Van a entrar por la Puerta de la Leña, una de las trece por donde se llega al Templo y que, como todas las otras, tiene en proclama una lápida esculpida en griego y en latín, que así reza, A ningún gentil le está permitido cruzar este umbral y la barrera que rodea el Templo, aquel que se atreva a hacerlo lo pagará con su vida. José y María entran, entra Jesús llevado por ellos y a su tiempo saldrán a salvo, pero las tórtolas, ya lo sabíamos, van a morir, es lo que quiere la ley para reconocer y confirmar la purificación de María. A un espíritu volteriano, irónico e irrespetuoso, aunque nada original, no le escaparía la ocasión de observar que, vistas las cosas, parece que es condición para el mantenimiento de la pureza en el mundo que existan en él animales inocentes, sean tórtolas o corderos. Suben José y María los catorce peldaños por los que se accede, al fin, a la plataforma sobre la que está alzado el Templo. Aquí está el Patio de las Mujeres, a la izquierda está el almacén del aceite y del vino usados en las liturgias, a la derecha la cámara de los Nazireos, que son unos sacerdotes que no pertenecen a la tribu de Levi y a quienes se les prohíbe cortarse el pelo, beber vino o acercarse a un cadáver.

Enfrente, del otro lado ladeando la puerta frontera a ésta, y también a la izquierda y a la derecha, respectivamente, la cámara donde los leprosos que se creen curados esperan a que los sacerdotes vayan a observarlos y el almacén donde se guarda la leña, todos los días inspeccionada, porque al fuego del altar no pueden llevarse maderas podres o comidas de bichos. María ya no tiene muchos más pasos que dar. Subirá todavía los quince peldaños semicirculares que llevan a la Puerta de Nicanor, también llamada Preciosa, pero se detendrá allí, porque no les es permitido a las mujeres entrar en el Patio de los Israelitas, al que da la puerta. A la entrada están los levitas a la espera de los que llegan a ofrecer sacrificios, pero en este lugar la atmósfera será cualquier cosa menos piadosa, a no ser que la piedad fuera entonces entendida de otra manera, no es sólo el olor y el humo de las grasas quemadas, de la sangre fresca, del incienso, es también el vocerío de los hombres, los gritos, los balidos, los mugidos de los animales que esperan su turno en el matadero, el último y áspero graznido de un ave que antes supo cantar. María le dice al levita que los atendió que viene para purificarse y José entrega las tórtolas.

Durante un momento, María posa las manos en las avecillas, será el único gesto, y luego el levita y el marido se alejan y desaparecen detrás de la puerta. No se moverá María de allí hasta que José regrese, sólo se aparta a un lado para no obstruir el paso y, con el hijo en brazos, espera.

Dentro, aquello es un degolladero, un macelo, una carnicería. Sobre dos grandes mesas de piedra se preparan las víctimas de mayores dimensiones, los bueyes y los terneros sobre todo, pero también carneros y ovejas, cabras y bodes. Junto a las mesas hay unos altos pilares donde cuelgan, de ganchos emplomados en la piedra, las osamentas de las reses y se ve la frenética actividad del arsenal de los mataderos, los cuchillos, los ganchos, las hachas, los serruchos, la atmósfera está cargada de humos de leña y de los cueros quemados, de vapor de sangre y de sudor, un alma cualquiera, que ni santa tendría que ser, simplemente de las vulgares, tendrá dificultades para entender que Dios se sienta feliz en esta carnicería, siendo, como dicen que es, padre común de los hombres y de las bestias. José tiene que quedarse en la parte de fuera de la balaustrada que separa el Patio de los Israelitas del Patio de los Sacerdotes, pero puede ver a gusto, desde donde está, el Gran Altar, cuatro veces más que un hombre, y, allá al fondo, el Templo, por fin hablamos del auténtico, porque esto es como esas cajas abisales que en estos tiempos ya se fabrican en China, unas dentro de otras, miramos a lo lejos y decimos, el Templo, cuando entramos en el Atrio de los Gentiles volvemos a decir, el Templo, y ahora el carpintero José, apoyado en la balaustrada, mira y dice, el Templo, y es él quien tiene razón, allí está la ancha fachada con sus cuatro columnas adosadas al muro, con sus capiteles festoneados de acanto, a la moda griega, y el altísimo vano de la puerta, aunque sin puerta material para llegar adentro, donde Dios habita, Templo de los Templos, sería preciso contrariar todas las prohibiciones, pasar al Lugar Santo, llamado Hereal, y, al fin, entrar en el Debir, que es, final y última caja, el Santo de los Santos, esa terrible cámara de piedra, vacía como el universo, sin ventanas, donde la luz del día no ha entrado nunca ni entrará, salvo cuando suene la hora de la destrucción y de la ruina y todas las piedras se parezcan unas a otras. Dios es tanto más Dios cuanto más inaccesible resulte y José no pasa de ser padre de un niño judío entre los niños judíos, que va a ver morir a dos tórtolas inocentes, el padre, no el hijo, que ese, inocente también, se quedó en el regazo de la madre, imaginando si tanto puede, que el mundo será siempre así.

Junto al altar, hecho de grandes piedras toscas, que ninguna herramienta metálica tocó desde que fueron arrancadas de la cantera hasta ocupar su lugar en la gigantesca construcción, un sacerdote, descalzo, vestido con una túnica de lino, espera a que el levita le entregue las tórtolas. Recibe la primera, la lleva hasta una esquina del altar y allí, de un solo golpe, le separa la cabeza del tronco. brota la sangre. El sacerdote salpica con ella la parte inferior del altar y después coloca al ave degollada en un escurridero donde acabará de desangrarse y donde, terminado su turno de servicio, irá a buscarla, pues le pertenece. La otra tórtola gozará de la dignidad de sacrificio completo, lo que significa que será quemada. El sacerdote sube la rampa que lleva a lo alto del altar, donde arde el fuego sagrado y, sobre la cornisa, en la segunda esquina del mismo lado, sudeste ésta, sudoeste la primera, descabeza al ave, riega con la sangre el suelo de la plataforma, en cuyos cantos se yerguen ornamentos como cuernos de carnero, y le arranca las vísceras. Nadie presta atención a lo que pasa, es sólo una pequeña muerte.

José, con la cabeza levantada, querría percibir, identificar, entre el humo general y los olores generales, el humo y el olor de su sacrificio, cuando el sacerdote, después de salar la cabeza y el cuerpo del ave, los tira a la hoguera. No puede tener la seguridad de que aquélla sea la suya.

Ardiendo entre revueltas llamaradas, atizadas por la grasa de las víctimas, el cuerpecillo desventrado y fláccido de la tórtola no llena la carie de un diente de Dios. Y abajo, donde la rampa empieza, ya están tres sacerdotes a la espera. Un becerro cae fulminado por el hierro de la lanza, Dios mío, Dios mío, qué frágiles nos has hecho y qué fácil es morir.

José ya no tiene nada que hacer allí, tiene que retirarse, llevarse a su mujer y a su hijo. María está de nuevo limpia, de verdadera pureza no se habla, evidentemente, que a tanto no podrán aspirar los seres humanos en general y las mujeres en particular, fue el caso que con el tiempo y el recogimiento se le normalizaron los flujos y los humores, todo volvió a lo que era antes, la diferencia es que hay dos tórtolas menos en el mundo y un niño más que las hizo morir. Salieron del Templo por la puerta por la que entraron, José recogió el burro y mientras María, ayudándose en una piedra, se acomodaba sobre el animal, el padre sostuvo al hijo, ya algunas veces había ocurrido, pero ahora, quizá debido a la tórtola a la que le arrancaron las entrañas, tardó en devolverlo a la madre, como si pensase que no habría brazos que lo defendieran mejor que los suyos. Acompañó a la familia hasta la puerta de la ciudad y luego volvió al Templo, a su trabajo. Aún vendrá mañana para completar la semana, pero luego, alabado sea el poder de Dios por toda la eternidad, sin perder un instante más, volverá a Nazaret.

Aquella misma noche el profeta Miqueas dijo lo que hasta entonces había callado.

Cuando el rey Herodes, en sus agónicos pero ya resignados sueños, esperaba que la aparición se fuera de una vez, después de sus acostumbrados clamores, inocuos ya por la repetición, dejando en el último instante a flor de labios, una vez más, la amenaza suspensa, creció de súbito la masa formidable y se oyeron palabras nuevas. Pero tú, Belén, tan pequeña entre las familias de Judá, es de ti de quien ha salido ya aquél que gobernará Israel. En este preciso instante despertó el rey. Como el sonido de la cuerda más extensa del arpa, las palabras del profeta continuaban resonando en la sala. Herodes permaneció con los ojos abiertos intentando descubrir el sentido último de la revelación, si es que lo tenía, tan absorto en el pensamiento que apenas sentía las hormigas que lo roían bajo la piel y los gusanos que bababan sobre sus fibras íntimas y las iban pudriendo.

La profecía no era novedad. La conocía como cualquier judío, pero nunca perdió el tiempo con anuncios de profetas, a él le bastaban las conspiracioanes de puertas adentro. Lo que lo perturbaba ahora era una inquietud indefinida, una sensación de extrañeza angustiadora, como si las palabras oídas fueran, al mismo tiempo, ellas mismas y otras, y escondieran en una breve sílaba, en una simple partícula, en un rápido son, cualquier urgente y temible amenaza. Intentó alejar la obsesión, volver a dormir, pero el cuerpo se negaba y se abría al dolor, herido hasta las entrañas, pensar era una protección. Con los ojos clavados en las vigas del techo, cuyos ornamentos parecían agitar la claridad de dos antorchas odoríferas amortecida por el guardafuegos, el rey Herodes buscaba respuesta y no la hallaba. Llamó entonces a gritos al jefe de los eunucos que velaba su sueño y su vigilia y ordenó que viniese a su presencia, Sin tardar, dijo, un sacerdote del Templo, y que trajese con él el libro de Miqueas.

Entre ir y volver, del palacio al Templo, del Templo al palacio, pasó casi una hora. Empezaba a clarear la mañana cuando entró el sacerdote en la cámara. Lee, dijo el rey, y él comenzó, Palabra del Señor, que fue dirigida a Miqueas de Morasti, en los días Jotam, Ajaz y Ezequías, reyes de Judá.

Continuó leyendo hasta que Herodes dijo, Adelante, y el sacerdote, confundido, sin comprender por qué lo habían llamado, saltó a otro pasaje, Ay de los que en sus lechos maquinan la iniquidad, pero en este punto se interrumpió, aterrado con la involuntaria imprudencia y, atropellando las palabras, como si pretendiese hacer que olvidaran lo que había dicho, prosiguió, Al fin de los tiempos el monte de la casa del Señor se alzará a la cabeza de los montes, se elevará sobre los collados, y los pueblos correrán a él, Adelante, gritó Herodes con voz ronca, impaciente por la tardanza en llegar al pasaje que le interesaba, y el sacerdote, al fin, Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las familias de Judá, de ti saldrá quien señoreará en Israel. Herodes levantó la mano, repítelo, dijo, y el sacerdote obedeció, Otra vez, y el sacerdote volvió a leer, Basta, dijo el rey después de un largo silencio, retírate.

Todo se explicaba ahora, el libro anunciaba un nacimiento futuro, sólo eso, mientras que la aparición de Miqueas le decía que ese nacimiento había ocurrido ya, De ti salió, palabras muy claras como son todas las de los profetas, hasta cuando las interpretamos mal. Herodes pensó, volvió a pensar, se le fue cargando el semblante cada vez más, era aterrador, mandó llamar al comandante de la guardia y le dio una orden para que la ejecutase inmediatamente.

Cuando el comandante regresó, Misión cumplida, le dio otra orden, pero ésta para el día siguiente dentro de pocas horas. No será preciso, sin embargo, esperar mucho más tiempo para saber de qué se trata, siendo cierto que el sacerdote no llegó a vivir ni este poco, porque lo mataron unos brutos soldados antes de que llegase al Templo. Sobran razones para creer que haya sido esa, precisamente, la primera de las dos órdenes, tan próximas se encontraron la causa probable y el efecto necesario. En cuanto al Libro de Miqueas, desapareció, imagínense, qué pérdida si se tratase de un ejemplar único.

Carpintero entre carpinteros, José acababa de comer de su zurrón, todavía les quedaba tiempo, a él y a sus compañeros, antes de que el capataz diera la señal de reanudar el trabajo, podía continuar sentado, e incluso tumbarse, cerrar los ojos y entregarse a la complacida contemplación de pensamientos gratos, imaginar que iba camino adelante, por el interior profundo de los montes de Samaria, o mejor aún, ver desde un altozano su aldea de Nazaret, por la que tanto suspiraba. Sentía la alegría en el alma, y a sí mismo se decía que era llegado, al fin, el último día de la larga separación, que mañana, a primera hora, cuando se apagaran los últimos centelleos de los astros y quedara brillando sola en el cielo la estrella boreal, se echarían al camino cantando las alabanzas al Señor que nos guarda la casa y guía nuestros pasos. Abrió de pronto los ojos, sobresaltado, creyendo que se había quedado dormido y no oyó la señal, pero fue sólo una breve somnolencia, los compañeros estaban allí todos, unos conversando, dormitando los más, y el capataz tranquilo, como si hubiera decidido dar fiesta a sus obreros y no pensara en arrepentirse de su generosidad. El sol está en el cenit, un viento fuerte, de ráfagas cortas, empuja hacia el otro lado la humareda de los sacrificios, y a este lugar, un terraplén que da a las obras del hipódromo, ni siquiera llega el vocerío de los mercaderes del Templo, es como si la máquina del tiempo se hubiera parado y quedase, también ella, a la espera de las órdenes del gran capataz de las eras y los espacios universales. De pronto, José se sintió inquieto, él que tan feliz estaba unos momentos antes. Paseó los ojos a su alrededor y era la misma y conocida vista del tajo al que se fue habituando durante estas últimas semanas, las piedras y las maderas, la molienda blanca y áspera de las canterías, el serrín que ni al sol llegaba nunca a secarse por completo e, inmerso en la confusión de una repentina y opresiva angustia, queriendo encontrar una explicación para tan decaído estado de ánimo, pensó que podía tratarse del natural sentimiento de quien se verá obligado a dejar mediada la obra, aunque no sea suya y teniendo para partir tan buenos motivos. Se levantó, echando cuentas del tiempo de que podría disponer, el capataz ni siquiera volvió la cabeza hacia él, y decidió dar una vuelta rápida por la parte de la construcción en la que había trabajado, despidiéndose, por así decir, de los tablones que alisó, de las vigas que midió y cortó, si tal identificación era posible, cuál es la abeja que puede decir, {ésta miel la he hecho yo.

Al final del breve paseo, cuando estaba ya volviendo al tajo, se detuvo un momento a contemplar la ciudad que se alzaba en la ladera de enfrente, construida toda en escalones, con su color de piedra tostada que era como el color del pan, seguro que el capataz ha llamado ya, pero José ahora no tiene prisa, miraba la ciudad y esperaba no sabía qué. Pasó el tiempo y nada aconteció, José murmuró, en el tono de quien se dice algo, Bien, tengo que irme, y en ese momento oyó voces que venían de un camino que pasaba por debajo del lugar donde se hallaba e, inclinándose sobre el muro de piedra que lo separaba de él, vio que eran tres soldados. Seguro que vinieron andando por aquel camino, pero ahora estaban parados, dos de ellos, con el asta de la lanza apoyada en el suelo, escuchaban al tercero, que era más viejo y probablemente superior jerárquico de los otros, aunque no sea fácil notar la diferencia a quien no tenga información sobre el dibujo, número y disposición de las insignias, en su forma habitual de estrellas, barras y charreteras. Las palabras cuyo sonido llegó a oídos de José de manera confusa podían haber sido una pregunta, por ejemplo, Y a qué hora va a ser eso, y el otro decía, ahora muy claramente, en tono de quien responde, Al inicio de la hora tercia, cuando ya todo el mundo esté recogido, y uno de los dos preguntó, Cuántos vamos a ir, No lo sé todavía, pero seremos los suficientes para rodear la aldea, Y la orden es matarlos a todos, A todos, no, sólo a los que tengan menos de tres años, Entre dos y cuatro años va a ser difícil saber exactamente cuántos años tienen, Y cuántos van a ser, quiso saber el segundo soldado, Por el censo, dijo el jefe, serán unos veinticinco. José escuchaba con los ojos muy abiertos, como si la total comprensión de lo que oía pudiera entrarle por ellos más que por los oídos, el cuerpo se estremecía de horror, estaba claro que aquellos soldados hablaban de ir a matar a alguien, a personas, Personas, qué personas, se interrogaba José, desorientado, afligido, no, no eran personas, o sí, eran personas, pero niños, Los que tengan menos de tres años, había dicho el cabo, o quizá fuera sargento, o brigada, y dónde va a ser eso, José no podía asomarse al muro y preguntar, Dónde es la guerra, oíd, chicos, dónde es esa guerra, ahora está José bañado en sudor, le tiemblan las piernas, entonces volvió a oír la voz del cabo, o lo que fuera, y su tono era al mismo tiempo serio y aliviado, Tenemos suerte, nosotros y nuestros hijos, de no vivir en Belén. Y se sabe ya por qué nos mandan matar a todos los niños de Belén, preguntó un soldado, El jefe no me lo ha dicho, creo que ni él mismo lo sabe, es orden del rey, y basta. El otro soldado, haciendo una raya en el suelo con el hierro de la lanza, como el destino que parte y reparte, dijo, Mira que somos desgraciados los de nuestro oficio, como si no nos bastara con practicar lo malo que la naturaleza nos dio, tenemos encima que ser brazo de la maldad de otros y de su poder.

Estas palabras ya no fueron oídas por José, que se había alejado de su providencial palco, primero lentamente, como de puntillas, luego en una loca carrera, saltando las piedras como un cabrito, ansioso, razón por la que, faltando su testimonio, sea lícito dudar de la autenticidad de la filosófica reflexión, tanto en el fondo como en la forma, teniendo en cuenta la más que obvia contradicción entre la notable propiedad de los conceptos y la ínfima condición social de quien los había producido.

Enloquecido, atropellando a quien apareciese ante él, derribando tenderetes de pajareros y hasta la mesa de un cambista, casi sin oír los gritos furiosos de los tratantes del Templo, José no tiene otro pensamiento que el de que van a matarle al hijo, y no sabe por qué, dramática situación, este hombre ha dado vida a un niño, otro se la quiere quitar, y tanto vale una voluntad como otra, hacer y deshacer, atar y desatar, crear y suprimir. Se detiene de pronto, se da cuenta del peligro que corre si sigue esta carrera enloquecida, pueden aparecer por ahí los guardias del Templo y detenerlo, gran suerte, inexplicable, es que aún no hayan acudido atraídos por el tumulto. Entonces, disimulando como puede, como piojo que se acoge a la protección de la costura, se fue metiendo entre la multitud, y en un instante volvió a ser anónimo, la diferencia era que caminaba un poco más deprisa, pero eso, en medio de aquel laberinto de gente, apenas se notaba. Sabe que no debe correr hasta que llegue a la puerta de la ciudad, pero le angustia la idea de que los soldados puedan estar ya en camino, armados terriblemente de lanza, puñal y odio sin causa, y si por desgracia van a caballo, trotando camino abajo, quién los alcanzará, cuando yo llegue estará mi hijo muerto, infeliz pequeño, Jesús de mi alma, ahora, en este momento de la más sentida aflicción, entra en la cabeza de José un pensamiento estúpido que es como un insulto, el salario, el salario de la semana, que va a perderlo, y es tanto el poder de estas viles cosas materiales que el acelerado paso, sin llegar al punto de detenerse, se le retarda un tanto, como dando tiempo al espíritu para ponderar las probabilidades de reunir ambos beneficios, por así decir la bolsa y la vida. Fue tan sutil y mezquina la idea, como una luz velocísima que surgiera y desapareciese sin dejar memoria imperativa de una imagen definida, que José ni vergüenza llegó a sentir, ese sentimiento que es, cuántas veces, pero no las suficientes, nuestro más eficaz ángel de la guarda.

José sale al fin de la ciudad, el camino, ante él, está libre de soldados en todo lo que la vista alcanza, y no se notan señales de agitación popular en esta salida, como sin duda ocurriría si hubiera habido allí parada militar, pero el indicio más seguro es el que le dan los chiquillos, jugando a sus juegos inocentes, sin muestra de la excitación bélica que de ellos se apodera cuando bandera, tambor y clarín desfilan, y aquella ancestral costumbre de ir tras la tropa, si los soldados hubieran pasado no se vería un solo niño, por lo menos escoltarían al destacamento hasta la primera curva, acaso uno de ellos, de más fuerte vocación castrense, decidiría acompañarlos hasta el objetivo de su misión y así se enteraría de lo que le espera en el futuro, matar y ser muerto. Ahora, ya puede correr José y corre, corre, aprovecha el declive todo lo que los faldones de la túnica le permiten, la lleva levantada hasta las rodillas, pero, como en un sueño, tiene la sensación angustiosa de que las piernas no son capaces de acompañar el impulso de la parte superior del cuerpo, corazón, cabeza y ojos, manos que quieren proteger y tanto tardan. Hay quien se para en el camino para mirar, escandalizado, la alucinante carrera, chocante en verdad, pues este pueblo cultiva, en general, la dignidad de la expresión y la compostura del porte, la única justificación que José tiene no es la de que va a salvar al hijo, sino la de que es galileo, gente grosera, sin educación, como ha sido dicho más de una vez.

Pasa ya ante la tumba de Raquel, nunca esta mujer pensó que pudiera llegar a tener tantas razones para llorar a los hijos, cubrir de gritos y clamores las pardas colinas circundantes, arañarse la cara, o los huesos de ella, arrancarse los cabellos, o herir la desnuda calavera.

Ahora, José, antes incluso de llegar a las primeras casas de Belén, deja el camino y ataja campo a través, entre los matojos, Voy por el camino más corto, eso es lo que responderá si quisiéramos saber el motivo de esta novedad, y realmente tal vez lo sea, pero seguro que no es el más cómodo. Evitando encuentros con gente que anda trabajando en los campos, pegándose a las cercas para que no le vean los pastores, José tuvo que dar un rodeo para llegar a la cueva donde la mujer no lo espera a estas horas y el hijo ni a éstas ni a otras, porque está durmiendo. Mediada la cuesta de la última colina, teniendo ante sí la negra hendidura de la gruta, José se ve asaltado por un terrible pensamiento, el de que la mujer pueda estar en la aldea con el hijo, es lo más natural, siendo las mujeres como son, aprovecharía que estaba sola para ir a despedirse tranquilamente de la esclava Zelomi y de algunas de las madres de familia con quienes se había tratado durante esas semanas, a José le correspondería agradecer formalmente a los dueños de la cueva. Durante un instante se vio corriendo por las calles de la aldea, llamando a las puertas, Está aquí mi mujer, sería ridículo decir, Está aquí mi hijo, y ante su aflicción alguien le preguntaría, por ejemplo, una mujer con el hijo en brazos, Hay alguna novedad, y él, No, novedad ninguna, es que salimos mañana temprano y tenemos que hacer las maletas.

Vista desde aquí, la aldea, con sus casas iguales, las azoteas rasas, recuerda el tajo del Templo, piedras dispersas a la espera de que vengan los obreros a colocarlas unas sobre otras y alzar con ellas una torre para la vigilancia, un obelisco para el triunfo, un muro para las lamentaciones. Un perro ladró lejos, otros le respondieron, pero el cálido silencio de la última hora de la tarde flota aún sobre la aldea como una bendición olvidada, casi perdida su virtud, como un lienzo de nube que se desvanece.

La parada apenas duró el tiempo de contarla. En una última carrera el carpintero llegó a la entrada de la cueva, llamó, María, estás ahí, y ella le respondió desde dentro, fue en este momento cuando José se dio cuenta de que le temblaban las piernas, por el esfuerzo hecho, sin duda, pero también, ahora, por la emoción de saber que su hijo estaba a salvo. Dentro, María cortaba unas berzas para la cena, el niño dormía en el comedero. Sin fuerzas, José se dejó caer en el suelo, pero se levantó en seguida, diciendo, Vámonos de aquí, rápido, y María lo miró sin entender, Que nos vayamos, preguntó, y él, Sí, ahora mismo, Pero tú habías dicho, Cállate y arregla las cosas, yo voy a sacar el burro, No cenamos primero, Cenaremos de camino, Va a caer la noche, nos vamos a perder, y entonces José gritó, Te he dicho que te calles y haz lo que te mando.

Se le saltaron las lágrimas a María, era la primera vez que el marido le levantaba la voz y, sin más, empezó a poner en orden y embalar los pocos haberes de la familia, Deprisa, deprisa, repetía él, mientras le ponía la albarda al burro y apretaba la cincha, luego, aturdido, fue llenando las alforjas con lo que encontraba a mano, mezclándolo todo, ante el asombro de María, que no reconocía a su marido. Estaban ya dispuestos para la marcha, sólo faltaba cubrir de tierra el fuego y salir, cuando José, haciendo una señal a la mujer para que no viniera con él, se acercó a la entrada de la cueva y miró afuera. Un crepúsculo ceniciento confundía el cielo con la tierra. Aún no se había puesto el sol, pero una niebla espesa, lo bastante alta como para no perjudicar la visión de los campos de alrededor, impedía que la luz se difundiera. José aguzó el oído, dio unos pasos y de repente se le erizaron los cabellos, alguien gritaba en la aldea, un grito agudísimo que no parecía voz humana, y luego, inmediatamente, todavía resonaban los ecos de colina en colina, un clamor de nuevos gritos y llantos llenó la atmósfera, no eran los ángeles llorando la desgracia de los hombres, eran los hombres enloqueciendo bajo un cielo vacío. Lentamente, como si temiese que lo pudieran oír, José retrocedió hacia la entrada de la cueva y tropezó con María, que aún no había acatado la orden. Toda ella temblaba, Qué gritos son esos, preguntó, pero el marido no respondió, la empujó hacia dentro y con movimientos rápidos lanzó tierra sobre la hoguera, Qué gritos eran esos, volvió a preguntar María, invisible en la oscuridad, y José respondió tras un silencio, Están matando gente.

Hizo una pausa y añadió como en secreto, Niños, por orden de Herodes. Se le quebró la voz en un sollozo seco, Por eso quise que nos fuéramos. Se oyó un rumor de paños y de paja movida, María estaba alzando al hijo del comedero y lo apretaba contra su pecho, Jesús, que te quieren matar, con la última palabra afloraron las lágrimas, Cállate, dijo José, no hagas ruido, es posible que los soldados no vengan hasta aquí, la orden es matar a los niños de Belén que tengan menos de tres años, Cómo lo has sabido, Lo oí decir en el Templo, por eso vine corriendo hasta aquí, Y ahora, qué hacemos, Estamos fuera de la aldea, no es lógico que los soldados vengan a rebuscar por estas cuevas, la orden era sólo para las casas, si nadie nos denuncia, nos salvamos. Salió otra vez a mirar, asomándose apenas, habían cesado los gritos, no se oía más que un coro lloroso que iba menguando poco a poco, la matanza de los inocentes estaba consumada. El cielo seguía cubierto, empezaba la noche y la niebla alta hizo desaparecer Belén del horizonte de los habitantes celestes. José dijo, hablando hacia dentro, No salgas, voy hasta el camino a ver si ya se han ido los soldados, Ten cuidado, dijo María, sin darse cuenta de que el marido no corría ningún peligro, la muerte era para los niños de menos de tres años, a no ser que alguien que anduviera por el camino lo denunciase diciendo, Ese es el carpintero José, padre de un niño que aún no tiene dos meses y se llama Jesús, tal vez sea él el de la profecía, que de nuestros hijos nunca leímos ni oímos que estuvieran destinados a realezas y ahora todavía menos, que están muertos.

Dentro de la cueva, el negror podía palparse. María tenía miedo a la oscuridad, se había acostumbrado desde niña a la presencia continua de una luz en la casa, de la hoguera o del candil, o de ambas, y la sensación, ahora más amenazadora, por encontrarse en el interior de la tierra, de que unos dedos de tiniebla venían a cubrirle la boca la aterrorizaba. No quería desobedecer al marido ni exponer al hijo a una muerte posible saliendo de la caverna pero, segundo a segundo, el miedo iba creciendo en su interior y no tardaría en romper las precarias defensas del buen sentido, de nada valía pensar, Si no había cosas en el aire antes de apagar la hoguera, ahora tampoco las hay, en fin, de algo sirvió haberlo pensado, a tientas metió al niño en el comedero y luego, rastreando con mil cuidados, buscó el sitio de la hoguera, con una tea apartó la tierra que la cubría, hasta hacer aparecer algunas brasas que no se apagaron del todo, y en ese momento el miedo despareció de su espíritu, le vino a la memoria la tierra luminosa, la misma luz trémula y palpitante recorrida por rápidas fulguraciones como una antorcha que corriera por la cresta de un monte. La imagen del mendigo surgió y desapareció inmediatamente, alejada por la urgencia mayor de hacer luz suficiente en la cueva aterradora. María, tanteando, fue al comedero a buscar un puñado de paja, volvió guiada por el pálido lucero del suelo, y al cabo de un momento, resguardado en un rincón que lo ocultaba a quien de fuera mirase, el candil iluminaba las paredes próximas de la caverna con un aura desmayada, evanescente, pero tranquilizadora. María se acercó al hijo que seguía durmiendo, indiferente a miedos, agitaciones y muertes violentas y, con él en brazos, se sentó junto al candil, a la espera. Pasó algún tiempo, el hijo despertó, aunque sin abrir del todo los ojos, hizo algunos pucheros que María, madre experta ya, detuvo con el simple gesto de abrirse la túnica y ofrecer el pecho a la boca ansiosa del niño. Así estaban los dos cuando se oyeron pasos fuera. De momento, María tuvo la impresión de que su corazón se detenía, Serán los soldados, pero eran pasos de una sola persona, si fuesen soldados vendrían juntos, al menos dos, como es táctica y costumbre, y siendo en caso de busca con más razón todavía, uno cubriendo al otro para evitar sorpresas inesperadas, Es José, pensó, y temió que se enfadase con ella por haber encendido el candil. Los pasos, lentos, se aproximaron más, José entraba ya cuando de pronto un estremecimiento recorrió el cuerpo de María, estos no eran, pesados, duros, los pasos de José, quizá sea un vagabundo en busca de cobijo para una noche, antes había ocurrido dos veces y en esas ocasiones María no sintió miedo, porque no imaginaba que un hombre, por amargo e infame de corazón que fuese, pudiera atreverse a hacerle mal a una mujer con el hijo en brazos, no cayó en la cuenta María de que poco antes habían matado a los niños de Belén, algunos, quién sabe, en el mismo regazo de las madres, como en el suyo se encuentra Jesús, aún los inocentes mamaban la leche de la vida y ya el puñal hería su delicada piel y penetraba en la carne tierna, pero eran soldados esos asesinos, no unos vagabundos cualesquiera, que hay su diferencia, y no pequeña. No era José, no era soldado en busca de una acción guerrera cuya gloria no tuviera que compartir, no era un vagabundo sin cobijo ni trabajo, era, sí, de nuevo en figura de pastor, aquel que en figura de mendigo se le había aparecido una y otra vez, aquel que hablando de sí mismo dijo ser un ángel, aunque sin precisar si del cielo o del infierno. María no pensó, al principio, que pudiese ser él, ahora comprendía que no podía ser otro.

Habló el ángel, La paz sea contigo, mujer de José, sea también la paz con tu hijo, él y tú afortunados por tener casa en esta cueva, ya que, de no ser así, estaría ahora uno de vosotros despedazado y muerto, mientras el otro se hallaría vivo pero despedazado. Dijo María, Oí los gritos, Dijo el ángel, Sí, sólo los oíste, pero un día los gritos que no has dado han de gritar por ti, y antes de ese día oirás gritar mil veces a tu lado. Dijo María, Mi marido ha ido al camino a ver si los soldados ya se han retirado, no estaría bien que te encontrara aquí. Dijo el ángel, No te preocupe eso, me iré antes de que él llegue, he venido sólo para decirte que tardarás en verme, todo lo que era necesario que ocurriera ha ocurrido ya, faltaban esas muertes, faltaba, antes de ellas, el crimen de José. Dijo María, Qué crimen de José, mi marido no ha cometido ningún crimen, es un hombre bueno.

Dijo el ángel, Un hombre bueno que ha cometido un crimen, no imaginas cuántos hombres buenos lo han hecho antes que él, porque los crímenes de los hombres buenos no tienen número y, al contrario de lo que se piensa, son los únicos que no pueden ser perdonados.

Dijo María, Qué crimen ha cometido mi marido. Dijo el ángel, Tú lo sabes, no quieras ser tan criminal como él. Dijo María, Juro. Dijo el ángel, No jures, o, si no, jura si quieres, que un juramento pronunciado ante mí es como un soplo de viento que no sabe adónde va. Dijo María, Qué hemos hecho nosotros. Dijo el ángel, Fue la crueldad de Herodes la que hizo desenvainar los puñales, pero vuestro egoísmo y cobardía fueron las cuerdas que ataron los pies y las manos de las víctimas. Dijo María, Qué podía hacer yo. Dijo el ángel, Tú, nada, que lo supiste demasiado tarde, pero el carpintero podía haberlo hecho todo, avisar a la aldea de que venían de camino los soldados para matar a los niños, había tiempo suficiente para que los padres se los llevaran y huyesen, podían, por ejemplo, ir a esconderse en el desierto, huir a Egipto, a la espera de que muriese Herodes, que poco le falta ya. Dijo María, No se le ocurrió. Dijo el ángel, No, no se le ocurrió, pero eso no es disculpa. Dijo María, llorando, tú, que eres un ángel, perdónalo. Dijo el ángel, No soy ángel de perdones. Dijo María, perdónalo. Dijo el ángel, Ya te he dicho que no hay perdón para este crimen, antes sería perdonado Herodes que tu marido, antes se perdonará a un traidor que a un renegado.

Dijo María, Y qué podemos hacer. Dijo el ángel, Viviréis y sufriréis como todas las gentes. Dijo María, Y mi hijo, Dijo el ángel, Sobre la cabeza de los hijos caerá siempre la culpa de los padres, la sombra de la culpa de José oscurece ya la frente de tu hijo. Dijo María, Desgraciados de nosotros. Dijo el ángel, Así es, y no tendréis remedio.

María inclinó la cabeza, apretó más al hijo contra sí, como para defenderlo de las prometidas desventuras, y cuando volvió a mirar ya el ángel no estaba. Pero esta vez, y al contrario de lo que antes sucediera, cuando se aproximaba, no se oyeron pasos, Se fue volando, pensó María. Luego se levantó, fue hasta la entrada de la cueva a ver si se notaba rastro aéreo del ángel, o si venía ya José.

La niebla se había disipado, lucían metálicas las primeras estrellas, de la aldea seguían llegando lamentos. Y entonces un pensamiento de presunción desmedida, de tal vez pecaminoso orgullo, sobreponiéndose a las negras advertencias del ángel, hizo volver la cabeza a María, si la salvación de su hijo no habría sido un gesto de Dios, debe de tener un significado el que alguien escape a la dura muerte cuando allí al lado otros que tuvieron que morir ya nada pueden hacer sino esperar una ocasión para preguntarle al mismo Dios, Por qué nos mataste, y se contentarán con la respuesta, cualquiera que ésta sea. No duró mucho el delirio de María, al instante siguiente imaginaba que podría estar meciendo a un hijo muerto, como ahora sin duda les ocurría a las madres de Belén, y para beneficio de su espíritu y salvación de su alma, las lágrimas volvieron a sus ojos corriendo como fuentes. Así estaba cuando José llegó, lo oyó llegar, pero no se movió, no le importaba que él se enfadase, María estaba ahora llorando con las otras mujeres, todas sentadas en círculo, con los hijos en el regazo, a la espera de la resurrección.

José la vio llorar, comprendió, y se calló.

Dentro de la cueva, José no puso reparo alguno al ver el candil encendido. Las brasas, en el suelo, se habían cubierto de una fina capa de ceniza, pero, en el interior del fuego, entre ellas, palpitaba aún, buscando fuerzas, la raíz de una llama.

Mientras iba descargando el burro, dijo José, Ya no hay peligro, se han ido los soldados, lo mejor que podemos hacer nosotros es pasar la noche aquí, partiremos mañana antes de que salga el sol, iremos por un atajo y donde no haya atajo, por donde podamos.

María murmuró, Tantos niños muertos, y José, bruscamente, Cómo lo sabes, es que has ido a contarlos, preguntó, y ella, Los recuerdo, recuerdo a algunos, Pues da gracias a Dios porque el tuyo esté vivo, Se las daré, Y no me mires como si hubiera hecho algo malo, No te miraba, No me hables en ese tono que parece de juez, Me quedaré callada, si lo prefieres, Sí, es mejor que te calles. José ató el asno al comedero, aún había en el fondo algo de paja, el hambre del animal no debe de ser grande, realmente este burro se ha dado la gran vida con el comedero lleno y tomando el sol, pero que se vaya preparando, que ya le falta poco para volver a las duras penas de la carga y el trabajo. María acostó al niño y dijo, Voy a espabilar la lumbre, Para qué, La cena, no quiero fuego que atraiga a la gente, puede pasar alguien del pueblo, comeremos de lo que haya y como esté. Así lo hicieron. El candil de aceite iluminaba como un espectro a los cuatro habitantes de la cueva, el burro, inmóvil como una estatua, con el morro sobre la paja, pero sin tocarla, el niño durmiendo, mientras el hombre y la mujer engañaban el hambre con unos higos secos. María dispuso las esteras en el suelo arenoso, lanzó sobre ellas el cobertor y, como todos los días, esperó hasta que se acostó el marido.

Antes, José fue a la boca de la cueva, a acechar de nuevo la noche, todo estaba en paz en la tierra y en el cielo, de la aldea ya no venían gritos ni lamentos, ahora las sucumbidas fuerzas de Raquel no llegaban más que para gemir y suspirar, dentro de las casas, con la puerta y el alma cerradas. José se tendió en su estera, agotado de pronto como nunca lo estuvo en su vida, de tanto correr, de temer tanto, no podía decir que gracias a su esfuerzo salvara la vida de su hijo, los soldados cumplieron rigurosamente las órdenes recibidas, matar a los niños de Belén, sin añadir por su parte un mínimo de diligencia en la acción militar, como buscar en las cuevas de alrededor por si algunos fugitivos se hubieran escondido allí, o bien, falta que constituyó un gravísimo error táctico, si en ellas vivieran habitualmente familias completas. En general, a José no le molestaba el hábito de María de acostarse sólo cuando él ya estaba dormido, pero hoy no podía soportar la idea de estar hundido en el sueño, con la cara descubierta, sabiendo que su mujer velaba y que quizá lo miraría sin piedad.

Dijo, No quiero que te quedes ahí, acuéstate. María obedeció, fue primero a ver, como hacía siempre, si el burro estaba bien atado y luego, suspirando, se acostó en la estera, cerró fuertemente los ojos, que el sueño viniera cuando pudiese, ella ya había renunciado a ver. Mediada la noche, José tuvo un sueño. Iba cabalgando por un camino que bajaba en dirección a una aldea de la que ya se veían las primeras casas, iba de uniforme y con todos los pertrechos militares encima, armado de espada, lanza y puñal, soldado entre soldados, y el comandante le preguntaba, Tú adónde vas, carpintero, a lo que respondía él, orgulloso de conocer tan bien la misión que le habían encargado, Voy a Belén a matar a mi hijo, y, cuando lo dijo, despertó con un estertor abominable, el cuerpo crispado, torcido de terror, María preguntándole, Qué te pasa, qué ha ocurrido, y él, temblando, sólo sabía repetir, No, no, no, de repente su aflicción se desató en llanto convulsivo, en sollozos que despedazaban su pecho, María se levantó, fue a buscar el candil, iluminó el rostro del marido, Estás enfermo, preguntó, pero él se tapaba la cara con las manos, Llévate eso de aquí, mujer, ahora mismo, y, todavía sollozando, se levantó de la estera y corrió hacia el comedero a ver cómo estaba el hijo, Está bien, señor José, no se preocupe, realmente es un chiquillo que no da ningún trabajo, un buenazo, un panzacontenta, un comeyduerme, aquí reposa, tan tranquilo como si no acabara de escapar por milagro de una muerte horrible, imagínese, acabar a manos del propio padre que le dio el ser, ya sabemos que ese es destino del que nadie se libra, pero hay maneras y maneras. Con el pavor de que se repitiese el sueño, José no volvió a la estera, se enrolló en un cobertor y se sentó a la entrada de la cueva, al abrigo de un roquedal que formaba una especie de cobertizo, y como la luna ya iba alta, lanzaba sobre la abertura una sombra negrísima que la pálida luz del candil, dentro, ni siquiera tocaba. El propio rey Herodes si por allí pasara, sobre las espaldas de los esclavos, rodeado de sus legiones de bárbaros sedientos de sangre, diría tranquilamente, No os molestéis en buscar, seguid adelante, aquello es piedra y sombra de piedra, nosotros buscamos carne fresca y vida apenas iniciada. José se estremeció al pensar en el sueño, se preguntó qué sentido podría tener, la verdad, patente a la faz de los cielos que todo lo ven, es que había venido corriendo como un loco por el camino abajo, vía dolorosa sólo él sabía hasta qué punto, saltando cercas y pedruscos, como buen padre acudió a defender a su hijo, y he aquí que el sueño lo mostraba con figura y apetitos de verdugo, bien cierto es el proverbio que dice que en los sueños no hay firmeza, Esto es cosa del demonio, pensó, e hizo un gesto de conjuro. Como viniendo de la garganta de un ave invisible, un silbido pasó por el aire, también podría haber sido una señal de pastor, pero éstas no son horas, cuando todo el ganado duerme y sólo los perros velan. Sin embargo, la noche, tranquila y distante, alejada de los seres y de las cosas, con esa suprema indiferencia que imaginamos propia del universo, o la otra, absoluta, del vacío que quede, si algo es el vacío, cuando esté cumplido el último fin de todo, la noche ignoraba el sentido y el orden razonable que parecen regir este mundo en las horas en las que todavía creemos que él fue hecho para recibirnos, y a nuestra locura. En la memoria de José, poco a poco, el sueño terrible fue volviéndose irreal, absurdo, lo desmentía esta noche y esta palidez lunar, lo desmentía el niño que dormía en el comedero, sobre todo lo desmentía el hombre despierto que él era, señor de sí y, en lo posible, de sus pensamientos, ahora piadosos y pacíficos, pero también capaces de engendrar un monstruo, como la gratitud a Dios porque los soldados habían dejado con vida a su hijo querido, por ignorancia y dejadez, es verdad, ellos, que a tantos mataron. La misma noche cubre al carpintero José y a las madres de los niños de Belén, de los padres no hablamos, ni de María, que no son aquí llamados, por más que no podamos discernir los motivos de tal exclusión.

Pasaron las horas tranquilas y, cuando la madrugada dio su primera señal, José se levantó, cargó el burro, y en poco tiempo, aprovechando el último resplandor de la luna antes de que el cielo se aclarase, la familia completa, Jesús, María y José, se puso en camino, de regreso a Galilea.

Dejando por una hora la casa de los señores, donde dos niños habían sido muertos, la esclava Zelomi fue de madrugada a la cueva, segura de que lo mismo le habría ocurrido al niño que ayudó a nacer. La encontró abandonada, sólo huellas de pasos y de cascos del asno, sobre la ceniza brasas casi apagadas, ningún vestigio de sangre. Ya no está aquí, dijo, se ha salvado de esta primera muerte.

Pasaron ocho meses desde el feliz día en que José llegó a Nazaret con la familia, sanos y salvos los humanos, pese a los muchos peligros, menos bien el burro que cojeaba un poco de la mano derecha, cuando llegaron noticias de que el rey Herodes había muerto en Jericó, en uno de sus palacios, donde se retiró agonizante, caídas las primeras lluvias, para huir de las crueldades del invierno, que en Jerusalén no ahorra rigores a la gente de salud delicada. Decían también los avisos que el reino, huérfano de tan gran señor, se había dividido entre tres de los hijos que le quedaron después de las razias familiares, a saber, Herodes Filipo, que gobernará los territorios que están al este de Galilea, Herodes Antipas, que tendrá vara de mando en Galilea y Perea, y Arquelao, a quien correspondieron Judea, Samaria e Idumea. Un día de estos, un arriero de paso, de esos con gracia para contar historias, tanto reales como inventadas, hará, a la gente de Nazaret, el relato del funeral de Herodes, del que fue, juraba, testigo presencial, Iba metido en un sarcófago de oro, cuajado de pedrerías, la carroza de la que tiraban dos bueyes blancos era también dorada, cubierta de paños de púrpura, y de Herodes, también envuelto en púrpura, no se distinguía más que el bulto y una corona en el lugar de la cabeza, los músicos iban detrás, tocando pífanos, y las plañideras detrás de los músicos, todos tenían que respirar el hedor que les daba de lleno en las narices, a orilla del camino estaba yo, a punto de salírseme el estómago por la boca, y luego venía la guardia real, a caballo, al frente de la tropa, armada de lanzas, espadas y puñales, como si fuesen a la guerra, pasaban y no acababan de pasar, como una serpiente a la que no le vemos ni la cabeza ni la cola y que al moverse es como si no tuviera fin, y el corazón se nos llena de miedo, así era aquella tropa que marchaba tras un muerto, pero también hacia su propia muerte, la de cada uno, que hasta cuando parece retrasarse siempre acaba llamando a nuestra puerta, Es la hora, dice ella, puntual, sin diferencia, igual con el rey que con el esclavo, uno que iba allá delante, carne muerta y corrompida, en la cabeza del cortejo, otros en la cola de la procesión, comiéndose el polvo de un ejército entero, vivos aún, pero ya en busca, todos ellos, del lugar donde quedarse para siempre. Este arriero, por lo visto, bien podría estar, peripatético, paseando bajo los capiteles corintios de una academia que arreando burros por los caminos de Israel, durmiendo en caravasares hediondos o contando historias a los rústicos de las aldeas como ésta de Nazaret.

Entre los asistentes, en la plaza enfrente de la sinagoga, estaba José, que pasaba por casualidad y se quedó escuchando, no fue mucha la atención que prestó en principio a los pormenores descriptivos del cortejo fúnebre, o sí, alguna había prestado, pero pronto se barrió toda cuando el aedo pasó abiertamente al estilo elegíaco, realmente el carpintero tenía fundadas y cotidianas razones para ser más sensible a esa cuerda del arpa que a cualquier otra.

Bastaba mirarlo, que esta cara no engaña, una cosa era su antigua compostura, gravedad y ponderación, con las que intentaba compensar sus pocos años, y otra cosa, muy distinta, peor, es esta expresión de amargura que prematuramente le está cavando arrugas a un lado y otro de la boca, profundas como tajos no cicatrizados. Pero lo que hay de realmente inquietante en el rostro de José es la expresión de su mirada, o mejor sería decir la falta de expresión, pues sus ojos dan idea de estar muertos, cubiertos por una polvareda de ceniza, bajo la cual, como una brasa inextinguible, brillase un fulgor inflamado de insomnio.

Es verdad, José casi no duerme. El sueño es su enemigo de todas las noches, con él tiene que luchar como por la propia vida y es una guerra que siempre pierde, aunque en algunos combates venza, pues, infaliblemente, llega un momento en que el cuerpo agotado se entrega y adormece para, de inmediato, ver surgir en el camino un destacamento de soldados, en medio de los cuales va cabalgando José, algunas veces haciendo molinetes con la espada por encima de la cabeza, y es entonces, en el momento en que el horror empieza a enrollarse en las defensas conscientes del desgraciado, cuando el comandante de la expedición le pregunta, Tú adónde vas, carpintero, el pobre no quiere responder, resiste con las pocas fuerzas que le quedan, las del espíritu, que el cuerpo ha sucumbido, pero el sueño es más fuerte, abre con manos de hierro su boca cerrada y él, sollozando ya y a punto de despertarse, tiene que dar la horrible respuesta, la misma, Voy a Belén a matar a mi hijo. No preguntemos a José si recuerda cuántos bueyes tiraban de la carroza de Herodes muerto, si eran blancos o pintados, ahora, al volver a casa, sólo tiene pensamientos para las últimas palabras del arriero, cuando dijo que aquel mar de gente que iba en el funeral, esclavos, soldados, guardias reales, plañideras, tocadores de pífano, gobernadores, príncipes, futuros reyes, y todos nosotros, dondequiera que estemos y quienquiera que seamos, no hacemos más en la vida que ir buscando el lugar donde quedarnos para siempre.

No siempre es así, pensaba José, con una amargura tan honda que en ella no entraba la resignación que dulcifica los mayores dolores y sólo podía revestirse del espíritu de renuncia de quien dejó de contar con remedio, no siempre es así, repetía, muchos hubo que nunca salieron del lugar donde nacieron y la muerte fue a buscarlos allá, con lo que queda probado que la única cosa realmente firme, cierta y garantizada es el destino, es tan fácil, santo Dios, basta con quedarse a la espera de que todo lo de la visa se cumpla y ya podremos decir, Era el destino, fue el destino de Herodes morir en Jericó y ser llevado en carroza a su palacio y fortaleza de Herodium, pero a los niños de Belén les ahorró la muerte todos los viajes. Y aquél de José, que al principio, viendo los hechos por el lado optimista, parecía formar parte de un designio trascendente para salvar a las inocentes criaturas, al fin no sirvió de nada, pues nuestro carpintero oyó y calló, fue corriendo a salvar a su hijo y dejó a los de los otros entregados al fatal destino, nunca vino palabra tan a propósito. Por eso José no duerme, o sí, duerme y en ansias despierta, atraído hacia una realidad que no le hace olvidar el sueño, hasta el punto de que puede decirse que despierto sueña el sueño de cuando duerme y, dormido, al mismo tiempo que intenta desesperadamente huir de él, sabe que es para volver a encontrarlo, otra vez y siempre, este sueño es una presencia sentada en el umbral de la puerta que está entre el sueño y la vigilia, al salir y al entrar tiene José que enfrentarse con ella.

Entendido queda que la palabra que define exactamente este complicado ovillo es remordimiento, pero la experiencia y la práctica de la comunicación, a lo largo de las edades, ha venido a demostrar que la síntesis no pasa de ser una ilusión, es así, con perdón, como una invalidez del lenguaje, no es querer decir amor y que la lengua no llegue, es tener lengua y no llegar al amor.

María está de nuevo encinta.

Ningún ángel en figura de mendigo andrajoso ha venido a llamar a su puerta anunciando la venida de este hijo, ningún súbito viento barrió las alturas de Nazaret, ninguna tierra luminosa acabó enterrada al lado de la otra, María sólo informó a José con las palabras más sencillas, Estoy embarazada, no le dijo, por ejemplo, Mira aquí mis ojos y ve cómo brilla en ellos nuestro segundo hijo, y él no le respondió, No creas que no me había dado cuenta, pero esperaba a que me lo dijeses tú, oyó y calló, sólo dijo, Ah, y continuó dándole a la garlopa, con una fuerza eficaz pero indiferente, que el pensamiento ya sabemos nosotros dónde está. También María lo sabe desde que una noche más atormentada el marido dejó que su secreto, hasta entonces bien guardado, saltase fuera, y ella no se sorprendió, algo así era inevitable, recordemos lo que le dijo el ángel en la cueva, Oirás gritar mil veces a tu lado. Una buena mujer le diría al marido, No te preocupes, lo que has hecho, hecho está, y además tu primer deber era salvar a tu hijo, no tenías otra obligación, pero la verdad es que, en este sentido común, María dejó de ser la buena mujer que antes había demostrado ser, quizá porque oyó del ángel aquellas otras y severas palabras que, por el tono, a nadie parecieron querer excluir, No soy ángel de perdones. Si María estuviese autorizada a hablar con José acerca de estas secretísimas cosas, quizá él, siendo tan versado en las escrituras, pudiera meditar sobre la naturaleza de un ángel que, llegado de no se sabe dónde, viene a decirnos que no es de perdones, declaración al parecer irrelevante, pues sabido es que no tienen las criaturas angélicas poder de perdonar, que éste sólo a Dios pertenece. Que un ángel diga que no es ángel de perdones, o nada significa, o significa demasiado, supongamos que es el ángel de la condenación, es como si exclamase, Perdonar, yo, qué idea tan estúpida, yo no perdono, castigo. Pero los ángeles, por definición, salvo aquellos querubines de espada flameante que fueron puestos por el Señor para guardar el camino del árbol de la vida, a fin de que no volviesen por sus frutos nuestros primeros padres, o sus descendientes, que somos nosotros, los ángeles, decíamos, no son policías, no se encargan de las sucias pero socialmente necesarias tareas de represión, los ángeles existen para hacernos la vida fácil, nos amparan cuando vamos a caer al pozo, nos guían en el peligroso paso del puente sobre el precipicio, nos cogen del brazo cuando estamos a punto de ser atropellados por una cuádriga desfrenada o por un automóvil. Un ángel realmente merecedor de ese nombre podría haberle ahorrado al pobre José esta agonía, bastaba con que se les apareciera en sueños a los padres de los niños de Belén, diciéndoles uno a uno, Levántate, coge al chiquillo y a su madre, escapa a Egipto y quédate allí hasta que te avise, pues Herodes buscará al niño para matarlo, y de esta manera se salvaban los chiquillos todos, Jesús escondido en la cueva con sus papás y los otros camino de Egipto, de donde no regresarían hasta que el mismo ángel, volviendo a aparecerse a los padres, les dijese, Levántate, coge al niño y a su madre y vuelve a la tierra de Israel, porque han muerto ya los que atentaban contra la vida de tu hijo. Claro que, por medio de este aviso, en apariencia benevolente y protector, el ángel estaría devolviendo a las criaturas a lugares, cualesquiera que ellos fuesen, donde, en el tiempo propio, se encontrarían con la muerte final, pero los ángeles, hasta pudiendo mucho, como se ha visto, llevan consigo ciertas limitacioanes de origen, en eso son como Dios, no pueden evitar la muerte. Pensando, pensando, José llegaría a concluir que el ángel de la cueva era, en definitiva, un enviado de los poderes infernales, demonio esta vez en figura de pastor, con lo que quedaría demostrada de nuevo la flaqueza natural de las mujeres y sus viciosas y adquiridas facilidades para caer bajo el asalto de cualquier ángel caído. Si María hablase, si María no fuese un arca cerrada, si María no guardase para sí las peripecias más extraordinarias de su anunciación, otro gallo le cantaría a José, otros argumentos vendrían a reforzar su tesis, siendo sin duda el más importante de todos el hecho de que el supuesto ángel no hubiera proclamado, Soy un ángel del Señor, o Vengo en nombre del Señor, sólo dijo, Soy un ángel, y luego, prudentemente, Pero no se lo digas a nadie, como si tuviese miedo de que se supiera. No faltará ya quien esté proclamando que estas menudencias exegéticas en nada contribuyen a la inteligencia de una historia en definitiva archiconocida, pero al narrador de este evangelio no le parece lo mismo, tanto en lo que toca al pasado como en lo que al futuro ha de tocar, ser anunciado por ángel del cielo o por ángel del infierno, las diferencias no son sólo de forma, son de esencia, sustancia y contenido, verdad es que quien hizo a unos ángeles hizo a los otros, pero después corrigió lo hecho.

María, como su marido, pero ya se sabe que no por las mismas razones, muestra a veces cierto aire absorto, una expresión de ausencia, se le paran las manos en medio de un trabajo, interrumpido el gesto, distante la mirada, realmente nada tiene esto de extraño en una mujer en este estado, de no ser porque los pensamientos que la ocupan se resumen, todos ellos, aunque con infinitas variaciones, en esta pregunta, Por qué se me apareció el ángel anunciándome el nacimiento de Jesús, y ahora de este hijo no. María mira a su primogénito, que por allí anda gateando como hacen todos los hijos de los humanos a su edad, lo mira y busca en él un signo distintivo, una marca, una estrella en la frente, un sexto dedo en la mano, y no ve más que a un niño igual a los otros, se baba, se ensucia y llora como ellos, la única diferencia es que es su hijo, el pelo es negro como el del padre y el de la madre, los iris van perdiendo aquel tono blanquecino al que llamamos color de leche sin serlo, y toman el suyo propio y natural, el de la herencia genética directa, un castaño que se va alejando de la pupila, una tonalidad como de sombra verde, si así podemos definir una cualidad cromática, pero estas características no son únicaas, sólo tienen verdadera importancia cuando el hijo es nuestro o, dado que de ella estamos hablando, de María.

Dentro de unas semanas, este niño hará sus primeras tentativas de ponerse en pie y caminar, caerá de bruces al suelo incontables veces y se quedará con la mirada clavada en él, la cabeza difícilmente levantada, mientras oye la voz de su madre que le dice, Ven aquí, ven aquí, hijo mío, y no mucho tiempo después sentirá la primera necesidad de hablar, cuando algunos sonidos nuevos empiecen a formarse en su garganta, al principio no sabrá qué hacer con ellos, confundiéndolos con otros que ya conocía y venía practicando, los del grito y los del llanto, pero no tardará en entender que debe articularlos de un modo muy distinto, más compenetrado, imitando y ayudándose con los movimientos de los labios del padre y de la madre, hasta que consiga pronunciar la primera palabra, cuál habrá sido, no lo sabemos, quizá papá, quizá mamá, lo que sí sabemos es que a partir de ahora nunca más el niño Jesús tendrá que hacer aquel gesto con el índice de la mano derecha en la palma de la mano izquierda si la madre y las vecinas vuelven a preguntarle, Dónde pone el huevo la gallina, que es una indignidad a la que se somete al ser humano, tratarlo así, como a un cachorrillo amaestrado que reacciona ante un estímulo sonoro, voz, silbido o restallar de látigo.

Ahora Jesús está capacitado para responder que la gallina puede ir a poner el huevo donde le dé la gana, con tal de que no lo haga en la palma de su mano. María mira a su hijo y suspira, siente que el ángel no vuelva, No me verás tan pronto, dijo, si él estuviese aquí ahora no se dejaría intimidar como las otras vecese, lo acosaría a preguntas hasta rendirlo, una mujer con un hijo fuera y otro dentro no tiene nada de cordero inocente, ha aprendido, a su propia costa, lo que son dolores, peligros y aflicciones y, con tales pesos colocados en el platillo de su lado, puede hacer que se incline a su favor cualquier fiel de balanza. Al ángel no le bastaría con decirle, El Señor permita que no veas a tu hijo como a mí me ves ahora, que no tengo donde descansar la cabeza, en primer lugar tendría que explicarle quién era el Señor en cuyo nombre parecía hablar, luego, si era realmente verdad que no tenía dónde descansar la cabeza, cosa difícil de entender tratándose de un ángel, o si sólo lo decía porque representaba su papel de mendigo, en cuarto lugar qué futuro anunciaban para su hijo las sombrías y amenazadoras palabras que había pronunciado, y, finalmente, qué misterio era aquél de la tierra luminosa, enterrada al lado de la puerta, donde nació, tras el regreso de Belén, una extraña planta, sólo tronco y hojas, que ya desistieron de cortar, tras haber intentado inútilmente arrancarla de raíz, porque cada vez volvía a nacer y con más fuerza. Dos de los ancianos de la sinagoga, Zaquías y Dotaín, vinieron a observar el caso y, aunque poco entendidos en ciencias botánicas, acordaron que aquello debía de ser simiente que viniera con la tierra y que, llegado su tiempo, germinó, Como es ley del Señor de la vida, sentenció Zaquías.

María se acostumbró a ver aquella obstinada planta, y encontraba que hasta daba alegría a la entrada de la puerta, mientras que José, no contento con las nuevas y palpables razones para alimento de las sospechas antiguas, trasladó su banco de carpintero a otro lugar del patio fingiendo no hacer caso de la detestada presencia.

Luego de usar el hacha y el serrucho, experimentó el agua hirviendo e incluso llegó a poner alrededor del tallo un collar de carbones ardientes, pero no se había atrevido, por una especie de respeto supersticioso, a meter la azada en la tierra y cavar hasta donde debía de hallarse el origen del mal, la escudilla con la tierra luminosa. Y en esto estaban cuando nació el segundo hijo, al que dieron el nombre de Tiago.

Durante unos pocos años no hubo más mudanzas en la familia que la de los varios hijos que fueron naciendo, aparte de dos hijas, y de haber perdido los padres la última lozanía que les quedaba de su juventud. no era extraño en María, pues ya se sabe cómo son los embarazos, y más siendo tantos, acaban por agotar a una mujer, poco a poco se le van la belleza y el frescor, si los tenía, se marchitan tristemente la cara y el cuerpo, basta ver que después de Tiago nació Lisia, después de Lisia nació José, después de José nació Judas, después de Judas nació Simón, después Lidia, después Justo, después Samuel, y si alguno más vino, murió pronto, sin entrar en registro. Los hijos son la alegría de los padres, se dice, y María hacía lo posible para parecer contenta, pero, teniendo que cargar durante meses y meses en su cansado cuerpo con tantos frutos golosos de sus fuerzas, a veces anidaba en su alma una impaciencia, una indignación en busca de su causa, pero, siendo los tiempos así, no pensó siquiera en echarle las culpas a José, y menos aún a aquel Dios supremo que decide la vida y la muerte de sus creaturas, la prueba es que ni siquiera un pelo de nuestra cabeza cae sin que sea su voluntad que ocurra. José entendía poco de los cómos y porqués de que se hagan hijos, es decir, tenía los rudimentos del práctico, empírico, por así decir, pero era la propia lección social, el espectáculo del mundo, que reducía todos los enigmas a una sola evidencia, la de que uniéndose macho y hembra, conociéndola él a ella, resultaban bastante altas las probabilidades de generar dentro de la mujer un hijo, que al cabo de nueve meses, raramente siete, nacía completo. La simiente del varón, lanzada en el vientre de la mujer, llevaba consigo, en miniatura e invisible, a un nuevo ser elegido por Dios para proseguir el poblamiento del mundo que había creado, pero esto no ocurría siempre, la impenetrabilidad de los designios de Dios, si precisase demostración, la encontraría en el hecho de que no fuera condición suficiente aunque sí necesaria, para generar un hijo, el que la simiente del varón se derramara en el interior natural de la mujer. Dejándola caer al suelo, como hizo el infeliz Onán, castigado a muerte por el Señor por no querer tener hijos en la viuda de su hermano, era seguro que la mujer no quedaba embarazada, pero tantas y tantas veces, como decía el otro, va la fuente al cántaro, y el resultado tres por nueve, veintisiete. Está probado, pues, que fue Dios quien puso a Isaac en la escasa linfa que Abraham era aún capaz de producir y lo empujó dentro del vientre de Sara, que ya ni reglas tenía. Vista la cuestión desde este ángulo, digamos teogenético, puede concluirse, sin abusar de la lógica, que todo lo debe presidir en este mundo y en los otros, que el mismo Dios era quien con tanta asiduidad incitaba y estimulaba a José para frecuentar a María, convirtiéndolo de este modo en instrumento para borrar, por compensación numérica, los remordimientos que andaba sintiendo desde que permitió, o quiso, sin preocuparse de las consecuencias, la muerte de los inocentes pequeños de Belén. Pero lo más curioso, y que muestra hasta qué punto los designios del Señor, aparte de obviamente inescrutables, son también desconcertantes, es que José, aunque de manera difusa, que apenas rozaba el nivel de la conciencia, suponía obrar por cuenta propia y, créalo quien pudiere, con la misma intención de Dios, es decir, restituir al mundo, por un insistente esfuerzo de procreación, si no, en sentido literal, los niños muertos, tal cual habían sido, sí al menos la cuenta cierta, de modo que no se hallaría diferencia en el próximo censo que se estableciera. El remordimiento de Dios y el remordimiento de José eran un solo remordimiento, y si en aquellos antiguos tiempos ya se decía, Dios no duerme, hoy estamos en condiciones de saber por qué, No duerme porque cometió una falta que ni a hombre sería perdonable.

Con cada hijo que José iba haciendo, Dios levantaba un poco más la cabeza, pero nunca acabará de levantarla por completo, porque los niños que murieron en Belén fueron veinticinco y José no vivirá años suficientes para generar tan gran cantidad de hijos en una sola mujer, ni María, ya tan cansada, de alma y de cuerpo tan dolorida, podría soportar tanto. El patio y la casa del carpintero estaban llenos de niños, y era como si estuvieran vacíos.

Cuando llegó a los cinco años, el hijo de José empezó a ir a la escuela. Todas las mañanas, en cuanto nacía el día, la madre lo llevaba al encargado de la sinagoga, que siendo de nivel elemental los estudios, bastaba y sobraba con él, y era allí, en la misma sinagoga convertida en aula, donde Jesús y los otros chiquillos de Nazaret realizaban, hasta los diez años, la entencia del sabio, El niño debe criarse en la Tora como el buey se cría en el corral. La clase acababa a la hora sexta, que es nuestro mediodía, María estaba ya esperando al hijo y, pobrecilla, no podía preguntarle si avanzaba en las clases, ni ese simple derecho tiene, pues ya lo dice terminantemente la máxima del sabio, Mejor sería que la Ley pereciera en las llamas que entregarla a las mujeres, tampoco debe olvidarse la probabilidad de que el hijo, ya razonablemente informado sobre el verdadero lugar de las mujeres en el mundo, incluidas las madres, le diera una respuesta áspera, de esas capaces de reducir a la insignificancia a cualquiera, que cada cual tiene la suya, véase el caso de Herodes, tanto poder, tanto poder, y si fuéramos a verlo ahora ni siquiera podríamos recitar, Yace muerto y pudriéndose, ahora todo es hedor, polvo, huesos sin concierto y trapos sucios. Cuando Jesús entraba en casa, su padre le preguntaba, A ver, qué has aprendido hoy, y el niño, que había tenido la suerte de nacer con una excelente memoria, repetía letra por letra, sin fallo, la lección del maestro, primero los nombres de las letras del alfabeto, luego las palabras principales, y, más adelante, frases completas de la Tora, pasajes completos, que José acompañaba con movimientos ritmicos de la mano derecha, al tiempo que asentía lentamente con la cabeza.

Marginada, María se iba dando cuenta de que había cosas que no podía preguntar, se trata de un método antiguo de las mujeres, perfeccionado a lo largo de los siglos y milenios de práctica, cuando no las autorizan a preguntar, escuchan y al poco tiempo lo saben todo, llegando incluso a lo que es el súmmum de la sabiduría, a distinguir lo falso de lo verdadero. Pese a todo, lo que María no conocía, o no conocía bastante, era el extraño lazo que unía al marido con aquel hijo, aunque ni a un extraño pasase inadvertida la expresión, mezcla de dulzura y pena, que pasaba por el rostro de José cuando hablaba con su primogénito, como si estuviese pensando, este hijo a quien tanto amo es mi dolor. María sabía sólo que las pesadillas de José, como una sarna del alma, no lo dejaban, pero esas aflicciones nocturnas de tan repetidas, se habían convertido en un hábito, como el de dormir vuelto a la derecha o despertar con sed en medio de la noche. Y si María, como buena y digna esposa, no dejaba de preocuparse con su marido, lo más importante de todo era ver al hijo vivo y sano, señal de que la culpa no fue tan grande, o el Señor ya habría castigado, sin palo ni piedra, como es costumbre en él, véase el caso de Job, arruinado, leproso, pese a que siempre había sido varón íntegro y recto, temeroso de Dios, su mala suerte fue convertirse en involuntario objeto de una disputa entre Satanás y el mismo Dios, agarrado cada uno a sus ideas y prerrogativas. Y luego se admiran de que un hombre se desespere y grite, Mueran el día en que nací y la noche en que fui concebido, conviértase él en tinieblas, no sea mencionado entre los días del año ni se cuente entre los meses, y que la noche sea estéril y no se oiga en ella ningún grito de alegría, verdad es que a Job lo compensó Dios restituyéndole en doble lo que simple le había quitado, pero a los otros hombres, aquellos en nombre de quienes nunca se escribió un libro, todo es quitar y no dar, prometer y no cumplir. En esta casa del carpintero, la vida, pese a todo, era tranquila y en la mesa, aunque sin harturas, no faltó nunca el pan de cada día y lo demás que ayuda al alma a mantenerse agarrada al cuerpo.

Entre los bienes de José y los bienes de Job, la única semejanza que puede encontrarse es el número de hijos, siete hijos y tres hijas tuvo Job, siete hijos y dos hijas tenía José, con la ventaja de que el carpintero puso una mujer menos en el mundo. Pero Job, antes de que Dios duplicase sus bienes, ya era propietario de siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes y quinientas yeguas, sin contar los esclavos, en cantidad, y José tiene sólo aquel burro que conocemos. En verdad, una cosa es trabajar para sustentar sólo a dos personas, después a una tercera, pero esa, en el primer año, por vía indirecta, otra es verse rodeado de niños que, creciendo el cuerpo y las necesidades, reclaman alimentos sólidos y a tiempo.

Y como las ganancias de José no daban para admitir personal a su servicio, el recurso natural estaba en los hijos, a mano, por así decir, además también por una simple obligación de padre, pues ya lo dice el Talmud, Del mismo modo que es obligatorio alimentar a los hijos, también es obligatorio enseñarles una profesión manual, porque no hacerlo será lo mismo que convertir al hijo en un bandido. Y si recordamos lo que enseñaban los rabinos, el artesano, en su trabajo, no debe levantarse ante el mayor doctor, podemos imaginar con qué orgullo profesional empezaba José a instruir a sus hijos mayores, uno tras otro, a medida que iban llegando a la edad, primero Jesús, luego Tiago, después José, después Judas, en los secretos y tradiciones del arte de la carpintería, atento él, también, a la antigua sentencia popular que así reza, El trabajo del niño es poco, pero quien lo desdeña es loco, es lo que luego se llamaría trabajo infantil. A José padre, cuando regresaba al trabajo después de la comida de la tarde, le ayudaban sus propios hijos, ejemplo verdadero de una economía familiar que podría haber seguido dando excelentes frutos hasta los días de hoy, incluso una dinastía de carpinteros, si Dios, que sabe lo que quiere, no hubiera querido otra cosa.

Como si a la impía soberbia del Imperio no le bastase la vejación a que venía sometiendo al pueblo hebreo desde hacía más de setenta años, decidió Roma, dando como pretexto la división del antiguo reino de Herodes, poner al día el censo, aunque, esta vez, quedaban dispensados los varones de presentarse en sus tierras de origen, con los conocidos trastornos para la agricultura y el comercio, y algunas consecuencias laterales, como fue el caso del carpintero José y su familia. Por el método nuevo, van los agentes del censo de pueblo en pueblo, de aldea en aldea, de ciudad en ciudad, convocan en la plaza mauyor o en un descampado a los hombres del lugar, cabezas de familia o no, y, bajo la protección de la guardia, van registrando, cálamo en mano, en los rollos de las finanzas, nombres, cargos y bienes colectables.

Conviene decir que estos procedimientos no son vistos con buenos ojos en esta parte del mundo, y no es sólo de ahora, basta recordar lo que en la Escritura se cuenta sobre la desafortunada idea que tuvo el rey David cuando ordenó a Joab, jefe de su ejército, que hiciera el censo de Israel y Judá, palabras suyas fueron, que las dijo como sigue, Recorre las tribus todas de Israel, desde Dan hasta Bersabea, y haz el censo del pueblo, de manera que sepa yo su número, y como palabra de rey es real, calló Joab sus dudas, llamó al ejército y pusieron los pies en el camino y las manos en el trabajo.

Cuando volvieron a Jerusalén habían pasado nueve meses y veinte días, pero Joab traía las cuentas del censo hechas y comprobadas, tenía Israel ochocientos mil hombres de guerra que manejaban la espada y en Judá, quinientos mil. Es sabido, sin embargo, que a Dios no le gusta que nadie cuente en su lugar, en especial a este pueblo que, siendo suyo por elección suya, no podrá tener nunca otro señor ni dueño, mucho menos Roma, regida, como sabemos, por falsos dioses y por falsos hombres, en primer lugar porque tales dioses de hecho no existen y en segundo lugar porque, teniendo, pese a todo, alguna existencia, en cuanto blanco de un culto sin efectivo objeto, es la propia vanidad del culto lo que demostrará la falsedad de los hombres. Dejemos, no obstante, a Roma, por ahora, y volvamos al rey David, a quien, en el preciso instante en que el jefe del ejército hizo lectura del parte, le dio el corazón un respingo, tarde fue, que ya no le servía de nada el remordimiento y haber dicho, Cometí un gran pecado al hacer esto, pero perdona, Señor, la culpa de tu siervo, porque procedí neciamente, ocurrió que un profeta llamado Gad, que era vidente del rey y, por así decir, su intermediario para llegar al Altísimo, se le apareció a la mañana siguiente, al levantarse de la cama, y dijo, El Señor manda preguntar qué es lo que prefieres, tres años de hambre sobre la tierra, tres meses de derrotas ante los enemigos que te persiguen o tres días de peste en toda la tierra. David no preguntó cuánta gente iba a morir, caso por caso, calculó que en tres días, hasta de peste, siempre morirán menos personas que en tres meses de guerra o en tres años de hambre, Hágase tu voluntad, Señor, venga la peste, dijo. Y Dios dio orden a la peste y murieron setenta mil hombres del pueblo, sin contar mujeres y niños que, como de costumbre, no fueron registrados. Cuando acababa la cosa, el Señor se mostró de acuerdo en retirar la peste a cambio de un altar, pero los muertos estaban muertos, o porque Dios no pensó en ellos, o porque era inconveniente su resurrección, si, como es de suponer, muchas herencias ya se estaban discutiendo y muchas partijas debatidas, que no por el hecho de que un pueblo pertenezca a Dios va uno a renunciar a los bienes del mundo, legítimos bienes, además, ganados con el sudor del trabajo o de las batallas, qué más da, lo que cuenta, en definitiva, es el resultado.

Pero lo que debe también entrar en cuentas, para afinar los juicios que siempre tendremos que elaborar sobre las acciones humanas y divinas, es que Dios, que con prontitud expedita y mano pesada cobró el yerro de David, parece ahora que asiste ajeno a esta vejación ejercida por Roma sobre sus hijos más dilectos y, suprema perplejidad, se muestra indiferente al desacato cometido contra su nombre y poder. Ahora bien, cuando tal sucede, es decir, cuando resulta patente que Dios no viene ni da señal de venir pronto, el hombre no tiene más remedio que hacer sus veces y salir de casa para ir a poner orden en el mundo ofendido, la casa que es de él y el mundo que a Dios pertenece. Andaban, pues, por ahí los agentes del censo, como queda dicho, paseando la insolencia propia de quien todo lo manda y, además, con la espalda cubierta por la compañía de soldados, expresiva, aunque equívoca metáfora, que sólo quiere decir que los soldados los protegerían de insultos y sevicias, cuando empezó a crecer la protesta en Galilea y en Judea, primero sofocada, como quien quiere sólo experimentar sus propias fuerzas, valorarlas, sopesarlas y luego, muy pronto, en manifestaciones individuales desesperadas, un artesano que se acerca a la mesa del agente y dice, en alta voz, que ni el nombre le van a arrancar, un comerciante que se encierra en su tienda con la familia y amenaza con romper todos los vasos y rasgar todos los paños, un agricultor que quema la cosecha y trae un cesto de cenizas, diciendo, {ésta es la moneda con que Israel paga a quien le ofende. Todos eran detenidos inmediatamente, metidos en las cárceles, apaleados y humillados, pero como la resistencia humana tiene límites breves, pues así de débiles nos hicieron, todo nervios y fragilidad, pronto se desmoronaba tanta valentía, el artesano revelaba sin vergüenza sus secretos más íntimos, el comerciante proponía una hija o dos como adicional impuesto, el agricultor se cubría a sí mismo de cenizas y se ofrecía como esclavo. Estaban también los que no cedían, pocos, y por eso morían, y otros que habiendo aprendido la mejor lección, la de que el ocupante bueno es justamente, y también, el ocupante muerto, tomaron las armas y se echaron al monte. Decimos armas, y ellas eran piedras, hondas, palos, garrotes y cachiporras, algunos arcos y flechas, lo suficiente para iniciar una intifada y, más adelante, unas cuantas espadas y lanzas cogidas en rápidas escaramuzas, pero que, llegada la hora, de poco iban a servir, tan habituados andaban, desde David, a la impedimenta rústica, de benévolos pastores y no de guerreros convictos. Pero un hombre, sea judío o no, se habitúa a la guerra como difícilmente es capaz de habituarse a la paz, sobre todo si encuentra un jefe y, más importante que creer en él, cree en aquello en lo que él cree. Este jefe, el jefe de la revuelta contra los romanos, iniciada cuando el primogénito de José andaba ya por los once años, tenía por nombre Judas y había nacido en Galilea, de ahí que le llamaran, según costumbre de aquel tiempo, Judas Galilea, o Judas de Galilea. Realmente, no debemos asombrarnos de identificaciones tan primitivas, muy comunes por otra parte, es fácil encontrar, por ejemplo, un José de Arimatea, un Simón de Cirene, o Cireneo, una María Magdalena, o de Magdala, y, si el hijo de José vive y prospera, no hay duda de que acabarán llamándole simplemente Jesús de Nazaret, Jesús Nazareno, o incluso, más simplemente, pues nunca se sabe hasta dónde puede llegar la identificación de una persona con el lugar donde nació, o, en este caso, donde se hizo hombre o mujer, Nazareno.Pero esto son elucubraciones, el destino, cuántas veces habrá que decirlo, es un cofre como otro no hay, que al mismo tiempo está abierto y cerrado, miramos dentro y podemos ver lo acontecido, la vida pasada, convertida en destino cumplido, pero de lo que está por ocurrir, sólo alcanzamos unos presentimientos, unas intuiciones, como en el caso de este evangelio, que no estaría siendo escrito de no ser por aquellos avisos extraordinarios, indicadores, tal vez, de un destino mayor que la vida simple. Volviendo al hilo de la madeja, la rebelión, como íbamos diciendo, estaba en la masa de la sangre de la familia de Judas Galileo, pues ya su padre, el viejo Ezequías, anduvo en guerras, con tropa propia, cuando las revueltas populares que estallaron tras la muerte de Herodes contra sus presuntos herederos, antes de que Roma confirmara la legitimidad de las partijas del reino y la autoridad de los nuevos tetrarcas. Son cosas que no se saben explicar, cómo, siendo las personas hechas de las mismas humanísimas materias, esta carne, estos huesos, esta sangre, esta piel y esta risa, este sudor y esta lágrima, vemos que salen cobardes unos y otros sin miedo, unos de guerra y otros de paz, por ejemplo, lo mismo que sirvió para hacer un José sirvió para hacer un Judas, y mientras que éste, hijo de su padre y padre de sus hijos, siguiendo el ejemplo de uno y dando ejemplo a otros, salió de su tranquilidad para ir a defender en batalla los derechos de Dios, el carpintero José se quedó en casa, con sus nueve hijos pequeños y la madre de todos ellos, agarrado a su banco y a la necesidad de ganar el pan para hoy, que el día de mañana no se sabe a quién pertenece, hay quien dice que a Dios, es una hipótesis tan buena como la otra, la de que no pertenece a nadie, y todo esto, ayer, hoy y mañana, no son más que nombres diferentes de la ilusión.

Pero de esta aldea de Nazaret, algunos hombres, sobre todo de los más jóvenes, fueron a juntarse a las guerrillas de Judas Galileo, en general desaparecían sin avisar, volatilizándose, por así decirlo, de una hora a otra, todo quedaba en el íntimo secreto de las familias, y la regla del sigilo, tácita, era tan imperiosa que a nadie se le ocurría hacer preguntas. Dónde está Natanael, que hace días que no lo veo, si Natanael dejaba de aparecer por la sinagoga o si la fila de segadores, en el campo, se había acortado en un hombre, los demás hacían como si Natanael nunca hubiera existido, aunque no era exactamente así, algunas veces se sabía que Natanael entró en la aldea, solo en la noche oscura, y que volvió a salir con la primera luz de la madrugada, no había otro indicio de esta entrada y salida que la sonrisa de la mujer de Natanael, pero en verdad hay sonrisas que lo dicen todo, una mujer está parada, con los ojos perdidos en el vacío, el horizonte, o sólo la pared de enfrente, y de pronto empieza a sonreír, una sonrisa lenta, reflexiva, como una imagen que emerge del agua y oscila en la superficie inquieta, sólo un ciego, por no poder verla, pensaría que la mujer de Natanael durmió la otra noche sin su marido. Y el corazón humano es de tal modo extraño que algunas mujeres que se beneficiaban de la continua presencia de sus hombres, se ponían a suspirar imaginando aquellos encuentros y, alborozadas, rodeaban a la mujer de Natanael como hacen las abejas con una flor desbordante de polen. No era éste el caso de María, con aquellos nueve hijos y un marido que casi todas las noches se las pasaba gimiendo y gritando de angustia y de pavor, hasta el punto de despertar a los niños, que a su vez se ponían a llorar. Con el paso del tiempo, llegaron más o menos a habituarse, pero el mayor, porque algo, aunque todavía no un sueño, le asustaba en medio de su propio dormir, se despertaba siempre, al principio todavía preguntaba a su madre, Qué le pasa al padre, y ella respondía como quien no le da importancia, Son pesadillas, no podía decirle al hijo, Tu padre está soñando que iba con los soldaldos de Herodes por el camino de Belén, Qué Herodes,El padre de éste que nos gobierna, Y por eso gemía y gritaba, Por eso era, No entiendo que ser soldado de un rey que ya murió traiga pesadillas, Tu padre nunca fue soldado de Herodes, su oficio fue siempre el de carpintero, Entonces por qué sueña eso, Uno no puede elegir los sueños que tiene, Son los sueños los que eligen a las personas, Nunca se lo he oído decir a nadie, pero así debe de ser, Y por qué esos gritos, madre, por qué esos gemidos, Es que tu padre sueña todas las noches que va a matarte. Claro está que María no podía llegar a tales extremos, revelar la causa de la pesadilla de su marido, precisamente a quien tenía en esa pesadilla, como Isaac, hijo de Abraham, el papel de víctima nunca consumada, pero condenada inexorablemente. Un día, Jesús, en una ocasión en que estaba ayudando a su padre a ajustar una puerta, se vio con ánimos suficientes y le hizo la pregunta, y él, tras un silencio demorado, sin levantar los ojos, dijo sólo esto, Hijo mío, ya conoces tus deberes y obligaciones, cúmplelos todos y encontrarás justificación ante Dios, pero cuida también de buscar en tu alma qué deberes y qué obligaciones tendrás además que no te hayan sido enseñados, Ese es tu sueño, padre, No, es sólo su motivo, haber olvidado un día un deber, o todavía peor, Peor, cómo, No pensé, Y el sueño, El sueño es el pensamiento que no fue pensado cuando debía y ahora lo tengo conmigo todas las noches, no puedo olvidarlo, Y qué era lo que debías haber pensado, Ni tú puedes hacerme todas las preguntas, ni yo puedo darte todas las respuestas. Estaban trabajando en el patio, en una sombra, porque el tiempo era de verano y el sol quemaba.

Allí cerca jugaban los hermanos de Jesús, excepto el más pequeño, que estaba dentro de casa, mamando en brazos de su madre. Tiago también estuvo ayudando, pero se cansó, o se aburrió, nada extraño, en edades como ésta un año es mucho, y a Jesús ya poco le faltaba para entrar en la madurez del pensamiento religioso, había terminado su instrucción elemental, ahora, aparte de proseguir el estudio de la Tora o ley escrita, se inicia en la ley oral, mucho más ardua y compleja. Así se entenderá mejor que, tan joven, pueda haber mantenido con su padre esta seria conversación, usando con propiedad las palabras y argumentando con ponderación y lógica. Jesús está a punto de cumplir doce años, dentro de poco será ya un hombre y entonces quizá pueda volver al asunto que ahora han dejado en suspenso, si es que José está dispuesto a reconocerse culpable ante su propio hijo, aunque tampoco lo hizo Abraham con su hijo Isaac, aquel día todo fue reconocer y alabar el poder del Señor. Pero bien verdad es que la recta escritura de Dios en poco coincide con las líneas torcidas de los hombres, véase el dicho caso de Abraham, a quien se le apareció un ángel diciendo, en el último momento, No levantes la mano sobre el niño, y véase el caso de José, que poniendo Dios, en lugar del ángel, a un cabo y tres soldados habladores en medio del camino, no aprovechó el tiempo que tenía para salvar de la muerte a los niños de Belén. Pese a todo, si los buenos comienzos de Jesús no se pierden con la mudanza de la edad, quizá acabe sabiendo por qué salvó Dios a Isaac y no hizo nada para salvar a los tristes infantes que, inocentes de pecado como el hijo de Abraham, no encontraron piedad ante el trono del Señor. Y siendo así, Jesús podría decirle a su progenitor, Padre, no tienes por qué cargar con toda la culpa, y en el secreto de su corazón quizá se atreva a preguntar, Cuándo llegará, Señor, el día en que vengas a nosotros para reconocer tus errores ante los hombres.

Mientras de puertas adentro, las de la casa y las del alma, el carpintero José y su hijo Jesús debatían, entre lo que decían y lo que callaban, estas altas cuestiones, seguía la guerra contra los romanos.

Ya duraba más de dos años y a veces llegaban hasta Nazaret fúnebres noticias, ha muerto Efrain, ha muerto Abiezer, ha muerto Neftalí, ha muerto Eleazar, pero no se sabía con seguridad dónde estaban sus cuerpos, entre dos rocas de la montaña, en el fondo de un desfiladero, arrastrados por la corriente de un río, o enterrados a la sombra inútil de un árbol. Bien pueden los que se quedaron en Nazaret lavarse las manos y decir, aunque no puedan celebrar el funeral de los que murieron, Nuestras manos no derramaron esta sangre y nuestros ojos no la vieron. Pero también llegaban noticias de grandes victorias, los romanos expulsados de la ciudad de Séforis, allí cerca, apenas a dos horas de Nazaret, andando, extensas partes de Judea y de Galilea donde el ejército enemigo no se atrevía a entrar, y en la misma aldea de José llevan más de un año sin ver un soldado de Roma. Quién sabe, incluso, si no será ésta la causa de que el vecino del carpintero, el curioso y servicial Ananías, de quien no hemos vuelto a hablar, haya entrado uno de estos días en el patio, con aire misterioso, diciendo, Ven conmigo fuera, y con buen motivo lo pide, que en las casas de este pueblo, por ser tan pequeñas, no es posible la privacidad, donde está uno están todos, por la noche cuando duermen, de día sea cual sea la circunstancia y la ocasión, es una ventaja para el Señor Dios, que así con más facilidad podrá reconocer a los que son suyos en el Juicio Final. No le extrañó a José la petición, ni siquiera cuando Ananías añadió sigiloso, Vamos al desierto, pero nosotros sabemos ya que el desierto no es sólo aquello que nuestra mente se acostumbró a mostrarnos cuando leemos u oímos la palabra, una extensión enorme de arena, un mar de dunas ardientes, desiertos, tal como aquí los entienden, los hay hasta en la verde Galilea, son campos sin cultivo, los lugares donde no habitan hombres ni se ven señales asiduas de su trabajo, decir desierto es decir, Dejará de serlo cuando estemos allá. Pero, en este caso, siendo sólo dos los hombres que van caminando a través de los matojos, aún a la vista de Nazaret, en dirección a tres grandes rocas que se levantan en lo alto de la colina, está claro que no se puede hablar de poblamiento, el desierto volverá a ser desierto cuando estos dos se vayan. Se sentó Ananías en el suelo, José a su lado, tienen la diferencia de años que siempre tuvieron, desde luego, que el tiempo pasa igual para todos, pero no así sus efectos, por eso Ananías, que tampoco estaba muy mal para su edad cuando lo conocimos, hoy parece un viejo, y eso a pesar de que tampoco el tiempo ha ahorrado señales en José. Ananías parece vacilar, el aire decidido con que entró en casa del carpintero se le fue apagando por el camino, y ahora va a ser preciso que José lo anime con una pequeña frase que no deberá parecer una pregunta, por ejemplo, Qué lejos estamos, es una buena apertura para que Ananías diga, No era asunto para ser tratado en tu casa o en la mía. A partir de aquí, la conversación podrá seguir sus caminos normales, por extraño que sea el motivo que los trajo a este lugar retirado, como ahora se verá. Dijo Ananías, Un día me pediste que mirara por tu casa durante tu ausencia y así lo hice, Y te quedé agradecido para siempre por ese favor, dijo José, y Ananías continuó, Ahora, ha llegado la ocasión de pedirte que mires tú por mi casa mientras dure mi ausencia, Te vas con tu mujer, No, voy solo, Pero, si ella se queda, Chua se irá a casa de unos parientes pescadores, Quieres decirme que has entregado a tu mujer la carta de divorcio, No me he divorciado de ella, si no lo hice cuando me enteré de que no podía darme hijos, tampoco lo iba a hacer ahora, lo que pasa es que tengo que estar durante un tiempo lejos de casa, y lo mejor para Chua es que se quede con los suyos, Vas a estar fuera mucho tiempo, No lo sé, depende de lo que dure la guerra, Qué tiene que ver la guerra con tu ausencia, dijo José, sorprendido, Voy en busca de Judas Galileo, Y qué es lo que quieres de él, Le quiero preguntar si me acepta en su ejército, Pero tú, Ananías, que fuiste siempre un hombre de paz, vas ahora a meterte en guerras con los romanos, recuerda lo que le ocurrió a Efraín y Abiezer, Y también a Neftalí y a Eliazar, Escucha entonces la voz del buen sentido, Escúchame tú, José, sea cual sea la voz que hable por mi boca, tengo hoy la edad de mi padre cuando murió, y él hizo mucho más en la vida que este hijo suyo que ni hijos puede tener, no soy sabio como tú para acabar siendo un anciano en la sinagoga, de aquí en adelante nada más tendré que hacer que esperar a la muerte todos los días junto a una mujer a la que ya no quiero, Pues divórciate, La cuestión no está en divorciarme de ella, la cuestión estaría en divorciarme de mí, y eso no es cosa que se pueda hacer, Y tú, qué se te ha perdido a ti en la guerra, con esas pocas fuerzas, Voy a la guerra como si pensase hacer un hijo, Nunca tal oí, Tampoco yo, pero esa es la idea que ahora se me ha ocurrido, Cuidaré de tu casa hasta que vuelvas, Si no vuelvo, si te dicen que he muerto, prométeme que avisarás a Chua para que tome posesión de lo que le pertenece, Lo prometo, Vámonos, ahora estoy en paz, En paz cuando decides irte a la guerra, la verdad es que no lo entiendo, Ay, José, José, durante cuántos siglos tendremos aún que ir aumentando la ciencia del Talmud para poder llegar a la comprensión de las cosas más simples. Por qué me has traído para aquí, no era necesario que nos alejáramos tanto, Quería hablarte ante testigos, Bastaría el testigo absoluto que Dios es, este cielo que nos cubre por dondequiera que vayamos, Estas piedras, Las piedras son sordas y mudas, no pueden dar testimonio, Es verdad que lo son, pero mañana, si tú y yo decidiéramos mentir sobre lo que aquí ha sido dicho, nos acusarían y continuarían acusándonos hasta que se transformaran ellas en polvo y nosotros en nada, Vámonos.

Durante el camino, Ananías se volvió algunas veces para mirar las piedras, por fin desaparecieron de su vista por detrás de un cerro, en ese momento José preguntó, Lo sabe ya Chua, Sí, se lo dije, Y qué dijo ella, Se quedó callada, luego me dijo que más valía que la repudiase, ahora anda llorando por los rincones, Pobrecilla, Cuando esté con su familia se olvidará de mí, y si muero volverá a olvidarme, es ley de la vida, el olvido.

Entraron en la aldea y cuando llegaron a casa del carpintero, que era la primera de las dos para quien venía por este lado, Jesús, que estaba jugando en la calle con Tiago y Judas, dijo que su madre estaba en casa del vecino. Mientras los dos hombres se alejaban, se oyó la voz de Judas, que decía en tono de autoridad, Yo soy Judas el Galileo, entonces Ananías se volvió para verlo y dijo a José, sonriendo, Ahí está mi capitán. No tuvo el carpintero tiempo de responder, porque otra voz sonó, la de Jesús, diciendo, Entonces, tu lugar no está aquí. José sintió una punzada en el corazón, era como si tales palabras le fueran dirigidas, como si el juego infantil fuera el instrumento de otra verdad, se acordó entonces de las tres piedras e intentó, pero sin saber por qué lo hacía, imaginar su vida como si ante ellas debiera, de ahora en adelante, pronunciar todas las palabras y hacer todos los actos, pero, en el instante siguiente, le entró en el corazón un sentimiento de puro terror porque comprendió que se había olvidado de Dios. En casa de Ananías se encontraron con María, que intentaba consolar a la llorosa Chua, pero el llanto se detuvo en cuanto los dos hombres entraron, no es que Chua hubiera dejado de llorar, la cuestión es que las mujeres aprendieron con la dura experiencia a tragarse las lágrimas, por eso decimos, tan pronto lloran como ríen, y no es verdad, en general están llorando por dentro. No para dentro, sino con todas las ansias en el alma y todas las lágrimas de los ojos lloró la mujer de Ananías el día que él partió. Una semana después vinieron a buscarla aquellos parientes suyos que vivían a orillas del mar. María la acompañó hasta la salida de la aldea y allí se despidieron.

Chua, entonces, ya no lloraba, pero sus ojos nunca más volverán a estar secos, que ese es el llanto que no tiene remedio, aquel fuego continuo que quema las lágrimas antes de que ellas puedan brotar y rodar por las mejillas.

Así fueron pasando los meses, las noticias de la guerra seguían llegando, unas veces buenas, otras malas, pero mientras que las noticias buenas nunca iban más allá de unas vagas alusiones a victorias que siempre resultaban pequeñas, las malas noticias, esas, ya empezaban a hablar de pesadas y sangrientas derrotas del ejército guerrillero de Judas el Galileo. Un día trajeron la noticia de que había muerto Baldad en una emboscada de guerrilla, con que los romanos le sorprendieron, volviéndose así el hechizo contra el hechicero, hubo muchos muertos, pero de Nazaret sólo aquél. Y otro día, alguien vino diciendo que había oído decir a alguien que había oído decir que Varo, el gobernador romano de Siria, se acercaba con dos legiones para acabar de una vez con aquella intolerable insurrección que llevaba ya en pie más de tres años. Esta misma manera vaga de anunciar, Ahí viene, por su imprecisión, difundía entre la gente un sentimiento insidioso de temor, como si en cualquier momento fuesen a aparecer en el recodo del camino, alzadas a la cabeza de la columna punitiva, las temibles insignias de la guerra y las siglas con que aquí se homologan y sellan todas las acciones, SPQR, el senado y el pueblo de Roma, en nombre de cosas tales, letras, libros y banderas, andan las personas matándose unas a otras, como será también el caso de otra conocida sigla, INRI, Jesús de Nazaret Rey de los Judíos, y sus secuelas, pero no nos anticipemos, dejemos que el tiempo preciso pase, por ahora, aunque causa una impresión de extrañeza saberlo y poder decirlo, como si de otro mundo estuviésemos hablando, que todavía no ha muerto nadie por su culpa. En todas partes se anuncian grandes batallas, prometiendo los de más robusta fe que no pasará este año sin que sean expulsados los romanos de la sagrada tierra de Israel, aunque tampoco faltan los que oyendo estas abundancias mueven tristemente la cabeza y empiezan a echar cuentas del desastre que se aproxima. Y así fue. Durante algunas semanas después de haber corrido la noticia del avance de las legiones de Varo, nada ocurrió, cosa que aprovecharon los guerrilleros para redoblar las acciones de flagelación de la dispersa tropa con que venían luchando, pero la razón estratégica de esa aparente inactividad no tardó en ser conocida, cuando los espías del Galileo informaron que una de las legiones se dirigía hacia el sur, en maniobra envolvente, a lo largo del río Jordán, girando después a la derecha a la altura de Jericó, para, igual que una red lanzada al agua y recogida por mano sabia, reanudar el movimiento en dirección norte, como una especie de lanzadera atrapando aquí y allá, mientras la otra legión, siguiendo un método semejante, se movía hacia el sur.

Podríamos llamarlo táctica de tenaza si no fuera más bien el movimiento concertado de dos paredes que se van aproximando y arrollando a aquellos que no pueden escapar, y que guardan para el momento final su mayor efecto, el aplastamiento. En los caminos, valles y cabezos de Judea y de Galilea, el avance de las legiones iba quedando marcado por las cruces donde morían, clavados de pies y manos, los combatientes de Judas, a los que, para rematarlos más rápidamente, les partían las tibias a golpes de maza. Los soldados entraban en las aldeas, revisaban casa por casa buscando sospechosos, que para llevar a estos hombres a la cruz no eran precisas más certezas de las que puede ofrecer, queriendo, la simple sospecha. Estos infelices, con perdón de la triste ironía, todavía tenían suerte, porque siendo crucificados por así decir a la puerta de sus casas, acudían inmediatamente los parientes a retirarlos apenas habían expirado, y entonces era un espectáculo lastimoso ver y oír los llantos de las madres, de las esposas y de las novias, los gritos de los pobres niños que se quedaban sin padre, mientras el pobre martirizado era bajado de la cruz con mil cautelas, pues nada hay más horripilante que la caída desamparada de un cuerpo muerto, tanto que hasta a los propios vivos parece dolerles el choque. Después, el crucificado era transportado a la tumba, donde quedaba a la espera del día de su resurrección. Pero otros había que, capturados en combate en las montañas o en otros sitios deshabitados, eran abandonados todavía vivos por los soldados y, ahora sí, en el más absoluto de los desiertos, el de la muerte solitaria, allí se quedaban, cocidos lentamente por el sol, expuestos a las aves carroñeras, y, pasado el tiempo, se les desgarraban las carnes y los huesos, reducidos a un mísero despojo sin forma que la propia alma rechazaba.

Gentes curiosas, si no escépticas, ya en otras ocasiones convocadas a contrariar el sentimiento de resignación con que en general son recibidas las informaciones constantes de evangelios como éste, celebrarían saber cómo era posible que los romanos crucificaran a tantos judíos, sobre todo en las extensas áreas desarboladas y desérticas que por aquí abundan, donde, a lo sumo, se encuentran unos matorrales ralos y raquíticos que, decididamente, no aguantarían ni la crucifixión de un espíritu. Olvidan estas personas que el ejército romano es un ejército moderno, para el que logística e intendencia no son palabras vanas, el abastecimiento de cruces, a lo largo de toda la campaña, lo tuvieron ampliamente asegurado, véase la larguísima recua de burros y mulas que sigue a la cola de la legión, transportando las piezas sueltas, la cruz y el patibulum, el palo vertical y la viga traviesa, que, llegando al sitio conveniente, es sólo clavar los dos brazos abiertos del condenado a la traviesa, izarlo a lo alto del palo clavado en el suelo, y luego, habiéndole obligado primero a doblar las piernas hacia un lado, fijar, con un único clavo de a palmo, a la cruz, los dos calcáneos sobrepuestos. Cualquier verdugo de la legión dirá que este trabajo, aparentemente complejo, es en definitiva más difícil de explicar que de ejecutar.

Es hora de desastres, tenían razón los pesimistas. Del norte al sur y del sur al norte, hay gente aterrorizada que huye de las legiones, unos porque sobre ellos podrían recaer sospechas de haber ayudado a los guerrilleros, otros movidos por el puro miedo, ya que, como sabemos, no es preciso tener culpa para ser culpable. Uno de estos fugitivos, deteniendo unos instantes la retirada, viene a llamar a la puerta del carpintero José para decirle que su vecino Ananías se hallaba en Séforis, cosido a lanzazos, y que, éste era el recado, La guerra está perdida, y yo no me libro, ya puedes mandar aviso a mi mujer para que venga a recoger lo que le pertenece, Nada más, preguntó José, Otra palabra no dijo, respondió el mensajero, Y tú, por qué no lo has traído contigo, si tenías que pasar por aquí, En el estado en que está, me retrasaría la marcha y yo también tengo familia, a la que debo proteger en primer lugar, En primer lugar, sí, pero no sólo, Qué quieres decir, te veo aquí rodeado de hijos, si no escapas con ellos es porque no estás en peligro, No te entretengas, vete y que el Señor te acompañe, el peligro está donde no esté el Señor, Hombre sin fe, el Señor está en todas partes, Sí, pero a veces no nos mira, y tú no hables de fe, que a ella faltaste al abandonar a mi vecino, Por qué no vas tú a buscarlo, entonces, Iré.

Ocurría esto por la tarde, el día era claro, de sol, por el cielo, como barcas que no precisasen gobierno, bogaban unas nubes muy blancas, dispersas. José enjaezó el burro, llamó a la mujer y le dijo, sin más explicaciones, Voy a Séforis, a buscar al vecino Ananías, que no puede andar por su pie. María sólo hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, pero Jesús se acercó a su padre, Puedo ir contigo, preguntó. José miró a su hijo, le puso la mano derecha en la cabeza y dijo, Quédate en casa, no tardaré, yendo un poco rápido tal vez llegue incluso con luz del día, y bien pudiera ser, pues, como sabemos, la distancia de Nazaret a Séforis no va más allá de ocho kilómetros, lo mismo que de Jerusalén a Belén, en verdad, digámoslo una vez más, el mundo está lleno de coincidencias. José no montó en el burro, quería que el animal estuviese fresco para la vuelta, recio de patas y firme de manos, suave de lomo, como conviene a quien tendrá que transportar un enfermo, o, mejor dicho, un herido de guerra, que es patología diferente. Al pasar junto a la falda de la colina donde, hace casi un año, Ananías le comunicó su decisión de unirse a los rebeldes de Judas de Galilea, el carpintero alzó los ojos hacia las tres grandes piedras que, desde arriba, juntas como gajos de un fruto, parecían estar esperando a que del cielo o de la tierra les llegase respuesta a las preguntas que hacen todos los seres y cosas, sólo por el hecho de existir, aunque no las pronuncien. Por qué estoy aquí, Qué razón conocida o ignorada me explica, Cómo será el mundo en que yo ya no esté, siendo éste lo que es. A Ananías, si lo preguntase, le podríamos responder que las piedras, al menos, continúan como antes, si el viento, la lluvia y el calor las desgastaron, apenas fue nada, y que pasados veinte siglos probablemente aún estarán allí, y otros veinte siglos después de esos veinte, el mundo se habrá ido transformando a su alrededor, pero para esas dos preguntas primeras sigue sin haber respuesta. Por el camino venían grupos de gente huida, con el mismo aire de miedo que tenía el mensajero de Ananías, miraban a José con sorpresa, uno de los hombres lo retuvo por un brazo y dijo, Adónde vas, y el carpintero respondió, A Séforis, a buscar a un amigo, Si eres amigo de ti mismo, no vayas, Por qué, Los romanos están acercándose, la ciudad no tiene salvación, Tengo que ir, mi vecino es mi hermano, no hay nadie que lo recoja, Pues piénsalo bien, y el prudente consejero siguió su rumbo, dejando a José parado en medio del camino, a vueltas con sus pensamientos, si de hecho sería amigo de sí mismo o si, habiendo razones para que así fuera, se detestaba o despreciaba y, tras pensarlo un poco, concluyó que ni una cosa ni la otra, se miraba a sí mismo con un sentimiento de indiferencia, como se mira el vacío, en el vacío no hay cerca ni lejos donde posar los ojos, verdaderamente no es posible fijar una ausencia.

Después pensó que su obligación de padre era volver atrás, al fin y al cabo, tenía que proteger a sus propios hijos, por qué iba a buscar a alguien que sólo era un vecino, ahora ni eso, pues había dejado la casa y enviado a la mujer a otras tierras.

Pero los hijos estaban seguros, los romanos no les harían mal, lo que ellos buscaban eran rebeldes. Cuando el hilo del pensamiento lo llevó a esta conclusión, José se encontró diciéndose en voz alta, como si respondiese a una preocupación escondida, Y yo tampoco soy rebelde. Acto continuo dio una palmada en el lomo del animal, exclamó, Arre, burro, y continuó su camino.

Cuando entró en Séforis, caía la tarde. Las anchas sombras de las casas y de los árboles, extendidas primero en el suelo y aún reconocibles, se iban perdiendo poco a poco, como si hubieran llegado al horizonte y desaparecieran allí, igual que el agua oscura cayendo en cascada. Había poca gente en las calles de la ciudad, ninguna mujer, ningún niño, sólo hombres cansados que posaban las frágiles armas y se dejaban caer, jadeantes, no se sabía si por el combate del que venían o por haber huido de él. A uno de esos hombres le preguntó José, Están cerca los romanos. El hombre cerró los ojos, luego lentamente los abrió y dijo, Mañana estarán aquí, y desviando la mirada, Vete, agarra el burro y vete, He venido a buscar a un amigo que fue herido, Si tus amigos son todos los que se encuentran heridos, entonces eres el hombre más rico del mundo, Dónde están, Por ahí, en todas partes, aquí mismo, Pero hay algún lugar en la ciudad, Lo hay, sí, detrás de esas casas, un almacén, ahí hay muchos heridos, quizá encuentres a tu amigo, pero rápido, que ya son más los que son arrojados a la fosa que los que quedan vivos.

José conocía la ciudad, estuvo aquí no pocas veces, tanto por razones de oficio, cuando trabajó en obras de considerable amplitud, muy comunes en la rica y próspera Séforis, como en ciertas fiestas religiosas menos importantes, que verdaderamente no tendría sentido andar siempre el camino de Jerusalén, con lo lejos que está y lo que cuesta llegar. Descubrir el almacén fue fácil, bastaba con seguir un olor a sangre y cuerpos sufridores que flotaba en el aire, podía uno imaginar que era hasta un juego como ese de Caliente, caliente, Frío, frío, conforme se acercara o se apartase el buscador, Duele, No duele, pero los dolores eran ya insoportables.

José ató el burro a una argolla y entró en la cámara tenebrosa en que transformaron el almacén. En el suelo, entre las esteras, había unas lamparillas encendidas que apenas iluminaban nada, eran como pequeñas estrellas en el cielo negro, sin más luz que la suficiente para señalar su lugar, si de tan lejos las vemos. José recorrió lentamente las filas de hombres tumbados, en busca de Ananías, en el aire había otros hedores fuertes, el del aceite y el del vino con que curaban las heridas, el de sudor, el de las heces y los orines, que algunos de estos desgraciados ni moverse podían, y allí mismo donde estaban dejaban salir lo que el cuerpo, más fuerte que la voluntad, ya no quería guardar. No está aquí, se dijo José cuando llegó al final de la fila. Volvió a recorrer la sala en sentido contrario, más lentamente, escrutando, buscando señales de semejanza, y realmente todos se parecían entre sí, las barbas, los rostros hundidos, las órbitas profundas, el brillo deslucido y pegajoso del sudor. Algunos de los heridos lo seguían con una mirada ansiosa, hubieran querido creer que este hombre sano venía por ellos, pero luego se apagaba la breve lucecilla que animara sus ojos y la espera, de quién, para qué, continuaba. Ante un hombre de edad avanzada, de barba y cabellos blancos, se detuvo José, Es él, dijo, y sin embargo, no estaba así cuando lo vio por última vez, canas, sí, tenía muchas, pero no esta especie de nieve sucia entre la que las cejas, como tizones, conservaban el negro de antes. El hombre tenía los ojos cerrados y respiraba pesadamente. En voz baja, José llamó, Ananías, después más alto y más cerca, Ananías, y, poco a poco, como si se alzase ya de las profundidades de la tierra, el hombre levantó los párpados, y cuando los abrió del todo se vio que era el mismo Ananías, el vecino que dejó casa y mujer para luchar contra los romanos, y ahora aquí está, con heridas abiertas en el vientre y un olor de carne que empieza a pudrirse. Ananías, primero, no reconoció a José, la luz de la enfermería no ayuda, la de sus ojos menos aún, pero sabe definitivamente que es él cuando el carpintero repite, ahora con un tono diferente, casi de amor, Ananías, los ojos del viejo se inundan de lágrimas, dice una vez, dice dos veces, Eres tú, eres tú, qué haces aquí, y quiere levantarse sobre un codo, tender el brazo, pero le fallan las fuerzas, cae el cuerpo, toda la cara se le contrae de dolor. He venido a buscarte, dijo el carpintero, tengo el burro ahí fuera, estaremos en Nazaret en un abrir y cerrar de ojos, No tendrías que haber venido, los romanos no tardarán y yo no puedo salir de aquí, ésta es mi última cama de vivo, y con manos trémulas abrió la túnica desgarrada. Bajo unos paños empapados en vino y en aceite se percibían los feroces labios de dos heridas largas y profundas, en el mismo instante un olor dulzón y nauseabundo de podredumbre hizo que se estremecieran las narices de José, que desvió los ojos. El viejo se tapó, dejó caer los brazos al lado como si el esfuerzo lo hubiera agotado, Ya ves, no me puedes llevar, se me saldrían las tripas de la barriga si me levantaras, Con una faja alrededor del cuerpo y yendo despacio, insistió José, pero ya sin ninguna convicción, era evidente que el viejo, suponiendo que fuera capaz de subir al burro, se quedaría por el camino. Ananías cerró otra vez los ojos y sin abrirlos dijo, Vete, José, vete a tu casa, los romanos no van a tardar, Los romanos no atacarán de noche, descansa, Vete a tu casa, vete a tu casa, suspiró Ananías, y José dijo, Duerme.

Durante toda la noche veló José. Alguna vez, con el espíritu fluctuando en las primeras nieblas de un sueño al que temía y que por esta misma razón resistía ahora, José se preguntó por qué había venido a este lugar, si nunca hubo entre él y el vecino verdadera amistad, por la diferencia de edades, en primer lugar, aunque también por una cierta manera de ser de Ananías y de su mujer, curiosos, fisgones, por un lado serviciales, pero siempre dando la impresión de que todo lo habían hecho a la espera de una compensación cuyo valor sólo a ellos convenía fijar.

Es mi vecino, pensó José, y no encontraba mejor respuesta para sus dudas, es mi prójimo, un hombre que se está muriendo, cerró los ojos, no es que no quiera verme, lo que no quiere es perder ningún movimiento de la muerte que se acerca, y yo no puedo dejarlo solo. Estaba sentado en el estrecho espacio entre la estera donde yacía Ananías y otra que ocupaba un muchacho, poco mayor que su hijo Jesús, el pobre muchacho gemía en voz baja, murmuraba palabras incomprensibles, la fiebre le reventó los labios. José le sostuvo la mano para calmarlo, en el mismo momento en que también la mano de Ananías, tanteando a ciegas, parecía buscar algo, un arma para defenderse, otra mano para estrecharla, y fue así como se quedaron los tres, un vivo entre dos moribundos, una vida entre dos muertes, mientras el tranquilo cielo nocturno iba haciendo girar las estrellas y los planetas hacia delante, trayendo del otro lado del mundo una luna blanca, refulgente, que flotaba en el espacio y cubría de inocencia toda la tierra de Galilea. Muy tarde, José salió del sopor en que, sin querer, cayera, despertó con una sensación de alivio porque esta vez no había soñado con el camino de Belén, abrió los ojos y vio, Ananías estaba muerto, con los ojos abiertos también, en el último instante no soportó la visión de la muerte, le apretaba la mano con tanta fuerza que le comprimía los huesos, entonces, para liberarse de aquella angustiosa sensación, soltó la mano que sostenía la del muchacho y, aún en un estado de media conciencia, se dio cuenta de que la fiebre le había bajado, José miró hacia fuera, a la puerta abierta, ya se había puesto la luna, ahora la luz era la de la madrugada, imprecisa y pardusca. En el almacén se movían vagas siluetas, eran los heridos que podían levantarse, iban a contemplar el primer anuncio del día, podrían preguntarse unos a otros o directamente al cielo, Qué verá este sol que va a nacer, alguna vez aprenderemos a no hacer preguntas inútiles, pero mientras llega ese tiempo aprovechemos para preguntarnos, Qué verá este sol que va a nacer. José pensó, Tengo que irme, aquí ya no puedo hacer nada, había también en sus palabras un tono interrogativo, tanto así que prosiguió, Puedo llevarlo a Nazaret, y el recuerdo le pareció tan obvio que creyó que para eso mismo había venido a la ciudad, para encontrar a Ananías vivo y llevárselo muerto. El muchacho pidió agua. José le acercó un cantarillo a la boca, Cómo te encuentras, preguntó, Menos mal, Al menos, parece que te ha bajado la fiebre, Voy a ver si consigo levantarme, dijo el muchacho, Ten cuidado, y José lo retuvo, se le había ocurrido de pronto otra idea, a Ananías no podía hacerle más que el entierro en Nazaret, pero a este muchacho, de dondequiera que fuese, podría salvarle la vida, sacarlo de aquel depósito de cadáveres, un vecino, por así decir, ocupaba el lugar de otro vecino. Ya no sentía pena por Ananías, sólo un cuerpo vacío, el alma cada vez que lo miraba estaba más distante. El muchacho parecía darse cuenta de que algo bueno le podría ocurrir, le brillaron los ojos, pero no llegó a hacer ninguna pregunta, porque José ya había salido, iba a buscar el burro, llevarlo hasta la puerta, bendito sea el Señor que sabe poner en las cabezas de los hombres tan excelentes ideas. El burro no estaba allí. De su presencia no quedaba más que el cabo de una cuerda atada a la argolla, el ladrón no perdió tiempo desatando el nudo, un cuchillo afilado hizo más rápidamente el trabajo.

Las fuerzas de José cedieron de golpe ante el desastre.

Como un ternero fulminado, de aquellos que vio sacrificar en el Templo, cayó de rodillas y, con las manos contra el rostro, se le soltaron de una vez todas las lágrimas que desde hacía trece años venía acumulando, a la espera del día en que pudiera perdonarse a sí mismo o tuviera que enfrentarse con su definitiva condena. Dios no perdona los pecados que manda cometer.

José no regresó al almacén, había comprendido que el sentido de sus acciones estaba perdido para siempre, ni el mundo, el propio mundo, tenía ya sentido, el sol iba naciendo y para qué, Señor, en el cielo había mil pequeñas nubes, dispersas en todas las direcciones como las piedras del desierto, Viéndolo allí, secándose las lágrimas con la manga de la túnica, cualquiera pensaría que se le había muerto un pariente entre los heridos recogidos en el almacén, y lo cierto es que José estaba llorando sus últimas lágrimas naturales, las del dolor de la vida.

Cuando, tras vagar por la ciudad durante más de una hora, aún con una última esperanza de encontrar el animal robado, se disponía a regresar a Nazaret, lo detuvieron los soldados romanos que habían rodeado Séforis. Le preguntaron quién era, Soy José, hijo de Heli, de dónde venía, De Nazaret, para dónde iba, Para Nazaret, qué hacía en Séforis, Alguien me dijo que un vecino mío estaba aquí, quién era ese vecino, Ananías, si lo había encontrado, Sí, dónde lo había encontrado, En un almacén, con otros, otros qué, Heridos, en qué parte de la ciudad, Por ahí. Lo llevaron a una plaza grande donde había ya unos cuantos hombres, doce, quince, sentados en el suelo, algunos de ellos con heridas visibles, y le dijeron, Siéntate con esos. José, dándose cuenta de que los hombres que estaban allí eran rebeldes, protestó, Soy carpintero y hombre de paz, y uno de los que estaban sentados dijo, No conocemos a este hombre, pero el sargento que mandaba la guardia de los prisioneros, no quiso saber nada, de un empujón hizo caer a José en medio de los otros, De aquí sólo saldrás para morir. En el primer momento, el doble choque, el de la caída y el de la sentencia, dejó a José sin pensamientos.

Después, cuando se recuperó, notó dentro de sí una gran tranquilidad, como si todo aquello fuese una pesadilla de la que iba a despertar y por tanto no valía la pena atormentarse con las amenazas, pues se disiparían en cuanto abriera los ojos. Entonces recordó que cuando soñaba con el camino de Belén también tenía la seguridad de despertarse y, sin embargo, empezó a temblar, se había hecho al fin clara la brutal evidencia de su destino, Voy a morir, y voy a morir inocente.

Notó que una mano se posaba en su hombro, era el vecino, Cuando venga el comandante de la cohorte, le diremos que nada tienes que ver con nosotros y él te soltará en paz, Y vosotros, Los romanos nos crucifican a todos cuando nos detienen, seguro que esta vez no va a ser diferente, Dios os salvará, Dios salva las almas, no los cuerpos.

Trajeron más hombres, dos tres, luego un grupo numeroso, unos veinte. En torno de la plaza se habían reunido algunos habitantes de Séforis, mujeres y niños mezclados con varones, se les oía el murmullo inquieto, pero de allí no podían salir mientras no lo autorizasen los romanos, ya tenían suerte de no ser sospechosos de colaborar con los rebeldes. Al cabo de algún tiempo, trajeron a otro hombre, los soldados que lo traían dijeron, No hay más por ahora, y el sargento gritó, En pie, todos. Creyeron los presos que se aproximaba el comandante de la cohorte, y el vecino de José le dijo, Prepárate, y quería decir, Prepárate para quedar libre, como si para la libertad fuera necesaria preparación, pero si alguien venía no era el comandante de la cohorte, ni llegó a saberse quién era, pues el sargento, sin pausa, dio en latín una orden a los soldados, nos faltaba decir que todo cuanto hasta ahora han dicho los romanos lo decían en latín, que no se rebajan los hijos de la Loba a aprender lenguas bárbaras, para eso están los intérpretes, pero, en este caso, siendo la conversación de los militares unos con otros, no se necesitaba traducción, rápidamente los soldados rodearon a los prisioneros, De frente, y el cortejo, delante los condenados, seguidos por la población, se encaminó hacia fuera de la ciudad. Al verse conducido así, sin tener a quien pedir merced, José alzó los brazos y dio un grito, Salvadme, que yo no soy de estos, salvadme, que soy inocente, pero vino un soldado y con el extremo de la lanza le dio un varazo que casi lo dejó tendido. Estaba perdido.

Desesperado, odió a Ananías, por cuya culpa iba a morir, pero este mismo sentimiento, después de haberlo quemado por dentro, desapareció como vino, dejando su ser como un desierto, ahora era como si pensase, No hay salida, se equivoca, la hay y falta poco para llegar. Aunque cueste creerlo, la certeza de la muerte próxima lo calmó. Miró a su alrededor a los compañeros de martirio, caminaban serenos, algunos, sí, hundidos, pero los otros con la cabeza alta. Eran, la mayoría, fariseos. Entonces, por primera vez, recordó José a sus hijos, también tuvo un pensamiento fugaz para su mujer, pero eran tantos aquellos rostros y nombres que su desvanecida cabeza, sin dormir, sin comer, los fue dejando por el camino uno tras otro, hasta que no le quedó más que Jesús, su hijo primogénito, el primero en nacer, su último castigo.

Recordó la conversación sobre el sueño, de cómo le dijo, Ni tú puedes hacerme todas las preguntas, ni yo puedo darte todas las respuestas, ahora llegaba el final del tiempo de responder y preguntar.

Fuera de la ciudad, en una pequeña loma que la dominaba, estaban clavados verticalmente, en filas de ocho, cuarenta grandes palos, suficientemente gruesos como para aguantar a un hombre.

Bajo cada uno de ellos, en el suelo, una traviesa larga, lo bastante para recibir a un hombre con los brazos abiertos. A la vista de los instrumentos de suplicio, algunos de los condenados intentaron escaparse, pero los soldados sabían su oficio, espada en mano les cortaron el paso, uno de los rebeldes intentó clavarse en la espada, pero sin resultado, que luego fue arrastrado a la primera cruz. Comenzó entonces el minucioso trabajo de clavar a los condenados cada uno en su travesero, e izarlos a la gran estaca vertical. Se oían por todo el campo gritos y gemidos, la gente de Séforis lloraba ante el triste espectáculo al que, para escarmiento, la obligaban a asistir. poco a poco se fueron formando las cruces, cada una con su hombre colgado, con las piernas encogidas, como fue dicho ya, nos preguntamos por qué, tal vez por una orden de Roma con vistas a racionalizar el trabajo y economizar material, cualquiera puede observar, hasta sin experiencia de crucifixiones, que la cruz, siendo para hombre completo, no reducido, tendría que ser alta, luego mayor gasto de madera, mayor peso que transportar, mayores dificultades de manejo, añadiéndose además la circunstancia, provechosa para los condenados, de que, quedándoles los pies al ras del suelo, fácilmente podían ser desenclavados, sin necesidad de escaleras de mano, pasando directamente, por así decirlo, de los brazos de la cruz a los de la familia, si la tenían, o de los enterradores de oficio, que no los dejarían allí abandonados. José fue el último en ser crucificado, le tocó así, y tuvo que asistir, uno tras otro, al tormento de sus treinta y nueve desconocidos compañeros y, cuando le llegó la vez, abandonada ya toda esperanza, no tuvo fuerza ni para repetir sus protestas de inocencia, quizá perdió la oportunidad de salvarse cuando el soldado que manejaba el martillo le dijo al sargento, {éste es el que decía que era inocente, el sargento dudó un momento, exactamente el instante en que José podría haber gritado, Soy inocente, pero no, se calló, desistió, entonces el sargento miró, pensaría quizá que la precisión simétrica sufriría si no se usaba la última crux, que cuarenta es número redondo y perfecto hizo un gesto, fueron hincados los clavos, José gritó y continuó gritando, luego lo levantaron en peso, colgado de las muñecas atravesadas por los hierros, y luego más gritos, el clavo largo que perforaba sus calcáneos, oh Dios mío, éste es el hombre que creaste, alabado seas, ya que no es lícito maldecirte. De repente, como si alguien hubiera dado la señal, los habitantes de Séforis rompieron en un clamor afligido, pero no era de duelo por los condenados, en toda la ciudad estallaban incendios, las llamas, rugiendo, como un rastro de fuego griego, devoraban las casas de los habitantes, los edificios públicos, los árboles de los patios interiores.

Indiferentes al fuego, que otros soldados andaban atizando por la ciudad, cuatro soldados del pelotón de ejecución recorrían las filas de los supliciados, partiéndoles metódicamente las tibias con unas barras de hierro. Séforis ardió por completo, de punta a punta, mientras, uno tras otro, los crucificados iban muriendo. El carpintero llamado José, hijo de Heli, era un hombre joven, en la flor de la vida, acababa de cumplir treinta y tres años.

Cuando acabe esta guerra, y no tardará, que la estamos viendo en sus últimos y fatales estertores, se hará el recuento final de los que en ella perdieron la vida, tantos aquí, tantos allá, unos más cerca, otros más lejos y, si es cierto que con el correr del tiempo, el número de los que fueron muertos en emboscadas o batallas campales acabó perdiendo importancia u olvidándose del todo, los crucificados, unos dos mil según las estadísticas más fiables, permanecerán en la memoria de las gentes de Judea y de Galilea, hasta el punto de que se hablará de ellos bastantes años después, cuando nueva sangre sea derramada en una nueva guerra. Dos mil crucificados es mucho hombre muerto, pero más serían si los imaginamos plantados a intervalos de un kilómetro a lo largo de un camino, o rodeando, es un ejemplo, el país que ha de llamarse Portugal, cuya dimensión, en su periferia, anda más o menos por ahí. Entre el río Jordán y el mar lloran las viudas y los huérfanos, es una antigua costumbre suya, para eso son viudas y huérfanos, para llorar, después todo se reduce a esperar el tiempo de que los niños crezcan y vayan a una guerra nueva, otras viudas y otros huérfanos vendrán a relevarlos, y si mientras tanto han cambiado las modas, si el luto, de blanco, pasó a ser negro, o viceversa, si sobre el pelo, que se arrancaba a manojos, se pone ahora una mantilla bordada, las lágrimas son las mismas, cuando se sienten.

María aún no llora, pero en su alma lleva ya un presentimiento de muerte, pues su marido no ha vuelto a casa y en Nazaret se dice que Séforis fue quemada y que hay hombres crucificados.

Acompañada de su hijo primogénito, María repite el camino que José hizo ayer, con toda probabilidad, en un punto o en otro, posa los pies en la huella de las sandalias del marido, no es tiempo de lluvias, el viento es sólo una brisa suave que apenas roza el suelo, pero ya las huellas de José son como vestigios de un antiguo animal que hubiera habitado estos parajes en una extinta era, decimos, Fue ayer, y es lo mismo que si dijéramos, Fue hace mil años, el tiempo no es una cuerda que se pueda medir nudo a nudo, el tiempo es una superficie oblicua y ondulante que sólo la memoria es capaz de hacer que se mueva y aproxime. Con María y Jesús van moradores de Nazaret, algunos impulsados por la caridad, otros son curiosos, van también algunos vagos parientes de Ananías, pero esos volverán a sus casas con las dudas con que de ellas salieron, como no lo han encontrado muerto, bien puede ser que esté vivo, no se les ocurrió buscar entre los escombros del almacén, aunque de habérseles ocurrido, quién sabe si habrían reconocido a su muerto entre los muertos, todos el mismo carbón. Cuando, en medio del camino, estos nazarenos se cruzaron con una compañía de soldados enviada a su aldea para buscar huidos, algunos se volvieron atrás preocupados por la suerte de sus haberes, que nunca se puede prever lo que harán los soldados una vez que, habiendo llamado a la puerta de una casa, nadie les responde desde dentro. Quiso saber el comandante de la fuerza para qué iba a Séforis aquel tropel de rústicos, le respondieron, A ver el fuego, explicación que satisfizo al militar, pues desde la aurora del mundo siempre los incendios atrajeron a los hombres, hay incluso quien diga que se trata de una especie de llamada interior, inconsciente, una reminiscencia del fuego original, como si las cenizas pudieran tener memoria de lo que quemaron, justificándose así, según la tesis, la expresión fascinada con que contemplamos hasta la simple hoguera que nos calienta o la luz de una vela en la oscuridad del cuarto. Si fuéramos tan imprudentes, o tan osados, como las mariposas, polillas y otros animalillos alados y nos lanzásemos al fuego, todos nosotros, la especie humana en peso, quizá una combustión así de inmensa, una claridad tal, atravesando los párpados cerrados de Dios, lo despertara de su letárgico sueño, demasiado tarde para conocernos, es cierto, pero a tiempo de ver el principio de la nada, ahora que habíamos desaparecido. María, aunque con una casa llena de hijos dejados sin protección, no volvió atrás, va relativamente tranquila, pues no todos los días entran adrede soldados en una aldea para matar niños, sin contar con que estos romanos, por lo general, no sólo les permiten vivir sino que incluso les animan a crecer todo lo que puedan, luego ya veremos, depende de tener dócil el corazón y al día los impuestos. Se quedaron solos en el camino la madre y el hijo, los de la familia de Ananías, por ser media docena y venir de conversación, se fueron rezagando, y como María y Jesús no tendrían para decirse más que palabras de inquietud, el resultado es que cada uno de ellos va callado por no afligir al otro, es extraño el silencio que parece cubrirlo todo, no se oye cantar aves, el viento se detuvo, sólo el rumor de los pasos, y hasta éste se retrae, intimiadado, como un intruso de buena fe que entra en una casa desierta. Séforis apareció de repente en el último recodo del camino, todavía están ardiendo algunas casas, tenues columnas de humo aquí y allá, paredes ennegrecidas, árboles quemados de arriba abajo, pero conservando las hojas, ahora con un color de herrumbre. De este lado, a nuestra mano derecha, las cruces.

María echó a correr, pero la distancia es excesiva para que pueda vencerla de una carrera, así que pronto suaviza el paso, con tantos y tan seguidos partos el corazón de esta mujer desfallece fácilmente. Jesús, como hijo respetuoso, querría acompañar a su madre, estar a su lado, ahora y en adelante, para gozar juntos la misma alegría o juntos sufrir la misma pena, pero ella avanza tan lentamente, le cuesta tanto mover las piernas, así no vamos a llegar nunca, madre, ella hace un gesto que significa, Corre tú, si quieres, y él, atajando campo a través, se lanza a una loca carrera, Padre, padre, lo dice con la esperanza de que él no esté allí, lo dice con el dolor de quien lo ha encontrado ya. Llegó a las primeras filas, algunos crucificados están colgados aún, a otros los han retirdo, están en el suelo, a la espera, son pocos los que tienen familia rodeándolos, es que estos rebeldes, en su mayor parte, han venido de lejos, pertenecen a una tropa diversa que en este lugar trabó la última y unida batalla, en este momento están definitivamente dispersos, cada uno por sí, en la inexpresable soledad de la muerte. Jesús no ve a su padre, el corazón quiere llenársele de alegría, pero la razón dice, Espera, aún no hemos llegado al final, y realmente el final es ahora, tumbado en el suelo está el padre que yo buscaba, apenas sangró, sólo las grandes bocas de las llagas en las muñecas y en los pies, parece que duermas, padre, pero no, no duermes, no podrías hacerlo con las piernas así torcidas, ya fue caridad el que te bajaran de la cruz, pero los muertos son tantos que las buenas almas que de ti cuidaron no tuvieron tiempo para enderezarte los huesos partidos. Aquel muchachito llamado Jesús está arrodillado al lado del cadáver, llorando, quiere tocarlo, pero no se atreve, mas siempre llega un momento en que el dolor es más fuerte que el temor a la muerte, entonces se abraza al cuerpo inerme, Padre, padre, dice, y otro grito se une al suyo, Ay José, ay mi marido, es María que ha llegado al fin, agotada, venía llorando ya desde lejos, porque ya desde lejos, viendo detenerse al hijo, sabía lo que la esperaba. El llanto de María redobla cuando repara en la cruel torsión de las piernas del marido, es verdad que no se sabe, después de morir, qué ocurre con los dolores sentidos en vida, en especial con los últimos, es posible que en la muerte se acabe realmente todo, pero tampoco nada nos garantiza que, al menos durante unas horas, no se mantenga una memoria del sufrimiento en un cuerpo que decimos muerto, sin que sea de excluir el que la putrefacción sea el último recurso que le queda a la materia viva para, definitivamente, liberarse del dolor. Con una dulzura, con una suavidad que en vida del marido no se atrevería a usar, María intentó reducir los lastimosos ángulos de las piernas de José, que, al quedarle la túnica, cuando lo bajaron de la cruz, un poco arremangada, le daban el aspecto grotesco de una marioneta partida en los goznes. Jesús no tocó a su padre, sólo ayudó a la madre a bajarle el borde de la túnica, e incluso así quedaban a la vista los magros tobillos del hombre, quizá, en el cuerpo humano, la parte que da una impresión más pungente de fragilidad. Los pies, porque las tibias estaban rotas, caían lateralmente, mostrando las heridas de los calcañares, de donde había que ahuyentar continuamente a las moscas que venían al olor de la sangre.

Las sandalias de José se cayeron al lado del grueso tronco del que él fuera el fruto final. Gastadas, cubiertas de polvo, podrían haberse quedado allí abandonadas si Jesús no las hubiese recogido, lo hizo sin pensar, como si hubiera recibido una orden alargó el brazo, María ni reparó en el movimiento, y se las prendió al cinto, quizá debiera ser ésta la herencia simbólica más perfecta de los primogénitos, hay cosas que empiezan de una manera tan sencilla como ésta, por eso se dice todavía hoy, Con las botas de mi padre también yo soy hombre, o, según versión más radical, Con las botas de mi padre es cuando soy hombre.

Un poco alejados estaban los soldados romanos de vigilancia, dispuestos a intervenir en el caso de que hubiera actitudes o gritos sediciosos por parte de aquellos que, llorando y lamentándose, cuidaban de los ajusticiados. pero esta gente no era de fiebre guerrera, o no lo demostraba ahora, lo que hacían era rezar sus oraciones fúnebres, iban de crucificado en crucificado, y en esto tardaron más de dos horas de las nuestras, ninguno de estos muertos quedó sin el bendito viático de las oraciones y de la rasgadura de vestidos, del lado izquierdo siendo parientes, del lado derecho no siéndolo, en la tranquilidad de la tarde se oían voces entonando los versículos, Señor, qué es el hombre para que te intereses por él, qué es el hijo del hombre para que de él te preocupes, el hombre es como un soplo, sus días pasan como la sombra, cuál es el hombre que vive y que no ve la muerte, o que consigue que su alma escape de la sepultura, el hombre nacido de mujer es escaso de días y rico en inquietud, aparece como una flor y como ella es cortado, va como la sombra y no permanece, qué es el hombre para que te acuerdes de él y el hijo del hombre para que lo visites. Con todo, después de este reconocimiento de la irremediable insignificancia del hombre ante Dios, expresado en un tono profundo que más parecía venir de la propia conciencia que de la voz que sirve a las palabras, el coro ascendía y alcanzaba una especie de exultación, para proclamar a la faz del mismo Dios una inesperada grandeza, Pero recuerda que poco menor hiciste al hombre que a los ángeles, de gloria y honra lo coronaste. Cuando llegaron a José, a quien no conocían, como era el último de los cuarenta, no se detuvieron tanto, a pesar de eso el carpintero se llevó para el otro mundo todo cuanto necesitaba, y la prisa se justificaba porque la ley no permite que los crucificados se queden hasta el día siguiente sin sepultura y el sol ya va bajando, no tardará el crepúsculo. Siendo aún tan joven, Jesús no tenía que rasgarse la túnica, estaba dispensado de esa demostración de luto, pero su voz, fina, vibrante, se oyó por encima de las otras cuando entonó, Bendito seas tú, Señor, Dios nuestro, rey del universo, que con justicia te creó, y con justicia te mantuvo en vida, y con justicia te alimentó, y con justicia te hizo conocer el mundo, y con justicia te hará resucitar, bendito seas tú, Señor, que a los muertos resucitas. Tumbado en el suelo, José, si todavía siente los dolores de los clavos, tal vez pueda también oír estas palabras y sabrá qué lugar ocupó realmente la justicia de Dios en su vida, ahora que ni de una ni de otra puede esperar nada más. Terminadas las preces, era necesario sepultar a los muertos, pero, siendo tantos y viniendo ya tan próxima la noche, no es preciso procurar a cada uno su propio lugar, tumbas verdaderas, que se pudieran tapar con una piedra rodada, en cuanto a envolver los cuerpos con fajas mortuorias, e incluso con simples mortajas, ni pensarlo.

Decidieron pues excavar una fosa amplia donde cupiesen todos, no fue ésta la primera vez ni será la última en que los cuerpos bajarán a la tierra vestidos como se encuentran, a Jesús le dieron también un azadón y trabajó valientemente al lado de los adultos, hasta quiso el destino, que en todo es más sabio, que en el terreno por él cavado fuese sepultado su padre, cumpliéndose así la profecía, El hijo del hombre enterrará al hombre, pero él mismo quedará insepulto. Que estas palabras, a primera vista enigmáticas, no os lleven a pensamientos superiores, lo que ahí se dice pertenece a la escala de lo obvio, quise sólo recordar que el último hombre, por ser el último, no tendrá quien le dé sepultura. Pero no será el caso de este muchacho que acaba de enterrar a su padre, con él no se va a acabar el mundo, todavía permaneceremos aquí durante milenios y milenios en constante nacer y morir, y si el hombre ha sido, con igual constancia, lobo y verdugo del hombre, con más razones aún seguirá siendo su enterrador.

Pasó ya el sol al otro lado de la montaña. Hay grandes nubes oscuras alzadas sobre el valle del Jordán, moviéndose lentamente hacia poniente, como atraídas por esa última luz que tiñe de rojo el nítido borde superior. El aire se ha enfriado de repente, es muy posible que esta noche llueva, aunque no es propio de la estación. Los soldados se han retirado ya, aprovechan la última luz del día para regresar al campamento que está cerca, adonde probablemente han regresado ya los compañeros que fueron a Nazaret de investigación, una guerra moderna se hace así, con mucha coordinación, no como la hacía el Galileo, el resultado está a la vista, treinta y nueve guerrilleros crucificados, el cuadragésimo era un pobre inocente que venía por bien y le salió mal.

La gente de Séforis todavía buscará por la ciudad quemada un lugar donde pasar la noche y mañana temprano cada familia pasará revista a lo que quede de su casa, si es que algunos bienes escaparon al incendio, y luego, a seguir buscándose la vida, que Séforis no fue sólo quemada y Roma no permitirá que sea reconstruida tan pronto. María y Jesús son dos sombras en medio de un bosque de troncos, la madre atrae al hijo hacia sí, dos miedos en busca de un valor, el cielo negro no ayuda y los muertos bajo el suelo parecen querer retener los pies de los vivos. Jesús le dice a su madre, Dormiremos en la ciudad, y María respondió, No podemos, tus hermanos están solos y tienen hambre. Apenas veían el suelo que pisaban. Al fin, tras mucho tropezar y una vez caer, llegaron al camino, que era como el lecho seco de un río abriendo un pálido rastro en la noche. Cuando ya habían dejado Séforis atrás, empezó a llover, primero unos goterones que hacían en el polvo espeso del camino un ruido blando, si emparejadas tales palabras tienen sentido.

Después arreció la lluvia, continua, insistente, en poco tiempo el polvo se convirtió en barro, María y el hijo tuvieron que descalzarse para no perder las sandalias en esta jornada. Van callados, la madre cubriendo la cabeza del hijo con su manto, no tienen nada que decirse uno al otro, quizá piensen incluso, confusamente, que no es cierto que José esté muerto, que al llegar a casa lo encontrarán atendiendo a los hijos lo mejor que puede, le preguntará a la mujer, Cómo se os ha ocurrido ir a la ciudad sin advertirme y sin pedir licencia, pero ya han vuelto a los ojos de María las lágrimas, no es sólo por el dolor del luto, es también este infinito cansancio, el castigo de esta lluvia, implacable, esta noche sin remedio, todo demasiado triste y negro para que José pueda estar vivo. Un día, alguien le dirá a la viuda que ocurrió un prodigio a las puertas de Séforis, que los troncos que sirvieron para el suplicio han echado hojas y que han brotado de ellos raíces nuevas, y decir prodigio no es abusar de la palabra, en primer lugar porque, contra lo que es costumbre, los romanos no se llevaron los troncos consigo cuando se fueron, en segundo lugar porque era imposible que troncos así cortados, en el pie y en la cabeza, tuvieran aún dentro savia y renuevos capaces de convertir palos desbastados y ensangrentados en árboles vivos. Fue la sangre de los mártires, decían los crédulos, fue la lluvia, rebatían los escépticos, pero ni la sangre derramada ni el agua caída del cielo hicieron verdear, antes, tantas cruces abandonadas en los cerros de las montañas o en las llanuras del desierto. Lo que nadie se atrevió a decir fue que era voluntad de Dios, no sólo por ser esa voluntad, cualquiera que sea, inescrutable, sino también por no reconocerles razones y méritos particulares a los crucificados de Séforis para ser beneficiarios de tan singular manifestación de la gracia divina, mucho más propia de dioses paganos.

Durante mucho tiempo estarán aquí estos árboles, pero un día llegará en el que se habrá perdido la memoria de lo que ocurrió, entonces, dado que los hombres para todo quieren explicación, falsa o verdadera, se inventarán unas cuantas historias y leyendas, al principio conservando cierta relación con los hechos, después más tenuemente, hasta que todo se transforme en pura fábula. Y otro día llegará en que los árboles morirán de vejez y serán cortados, y otro en el que, a causa de una autopista, o de una escuela, o de un grupo de viviendas, o de un centro comercial, o de un fortín de guerra, las excavadoras revolverán el terreno y harán salir a luz del día, así otra vez nacidos, los esqueletos que allí descansaron durante dos mil años. Vendrán entonces los antropólogos y un profesor de anatomía examinará los restos, para anunciar más tarde al mundo escandalizado que, en aquel tiempo, los hombres eran crucificados con las piernas encogidas. Y como el mundo no podía desautorizarlo en nombre de la ciencia, lo execró en nombre de la estética.

Cuando María y Jesús llegaron a casa, sin un hilo de ropa seca encima del cuerpo, cubiertos de barro y tiritando de frío, los chiquillos estaban más sosegados de lo que se podía imaginar, gracias a la soltura y a la iniciativa de los mayores, Tiago y Lisia, que, viendo que enfriaba la noche, decidieron encender el horno y a él se pegaron todos, intentando compensar las apreturas del hambre de dentro por el bienestar del calor de fuera. Al oír la cancela del patio, Tiago abrió la puerta, la lluvia se había convertido en un diluvio del que venían huyendo la madre y el hermano, y cuando entraron fue como si la casa se inundara de repente. Los niños miraron, comprendieron, cuando volvió a cerrarse la puerta, que su padre ya no vendría, pero se callaron, fue Tiago quien hizo la pregunta, Y el padre. El barro del suelo absorbía lentamente el agua que goteaba de las túnicas empapadas, se oía en el silencio el restallido de la leña húmeda que ardía en la entrada del horno, los niños miraban a su madre. Tiago volvió a preguntar, Y el padre. María abrió la boca para responder, pero la palabra fatal, como un nudo corredizo de la horca, le apretó la garganta, así fue Jesús quien tuvo que decir, Padre murió, y, sin saber bien por qué lo hacía, o porque era esa una prueba indiscutible de la definitiva ausencia, se quitó del cinto las sandalias mojadas y se las mostró a sus hermanos, Aquí están. Ya las primeras lágrimas habían saltado de los ojos de los más crecidos, pero fue la vista de las sandalias vacías lo que desencadenó el llanto, ahora lloraban todos, la viuda y los nueve hijos, y ella no sabía a cuál acudir, se arrodilló al fin en el suelo, agotada, y los niños se aproximaron y se arrodillaron, un racimo vivo que no necesitaba ser pisado para verter esa blanca sangre que son las lágrimas. Jesús se había mantenido en pie, apretando las sandalias contra el pecho, pensando vagamente que un día las calzará, en este mismo instante lo haría si se atreviera. Poco a poco, los niños fueron dejando a la madre, los mayores, por esa especie de pudor que nos exige sufrir solos, los más pequeños, porque sus hermanos se apartaban y porque ellos mismos no podían alcanzar un sentimiento real de tristeza, sólo lloraban, en esto los niños son como los viejos, que lloran por nada, hasta cuando dejan de sentir, o porque han dejado de sentir. Durante algún tiempo permaneció allí María, de rodillas en medio de la casa, como si esperase alguna decisión o una sentencia, le dio la señal un prolongado estremecimiento, la ropa mojada en el cuerpo, entonces se levantó, abrió el arca y sacó una túnica vieja y remendada que había sido del marido, se la entregó a Jesús, diciendo, Quítate lo que llevas, ponte esto, y siéntate junto al fuego. Después llamó a las dos hijas, Lisia y Lidia, las hizo levantar y sostener una estera haciendo de biombo, y tras ella se cambió también de ropa. Luego, con lo poco de comer que se guardaba en casa, empezó a preparar la cena. Jesús, junto al horno, se calentaba con la túnica del padre, que le quedaba sobrada de mangas y de falda, ya se sabe que en otra ocasión los hermanos se habrían reído de él, un espantajo debía de parecer, pero hoy no se atrevían, no sólo por la tristeza, sino también por aquel aire de adulta majestad que se desprendía del muchacho, como si de una hora a otra hubiera crecido hasta su máxima altura, y esta impresión se hizo aún más fuerte cuando él, con movimientos lentos y medidos, colocó las húmedas sandalias del padre de manera que recibieran el calor de la boca del horno, gesto que no servía a ningún fin práctico, si ya no era de este mundo el dueño de ellas. Tiago, el hermano que venía detrás de él, se sentó a su lado y preguntó en voz baja, Qué le ha ocurrido a nuestro padre, Lo crucificaron con los guerrilleros, respondió Jesús también susurrando, Por qué, No lo sé, había allí cuarenta y él era uno de ellos, Tal vez fuera un guerrillero, Quién, Nuestro padre, No lo era, siempre estaba aquí, trabajando, Y el burro, lo encontrasteis, Ni vivo ni muerto. La madre acababa de preparar la cena, se sentaron todos alrededor del caldero común y comieron de lo que había. Terminaban cuando los más pequeños empezaban a dar cabezadas de sueño, cierto es que el espíritu aún estaba agitado, pero el cuerpo cansado reclamaba descanso.

Tendieron las esteras de los niños a lo largo de la pared del fondo, María les había dicho a las niñas, Acostaos aquí conmigo, y lo hicieron, una a cada lado de ella, para que no hubiera celos. Por la rendija de la puerta entraba un aire frío, pero la casa se mantenía caliente, estaba el calor remanente del horno, el de los cuerpos próximos, la familia, poco a poco, pese a la tristeza y a los suspiros, fue cayendo en el sueño, María daba ejemplo, aguantaba las lágrimas, quería que los hijos se quedaran dormidos pronto, por ellos, pero también para quedarse sola con su tristeza, con los ojos muy abiertos a su futura vida sin marido y con nueve hijos que criar. Pero también a ella, en medio de un pensamiento, se le fue el dolor del alma, el cuerpo indiferente recibió el sueño sin resistirse, y ahora todos duermen.

Mediada la noche, un gemido hizo que María se despertase.

Pensó que había sido ella misma, soñando, pero no estaba soñando y el gemido se repetía ahora, más fuerte. Se incorporó con cuidado, para no despertar a las hijas, miró alrededor pero la luz del candil no alcanzaba hasta el fondo de la casa, Cuál de ellos será, pensó, pero en su corazón sabía que era Jesús quien gemía. Se levantó sin ruido, tomó el candil del clavo de la puerta y, alzándolo por encima de la cabeza para alumbrarse mejor, pasó revista a los hijos dormidos, Jesús, es él quien se agita y murmura, como si estuviese luchando en una pesadilla, seguro que está soñando con su padre, un niño de esta edad que ha visto lo que vio, muerte, sangre y tortura. Pensó María que debía despertarlo, interrumpir esta otra forma de agonía, pero no lo hizo, no quería que el hijo le contara su sueño, pero esta misma razón se le olvidó cuando vio que Jesús tenía calzadas las sandalias del padre. Lo insólito del caso desconcertó a María, qué estúpida idea, sin justificación, y también, qué falta de respeto, usar las sandalias del padre el mismo día de su muerte. Regresó a la estera, sin saber ya qué pensar, tal vez el hijo estuviera repitiendo en sueños, por obra de las sandalias y de la túnica, la mortal aventura del padre desde que salió de casa y, siendo así, había pasado al mundo de los hombres, al que ya pertenecía por la ley de Dios, pero en el que se instalaba ahora por un nuevo derecho, el de suceder al padre en los bienes, aunque sólo fuesen estos una túnica vieja y unas sandalias zambas, y en los sueños, aunque sólo fuera para revivir los últimos pasos de él en la tierra. No pensó María que el sueño pudiera ser otro.

El día amaneció límpido, sin nubes, el sol vino caliente y luminoso, no había que temer un retorno de la lluvia. María salió de casa temprano, con todos sus hijos varones en edad de ir a la escuela, y también Jesús, que, como fue dicho en su momento, tenía acabada ya su instrucción. Iba a la sinagoga a informar de la muerte de José y de las presumibles circunstancias que en ella habrían concurrido, añadiendo que, pese a todo, a él como a los otros infelices, punto nada despreciable, se le habían oficiado las honras fúnebres que la prisa y el lugar permitían, en todo caso suficientes, en tenor y número, para poder afirmar que, en general, el rito se había cumplido. De vuelta a casa, al fin a solas con el hijo mayor, pensó María que la ocasión era buena para preguntarle por qué calzaba las sandalias del padre, pero en el último momento la contuvo un escrúpulo, lo más probable es que Jesús no supiera qué explicación darle y, así humillado, ver, ante los ojos de la madre, confundido su acto, sin duda excesivo, con la falta trivialísima que es que un niño se levante de noche para ir, a escondidas, a comer un pastelillo, pudiendo siempre, si lo atrapan, alegar como disculpa el hambre, lo que de este episodio de las sandalias no puede decirse, salvo que se trate de otra especie de hambre que no sabríamos, nosotros, explicar. En la cabeza de María surgió después otra idea, la de que el hijo era ahora el jefe de familia, y, siendo así, estaba bien que ella, su madre y subordinada, pusiese todo su empeño en mostrarle el respeto y la atención convenientes, como sería, por ejemplo, interesarse por aquel mal de espíritu que lo atribuló en el sueño, Has soñado con tu padre, preguntó, y Jesús hizo como si no la hubiera oído, volvió la cara para el otro lado, pero la madre, firme en su propósito, insistió, Has soñado, no esperaba que el hijo le respondiera primero, Sí, y luego No, y que se le cargara la expresión de aquel modo, que parecía como si tuviera otra vez ante sus ojos al padre muerto. Prosiguieron callados el camino y al llegar a casa María se puso a cardar lana, pensando ya que, por necesidad del sustento de la familia, tendría que empezar a hacerlo para la calle, aprovechando la buena mano que tenía para aquel menester. A su vez, Jesús, que mirara al cielo confirmando las buenas disposiciones del tiempo, se acercó al banco de carpintero que fuera de su padre y que estaba en el cobertizo, empezando a verificar, uno por uno, los trabajos interrumpidos y luego el estado de las herramientas, con lo que María se alegró mucho en su corazón, al ver que el hijo se tomaba tan en serio, desde este primer día, sus nuevas responsabilidades.

Cuando los más pequeños volvieron de la sinagoga y se juntaron todos para comer, sólo un observcador atentísimo se daría cuenta de que esta familia sufrió hace pocas horas la pérdida de su jefe natural, marido y padre, pues salvo Jesús, cuyas negras cejas, fruncidas, siguen un pensamiento escondido, los demás, incluida María, parecen tranquilos, con una serenidad compuesta, porque está escrito, Llora amargamente y rompe en gritos de dolor, observa el luto según la dignidad del muerto, un día o dos por causa de la opinión pública, después consuélate de tu tristeza, y escrito está también, No debes entregar tu corazón a la tristeza, sino que debes apartarla de ti, recuerda tu fin, no te olvides de él, porque no habrá retorno, en nada beneficiarás al muerto y sólo te causarás daño a ti mismo. Aún es pronto para risas, que a su tiempo vendrán, como los días vienen tras los días y las estaciones tras las estaciones, pero la mejor lección es la del Eclesiastés, que dice, Por eso alabé la alegría, porque para el hombre no hay nada mejor bajo el sol que comer, beber y divertirse, esto es lo que lo acompaña en sus trabajos durante los días que Dios le conceda bajo el sol. Por la tarde, Jesús y Tiago subieron a la azotea de la casa para tapar con paja amasada en barro las hendiduras del tejado, por las que, durante toda la noche, estuvo goteando el agua, a nadie le sorprenderá que entonces no se hablara de tan humildes pormenores de nuestra vida cotidiana, la muerte de un hombre, inocente o no, siempre deberá prevalecer sobre todas cosas.

Otra noche llegó, otro día comenzaba, cenó la familia como pudo y se acostó en las esteras. De madrugada María despertó despavorida, no era ella quien soñaba, no, sino el hijo, y ahora con llanto y con gemidos que cortabaqn el corazón, de tal modo que despertaron también a los hermanos mayores, a los otros sería preciso mucho más para arrancarlos del sueño profundo que es el de la inocencia a estas edades. María corrió en auxilio del hijo que se debatía, con los brazos alzados, como si intentara defenderse de golpes de espada o de lanza, poco a poco se fue calmando, o porque se retiraron los salteadores o porque se le estaba acabando la vida. Jesús abrió los ojos, se agarró con fuerza a la madre como si no fuera el hombrecito que es, cabeza de familia, que hasta un hombre adulto, si llora, se transforma en criatura, no lo quieren confesar, pobres tontos, pero el dolorido corazón se mece en las lágrimas. Qué tienes, hijo mío, qué tienes, le preguntó María, inquieta, y Jesús no podía responder, o no quería, una crispación, en la que nada había de niño, sellaba sus labios, Dime qué has soñado, insistió María, y, como intentando abrirle un camino, Has visto a tu padre, el muchacho hizo un brusco gesto negativo, luego se soltó de sus brazos y se dejó caer en la estera, Vete a dormir, dijo, y dirigiéndose a los hermanos, No es nada, dormid, estoy bien. María regresó junto a las hijas, pero se quedó, casi hasta el amanecer, con los ojos abiertos, atenta, esperando a cada momento que el sueño de Jesús se repitiese, qué sueño habría sido ese para tan gran abatimiento, pero no ocurrió nada. No pensó María que su hijo podría estar despierto sólo para no volver a soñar, en lo que sí pensó fue en la coincidencia, en verdad singular, de que Jesús, que siempre había tenido el sueño tranquilo, hubiera empezado con las pesadillas al morir el padre, Señor, Dios mío, que no sea el mismo sueño, imploró, el sentido común le decía, para su tranquilidad, que los sueños no se legan ni se heredan, muy engañada está, que no ha sido necesario que los hombres se comunicaran unos a otros los sueños que sueñan para que los anden soñando inguales de padres a hijos y a las mismas horas. Al fin amaneció, se iluminó la rendija de la puerta. Cuando despertó, María vio que el lugar del hijo mayor estaba vacío, Adónde habrá ido, pensó, se levantó, rápidamente, abrió la puerta y miró afuera, Jesús estaba sentado debajo del alpendre, en la paja del suelo, con la cabeza en los brazos y los brazos sobre las rodillas, inmóvil. Estremecida por el aire frío de la mañana y también, aunque de esto apenas se diera cuenta, por la visión de la soledad del hijo, la madre se aproximó a él, Estás enfermo, preguntó, y el muchacho levantó la cabeza, No, no estoy enfermo, Entonces, qué te pasa, Son mis sueños, Sueños, dices, Un sueño solo, el mismo esta noche y la otra, Has soñado con tu padre en la cruz, Ya te dije que no, sueño con mi padre, pero no lo veo, Me habías dicho que no soñaste con él, Porque no lo veo, pero estoy seguro de que está en el sueño, Y qué sueño es ese que te atormenta. Jesús no respondió de inmediato, miró a la madre con una expresión desamparada y María sintió como si un dedo le tocase el corazón, allí estaba su hijo, con aquella cara aún de niño, la mirada mortecina de no haber dormido y el primer bozo de hombre, tiernamente ridículo, era su hijo primogénito, a él se confiaba y entregaba para el resto de sus días, Cuéntamelo todo, le pidió, y Jesús dijo al fin, Sueño que estoy en una aldea que no es Nazaret y que tú estás conmigo, pero no eres tú porque la mujer que en el sueño es mi madre tiene una cara diferente, hay otros niños de mi edad, no sé cuántos, y mujeres que son las madres, pero no sé si las verdaderas, alguien nos reunió a todos en la plaza, estamos esperando a unos soldados que vienen a matarnos, los oímos en el camino, se acercan pero no los vemos, en ese momento aún no tengo miedo, sé que es un sueño malo, nada más, pero de repene tengo la seguridad de que mi padre viene con los soldados, me vuelvo hacia ti para que me defiendas, aunque no estoy tan seguro de que seas tú, pero tú te has ido, todas las madres se han ido, sólo quedamos nosotros, que ya no somos muchachos, sino niños muy pequeños, yo estoy tumbado en el suelo y empiezo a llorar, y los otros lloran todos, pero yo soy el único que tiene un padre que viene con los soldados, miramos a la entrada de la plaza, sabemos que vendrán por allí, y no entran, estamos a la espera de que entren, pero no entran, y es todavía peor, los pasos se aproximan, es ahora y no es, no llega a ser, entonces me veo a mí mismo como soy ahora, dentro del niño pequeño que también soy, y empiezo a hacer un gran esfuerzo para salir de él, es como si estuviese atado de pies y manos, te llamo pero te has ido, llamo a mi padre, que viene a matarme, y en ese momento me desperté, esta noche y la otra. María estaba horrorizada, tras las primeras palabras, apenas percibió el sentido del sueño, bajó los ojos doloridos, estaba ocurriendo lo que tanto temiera, contra toda lógica y razón Jesús había heredado el sueño del padre, no exactamente de la misma manera, sino como si padre e hijo, cada uno en su lugar, lo estuviesen soñando al mismo tiempo. Y tembló de auténtico pavor cuando oyó que el hijo le preguntaba, Qué sueño era aquel que mi padre tenía todas las noches, Bueno, una pesadilla, como tanta gente, Pero esa pesadilla, qué era, no lo sé, nunca me lo dijo, Madre, no debes ocultar la verdad a tu hijo, No sería bueno para ti saberlo, Qué puedes tú saber de lo que es bueno o malo para mí, Respeta a tu madre, Soy tu hijo, tienes mi respeto, pero ahora estás ocultándome algo que es de mi vida, No me obligues a hablar, Un día le pregunté a mi padre cuál era su sueño y me dijo que ni yo podía hacerle todas las preguntas, ni él darme todas las respuestas, Ya ves, acepta las palabras de tu padre, Las acepté mientras vivió, pero ahora soy el jefe de la familia, he heredado de él una túnica, unas sandalias y un sueño, con esto podría irme ya por el mundo, pero tengo que saber qué sueño llevaría conmigo, Hijo mío, tal vez no vuelvas a soñarlo. Jesús miró a los ojos de su madre, la forzó a mirarlo también, y dijo, Renunciaré a saberlo si la próxima noche no vuelve, si no vuelve nunca más, pero, si se repite, júrame que me lo dirás todo, Lo juro, respondió María, que ya no sabía cómo defenderse de la insistencia y la autoridad del hijo. En el silencio de su angustiado corazón, ascendió una llamada a Dios, sin palabras, o, si las tuviera, podrían ser, Pásame, Señor, a mí, este sueño, que hasta el día de mi muerte tenga que sufrirlo yo en todos los instantes, pero mi hijo, no, mi hijo, no. Dijo Jesús, Recordarás lo que prometiste, Lo recordaré, respondió María, pero se iba repitiendo para sí, Mi hijo, no, mi hijo, no.

Mi hijo, sí. Vino la noche, de madrugada cantó un gallo negro y el sueño se repitió, el morro del primer caballo apareció en la esquina. María oyó los gemidos de su hijo, pero no fue a consolarlo. Y Jesús, temblando, bañado en el sudor del miedo, no necesitó preguntar para saber que también su madre se había despertado, Qué me dirá ahora, pensó, mientras María, por su parte, pensaba, Cómo voy a contárselo, y buscaba maneras de no decírselo todo. Por la mañana, cuando se levantaron, Jesús le dijo a su madre, Voy contigo a llevar a mis hermanos a la sinagoga, después vendrás tú conmigo al desierto, pues tenemos que hablar. A la pobre María, mientras preparaba la comida de los hijos, se le caían las cosas de las manos, pero el vino de la agonía estaba servido y ahora había que beberlo. Los más pequeños estaban ya en la escuela, madre e hijo salieron de la aldea y allí, en el descampado, se sentaron debajo de un olivo, nadie, a no ser Dios, si anda por estos sitios, podrá oír lo que dijeron, las piedras no hablan, lo sabemos, ni siquiera batiéndolas unas contra otras, y en cuanto a la tierra profunda, ella es el lugar donde todas las palabras se convierten en silencio.

Jesús dijo, Cumple lo que juraste, y María respondió sin rodeos, Tu padre soñaba que iba de soldado, con otros soldados, a matarte, A matarme, Sí, Ese es mi sueño, Sí, confirmó ella aliviada, no ha sido tan complicado, pensó, y en voz alta, Ahora ya lo sabes, volvámonos a casa, los sueños son como las nubes, vienen y van, por querer tanto a tu padre heredaste su sueño, pero él no te mató, ni te mataría nunca, aunque recibiera una orden del Señor, en el último momento el ángel le detendría la mano, como hizo con Abraham cuando iba a sacrificar a su hijo Isaac, No hables de lo que no sabes, cortó secamente Jesús, y María vio que el vino amargo tendría que ser bebido hasta el fin, Consiente que al menos yo sepa que nada se puede oponer a la voluntad del Señor, cualquiera que ella sea, y que si la voluntad del Señor es ahora una, y luego es otra, contraria, ni tú ni yo somos parte en la contradicción, respondió María, y, cruzando las manos en el regazo, se quedó a la espera. Jesús dijo, Responderás a todas las preguntas que yo te haga, Responderé, dijo María, desde cuándo empezó mi padre a tener ese sueño, Hace muchos años, Cuántos, Desde que naciste, Todas las noches lo soñó, Sí, creo que todas las noches, en los últimos tiempos ya ni me despertaba, una se acostumbra, Nací en Belén de Judea, Así es, Qué ocurrió en mi nacimiento para que mi padre soñase que me iba a matar, No fue en tu nacimiento, Pero tú has dicho, El sueño apareció unas semanas después, y qué pasó entonces, Herodes mandó matar a los niños de Belén que tuvieran menos de tres años, Por qué, No lo sé, Mi padre lo sabía, No, Pero a mí no me mataron, Vivíamos en una cueva fuera de la aldea, Quieres decir que los soldados no me mataron porque no llegaron a verme, Sí, Mi padre era soldado, Nunca fue soldado, Qué hacía entonces, Trabajaba en las obras del Templo, No lo entiendo, Estoy respondiendo a tus preguntas, Si los soldados no llegaron a verme, si vivíamos fuera de la aldea, si mi padre no era soldado, si no tenía responsabilidad alguna, si ni siquiera sabía por qué mandó Herodes matar a los niños, Sí, tu padre no sabía por qué mandó matar Herodes a los niños, Entonces, Nada, si no tienes otras preguntas que hacerme, yo no tengo más respuestas que darte, Me ocultas algo, O tú no eres capaz de ver. Jesús se quedó callado, sentía que se sumía, como agua en suelo seco, la autoridad con que había hablado a su madre, mientras que en un rincón cualquiera de su alma, le parecía ver desenroscarse una idea innoble, de líneas que se movían aún, pero monstruosa desde el mismo momento de nacer. Por la ladera de una colina cercana pasaba un rebaño de ovejas, tanto ellas como el pastor tenían color de tierra, eran tierra moviéndose sobre la tierra. El rostro tenso de María se abrió en una expresión de sorpresa, aquel pastor alto, aquella manera de andar, tantos años después y en este justo momento, qué señal será, clavó en él los ojos y dudó, ahora era un vulgar vecino de Nazaret que llevaba unas pocas ovejas a los pastos, tan sucias ellas como él. En el espíritu de Jesús acabó de formarse la idea, quería salir fuera del cuerpo, pero la lengua se le trababa, por fin, con una voz temerosa de sí misma dijo, Mi padre sabía que los niños iban a ser muertos, No era una pregunta y por eso María no tuvo que responder, Cómo lo supo, ahora sí era una pregunta, Estaba trabajando en las obras del Templo, en Jerusalén, cuando oyó que unos soldados hablaban de lo que iban a hacer, Y después, Vino corriendo para salvarte, Y después, Pensó que sería mejor que no huyéramos y nos quedamos en la cueva, Y después, Nada más, los soldados hicieron lo que les habían mandado y se marcharon, Y después, Después nos volvimos a Nazaret, Y empezó el sueño, La primera vez fue en la cueva. Las manos de Jesús se alzaron de repente hasta el rostro como si quisieran desgarrarlo, su voz se soltó en un grito irremediable, Mi padre mató a los niños de Belén, Qué locura estás diciendo, los mataron los soldados de Herodes, No, los mató mi padre, los mató José, hijo de Heli, que sabiendo que los niños iban a ser muertos no avisó a los padres, y cuando estas palabras fueron dichas, quedó también perdida toda esperanza de consuelo. Jesús se tiró al suelo, llorando, Los inocentes, los inocentes, decía, parece mentira que un simple muchacho de trece años, edad en la que el egoísmo fácilmente se explica y se disculpa, pueda haber sufrido tan fuerte conmoción a causa de una noticia que, si tenemos en cuenta lo que sabemos de nuestro mundo contemporáneo, dejaría indiferente a la mayor parte de la gente. Pero las personas no son todas iguales, hay excepciones para el bien y para el mal y ésta es sin duda de las mejores, un muchachito llorando por un antiguo error cometido por su padre, tal vez esté llorando también por sí mismo, si, como parece, amaba a ese padre dos veces culpado.

María tendió la mano al hijo, quiso tocarle, pero él esquivó el cuerpo, No me toques, mi alma tiene una herida, Jesús, hijo mío, No me llames hijo tuyo, tú también tienes la culpa. Son así los juicios de la adolescencia, radicales, verdaderamente María era tan inocente como los niños asesinados, los hombres, hermana mía, son quienes lo deciden todo, llegó mi marido y dijo, Vámonos de aquí en seguida, luego enmendó, No nos vamos, sin más explicaciones, fue necesario que le preguntase, Qué gritos son esos, María no respondió al hijo, sería tan fácil demostrarle que no era culpable, pero pensó en su marido crucificado, también él muerto inocente, y sintió, con lágrimas y vergüenza, que lo amaba ahora mucho más que de vivo, y por eso se calló, la culpa que llevó uno puede llevarla el otro. Dijo María, Vámonos a casa, ya no tenemos nada que decirnos aquí, y el hijo le respondió, Vete tú, yo me quedo. Parecía que se había perdido el rastro de las ovejas y el pastor, el desierto era realmente un desierto y hasta las casas lejanas, dispersas como al azar por la ladera abajo, parecían grandes piedras talladas de una cantera abandonada que poco a poco se fueran enterrando en el suelo.

Cuando María desapareció en la hondura cenicienta de una vaguada, Jesús, de rodillas, gritó, y todo el cuerpo le ardía como si estuviese sudando sangre, Padre, padre mío, por qué me has abandonado, porque eso era lo que el pobre muchacho sentía, abandono, desesperación, la soledad infinita de otro desierto, ni padre, ni madre, ni hermanos, un camino de muertos iniciado. De lejos, sentado en medio de las ovejas y confundido con ellas, el pastor lo miraba.

Pasados dos días, Jesús se fue de casa. Durante este tiempo, se podrían contar las palabras que pronunció y las noches las pasó en claro, porque no podía dormir. Imaginaba la horrible matanza, los soldados entrando en las casas y rebuscando en las cunas, las espadas golpeando o clavándose en los tiernos cuerpos descubiertos, las madres en locos gritos, los padres bramando como toros encadenados, se imaginaba a sí mismo también, en una cueva que nunca había visto, y en esos momentos, como densas y lentas olas que lo sumergieran, sentía el deseo inexplicable de estar muerto, al menos de no estar vivo. Le obsesionaba una pregunta que no hizo a su madre, cuántos fueron los niños muertos, él imaginaba que habrían sido muchos, unos sobre otros amontonados, como corderos degollados y arrojados al monte, a la espera de la gran hoguera que los iría consumiendo y llevando al cielo convertidos en humo.

Pero, no habiendo hecho la pregunta en su momento, le parecía ahora de mal gusto, si entonces esta expresión se usaba, ir a su madre y decirle, Madre, el otro día me olvidé de preguntarte cuántos habían sido los niños que pasaron de ésta a mejor vida en Belén, y ella respondería, Ay, hijo, no pienses en eso, que ni a treinta llegaron, y si murieron fue porque el Señor así lo quiso, que en su poder estaba evitarlo si conviniese. Jesús se preguntaba a sí mismo, incesantemente, Cuántos, miraba a sus hermanos y preguntaba, Cuántos, quería saber qué cantidad de cuerpos muertos fue necesario poner en el otro platillo para que el fiel de la balanza declarase equilibrada su vida salvada.

En la mañana del segundo día, Jesús le dijo a su madre, No tengo paz ni descanso en esta casa, quédate tú con mis hermanos, yo me voy. María alzó las manos al cielo, llorosa y escandalizada, Qué es esto, qué es esto, abandonar un hijo primogénito a su madre viuda, dónde se ha visto, adiós mundo, cada vez peor, por qué, por qué si ésta es tu casa y tu familia, cómo vamos a vivir nosotros si tú no estás, y dijo Jesús, Tiago sólo tiene un año menos que yo, él se encargará de todo, como lo habría hecho yo al faltar tu marido, Mi marido era tu padre, No quiero hablar de él, no quiero hablar de nada más, dame tu bendición para el viaje si quieres, de todas formas me voy, Y adónde irás, hijo mío, No lo sé, tal vez a Jerusalén, tal vez a Belén, a ver la tierra donde nací, Pero allí nadie te conoce, Mejor para mí, dime, madre, qué crees que me harían si supieran quién soy, Cállate, que te oyen tus hermanos, Un día también ellos sabrán la verdad, Y ahora, por esos caminos, con los romanos que andan buscando guerrilleros de Judas, vas al encuentro del peligro, Los romanos no son peores que los soldados del otro Herodes, seguro que no caerán sobre mí espada en mano para matarme ni me clavarán en una cruz, no he hecho nada, soy inocente, También lo era tu padre y ya ves lo que le ocurrió, Tu marido murió inocente, pero no vivió inocente, Jesús, el demonio está hablando por tu boca, Cómo puedes tú saber que no es Dios quien habla por mi boca, No pronunciarás el nombre de Dios en vano, Nadie puede saber cuándo es pronunciado en vano el nombre del Señor, no lo sabes tú, no lo sé yo, sólo el Señor hará la distinción y nosotros no comprendemos sus razones, Hijo mío, Di, No sé adónde has ido a buscar esas ideas, esa ciencia, tan joven, Y yo no sabría decírtelo, tal vez los hombres nazcan con la verdad dentro de sí y si no la dicen es porque no creen que sea la verdad, Realmente te quieres ir, Sí, quiero irme, Y volverás, No lo sé, Si quieres, si esto te atormenta, vete a Belén, a Jerusalén, al Templo, habla con los doctores, pregúntales, ellos te iluminarán y tú volverás con tu madre y tus hermanos que te necesitan, No prometo volver, Y de qué vivirás, tu padre no duró lo bastante para enseñarte el oficio todo, Trabajaré en el campo, seré pastor, pediré a los pescadores que me dejen ir con ellos al mar, No quieras ser pastor, Por qué, No lo sé, es un sentir mío, Seré lo que tenga que ser y ahora, madre, No puedes irte así, tengo que prepararte comida para el camino, dinero hay poco, pero algo habrá, llévate la alforja de tu padre, suerte que él la dejó aquí, Me llevaré la comida, pero la alforja no, Es la única que tenemos en casa, tu padre no tenía lepra ni sarna que se te peguen, No puedo, Un día llorarás por tu padre y no lo tendrás, Ya he llorado, Llorarás más y entonces no querrás saber qué culpas tuvo, a estas palabras de su madre ya no respondió Jesús. Los hermanos mayores se le acercaron preguntando, te vas de verdad, nada sabían de las razones secretas de la conversación entre la madre y él, Tiago dijo, Me gustaría ir contigo, a éste le gustaba la aventura, el riesgo, los viajes, un horizonte diferente, Tienes que quedarte, respondió Jesús, alguien tendrá que cuidar de nuestra madre viuda, le salió la palabra sin querer, incluso se mordió el labio como para retenerla, pero lo que no pudo retener fueron las lágrimas, el recuerdo vivo de su padre, inesperado, lo alcanzó como un chorro de luz insoportable.

Jesús partió después de haber comido con toda la familia reunida. Se despidió de los hermanos, uno por uno, se despidió de la madre que lloraba, le dijo, sin entender por qué, De un modo u otro, siempre volveré, y echándose la alforja al hombro, atravesó el patio y abrió la cancela que daba al camino. Allí se detuvo, como si reflexionase sobre lo que estaba a punto de hacer, dejar la casa, la madre, los hermanos, cuántas y cuántas veces, en el umbral de una puerta o de una decisión, un súbito y nuevo argumento, o que como tal ha sido configurado por la ansiedad del momento, nos hace enmendar la mano, dar lo dicho por no dicho. Así lo pensó también María, ya una jubilosa sorpresa empezaba a reflejarse en su cara, pero fue sol de poca duración, porque el hijo, antes de volverse atrás, posó la alforja en el suelo, al cabo de una larga pausa durante la cual pareció debatir en su intimidad un problema de solución difícil.

Jesús pasó entre los suyos sin mirarlos y entró en la casa.

Cuando volvió a salir, instantes después, llevaba en la mano las sandalias del padre. Callado, manteniendo los ojos bajos, como si el pudor o una oculta vergüenza no le dejasen enfrentarse con otra mirada, metió las sandalias, en la alforja y, sin más palabras o gestos, salió. María corrió hacia la puerta, fueron con ella todos los hijos, los mayores haciendo como que no le daban mucha importancia al caso, pero no hubo gestos de despedida, porque Jesús no se volvió ni una vez. Una vecina que pasaba y presenció la escena, preguntó, Adónde va tu hijo, María, y María respondió, Ha encontrado trabajo en Jerusalén, va a quedarse allí durante un tiempo, es una descarada mentira, como sabemos, pero en esto de mentir y decir la verdad hay mucho que opinar, lo mejor es no arriesgar juicios morales perentorios porque, si damos tiempo al tiempo, siempre llega un día en el que la verdad se vuelve mentira y la mentira verdad.

Aquella noche, cuando todos en la casa estaban durmiendo, menos María, que pensaba en cómo y dónde estaría a aquella hora su hijo, si a salvo en un caravasar, si a cubierto de un árbol, si entre las piedras de un berrocal tenebroso, si en poder de los romanos, que no lo permita el Señor, oyó ella que rechinaba la cancela del camino y el corazón le dio un salto, Es Jesús que vuelve, pensó, y la alegría la dejó, en el primer momento, paralizada y confusa, Qué debo hacer, no quería ir a abrirle la puerta así, con modos de triunfadora, Al fin, ya ves, tanta crudeza contra tu madre y ni una noche has aguantado fuera, sería una humillación para él, lo más apropiado sería quedarse quieta y callada, fingir que estaba durmiendo, dejarlo entrar, si él quería acostarse silencioso en la estera sin decir, Aquí estoy, mañana fingiré asombro ante el regreso del hijo pródigo, que no será menor la alegría por ser breve la ausencia, la ausencia es también una muerte, la única e importante diferencia es la esperanza. Pero él tarda tanto en llegar a la puerta, quién sabe si en los últimos pasos se detuvo y vaciló, este pensamiento no puede María soportarlo, allí está la grieta de la puerta desde donde podrá mirar sin ser vista, tendrá tiempo de volver a la estera si el hijo se decide a entrar, estará a tiempo de correr a detenerlo si se arrepiente y vuelve atrás. De puntillas, descalza, María se aproximó y miró.

Estaba de luna la noche, el suelo del patio refulgía como agua. Una silueta alta y negra se movía lentamente, avanzando en dirección a la puerta, y María, apenas la vio, se llevó las manos a la boca para no gritar. No era su hijo, era, enorme, gigantesco, inmenso, el mendigo cubierto de andrajos como la primera vez y también como la primera vez, ahora quizá por efecto de la luna, súbitamente vestido de trajes suntuosos que un soplo poderoso agitaba. María, temerosa, permanecía agarrada a la puerta, Qué quiere, qué quiere, murmuraban sus labios trémulos, y de pronto no supo qué pensar, el hombre que dijo ser un ángel se desvió hacia un lado, estaba junto a la puerta, pero no entraba, lo que sí se oía era su respiración y luego un ruido como de algo que se desgarrara, como si una herida inicial de la tierra estuviera abriéndose cruelmente hasta convertirse en boca abisal.

María no necesitó abrir ni preguntar para saber lo que ocurría tras de la puerta. La silueta maciza del ángel volvió a aparecer, durante un instante tapó con su gran cuerpo el campo de visión de María y luego, sin mirar a la casa, se alejó hacia la cancela, llevándose consigo, entera, de la raíz a la hoja más extrema, la planta enigmática nacida, trece años antes, en el mismo lugar donde enterraron la escudilla. La cancela se abrió y se cerró, entre un movimiento y otro el ángel se transformó y apareció el mendigo, desapareció quienquiera que fuese al otro lado del muro, arrastrando las largas hojas como una serpiente emplumada, ahora sin sombra de ruido, como si lo que sucedió no hubiese sido más que sueño e imaginación.

María abrió la puerta lentamente y, temerosa, se asomó. El mundo, desde el alto e inaccesible cielo, era todo claridad. Allí cerca, junto a la pared de la casa, estaba el negro agujero de donde la planta fue arrancada y, a partir del borde hasta la cancela, un rastro de luz mayor centelleaba como una vía láctea, si ese nombre tenía entonces, que el de Camino de Santiago no puede ser, pues quien ha de darle el nombre es por ahora un muchachito de Galilea, más o menos de la edad de Jesús, sabe Dios dónde estarán, uno y otro, a estas horas. María pensó en su hijo, pero sin que esta vez sintiera el corazón oprimido por el miedo, nada malo podría ocurrirle bajo un cielo así, bello, sereno, insondable, y esta luna, como un pan hecho de luz, alimentando las fuentes y las savias de la tierra. Con el alma tranquila, María atravesó el patio, pisando sin temor las estrellas del suelo, y abrió la cancela. Miró fuera, vio que el rastro acababa poco más allá, como si la potencia iridiscente de las hojas se hubiera extinguido o, delirio nuevo de la fantasía de esta mujer que ya no podrá invocar la disculpa de estar grávida, como si el mendigo hubiera recobrado su figura de ángel, usando al fin, por tratarse de ocasión muy especial, sus alas. María ponderó íntimamente estos raros sucesos y los encontró sencillos, naturales y justificados, tanto como estar viendo sus propias manos a la luz de la luna. Regresó entonces a casa, tomó del gancho de la pared el candil y fue a iluminar la amplia boca que en la tierra había dejado la planta arrancada. En el fondo estaba la escudilla vacía. Metió la mano en el agujero y la sacó fuera, era la escudilla común que recordaba, sólo con un poquito de tierra dentro, pero apagadas sus lumbres, un prosaico utensilio doméstico que regresaba a sus originales funciones, de ahora en adelante volverá a servir la leche, el agua y el vino, de acuerdo con el apetito y lo que haya para echarle, muy cierto es lo que se ha dicho, que cada persona tiene su hora y cada cosa su tiempo.

Jesús gozó del abrigo de un techo en ésta su primera noche de viajero. El crepúsculo le salió al camino a la vista de una aldehuela que se alza poco antes de la ciudad de Jenin, y su suerte, que tan malos anuncios le viene prometiendo y cumpliendo desde que nació, quiso, por esta vez, que los moradores de la casa, donde, sin mucha esperanza, se presentó pidiendo posada, fuesen gente compasiva, de la que pasaría el resto de su vida presa de remordimientos si dejara a un muchacho como éste a la intemperie toda la noche, más en una época tan perturbada de guerras y asaltos, cuando por nada se crucifican almas y se acuchilla a niños inocentes.

Jesús declaró a sus bondadosos alojadores que venía de Nazaret y que iba a Jerusalén, pero no repitió la mentira avergonzada que alcanzó a oír en boca de su madre, que iba a trabajar en un oficio, sólo dijo que llevaba recado de interrogar a los doctores del Templo sobre un punto de la Ley que mucho importaba a su familia. Se sorprendió el dueño de la casa de que misión de tanta importancia hubiera sido encomendada a mancebo tan joven, aunque, como claramente se veía, ya entrado en la madurez religiosa, y Jesús explicó que tuvo que ser así, dado que él era el varón mayor de la familia, pero sobre el padre no dijo una palabra.

Cenó con los de la casa y luego durmió en el cobertizo del patio, porque no había allí mejor acomodo para huéspedes de paso. Mediada la noche, el sueño volvió a acometerlo, pero con una diferencia del que venía soñando, y era que el padre y los soldados no se aproximaban tanto, ni siquiera el morro del caballo apareció tras la esquina, pero no se engañe quien juzgue que por esto fueron menores la agonía y el pavor, pongámonos en el lugar de Jesús, soñar que nuestro propio padre, aquel que nos dio el ser, viene ahí con la espada desenvainada para matarnos. Nadie en la casa se enteró de la pasión que a pocos pasos se representaba, Jesús, incluso durmiendo, había aprendido ya a dominar el miedo, la conciencia acosada le ponía, como último recurso, la mano en la boca y los gritos vibraban terriblemente, pero en silencio, sólo en el interior de su cabeza. A la mañana siguiente, Jesús compartió la primera comida del día, agradeciendo y alabando luego a sus bienhechores con una compostura tan seria y palabras tan apropiadas que toda la familia, sin excepción, se sintió por unos momentos como participando de la inefable paz del Señor, aunque no pasaban ellos de ser unos desconsiderados samaritanos. Se despidió Jesús y partió, llevando en sus oídos la última oración pronunciada por el dueño de la casa, fue ésta, Bendito seas tú, Señor nuestro Dios, rey del universo, que diriges los pasos del hombre, a lo que respondió él rezando a aquel mismo Señor, Dios y Rey que provee todas las necesidades, demostración que la experiencia de la vida viene haciendo todos los días persuasivamente, conforme a la justísima regla de la proporción directa, que manda dar más a quien más tiene.

Lo que faltaba del camino para llegar a Jerusalén no fue tan fácil. En primer lugar, hay samaritanos y samaritanos, lo que quiere decir que ya en este tiempo no bastaba una golondrina para hacer primavera y que, cuando menos, se precisan dos, de las golondrinas hablamos, no de las primaveras, con la condición de que sean macho y hembra fértiles y que tengan descendencia. Las puertas a las que Jesús fue llamando no volvieron a abrirse, y el remedio del viajero fue dormir por ahí, solo, una vez bajo una higuera, de esas de ancha copa y un poco rastreras como una saya rodada, otra vez protegido por una caravana a la que se unió y que, estando lleno el caravasar próximo, tuvo, felizmente para Jesús, que armar campamento en campo abierto. Dijimos felizmente porque, cuando solo y sin compañía viajaba Jesús por los desiertos montes, el pobre joven fue asaltado por dos maleantes, cobardes y sin perdón, que le robaron el poco dinero que tenía, siendo ésta la causa de que no pudiera acogerse Jesús a albergues y hospedajes que, según las leyes de un sano comercio, no dan techo sin pago ni albergue sin dinero. Lástima fue que allí no hubiera alguien para apiadarse, para mirar el desamparo del pobrecillo cuando los ladrones se fueron, para colmo riéndose de él, con todo aquel cielo encima y las montañas rodeándolo, el infinito universo desprovisto de significación moral, poblado de estrellas, ladrones y crucificadores. Y no nos contraponga, por favor, el argumento de que un chiquillo de trece años nunca tendría la sapiencia científica o el prurito filosófico, ni siquiera la mera experiencia de la vida que tales reflexiones presupondrían, y que éste, en especial, pese a venir informado por sus estudios en la sinagoga y una declarada agilidad mental, sobre todo en los diálogos en que tomó parte, no habrá justificado, en dichos y en hechos, la particular atención de que le hacemos objeto.

Hijos de carpinteros no faltan en estas tierras, tampoco faltan hijos de crucificados, pero, suponiendo que otro de ellos hubiera sido elegido, no dudemos que, quienquiera que fuese, tanta abundancia de materias aprovechables nos hubiera dado ese como éste nos está dando. En primer lugar porque, como ya no es secreto para nadie, todo hombre es un mundo, bien por las vías de lo trascendente, bien por las vías de lo inmanente, y en segundo lugar porque esta tierra siempre fue distinta de las otras, basta ver la cantidad de gente de alta, media o baja condición que por aquí anduvo predicando o profetizando, empezando por Isaías y acabando por Malaquías, nobles, sacerdotes, pastores, de todo ha habido un poco, por eso conviene que seamos prudentes en nuestras opiniones, los humildes comienzos del hijo de un carpintero no nos dan derecho a pronunciar juicios prematuros que, al parecer definitivos, pueden comprometer una carrera. Este muchacho que va camino de Jerusalén, cuando la mayoría de los de su edad aún no arriesgan un pie fuera de la puerta, quizá no sea exactamente un águila de perspicacia, un portento de inteligencia, pero es merecedor de nuestro respeto, tiene, como él mismo declaró, una herida en el alma y, no permitiéndole su naturaleza esperar que la sane el simple hábito de vivir con ella, hasta llegar a cerrarse esa cicatriz benévola que es el no pensar, se fue a buscar por el mundo, quién sabe si para multiplicar sus heridas y hacer con todas ellas juntas un único y definitivo dolor.

Es posible que estas suposiciones parezcan inadecuadas, no sólo a la persona sino también al tiempo y al lugar, osando imaginar sentimientos modernos y complejos en la cabeza de un aldeano palestino nacido tantos años antes de que Freud, Jung, Groddeck y Lacan vinieran al mundo, pero nuestro error, permítasenos la presunción, no es ni craso ni escandaloso, si tenemos en cuenta el hecho de que abundan, en los escritos que a estos judíos sirven de alimento espiritual, ejemplos tales y tantos que nos autorizan a pensar que un hombre, sea cual sea la época en que viva o haya vivido, es mentalmente contemporáneo de otro hombre de otra época cualquiera. Las únicas e indudables excepciones conocidas fueron Adán y Eva, y no por haber sido el primer hombre y la primera mujer, sino porque no tuvieron infancia. Y que no vengan la biología y la psicología a protestar de que en la mentalidad de un hombre de Cromagnon, para nosotros inimaginable, ya estaban iniciados los caminos que habían de llevar a la cabeza que hoy cargamos sobre los hombros. Es un debate que nunca podría caber aquí, porque de aquel hombre de Cromagnon no se habla en el libro del Génesis, que es la única lección sobre los inicios del mundo por donde Jesús aprendió.

Distraídos por estas reflexiones, no del todo desdeñables en relación a las esencialidades del evangelio que venimos explicando, nos olvidamos de acompañar, como sería nuestro deber, lo que aún faltaba del viaje del hijo de José a Jerusalén, a cuya vista ahora mismo acaba de llegar, sin dinero, pero a salvo, con los pies castigados por la larga jornada, pero tan firme de corazón como cuando salió por la puerta de su casa, hace tres días. No es ésta la primera vez que viene, por eso no se le exalta el corazón más de lo que es de esperar de un devoto para quien su dios ya se le ha hecho familiar, o de eso va en camino. Desde este monte, llamado Getsemaní, que es lo mismo que decir de los Olivos, se ve, desdoblado magníficamente, el discurso arquitectónico de Jerusalén, templo, torres, palacios, casas de vivir, y tan próxima parece estar la ciudad de nosotros que tenemos la impresión de poder alcanzarla con los dedos, a condición de haber subido la fiebre mística tan alto que el creyente y padeciente de ella acabe por confundir las flacas fuerzas de su cuerpo con la potencia inagotable del espíritu universal. La tarde va a su fin, el sol cae por el lado del mar distante. Jesús comenzó a descender hacia el valle, preguntándose a sí mismo dónde dormirá esta noche, si dentro, si fuera de la ciudad, las otras veces que vino con el padre y la madre, en tiempo de Pascua, se quedó con la familia en tiendas fuera de los muros, mandadas armar benévolamente por las autoridades civiles y militares para acogida de peregrinos, separados todos, no sería preciso decirlo, los hombres con los hombres, las mujeres con las mujeres, los menores igualmente separados por sexos. Cuando Jesús llegó a las murallas, ya con el primer aire de la noche, estaban las puertas a punto de cerrarse pero los guardianes le permitieron entrar, tras él retumbaron las trancas de los grandes maderos, si Jesús tuviera alguna afligida culpa en la conciencia, de esas que en todo van encontrando indirectas alusiones a los errores cometidos, tal vez le viniera la idea de una trampa en el momento de cerrarse, unos dientes de hierro clavándose en la pierna de la presa, un capullo de baba envolviendo la mosca. Pero, a los trece años, los pecados no pueden ser ni muchos ni terribles, todavía no es el momento de matar ni robar, de levantar falso testimonio, de desear a la mujer del prójimo, ni su casa, ni sus campos, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su jumento, ni nada que le pertenezca, y siendo así, este muchacho va puro y sin mancha de error propio, aunque lleve ya perdida la inocencia, que no es posible ver la muerte y continuar como antes. Las calles se van quedando desiertas, es la hora de la cena en las familias, sólo quedan fuera los mendigos y los vagabundos, pero incluso esos ya se van recogiendo a los cobijos de sus gremios respectivos, a sus refugios corporativos, pronto empezarán a recorrer la ciudad las patrullas de soldados romanos en busca de los autores de desórdenes que hasta en la propia capital del reino de Herodes Antipas vienen a cometer sus protervias e iniquidades, pese a los suplicios que les esperan si son sorprendidos, como en Séforis se vio. En el fondo de la calle aparece una de esas rondas de noche iluminándose con hachones, desfilando entre un tintineo de escudos y de espadas, al compás de los pies calzados con sandalias de guerra. Oculto en un tabuco, el muchacho esperó a que la tropa desapareciera, luego buscó un sitio para dormir. Lo encontró, como calculaba, en las sempiternas obras del templo, un espacio entre dos grandes piedras ya aparejadas, sobre las cuales había una losa que hacía las veces de techo. Allí comió el último bocado de pan duro y mohoso que le quedaba, acompañándolo con unos pocos higos que sacó del fondo de la alforja. Tenía sed, pero se resignó a pasar sin beber. Al fin, tendió la estera, se tapó con el pequeño cobertor que formaba parte de su equipaje de viajero y, enroscado para protegerse del frío que entraba por un lado y otro del precario abrigo, pudo quedarse dormido. Estar en Jerusalén no le impidió soñar, pero no fue ganancia de poca monta el que, tal vez por la tan próxima presencia de Dios, el sueño se limitase a la repetición de las conocidas escenas, confundidas con el desfile de la ronda que había encontrado. Despertó cuando el sol acababa de nacer. Se arrastró fuera de su agujero, frío como una tumba, y, enrollado en la manta, miró ante él el caserío de Jerusalén, casas bajas, de piedra, tocadas por la luz rosada. Entonces, con una solemnidad mayor, por ser pronunciadas por boca del chiquillo que todavía es, dijo su oración, Gracias te doy, Señor, nuestro Dios, rey del universo, que, por el poder de tu misericordia, así me has restituido, viva y constante, mi alma. Ciertos momentos hay en la vida que deberían quedar fijados, protegidos del tiempo, no sólo consignados, por ejemplo, en este evangelio, o en pintura, o modernamente en foto, cine y video, lo que realmente interesaba era que el propio que los vivió o hizo vivir pudiese permanecer para siempre jamás a la vista de sus venideros, como sería, en este día de hoy, que fuéramos hasta Jerusalén para ver, con nuestros ojos visto, a este muchachito, Jesús hijo de José, enrollado en la corta manta de pobre, mirando las casas de Jerusalén y dando gracias al Señor por no haber perdido el alma aún esta vez.

Estando su vida en el principio, qué son trece años, es de prever que el futuro le haya reservado horas más alegres o tristes que ésta, más felices o desgraciadas, más amenas o trágicas, pero éste es el instante que recogeríamos para nosotros, la ciudad dormida, el sol parado, la luz intangible, un muchachiuto mirando las casas, enrollado en una manta, con una alforja a sus pies y el mundo todo, el de cerca y el de lejos, suspenso, a la espera. No es posible, se ha movido ya, el instante vino y pasó, el tiempo nos lleva hasta donde una memoria se inventa, fue así, no fue así, todo es lo que digamos que fue. Jesús camina ahora por las estrechas calles que se van llenando de gente, porque todavía es temprano para ir al Templo, los doctores, como en todas las épocas y lugares, no aparecen hasta más tarde. Ya no nota el frío, pero el estómago da señales, dos higos que le quedaban sirvieron sólo para abrir el flujo de saliva, el hijo de José tienen hambre.

Ahora sí le hace falta el dinero que le robaron aquellos malvados, pues la vida en la ciudad no es como la holganza de andar silbando por los campos a ver lo que dejaron los labradores que cumplen las leyes del Señor, verbi gratia, Cuando procedas a la siega de tu campo y te olvides algún haz, no vuelvas atrás para llevártelo, cuando varees tus olivos, no vuelvas para recoger lo que quedó en las ramas, cuando vendimies tu viña, no la repases para llevarte los racimos que quedaron, todo esto lo deberás dejar para que lo recojan los extranjeros, el huérfano y la viuda, recuerda que has sido esclavo en tierras de Egipto.

Pues bien, a esta gran ciudad, a pesar de que en ella Dios mandó edificar su morada terrestre, a Jerusalén no llegaron estos humanitarios reglamentos, razón por la que, para quien no traiga dineros en la bolsa, ni treinta ni tres, el remedio será siempre pedir, con el riesgo probable de verse rechazado por importuno, o robar, con el ciertísimo peligro de acabar sufriendo castigo de flagelación y cárcel, si no punición peor. Robar, este muchacho no puede, pedir, este muchacho no quiere, va posando los ojos aguados en las pilas de panes, en las pirámides de frutas, en los alimentos cocinados expuestos en tenderetes a lo largo de las calles y a punto está de desmayarse, como si todas las insuficiencias nutritivas de estos tres días, descontando la mesa del samaritano, se hubieran reunido en esta hora dolorosa, verdad es que su destino está en el Templo, pero el cuerpo, aunque defiendan lo contrario los partidarios del ayuno místico, recibirá mejor la palabra de Dios si el alimento ha fortalecido en él las facultades del entendimiento.

Tuvo suerte, un fariseo que venía de paso dio con el desfallecido mozo y de él se apiadó, el injusto futuro se encargará de difundir la pésima reputación de esta gente, pero en el fondo eran buenas personas, como se probó en este caso, Quién eres, le preguntó, y Jesús respondió, Soy de Nazaret de Galilea, Tienes hambre, el muchacho bajó los ojos, no necesitaba hablar, se le leía en la cara, No tienes familia, Sí, pero he venido solo, Te has escapado de casa, No, y realmente no se había escapado, recordemos que la madre y los hermanos le despidieron, con mucho amor, a la puerta de la casa, el que no se hubiera vuelto ni una sola vez no era señal de que huyera, así son nuestras palabras, decir un Sí o un No es, de todo, lo más simple y, en principio, lo más convincente, pero la pura verdad mandaría que se empezase dando una respuesta así medio dubitativa, Bueno, huir, huir, lo que se llama huir, no he huido, pero, y en este punto tendríamos que volver a oír toda la historia, lo que, tranquilicémonos, no sucederá, en primer lugar porque el fariseo, no teniendo que volver a aparecer, no necesita conocerla, en segundo lugar porque nosotros la conocemos mejor que nadie, basta pensar en lo poco que saben unas de otras las personas más importantes de este evangelio, véase que Jesús no lo sabe todo de su madre y de su padre, María no lo sabe todo del marido y del hijo y José, estando muerto, no sabe nada de nada.

Nosotros, al contrario, conocemos todo cuanto hasta hoy fue hecho, dicho y pensado, bien por ellos bien por otros, aunque tengamos que proceder como si lo ignorásemos, en cierto modo somos el fariseo que preguntó, Tienes hambre, cuando la pálida y enflaquecida cara de Jesús, por sí sola, significaba, No me preguntes, dame de comer. Fue lo que hizo el compasivo hombre, compró dos panes, que todavía venían calientes del horno, un cuenco de leche y sin decir palabra se los entregó a Jesús, mas ocurrió que al pasar de uno al otro, se les derramó un poco de líquido sobre las manos, entonces, en un gesto igual y simultáneo, que venía sin duda de la distancia de los tiempos naturales, ambos se llevaron la mano mojada a la boca para sorber la leche, gesto como el de besar el pan cuando cae al suelo, qué pena que no vuelvan a encontrarse más estos dos, que tan hermoso y simbólico pacto parecían haber firmado.

Volvió el fariseo a sus quehaceres, pero antes sacó de la bolsa dos monedas diciendo, Toma este dinero y vuelve a tu casa, el mundo es aún demasiado grande para ti. El hijo del carpintero sostenía en las manos el cuenco y el pan, de pronto había dejado de tener hambre, o la tenía, pero no la sentía, miraba al fariseo que se alejaba y sólo entonces dio las gracias, pero en voz tan baja que el otro no podría haberle oído, si fuera hombre que esperase gratitud pensaría que hizo el bien a un muchacho ingrato y sin educación. Allí mismo, en medio de la calle, Jesús, cuyo apetito regresó de un salto, comió su pan y bebió su leche y luego fue a entregar el cuenco vacío al vendedor, que le dijo, Está pagado, quédate con él, Es costumbre en Jerusalén comprar la leche con el cuenco, No, pero este fariseo lo ha querido así, nunca se sabe lo que un fariseo tiene en la cabeza, entonces puedo llevármelo, Te lo he dicho ya, está pagado.

Jesús envolvió el cuenco en la manta y lo metió en la alforja mientras pensaba que tenía que tener cuidado en adelante, que estos barros son frágiles, quebradizos, no pasan de ser un poco de tierra a la que la suerte ha dado precaria consistencia, como al hombre en definitiva. Alimentado el cuerpo, despierto el espíritu, Jesús orientó sus pasos hacia el Templo.

Había ya mucha gente en la explanada de la que partía la difícil escalera de acceso. A los dos lados, a lo largo de los muros, se encontraban los tenderetes de los buhoneros, otros donde se vendían los animales para el sacrificio, aquí y allá, dispersos, los cambistas con sus bancas, grupos que conversaban, gesticulantes mercaderes, guardias romanos a pie y a caballo vigilando, literas a hombros de esclavos y también los dromedarios, los asnos aplastados por la carga, por todas partes un griterío frenético, ahora los débiles balidos de corderos y cabritos, algunos iban transportados en brazos o en la espalda, como niños cansados, otros arrastrados por una cuerda atada al cuello, pero todos camino de la muerte a cuchilladas y de la consumición por el fuego.

Jesús pasó por el baño de purificación, subió luego la escalinata y, sin detenerse, atravesó el Atrio de los Gentiles. Entró en el Patio de las Mujeres por la puerta entre la Sala de los {óleos y la Sala de los Nazarenos y encontró lo que venía buscando, los ancianos y los escribas que según la antigua costumbre disertaban allí sobre la Ley, respondían a cuestiones y daban consejos.

Había algunos grupos, el muchacho se acercó al menos numeroso en el preciso momento en que un hombre levantaba la mano para hacer una pregunta.

El escriba asintió con una señal y el hombre dijo, Explícame, te lo ruego, si debemos entender, palabra por palabra, sentido por sentido, tal como está escrito, las leyes que el Señor dio a Moisés en el Monte Sinaí, cuando prometió hacer reinar la paz en nuestra tierra y que nadie perturbaría nuestro sueño, cuando anunció que haría desaparecer de entre nosotros a los animales nocivos y que la espada no pasaría por nuestra tierra, y también que persiguiendo nosotros a nuestros enemigos, caerían ellos bajo nuestra espada, cinco de los vuestros perseguirán a un centenar, y cien de los vuestros perseguirán a diez mil, dijo el Señor, y vuestros enemigos caerán bajo vuestra espada. El escriba miró con expresión desconfiada a quien preguntaba, pensando si sería un entrometido rebelde, enviado por Judas de Galilea para alborotar los espíritus con malévolas insinuaciones sobre la Pasividad del Templo ante el poder de Roma, y respondió, brusco y breve, Esas palabras las dijo el Señor cuando nuestros padres estaban en el desierto y eran perseguidos por los egipcios.

El hombre volvió a levantar la mano, señal de otra pregunta, Debo entender que las palabras pronunciadas por el Señor en el Monte Sinaí sólo valían para aquellos tiempos, cuando nuestros padres buscaban la tierra de promisión, Si así lo has entendido, no eres un buen israelita, la palabra del Señor valió, vale y valdrá para todos los tiempos, pasados y futuros, la palabra del Señor estaba en la mente del Señor desde antes de que hablase y en ella continúa después de haber callado, Fuiste tú quien dijo lo que a mí me prohíbes pensar, Qué piensas tú, Que el Señor consiente que nuestras espadas no se levanten contra la fuerza que nos está oprimiendo, que cien de los nuestros no se atreven contra cinco de ellos, que diez mil judíos tienen que encogerse ante cien romanos, Estás en el Templo del Señor y no en un campo de batalla, El Señor es el dios de los ejércitos, Pero recuerda que el Señor impuso sus condiciones, Cuáles, Si cumplís mis leyes, si guardáis mis preceptos, dijo el Señor, Y qué leyes no cumplimos, y qué preceptos no guardamos para tener que aceptar por justa y necesaria, como castigo de pecados, la dominación de Roma, El Señor lo sabrá, Sí, el Señor lo sabrá, cuántas veces el hombre peca sin saberlo, pero explícame por qué se sirve el Señor del poder de Roma para castigarnos, en vez de hacerlo directamente, cara a cara con aquellos a quienes eligió para formar su pueblo, El Señor conoce sus fines, el Señor elige sus medios, Quieres decir entonces que es voluntad del Señor que los romanos manden en Israel, Sí, Si es como dices, tendremos que concluir que los rebeldes que andan luchando contra los romanos están también luchando contra el Señor y su voluntad, Concluyes mal, Y tú te contradices, escriba, El querer de Dios puede ser un no querer y su no querer, su voluntad, Sólo el querer del hombre es verdadero querer y no tiene importancia ante Dios, Así es, Entonces, el hombre es libre, Sí, para poder ser castigado. Corrió un murmullo entre los circunstantes, algunos miraron a quien hizo las preguntas, sin duda pertinentes a la pura luz de los textos, pero políticamente inconvenientes, lo miraron como si él, precisamente, debiera asumir los pecados todos de Israel y por ellos pagar, aliviados los sospechosos, en cierto modo, por el triunfo del escriba, que recibía con sonrisa complacida las felicitaciones y las alabanzas. Seguro de sí, el maestro miró a su alrededor, solicitando otra interpelación, como el gladiador que, habiéndole correspondido en suerte un adversario de poca monta, reclama otro de mayor porte y que le dé mayor gloria. Otro hombre levantó la mano, otra pregunta se presentaba, El Señor habló a Moisés y le dijo, El extranjero que reside con vosotros será tratado como uno de vuestros compatriotas y lo amarás como a ti mismo, porque también vosotros fuisteis extranjeros en tierras de Egipto, eso dijo el Señor a Moisés. No acabó, porque el escriba, animado por su primera victoria, lo interrumpió con ironía, Supongo que no es tu idea preguntarme por qué no tratamos nosotros a los romanos como compatriotas, dado que son extranjeros, Te lo preguntaría si los romanos nos tratasen a nosotros como compatriotas suyos, sin preocuparnos, ni nosotros ni ellos, de otras leyes y otros dioses, También tú vienes aquí a provocar la ira del Señor con interpretaciones diabólicas de su palabra, interrumpió el escriba, No, sólo quiero que me digas si de verdad piensas que cumplimos la palabra santa cuando los extranjeros lo sean, no con relación a la tierra donde vivimos, sino a la religión que profesamos, A quién te refieres en particular, A algunos hoy, a muchos en el pasado, quizá a muchos más mañana, Sé claro, por favor, que no puedo perder el tiempo con enigmas ni parábolas, Cuando vinimos de Egipto, vivían en la tierra que llamamos Israel otras naciones a las que tuvimos que combatir, en aquellos días los extranjeros éramos nosotros, y el Señor nos dio orden de que matásemos y aniquilásemos a quienes se oponían a su voluntad, La tierra nos fue prometida, pero tenía que ser conquistada, no la compramos, ni nos fue ofrecida, Y hoy está bajo un dominio extranjero que estamos soportando, la tierra que habíamos hecho nuestra dejó de serlo, La idea de Israel mora eternamente en el espíritu del Señor, por eso dondequiera que esté su pueblo, reunido o disperso, ahí estará la Israel terrenal, De ahí se deduce, supongo, que en todas partes donde estemos nosotros, los judíos, siempre los otros hombres serán extranjeros, A los ojos del Señor, sin duda, Pero el extranjero que viva con nosotros será, según la palabra del Señor, nuestro compatriota y debemos amarlo como a nosotros mismos porque fuimos extranjeros en Egipto, El Señor lo dijo, Concluyo, entonces, que el extranjero a quien debemos amar es aquel que, viviendo entre nosotros, no sea tan poderoso que nos oprima, como ocurre, en los tiempos de hoy, con los romanos, Concluyes bien, Pues ahora vas a decirme, según lo que tus luces te aconsejen, si llegáramos un día nosotros a ser poderosos, permitirá el Señor que oprimamos a los extranjeros a quienes el mismo Señor mandó amar, Israel no podrá querer sino lo que el Señor quiere, y el Señor, por el hecho de haber elegido a este pueblo, querrá todo cuanto sea bueno para Israel, Aunque sea no amar a quien se debería amar, Sí, si esa fuera finalmente su voluntad, De Israel o del Señor, De ambos, porque son uno, No violarás el derecho del extranjero, palabra del Señor, Cuando el extranjero lo tenga y se lo reconozcamos, dijo el escriba.

De nuevo se oyeron murmullos de aprobación que hicieron brillar los ojos del escriba como los del vencedor de pancracio, o los de un discóbolo, un reciario, un conductor de carros. La mano de Jesús se levantó. A ninguno de los presentes le sorprendió que un muchacho de esta edad se presentase a interrogaqr a un escriba o a un doctor del Templo, pues siempre ha habido adolescentes con dudas, desde Caín y Abel, en general hacen preguntas que los adultos reciben con una sonrisa de condescendencia y una palmadita en la espalda, Crece, crece y verás cómo esto no tiene importancia, y los más comprensivos dirán, Cuando yo tenía tu edad también pensaba así. Algunos de los presentes se alejaron, otros se disponían a hacerlo, ante la apenas oculta contrariedad del escriba que veía escapársele un público hasta entonces atento, pero la pregunta de Jesús hizo que se volvieran algunos que pudieron oírla, Quiero saber sobre la culpa, Hablas de una culpa tuya, Hablo de la culpa en general, pero también de la culpa que yo pueda tener incluso sin haber pecado directamente, Explícate mejor, Dijo el Señor que los padres no morirán por los hijos ni los hijos por los padres, y que cada uno será condenado a la muerte por su propio delito, Así es, pero debes saber que se trataba de un precepto para aquellos antiguos tiempos en los que la culpa de un miembro de la familia debía ser pagada por toda la familia, incluyendo los inocentes, Pero, siendo la palabra del Señor eterna y no estando a la vista el fin de las culpas, recuerda lo que tú mismo dijiste hace poco, que el hombre es libre para poder ser castigado, creo que es legítimo pensar que el delito del padre, incluso siendo castigado, no queda extinto con el castigo y forma parte de la herencia que transmite al hijo, como los vivos de hoy heredamos la culpa de Adán y Eva, nuestros primeros padres, Asombrado estoy de que un muchacho de tu edad y de tu condición parezca saber tanto de las Escrituras y sea capaz de discurrir sobre ellas de manera tan fluida, Sólo sé lo que aprendí, De dónde vienes, De Nazaret de Galilea, Ya me parecía, por tu modo de hablar, Responde a lo que te he preguntado, por favor, Podemos admitir que la principal culpa de Adán y Eva, cuando desobedecieron al Señor, no haya sido tanto la de probar el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal como la consecuencia que de ahí fatalmente tendría que resultar, es decir, impedir, con su pecado, que el Señor cumpliera el plan que tenía en su mente al crear al hombre y luego a la mujer, Quieres decir que todo acto humano, la desobediencia en el paraíso o cualquier otro, interfiere la voluntad de Dios siempre y que, en definitiva, podríamos comparar la voluntad de Dios con una isla en el mar, rodeada y asaltada por las revueltas aguas de las voluntades de los hombres, esta pregunta la lanzó el segundo de los cuestionadores, que a tal osadía no se hubiera atrevido el hijo del carpintero, No será tanto así, respondió cautelosamente el escriba, la voluntad del Señor no se contenta con prevalecer sobre todas las cosas, ella hace que todo sea lo que es, Pero tú mismo has dicho que la desobediencia de Adán es la causa de que no conozcamos el proyecto que Dios había concebido para él, Así es, según la razón, pero en la voluntad de Dios, creador y regidor del universo, están contenidas todas las voluntades posibles, la suya, pero también las de todos los hombres nacidos y por nacer, Si fuera como dices, intervino Jesús, súbitamente iluminado, cada uno de los hombres sería una parte de Dios, Probablemente, pero la parte representada por todos los hombres juntos sería como un grano de arena en el desierto infinito que Dios es. El hombre presuntuoso que hasta entonces había sido el escriba desapareció. está sentado en el suelo, como antes, a su alrededor los asistentes lo miran con tanto respeto como temor, como quien está ante un mago que, involuntariamente, hubiera convocado y hecho aparecer fuerzas de las que, a partir de este momento, sólo podría ser súbdito. Decaídos los hombros, tenso el rostro, las manos abandonadas sobre las rodillas, todo su cuerpo parecía pedir que le dejaran entregado a su angustia. Los circunstantes empezaron a levantarse, algunos se dirigieron hacia el Atrio de los Israelitas, otros se acercaban a los grupos donde proseguían los debates. Jesús dijo, No has respondido a mi pregunta. El escriba enderezó lentamente la cabeza, lo miró con la expresión de quien acabara de salir de un sueño y, tras un largo, casi insoportable silencio, dijo, La culpa es un lobo que se come al hijo después de haber devorado al padre. Ese lobo de que hablas ya se comió a mi padre, Entonces sólo falta que te devore a ti, Y tú, en tu vida, fuiste comido o devorado, No sólo comido y devorado, sino también vomitado.

Jesús se levantó y salió.

Camino de la puerta por donde había entrado, se detuvo y miró atrás. La columna de humo de los sacrificios subía recta al cielo e iba a disiparse y desaparecer en las alturas, como si la aspirasen los gigantescos fuelles del pulmón de Dios. La mañana estaba mediada, crecía la multitud y en el interior del Templo quedaba un hombre roto y dilacerado por el vacío, a la espera de sentir que se le reconstituía el hueso de la costumbre, la piel del hábito, para poder responder, dentro de un rato o mañana, tranquilamente, a alguien que venga con la idea de querer saber, por ejemplo, si la sal en que la mujer de Lot se transformó era sal gema o sal marina, o si la embriaguez de Noé fue de vino blanco o de vino tinto. Fuera ya del Templo, Jesús preguntó cuál era el camino hacia Belén, su segundo destino, dos veces se perdió en la confusión de las calles y de la gente, hasta que encontró la puerta por donde, en el vientre de su madre, pasó trece años atrás, presto ya a venir al mundo. No se suponga, sin embargo, que Jesús piensa este pensamiento, bien sabido es que las evidencias de la obviedad cortan las alas al pájaro inquieto de la imaginación, un ejemplo daremos y basta, mire el lector de este evangelio un retrato de su madre, que la represente grávida de él, y díganos si es capaz de imaginarse dentro. Baja Jesús en dirección a Belén, podría ahora reflexionar sobre las respuestas dadas por el escriba, no sólo a su pregunta, sino también a otras antes que a la suya, pero lo que le perturba es la embarazosa impresión de que todas las preguntas eran, en definitiva, una sola y la respuesta dada a cada una a todas servía, principalmente la última, que lo resumía todo, el hambre eterna del lobo de la culpa, que eternamente come, devora y vomita. Muchas veces, gracias a las debilidades de la memoria, no sabemos, o sabemos como quien deseara olvidarlo, la causa, el motivo, la raíz de la culpa o, para hablar de manera figurada al modo del escriba, el cubil de donde el lobo sale para cazarnos. Jesús lo sabe y hacia allí camina.

No tiene la menor idea de lo que hará, pero haber venido es como ir avisando, a un lado y otro del camino, Aquí estoy, a la espera de que alguien salga en un recodo, qué quieres, castigo, perdón, olvido. Como el padre y la madre hicieron en su tiempo, se detuvo ante la tumba de Raquel para orar.

Luego, sintiendo que se le aceleraban los latidos del corazón, siguió hacia delante.

Las primeras casas de Belén estaban a la vista, ésta era la entrada de la aldea por donde todas las noches irrumpían, en sueños, el padre asesino y los soldados de la compañía, en verdad esto no parece sitio para aquellos horrores, no es sólo el cielo el que lo niega, este cielo por donde pasan nubes blancas y tranquilas como benévolos gestos de Dios, la propia tierra parece dormir al sol, tal vez sería mejor decir, Dejemos las cosas como están, no removamos los huesos del pasado y, antes de que una mujer, con un niño en brazos, aparezca en una de estas puertas preguntando, A quién buscas, volverse atrás, borrar el rastro de los pasos que aquí nos trajeron y rogar que el movimiento perpetuo del cedazo del tiempo cubra con una rápida e insondable polvareda hasta la más tenue memoria de estos acontecimientos. Demasiado tarde. Hay un momento, rozando ya casi la telaraña, en el que la mosca estaría a tiempo de escapar de la trampa, pero, si la ha tocado ya, si el flujo viscoso rozó el ala en adelante inútil, cualquier movimiento servirá sólo para que el insecto se enmalle más y se paralice, irremediablemente condenado, aunque la araña despreciase, por insignificante, esta pieza de caza. Para Jesús el momento ha pasado. En el centro de una plaza, donde en una esquina hay una higuera frondosa, se ve una pequeña construcción cúbica que no necesita ser mirada por segunda vez para saber que es un túmulo. Se aproximó Jesús, le dio una vagarosa vuelta, se detuvo a leer las inscripciones medio borradas que había en uno de sus lados y, hecho esto, comprendió que acababa de encontrar lo que buscaba. Una mujer que atravesaba la plaza llevando de la mano a un niño de cinco años se detuvo, miró con curiosidad al forastero y preguntó, De dónde vienes, y como si creyera necesario justificar la pregunta, No eres de aquí, Soy de Nazaret de Galilea, Tienes familia en estos lugares, No, vine a Jerusalén y, como estaba cerca, decidí ver Belén, Estás de paso, Sí, vuelvo a Jerusalén en cuanto empiece a refrescar la tarde. La mujer levantó al niño, lo sentó en el brazo izquierdo diciendo, Que el Señor quede contigo, e hizo un movimiento para retirarse, pero Jesús la retuvo preguntando, Este túmulo de quién es. La mujer apretó al niño contra el pecho, como si quisiera protegerlo de una amenaza, y respondió, Son veinticinco niños que fueron muertos hace muchos años, Cuántos, Veinticinco, ya te lo he dicho, Hablo de los años, Ah, unos catorce, Son muchos, Deben de serlo, calculo que más o menos los que tú tienes, Así es, pero yo estoy hablando de los niños, Ah, uno de ellos era hermano mío, Un hermano tuyo está ahí dentro, Sí, Y ese que llevas en brazos, es tu hijo, Es mi primogénito, Por qué fueron muertos los niños, No se sabe, entonces yo tenía sólo siete años, Pero sin duda se lo habrás oído contar a tus padres y a los otros mayores, No era necesario, yo misma vi cómo mataban a algunos, A tu hermano, También a mi hermano, Y quién los mató, Aparecieron unos soldados del rey en busca de niños varones hasta los tres años y los mataron a todos, Y dices que no se sabe por qué, Nunca se ha sabido hasta el día de hoy, Y después de la muerte de Herodes, no intentó nadie averiguarlo, no fue nadie al Templo a pedir a los sacerdotes que indagasen, No lo sé, Si los soldados hubieran sido romanos, todavía se comprendería, pero así, que nuestro propio rey mande matar a sus súbditos, niños de tres años, alguna razón tendría que haber, La voluntad de los reyes no es para nuestro entendimiento, quede el Señor contigo y te proteja, Ya no tengo tres aqños, A la hora de la muerte, los hombres tienen siempre tres años, dijo la mujer, y se alejó. Cuando se quedó solo, Jesús se arrodilló en el suelo, al lado de la piedra que cerraba la entrada de la tumba, sacó de la alforja un mendrugo de pan que le quedaba, duro ya, deshizo un trozo entre las palmas de las manos y lo desmigó luego junto a la puerta, como una ofrenda a las invisibles bocas de los inocentes. En el instante en que lo estaba haciendo apareció, procedente de la esquina más cercana, otra mujer, pero ésta era muy vieja, curvada, caminaba ayudándose con un bastón.