo que podía. Simón asintió, Tienes razón, hermano, vámonos. Metió los remos en los toletes e iba a dar la primera de las remadas que los llevarían a la orilla, cuando Jesús, no pensemos que por inspiración o presentimiento mayor, fue sólo una manera, aunque inexplicable, de demostrar su gratitud, propuso que hicieran tres últimas tentativas. quién sabe si el rebaño de los peces, conducido por su pastor, habrá venido hacia nuestro lado, Simón se rió, esa es otra ventaja que tienen las ovejas, que se ven, y volviéndose a Andrés, Lanza la red, si no ganamos nada, tampoco perdemos, y Andrés lanzó la red y la red vino llena. Quedaron desorbitados de asombro los ojos de los pescadores, pero el asombro se transformó en portento y maravilla cuando la red, lanzada otra vez más, y una más aún, volvió llena las dos veces. De un mar que les parecía antes tan desierto de pescado como el agua recogida en un cántaro de una fuente límpida, salían, con nunca vista profusión, torrentes brillantísimos de agallas, escamas y aletas en las que la vista se confundía. Le preguntaron Simón y Andrés cómo supo que los peces habían llegado allí inesperadamente, qué mirada de lince descubrió el movimiento profundo de las aguas, y Jesús respondió que no, que no lo sabía, que fue apenas una idea, probar suerte una última vez antes de regresar. No tenían los dos hermanos motivos para dudarlo, el azar hace estos y otros milagros, pero Jesús, dentro de sí, se estremeció y se preguntó en el silencio de su alma, Quién hizo esto, Dijo Simón, Ayuda a escoger, ahora bien, es ésta una buena oportunidad para explicar que no nació en este mar de Genesaret la ecuménica sentencia, Todo lo que viene a la red es pescado, aquí los criterios son diferentes, pez será lo que la red trajo, pero la ley es clarísima en este punto, como en todos, He aquí lo que podéis comer de los diferentes animales acuáticos, podéis comer todo lo que, en las aguas, mares o ríos, tiene escamas y aletas, pero todo lo que no tiene aletas y escamas, en los mares o en los ríos, ya sea lo que pulula en el agua o los animales que en ella viven, es abominable para vosotros, y abominable seguirá siendo, no comáis su carne y considerad que sus cadáveres son abominables, todo lo que, en las aguas, no tiene escamas y aletas, será para vosotros abominable. Los peces réprobos de piel lisa, aquellos que no pueden ir a la mesa del pueblo del Señor, fueron así restituidos al mar, muchos de ellos incluso se habían acostumbrado ya y no se preocupaban cuando se los llevaba la red, sabían que pronto volverían al agua, sin peligro de morir sofocados. En su cabeza de peces creían beneficiarse de una benevolencia especial del Creador, e incluso de un amor particular, lo que los llevó, al cabo del tiempo, a considerarse superiores a los otros peces, los que dejaban en las barcas, que muchas y graves faltas debían de haber cometido bajo las oscuras aguas para que Dios, así, sin piedad, los dejase morir.

Cuando llegaron a la orilla, con mil artes y cuidados para no irse a pique, pues la superficie del lago lamía la borda como si quisiera engullir la barca, la sorpresa de la gente no tuvo explicación. Quisieron noticia de cómo había ocurrido aquello, sabiéndose que los otros pescadores regresaron con el fondo seco, pero, de tácito y común acuerdo, ninguno de los tres afortunados habló de las circunstancias de la pesca prodigiosa, Simón y Andrés, para no ver públicamente disminuidos sus méritos de expertos, Jesús porque no quería que los otros pescadores lo metieran como reclamo en sus respectivas compañías, lo que, decimos nosotros, sería de entera justicia, para que acabasen de una vez las diferencias entre hijos y entenados que tanto mal han traído al mundo. Este pensamiento hizo que Jesús anunciara esa noche que a la mañana siguiente partiría para Nazaret, donde lo esperaba la familia, después de cuatro años de ausencias y de andanzas que podían decirse del diablo, tan cargadas de fatigas estuvieron. Lamentaron mucho Simón y Andrés una decisión que los privaba del mejor ojeador de ganado acuático del que había memoria en los anales de Genesaret, lo lamentaron también los otros dos pescadores, Tiago y Juan, hijos de Zebedeo, muchachos un poco simplones, a los que, por broma, solían preguntar, Quién es el padre de los hijos de Zebedeo, y los pobres se quedaban boquiabiertos, perdidos de sí, y ni el hecho de saber la respuesta, que claro que la sabían, siendo ellos los hijos, ni esto les ahorraba un instante de perplejidad y de angustia. La pena que sentían por la marcha de Jesús no era sólo porque así se les escapaba la oportunidad de una pesca famosa, sino porque, siendo mozos, Juan era incluso más joven que Jesús, les hubiera gustado formar con él una tripulación de juveniles para competir con la generación más vieja. Su simplicidad de espíritu no era necedad ni retraso mental, lo que les pasaba es que iban por la vida como si siempre estuviesen pensando en otra cosa, por eso dudaban cuando les preguntaban cómo se llamaba el padre de los hijos de Zebedeo y no entendían por qué se reía la gente tan divertida, cuando, triunfalmente, respondían, Zebedeo. Juan hizo aún una tentativa, se acercó a Jesús y le dijo, Quédate con nosotros, nuestra barca es mayor que la de Simón, cogeremos más pesca, y Jesús, sabio y piadoso, le respondió, La medida del Señor no es la medida del hombre, sino la de su justicia.

Enmudeció Juan, se fue con la cabeza baja, y sin diligencias de otros interesados transcurrió la velada. Al día siguiente, Jesús se despidió de los primeros amigos que había encontrado en sus dieciocho años de vida y, con el fardel lleno, dando la espalda a este mar de Genesaret, donde, o mucho se engañaba o le hizo Dios una señal, orientó al fin sus pasos hacia las montañas, camino de Nazaret. Sin embargo, quiso el destino que, al atravesar la ciudad de Magdala, se le reventase una herida del pie que tardaba en curarse, y de tal modo que parecía que la sangre no quería parar. También quiso el destino que el peligroso accidente ocurriera a la salida de Magdala, casi enfrente de la puerta de una casa que estaba alejada de las otras, como si no quisiera aproximarse a ellas, o ellas la rechazaran. Viendo que la sangre no daba muestras de restañarse, Jesús llamó, Eh, los de dentro, dijo, y acto seguido apareció una mujer en la puerta, era como si estuviera esperando que la llamasen, aunque, por un leve aire de sorpresa que se insinuó en su cara, podríamos pensar que estaba habituada a que entrasen en su casa sin llamar, lo que, si bien consideramos las cosas, tendría menos razón de ser que en cualquier otro caso, pues esta mujer es una prostituta y el respeto que debe a su profesión le manda que cierre la puerta de la casa cuando recibe a un cliente. Jesús, que estaba sentado en el suelo, comprimiendo la desatada herida, echó una mirada rápida a la mujer que se acercaba, Ayúdame, dijo, y auxiliándose de la mano que ella le tendía, consiguió ponerse pie y dar unos pasos, cojeando. No estás en situación de andar, dijo ella, entra, que te curo la herida.

Jesús no dijo ni sí ni no, el olor de la mujer lo aturdía, hasta el punto de desaparecerle, de un momento a otro, el dolor que le provocara la llaga al abrirse, y ahora, con un brazo sobre los hombros de ella, sintiendo su propia cintura ceñida por otro que evidentemente no podía ser suyo, percibió el tumulto que le traspasaba el cuerpo en todas direcciones, si no es más exacto decir sentidos, porque en ellos, o en uno que tiene ese nombre, pero que no es la vista ni el oído ni el gusto ni el olfato ni el tacto, aunque pueda llevar una parte de cada uno, ahí es donde todo iba a dar, con perdón. La mujer le ayudó a entrar en el patio, cerró la puerta y lo hizo sentarse, espera, dijo. Entró y volvió con una bacía de barro y un paño blanco, llenó de agua la bacía, mojó el paño y, arrodillándose a los pies de Jesús, sosteniendo en la palma de la mano izquierda el pie herido, lo lavó cuidadosamente, limpiándolo de tierra, ablandando la costra rota de la que salía, con la sangre, una materia amarilla, purulenta, de mal aspecto.

Dijo la mujer, No va a ser el agua lo que te cure, y Jesús dijo, Sólo te pido que me ates la herida para poder llegar a Nazaret, allí la trataré, iba a decir, Mi madre me la tratará, pero se corrigió, pues no quería aparecer ante los ojos de la mujer como un chiquillo que, por un tropezón con una piedra, se echa a llorar, Mamá, mamaíta, a la espera de la caricia, un soplo suave en el dedo ofendido, un toque dulcificante de los dedos, No es nada, hijo mío, hala, ya pasó. De aquí a Nazaret todavía tienes mucho que andar, pero, si así lo quieres, espera al menos hasta que te ponga un ungüento, dijo la mujer, y entró en casa, donde tardó un poco más que antes. Jesús dio una vuelta alrededor del patio, sorprendido porque nunca había visto nada tan limpio y ordenado. Empieza a pensar que la mujer es una prostituta, no porque tenga una especial habilidad para adivinar profesiones a primera vista, aún no hace muchos días él mismo podría haber sido identificado por el olor que trasudaba a ganado caprino, y ahora todos dirán, Es pescador, se le fue aquel olor, vino otro que no trasuda menos. La mujer huele a perfume, pero Jesús, pese a su inocencia, que no es ignorancia, pues no le habían faltado ocasiones de ver cómo procedían carneros y machos cabríos, tiene sentido de sobra para considerar que el buen olor del cuerpo no es razón suficiente para afirmar que una mujer es prostituta.

Realmente, una prostituta debería oler a lo que más frecuenta, a hombre, como el cabrero huele a cabra y el pescador a pescado, aunque, tal vez, quién sabe, esas mujeres se perfuman tanto justamente porque quieren esconder, disimular o incluso olvidar el olor a hombre. La mujer reapareció con un tarrito y venía sonriendo como si alguien, dentro de la casa, le hubiera contado una historia divertida. Jesús la veía acercarse, pero, si no lo engañaban sus ojos, ella venía muy lentamente, como ocurre a veces en sueños, la túnica se movía, ondeaba, modelando al andar el balanceo rítmico de los muslos, y el cabello negro de la mujer, suelto, danzaba sobre sus hombros como el viento hace que dancen las espigas en el trigal. no había duda, la túnica, incluso para un lego, era de prostituta, el cuerpo de bailarina, la risa de mujer liviana, Jesús, en estado de aflicción, pidió a su memoria que lo socorriese con alguna de las apropiadas máximas de su célebre homónimo y autor, Jesús, hijo de Sira, y la memoria le respondió, susurrándole discretamente, desde el otro lado del oído, Huye del encuentro con una mujer liviana para no caer en sus celadas, y después, No andes mucho con una bailarina, no sea que perezcas en sus encantos, y finalmente, Nunca te entregues a las prostitutas si no quieres perder tus haberes y perderte tú mismo, que se pierda este Jesús de ahora bien pudiera acontecer, siendo hombre y tan joven, pero en cuanto a haberes, esos ya sabemos que no corren peligro porque no los tiene, por lo que él mismo se hallará a salvo, llegada la hora, cuando la mujer, antes de cerrar el trato, le pregunte, Cuánto tienes. Preparado para todo está Jesús, por eso no le sorprende la pregunta que ella le hace mientras, colocado ahora el pie de él sobre la rodilla de ella, le cubría de ungüento la herida, Cómo te llamas, Jesús, fue la respuesta, y no dijo de Nazaret porque antes ya lo había declarado, como ella, por ser aquí donde vivía, no dijo de Magdala, cuando, al preguntarle él a su vez el nombre, respondió que María.

Con tantos movimientos y observaciones, acabó María de Magdala de vendar el dolorido pie de Jesús, rematando con una sólida y pertinente atadura, Ya está, dijo ella, Cómo puedo agradecértelo, preguntó Jesús, y por primera vez sus ojos tocaron los ojos de ella, negros, brillantes como azabache, de donde fluía, como agua que sobre agua corriera, una especie de voluptuosa veladura que alcanzó de lleno el cuerpo secreto de Jesús. La mujer no respondió de inmediato, lo miraba, a su vez, como valorándolo, comprobando qué clase de hombre era, que de dineros ya se veía que no andaba bien provisto el pobre mozo, al fin dijo, Guárdame en tu recuerdo, nada más, y Jesús, No olvidaré tu bondad, y luego, llenándose de ánimo, No te olvidaré, Por qué, sonrió la mujer, Porque eres hermosa, Pues no me conociste en los tiempos de mi belleza, te conozco en la belleza de ahora. Se apagó la sonrisa de ella, Sabes quién soy, qué hago, de qué vivo, Lo sé, Sólo tuviste que mirarme y ya lo supiste todo, No sé nada, Que soy prostituta, Eso sí lo sé, Que me acuesto con los hombres por dinero, Sí, Eso es lo que te decía, que lo sabes todo de mí, Sólo sé eso. La mujer se sentó a su lado, le pasó suavemente la mano por la cabeza, le tocó la boca con la punta de los dedos, Si quieres agradecérmelo, quédate este día conmigo, No puedo, Por qué, No tengo con qué pagarte, Gran novedad esa, No te rías de mí, Tal vez no lo creas, pero más fácilmente me reiría de un hombre que llevara bien llena la bolsa, No es sólo cuestión de dinero, Qué es, entonces. Jesús se calló y volvió la cara hacia el otro lado. Ella no lo ayudó, podía haberle preguntado, Eres virgen, pero se mantuvo callada, a la espera. Se hizo un silencio tan denso y profundo que parecía que sólo los dos corazones sonaban, más fuerte y rápido el de él, el de ella inquieto con su propia agitación. Jesús dijo, Tus cabellos son como un rebaño de cabras bajando por las laderas de las montañas de Galad. La mujer sonrió y permaneció callada. Después Jesús dijo, Tus ojos son como las fuentes de Hesebon, junto a la puerta de Bat-Rabin. La mujer sonrió de nuevo, pero no habló.

Entonces volvió Jesús lentamente el rostro hacia ella y le dijo, No conozco mujer. María le tomó las manos, Así tenemos que empezar todos, hombres que no conocían mujer, mujeres que no conocían hombre, un día el que sabía enseñó, el que no sabía aprendió, Quieres enseñarme tú, Para que tengas otro motivo de gratitud, Así nunca acabaré de agradecerte, Y yo nunca acabaré de enseñarte.

María se levantó, fue a cerrar la puerta del patio, pero primero colgó cualquier cosa por el lado de fuera, señal que sería de entendimiento para los clientes que vinieran por ella, de que había cerrado su puerta porque llegó la hora de cantar, Levántate, viento del norte, ven tú, viento del mediodía, sopla en mi jardín para que se dispersen sus aromas, entre mi amado en su jardín y coma de sus deliciosos frutos. Luego, juntos, Jesús amparado, como antes hiciera, en el hombro de María, prostituta de Magdala que lo curó y lo va a recibir en su cama, entraron en la casa, en la penumbra propicia de un cuarto fresco y limpio.

La cama no es aquella rústica estera tendida en el suelo, con un cobertor pardo encima que Jesús siempre vio en casa de sus padres mientras allí vivió, éste es un verdadero lecho como aquel del que alguien dijo, Adorné mi cama con cobertores, con colchas bordadas de lino de Egipto, perfumé mi lecho con mirra, aloes y cinamomo. María de Magdala llevó a Jesús hasta un lugar junto al horno, donde era el suelo de ladrillo, y allí, rechazando el auxilio de él, con sus manos lo desnudó y lavó, a veces tocándole el cuerpo, aquí y aquí, y aquí, con las puntas de los dedos, besándolo levemente en el pecho y en los muslos, de un lado y del otro. Estos roces delicados hacían estremecer a Jesús, las uñas de la mujer le causaban escalofríos cuando le recorrían la piel, No tengas miedo, dijo María de Magdala.

Lo secó y lo llevó de la mano hasta la cama, Acuéstate, vuelvo en seguida. Hizo correr un paño en una cuerda, nuevos rumores de agua se oyeron, después una pausa, el aire de repente pareció perfumado y María de Magdala apareció, desnuda. Desnudo estaba también Jesús, como ella lo dejó, el muchacho pensó que así era justo, tapar el cuerpo que ella descubriera habría sido como una ofensa. María se detuvo al lado de la cama, lo miró con una expresión que era, al mismo tiempo, ardiente y suave, y dijo, Eres hermoso, pero para ser perfecto tienes que abrir los ojos. Dudando los abrió Jesús, e inmediatamente los cerró, deslumbrado, volvió a abrirlos y en ese instante supo lo que en verdad querían decir aquellas palabras del rey Salomón, Las curvas de tus caderas son como joyas, tu ombligo es una copa redondeada llena de vino perfumado, tu vientre es un monte de trigo cercado de lirios, tus dos senos son como dos hijos gemelos de una gacela, pero lo supo aún mejor, y definitivamente, cuando María se acostó a su lado y, tomándole las manos, acercándoselas, las pasó lentamente por todo su cuerpo, cabellos y rostro, el cuello, los hombros, los senos, que dulcemente comprimió, el vientre, el ombligo, el pubis, donde se demoró, enredando y desenredando los dedos, la redondez de los muslos suaves, y mientras esto hacía, iba diciendo en voz baja, casi en susurro, Aprende, aprende mi cuerpo. Jesús miraba sus propias manos, que María sostenía, y deseaba tenerlas sueltas para que pudieran ir a buscar, libres, cada una de aquellas partes, pero ella continuaba, una vez más, otra aún, y decía, Aprende mi cuerpo, aprende mi cuerpo, Jesús respiraba precipitadamente, pero hubo un momento en que pareció sofocarse, eso fue cuando las manos de ella, la izquierda colocada sobre la frente, la derecha en los tobillos, iniciaron una lenta caricia, una en dirección a la otra, ambas atraídas hacia el mismo punto central, donde, una vez llegadas, no se detuvieron más que un instante, para regresar con la misma lentitud al punto de partida, desde donde iniciaron de nuevo el movimiento. No has aprendido nada, vete, dijo Pastor, y quizá quisiese decir que no aprendió a defender la vida.

Ahora María de Magdala le enseñaba, Aprende de mi cuerpo, y repetía, pero de otra manera, cambiándole una palabra, Aprende tu cuerpo, y él lo tenía ahí, su cuerpo, tenso, duro, erecto, y sobre él estaba, desnuda y magnífica, María de Magdala, que decía, Calma, no te preocupes, no te muevas, déjame a mí, entonces sintió que una parte de su cuerpo, esa, se había hundido en el cuerpo de ella, que un anillo de fuego lo envolvía, yendo y viniendo, que un estremecimiento lo sacudía por dentro, como un pez agitándose, y que de súbito se escapaba gritando, imposible, no puede ser, los peces no gritan, él, sí, era él quien gritaba, al mismo tiempo que María, gimiendo, dejaba caer su cuerpo sobre el de él, yendo a beberle en la boca el grito, en un ávido y ansioso beso que desencadenó en el cuerpo de Jesús un segundo e interminable estremecimiento.

Durante todo el día nadie llamó a la puerta de María de Magdala. Durante todo el día, María de Magdala sirvió y enseñó al muchacho de Nazaret que, sin conocerla ni para bien ni para mal, llegó hasta su puerta pidiéndole que lo aliviara de los dolores y curase de las llagas que, pero eso no lo sabía ella, nacieron de otro encuentro, en el desierto, con Dios. Dios le dijo a Jesús, A partir de hoy me perteneces por la sangre, el Demonio, si lo era, lo despreció, No aprendiste nada, vete, y María de Magdala, con los senos cubiertos de sudor, el pelo suelto que parecía echar humo, la boca túmida, ojos como de agua negra, No te unirás a mí por lo que te enseñé, pero quédate esta noche conmigo. Y Jesús, sobre ella, respondió, Lo que me enseñas no es prisión, es libertad. Durmieron juntos, pero no sólo aquella noche.

Cuando despertaron alta ya la mañana, y después de que, una vez más, sus cuerpos se buscaran y se hallaran, María miró la herida del pie de Jesús, Tiene mejor aspecto, pero todavía no deberías irte a tu tierra, te va a dañar el camino con ese polvo, No puedo quedarme, y si tú misma dices que estoy mejor, Puedes quedarte, el caso es que quieras, en cuanto a la puerta del patio, va a estar cerrada todo el tiempo que lo deseemos, Tu vida, Mi vida, ahora, eres tú, Por qué, Te responderé con palabras del rey Salomón, mi amado metió su mano en la abertura de la puerta y mi corazón se estremeció, Y cómo puedo ser yo tu amado si no me conoces, si soy sólo alguien que vino a pedirte ayuda y de quien tuviste pena, pena de mis dolores y de mi ignorancia, Por eso te amo, porque te he ayudado y te he enseñado, pero tú no podrás amarme a mí, pues no me enseñaste ni me ayudaste, No tienes ninguna herida, La encontrarás si la buscas, Qué herida es, Esa puerta abierta por donde entraban otros y mi amado no, Dijiste que soy tu amado, Por eso se cerró la puerta después de que tú entraras, No sé qué puedo enseñarte, a no ser lo que de ti he aprendido, Enséñame también eso, para saber cómo es aprenderlo de ti, No podemos vivir juntos, Quieres decir que no puedes vivir con una prostituta, Sí, Mientras estés conmigo, no seré una prostituta, no lo soy desde que aquí entraste, en tus manos está el que siga siéndolo o no, Me pides demasiado, Nada que no puedas darme por un día, dos días, el tiempo que tu pie tarde en curarse, para que después se abra otra vez mi herida, He tardado dieciocho años en llegar aquí, Algunos días más no te harán diferente, eres joven aún, Tú también eres joven, Mayor que tú, más joven que tu madre, Conoces a mi madre, No, Entonces por qué lo has dicho, Porque yo no podría tener un hijo que tuviera hoy tu edad, Qué estúpido soy, No eres estúpido, sólo inocente, Ya no soy inocente, Por haber conocido mujer, No lo era ya cuando me acosté contigo, Háblame de tu vida, pero ahora no, ahora sólo quiero que tu mano izquierda descanse sobre mi cabeza y tu derecha me abrace.

Jesús se quedó una semana en casa de María de Magdala, el tiempo necesario para que bajo la costra de la herida se formara una nueva piel. La puerta del patio estuvo siempre cerrada. Algunos hombres impacientes, picados de celo o de despecho, llamaron, ignorando deliberadamente la señal que debería mantenerlos apartados.

Querían saber quién era ese que se demoraba tanto, y alguno más gracioso soltó un zurriagazo, O será porque no puede, o será porque no sabe, ábreme, María, que le explicaré a ese cómo se hace, y María de Magdala salió al patio a responder, Quienquiera que seas, lo que pudiste no volverás a poder, lo que hiciste no volverás a hacerlo jamás, Maldita mujer, Vete, que bien equivocado vas, no encontrarás en el mundo mujer más bendita de lo que yo soy.

Fuese por este incidente, o porque así tenía que ser, nadie más llamó a su puerta, en todo caso lo más probable es que ninguno de aquellos hombres, moradores de Magdala o transeúntes informados, hubiera querido arriesgarse a que una maldición los condenara a la impotencia, pues es general convicción que las prostitutas, sobre todo las de alto coturno, diplomadas o de amplio curriculum, sabiéndolo todo de las artes de alegrar el sexo de un hombre, también son muy competentes para reducirlo a una soturnidad irremediable, cabizbajo, sin ánimo ni apetitos. Gozaron, pues, María y Jesús de tranquilidad durante aquellos ocho días, durante los cuales las lecciones dadas y recibidas acabaron por ser un discurso solo, compuesto de gestos, descubrimientos, sorpresas, murmullos, invenciones, como un mosaico de teselas que no son nada una por una y todo acaban siendo después de juntas y puestas en sus lugares. Más de una vez, María de Magdala quiso volver a aquella curiosidad de saber de la vida del amado, pero Jesús cambiaba de charla, respondía, por ejemplo, Entro en mi jardín, hermana mía, esposa, a coger de mi mirra y de mi bálsamo, a comer la miel virgen del panal, a beber de mi vino y de mi leche, y, habiendo dicho todo esto con tanta pasión, pasaba en seguida de la recitación del versículo al acto poético, en verdad, en verdad te digo, querido Jesús, así no se puede conversar. Pero un día decidió Jesús hablar de su padre carpintero y de su madre cardadora de lana, de sus ocho hermanos, y que, según costumbre, comenzó aprendiendo el oficio paterno, pero después fue pastor durante cuatro años, que estaba ahora de regreso a casa, anduvo unos días con pescadores, pero no el tiempo suficiente para aprender de ellos su arte.

Cuando Jesús contó esto, era la caída de la tarde, estaban en el patio comiendo, de vez en cuando alzaban la cabeza para ver el rápido vuelo de las golondrinas que pasaban soltando sus gritos estridentes, el silencio que se hizo entre los dos parecía indicar que todo estaba dicho, el hombre se había confesado a la mujer, pero la mujer, como si nada fuese aquello, preguntó, Sólo eso, él hizo una señal afirmativa, Sí, sólo esto. El silencio ahora era completo, los círculos de las golondrinas rodaban sobre otros parajes, y Jesús dijo, Mi padre fue crucificado hace cuatro años en Séforis, se llamaba José, Si no me equivoco, eres el primogénito, Sí, soy el primogénito, Entonces no entiendo cómo no te has quedado con tu familia, era tu deber, Hubo diferencias entre nosotros, no me preguntes más, Nada sobre tu familia, pero esos años de pastor, háblame de ese tiempo, No hay nada que decir, siempre es lo mismo, son las cabras, son las ovejas, son los cabritos, son los borregos, y la leche, mucha leche, leche por todas partes, Te gustaba ser pastor, Me gustaba, sí, Y por qué lo dejaste, Me aburría, tenía nostalgia de la familia, Nostalgia, qué es eso, Pena de estar lejos, Estás mintiendo, Por qué dices que estoy mintiendo, Porque he visto miedo y remordimiento en tus ojos. Jesús no respondió.

Se levantó, dio una vuelta por el patio, después se detuvo ante María, Un día, cuando volvamos a encontrarnos, tal vez te cuente el resto, si entonces me prometes que no le dirás nada a nadie, Ahorrabas tiempo si me lo dijeras ahora, Te lo diré, sí, pero sólo si nos volvemos a encontrar, Piensas que entonces ya no seré prostituta, que no puedes tener ahora confianza en mí, piensas que sería capaz de vender tus secretos por dinero o dárselos a cualquiera que llegase, por diversión, a cambio de una noche de amor más gloriosa que las que yo te di y tú me has dado, No es esa la razón por la que prefiero callarme, Pues yo te digo que María de Magdala estará junto a ti, prostituta o no, cuando la necesites, Quién soy yo para merecer esto, Tú no sabes quién eres. Aquella noche regresó la antigua pesadilla, después de haber sido, en los últimos tiempos, sólo una angustia vaga que se infiltraba en los intersticios de los sueños comunes, al fin habitual y soportable. Pero esta noche, quizá por ser la última que Jesús dormía en aquella cama, quizá porque él había hablado de Séforis y de los crucificados, la pesadilla, como una serpiente gigantesca que estuviera despertando de la hibernación, empezó a desenrollar lentamente sus anillos, a levantar su horrible cabeza, y Jesús despertó entre gritos, cubierto de sudores fríos. Qué te pasa, qué te pasa, le preguntaba María, afligida, Un sueño, sólo un sueño, se defendió él, Cuéntamelo, y esta simple palabra fue dicha con tanto amor, con tanta ternura, que Jesús no pudo contener las lágrimas y, después de las lágrimas, las palabras que había querido esconder, Sueño que viene mi padre a matarme, Tu padre está muerto, tú estás vivo, aquí, Yo soy un niño, estoy en Belén de Judea y mi padre viene a matarme, Por qué en Belén, Porque allí nací, Quizá pienses que tu padre no quería que hubieses nacido, eso es lo que el sueño está diciendo, Tú no sabes nada, No, no sé nada, Hubo niños de Belén que murieron por culpa de mi padre, Los mató él, Los mató porque no los salvó, no fue su mano la que manejó el puñal, Y en tu sueño, eres uno de esos niños, He muerto mil muertes, Pobre de ti, pobre Jesús, Por esto me fui de casa, Al fin comprendo, Crees que comprendes, Qué más falta, Lo que aún no te puedo decir, Lo que me dirás cuando volvamos a encontrarnos, Sí. Jesús se quedó dormido con la cabeza en el hombro de María, respirando sobre su seno. Ella permaneció despierta todo lo que quedaba de la noche. Le dolía el corazón porque la mañana no iba a tardar en separarlos, pero su alma estaba serena. El hombre que descansaba a su lado era, lo sabía, aquel por quien había esperado toda la vida, el cuerpo que le pertenecía y a quien su cuerpo pertenecía, virgen el de él, usado y manchado el suyo, pero hay que tener en cuenta que el mundo comenzó, lo que se dice comenzar, hace apenas ocho días, y sólo esta noche se halló confirmado, ocho días no es nada si lo comparamos con un futuro intacto, por decirlo de alguna manera, además, siendo tan joven este Jesús que apareció ante mí, y yo, María de Magdala, yo estoy aquí, acostada con un hombre, como tantas veces, pero ahora perdida de amor y sin edad.

Gastaron la mañana preparando el viaje, que parecía que el muchacho fuera al fin del mundo, cuando ni doscientos estadios va a tener que andar, nada que un hombre de constitución normal no pueda hacer entre el sol del mediodía y el crepúsculo de la tarde, incluso teniendo en cuenta que de Magdala a Nazaret no todo es camino llano, por allí no faltan cuestas escarpadas y descampados pedregosos. Ten cuidado, que por ahí andan bandas de guerra alzadas contra los romanos, dijo María, Todavía, preguntó Jesús, Has vivido lejos, esto es Galilea, Y yo soy galileo, no me harían mal, No eres galileo si naciste en Belén de Judea, Mis padres me concibieron en Nazaret, y yo, realmente, ni en Belén nací, nací en una cueva, en el interior de la tierra, y ahora me parece que he vuelto a nacer aquí en Magdala, De una prostituta, Para mí no eres prostituta, dijo Jesús con violencia, Es lo que fui. Hubo un largo silencio después de estas palabras, María a la espera de que Jesús hablase, Jesús dándole vueltas a una inquietud que no lograba dominar. Al fin preguntó, Aquello que colgaste en la puerta para que ningún hombre entrase, vas a retirarlo, María de Magdala lo miró con expresión seria, luego sonrió con malicia, No podría tener dentro de casa dos hombres al mismo tiempo, Qué quiere decir eso, Que tú te vas, pero continúas aquí. Hizo una pausa, y terminó, La señal que está colgada en la puerta continuará allí, Pensarán que estás con un hombre, Si lo piensan, pensarán bien, porque estaré contigo, Nadie más entrará aquí, Tú lo has dicho, esta mujer a quien llaman María de Magdala dejó de ser prostituta cuando aquí entraste, De qué vas a vivir, Sólo los lirios del campo crecen sin trabajar y sin hilar, Jesús tomó sus manos y dijo, Nazaret no está lejos de Magdala, uno de estos días vendré a verte, Si me buscas, aquí me encontrarás, Mi deseo será encontrarte siempre, Me encontrarías incluso después de morir, Quieres decir que voy a morir antes que tú, Soy mayor, seguro que moriré primero, pero, si lo hicieras tú antes que yo, seguiría viviendo para que me puedas encontrar, Y si eres tú la primera en morir, Bendito sea quien te trajo a este mundo cuando yo estaba todavía en él. Después de esto, María de Magdala sirvió de comer a Jesús, y él no necesitó decirle, Siéntate conmigo, porque desde el primer día, en la casa cerrada, este hombre y esta mujer habían dividido y multiplicado entre sí los sentimientos y los gestos, los espacios y las sensaaciones, sin excesivos respetos de regla, norma o ley. Cierto es que no sabrían cómo respondernos si ahora les preguntásemos de qué modo se comportarían si no se encontraran protegidos y libres entre estas cuatro paredes, entre las cuales pudieron, por unos días, tallar un mundo a la simple imagen y semejanza de hombre y mujer, más a la de ella que a la de él, digámoslo de paso, pero, habiendo sido ambos tan perentorios en cuanto a sus futuros encuentros, basta que tengamos la paciencia de esperar el lugar y la hora en que, juntos, se enfrenten con el mundo de fuera de la puerta, ese que ya se pregunta con inquietud, Qué pasa ahí dentro, y no es en jadeos de alcoba y cama en lo que piensan. Después de haber comido, María le calzó las sandalias a Jesús y dijo, Tienes que irte si quieres llegar a Nazaret antes de que anochezca, Adiós, dijo Jesús, y tomando la alforja y el cayado, salió al patio. El cielo estaba nublado por igual, como un forro de lana sucia, al Señor no le sería fácil ver, desde lo alto, lo que estaban haciendo sus ovejas. Jesús y María de Magdala se despidieron con un abrazo que parecía no tener fin, también se besaron, pero con menos demora, nada raro si tenemos en cuenta que esa no era costumbre de aquellos tiempos.

Acababa de ponerse el sol cuando Jesús volvió a pisar el suelo de Nazaret, cuatro largos años contados, semana más semana menos, desde aquel día en que de aquí huyó, todavía niño, apesadumbrado por una desesperación mortal, para ir por el mundo adelante en busca de alguien que pudiera ayudarle a entender la primera verdad insoportable de su vida. Cuatro años, incluso arrastrados, pueden no bastar para curar un dolor, pero, generalmente, lo adormecen.

Preguntó en el Templo, rehízo los caminos de la montaña con el rebaño del Diablo, encontró a Dios, durmió con María de Magdala, este hombre que aquí viene no parece ya sufrir, salvo aquella humedad de los ojos de la que hemos hablado, pero que, si ponderamos bien sus causas posibles, también podría ser efecto tardío del humo de los sacrificios, o un arrebato del alma producido por los horizontes de los altos pastizales, o el miedo de quien, solo, en el desierto, oyó decir Yo soy el Señor, o, en fin, quizá lo más probable porque está más próximo, el ansia y el recuerdo de un cuerpo dejado hace tan pocas horas, Confortadme con uvas pasas, fortalecedme con manzanas, porque desfallezco de amor, esta dulce verdad podría decirla Jesús a su madre y a sus hermanos, pero sus pasos se cortaron en el umbral de la puerta, Quiénes son mi madre y mis hermanos, pregunta, no es que él no lo sepa, la cuestión es si saben ellos quién es él, aquél que preguntó en el Templo, aquél que contempló los horizontes, aquél que encontró a Dios, aquél que conoció el amor de la carne y en él se reconoció hombre. En este mismo lugar, frente a esta puerta, hubo en tiempos un mendigo que dijo ser un ángel y que, pudiendo si ángel era, irrumpir casa adentro, llevando consigo el tifón de sus revueltas alas, prefirió llamar y con palabras de mendigo pedir limosna. La puerta está cerrada sólo con el pestillo. Jesús no necesitará llamar como hizo en Magdala, entrará tranquilamente en esta casa que es suya, véase cómo trae curada la llaga del pie, cierto es que son las más fáciles de curar, las de sangre y de pus. No necesitaba llamar, pero llamó. Oyó voces tras el muro, reconoció, más distante, la de la madre, pero no tuvo ánimo para empujar simplemente la puerta y anunciar, Aquí estoy, como alguien que, sabiéndose deseado, quiere dar una sorpresa que a todos hará felices. Quien abrió la puerta fue una niña pequeña, de unos ocho o nueve años, que no reconoció al visitante, la voz de la sangre no le anunció, Este hombre es tu hermano, no lo recuerdas, Jesús, el primogénito, fue él quien dijo, pese a los cuatro años añadidos a la edad de uno y otro y a la penumbra de la hora, Te llamas Lidia, y ella respondió, Sí, maravillándose de que un desconocido sepa su nombre, pero él quebró todo el encanto diciendo, Soy tu hermano Jesús, déjame pasar.

En el patio, junto a la casa y debajo del cobertizo vio bultos que eran como sombras, serían sus hermanos, ahora miraban hacia la puerta, dos de ellos, los varones mayores, Tiago y José, se acercaban, no oyeron lo que Jesús habló, pero no valía la pena ir a identificar al visitante, Lidia gritaba, entusiasmada, es Jesús, es nuestro hermano, entonces todas las sombras se movieron y en la puerta de la casa apareció María, estaba Lisia con ella, la otra hija, casi tan alta como la madre, y ambas exclamaron, que parece que lo dijeran con la misma voz, Ay, mi hijo, Ay, mi hermano, en el instante siguiente estaban todos abrazados en medio del patio, era, realmente, la alegría de las familias reecontradas, acontecimiento en general notable, sobre todo, como es el caso, cuando el propio primogénito es quien regresa a nuestros cariños y cuidados.

Jesús saludó a la madre, saludó a cada uno de los hermanos, por todos ellos fue saludado con calurosas expresiones de bienvenida, Hermano Jesús, qué alegría, Hermano Jesús, creíamos que te habías olvidado de nosotros, un pensamiento que no se oyó, Hermano Jesús, no parece que vengas rico. Entraron en la casa y se sentaron a cenar, que a eso se disponía la familia cuando él llamó a la puerta, aquí se diría, viniendo Jesús de donde viene, de excesos de la carne pecadora y mala frecuentación moral, aquí se diría con la ruda franqueza de la gente sencilla que vio su ración reducida de repente, Siempre, a la hora de comer, el diablo trae uno más. No lo dijeron estos, y mal parecería si lo dijesen, que al coro de las masticaciones sólo una boca se añadió, ni se nota la diferencia, donde comerían nueve, comen diez, y éste tiene más derecho. Mientras cenaban quisieron los hermanos más jóvenes saber de sus aventuras, que los tres mayores y la madre pronto se dieron cuenta de que no hubo mudanza en la profesión desde el encuentro de Jerusalén, pues del pescado se había perdido antes el olor y de los aromas pecaminosos de María de Magdala dio cuenta el viento, las horas de caminata y el polvo, salvo si acercamos bien la nariz a la túnica de Jesús, pero si a tanto no se atreve ni la familia, qué haríamos nosotros. Jesús contó que anduvo de pastor en el mayor de los rebaños que el mundo ha visto, que en los últimos tiempos había estado en el mar pescando y ayudó a sacar de él grandes y maravillosas redadas, y también que le sucedió la más extraordinaria aventura que podía caber en la imaginación y en la esperanza de los hombres, pero que de ella sólo hablaría en otra ocasión, y no a todos. En esto estaban, los más pequeños insistiendo, cuéntalo, cuéntalo, cuando el del medio, Judas llamado, preguntó, pero no lo hizo con mala intención, Después de tanto tiempo, cuánto dinero traes, y Jesús respondió, Ni tres monedas, ni dos, ni una, nada, y para demostrarlo, porque a todos debería de parecerles imposible tal penuria tras cuatro años de continuo trabajo, allí mismo vació la alforja, en verdad nunca se vio mayor pobreza de bienes y pertrechos, un cuchillo de hoja mellada y torcida, un cabo de cuerda, un mendrugo de pan durísimo, dos pares de sandalias hechas pedazos, lo que quedaba de los desgarrones de una túnica vieja, Es la de tu padre, dijo María, tocándola, y tocando las sandalias mayores, Eran de vuestro padre. Se inclinaron las cabezas de los hermanos, un movimiento de añoranza trajo a la memoria la triste muerte del progenitor, después Jesús devolvió a la alforja el mísero contenido, cuando de pronto vio que una punta de la túnica formaba un nudo voluminoso y pesado, y al pensarlo se le subió la sangre a la cara, sólo podía contener dinero, ese que él negaba poseer, que había sido puesto allí por María de Magdala, ganado, no con el sudor de la frente, como manda la dignidad, sino con gemidos falsos y sudores sospechosos.

La madre y los hermanos miraron la denunciadora punta de la túnica y luego, como si hubieran concertado el movimiento, lo miraron a él, y Jesús, entre disimular y ocultar la prueba de su mentira, y exhibirla sin poder dar una explicacióhn que la moralidad de la familia condescendiese en aceptar, tomó partido por lo más difícil, desató el nudo e hizo salir el tesoro, veinte monedas como nunca las vieron en esta casa, y dijo, No sabía que tenía este dinero. La reprobación silenciosa de la familia pasó por el aire como un soplo ardiente del desierto, qué vergüenza, un primogénito mentiroso. Jesús rebuscaba en su corazón y no encontraba en él ninguna irritación contra María de Magdala, sólo una infinita gratitud por su generosidad, por aquella delicadeza de querer darle un dinero que sabía que él no aceptaría directamente de su mano, pues una cosa es haber dicho, tu mano izquierda está debajo de mi cabeza y tu derecha me abraza, y otra sería no pensar que otras manos izquierdas y otras manos derechas te abrazaron, sin querer saber si alguna vez tu cabeza deseó un simple amparo. Ahora es Jesús quien mira a la familia, desafiándola a aceptar su palabra, No sabía que tenía ese dinero, verdad sin duda, pero que es, al mismo tiempo, entera e incompleta, desafiándola también, en silencio, a hacerle la pregunta irreplicable, Si no sabías que lo tenías, cómo explicas que lo tengas, a esto no puede responder él, Lo puso aquí una prostituta con la que dormí estos últimos ocho días, y ella lo ganó de los hombres con quienes antes durmió.

Sobre la túnica sucia y desgarrada del hombre que murió crucificado hace cuatro años, y cuyos huesos conocieron la ignominia de una fosa común, brillan las veinte monedas, como la tierra luminosa que una noche los asombró en esta misma casa, pero no vendrán hoy los ancianos de la sinagoga a decir, Enterradlas, como tampoco nadie preguntará, De dónde han venido, para que la respuesta no nos obligue a rechazarlas contra voluntad y necesidad. Jesús recoge las monedas en la concha de las dos manos, vuelve a decir, No sabía que tenía este dinero, como quien ofrece aún una última oportunidad, y luego, mirando a la madre, No es dinero del Diablo. Se estremecieron de horror los hermanos, pero María respondió sin alterarse, Tampoco ha venido de Dios. Jesús hizo saltar las monedas, una, dos veces, jugando, y dijo, de tan sencilla manera como si anunciase que al día siguiente volvería al banco de carpintero, Madre, de Dios hablaremos mañana, y a sus hermanos Tiago y José, También con vosotros hablaré, añadió, ahora bien, no ha sido una deferencia de primogénito el decirlo, aquellos dos ya han entrado en la mayoría de edad religiosa, tienen, por derecho propio, acceso a los asuantos reservados. Entendió Tiago que, teniendo en cuenta la superior importancia del tema, algo de los motivos de la prometida charla debía ser adelantado, no es cosa de llegar aquí un hermano, por muy primogénito que sea, y decir, Tenemos que hablar acerca de Dios, por eso, con una sonrisa insinuante, dijo, Si, como nos has dicho, anduviste cuatro años de pastor por montes y valles, no habrá sido mucho el tiempo que te sobró para frecuentar sinagogas y aprender en ellas, hasta el punto de, nada más llegar a casa, decirnos que quieres hablarnos del Señor.

Jesús sintió la hostilidad bajo la blandura de maneras y respondió Ay, Tiago, qué poco sabes tú de Dios si ignoras que no necesitamos buscarlo si él está decidido a encontrarnos, Si no te entiendo mal, te refieres a ti mismo, No me hagas preguntas hasta mañana, mañana hablaré de lo que tengo que hablar.

Murmuró Tiago palabras que no se oyeron, pero que serían un comentario ácido sobre quienes creen que lo saben todo. María dijo con aire cansado, volviéndose a Jesús, Mañana lo dirás, o pasado mañana, o cuando quieras, pero ahora dime a mí y a tus hermanos qué pretendes hacer con ese dinero, que aquí estamos pasando mucha necesidad, No quieres saber de dónde ha venido, Dijiste que no sabías que lo tenías, Es verdad, pero lo he pensado, y ya sé de dónde viene, Si no está mal en tus manos, tampoco lo estará en las de tu familia, Es todo cuanto tienes que decir de ese dinero, Sí, Entonces lo gastaremos, como es justo, en el gobierno de la casa. Se oyó un murmullo general de aprobación, el propio Tiago hizo una señal de congratulación amistosa, y María dijo, Si no te importa, guardaremos una parte para la dote de tu hermana, No me habíais dicho que Lisia tuviera boda fijada, Sí, será en primavera, Me dirás cuánto necesitas, No sé cuánto valen esas monedas. Jesús sonrió y dijo, Tampoco yo sé cuánto valen, sólo sé el valor que tienen. Se echó a reír, alto y destemplado, como si les encontrara gracia a sus palabras, y toda la familia lo miró, confundida. Sólo Lisia bajó los ojos, tiene quince años y el pudor intacto, todas las misteriosas intuiciones de la edad, y es, de cuantos aquí están, la que se siente más intensamente perturbada ante este dinero que nadie quiere saber a quién perteneció, de dónde vino ni cómo fue ganado.

Jesús entregó una moneda a la madre y dijo, Mañana la cambiarás, entonces sabremos su valor, Seguro que me preguntan cómo ha entrado tanta riqueza en casa, pues quien una moneda de éstas puede mostrar, otras más tendrá guardadas, Di sólo que tu hijo Jesús ha vuelto de viaje, y que no hay riqueza mayor que el regreso del hijo pródigo.

Aquella noche Jesús soñó con su padre. Se acostó en el patio, bajo el alpendre, porque, al acercarse la hora de ir a la cama, sintió que no podría soportar la promiscuidad de la casa, aquellas diez personas tumbadas por los rincones en busca de un recogimiento imposible, no era como en el tiempo en que no se notaba gran diferencia entre esto y un rebaño de corderillos, ahora sobran piernas, brazos, contactos e incompatibilidades. Antes de quedarse dormido, Jesús pensó en María de Magdala y en todas las cosas que habían hecho juntos y, si es cierto que tales pensamientos lo alteraron hasta el punto de tener que levantarse dos veces de la paja para dar una vuelta por el patio y refrescar la sangre, también es cierto que, entrado en el sueño, el dormir acabó llegándole liso y manso, de niño inocente, como un cuerpo que fuera río abajo, abandonado a la corriente vagarosa, viendo pasar por encima de la cabeza las ramas y las nubes, y un pájaro sin voz que aparecía y desaparecía. El sueño de Jesús comenzó cuando imaginó que sentía un leve choque, como si su cuerpo, bogando, hubiera rozado a otro cuerpo. Pensó que era María de Magdala y sonrió, volvió la cabeza hacia ella, pero quien iba allí, arrastrado como él por la misma agua, bajo el mismo cielo y las mismas ramas. bajo el revoloteo del ave silenciosa, era su padre. El antiguo grito de pavor empezó a formársele en la garganta, pero se cortó de inmediato, el sueño no era el sueño de costumbre, él no estaba, niño, en una plaza de Belén con otros niños a la espera de la muerte, no se oían pasos ni relinchos de caballos ni tintineo y rechinar de armas, sólo el sedoso deslizarse del agua, los dos cuerpos como si fuesen una balsa, el padre, el hijo, llevados por el mismo río. En ese momento, el miedo desapareció del alma de Jesús y, en su lugar, estalló, irreprimible, como un arrebato patético, un sentimiento de exaltación, Padre, padre, dijo soñando, Padre, repitió, ya despierto, pero ahora estaba llorando porque se dio cuenta de que estaba solo. Quiso regresar al sueño, repetirlo desde el primer momento, para volver a sentir, esperándola ya, la sorpresa de aquel choque, ver otra vez al padre dejándose ir con él, en la corriente, hasta el fin de las aguas y de los tiempos. No lo consiguió esta noche, pero la antigua pesadilla no volverá más, de aquí en adelante, en vez del miedo le vendrá la exultación, en vez de la soledad tendrá la compañía, en vez de la muerte aplazada, la vida prometida, expliquen ahora, si es que pueden, los sabios de la Escritura, qué sueño fue el que Jesús tuvo, qué significan el río y la corriente, y las ramas colgadas, y las nub es bogando, y el ave callada, y por qué, gracias a todo esto, reunido y puesto en orden, se pudieron juntar padre e hijo, pese a que la culpa de uno no tenía perdón y el dolor del otro no tenía remedio.

Al día siguiente, Jesús quiso ayudar a Tiago en el trabajo de la carpintería, pero pronto quedó demostrado que sus buenos propósitos no bastarían para suplir la ciencia que le faltaba y que, hasta en los últimos tiempos de aprendizaje, en vida del padre, nunca llegó a merecer nota de suficiente. Para las necesidades de la clientela, Tiago se había convertido en un carpintero soportable, y el propio José, pese a no tener más que catorce años, conocía ya de estas artes de la madera lo bastante como para poder dar lecciones al hermano mayor, si tal atentado a las precedencias de la edad fuera consentido en la rígida jerarquía familiar. Tiago se reía de la torpeza de Jesús y le decía, Quien te hizo pastor, te perdió, palabras estas simples, de simpática ironía, que no se podía imaginar que encubriesen un pensamiento reservado o que sugirieran un segundo sentido, pero que hicieron que Jesús se apartase de un modo brusco del banco y que María le dijera a su segundo hijo, No hables de perdición, no llames al diablo y al mal a nuestra casa. Y Tiago, estupefacto, Yo no he llamado a nadie, madre, sólo he dicho, Sabemos lo que has dicho, cortó Jesús, madre y yo sabemos lo que has dicho, quien unió en su cabeza pastor y perdición fue ella, no tú, y tú no sabes las razones pero ella sí, Yo te avisé, dijo María, con fuerza, Me avisaste cuando el mal ya estaba hecho, si mal fue, que yo me miro y no lo encuentro, respondió Jesús, No hay peor ciego que quien no quiere ver, dijo María. Estas palabras enfadaron mucho a Jesús, que respondió, reprensivo, Cállate, mujer, si los ojos de tu hijo vieron el mal, lo vieron después de ti, pero estos mismos ojos, que a ti te parecen ciegos, vieron también lo que tú nunca viste y seguro que no verás jamás. La autoridad del hijo primogénito y la durezsa de su tono, aparte de las enigmáticas palabras finales, hicieron ceder a María, pero su respuesta llevaba todavía una última advertencia, Perdóname, no fue mi intención ofenderte, quiera el Señor guardarte siempre la luz de los ojos y la luz del alma, dijo. Tiago observaba a la madre, miraba al hermano, notaba que había allí un conflicto, pero no imaginaba qué antiguas causas podrían explicarlo, ya que para causas nuevas no parecía que hubiera dado tiempo. Jesús se dirigió a la casa, pero, en el umbral, se volvió atrás y dijo a la madre, Manda a tus hijos que salgan y se distraigan fuera, tengo que hablar a solas contigo, con Tiago y José. Salieron los hermanos y la casa, un minuto antes abarrotada, quedó vacía de repente, sólo cuatro personas sentadas en el suelo, María entre Tiago y José, Jesús ante ellos. Hubo un largo silencio, como si todos, de común acuerdo, estuvieran dando tiempo a que los indeseados o no merecedores se alejasen hasta donde ni el eco de un grito pudiera llegar, al fin Jesús dijo, dejando caer las palabras, He visto a Dios.

El primer sentimiento legible en los rostros de la madre y de los hermanos fue de temor reverencial, el segundo de incredulidad cautelosa, luego, entre uno y otro, cruzó algo como una expresión de desconfianza malévola en Tiago, un asomo de excitación deslumbrada en José, un rasgo de amargura resignada en María. Ninguno habló, y Jesús repitió, He visto a Dios. Si un súbito instante de silencio es, en el decir popular, consecuencia de que ha pasado un ángel, aquí no acababa de pasar, Jesús ya lo había dicho todo, los presentes no sabían qué decir, no tardarán en levantarse e ir cada uno a su vida, preguntándose si realmente habrían soñado un sueño así, tan imposible de creer. Sin embargo, el silencio tiene, si le damos tiempo, una virtud que aparentemente lo niega, la de obligar a hablar. Por eso, cuando ya no se podía aguantar más la tensión de la espera, Tiago hizo una pregunta, la más inocua de todas, pura y gratuita retórica, Estás seguro. Jesús no respondió, simplemente lo miró como probablemente Dios lo hubiera mirado a él desde dentro de la nube, y por tercera vez dijo, He visto a Dios. María no hizo preguntas, sólo dijo, Habrá sido una ilusión tuya, Madre, las ilusiones existen, pero las ilusiones no hablan, y Dios me habló, respondió Jesús. Tiago había recobrado la presencia de espíritu, el caso le parecía una historia de locos, un hermano suyo hablando con Dios, qué disparate, Quién sabe si no fue el Señor quien te puso el dinero en la alforja, y sonrió cuando lo dijo, irónicamente.

Jesús enrojeció, pero respondió secamente, Del Señor nos viene todo, siempre él encuentra y abre los caminos para llegar hasta nosotros, ese dinero, que en verdad no vino de él, por él vino, Y qué fue lo que te dijo el Señor, dónde estabas cuando lo viste, velabas o estabas durmiendo, Estaba en el desierto, buscaba una oveja perdida, y él me llamó, Qué te dijo, si te es permitido repetirlo, Que un día me pedirá mi vida, Todas las vidas pertenecen al Señor, Eso le dije, Y él, Que a cambio de la vida que le he de dar, tendré poder y gloria, Tendrás poder y gloria después de morir, preguntó María, que creía haber oído mal, Sí, madre, Qué gloria puede ser dada a alguien que ya ha muerto, No lo sé, Estabas soñando, Estaba despierto y buscaba a mi oveja en el desierto, Y cuándo te va a pedir el Señor tu vida, No lo sé, pero me dijo que volveré a encontrarlo cuando esté preparado. Tiago miró a su hermano con expreesión inquieta, luego expuso una duda, El sol del desierto te hizo daño en la cabeza, eso fue, y María, inesperadamente, Y la oveja, qué fue de la oveja, El Señor me mandó que la sacrificara como señal de alianza. Estas palabras indignaron a Tiago, que protestó, Ofendes al Señor, el Señor hizo una alianza con su pueblo, no la iba a hacer ahora con un simple hombre como tú, hijo de carpintero, pastor y quién sabe qué más.

María, por la expresión de su rostro, parecía que estuviera siguiendo, con mucho cuidado, el hilo de un pensamiaento, como si temiera verlo quebrarse ante sus ojos, pero al final encontró la pregunta que tenía que hacer, Qué oveja era esa, Era el cordero que llevaba en brazos cuando nos encontramos en Jerusalén, en la puerta de Ramalá, lo que yo quise negarle al Señor, el Señor lo tomó al fin de mis manos, Y Dios, cómo era Dios cuando lo viste, Una nube, Cerrada o abierta, preguntó Tiago, Una columna de humo, Estás loco, hermano, Si estoy loco, el Señor me enloqueció, Estás en poder del Diablo, dijo María, y su decir era un grito, En el desierto no encontré al Diablo, sino al Señor, y si es verdad que en poder del Diablo estoy, el Señor lo ha querido, El Diablo está contigo desde que naciste, tú lo sabes, Sí, lo sé, viviste con él y sin Dios durante cuatro años, Y después de cuatro años con el Diablo, encontré a Dios, Estás diciendo horrores y falsedades, Soy el hijo que tú pusiste en el mundo, cree en mí o repúdiame, No creo en ti, Y tú, Tiago, No creo en ti, Y tú, José, que llevas el nombre de nuestro padre, Yo creo en ti, pero no en lo que dices.

Jesús se levantó, los miró desde lo alto, y dijo, Cuando en mí se cumpla la promesa que el Señor hizo, os veréis obligados a creer lo que entonces de mí se diga. Fue a buscar la alforja y el cayado, se calzó las sandalias. Ya en la puerta, dividió el dinero en dos partes y dijo, {ésta es la dote de Lisia, para su vida de casada, y lo dejó en el suelo, moneda sobre moneda, en el umbral, el resto volverá a las manos de donde vino, tal vez se convierta también en dote. Se volvió hacia la puerta, iba a salir sin despedirse, y María dijo, He visto que no llevas en tu alforja una escudilla para comer, La tenía, pero se rompió, Hay cuatro ahí, coge una y llévatela. Jesús vaciló, quería irse con las manos vacías, pero fue al horno, donde, colocadas una sobre otra, estaban las cuatro escudillas. Coge una, repitió María. Jesús miró, eligió, Me llevo ésta, que es la más vieja, Has elegido como te convenía, dijo María, Por qué, tiene color de tierra negra, no se parte ni se gasta. Jesús metió la escudilla en la alforja, batió con el cayado en el suelo, Decid otra vez que no me creéis, No te creemos, dijo la madre, y ahora menos que antes, porque has elegido la señal del Diablo, De qué señal me hablas, Esa escudilla. En aquel momento, desde lo profundo de la memoria, llegaron a los oídos de Jesús las palabras de Pastor, Tendrás otra escudilla, pero esa no se romperá mientras vivas. Era como si una cuerda hubiese sido tendida y estirada a su alrededor, y al fin lo que tenemos es un círculo cerrado, con un nudo recién hecho. Por segunda vez, Jesús salía de su casa, pero ahora no dijo, De un modo u otro, siempre volveré. Lo que pensaba, mientras, de espaldas a Nazaret, iba descendiendo la ladera, era mucho más simple y melancólico, si tampoco creería en él María de Magdala.

Este hombre, que lleva en sí una promesa de Dios, no tiene otro sitio adonde ir sino a casa de una prostituta. No puede regresar al rebaño, Vete, le dijo Pastor, ni volver a su casa, No te creemos, le dijo la familia, y ahora dudan sus pasos, tiene miedo de ir, tiene miedo de llegar, es como si estuviera de nuevo en medio del desierto, Quién soy yo, los montes y los valles no le responden, ni el cielo que todo lo cubre y todo lo debía saber, si ahora volviese a casa y repitiera la pregunta, su madre le diría, Eres mi hijo, pero no te creo, y siendo así, es tiempo de que Jesús se siente en esta piedra que está esperándolo desde que el mundo es mundo, y en ella sentado llore lágrimas de abandono y de soledad, quién sabe si el Señor decidirá aparecérsele otra vez, aunque sea en figura de humo y de nube, el caso es que le diga, No te preocupes, hombre, que no es para tanto, lágrimas, sollozos, qué es eso, todos pasamos por momentos difíciles, pero hay un punto importante del que nunca hemos hablado, te lo digo ahora, en la vida, ya te habrás dado cuenta, todo es relativo, una cosa mala puede incluso convertirse en soportable si la comparamos con una cosa peor, seca esas lágrimas y pórtate como un hombre, ya has hecho las paces con tu padre, qué más quieres, y esa tozuda de tu madre, ya me encargaré de eso cuando llegue el momento, lo que no me ha gustado mucho es la historia con María de Magdala, una puta, pero en fin, estás en la edad, aprovéchate, una cosa no impide la otra, hay un pecar y un tiempo para tener miedo, tiempo para vivir y tiempo para morir. Jesús se secó las lágrimas con el dorso de la mano, se sonó sabe Dios con qué, realmente no valía la pena quedarse allí el día entero, el desierto es como se ve, nos rodea, nos cerca, de algún modo nos protege, pero dar, no da nada, sólo mira, y si el sol se cubre de repente y por eso decimos, El cielo acompaña a mi dolor, locos somos, que el cielo, en eso, es de una perfecta imparcialidad, ni se alegra con nuestras alegrías ni se entristece con nuestras tristezas. Viene gente hacia aquí, camino de Nazaret, y Jesús no quiere ser motivo de risas, un hombre entero y de barba en la cara llorando como un chiquillo que pide que lo lleven en brazos. Se cruzan en el camino los escasos viajeros, unos que suben, otros que bajan, se saludan con la conocida exuberancia, pero sólo después de convencidos de la bondad de sus intenciones, porque, en estos parajes, cuando se habla de bandidos, tanto puede ser de unos como ser de otros. Los hay de especie ratera y salteadora, como aquellos malvados escarnecedores que robaron a este mismo Jesús va a hacer cinco años, cuando el pobre iba a Jerusalén en busca de alivio para sus penas, y los hay de la digna especie guerrillera que, si bien es cierto que no hacen del camino tránsito habitual, a veces aparecen por ahí camuflados, acechando los continuos desplazamientos de los contingentes militares romanos con vista a la próxima emboscada, o en otros casos, a cara descubierta, para dejar sin oro ni plata, ni valor que aproveche, a los colaboracionistas ricos, a quienes, en general, ni las nutridas escoltas que con ellos llevan les bastan para salir bien librados.

No tendría Jesús los dieciocho años que tiene si algunos devaneos de bélica aventura no le pasaran por la imaginación ante estas solemnes montañas en cuyos barrancos, grutas y vaguadas se ocultan los seguidores de las grandes luchas de Judas de Galilea y de sus comopañeros, y entonces se puso a pensar qué decisión tomaría si le saliese al camino un destacamento de guerrilleros desafiándolo para que se uniera a ellos, cambiando las amenidades de la paz, aunque menesterosa, por la gloria de las batallas y por el poder del vencedor, pues escrito está que un día la voluntad del Señor suscitará un Mesías, un Enviado, para que, de una vez, quede su pueblo liberado de las opresiones de ahora y fortalecido para los combates del futuro. Sopla una ventolera de loca esperanza y de irresistible orgullo, como una señal del Espíritu, en la frente de Jesús, y el hijo del carpintero se ve, vertiginosamente convertido en capitán, general y mando supremo, espada en alto, aterrorizando, con su simple aparición, a las legiones romanas, lanzadas a los precipicios como piaras de cerdos posesos de todos los demonios, senatus populusque romanos, toma ya. Ay de nosotros, que en el instante siguiente recordó Jesús que el poder y la gloria le han sido prometidos, sí, pero para después de la muerte, lo mejor será que goce de la vida, y si tiene que ir a la guerra, una condición pondría, que, en habiendo treguas, pudiera salir de la milicia para estar unos días con María de Magdala, salvo si en las huestes de patriotas admitieran vivanderas de un soldado solo, que más de uno ya sería prostitución y María de Magdala dijo que eso se acabó. Esperemos que sí, porque a Jesús le entraron renovadas fuerzas al recuerdo de esa mujer que le curó una dolorosa llaga, poniendo en su lugar la insoportable herida del deseo, y la pregunta es ésta, cómo se va a enfrentar a la puerta cerrada y señalada, sin la certeza cierta de que detrás sólo encontrará lo que imagina haber dejado, alguien que alimenta una exclusiva espera, la de su cuerpo y de su alma, que María de Magdala no acepta una cosa sin la otra. La tarde va cayendo, las casas de Magdala se ven ya a lo lejos, juntas como un rebaño, pero la de María es como la oveja apartada, no es posible distinguirla desde aquí, entre las grandes rocas que bordean el camino, curva tras curva. En un momento cualquiera recordó Jesús la oveja, aquella que tuvo que matar para sellar con sangre la alianza que el Señor le impuso, y su espíritu, desligado ahora de batallas y de triunfos, se conmovió con la idea de que estaba buscándola otra vez, a su oveja, no para matarla, no para llevarla de nuevo al rebaño, sino para subir juntos hasta los pastos vírgenes, que los hay aún, si buscamos bien, en el vasto y cruzado mundo, y, en las ovejas que somos, los desfiladeros ocultos, si buscamos mejor. Jesús se detuvo ante la puerta, con mano discreta comprobó que estaba cerrada por dentro. La señal sigue colgada. María de Magdala no recibe. A Jesús le bastaría llamar, decir, Soy yo, y de dentro se oiría el canto jubiloso, {ésta es la voz de mi amado, ahí viene saltando sobre los montes, brincando por los oreros, vedlo ahí, tras nuestros muros, tras esa puerta, sí, pero Jesús preferirá golpear con los nudillos, una vez, dos veces, sin hablar, y esperar a que vengan a abrirle, Quién es y qué quiere, preguntaron desde dentro, fue entonces cuando Jesús tuvo una mala idea, desfigurar la voz y proceder como cliente que llevara dinero y urgencia, decir, por ejemplo, Abre, flor, que no te arrepentirás, ni del pago, ni del servicio, y es cierto que la voz le salió mentirosa, pero las palabras tuvieron que ser las verdaderas, Soy Jesús, de Nazaret. Tardó María de Magdala en abrir, cauta ante una voz que no condecía con el anuncio, pero también porque le parecería imposible que estuviese ya de vuelta, pasada apenas una noche, pasado un día, el hombre que le prometiera, Uno de estos días vendré a verte, Nazaret no está lejos de Magdala, cuántas veces se han dicho cosas así, sólo para complacer a quien nos oye, un día de estos puede significar de aquí a tres meses, pero nunca mañana.

María de Magdala abre la puerta, se lanza a los brazos de Jesús, no quiere creer en tamaña felicidad, y su conmoción es tal que la lleva, absurdamente, a imaginar que él ha vuelto porque de nuevo tiene abierta la llaga del pie, y pensando en esto lo conduce hacia dentro, lo sienta y acerca una luz, Tu pie, muéstrame tu pie, pero Jesús le dice, Mi pie está curado, es que no lo ves.

María de Magdala podía haberle respondido, No, no lo veo, porque esa era la verdad extrema de sus ojos arrasados en lágrimas. Necesitó tocar con sus labios el pie cubierto de polvo, desligar cuidadosamente los atadijos que ceñían la sandalia al tobillo, acariciar con la punta de los dedos la fina piel renovada para confirmar las esperadas virtudes lenitivas del ungüento y, en lo más íntimo de los pensamienos, admitir que su amor tendría alguna parte en la cura.

Mientras cenaban, María no hizo preguntas, apenas quiso saber, y eso, excusado sería decirlo, no era preguntar, si le fue bien el viaje, si tuvo malos encuentros en el camino, trivialidades, cosas así.

Terminada la cena se calló, abrió y mantuvo un espacio de silencio, porque ya no era su vez de hablar. Jesús la miró fijamente, como si estuviese en lo alto de una roca midiendo sus fuerzas con el mar, no porque temiera que en la lisa superficie se ocultasen animales devoradores o arrecifes que pudieran desgarrar sus carnes, sino como quien, simplemente, interroga a su propio valor para saltar. Conoce a esta mujer desde hace una semana, tiempo y vida bastantes para saber que si va hacia ella encontrará unos brazos abiertos y un cuerpo ofrecido, pero le amedrenta revelarle, porque ha llegado sin duda el momento, lo que hace sólo unas horas fue objeto de rechazo por aquellos que, siendo de su carne, deberían serlo también de su espíritu. Jesús vacila, busca el camino por donde ha de llevar las palabras y lo que le sale no es la larga explicación necesaria, sino una frase para ganar tiempo, si es que no resulta más exacto decir perderlo, No te sorprende que haya vuelto tan pronto, Empecé a esperarte desde el mismo momento en que partiste, no he contado el tiempo entre tu ida y tu vuelta, como tampoco lo contaría si hubieras tardado diez años, Jesús, sonrió, hizo un movimiento con los hombros, debería saber ya que con esta mujer no valían fingimientos ni palabras evasivas. Estaban sentados en el suelo, frente a frente, con una luz en el centro y lo que sobró de la comida. Jesús tomó un pedazo de pan, lo partió en dos y dijo, dándole a María una de las partes, Que sea éste el pan de la verdad, comámoslo para creer y no dudar de cualquier cosa que aquí digamos u oigamos, Así sea, dijo María de Magdala. Jesús acabó de comer el pan, esperó a que ella terminase también, y dijo por cuarta vez las palabras, He visto a Dios.

María de Magdala no se alteró, sólo se movieron un poco las manos que tenía cruzadas sobre el regazo, y preguntó, Era eso lo que guardabas para decirme si nos volvíamos a encontrar, Sí, además de todo lo que me ocurrió desde que salí de casa, cuatro años hace, que esas cosas me parece que están todas ligadas unas con otras, aunque no sepa yo cómo explicar por qué ni para qué, Soy como tu boca y tus oídos, respondió María de Magdala, lo que tú digas, estás diciéndotelo a ti mismo, yo sólo soy la que está en ti.

Ahora ya puede Jesús empezar a hablar, porque ambos han comido el pan de la verdad, y en verdad no son muchas en la vida las horas como ésta. La noche se ha hecho madrugada, la luz del candil murió dos veces y dos veces resucitó, toda la historia de Jesús, que ya conocemos, fue narrada allí, incluyendo también ciertos pormenores que entonces no creíamos que merecieran atención, y muchos y muchos pensamientos que dejamos escapar, no porque Jesús los ocultase, sino, simplemente, porque no podía este evangelista estar en todas partes. Cuando, con una voz que de repente parecía cansada, iba Jesús a comenzar el relato de lo sucedido tras su regreso a casa, la tristeza lo hizo vacilar, como entonces lo detuvo aquel oscuro presentimiento antes de llamar a la puerta, pero María de Magdala, rompiendo por primera vez el silencio, preguntó, aunque en el tono de quien, anticipadamente, conoce la respuesta, Tu madre no creyó en ti, Así es, respondió Jesús, Y por eso has vuelto a esta otra casa, Sí, Ojalá pudiera mentir diciéndote que tampoco lo creo, Por qué, Porque volverías a hacer lo que has hecho, te irías de aquí como te fuiste de tu casa, y yo, al no creerte, no tendría que seguirte, Eso no es una respuesta a mi pregunta, Tienes razón, no lo es, Qué quieres decir, Si no creyera en ti no tendría que vivir contigo las cosas terribles que te esperan, Y cómo puedes saber tú que me esperan cosas terribles, No sé nada de Dios, a no ser que tan atroces deben ser sus preferencias como sus desprecios, Adónde has ido a buscar tan extraña idea, tendrías que ser mujer para saber lo que significa vivir con el desprecio de Dios, y ahora tendrás que ser mucho más que un hombre para vivir y morir como su elegido, Quieres asustarme, Te voy a contar un sueño que tuve, una noche se me apareció en sueños un niño, apareció de repente, venido de ninguna parte, apareció y dijo Dios es pavoroso, lo dijo y desapareció, no sé quién sería aquel niño, de dónde vino y a quién pertenecía, Sueños, Tú menos que nadie puede decir esa palabra en ese tono, Y luego, qué ocurrió, Después empecé a ser prostituta, Has dejado ya esa vida, Pero el sueño no ha sido desmentido, ni siquiera después de conocerte, Dime otra vez cuáles fueron las palabras, Dios es pavoroso. Jesús vio el desierto, la oveja muerta, la sangre en la arena, oyó el suspiro de satisfacción de la columna de humo y dijo, Tal vez, tal vez, pero una cosa es oírlo en sueños, otra será vivirlo en vida, Quiera Dios que no llegues a saberlo, Cada uno tiene que vivir su destino, Y del tuyo ya recibiste el primer aviso solemne. Sobre Magdala y el mundo gira lentamente la cúpula de un cielo cribado de estrellas. En algún lugar del infinito, o llenándolo infinitamente, Dios hace avanzar y retroceder las piezas de otros juegos que va jugando, es demasiado pronto para preocuparse de éste, ahora sólo tiene que dejar que los acontecimientos sigan naturalmente su curso, sólo de vez en cuando dará con la punta del meñique un toque adrede para que algún acto o pensamiento sueltos no quebranten la implacable armonía de los destinos. Por eso no pone interés en el resto de la conversación que Jesús y María de Magdala sostienen. Y ahora, qué piensas hacer, preguntó ella, Has dicho que irías conmigo a dondo quiera que yo fuese, Dije que estaría contigo donde tú estuvieses, Qué diferencia hay, Ninguna, pero puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras, si es que no te importa vivir conmigo en la casa donde fui prostitua.

Jesús pensó, ponderó, y al fin dijo, Buscaré trabajo en Magdala y viviremos juntos como marido y mujer, Prometes demasiado, ya es bastante que me dejes estar junto a ti.

Trabajo, Jesús no encontró, pero encontró lo que era de esperar, risas, burlas e insultos, realmente, el caso no era para menos, un hombre, poco más que adolescente, viviendo con María de Magdala, aquella tipa, Dejad que pasen unos días y lo veremos sentado a la puerta de la casa esperando que salga el cliente. Dos semanas aguantó las burlas, al cabo de las cuales Jesús le dijo a María, Me voy, Adónde, A la orilla del mar. Partieron de madrugada y los habitantes de Magdala no llegaron a tiempo de aprovechar nada de la casa que ardía.

Pasados unos meses, una lluviosa y fría noche de invierno, un ángel entró en casa de María de Nazaret y fue como si no hubiera entrado nadie, pues la familia se quedó como estaba, sólo María se enteró de la llegada del visitante, tampoco podría haberse hecho la desentendida, dado que el ángel le dirigió directamente la palabra, y fue así, Debes saber, María, que el Señor puso su simiente mezclada con la simiente de José en la madrugada que concebiste por primera vez, y que, por consiguiente y en consecuencia, de ella, de la del Señor, no de la de tu marido, aunque legítimo, fue engendrado tu hijo Jesús. Se asombró mucho María con la noticia, cuya sustancia, felizmente, no se perdió en la confusa alocución del ángel, y preguntó, Entonces Jesús es hijo mío y del Señor, Mujer, qué falta de educación, a ver si tienes más cuidado con las jerarquías, con las precedencias, del Señor y mío tendrías que haber dicho, Del Señor y tuyo, No, del Señor y tuyo, No me confundas la cabeza, respóndeme a lo que te he preguntado, si Jesús es hijo, Hijo, lo que se dice hijo, es sólo del Señor, tú, para el caso, no pasaste de ser una madre portadora, Entonces, el Señor no me eligió, Bueno, el Señor estaba sólo de paso, quien estuviera mirando lo habría notado sólo por el color del cielo, pero se dio cuenta de que tú y José erais gente robusta y saludable y entonces, si todavía reecuerdas cómo estas necesidades se manifestaban, le apeteció, el resultado fue, nueve mese más tarde, Jesús, Y hay certeza, lo que se dice certeza, de que fue realmente la simiente del Señor la que engendró a mi primer hijo, Bueno, la cuestión es delicada, lo que pretendes tú de mí es nada menos que una investigación de paternidad, cuando la verdad es que, en esos connubios mixtos, por muchos análisis, por muchas pruebas, por muchos recuentos de glóbulos que se hagan, la seguridad nunca es absoluta, Pobre de mí, que llegué a imaginar, al oírte, que el Señor me había elegido aquella madrugada para ser su esposa, y, al fin y al cabo, fue todo obra del azar, tanto podrá ser que sí como que no, te digo que mejor sería que no hubieras bajado hasta Nazaret para dejarme con esta duda, por otra parte, si quieres que te hable con franqueza, de un hijo del Señor, hasta teniéndome a mí por madre, notaríamos algo al nacer, y cuando creciera, tendría, del mismo Señor, el porte, la figura y la palabra, pero, aunque se diga que el amor de madre es ciego, mi hijo Jesús no satisface las condiciones, María, tu primer gran error es creer que he venido aquí sólo para hablarte de este antiguo episodio de la vida sexual del Señor, tu segundo gran error es pensar que la belleza y la facundia de los hombres existen a imagen y semejanza del Señor, cuando el sistema del Señor, te lo digo yo que soy de la casa, es ser siempre lo contrario de como los hombres lo imaginan y, aquí entre nosotros, yo creo que el Señor ni sabría vivir de otra manera, la palabra que más veces le sale de la boca no es el sí, sino el no, Siempre he oído decir que el espíritu que niega es el Diablo, No, hija mía, el Diablo es el espíritu que se niega, si en tu corazón no descubres la diferencia, nunca sabrás a quién perteneces, Pertenezco al Señor, Bien, dices que perteneces al Señor y has caído en el tercero y mayor de los errores, que es el de no haber creído en tu hijo, En Jesús, Sí, en Jesús, ninguno de los otros vio a Dios, ni lo verá, Dime, ángel del Señor, es verdad que mi hijo Jesús vio a Dios, Sí, y como un niño que encuentra su primer nido, vino corriendo a mostrártelo, y tú, escéptica, y tú, desconfiada, dijiste que no podía ser verdad, que si nido había, estaba vacío, que si huevos tenía, estaban malogrados, y que si no los tenía, es que se los comió la serpiente, Perdóname, ángel mío, por haber dudado, Ahora no sé si estás hablando conmigo o con tu hijo, Con él, contigo, con los dos, qué puedo hacer para enmendar mi error, Qué es lo que tu corazón de madre te aconseja, Ir a buscarlo, ir a decirle que creo en él, pedirle que me perdone y vuelva a casa, adonde vendrá a llamarlo el Señor, llegada la hora, Francamente, no sé si estás a tiempo, no hay nada más sensible que un adolescente, te arriesgas a oír malas palabras y a que te dé con la puerta en las narices, Si esto ocurre, la culpa la tiene aquel demonio que lo embrujó y lo perdió, no sé cómo el Señor, siendo padre, le consintió tales libertades, tanta rienda suelta, de qué demonios hablas, Del pastor con quien mi hijo anduvo durante cuatro años, gobernando un rebaño que nadie sabe para qué sirve, Ah, el pastor, Lo conoces, Fuimos a la misma escuela, Y el Señor permite que un demonio como él perdure y prospere, Así lo exige el buen orden del mundo, pero la última palabra será siempre la del Señor, lo que pasa es que no sabemos cuándo la dirá, pero cualquier día nos levantamos y vemos que no hay mal en el mundo, y ahora tengo que irme, si tienes alguna pregunta más, aprovecha, Sólo una, Muy bien, Para qué quiere el Señor a mi hijo, Tu hijo es una manera de decir, A los ojos del mundo Jesús es mi hijo, Para qué lo quiere, preguntas, pues, mira, es una buena pregunta, sí señor, lo malo es que no sé responderte, la cuestión, en su estado actual, está toda entre ellos dos, y Jesús no creo que sepa más de lo que a ti te haya dicho, Me dijo que tendrá poder y gloria después de morir, De eso también estoy informado, maravillas que le prometió el Señor, Bueno, bueno, tú, ignorante mujer, crees que esa palabra pueda existir a los ojos del Señor, que pueda tener algún valor y significado lo que presuntuosamente llamáis merecimientos, la verdad es que no sé qué os creéis cuando sois solo míseros esclavos de la voluntad absoluta de Dios, No diré nada más, soy realmente la esclava del Señor, cúmplase en mi según su palabra, dime sólo, después de pasados tantos meses, dónde podré encontrar a mi hijo, Búscalo, que es tu obligación, también él fue en busca de la oveja perdida, Para matarla, Calma, que a ti no te va a matar, pero tú si lo matarás a él no estando presente en la hora de su muerte, Cómo sabes que no voy a morir yo primero, Estoy bastante próximo a los centros de decisión para saberlo, y ahora adiós, hiciste las preguntas que querías, tal vez no hayas hecho alguna que debías, pero eso es ya un asunto en el que no me meto, Explícame, Explícate tú a ti misma. Con la última palabra el ángel desapareció y María abrió los ojos. Todos los hijos estaban durmiendo, los chicos en dos grupos de tres, Tiago, José y Judas, los mayores, en un rincón y en el otro los menores, Simón, Justo y Samuel, y con ella, una a cada lado, como de costumbre, Lisia y Lidia, pero los ojos de María, perturbados aún por los anuncios del ángel, se abrieron de pronto, desorbitados, al ver que Lisia estaba destapada, prácticamente desnuda, la túnica subida por encima de los senos, y dormía profundamente, y suspiraba sonriendo, con el brillo de un leve sudor en la frente y sobre el labio superior, que parecía mordido a besos. Si no tuviera la seguridad de que había estado allí sólo un ángel conversador, las señales que Lisia mostraba harían clamar y gritar que un demonio incubo, de esos que acometen maliciosamente a las mujeres dormidas, anduvo haciendo de las suyas en el desprevenido cuerpo de la doncella mientras la madre se dejaba distraer con la conversación, probablemente fue siempre así y nosotros no lo sabíamos, andan estos ángeles a pares dondequiera que vayan, y mientras uno, para entretener, se pone a contar cuentos chinos, el otro, callado, opera el actus nefandus, manera de decir, que nefando en rigor no es, indicando todo que a la vez siguiente se cambiarán las funciones y las posiciones para que, ni en el soñador ni en lo soñado, se pierda el beneficioso sentido de la dualidad de la carne y el espíritu. María cubrió a la hija como pudo, tirando de la túnica hasta cubrir lo que es impropio tener descubierto, y cuando la tuvo ya decente la despertó y le preguntó en voz baja, por así decir a quemarropa, Qué soñabas.

Cogida por sorpresa, Lisia no podía mentir, respondió que soñaba con un ángel, pero que el ángel no le había dicho nada, sólo la miraba, y era una mirada tan tierna y tan dulce que no podrían ser mejores las miradas del paraíso. No te tocó, preguntó María, y Lisia respondió, Madre, los ojos no sirven para eso. Sin saber a ciencia cierta si debía descansar o preocuparse por lo que pasó a su lado, María, en voz aún más baja, dijo, Yo también soñé con un ángel, Y el tuyo habló o estuvo también callado, preguntó Lisia, inocentemente, Habló para decirme que tu hermano Jesús dijo la verdad cuando nos anunció que había visto a Dios, Ay madre, qué mal hicimos entonces al no creer en la palabra de Jesús, y él es tan bueno, que, furioso, hasta podía haberse llevado el dinero de mi dote, y no lo hizo, Ahora vamos a ver cómo lo arreglamos No sabemos dónde está, noticias no dio, bien podía haber ayudado el ángel, que los ángeles lo saben todo, Pues no, no ayudó, sólo me dijo que buscáramos a tu hermano, que ese era nuestro deber, Pero, madre, si es verdad que mi hermano estuvo con el Señor, entonces nuestra vida, en adelante, va a ser diferente, Diferente quizá, pero peor, Por qué, Si nosotros no creíamos a Jesús ni su palabra, cómo puedes esperar que otros le crean, seguro que no querrás que vayamos por las calles y plazas de Nazaret pregonando Jesús vio al Señor Jesús vio al Señor, nos correrían a pedradas, Pero el Señor, puesto que lo eligió, nos defendería, que somos la familia, No estés tan segura, cuando el Señor eligió, nosotros no estábamos allí, para el Señor no hay padres ni hijos, recuerda lo de Abraham, acuérdate de Isaac, Ay, madre, qué aflicción, Lo más prudente, hija, es que guardemos todo esto en nuestros corazones y que hablemos lo menos posible de ello, Entonces, qué haremos, mañana mandaré a Tiago y a José en busca de Jesús, Pero dónde, si Galilea es inmensa, y Samaria, si está por ahí, y Judea, o Idumea, que está en el fin del mundo, Lo más probable es que tu hermano se haya ido al mar, recuerda lo que nos dijo cuando vino, que estuvo con unos pescadores, Y no habrá vuelto al rebaño, Eso se acabó, Cómo lo sabes, Duerme, que aún está lejos la mañana, Puede que volvamos a soñar con nuestros ángeles, Es posible. Si el ángel de Lisia, huido quizá en compañía de su compinche, vino a habitar otra vez sus sueños, no se notó, pero el ángel del anuncio, aunque se haya olvidado de algún detalle, no pudo volver, porque María estuvo siempre con los ojos abiertos en la penumbra de la casa, lo que sabía era más que suficiente, y lo que adivinaba la llenaba de temores.

Nació el día, se enrollaron las esteras y María, ante la familia reunida, hizo saber que habiendo pensado mucho en los últimos tiempos sobre el modo en que habían procedido con Jesús, Empezando por mí, que siendo su madre, debería haber sido más benévola y comprensiva, he llegado a una conclusión muy clara y justa, la de que debemos ir a buscarlo y pedirle que vuelva a casa, pues en él creemos y, queriéndolo el Señor, creeremos en lo que nos dijo, fueron éstas las palabras de María, que no dio fe de estar repitiendo lo que había dicho su hijo José allí presente, en la hora dramática de la repulsa, quién sabe si Jesús no estaría todavía aquí si aquel murmullo discreto, que lo fue, aunque en aquel momento no lo hicimos notar, se hubiera convertido en voz de todos. María no habló del ángel ni del anuncio del ángel, sólo del simple deber de todos para con el primogénito. No se atrevió Tiago a poner en duda los puntos de vista nuevos, a pesar de que, en lo íntimo, seguía firme en su convicción de que el hermano estaba loco o, en el mejor de los casos, y era una eventualidad digna de ser tomada en cuenta, era objeto de una repugnante mistificación de gente impía.

Previendo ya la respuesta, preguntó, Y quién, de los que aquí estamos, irá a buscar a Jesús, tú irás, que eres el que le sigue en edad, y José irá contigo, juntos iréis más seguros, Por dónde empezaremos a buscar, Por el mar de Galilea, estoy segura de que por allí lo encontraréis, Cuándo partimos, Han pasado meses desde que Jesús se fue, no podemos perder ni un día más, Llueve mucho, madre, no es bueno el tiempo para el viaje, Hijo, la ocasión puede siempre crear una necesidad, pero si la necesidad es fuerte, tendrá que ser ella la que haga la ocasión. Los hijos de María se miraron sorprendidos, realmente no estaban habituados a oír de boca de la madre sentencias tan acabadas, todavía son muy jóvenes para saber que la frecuentación de los ángeles produce estos y otros resultados mejores, la prueba, sin que los demás lo sospechen, está en Lisia y la da en este mismo momento, pues no otra cosa significa su lento, soñador movimiento afirmativo de cabeza. Terminó el consejo de familia, Tiago y José fueron a ver si los meteoros del aire estaban en mejor disposición, que, teniendo ellos que ir en busca del hermano con tiempo tan ruin, pudieran al menos salir al campo en una escampada, como fue el caso, parecía que el cielo los hubiera oído, pues justamente del lado del mar de Galilea se estaba abriendo ahora un azul aguado que parecía prometer una tarde aliviada de lluvias. Hechas las despedidas dentro de la casa, discretamente, por entender María que los vecinos no tenían por qué saber más de lo conveniente, partieron al fin los dos hermanos, no por el camino que lleva a Magdala, pues no tenían motivos para pensar que Jesús había seguido aquella dirección, sino por otro, el que directamente y con mayor comodidad, los llevaría a la nueva ciudad de Tiberíades. Iban descalzos porque, con los caminos convertidos en un barrizal, en poco tiempo se les caerían de los pies deshechas las sandalias, ahora a salvo en las alforjas, a la espera de un tiempo más benigno. Dos buenas razones tuvo Tiago para elegir el camino de Tiberíades, siendo la primera su propia curiosidad de aldeano que oyó hablar de palacios, templos y otras grandezas similares en construcción, y la segunda que la ciudad está situada, según oyera contar, entre los extremos norte y sur de esta margen, más o menos hacia la mitad. Como tendrían que ganarse la vida mientras durara la búsqueda, esperaba Tiago que fuese fácil encontrar un trabajo en las obras de la ciudad, pese a lo que decían los judíos devotos de Nazaret, que el lugar era impuro debido a los aires malsanos y a las aguas sulfurosas que se encontraban por allí cerca. No pudieron llegar a Tiberíades aquel mismo día, porque las promesas del cielo no se cumplieron, no había pasado una hora de camino cuando empezó a llover, mucha suerte tuvieron de encontrar una cueva donde felizmente hallaron cobijo y se abrigaron antes de que la lluvia los hubiera empapado.

Durmieron y en la mañana del día siguiente, escarmentados por la experiencia, tardaron en convencerse de que el tiempo había mejorado de verdad y de que podrían llegar a Tiberíades con la ropa del cuerpo más o menos seca. El trabajo que encontraron en las obras fue el de acarrear piedra, que para más no daba el saber del uno y del otro, afortunadamente, al cabo de unos días decidieron que habían ganado lo suciente, no porque el rey Herodes Antipas fuese generoso pagador, sino porque, siendo tan pocas y tan poco urgentes las necesidades, con ellas se podría vivir sin tener que satisfacerlas por completo. En Tiberíades preguntaron si estuvo o pasó un tal Jesús de Nazaret, que es hermano nuestro, de aspecto así y así, de modos así y asado, si anda acompañado eso es lo que no sabemos. Les dijeron que en aquella obra no, y ellos dieron la vuelta por todos los astilleros de la ciudad hasta certificar que Jesús no había estado aquí, cosa que no era de extrañar, pues si el hermano hubiese decidido volver a su iniciado oficio de pescador, seguro que no se iba a quedar, teniendo el mar a la vista, penando entre duras piedras y durísimos capataces. Con el dinero ganado, aunque escaso, la cuestión que ahora tenían que resolver era si debían seguir por las márgenes del lago, pueblo por pueblo, obra por obra, barco por barco, hacia el norte o hacia el sur.

Tiago acabó eligiendo el sur, porque le pareció más fácil camino, casi sin cuestas, mientras que hacia el norte la orografía era más accidentada.

El tiempo estaba seguro, el frío soportable, se fue la lluvia, y cualesquiera sentidos de la naturaleza más experimentados que los de estos dos muchachos, percibirían sin duda, por el olor de los aires y el palpitar del suelo, unos primeros tímidos indicios de primavera. La busca del hermano por los hermanos, por razones superiores ordenada, estaba convirtiéndose en una excursión amable y egoísta, paseo por el campo, vacaciones en la playa, poco faltaba ya para que Tiago y José se olvidaran de lo que habían venido a hacer a esta parte, cuando, de repente, por los primeros pescadores que encontraron, supieron noticias de Jesús, y para colmo de la más extraña manera, pues éstas fueron las palabras de los hombres, Lo hemos visto, sí, y lo conocemos, y si andáis en su busca, decidle, si lo encontráis, que aquí lo estamos esperando como quien espera el pan de cada día. Se asombraron los dos hermanos y no pudieron creer que los pescadores estuvieran hablando de la persona de Jesús, o sería otro Jesús y no el que ellos conocían, por las señas que nos dais, respondieron los pescadores, es el mismo Jesús, si vino de Nazaret no lo sabemos, él no lo dijo, Y por qué decís que lo esperáis como el pan de cada día, preguntó Tiago, Porque, estando él dentro de una barca, el pescado viene a las redes como jamás se vio, Pero nuestro hermano no tiene arte bastante de pescador, no puede ser el mismo Jesús, Ni nosotros dijimos que tuviera arte de pescador, él no pesca, sólo dice Lanzad la red por este lado, lanzamos la red y la sacamos llena, Siendo así, por qué no está con vosotros, Porque se va al cabo de unos días, dice que tiene que ayudar a otros pescadores y realmene así es, pues con nosotros ya estuvo tres veces y siempre dijo que volvería, Y ahora, dónde está, No lo sabemos, la última vez que estuvo aquí se fue al sur, pero también puede ser que haya ido al norte sin que nos diéramos cuenta, aparece y desaparece cuando le da la gana. Tiago le dijo a José, Vamos hacia el sur, al menos ya sabemos que nuestro hermano anda por esta orilla del mar.

Parecía fácil, pero hay que entender que, al pasar, Jesús podía estar en altamar, en una barca, entregado a una de aquellas milagrosas pescas suyas, en general no damos importancia a estos pormenores, pero el destino no es como lo creemos, pensamos que está todo determinado desde un principio cualquiera, cuando la verdad es muy distinta, repárese en que, para que pueda cumplirse el destino de un encuentro de unas personas con otras, como en el caso de ahora, es preciso que ellas consigan reunirse en un mismo punto y a una misma hora, lo que cuesta no poco trabajo, basta con que se retrase uno, por poco que sea, mirando una nube en el cielo, escuchando el cantar de un pájaro, contando las entradas y salidas de un hormiguero o, por el contrario, que por distracción no mirásemos ni oyésemos ni contásemos y siguiésemos adelante, echándose a perder lo que tan bien encaminado parecía, el destino es lo más difícil que hay en el mundo, hermano José, ya lo verás cuando tengas mis años.

Puestos así en sobreaviso, los dos hermanos iban mirando con mil ojos, hacían paradas en el camino esperando el regreso de un barco que se demoraba, incluso algunas veces volvieron súbitamente atrás, para sorprender por la espalda la posible aparición de Jesús en un lugar inesperado. Así llegaron al fin del mar.

Cruzaron al otro lado del río Jordán y a los primeros pescadores que encontraron les preguntaron por Jesús. Habían oído hablar de él, sí señor, de él y de su magia, pero por allí no andaba. Volvieron Tiago y José sobre sus pasos, rumbo al norte, redoblando la atención, también ellos como pescadores que llevaran una red de arrastre con la esperanza de levantar al rey de los peces. Una noche que durmieron en el camino, hicieron cuartos de centinela, no fuera a aprovechar Jesús la claridad lunar para ir de un sitio a otro, a la callada.

Andando y preguntando llegaron a la altura de Tiberíades, y no necesitaron ir al pueblo a pedir trabajo, pues todavía les quedaba dinero, gracias a la hospitalidad de los pescadores, que les daban pescado, lo que hizo decir una vez a José, Hermano Tiago, has pensado que este pez que estamos comiendo puede haber sido pescado por nuestro hermano, y Tiago respondió, No por eso sabe mejor, malas palabras que no se esperarían de un amor fraternal, pero que la irritación de quien anda buscando una aguja en un pajar, con perdón, justifica.

Encontraron a Jesús a una hora de camino, hora de las nuestras, queremos decir, pasado Tiberíades. El primero en avistarlo fue José, que tenía unos ojos finísimos para ver de lejos, Es él, allí, exclamó. Realmente vienen en esta dirección dos personas, pero una es mujer, y Tiago dice, No es él. Un hermano menor nunca debe contradecir al mayor, pero José, de contento, no está dispuesto a respetar normas ni conveniencias, Te digo que es él, Pero viene una mujer, Viene una mujer, y viene un hombre, y el hombre es Jesús.

Por el sendero que bordea el camino, en un campo que aquí era llano, entre dos colinas cuyos pies casi tocaban el agua, venían andando Jesús y María de Magdala. Tiago se detuvo, a la espera, y le dijo a José que se quedara con él.

El mozo obedeció contrariado, porque su deseo era correr hacia el hermano al fin hallado, abrazarlo, saltarle al cuello. A Tiago le perturbaba la mujer que venía con Jesús, quién sería, no quería creer que el hermano conociera mujer, pues sentía que esa simple probabilidad le colocaba, a él, a una distancia infinita del primogénito, como si Jesús, que se gloriara de haber visto a Dios, sólo por esta razón, la de conocer mujer, perteneciese a un mundo definitivamente otro. De una reflexión se pasa a la siguiente y muchas veces se llega a ella sin conocer el camino que unió las dos, es como ir de una margen del río a la otra por un puente cubierto, veníamos andando y no veíamos por dónde, pasamos un río que no sabíamos que existiera, así fue como Tiago, sin saber cómo, se encontró pensando que no era apropiado haberse quedado allí parado como si él fuera el primogénito a quien su hermano tendría que venir a saludar.

Su movimiento liberó a José, que corrió hacia Jesús con los brazos abiertos, con gritos de alegría, alzando una bandada de pájaros que, ocultos entre los matojos de la orilla, cataban en el lodo su sustento. Tiago apresuró el paso para impedir que José tomase como cosa suya recados que sólo a él pertenecían, en poco tiempo estaba ante Jesús y decía, Gracias doy al Señor por haber querido que encontrásemos al hermano que buscábamos, y Jesús respondió, Gracias doy por veros con buena salud. María de Magdala se había detenido, un poco atrás, Jesús preguntó, Qué hacéis en estos lugares, hermanos, y Tiago dijo, Vamos a apartarnos un poco y hablaremos con más tranquilidad, Tranquilos ya estamos, dijo Jesús, y si lo dices por esta mujer, has de saber que todo cuanto tengas que decirme y yo quiera oír de ti, puede oírlo ella también como si fuera yo mismo. Hubo un silencio tan denso, tan alto, tan profundo, que parecía que era un silencio del mar y de los montes concertados y no el de cuatro simples personas frente a frente, recuperando fuerzas.

Jesús parecía aún más hombre que antes, más oscuro de piel aunque se le había quebrado la fiebre de la mirada, y el rostro, bajo la espesa barba negra, se mostraba apaciguado, tranquilo, pese a la visible crispación causada por el inesperado encuentro. Quién es esa mujer, preguntó Tiago, Se llama María y está conmigo, respondió Jesús, Te has casado, Sí, bueno, no, no, bueno, sí, No entiendo, Ni yo contaba con que entendieses, Tengo que hablarte, Pues habla, Traigo recado de nuestra madre, te oigo, Preferiría dártelo a solas, Ya has oído lo que he dicho.

María de Magdala dio dos pasos, Puedo retirarme hacia dondo no os oiga, dijo, No hay en mi alma un pensamiento que no conozcas, es justo que sepas qué pensamientos tuvo mi madre sobre mí, así me ahorrarás el trabajo de contártelo luego, respondió Jesús. La irritación hizo subir la sangre a la cara de Tiago, que dio un paso atrás, como para retirarse, al tiempo que lanzaba a María de Magdala una mirada de cólera, y en esta mirada se percibía también un sentimiento confuso, de deseo y rencor. En medio de los dos, José tendía las manos para retenerlos, era todo cuanto podía hacer. Al fin, Tiago se calmó y, tras una pausa de concentración mental, para recordar, recitó, Nos ha enviado nuestra madre para buscarte y decirte que vuelvas a casa, pues en ti creemos y, si el Señor quiere, creeremos lo que dijiste, Sólo eso, {éstas fueron sus palabras, Quieres decir entonces que no haréis nada por vosotros mismos para creer en lo que os conté, que os quedaréis esperando que el Señor mude vuestro entendimiento, Entender o no entender, todo está en manos del Señor, Te engañas, el Señor nos dio piernas para que andemos y andamos, que yo sepa, nunca hombre alguno esperó a que el Señor le ordenara Anda, y con el entendimiento pasa lo mismo, si el Señor nos lo dio, fue para que lo usáramos según nuestro deseo y nuestra voluntad, No discuto contigo, Haces bien, no ganarías la discusión, Qué respuesta debo llevarle a nuestra madre, Dile que las palabras de su recado han llegado demasiado tarde, que esas mismas palabras supo decirlas a tiempo José, y ella no las tomó para sí, y que aunque un ángel del Señor se le aparezca para confirmar todo cuanto os conté, convenciéndola de la voluntad del Señor, no volveré a casa, Has caído en pecado de orgullo, Un árbol gime si lo cortan, un perro gruñe si lo golpean, un hombre se crece si lo ofenden, Es tu madre, somos tus hermanos, Quién es mi madre, quiénes son mis hermanos, mis hermanos y mi madre son aquellos que creyeron en mí y en mi palabra en la misma hora en que yo la proferí, mis hermanos y mi madre son aquellos que en mí confían cuando vamos al mar para de lo que pescan comer con más abundancia de la que comían, mi madre y mis hermanos son aquellos que no necesitan esperar a la hora de mi muerte para apiadarse de mi vida, No tienes otro recado que dar, Otro recado no tengo, pero oiréis hablar de mí, respondió Jesús, y volviéndose hacia María de Magdala, dijo, Vámonos, María, los barcos deben de estar ya a punto de salir para la pesca, los cardúmenes se reúnen, es tiempo de recoger la cosecha.

Ya se apartaban cuando Tiago gritó, Jesús, tengo que decirle a nuestra madre quién es esa mujer, Dile que está conmigo y que se llama María, y la palabra resonó entre las colinas y sobre el mar.

Tendido en el suelo, José lloraba desconsolado.