CAPÍTULO 1
NUESTRA IMAGEN DEL UNIVERSO
Un conocido científico (algunos dicen que Bertrand Russell) dio una vez una conferencia sobre astronomía. Él describió cómo la Tierra orbita alrededor del Sol y cómo el Sol, a su vez, orbita alrededor del centro de una vasta colección de estrellas llamada nuestra galaxia. Al final de la conferencia, una pequeña anciana sentada en el fondo de la sala se paró y dijo: «Lo que usted ha dicho es una mierda. El mundo es en realidad un plato plano sobre el lomo de una tortuga gigante». El científico sonrió despectivamente y replicó: «¿y sobre qué está la tortuga?». «Usted es muy inteligente, jovencito, muy inteligente —dijo la pequeña anciana—, ¡pero hay infinitas tortugas!».
Mucha gente podría encontrar bastante ridícula la imagen de nuestro universo como una torre de infinitas tortugas, pero ¿por qué pensamos que lo sabemos mejor?, ¿qué sabemos acerca del universo y cómo lo sabemos?, ¿de dónde vino el universo y hacia dónde va? ¿Tuvo el universo un comienzo, y si es así, qué sucedió antes de eso?, ¿cuál es la naturaleza del tiempo?, ¿tendrá un final?, ¿podemos ir atrás en el tiempo? Recientes descubrimientos en física hacen posible, en parte por fantásticas nuevas tecnologías, sugerir respuestas a algunas de estas antiguas preguntas. Algún día estas respuestas nos parecerán tan obvias como la Tierra orbitando al Sol —o tal vez tan ridículas como una torre de tortugas— solo el tiempo (lo que quiera que sea) lo dirá.
En el año 340 a. C. el filósofo griego Aristóteles, en su libro Sobre los Cielos, fue capaz de proponer dos buenos argumentos para creer que la Tierra era una esfera redonda en lugar de un plato plano. Primero, él se dio cuenta de que los eclipses de Luna eran causados por la Tierra que se ponía entre el Sol y la Luna. La sombra de la Tierra sobre la Luna era siempre redonda, lo cual podía suceder solo si la Tierra era esférica. Si la Tierra hubiera sido un disco plano, la sombra hubiera sido elongada y elíptica a menos que el Sol siempre estuviera sobre el eje del disco cuando ocurrían los eclipses. Segundo, los griegos sabían por sus viajes que la Estrella del Norte aparecía más baja en el cielo vista desde el sur que si la miraban en regiones del norte (dado que la Estrella del Norte está sobre el Polo Norte aparece sobre la cabeza de alguien en el Polo Norte y se ve en el horizonte desde el ecuador). De la diferencia entre la posición aparente de la Estrella del Norte en Egipto y Grecia. Aristóteles inclusive calculó estimativamente que la distancia alrededor de la Tierra era de 400.000 estadios. No se sabe exactamente cuánto medía un estadio, pero debe haber tenido alrededor de 200 yardas lo cual hace que Aristóteles estimara el doble de la figura corrientemente aceptada. Los griegos también tenían un tercer argumento de que la Tierra debía ser redonda. ¿Por qué sino, cuando aparece un barco desde detrás del horizonte, vemos primero las velas y solo más tarde el casco?
Aristóteles pensaba que la Tierra estaba quieta y que el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas se movían en órbitas circulares alrededor de la Tierra. Él creía esto porque él sentía, por razones místicas, que la Tierra era el centro del universo, y que el movimiento circular era el más perfecto. Esta idea fue elaborada por Tolomeo en el segundo siglo a. C. en un completo modelo cosmológico. La tierra permanecía en el centro, rodeada por ocho esferas de cristal sobre las que giraban la Luna, el Sol, las estrellas y los cinco planetas que se conocían, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno.
Los planetas mismos se movían en pequeños círculos dentro de sus respectivas esferas para justificar el complicado camino que describían en el cielo. La esfera más lejana portaba las estrellas fijas que se mantenían a la misma distancia entre sí pero giraban juntas alrededor de la Tierra. Nunca quedó muy claro lo que había después de la última esfera, pero ciertamente no era parte del universo observable por la humanidad.
El modelo de Tolomeo era un sistema razonablemente preciso para predecir la posición de los cuerpos celestes en el cielo. Pero, para calcular estas posiciones con precisión, Tolomeo tuvo que asumir que la Luna se movía en un camino que algunas veces la llevaba dos veces más cerca de la Tierra que en otras veces. ¡Esto significaba que la Luna debía aparecer dos veces más grande algunas veces que otras! Tolomeo reconoció este desperfecto, pero nunca su modelo fue generalmente, ya que no universalmente, aceptado. Este fue aceptado por la iglesia Cristiana como la imagen del universo que estaba en concordancia con las escrituras y que tenía la ventaja de dejar un gran espacio después de la esfera de las estrellas fijas para el cielo y el infierno.
Un modelo más simple, sin embargo, fue propuesto en 1514 por un cura polaco, Nicolás Copérnico (al principio, tal vez por miedo de ser marcado como hereje por su iglesia, Copérnico difundió su modelo anónimamente). Su idea fue que el Sol estaba fijo en el centro y que la Tierra y los planetas se movían en órbitas circulares alrededor del Sol. Pasó cerca de un siglo antes de que esta idea fuera tomada en serio. Entonces dos astrónomos —el alemán Johannes Kepler y el italiano Galileo Galilei— comenzaron a apoyar públicamente la teoría copernicana, a despecho de que las órbitas que predecía no coincidían con las que se observaban. La muerte final de la teoría de Aristóteles y Tolomeo llegó en 1609. En ese año, Galileo comenzó a observar el cielo nocturno con un telescopio, que recién se había inventado. Cuando miró al planeta Júpiter, Galileo observó que estaba acompañado por varios pequeños satélites o lunas que orbitaban alrededor de él. Esto implicaba que no todo tenía que orbitar directamente alrededor de la Tierra, como Aristóteles y Tolomeo pensaban (por supuesto, todavía era posible creer que la Tierra estaba estacionaria en el centro del universo y que las lunas de Júpiter se movían en extremadamente complicadas trayectorias alrededor de la Tierra, dando la impresión de que orbitaban Júpiter. Sin embargo, la teoría de Copérnico era mucho más simple). Al mismo tiempo, Johannes Kepler había modificado la teoría de Copérnico, sugiriendo que los planetas no se movían en círculos sino en elipses (una elipse es un círculo alargado). Las predicciones ahora finalmente coincidían con las observaciones.
Por lo que a Kepler le concernía, las órbitas elípticas eran meramente una hipótesis ad hoc, y una que era bastante repugnante, porque las elipses eran claramente menos perfectas que los círculos. Habiendo descubierto casi por accidente que las órbitas elípticas coincidían con las observaciones, él no podía reconciliarlas con su idea de que fuerzas magnéticas hacían orbitar los planetas alrededor del Sol. Una explicación fue dada mucho más tarde, en 1687, cuando Sir Isaac Newton publicó su Philosophiae Naturalis Principia Mathematica probablemente la obra más importante que se haya publicado en las ciencias físicas. En ella Newton no solo promovió una teoría de cómo se mueven los cuerpos en el espacio y el tiempo, sino que también desarrolló las complicadas matemáticas necesarias para analizar dichos movimientos. Además Newton postuló una ley de la gravitación universal de acuerdo a la cual cada cuerpo del universo era atraído hacia los demás cuerpos por una fuerza que era más fuerte cuanto más masa tuvieran los cuerpos y cuanto más cerca estuvieran uno del otro. Era esta misma fuerza la que provocaba que los objetos cayeran al suelo (el cuento de que Newton se inspiró en una manzana que cayó sobre su cabeza es casi con certeza apócrifo. Todo lo que Newton mismo dijo fue que la idea de la gravedad le vino cuando él estaba sentado en «estado de contemplación» y «fue ocasionada por la caída de una manzana»). Newton vino a demostrar que, de acuerdo a su ley, la gravedad causa que la Luna se mueva en una órbita elíptica en torno a la Tierra y causa que la Tierra y los demás planetas se muevan en órbitas elípticas alrededor del Sol.
El modelo Copernicano fue despojado de las esferas celestiales de Tolomeo, y con ello de la idea de que el universo tiene un límite natural. Dado que las «estrellas fijas» no aparentan cambiar sus posiciones fuera de una rotación a través del cielo causada por el giro de la Tierra sobre su eje, se volvió natural suponer que las estrellas fijas eran objetos como nuestro Sol pero mucho más lejanos.
Newton comprendió que, de acuerdo a su teoría de la gravedad, las estrellas deberían atraerse una hacia otra, por lo tanto parecía que no podían permanecer esencialmente sin movimiento. ¿No podrían caer todas juntas hacia algún punto? En una carta de 1691 a Richard Bentley, otro pensador líder de esa época, Newton arguyó que esto podría en verdad ocurrir si hubiera un número finito de estrellas distribuidas en una región finita del espacio. Pero él razonaba que si, por otra parte, hubiera un número infinito de estrellas distribuidas más o menos uniformemente sobre un universo infinito, esto podría no ocurrir, porque no habría un punto central hacia el cual caer.
Este argumento es un ejemplo de las trampas en que se puede caer cuando se habla del infinito. En un universo infinito, cada punto puede ser visto como el centro, porque cada punto tiene un número infinito de estrellas de cada lado. El planteo correcto, que fue realizado mucho más tarde, es considerar la situación finita en la cual todas las estrellas caen una sobre otra, y entonces preguntar cómo cambiarían las cosas si se agregan más estrellas distribuidas de forma casi uniforme fuera de esta región. De acuerdo a las leyes de Newton las estrellas extra no harían ninguna diferencia, así que las estrellas caerían del mismo modo. Podemos agregar tantas estrellas como queramos, pero siempre caerán una sobre otra. Ahora sabemos que es imposible tener un modelo estático infinito del universo en el cual la gravedad sea siempre atractiva.
Una interesante reflexión sobre el clima general de pensamiento antes del siglo XX es que nadie había sugerido que el universo se estuviera expandiendo o contrayendo. Era generalmente aceptado que o bien el universo había existido siempre en un estado inmutable, o bien que había sido creado hace un tiempo finito en el pasado más o menos como lo observamos hoy en día. En parte esto debe haberse debido a la tendencia de la gente a creer en verdades eternas, así como al confort que encontraban al pensar que aunque ellos tuvieran que envejecer y morir, el universo es eterno e inmutable.
Inclusive aquellos que advertían que la teoría de Newton de la gravedad mostraba que el universo no podía ser estático no pensaron en sugerir que podría estarse expandiendo. En su lugar, intentaron modificar la teoría haciendo que la fuerza de gravedad fuera repulsiva a muy largas distancias. Esto no afectaba significativamente sus predicciones del movimiento de los planetas, pero permitía que una distribución de estrellas infinita permaneciera en equilibrio, con las fuerzas atractivas entre estrellas cercanas balanceada por las fuerzas repulsivas de las estrellas más lejanas. Sin embargo, ahora creemos que tal equilibrio podría ser inestable: si las estrellas en alguna región se acercaran solo un poco una a la otra, las fuerzas atractivas entre ellas podrían volverse más fuertes y dominar sobre las fuerzas repulsivas de modo que las estrellas seguirían cayendo una sobre la otra. Por otra parte, si las estrellas se alejaran un poco una de otra, las fuerzas repulsivas podrían dominar y alejarlas cada vez más.
Otra objeción a un universo infinito estático es normalmente atribuida al filósofo alemán Heinrich Olbers, quien escribió sobre su teoría en 1823. En efecto, varios contemporáneos de Newton habían visto el problema, y el artículo de Olbers no fue el primero en contener argumentos plausibles contra él. Fue, sin embargo, el primero en ser ampliamente notado. La dificultad es que en un universo infinito estático casi cualquier línea de visión terminaría en la superficie de una estrella. Luego uno podría esperar que todo el cielo pudiera ser tan brillante como el Sol, inclusive de noche. El contra argumento de Olbers era que la luz de las estrellas lejanas estaría oscurecida por la absorción debida a la materia intermedia. Sin embargo, si eso sucediera, la materia intermedia se calentaría, con el tiempo, hasta que iluminara de forma tan brillante como las estrellas. La única manera de evitar la conclusión de que todo el cielo nocturno debería de ser tan brillante como la superficie del Sol sería suponer que las estrellas no han estado iluminando desde siempre, sino que se encendieron en un determinado instante pasado finito. En este caso, la materia absorbente podría no estar caliente todavía, o la luz de las estrellas distantes podría no habernos alcanzado aún. Y esto nos conduciría a la cuestión de qué podría haber causado el hecho de que las estrellas se hubieran encendido por primera vez.
El principio del universo había sido discutido, desde luego, mucho antes de esto. De acuerdo con distintas cosmologías primitivas y con la tradición judeo-cristiano-musulmana, el universo comenzó en cierto tiempo pasado finito, y no muy distante. Un argumento en favor de un origen tal fue la sensación de que era necesario tener una «Causa Primera» para explicar la existencia del universo (dentro del universo, uno siempre explica un acontecimiento como causado por algún otro acontecimiento anterior, pero la existencia del universo en sí, solo podría ser explicada de esta manera si tuviera un origen). Otro argumento lo dio san Agustín en su libro La ciudad de Dios. Señalaba que la civilización está progresando y que podemos recordar quién realizó esta hazaña o desarrolló aquella técnica. Así, el hombre, y por lo tanto quizás también el universo, no podía haber existido desde mucho tiempo atrás. San Agustín, de acuerdo con el libro del Génesis, aceptaba una fecha de unos 5.000 años antes de Cristo para la creación del universo (es interesante comprobar que esta fecha no está muy lejos del final del último periodo glacial, sobre el 10.000 a. C., que es cuando los arqueólogos suponen que realmente empezó la civilización).
Aristóteles, y la mayor parte del resto de los filósofos griegos, no era partidario, por el contrario, de la idea de la creación, porque sonaba demasiado a intervención divina. Ellos creían, por consiguiente, que la raza humana y el mundo que la rodea habían existido, y existirían, por siempre. Los antiguos ya habían considerado el argumento descrito arriba acerca del progreso, y lo habían resuelto diciendo que había habido inundaciones periódicas u otros desastres que repetidamente situaban a la raza humana en el principio de la civilización.
Las cuestiones de si el universo tiene un principio en el tiempo y de si está limitado en el espacio fueron posteriormente examinadas de forma extensiva por el filósofo Immanuel Kant en su monumental (y muy oscura) obra, Crítica de la razón pura, publicada en 1781. Él llamó a estas cuestiones antinomias (es decir, contradicciones) de la razón pura, porque le parecía que había argumentos igualmente convincentes para creer tanto en la tesis, que el universo tiene un principio, como en la antítesis, que el universo siempre había existido. Su argumento en favor de la tesis era que si el universo no hubiera tenido un principio, habría habido un período de tiempo infinito anterior a cualquier acontecimiento, lo que él consideraba absurdo. El argumento en pro de la antítesis era que si el universo hubiera tenido un principio, habría habido un período de tiempo infinito anterior a él, y de este modo, ¿por qué habría de empezar el universo en un tiempo particular cualquiera? De hecho, sus razonamientos en favor de la tesis y de la antítesis son realmente el mismo argumento. Ambos están basados en la suposición implícita de que el tiempo continúa hacia atrás indefinidamente, tanto si el universo ha existido desde siempre como si no. Como veremos, el concepto de tiempo no tiene significado antes del comienzo del universo. Esto ya había sido señalado en primer lugar por san Agustín. Cuando se le preguntó: ¿Qué hacía Dios antes de que creara el universo?, Agustín no respondió: estaba preparando el infierno para aquellos que preguntaran tales cuestiones. En su lugar, dijo que el tiempo era una propiedad del universo que Dios había creado, y que el tiempo no existía con anterioridad al principio del universo.
Cuando la mayor parte de la gente creía en un universo esencialmente estático e inmóvil, la pregunta de si este tenía, o no, un principio era realmente una cuestión de carácter metafísico o teológico. Se podían explicar igualmente bien todas las observaciones tanto con la teoría de que el universo siempre había existido, como con la teoría de que había sido puesto en funcionamiento en un determinado tiempo finito, de tal forma que pareciera como si hubiera existido desde siempre. Pero, en 1929, Edwin Hubble hizo la observación crucial de que, donde quiera que uno mire, las galaxias distantes se están alejando de nosotros. O en otras palabras, el universo se está expandiendo. Esto significa que en épocas anteriores los objetos deberían de haber estado más juntos entre sí. De hecho, parece ser que hubo un tiempo, hace unos diez o veinte mil millones de años, en que todos los objetos estaban en el mismo lugar exactamente, y en el que, por lo tanto, la densidad del universo era infinita. Fue dicho descubrimiento el que finalmente llevó la cuestión del principio del universo a los dominios de la ciencia.
Las observaciones de Hubble sugerían que hubo un tiempo, llamado el big bang [gran explosión o explosión primordial], en que el universo era infinitesimalmente pequeño e infinitamente denso. Bajo tales condiciones, todas las leyes de la ciencia, y, por tanto, toda capacidad de predicción del futuro, se desmoronarían. Si hubiera habido acontecimientos anteriores a este no podrían afectar de ninguna manera a lo que ocurre en el presente. Su existencia podría ser ignorada, ya que ello no extrañaría consecuencias observables. Uno podría decir que el tiempo tiene su origen en el big bang, en el sentido de que los tiempos anteriores simplemente no estarían definidos. Es señalar que este principio del tiempo es radicalmente diferente de aquellos previamente considerados. En un universo inmóvil, un principio del tiempo es algo que ha de ser impuesto por un ser externo al universo; no existe la necesidad de un principio. Uno puede imaginarse que Dios creó el universo en, textualmente, cualquier instante de tiempo. Por el contrario, si el universo se está expandiendo, pueden existir poderosas razones físicas para que tenga que haber un principio. Uno aún se podría imaginar que Dios creó el universo en el instante del big bang, pero no tendría sentido suponer que el universo hubiese sido creado antes del big bang. ¡Universo en expansión no excluye la existencia de un creador, pero sí establece límites sobre cuándo este pudo haber llevado a cabo su misión!
Para poder analizar la naturaleza del universo, y poder discutir cuestiones tales como si ha habido un principio o si habrá un final, es necesario tener claro lo que es una teoría científica. Consideremos aquí un punto de vista ingenuo, en el que una teoría es simplemente un modelo del universo, o de una parte de él, y un conjunto de reglas que relacionan las magnitudes del modelo con las observaciones que realizamos. Esto solo existe en nuestras mentes, y no tiene ninguna otra realidad (cualquiera que sea lo que esto pueda significar). Una teoría es una buena teoría siempre que satisfaga dos requisitos: debe describir con precisión un amplio conjunto de observaciones sobre la base de un modelo que contenga solo unos pocos parámetros arbitrarios, y debe ser capaz de predecir positivamente los resultados de observaciones futuras. Por ejemplo, la teoría de Aristóteles de que todo estaba constituido por cuatro elementos, tierra, aire, fuego y agua, era lo suficientemente simple como para ser cualificada como tal, pero fallaba en que no realizaba ninguna predicción concreta. Por el contrario, la teoría de la gravedad de Newton estaba basada en un modelo incluso más simple, en el que los cuerpos se atraían entre sí con una fuerza proporcional a una cantidad llamada masa e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia entre ellos, a pesar de lo cual era capaz de predecir el movimiento del Sol, la Luna y los planetas con un alto grado de precisión.
Cualquier teoría física es siempre provisional, en el sentido de que es solo una hipótesis: nunca se puede probar. A pesar de que los resultados de los experimentos concuerden muchas veces con la teoría, nunca podremos estar seguros de que la próxima vez el resultado no vaya a contradecirla. Sin embargo, se puede rechazar una teoría en cuanto se encuentre una única observación que contradiga sus predicciones. Como ha subrayado el filósofo de la ciencia Karl Popper, una buena teoría está caracterizada por el hecho de predecir un gran número de resultados que en principio pueden ser refutados o invalidados por la observación. Cada vez que se comprueba que un nuevo experimento está de acuerdo con las predicciones, la teoría sobrevive y nuestra confianza en ella aumenta. Pero si por el contrario se realiza alguna vez una nueva observación que contradiga la teoría, tendremos que abandonarla o modificarla.
O al menos esto es lo que se supone que debe suceder, aunque uno siempre puede cuestionar la competencia de la persona que realizó la observación.
En la práctica, lo que sucede es que se construye una nueva teoría que en realidad es una extensión de la teoría original. Por ejemplo, observaciones tremendamente precisas del planeta Mercurio revelan una pequeña diferencia entre su movimiento y las predicciones de la teoría de la gravedad de Newton. La teoría de la relatividad general de Einstein predecía un movimiento de Mercurio ligeramente distinto del de la teoría de Newton. El hecho de que las predicciones de Einstein se ajustaran a las observaciones, mientras que las de Newton no lo hacían, fue una de las confirmaciones cruciales de la nueva teoría. Sin embargo, seguimos usando la teoría de Newton para todos los propósitos prácticos ya que las diferencias entre sus predicciones y las de la relatividad general son muy pequeñas en las situaciones que normalmente nos incumben (¡La teoría de Newton también posee la gran ventaja de ser mucho más simple y manejable que la de Einstein!).
El objetivo final de la ciencia es el proporcionar una única teoría que describa correctamente todo el universo. Sin embargo, el método que la mayoría de los científicos siguen en realidad es el de separar el problema en dos partes. Primero, están las leyes que nos dicen cómo cambia el universo con el tiempo (si conocemos cómo es el universo en un instante dado, estas leyes físicas nos dirán cómo será el universo en cualquier otro posterior). Segundo, está la cuestión del estado inicial del universo. Algunas personas creen que la ciencia se debería ocupar únicamente de la primera parte: consideran el tema de la situación inicial del universo como objeto de la metafísica o la religión. Ellos argumentarían que Dios, al ser omnipotente, podría haber iniciado el universo de la manera que más le hubiera gustado. Puede ser que sí, pero en ese caso él también podría haberlo hecho evolucionar de un modo totalmente arbitrario. En cambio, parece ser que eligió hacerlo evolucionar de una manera muy regular siguiendo ciertas leyes. Resulta, así pues, igualmente razonable suponer que también hay leyes que gobiernan el estado inicial.
Es muy difícil construir una única teoría capaz de describir todo el universo. En vez de ello, nos vemos forzados, de momento, a dividir el problema en varias partes, inventando un cierto número de teorías parciales. Cada una de estas teorías parciales describe y predice una cierta clase restringida de observaciones, despreciando los efectos de otras cantidades, o representando estas por simples conjuntos de números. Puede ocurrir que esta aproximación sea completamente errónea. Si todo en el universo depende de absolutamente todo el resto de él de una manera fundamental, podría resultar imposible acercarse a una solución completa investigando partes aisladas del problema. Sin embargo, este es ciertamente el modo en que hemos progresado en el pasado. El ejemplo clásico es de nuevo la teoría de la gravedad de Newton, la cual nos dice que la fuerza gravitacional entre dos cuerpos depende únicamente de un número asociado a cada cuerpo, su masa, siendo por lo demás independiente del tipo de sustancia que forma el cuerpo. Así, no se necesita tener una teoría de la estructura y constitución del Sol y los planetas para poder determinar sus órbitas.
Los científicos actuales describen el universo a través de dos teorías parciales fundamentales: la teoría de la relatividad general y la mecánica cuántica. Ellas constituyen el gran logro intelectual de la primera mitad de este siglo. La teoría de la relatividad general describe la fuerza de la gravedad y la estructura a gran escala del universo, es decir, la estructura a escalas que van desde solo unos pocos kilómetros hasta un billón de billones (un 1 con veinticuatro ceros detrás) de kilómetros, el tamaño del universo observable. La mecánica cuántica, por el contrario, se ocupa de los fenómenos a escalas extremadamente pequeñas, tales como una billonésima de centímetro. Desafortunadamente, sin embargo, se sabe que estas dos teorías son inconsistentes entre sí: ambas no pueden ser correctas a la vez. Uno de los mayores esfuerzos de la física actual, y el tema principal de este libro, es la búsqueda de una nueva teoría que incorpore a las dos anteriores: una teoría cuántica de la gravedad. Aún no se dispone de tal teoría, y para ello todavía puede quedar un largo camino por recorrer, pero sí se conocen muchas de las propiedades que debe poseer. En capítulos posteriores veremos que ya se sabe relativamente bastante acerca de las predicciones que debe hacer una teoría cuántica de la gravedad.
Si se admite entonces que el universo no es arbitrario, sino que está gobernado por ciertas leyes bien definidas, habrá que combinar al final las teorías parciales en una teoría unificada completa que describirá todos los fenómenos del universo. Existe, no obstante, una paradoja fundamental en nuestra búsqueda de esta teoría unificada completa. Las ideas anteriormente perfiladas sobre las teorías científicas suponen que somos seres racionales, libres para observar el universo como nos plazca y para extraer deducciones lógicas de lo que veamos.
En tal esquema parece razonable suponer que podríamos continuar progresando indefinidamente, acercándonos cada vez más a las leyes que gobiernan el universo. Pero si realmente existiera una teoría unificada completa, esta también determinaría presumiblemente nuestras acciones. ¡Así la teoría misma determinaría el resultado de nuestra búsqueda de ella! ¿Y por qué razón debería determinar que llegáramos a las verdaderas conclusiones a partir de la evidencia que nos presenta? ¿Es que no podría determinar igualmente bien que extrajéramos conclusiones erróneas? ¿O incluso que no extrajéramos ninguna conclusión en absoluto?
La única respuesta que puedo dar a este problema se basa en el principio de la selección natural de Darwin. La idea estriba en que en cualquier población de organismos auto reproductores, habrá variaciones tanto en el material genético como en educación de los diferentes individuos. Estas diferencias supondrán que algunos individuos sean más capaces que otros para extraer las conclusiones correctas acerca del mundo que rodea, y para actuar de acuerdo con ellas. Dichos individuos tendrán más posibilidades de sobrevivir y reproducirse, de forma que su esquema mental y de conducta acabará imponiéndose. En el pasado ha sido cierto que lo que llamamos inteligencia y descubrimiento científico han supuesto una ventaja en el aspecto de la supervivencia. No es totalmente evidente que esto tenga que seguir siendo así: nuestros descubrimientos científicos podrían destruirnos a todos perfectamente, e, incluso si no lo hacen, una teoría unificada completa no tiene por qué suponer ningún cambio en lo concerniente a nuestras posibilidades de supervivencia. Sin embargo, dado que el universo ha evolucionado de un modo regular, podríamos esperar que las capacidades de razonamiento que la selección natural nos ha dado sigan siendo válidas en nuestra búsqueda de una teoría unificada completa, y no nos conduzcan a conclusiones erróneas.
Dado que las teorías que ya poseemos son suficientes para realizar predicciones exactas de todos los fenómenos naturales, excepto de los más extremos, nuestra búsqueda de la teoría definitiva del universo parece difícil de justificar desde un punto de vista práctico (es interesante señalar, sin embargo, que argumentos similares podrían haberse usado en contra de la teoría de la relatividad y de la mecánica cuántica, las cuales nos han dado la energía nuclear y la revolución de la microelectrónica). Así pues, el descubrimiento de una teoría unificada completa puede no ayudar a la supervivencia de nuestra especie. Puede incluso no afectar a nuestro modo de vida. Pero siempre, desde el origen de la civilización, la gente no se ha contentado con ver los acontecimientos como desconectados e inexplicables. Ha buscado incesantemente un conocimiento del orden subyacente del mundo. Hoy en día, aún seguimos anhelando saber por qué estamos aquí y de dónde venimos. El profundo deseo de conocimiento de la humanidad es justificación suficiente para continuar nuestra búsqueda. Y esta no cesará hasta que poseamos una descripción completa del universo en el que vivimos.